37361.fb2 Atlas de geograf?a humana - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Desde aquel día, Miguel Antúnez me la tiene jurada. No me borró aquella misma tarde de la lista de colaboradores de la editorial porque tiene más escrúpulos que su hermano Antonio y porque, además, los dos sabemos que le gusto demasiado como para perderme de vista, pero, en ocho años, no ha dejado pasar la menor oportunidad de hacerme una putada. Marta Peregrin —23 años, un metro setenta, piernas larguísimas, tetas enormes, cintura breve, fotos incalculablemente pésimas— es la última del catálogo.

A lo largo de mi vida, he conocido, he aprovechado, he padecido todas las consecuencias que pueden derivarse de la propiedad de un cuerpo de vedete de revista, desde la tradicional incertidumbre en mis facultades intelectuales que asalta a quien me ve por primera vez, hasta la más abrumadora cosecha de ventajas que puedan obtenerse sin haberlas sembrado jamás. Estoy acostumbrada a que las mujeres, de entrada, sean sistemáticamente desagradables conmigo, pero no sé si eso me molesta más que la instantánea y pegajosa simpatía que inspiro en una buena parte de los hombres, y procuro vivir al margen de ambas cosas. Tendría que haber llamado a Marta Peregrin para contarle todo esto, pero desistí por anticipado al recordar aquella escena, sus gritos, la histeria, el portazo con el que saldó nuestra entrevista, te arrepentirás de esto, me dijo, pero no me he arrepentido nunca, la acepté, simplemente, veinte minutos después de haberla despedido, porque no podía negarme, porque Miguel Antúnez abrió la puerta de mi despacho para que ella se colara detrás, como una sombra descompuesta y llorosa, y me dijo lo de siempre, creo sinceramente que te has equivocado, Anita, ella intentaba sorber con la nariz sin hacer ruido, el trabajo de Marta es muy valioso, deberías reconsiderar… Le miré a los ojos y supo que era suficiente. ¿Quieres que la contrate, Miguel?, pregunté, sí, lo considero imprescindible, contestó, muy bien, pues habla con tu hermana, que es la jefa del proyecto… Fran acabó diciendo que sí —tengo muchos problemas, Ana, en serio, me paso la vida negociando con él, una fotógrafa más o menos, la verdad, ¿qué nos importa?— y la contraté, y lo único que lamento es que no puedo evitar recordarme a mí misma con veinte años menos cada vez que la veo.

Cuando Belén Rupérez, que ya se había quitados los hierros de los dientes pero seguía llevando gafas de culo de vaso, me explicó que ella se escribía las chuletas en los muslos con un bolígrafo Bic, yo todavía no tenía muy claro qué significaba ser una tía buena, pero me pareció un truco estupendo, y no sólo porque ningún profesor, por muy mosqueado que estuviera, se iba a atrever a pedirle a una alumna que se levantara la falda delante de él —incluso, si la que pillaba era una profesora, cualquiera podría comprender que una niña se negara a acatar una orden semejante—, sino porque, además, en un muslo caben muchísimas más letras que en esas miserables tiritas de papel donde había que escribir con una letra tan pequeña que luego era imposible leerla en medio de un examen, y eso cuando conseguía sacarla del puño de la camisa sin levantar sospechas, que ya era difícil. Así que, a mediados de sexto, cambié radicalmente de indumentaria, descartando los pantalones y las camisas de manga larga para afiliarme de golpe, víctima de una pasión incomprensible para mi madre, a las faldas más bien cortas y con mucho vuelo, siempre encima de unos pantys muy claros y finísimos que, además, escogía cuidadosamente entre los de pésima calidad, para que el refuerzo de la zona superior resultara lo más transparente posible. El nuevo sistema resultó tan rentable que lo seguí utilizando en COU a pesar del empeoramiento de las

condiciones —por un lado, mi grupo era más pequeño y tenía muchos compañeros nuevos, casi todos chicos, y por otro, los exámenes ya no se hacían en las aulas, sino en una sala mucho más grande, con bloques de asientos escalonados, separados por largos pasillos, que permitían una visión perfecta desde la tarima— y nunca me descubrieron, nunca, nadie llegó a sospechar de mí siquiera, hasta aquella mañana, cuando me pilló él.

Cánovas del Castillo y la Restauración Borbónica, ése era el tema, jamás podré olvidarlo, y me lo sabía, eso era lo peor, que me lo sabía, la Historia siempre fue una de mis asignaturas favoritas, pero en el último momento, aquella misma mañana, sufrí un acceso de pánico de urgencia, nombres propios, fechas, batallas, leyes, de repente decidí que no estaba segura de nada, así que me metí en el baño, me senté encima de la tapa del retrete, me bajé las medias, abrí el libro y empecé a apuntar como si me fuera la vida en ello. Y la vida me fue, en aquel gesto, pero al principio todo marchó bien, encontré un sitio libre casi en el ángulo izquierdo de la sala, la primera silla de la penúltima fila, taponé con una montaña de libros y carpetas el pasillo que me separaba de la tranquilizadora protección de la pared, y empecé a escribir con la falda sobre las rodillas, procurando concentrarme completamente en el examen, la introducción me estaba saliendo muy bien y ni siquiera me di cuenta de que un profesor subía lentamente por el pasillo, hasta que llegó a mi altura y se inclinó para apartar mis pertenencias en silencio, como si no quisiera molestarme, antes de subir el último peldaño y quedarse allí quieto, de pie, por lo menos cinco minutos.

Lo reconocí enseguida, Félix Larrea, Dibujo Artístico, mi profesor más joven, amor platónico de toda la clase y niño mimado del instituto en general, porque cuando sacó la plaza no era nadie, pero ahora se había convertido en una gran promesa, Tabacalera y Coca–Cola le compraban cuadros y había salido hasta en el telediario, una vez, peleándose con unos cubos llenos de pintura de colores. Por lo demás, el profesor ideal, porque en clase estaba siempre ausente, como si le importara un pimiento que progresáramos o no, pero era muy simpático, nunca suspendía a nadie, y dibujaba tan bien que cuando corregía una lámina prácticamente la hacía nueva, mientras el alumno, encantado, con una mano encima de la otra, le escuchaba decir, esto es así, ésta viene por aquí, la oreja tiene esta forma…, ¿lo ves? Cuando dibujaba él, todo el mundo lo veía.

Larrea no me daba miedo, y además se fue enseguida, andando por el pasillo que corría por detrás de la última fila, y después de un rato, me empezó a picar la pierna izquierda, y me levanté la falda mientras me rascaba, reinado de Amadeo I, ¡bien!, estaba justo donde lo esperaba, y seguí escribiendo, y luego me picó la pierna derecha, y tuve que rascármela, claro, pero no encontré la segunda fase de la tercera guerra carlista por ninguna parte, y eso que la había apuntado, estaba segura, porque me confundía siempre con la primera, y maldije por los siglos de los siglos al carca de Carlos VII antes de volver a mirarme el muslo izquierdo, pero nada, me estaba poniendo muy nerviosa y no lo encontraba, y al final, y aunque sabía que era lo más peligroso, me levanté la falda con las dos manos y agaché la cabeza como si necesitara pensar, y entonces lo vi todo, una inscripción diminuta —2F 3GC 1873–75— en la cara interior del muslo derecho y, un poco más allá, dos zapatos de ante castaño plantados en el escalón de al lado. No me atreví a levantar la cabeza, pero dirigí los ojos hacia arriba y descubrí unos vaqueros bastante gastados, blanquecinos, inconfundibles, ningún otro profesor llevaba vaqueros. Era Larrea, y me había pillado.

Durante un par de segundos estuve muda, quieta, las manos encima del pupitre, los muslos desnudos, la cabeza baja, hasta que conseguí convencerme de que él también estaba mudo y quieto, muy cerca. Entonces levanté la vista y le miré, y él miraba mis muslos escritos con ojos húmedos y también furiosos, pero eso no me impresionó tanto como la pirueta de su boca abierta, los dientes mordiendo el bocado imposible de su lengua doblada hacia adentro como si mis piernas le dolieran, como si mis piernas pudieran herirle, o volverle loco. Eso fue lo que pasó, me diría él después, muchas veces, que en ese momento me volví loco, pero yo nunca le conté lo que me había pasado a mí, nunca me he atrevido a contárselo a nadie, y sin embargo lo percibí con una nitidez extraordinaria, como si una bombilla colosal hubiera explotado de golpe dentro de mi cabeza para derramar océanos de luz sobre la fresca oscuridad de mis neuronas, porque en ese justo instante

descubrí que yo era una tía buena, que había nacido así, igual que podría haber nacido pelirroja, o bajita, o con talento musical. Muchos años después, la experiencia me enseñó a agradecerle al idioma que hablo la expresa diferencia que establece entre el verbo ser y el verbo estar, porque desde luego no es lo mismo ser una tía buena, que ser una tía que está buena, pero en aquella época todas las ventajas caían de mi lado, porque a nadie le impresionan las chicas de dieciséis años y medio, y es normal que todas las adolescentes sean guapas, y todas dan el mismo miedo, y no tenía demasiado tiempo para pensar porque me estaba jugando un examen de Historia. Como si lo hubiera comprendido al mismo tiempo que yo, él alargó discretamente la mano izquierda hasta posarla en mi rodilla derecha para ascender muy despacio, presionando levemente con las yemas de los dedos, en dirección al arrugado borde de mi falda, sobre el que se detuvo un momento para empujarlo luego, con una caricia idéntica a la anterior, e igualmente lenta, hacia abajo, devolviéndolo por fin a su primitivo Lugar. Yo seguí todos sus movimientos con una mirada absorta, la piel erizada pese al calor sedante de su contacto, y sólo cuando me di cuenta de que había empezado a bajar la escalera, levanté mis ojos hacia él, y él, un par de peldaños más abajo, volvió la cabeza para mirarme, y me sonrió.

Luego no pasó nada. No fue a hablar con la profesora de Historia, no volvió a pasear por mi pasillo, y ni me miró siquiera hasta que sonó el timbre, pero mi corazón siguió latiendo demasiado aprisa hasta que me levanté, recogí mis cosas, bajé las escaleras con cierta dificultad mecánica, mis piernas súbitamente blandas, como rellenas de gelatina, y entregué con dedos sudorosos el cuerpo de un delito para siempre impune. Entonces sí, en ese momento, sentí mi sangre más roja y más caliente, mi piel más dura, mis ojos ardiendo, quemando el aire, y una ebriedad distinta a todas las conocidas. El triunfo se desparramó dentro de mí, aturdiéndome hasta los huesos, y cuando me crucé con Larrea en la puerta, a la salida, no pude contener una carcajada breve e intensa, el alarido digno de un animal satisfecho que estalló contra la mirada turbia, concentrada, casi sombría e inexplicablemente temerosa, que convirtió por primera vez, a mis ojos, a un profesor de Dibujo Artístico en un hombre.

Al principio no tenía muy claro cómo emplear el fabuloso poder del que me sentía repentinamente consciente, ni siquiera tenía muy claro si me convenía ejercerlo de algún modo, quizás porque no acababa de creérmelo, era muy difícil aceptar que el mundo pudiera cambiar tan deprisa. Hasta aquel día, nunca había ligado en el instituto, tal vez porque casi todos los alumnos varones de mi curso eran más bajos que yo, más escurridos y delicados, y preferían intentarlo con otro tipo de chicas, niñas bajitas, menudas, graciosas, y desde luego guapas, pero de esa belleza redondeada, inerme, que alumbraba la cara de los angelitos en las tarjetas de Navidad más populares entonces, siempre firmadas por un tal Ferrándiz, cuerpos flexibles, todavía muy infantiles, cuyos hombros avanzaban bien erguidos, y no enconados hacia delante, como los míos, esa joroba voluntaria con la que intentaba en vano disimular mi pecho si no podía aplastármelo con una carpeta firmemente sujeta con ambos brazos. Cuando salíamos juntos, los sábados por la tarde, parecía la madre de cualquiera de ellos, y sólo se me acercaban en las puertas de las discotecas, que a menudo yo era la única que lograba franquear de todo el grupo para salir inmediatamente después, al comprobar que me había quedado sola en el vestíbulo. Creo que por todo esto perdí la cabeza, y porque, por fin, alguien le daba la razón a mi padre, a mi madre, a todos esos parientes que llevaban años declarándome hasta peligrosamente guapa sin que yo todavía hubiera logrado comerme un colín, detalle que añadía una nota intolerablemente ofensiva a su machacona preocupación por mi virtud. Y porque, además, Félix lo hizo muy bien. Impecablemente.

Cuando le vi entrar por la puerta, como todos los miércoles a tercera hora, aún no sabía nada del examen de Historia, pero creía saber algo de él. Una hora después, tuve que reconocer que no sabía nada de nada. Larrea, que me pareció de repente mucho más guapo que interesante, como solía calificarle antes para fastidiar a sus enamoradas, no se había puesto nervioso en ningún momento, como yo había torpemente calculado, y no se había sonrojado al acercarse a mí, sus manos no habían temblado, su voz no titubeó, sus ojos no me evitaron, más bien sucedió todo lo contrario. Se

tiró la clase entera mirándome y hasta me rozó un par de veces cuando pasó a mi lado, parecía confiado y sonriente, contento y muy tranquilo mientras comprobaba que yo me estaba poniendo cada vez más nerviosa y mis mejillas progresivamente coloradas, hasta que empezaron a temblarme las manos, y mi voz se atascó dentro de mi boca, y mis ojos se negaron a buscar los suyos, y entonces sonó el timbre. Al día siguiente me enteré de que había aprobado Historia con notable alto, y recobré de golpe toda la confianza en el poder de mis piernas. Entonces tuve una idea.

Estuve dándole vueltas todo el fin de semana, y concluí que era una locura, pero me apetecía tanto hacerlo, derrotarle de nuevo, aniquilarle de asombro, poseerle una vez más, que por fin me decidí a atacar, bien protegida por una distancia alta y profunda como la mejor trinchera. El miércoles siguiente, me levanté un poco antes de lo normal y escogí un rotulador de punto grueso y tinta azul, que funcionó tan bien en las cartulinas donde hice varias pruebas, como sobre mi piel, en la que conseguí escribir al revés como si llevara haciéndolo toda la vida. Luego, me puse una falda tan corta que, cuando llegué a la puerta de clase, una niña se me acercó corriendo para preguntarme, muy preocupada, si nos habían puesto un examen aquella mañana, porque ella no se había enterado. Después de tranquilizarla me senté en la primera fila, enfrente de la tarima, y me tragué dos horas —Lengua y Filosofía— en la más absoluta indiferencia, pendiente sólo del reloj, los minutos que se resistían a pasar como si pudieran agarrarse con dedos invisibles a esas tontas agujas que recorrían la esfera con una lentitud insoportable. La tercera hora me compensó de sobra por su crueldad. Larrea dio un respingo cuando me encontró tan cerca, pero saludó a los demás sin alterarse y, en un par de minutos, nos puso a todos a dibujar, hoy no daremos clase teórica, dijo solamente, y cuando todas las cabezas, incluida la mía, que tenía una sonrisa que disimular, estaban ya inclinadas sobre el tablero, se levantó despacio, rodeó la mesa, y se apoyó en el canto, justo enfrente de mí. Supe que me estaba mirando y le miré, vi que me sonreía y le sonreí. A mi izquierda, Antón González estaba vuelto casi de espaldas, buscando la luz de la ventana. A mi derecha, Esther García Aranaz; nos miraba con disimulo y curiosidad, como si se oliera algo. Cambié mi bloc de posición y mantuve la tapa vertical, porque mi espectáculo ya contaba con un espectador, y era suficiente. Entonces, con un rápido golpe de riñón, me deslicé sobre el asiento hasta quedarme sentada prácticamente en vilo, mientras estiraba las piernas debajo del pupitre. Larrea parecía desconcertado, pero aún llegaría a estarle mucho más cuando, un instante después, me levanté la falda para enviarle el mensaje de mis muslos decorados, ¡MUCHAS, decía mi pierna izquierda, GRACIAS!, completaba mi pierna derecha, y el mundo entero estalló sobre la humilde superficie de mis manos.

—Ana… —dijo al terminar la clase, en la voz alta más baja que pudo improvisar, con un acento enfermo de inquietud, los labios blancos—, ¿podrías quedarte un momento? Quiero comentar contigo…, eso de… fin de curso…. ya sabes.

Si los demás no hubieran tenido tanta prisa por largarse al recreo, se habrían quedado estupefactos al escuchar un pretexto tan idiota, porque no sólo yo no era la delegada de la clase, ni la subdelegada, ni nada, sino que además, nadie en aquel grupo había oído hablar jamás de ningún proyecto relacionado con el fin de curso. Sin embargo, cuando cerró la puerta y nos quedamos solos, volvió a ser el mismo Larrea confiado y risueño de la semana anterior.

—Lo que haces conmigo no está nada bien —dijo, sin preámbulo alguno, pero acercándose a mí mucho más de lo imprescindible.

—Eso mismo me dice mi madre cada dos por tres —contesté, risueña yo también, mientras una sensación desconocida, como una oleada de calor frenético, puntiagudo, concedía una relevancia insólita a ciertos tramos de mi piel. Él guardó silencio un par de segundos.

—¿Y tu madre también necesita saber a qué estás jugando?

—No. Mi madre sabe que no juego. Ya soy muy mayor para jugar…

Los pezones me dolían, de eso me acuerdo muy bien, y de que mi cabeza pesaba cada vez menos, porque mi boca invadía a toda prisa el resto de mi cara, anexionándose mi barbilla, absorbiendo mi nariz, amenazando mis ojos, toda mi cara era ya sólo boca cuando él alargó la mano izquierda, y la detuvo en el aire, como si no supiera muy bien dónde posarla, como si le diera miedo

seguir.

—Puedes tocarme —le dije entonces—. No quemo.

Su dedo índice se posó en el techo de mi frente y recorrió mi rostro, esa boca inmensa, total, de arriba abajo, para avanzar después un poco más, trazando una línea imaginaria en la garganta, presionando un instante sobre mi clavícula.

—Sí quemas —me contestó, y el eco de sus palabras me arrasó por dentro—. Claro que quemas.

Entre nosotros no había más que un delgado tabique de aire viciado, denso, inútil, que no opuso resistencia alguna mientras inclinaba la cabeza para besarle. Él tardó en devolverme el beso, pero su mano, más lista, se apretó contra uno de mis pechos cuando empezamos a escuchar unos tacones ligeros, y todavía muy lejanos, al otro lado de la puerta. El sonido de la realidad disolvió en un instante un hechizo todavía frágil, trabajosamente fabricado.

—Vete de aquí—me rogó, porque ya no podía ordenarme nada, y como no me moví, insistió con palabras más justas—. Por favor…

Era tan joven, que salí de clase convencida de que yo tenía el poder.

Cuando por fin logré hablar con Amanda, aquella noche, hacía ya muchos años que estaba segura de no haber sido jamás la poderosa, pero todavía era capaz de asombrarme ante la abrumadora dosis de poder que Félix creía seguir conservando sobre mí.

—Estoy estupendamente y ya sabes que te quiero mucho, mamá, pero no tengo tiempo para besos y abrazos porque he quedado y voy a llegar tarde —eso fue casi todo lo que me dijo después de protestar por el retraso de mi llamada—. Tienes que mandarme el dinero del ballet. La semana que viene termina el plazo.

—¿No has recibido la transferencia? Tiene que estar ahí desde hace… tres días por lo menos.

—¿Sí? Vale, pues le diré a papá que se pase por el banco. Él dice que está muy ocupado, ya sabes, y como a casa no ha llegado ningún justificante…

Félix siempre había pagado las clases de ballet de Amanda. Él era quien quería una hija brillante, admirada, diferente. Pero desde que vivía con ella, yo corría con la mitad de todos los gastos de esa carrera de bailarina que mi hija había emprendido contra mi voluntad. Ahora todo es diferente, me había anunciado él al empezar el curso, las clases son mucho más caras, y además yo tengo que hacerme cargo de todos los gastos diarios, la comida, los transportes, en fin, me parece justo… Me indigné tanto que le colgué el teléfono y decidí pagar sin rechistar. Desde aquel día, no había vuelto a pronunciar una palabra sobre ese tema.

—Bueno, cariño… —añadí después de una pausa suficiente, para facilitar la despedida—. Entonces…

—Oye, mamá—su voz era tan firme, encambio, que temí recibir las peores noticias de sus labios, pero mi hija, que era guapa, inteligente, trabajadora, y capaz de ser feliz de muchas mareras, todavía no estaba dispuesta a admitir que nunca llegaría a ser una bailarina genial. Me había preparado para esperar todo el tiempo que hiciera falta antes de consolarla por eso, pero los auténticos motivos de su preocupación me pillaron por sorpresa—. Dime la verdad… ¿Te has echado un novio?

—¿Yo…? —aquella pregunta me pareció tan extravagante que casi me echo a reír—. No. Claro que no. ¿Por qué dices eso?

—No, si a mí me parecería estupendo, en serio… Es que como últimamente no se te encuentra en casa.

—Porque estoy muy liada en la editorial.

—Ya, eso era lo que decía papá —parecía lamentarlo—. Hemos estado discutiendo, porque… Él dice que nunca podrás vivir con otro hombre.

—¿Qué? —si la potencia de mi voz hubiera dependido de mi voluntad, en aquel instante todo el universo se hubiera estremecido al mismo tiempo, bajo la fabulosa resonancia de una sola sílaba.

—Pues eso, que ya sabes, yo le quiero mucho pero como es tan creído… De todas formas, yo le

he dicho que no tiene razón, ¿eh?, no creas… Bueno, mami, ahora sí que me tengo que ir, es que voy a llegar tardísimo… Un beso muy fuerte. Te quiero. Adiós.

Me quedé paralizada, con el auricular en la mano, al borde del llanto sin saber ni siquiera por qué. Ya he pasado por esa angustia, tuve que recordarme, eso ya está superado. El tubo de plástico que un segundo antes habría querido pulverizar con mis propias uñas, descendió muy lentamente, obedeciendo al ritmo que marcaban mis labios cerrados, vivo muy bien, eso me decían, tengo mucha suerte, un trabajo que me gusta, una hija sana, no me duele nada… El primer timbrazo me desconcertó, el segundo atronó en mis oídos, el tercero me impuso una reacción automática.

—¿Sí?

—¿Ana Hernández Peña?—era una voz de hombre, y no la conocía.

—Sí, soy yo —para entonces ya estaba segura de que eran los de la lavadora.

—Soy Javier Álvarez. Me acabo de enterar de que le han cambiado el título a la obra, y…

—¿Qué obra? —pero antes de terminar la pregunta, ya me acordaba de todo.

—Pues la mía. Bueno, la que yo creía que era la mía, porque ahora ya no estoy tan seguro de querer firmarla. Fran Antúnez me ha contado que la idea ha sido suya, y quería felicitarla personalmente, desde luego, porque es como para entrar en el Guinness, vamos, yo no he visto nada igual en toda mi vida.,.

Estaba muy cabreado, y yo ni siquiera entendía por qué, así que me dispuse a aplacarle con cortesía, sin mucha convicción.