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El eco de aquella palabra cortó el aire tan limpiamente como el filo de un hacha antes de clavarse en el centro de la mesa, imponiendo a ambos lados un silencio extraño. A veces, las sílabas se contagian de densidad, unas a otras, hasta que su conjunto adquiere un peso insoportable para quien las pronuncia, para quien las escucha, hasta que las conversaciones mueren de asfixia, aplastadas por la fuerza de una sola palabra como aquélla. Le miré con atención, los labios soldados, y presentí que no había calculado sus efectos antes de pronunciarla, Yo, que sólo intentaba regresar a una cena donde me había estado divirtiendo de verdad hasta hacía un momento, tampoco calculé bien los efectos de la frase que arriesgué para romper el silencio.
—O sea, que a mí no me harías fotos…
Había hablado en voz muy baja, casi un susurro, mirando al mantel, y él no me contestó al principio. Cuando levanté la cabeza, mis labios se curvaron automáticamente, dibujando una sonrisa que yo no era consciente de haber ordenado, como si hubieran podido intuir, ellos solos, que él también estaba sonriendo.
—Vestida no.
Mi sonrisa se abrió para dar paso a una risa tenue, discreta, casi íntima, que tradujo mi regocijo más de lo que hubiera convenido a los propósitos de la mujer irónica y segura de sí misma, en el más puro estilo Catwoman, que, por otro lado, en ese preciso instante había dejado de pretender ser.
—No estés tan seguro de tu instinto de fotógrafo —le advertí, de todas formas—. El cuerpo revelará los defectos de la ropa, pero a veces la ropa oculta los defectos del cuerpo.
—Mi instinto no falla nunca —contestó, risueño, antes de que su voz bajara de tono para hacerse repentinamente honda—. Y además… Vestida estás muy buena. Buenísima. Tienes un montón de margen.
Entonces capturé el brillo que esmaltaba sus ojos, me contemplé a una luz anaranjada y tibia, y rescaté a la vez frío y calor, cálculo y deseo, y el premio consistió en ganar quince años de un golpe, todos esos años que había perdido por las esquinas de mi vida volvieron a mí, y yo volví a tener diecinueve años, porque me puse tan nerviosa que dejé escapar una risita histérica al mismo tiempo que derribaba la copa del agua con un gesto incontrolado de la mano izquierda y mi servilleta caía al suelo, incapaz de mantenerse en equilibrio sobre un frenético juego de piernas.
—¿Compartirías conmigo un postre? —le pregunté al final.
—Y más cosas —me contestó.
Cuando el avión de Swissair aterrizó en Barajas cuatro días más tarde, cumpliendo escrupulosamente con el horario previsto, nada me hacía suponer que la mujer que salió del avión por la puerta trasera de los fumadores, se empotró en un autobús abarrotado, esperó pacientemente el penúltimo equipaje, y se encontró después con que nadie había venido a recogerla, fuera distinta de la que había completado todas las etapas de un proceso estrictamente inverso noventa y seis horas antes. Me sentía eufórica, desde luego, porque había ligado, y ligar es casi lo mejor que le puede pasar a una en la vida si luego todo lo demás sale bien, y en Lucerna había salido bien hasta lo más difícil, pero si hubiera podido contárselo todo a algún amigo íntimo, y él, o ella, me hubiera preguntado en aquel exacto momento si estaba colgada, yo habría contestado que no, y habría sido sincera.
Nacho Huertas, tan descarado, tan brusco, hasta tan borde a ratos, era un hombre dulce. No un tierno de manual, ni un progresista amariconado, ni un machista acomplejado, ni un seductor moderno, de esos que han aprendido a utilizar la blandura como un arma arrojadiza, sino un hombre dulce, capaz de envolverme entre sus brazos cuando me abrazaba, de transmitirme su sabor cuando me besaba, de respirar suavemente en mi oído hasta dejarme dormida, y capaz sobre todo de no obligarse a ser de esta manera, de no imponerse hacer todas estas cosas que parecen tan elementales y casi nunca resultan serlo, y que desde luego yo no me atrevía a sospechar siquiera del amante
furioso, feroz, que se había abalanzado sobre mí junto a la barra del único bar abierto; y me había mordido en los labios derribando con el codo izquierdo —esta vez él— los vasos vacíos que un camarero cansado de no hacer nada aún no se había acercado a retirar, antes de proponerse explorar mi cuerpo pequeño con sus manos grandes para sembrar un formidable estupor entre la concurrencia. Todos aquellos pulcros ciudadanos de la Confederación Helvética llegaron a ver seguramente la zona de refuerzo de mis medias, espuma negra en el borde de los muslos, y el color de mi sujetador blanco de encaje, mientras yo me desmayaba encima, debajo, entre esos dedos enormes que más parecían previstos para manejar una azada que para regular los sutilísimos mecanismos de las lentes de precisión. Luego se detuvo sin anunciarse, igual que había empezado, y no quiso mirarme, renunciando a registrar el acceso de calor que pintaba de rojo mis mejillas, mi cuello, mi frente, y me pregunté si estaría arrepentido de haber llegado tan lejos, tan pronto, o si habría sucumbido a un súbito ataque de la indeseable timidez que, pese a sus esfuerzos, cualquiera podía presentir más allá de un abrigo forrado de ingenio y frases hechas, pero me equivoqué, porque sólo estaba buscando dinero en sus bolsillos, y cuando lo encontró, lo dejó encima de la barra, y murmuró aquello.
—Te tenía muchas ganas —y desde ese instante sus ojos permanecieron fijos en los míos—, muchas, desde que te he visto… Me pasa sólo a veces, y me cuesta mucho trabajo controlarme.
Entonces fui yo quien bajó del taburete, yo quien se abalanzó sobre él, yo quien le mordió en los labios, y algunos viejos del fondo aplaudieron. No recuerdo siquiera cómo acertamos a llegar al hotel, qué misterioso instinto le guió mientras avanzábamos a trompicones, sus manos emboscadas en el vuelo de mi gabardina, todos mis botones abiertos, la falda sosteniéndose milagrosamente sola sobre mis caderas, y las medias explotando en un pequeño estrépito de roturas paralelas, confundidos el uno en el otro, más que abrazados, y perdidos, creía yo, hasta que reconocí la puerta del hotel y la atravesé sin darme cuenta de nada. Él había recobrado súbitamente la compostura y se acercó al mostrador para pedir dos llaves, me tendió una y me llevó de la mano hasta el ascensor. Su habitación estaba en el cuarto piso, la mía también. Cuando lo alcanzamos, me cedió el paso y salió detrás de mí. y los dos nos quedamos parados en el pasillo, uno frente a otro, mirándonos en silencio, como si de repente ya no tuviéramos nada más que hacer, nada que decir.
—Podemos ir a tu habitación, si quieres —murmuró él, después de un rato, y añadió una frase para maquillar su impaciencia, tal vez su desconcierto, de galantería, ese tradicional recurso de distancia—. Será mucho más cómodo para ti.
Yo le sonreí mientras me preguntaba si de verdad me apetecía acostarme con él, después de todo, y recuerdo nítidamente, y a pesar de la decisión con la que me negué más tarde a recordar ese detalle, que me daba un poco de pereza la idea, pero estaba muy emocionada, es curioso, ahora estoy casi segura de que la emoción desplazó a otros muchos sentimientos que ni siquiera llegaron a brotar en mi interior, como si hubieran muerto de asfixia antes de nacer, deseo, incertidumbre, lujuria, complicidad, cariño, admiración o autocomplacencia, nada de eso encontré en mí, sólo emoción, la promesa de un triunfo equívoco, una llave que parecía encajar exactamente en el cerrojo de esa puerta por la que se fuga el tiempo, mi tiempo.
No le dije que sí, pero eché a andar hacia mi cuarto, y él me siguió. Lo demás resultó demasiado similar a una aventura clásica entre vulgares mortales, mucho más de lo que a mí me habría gustado, y sin embargo, y aunque yo no conocía su cuerpo, ni él conocía el mío, mi piel reconoció la suya desde el principio, y pude besarle, abrazarle, acariciarle, sin escuchar esa irritante voz que otras veces me había recomendado, desde mis propias visceras, que saliera corriendo lo antes posible con los ojos fijos en la única salida, sin perder el tiempo y sin decir nada, mis manos, mis pies, mi memoria y todo su contenido, volcados al unísono en el urgente rescate de mi dignidad. Pero nada de eso pasó, Nacho Huertas era un hombre dulce.
—¿Me quedo a dormir aquí? —me preguntó después—. Nunca sé muy bien qué hacer, no sé si es mejor irse o quedarse…
—¡Oh, bueno…! —dije yo para ganar tiempo, porque la verdad es que ya había imaginado lo
maravillosamente bien que me sentiría al quedarme sola en aquella cama tan grande y tan caliente, evocando cada una de sus palabras, cada una de sus acciones, la presión exacta de cada uno de sus dedos sobre la superficie de mi cuerpo—. Quédate si quieres, pero sólo si te apetece, o si no… Haz lo que quieras.
Se levantó para ir al baño, y comprobé que tenía un culo estupendo, redondo, y carnoso, y duro, un culo para morder, para amasar, me encantan los culos de los hombres y se lo dije, le escuché reír al otro lado de la puerta. Luego, apagó la luz antes de meterse en la cama, y me abrazó, recorriendo mí espalda con las dos manos mientras me besaba suavemente en la cara, arrullándome como se suele hacer con los niños pequeños.
—Mi instinto no falla nunca —alcancé a escuchar antes de adormecerme—. Ya lo has visto…
Amanecí en el extremo de la cama estrictamente opuesto al que él ocupaba, pero me gustó encontrármelo debajo de las mismas sábanas. En contra de todo lo previsible, el despertar también fue dulce, tanto que me atreví a pedirle una cosa. Siempre había pensado que existe una familia de signos, apenas una docena de gestos breves, sin importancia, que bastan para convertir a un hombre en algo tan precioso, tan irreemplazable y tan vital como sólo algunos hombres logran llegar a ser. El primero de todos ellos tiene que ver con los desayunos. Un tío capaz de descolgar el teléfono por su propia iniciativa para pedir dos desayunos continentales con zumo de naranja, aplomo y decisión, puede llegar a ser el hombre de la vida de cualquiera, eso pensaba yo, aunque no me atreví a llegar tan lejos al sugerírselo.
—Pero es que yo no hablo alemán —objetó él, en cambio—, y prefiero desayunar abajo, se pierde menos tiempo, ¿no?
—Claro, claro —contesté, y no me consentí a mí misma el menor indicio de desánimo.
Algunos días después, cuando entré en el despacho de Ana para contarle cómo había ido todo, me encontré habiéndole de Nacho casi sin proponérmelo, y ni siquiera me di cuenta de que, a fuerza de prohibirme a mí misma cualquier indicio de desánimo, lo que le estaba contando cada vez tenía menos que ver con lo que había ocurrido en realidad.
No conozco nada tan desmoralizador como llegar a casa hecha polvo y encontrar 23 llamadas registradas en la ventanita del contestador automático.
—Clack. Piií, Ana Luisa, hija, soy mamá. Acabo de escuchar tu mensaje y no me lo puedo creer, no te digo más… Es que, desde luego, las reuniones esas que te ponen en el trabajo, parece que lo hacen a mala idea, no sé… ¿Y con quién voy a ir y o ahora a la ópera? Por favor, si llamas a tu casa desde la oficina, llámame, estoy perdida, vamos, que no sé qué hacer. Un beso. / Clack. Piií, Anita, hija, soy tu padre. ¿Quién te creerás que me acaba de llamar? ¡Tu madre! ¿No es increíble? Y se me ha puesto a lloriquear porque no quiero ir a la ópera con ella, Rigoletto, ¡no te digo! ¿Y para qué nos hemos separado, a ver, puede saberse…? En fin, me imagino que no estás por ahí. Llámame esta noche y hablamos, muchos besos, cariño. / Clack. Piií, Ana Luisa, cielo, ya sé que no estás, pero en la oficina me han dicho que acababas de irte a no sé dónde, en fin, no me extraña, cuando estás, siempre estás reunida… Soy mamá. Papá me acaba de dar un disgusto horroroso, fíjate que he recurrido a él, porque no se me ocurría llamar a nadie más. A ver, mis amigas no podían, Elena está de viaje, Ángela había quedado con un novio rarísimo que se ha echado ahora, y Marisol ya se había comprometido a quedarse en casa cuidando a su nieta, total, que le he dicho, por favor, Pablo, ¿querrías acompañarme a la ópera…? Si a él de siempre le ha gustado mucho salir, no te puedes figurar la cantidad de broncas que hemos tenido por eso, bueno, pues le ha dado por decir barbaridades, y me ha salido con unas groserías intolera… / Clack. Piií, Sigo siendo yo, hija, hay que ver, qué contestador tan impaciente tienes… ¿Qué te estaba contando yo? Ah, sí, lo de tu padre, que no sabes qué disgusto me ha dado, porque una cosa es que nos hayamos separado y otra que, a estas alturas, después de treinta años de vivir juntos, no podamos salir ni una noche siquiera, vamos, digo yo… En fin, da lo mismo, ya nada tiene remedio. Que te quiero. Llámame, por favor. Un beso. / Clack. Piií, Mamá, soy Amanda. Llámame, que ya sabes que papá no quiere que me gaste dinero en conferencias y necesito urgentísimamente hablar contigo. Chao. /Clack. Puf,… Hola… Hola Ana, soy Angustias… Bueno… Pues que me he tenido que ir de tu casa media hora antes porque tenía cita en el médico del seguro…, por lo de la espalda de mi marido, ¿sabes…? Que no han venido los de la lavadora… Vale… Que adiós, que no sé hablar con el trasto éste… / Clack. Piií, Anita, soy tu padre. Que no sé si me he pasado con tu madre, hija, bueno, más bien que me he pasado. ¡Si es que a mí no me gusta la ópera! Y ella lo sabe, ¿no lo va a saber? Total, que para esto no sé por qué se empeñó en que nos separáramos… Si hablas con ella, dile que siento mucho haberle dicho que no me salía de los cojones, y…, y lo otro, ella sabe… No quiero que se enfade. Llámala, y llámame luego. Muchos besos. / Clack. Piií, ¿Ana? Soy Paula. Ya sé que no estás ahí, pero te llamo por si llego a tiempo. Me acaba de llamar mamá, ¿sabes?, que estaba llorando porque ha tenido otra bronca con papá, etcétera. Lo típico, vamos. Yo creo que, igual, de ésta, vuelven a volver. Bueno, a lo que iba. ¿Tú podrías quedarte con mi hijo esta noche? Así acompañaría yo a mamá a la ópera. El niño está con la chica hasta las ocho y media, y te lo puede dejar en casa cuando se vaya. Adolfo está en Asturias, en un congreso de histólogos. Te vuelvo a llamar, un beso. / Clack. Piií, ¿Ana?, soy Forito Cuando llegues, llámame, por favor, tengo que hablar contigo. / Clack. Piií, Mamá, soy Amanda otra vez, por si habías vuelto ya. Vale, llámame, porfa. Au revoir. / Clack. Piií, ¿Ana?, soy Félix. Cuando llames a Amanda, dile que me pase el teléfono. Todavía tenemos asuntos comunes pendientes, y son deudas con el Fisco, lo siento. Voy a ir a Madrid dentro de un mes, como mucho dos, ya te contaré, un beso. / Clack. Piií, Buenas tardes, llamamos del Servicio Técnico. Hemos estado en su casa esta mañana y no hemos podido efectuar la reparación porque nadie nos ha abierto la puerta… Adiós… Gracias… / Clack. Piií, Ana Luisa, hija, soy mamá. Parece que Paula puede acompañarme a la ópera si tú puedes quedarte con el niño cuando se vaya la chica. La función
empieza a las ocho. Espero que llegues a casa antes de las siete y media, porque si no… En fin, un beso. Te quiero. Soy mamá. / Clack. Piií, Anita, cariño, soy tu padre. Paula me acaba de llamar, y me ha regañado mucho, pero yo creo que no tiene razón. ¿Por qué me va a tener que gustar a mí la ópera, a ver, por qué? No quiero que al final acabéis todos enfadados conmigo. Llámame esta noche, anda. / Clack. Piií, Espero que éste sea el contestador de Ana Hernández Peña. Soy Marta Peregrin, y… No sé por qué, pero no he cobrado la factura de este mes, y eran cuatro reportajes. Necesito el dinero, desde luego, no puedo vivir del aire. Bueno, prefiero suponer que la culpa no es tuya, pero no estaría mal que me llamaras. Hasta luego. / Clack. Piií, Hola Ana, soy Mariola. Esta noche tenemos una cita muy importante, y nos ha fallado la canguro. Te llamaba por si tú no tenías nada que hacer… pero ya veo que no estás. Si llegas pronto, llama, de todas formas. Gracias. / Clack. Piií, ¡ Anitaaa! Soy tu hermano Antonio. Mamá me está poniendo la cabeza como un bombo, y era para que me lo contaras, porque desde luego no pienso quitar el contestador… Bueno, pues ya nos veremos. Un besazo, guapa. / Clack. Piií, Ana Luisa, hija, soy mamá. Todo está arreglado, tú no te preocupes por nada. He llamado a mi amiga Marisol y me ha dicho que le daba lo mismo cuidar a su nieta sola, o con mi nieto, así que Paula y yo nos vamos a ver Rigoletto. ¡Me hace tanta ilusión! Ya te contaré. Un beso. / Clack. Piií, Hola, Ana, soy Paula. Que al final, Jorge se va a quedar en casa de Marisol, todo arreglado. Espero no dormirme en la ópera. Te llamo luego, un beso. / Clack. Piií, ¿Ana? Soy Félix… ¿Todavía no has vuelto? ¡Joder, qué vida te pegas! Llámanos. Amanda quiere hablar contigo y yo también. / Clack. Piif, Anita, hija, soy tu padre… En casa de mamá no hay nadie, en casa de Paula tampoco, Antonio y tú con el contestador y Mariola sin haberse enterado de nada, para variar. No estaréis enfadados conmigo, ¿verdad? Por favor, dime algo. Te quiero mucho, hija, muchos besos. / Clack. Piií, ¡Albricias, Ana! Soy Fran. Supongo que no te habrá dado tiempo a volver a casa, pero necesitaba contarte que, de momento, en los registros del ISBN no existe ningún Atlas de Geografía Humana en fascículos. ¡Has estado genial! Que lo sepas. Hasta mañana y un beso. / Clack. Piií, Ana, soy Forito… Es urgente, es que… no he cobrado este mes. No sé si lo han hecho con todos, o… A ver si puedes llamarme, por favor. / Clack. Piií, ¿Anita? Soy Nacho Huertas. Te llamo para pedirte el teléfono de Rosa Lara. Me… me ha llamado, y yo también tengo que hablar con ella. Espero que todo vaya estupendamente, muchos besos. /Clack. Piií. Clack. Clack. Pi.
Nada más descorazonador que escuchar precisamente estos 23 mensajes cuando llego a casa hecha polvo, podría haberme dicho, pero me consolé pensando que, al menos, la colección estaba a salvo, y que la había salvado yo. Todavía me ponía colorada cada vez que recordaba aquella cena, el desastre de las fotos de Suiza, aquel error tan tonto que nunca me podré perdonar precisamente por eso, y sobre todo porque había ocurrido en el peor momento de Rosa, la fase más crítica de la enfermedad del tiburón, ese virus voracísimo que la había atacado apenas vio su nombre en la puerta de un despacho, para transformarla de golpe en una especie de desproporcionado híbrido de Fran y la redactora divertida, inteligente y muy normal, que era ella misma cuando yo la conocí, en otro despacho del mismo edificio. La gente me cae bien en general, pero a Rosa he llegado incluso a cogerle cariño, por eso me dio tanta rabia proporcionarle un motivo más para perseverar en la infamia del superior implacable. Sin embargo, aquella misma tarde, cuando Fran nos convocó en su despacho sin avisar, sin atender a excusas y sin una triste copa de por medio, esa escueta hospitalidad que preludia las verdaderas emergencias, su sonrisa ausente, una expresión tan inmutable como si le hubieran prendido los labios con alfileres el mismo día que vino a verme, a la vuelta de Lucerna, hacía una semana ya, apenas me sugirió algo más que aquello de que el remedio puede ser peor que la enfermedad.
—¡Hijos de puta!
Eso fue todo lo que dijo, y no era para menos, desde luego. Yo ni siquiera llegué a tanto, porque desde que me encontré a Fran sentada y no de pie, callada y no engarzando un discurso casi cómico a base de frases hechas —os he convocado para cambiar impresiones, creo que conviene reactualizar el programa, es el momento oportuno para hacer un balance…—, y seria, no con sonrisa
de flamante alumna de máster en relaciones públicas, esperaba malas noticias, pero nunca una putada semejante.
—Planeta–Agostini saca el lunes próximo a la calle un Atlas de Geografía Universal en 122 fascículos, para venta en quioscos —se limitó a informarnos, con su acento más seco y más concentrado—. La campaña de publicidad en televisión empieza el fin de semana que viene. En cuatro cadenas.
—¡Hijos de puta! —dijo Rosa. Y nadie se atrevió a decir nada más.
Cuando se acumuló tal cantidad de silencio que empecé a escuchar el interior de mis propios oídos, yo misma avancé la conclusión inevitable.
—Habrá que cambiarle el nombre al nuestro.
—Por supuesto —Fran asentía con la cabeza porque no le estaba contando nada nuevo—, pero está jodido, ¿sabes?, porque Atlas de Geografía General ya existe, Atlas de Geografía Mundial también, ése lo editamos nosotros mismos, en edición escolar, Atlas General de Geografía es un nombre registrado aunque nunca se ha llegado a publicar una obra que se llame así. Con deciros que existe hasta un Atlas de la Tierra, ya os digo bastante. Países del Mundo, Imágenes del Mundo…, existen títulos para todos los gustos. Con Atlas Mundial de Geografía no se ha atrevido nadie, pero suena fatal.
—Sí —murmuró Marisa, torciendo los labios—, suena un poco a–a chiste.
—Estupendo… —resumí, y el silencio se instaló de nuevo entre nosotras mientras Rosa seguía sonriendo como una boba, mirando al techo como si desde allí pudiera mirarse por dentro, o mirar a ninguna parte.
—Hay que encontrar un adjetivo —Fran volvió a la carga después de una pausa muy larga—, ¿pero cuál? Planetario es ridículo, Terrenal suena a pecado. ¿Atlas del Planeta…? No, eso parece una broma. Absoluto, Total, Completo… No sirve ninguno. Llevo dos horas rompiéndome la cabeza y nada. No lo encuentro. Podríamos titularlo Geografía Universal, a secas, pero entonces lo confundirían con el de Planeta, y el suyo sale antes. Aunque ya he decidido retrasar nuestra salida más de un mes, no podemos correr ese riesgo.
—¿Y a–algo de ecología? —Marisa nos miró, expectante, y Fran tardó algunos segundos en negar con la cabeza, en su dirección—. Bueno, como está ta–an de moda…
—Ya, pero no encaja con el texto. No se me había ocurrido antes, y es una buena idea, la verdad, pero no vale, porque hemos hecho hincapié exactamente en lo contrario, el arte, la cultura, las costumbres…
—¡No! —chillé—. ¡Ya lo tengo! Se me ha ocurrido ahora mismo, y creo que es buenísimo, pero buenísimo, en serio… Lo titulamos Atlas de Geografía Humana y andando. ¿Qué tal?
—Fantástico, Ana —y Fran se atrevió incluso a sonreír—. Sencillamente… Cojonudo, vamos.
La expresión de Rosa no cambió un ápice desde el planteamiento de la crisis hasta su resolución, y me pregunté cómo era posible que una tía tan sensata, tan lista, tan de vuelta de todo en apariencia, hubiera caído en las redes de un tipo como Nacho Huertas. La llamada que encontré en el contestador me hizo dudar, sin embargo, y cuando por fin pude rebobinar la cinta y estudiar con calma la lista de las llamadas que había recibido para intentar reducir al mínimo posible las que debería devolver a continuación, comprobé que antes, sin darme cuenta, había rodeado su nombre con un círculo, como si fuera una cifra, una solución, el resultado de una esquiva operación matemática. Decidí dejarle para el final, de todas formas.
Amanda comunicaba. Marqué una segunda vez aquella excesiva cadena de dígitos para estar segura de que no me había equivocado, como siempre que llamo a París, y dejé pasar unos minutos antes de hacer todavía un tercer intento, aunque sólo fuera por fidelidad a ese enorme número uno que había situado junto al nombre de mi hija y subrayado con tres definitivos trazos, al ordenar las llamadas inevitables.
Separarme de Amanda me había costado mucho más trabajo del que jamás me habría atrevido a sospechar, y todavía entonces, casi seis meses después de su partida, cuando descolgaba el teléfono