37361.fb2
Jamás me gustó que Amanda se tomara tan en serio sus clases de ballet. La idea fue de mi marido, naturalmente, y al principio no me pareció mal, sobre todo porque se trataba de una actividad normal, hasta corriente, una saludable disciplina física que practican a la vez varios millones de niñas pequeñas en todo el mundo. Su vulgaridad representó un respiro, imprescindible ya para mí, en el descabellado plan que Félix había trazado, sin llegar a darse mucha cuenta, para convertir a nuestra hija en un bebé prodigio, tan genial, supongo, como él mismo se ha encontrado siempre a sí mismo. Cuando me matriculó en aquellos extravagantes cursillos de estimulación prenatal, todavía estaba tan colgada de él que ni siquiera tuve que simular mi entusiasmo. Tenía diecinueve años y no me había quedado embarazada por azar, nada de eso. El famoso pintor estaba a punto de cumplir treinta, y necesitaba tener un hijo antes de abordar la primera frontera crítica, esa barrera que altera el peso específico del tiempo, la amenaza de los años que se ahuecan, días que se afinan y adelgazan hasta arriesgar su propia consistencia, semanas progresivamente exiguas, incapaces de afrontar la distancia de unos viernes y unos sábados que cada vez se parecen más a los lunes y los martes, eso decía él, que la edad se paga con la levedad del tiempo, como si la vida sólo pudiera cobrarse en su antigua densidad, moneda de la juventud, que caduca igual que aquélla, y tenía razón, pero eso lo sé solamente ahora, cuando ya estoy, yo también, al otro lado de los treinta años, y empiezo a dejar de estar arrepentida de muchas cosas.
Amanda es la primera de todas. La he querido tanto como cualquier persona con suerte pueda querer a sus hijos y mucho más, porque desde aquel día en que mis ojos se perdieron en los ojos de Félix para anunciarle, con parejas dosis de admiración y de inconsciencia, que yo sería la madre de ese niño que tanto parecía necesitar, no ha habido otra válvula que regulara mi vida, y sin embargo, y porque es posible sentir al margen de un amor del que jamás se duda, durante muchos años creí que Amanda había sido el mayor de mis errores. Como mínimo, me equivocaba a medias.
No lo comprendí aquella mañana de diciembre, cuando el mundo estalló entre mis manos. Hacía mucho frío, pero mucho sol, esa bendita luz avasallando el aire hasta ganar el centro del pequeño estudio donde entonces vivía mi hermano Antonio, que se instalaba en la casa de su novia para prestarme la suya cada vez que volvía a Madrid. Amanda acababa de cumplir cuatro años. La dejé jugando en el suelo con las piezas de una arquitectura de madera cuando salí al balcón para respirar, para tiritar, para empaparme de aquel prodigio, una mañana de invierno en Madrid, el frío más puro, el sol inmaculado y un cielo tan azul como si pretendiera insultarme, burlarse de mí, mientras me adornaba con su color intenso, acuático, limpísimo, enemigo del plomo, ese otro cielo gris, sucio, turbio, que se infiltraba en mis párpados, gota a gota, para derramar tristeza y pesar sobre mis pestañas como el tedio, como la nostalgia, como el rencor. Hambrienta de luz, no escuché la puerta, ni los pasos de Amanda, Antonio tuvo que salir al balcón para encontrarme, ¿qué te pasa?, ¿a mí?, sí, estás muy rara, Ana, qué va, si no es nada, en serio, ¿quieres que salgamos a tomar una caña?, entonces sonreí y le dije que sí, porque nada en el mundo me gustaba tanto como escuchar aquellas palabras, salir, tomar una caña, ir de copas, ¿qué le pongo de tapa?, dar un paseo, ver escaparates, sentarse en una terraza, disfrutaba de todo como cuando era pequeña, más que cuando era pequeña, avanzar despacio por aceras repletas de gente que avanza despacio, parándose a cada rato para
acercarse a una vitrina, para entrar en una tienda a preguntar un precio, para saludar a otros transeúntes, el vecino de arriba, un compañero de trabajo, el frutero, el zapatero, la gitana que vende flores en la esquina, y llamarles por sus nombres, y acordarse de quién tiene artrosis y quién a un niño en la cama con gripe, y preguntar, criticar, aconsejar, cotillear, tomar el pelo al que se deja, comentar esa película que pusieron anoche por televisión, pasear un poquito, echar un ratito de charla, dar una vueltecita, jugar una partidita de mus, tomarse un cafetito, o un chocolate con unos churritos, en una ciudad donde hay tantos placeres pequeños que nombrar con diminutivos, y tanta gente, tantos bares, tantas calles, tantos millones de maneras de saber perder el tiempo, lo echaba todo de menos, lo echaba tanto de menos que, cada vez que volvía, las fachadas de ladrillo me parecían personas, rostros amables, familiares, ojos oscuros en los huecos de los balcones, y mi mirada saludaba cada edificio desde la acera hasta el tejado, manchas verdes de macetas en las terrazas de los áticos y ángulos de tejas rojas, rojo intenso contra el azul de un cielo intenso, porque los colores dejan de ser cualidades para convertirse en seres completos cuando alguien los abandona para irse a vivir a un gigantesco patio de armas triste de gris, sucio de negro.
Cuando atravesamos las puertas de cristal de mi bar preferido, una gran cervecería de Eloy Gonzalo —cerveza de barril, vermut de barril, sidra de barril, botellas de vino de todas las bodegas españolas, y una descomunal barra en U cubierta de expositores de cristal tras los que se agolpaban bandejas y fuentes con, tal vez, un centenar de tapas distintas—, nos recibió un monótono sonsonete de números, la preceptiva salmodia del rito inaugural, el más pagano, por eso recordaré siempre la fecha, 22 de diciembre, todo el mundo pendiente del sorteo de Navidad, yo no jugaba, Antonio sí, participaciones de todos los precios en diez o doce números distintos, mil pesetas con mis padres y un décimo entero a medias con su novia de entonces, pero yo no jugaba, eso fue lo primero que pensé, y se me hizo un nudo en la garganta, porque yo no jugaba, y la lotería era lo de menos, y esa botellita de cristal transparente, rellena de un líquido muy claro, entre blanco y amarillo, con un tapón de corcho perforado por una boquilla de metal, que el camarero acercó a nuestras dos cañas junto con un plato diminuto en el que se contaban siete u ocho berberechos, importaba todavía menos, pero me hizo mucha ilusión verla, levantarla, inclinarla con cuidado sobre el cuerpo de los pequeñísimos moluscos desnudos, era un aliño de agua con sal, vino blanco y unas gotas de limón, lo conocía desde niña pero apenas recordaba su sabor, había perdido ya tantos sabores, ¿qué te apetece?, mi hermano se había inclinado sobre la barra para estudiar la oferta de los mostradores, ¿boquerones en vinagre?, sí, contesté, mientras masticaba un berberecho, me gustan mucho los boquerones, él no me miró mientras hablaba con el camarero y luego fue demasiado tarde, póngame unas pocas patatas fritas para la niña y unas aceitunas…, no, rellenas no, hizo una pausa antes de sentenciarme, mejor de Camporreal, a ti te gustaban mucho, ¿no, Ana?, y ya no pude contestar, me limité a mover la cabeza de arriba abajo, claro que me gustaban, quise responder, y todavía me encantan, aceitunas de Camporreal, mis favoritas, que no son verdes, como las sevillanas, ni negras del todo, como esas tan gordas, de lata, pero tienen un punto único, una nota amarga en la dulzura de las hierbas maceradas, sacrificadas en beneficio de la oscuridad brillante de unos frutos capaces de doler en la memoria, aceitunas de Camporreal, la clave del enigma, aceitunas de Camporreal, la cifra de la pérdida, aceitunas de Camporreal, un nombre de la ausencia, y las que más me gustan…
¿Qué te pasa, Ana?, Antonio apenas pudo ver mi rostro, tan deprisa lo escondí entre las solapas de su cazadora de cuero, ¿qué te pasa?, no podía verme, pero me oía llorar, a la fuerza tenía que oírme llorar porque yo no había llorado así en mi vida, mi llanto se imponía al eco del sorteo televisado, a los crujidos de las servilletas de papel, al ruido de los vasos que se entrechocaban sobre la barra, al rumor de las conversaciones que sostenían el sordo estrépito de un bar lleno de gente, yo apenas alcanzaba a escuchar mi llanto y una sola pregunta, mil veces repetida, ¿qué te pasa, Ana?, y no podía contestar, la piel de mi cara se estaba quemando y las puntas de mis labios se dolían en los extremos de una mueca desencajada y tensísima, grotescamente parecida a una sonrisa abierta, pero yo no podía hacer ninguna cosa por ellos, nada por mí, sólo llorar, y lloré como si fuera posible desangrarse de llanto. Luego, después de una eternidad que en los relojes apenas
abarcó el espacio de cinco minutos, recobré una apariencia de serenidad, y ni siquiera entonces fui capaz de explicarle a mi hermano lo que me pasaba, pero antes de que la mañana terminara del todo, dejé de encontrarme sola. Inexplicablemente, sentía que la ciudad, mi ciudad, me acompañaba. Aquella misma noche anuncié a Félix, por teléfono, que había decidido no volver a París después de Reyes.
Luego, durante muchos años, espanté sin querer docenas de conversaciones tras confesar, con un acento tan vehemente de sinceridad como audaz de puro inocente, que París me parecía una ciudad detestable. Y es verdad que la detesto, pero además, allí fui muy infeliz.
Cada ciudad posee su propio rostro, su propio gusto, su propio carácter, y el tiempo no transcurre a la misma velocidad en todas ellas. Entre las bolas negras del gigantesco bombo que echa a andar cuando nace una persona, para que el azar, como esas malas brujas que irrumpen por sorpresa en los bautizos, accione la palanca con una mano esencialmente caprichosa, insensible, ignorante de la piedad, se cuenta también la incompatibilidad de ciertos rostros, ciertos gustos, ciertos caracteres, con la voluntad de la ciudad a la que están abocados. En ese preciso tramo del sorteo, yo recibí una bola blanca, pero las cosas no habrían ido mejor si Félix y yo nos hubiéramos quedado a vivir en Madrid, y su bola negra, entonces, habría pesado muy poco. Sin embargo, ya se sabe que hasta las madres más indiferentes con la suerte de los niños que hablan solos en el patio familiar son capaces de volverse locas de alegría cuando recuperan al que se ha perdido. Las madres amantes, mucho más peligrosas, destilan en esas ocasiones un licor espeso, dulcísimo, impregnado del aroma de la culpa, denso como el arrepentimiento, un beso líquido que puede llegar a vivir eternamente en el paladar de quien esté dispuesto a renunciar para siempre a otro amor. Por eso no dudé antes de aceptar gozosamente el cálido chantaje de la ciudad que me tendió sus brazos, por eso corrí a refugiarme en su pecho, y cerré los ojos sin pensar, y cuadré a toda prisa las cifras de mi vida para obtener un cero y empezar otra vez, columpiándome entre las ovaladas paredes de ese número sabio que expresa la nada. Tenía veinticuatro años, una hija de cuatro, una familia que había dejado de lamentar mi pérdida, y ningún título, ninguna experiencia, ninguna idea, siquiera aproximada, de cómo iba a lograr ganarme la vida.
Después de casi diez minutos de espera forzada, Amanda seguía comunicando, y decidí saltármela para ahorrarme el riesgo de ser injusta. No me atrevía a confesarlo en voz alta, pero lo cierto es que me descomponía por dentro cada vez que necesitaba recordar que ya no vivía en Madrid, conmigo, sino en París, con su padre, y que eso ocurría precisamente ahora, justo cuando estaba empezando a desprenderme de la inquietante sensación de vivir como rehén perpetua de mi propia hija.
Al principio, tras su partida, no podía evitar la tentación de consolarme a mí misma pensando cuánto mejor habría sido que su padre la reclamara once años antes, cuando empecé a vivir un frenesí de canguros, listas de la compra y platos preparados, años enteros sin pisar un cine, sin comprarme ropa, sin lograr reprimir un escalofrío de miedo auténtico cada vez que identificaba un sobre del banco al otro lado de la rejilla del buzón. La niña se chupaba más de la mitad de mi primer sueldo, recepcionista/chica de los recados en un archivo fotográfico cuyo principal accionista era al mismo tiempo el socio mayoritario de la galería que llevaba a Félix en exclusiva, el mejor contacto que pude encontrar al regresar a una ciudad que había abandonado cuando todas mis amigas eran al mismo tiempo compañeras del instituto. Mi marido no estaba dispuesto a subvencionar en ningún grado la educación prosaica, convencional, pequeñoburguesa y potencialmente castradora de toda creatividad que, en su opinión, yo había diseñado para la niña, así que yo pagaba un colegio normal, con un comedor normal y una ruta de autobús normal, y él corría con los gastos del ballet, el violín Suzuki y el taller de expresividad teatral de los sábados por la mañana —que por cierto, me venía muy bien para hacer la compra—, y se negaba en redondo a admitir que Amanda, al margen de las necesidades del espíritu, tuviera también un cuerpo que precisara de alimentos, ropa, agua caliente,
luz eléctrica, calefacción en invierno y un poco de aire libre en verano. Vuestra casa está aquí, me decía, aquí hay luz, y agua, y calefacción, y espacio, y objetos que son vuestros. Vuelve…
Eso me decía, y al escucharlo, las primeras veces, me ponía colorada de rabia y de indignación. Luego, empezó a darme lo mismo, y al final, tenía que colgar apresuradamente para que no se diera cuenta de que me estaba muriendo de risa. Algunas noches del día 29 de cualquier mes, en cambio, mientras hacía solitarios con los recibos —éste lo pago, éste no, éste lo pago, éste no—, antes de resignarme a recurrir, una vez más que nunca sería la última, a la peligrosísima generosidad de mis padres, mi situación me parecía bastante menos cómica, pero incluso entonces me imponía una especie de estado de alerta interior que me parecía imprescindible para no acabar viendo doble, porque lo cierto era que yo me había ido de casa, yo me había llevado a Amanda, yo vivía con ella, y yo no estaba dispuesta a retroceder ni un milímetro en las consecuencias de todas estas decisiones. Y si en aquella época no reconocía otro verdugo que mis propios, implacables, sucesivos errores, once años después me resultaba difícil concebir algo tan indigno como recubrir los errores de Félix con un turbio barniz de reivindicaciones caducadas. Si once años antes me hubiera reclamado a la niña, me habría negado a entregársela, simplemente, pero tenía que obligarme a recordarlo antes de admitir que Amanda se había ido a vivir con él por su propia voluntad, y punto.
Mi pobre padre, que se merecía de sobra el segundo puesto en la lista de urgencias, también comunicaba. Forito, mi mejor amigo de aquellos viejos y peores tiempos del regreso, descolgó el teléfono al segundo aviso, en cambio.
—Tú no te preocupes por nada, Foro —intenté tranquilizarle en el primer, mínimo hueco de silencio, que sucedió a la atropellada relación de sus tribulaciones—. No sé muy bien lo que ha pasado este mes, pero todos los colaboradores están igual.
—Claro, si no pasan las facturas…
—No, eso no, en serio. Fran firmó tu factura, estoy segura —le escuchaba respirar, nervioso, al otro lado de la línea, y forcé la voz, para contagiarla de mis propias convicciones—. Fran es absolutamente de fiar, te lo digo yo. Será muy pesada con los plazos, muy exigente con el trabajo y todo lo que tú quieras, pero para las pelas es superlegal, te lo juro, no tiene nada que ver con el resto de su familia… Mira, por cierto, esa recomendada que su hermano Miguel nos metió por las narices, está exactamente igual, me acaba de llamar ella también. Y ya sabes que él es un chorizo, pero se la debe estar follando, así que, por la cuenta que le trae…
—Ya, pero… ¿Y yo qué hago?
—Pues nada, de momento nada, esperarme. Mañana, lo primero que hago al llegar a la oficina es pasarme por Contabilidad, a preguntar, tú tranquilo.., Y si hace falta, hablo con Fran y que monte un pollo. Tampoco sería la primera vez.
—No, eso es verdad.
Si me atreví a ir más allá, fue porque estaba tan convencida de que confiaba en mí como de que mi discurso todavía no había logrado serenarle del todo.
—Y otra cosa, Foro. Si necesitas dinero adelantado para el alquiler, o… para lo que sea, dímelo. Yo te lo dejo encantada.
—Ni hablar, ni hablar, ni hablar, ni hablar—mi oferta había aportado una garantía suficiente para que el viejo pájaro mojado que piaba en mi oído un par de segundos antes se hubiera disuelto ya en beneficio del vehemente, cortés y alcoholizado caballero al que estaba acostumbrada—. Eso ni me lo vuelvas a decir, que me enfado.
—¿Cómo que no? —insistí, de todas formas, porque me daba mucha rabia saber que en emergencias como aquélla no le quedaba más remedio que tirar de los ahorros que juntaba milagrosamente para pagar la carrera de su hijo, y porque mis palabras, además, eran sinceras—. De verdad, tío, que no me importa, van a ser unos días solamente. Estos hijos de puta retienen los pagos porque deben tener el dinero invertido a plazo por semanas, o a lo mejor hasta por días, vete tú a saber…
—¡Que no! —él también insistió, fingiendo un teatral acceso de rudeza antes de instalarse en una
concupiscencia zumbona que me advirtió que por fin había logrado convencerle—. Nunca he consentido que las mujeres me mantengan a cambio de nada. Si necesitaras algo, ya sería otra cosa… Podríamos estudiarlo.
—¡Pues sí —reí, y él me acompañó en la otra punta de la línea—, era lo que me faltaba, a mí, reconocer que necesito otra cosa! ¡Estás hecho un viejo verde…! Bueno, ven a verme mañana, como a las once, ¿vale? Y otra cosa. ¿Estás bien?
—No estoy demasiado mal. ¿Y tú?
—Yo también podría estar peor.
Y sin embargo, cuando colgué el teléfono ya me había indignado a fondo. De todas las catástrofes inevitablemente aparejadas a la edad que mi madre disfrutaba prediciendo para mí cuando yo era apenas una adolescente, ésta es la única que no se ha cumplido en el plazo previsto. Me he inflado de hacer tonterías con mi vida, me he arrepentido de no haber estudiado en la universidad, he llorado amargamente por desperdiciar mi juventud al lado de un hombre equivocado, debería haber conocido a otros chicos antes de ennoviarme con el primero que se me cruzó, nada me consuela por haberme casado tres semanas después de conquistar la mayoría de edad, el peor error de cuantos podía cometer fue largarme a vivir al extranjero de recién casada, jamás debería haber tenido un hijo tan joven, eso sí, toda eso sí, lo admito, lo reconozco, lo padezco, pero, a cambio, aún me sigo indignando con una facilidad asombrosa, me paso media vida indignada, y lo celebro, porque no dispongo de ningún otro indicio para sospechar que mi vida, yo misma, quizás también otras cosas en este mundo, tenemos arreglo. El día que por fin deje de indignarme, me habré muerto o habré empezado a estar de acuerdo con lo que soy, es decir, seré feliz. Sólo la milagrosa perspectiva de la segunda hipótesis compensa el riesgo incalculablemente atroz de la primera.
Nadie que esté acostumbrado a vivir sin hacer números, a ofrecerse a pagar rondas de cerveza sin tener que pensarlo dos veces, a dejar que los días pasen apaciblemente en pos del último de cada mes, en la inconmovible certeza de que esa fecha coincidirá con el ingreso de una nueva, flamante, rotunda nómina en su cuenta corriente del banco, puede imaginar siquiera la secreta angustia que hace envejecer deprisa a los colaboradores. Nadie que no haya sentido que sus piernas se aflojan a cada paso mientras avanza por un pasillo siempre largo y de repente brevísimo, para percibir después que la saliva ha abandonado repentinamente su boca, y carraspear de rabia al divisar una ventanilla de marcos metálicos antes de saludar, con una cortesía forzada más propia de las súplicas, a cualquier empleadillo con cara de mala leche —siempre están de mala leche, como si quisieran aparentar que el dinero que pagan es suyo, bien instalados en el más puro, abyecto grado de la gusanidad—, puede siquiera sospechar lo humillante que resulta tener que reclamar, con un mes, o dos, o tres meses de retraso, un dinero viejo y casi siempre gastado de antemano, que ya ni siquiera hace ilusión cobrar. Yo, en cambio, he tenido que afrontar ese viaje tantas veces antes de ganarme a pulso, como casi todo el mundo en esta profesión, un contrato de obra en condiciones aceptables, que no puedo perdonar la brutal desmemoria de quienes, en mi misma situación, son incapaces de mover un dedo para que sus colaboradores cobren a tiempo. Rosa, que también sabe lo que significa vivir a cuenta de facturas atrasadas, se mostró en cambio dispuesta a colaborar conmigo desde el primer momento. En mi departamento, los fotógrafos que trabajan por su cuenta cobran antes que los archivos independientes, y éstos, antes que los que pertenecen a editoriales de la competencia. O eso es lo que intentamos, por lo menos. Y si me indigné tanto después de tranquilizar a Foro, fue porque estaba segura de que la cadena no se había roto en Fran.
Doña Francisca Antúnez, un nombre temible, inmediato a la cúspide en el gigantesco organigrama que preside el vestíbulo, es una mujer bastante particular, como deben de serlo, supongo, todas las personas que habitan en la exacta intersección de media docena de contradicciones perpetuas. La conozco desde hace muchos años y apenas conozco algo de ella, pero siempre he sospechado que sería mucho más feliz si le hubiera tocado vivir una vida distinta, cualquier otra vida que sería más fácil siendo más difícil, más cómoda siendo más dura, más
afortunada siéndolo muchísimo menos que la que le ha tocado vivir en realidad. Sin embargo, no me extrañaría tropezarme con alguien que opinara exactamente !o contrario, porque el saldo de cualquier batalla de resultado eternamente incierto consiste siempre en esa precisa dosis de ambigüedad que define a Fran —como está obligado a llamarla todo el mundo, botones, secretarias y porteros incluidos— por dentro y por fuera, más que cualquier otro rasgo.
Desgarbada más que alta, huesuda más que delgada, nadie que haya dispuesto de tantas oportunidades para parecerse a una garza logra evocar tan certeramente la silueta de una cigüeña patosa. Siempre parapetada tras el precio de una ropa excelente y excelentemente escogida —en la que sin embargo parece buscar refugio, más que esa complaciente seguridad que fabrica a una mujer elegante—, su rostro anguloso, de rasgos duros, casi masculinos, se derrumba a veces sin aparentarlo. Entonces sus ojos, unos ojos en cambio muy bonitos y muy dulces, se agrandan durante un instante, contagiándose de la líquida indecisión que esmalta los ojos de los niños que están a punto de echarse a llorar, pero Fran no llora nunca. A cambio, sus labios se tensan mientras multiplican sus órdenes, más tajantes, más inapelables, más molestas de lo habitual. Hay gente, escasa pero sincera, que la encuentra atractiva. Son más los que dicen que es fea, aun reconociendo que ese adjetivo no le cuadra exactamente, pero estoy segura de que la mayoría de las personas que la conocen serían incapaces de clasificarla en una categoría convencional, y no sólo en lo que respecta a su aspecto. Nunca he trabajado para nadie que estuviera tan empeñado en mandar tanto y que, al mismo tiempo, pareciera tan incómodo en la tarea de mandar. Nunca un empresario de izquierdas se ha dejado tanto el alma en seguir siendo a la vez empresario y de izquierdas, sufriendo como ella sufre en el trance de ser fiel a un proyecto tan exótico, y a la vez, a su familia y a su marido, abogado laboralista —fundador y propietario de un despacho donde trabajan por lo menos veinte abogados laboralistas más—, listísimo, rojísimo y riquísimo, que resolvió todos sus conflictos de un plumazo hace un montón de años dejando de tratar, en primer lugar, a la familia de su mujer, con la única excepción de su suegro, que tampoco se habla con sus hijos varones. Cuando Fran menciona el nombre de su marido, baja la voz, como si tuviera miedo de desgastarlo. Su amor por él, después de tantos años, me parece tan monstruosamente prodigioso, tan prodigiosamente envidiable, que me basta para perdonarle casi cualquier cosa, incluso en los días peores. Sus hermanos ya son otro tema.
Antonio Antúnez es un hombre muy capaz, ambicioso, elegante, discreto, sobrio, impecablemente educado y un auténtico cabrón. Miguel, el primogénito, es menos capaz, mucho menos ambicioso, más elegante, poco discreto, nada sobrio, e igual de impecablemente educado, eso sí. Es mejor que su hermano si la calidad de una persona se mide en el número de sus escrúpulos morales, pero infinitamente más chulo, y además, el hombre más guapo con el que me he acostado en mi vida.
Cuando me enrollé con él, apenas conocía a Fran de vista. No hacía ni dos meses que había empezado a colaborar en la editorial, y en otro departamento, por cierto, nada que ver con sus dominios de libro de texto, pero me echó el ojo la primera vez que nos cruzamos por un pasillo, y yo me di cuenta, y me pareció muy bien, los tíos como él no andan precisamente sueltos por ahí. Me sacaba holgadamente la cabeza, así que debía de medir más de un metro noventa, y disponía de un cuerpo a juego, todo un lujo para esa clase de mujeres que todavía no sabemos bailar derechas porque tuvimos que aprender con chicos muy bajitos. Tenía el pelo negro, los ojos negros, los dientes blanquísimos, y una piel perfecta, lisa, mullida, que brillaba como si estuviera perpetuamente impregnada de aceite —nada que ver con los granos y las manchas y las verruguitas que estampan el escote y los hombros de Fran cuando se pone vestidos de tirantes, en verano—, y era muy guapo, tan guapo que sus labios parecían hincharse y crujir cada vez que sonreía, y sus pestañas, larguísimas, hacían casi ruido al tropezarse entre sí desde el borde de sus párpados. El hombre inmejorable, eso me pareció, y por eso me dejé cortejar mínimamente en despachos y pasillos —el viejo truco de la cola de la fotocopiadora— para resistirme sólo la primera vez que me propuso ir a tomar una copa, después de haber comprobado, desde la ventana adecuada, cómo
perdía el tiempo tontamente en el hall del edificio, hablando con las recepcionistas, con el portero, hojeando las revistas destinadas a las visitas, mientras esperaba a que yo saliera.
La segunda vez le dije que no podía ir a tomar copas directamente desde la editorial porque tenía que relevar a la canguro de mi hija, pero antes de que el desaliento amargara del todo las comisuras de su boca, le aclaré que, si me avisaba con tiempo, podíamos quedar cualquiera de aquellas noches. Y me avisó con tanto tiempo que fue allí mismo. Mañana, propuso, no, le contesté, mañana no pue…, pasado mañana, rectificó, y sonreí para mí, halagada por su ansiedad, hice una pausa antes de acceder, vale, y quedamos, dejé a Amanda en casa de mis padres por si acababa trasnochando más de la cuenta, pero no llegamos a tomar copas, sólo una, la situación explotó antes de que tuviéramos tiempo para acceder al plural, vamos, dijo solamente, vamos, se había empeñado en citarme al lado de mi casa con la excusa de que seguramente llegaría tarde y no quería hacerme esperar, así que fuimos, y llegamos enseguida, y fue estupendo, porque desnudo, el hermano de Fran siguió siendo el hombre más guapo con el que me he acostado en mi vida, y además, se las sabía todas, nunca he tenido un amante capaz de desenvolverse con tanta seguridad en un territorio tan pantanoso como la fase inicial de un adulterio, tenía mucha práctica, claro, y no arriesgaba nada, pero a mí todo eso me seguía pareciendo muy bien, porque nunca, jamás, en ningún momento, se me pasó por la cabeza que existiera ni la más remota probabilidad de que pudiera llegar a enamorarme de un hombre como Miguel Antúnez, así que decidí consentirle que hiciera conmigo lo que quisiera, y él supo hacerlo, y disfruté enormemente de su enorme capacidad de disfrutar de mí, y cuando terminamos de follar, la ropa de la cama esparcida sobre la moqueta y yo misteriosamente tumbada encima, sin poder reconstruir muy bien las etapas de un proceso que había empezado muy lejos, justo en la puerta de mi casa, contra la que me había aplastado cuando todavía tenía las llaves en la mano —a la mañana siguiente llegué tarde al archivo porque invertí más de media hora en encontrarlas y descubrir, entre otras cosas, que Miguel se había marchado sin calcetines—, levanté trabajosamente la cabeza y le miré, y me pareció que él estaba incluso más conmovido que yo. Entonces pensé que tal vez había encontrado un buen amante, y me puse muy contenta, porque en los tres años largos que llevaba viviendo sola en Madrid, mi vida sexual se había limitado a una docena de polvos nostálgicos, durante las visitas de Félix, de los que siempre me arrepentía luego.
Mi alegría duró poco, sin embargo. Dos días más tarde, justo después de comer —yo misma le había explicado muy cuidadosamente que ésa era la mejor hora para encontrarme en casa, porque ya ganaba más dinero colaborando fuera del archivo que trabajando en él, y había conseguido acortar mi horario para acabar a las tres y ganarle dos horas a Amanda, que no salía del colegio hasta las cinco y media—, una llamada telefónica me proporcionó la exacta medida de aquel espejismo.
—Nena —dijo, masticando esas dos sílabas con el acento más hueco, más pastoso, más fatuo que he alcanzado a escuchar nunca, y antes de que tuviera tiempo para horrorizarme, continuó—, pon a enfriar una botella de champán, que voy.
A veces, una sola frase es capaz de definir a quien la pronuncia con una precisión asombrosa.
Por eso, sólo después de asombrarme, recordé la verdadera transcendencia de ponerse cachonda, la debilidad principal entre todas aquellas que han cooperado para arruinar mi vida. Porque yo, inclinada hasta un segundo antes sobre una mesa repleta de fotografías de templos budistas de Sri Lanka, no lo estaba, y por eso, de repente, una máquina de cortar huesos, de esas que hay en todas las carnicerías, empezó a rebanar el esqueleto de una vaca entera dentro de mis oídos, a sabiendas de que no puedo soportar el más leve de esos chirridos, de la dentera que me da. Sin embargo, recordaba vagamente haberle oído decir cosas parecidas la otra noche, y no haber sido capaz de escucharlas del todo mientras mi cuerpo se esponjaba como un merengue, obturando mis oídos en favor de otras capacidades.
—No, mira… —logré articular, después de un rato—. Mejor no vengas.
—¿Qué? —su pregunta, instantánea, sonó más bien como una protesta, pero la contesté de todas formas.
—Bueno, para empezar, no tengo champán en casa.
—¿Y para seguir? —la confianza reconquistó su voz, ahora risueña, como avisándome de que estaba dispuesto a jugar si yo quería, debía estar sonriendo, y sus labios parecían hincharse y crujir cuando sonreía, y estuve a punto de volverme atrás, pero ya me conocía lo suficiente como para adivinar que siempre me arrepentiría de haberlo hecho, y estaba segura de que aquello nunca sería amor verdadero, y además, y definitivamente, aquella tarde no estaba cachonda.
—Pues para seguir… y para terminar, porque no me apetece.
—¿Y por qué?
Pues porque eres un pedazo de hortera, pensé para mí, pero le contesté que no lo sabía.