37371.fb2 Azul - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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VII

«Verrà la morte

e abrà i tuoi occhi

Cesare Pavese

Contrariamente a la actitud distante y decidida que se había prometido mantener y que había adoptado desde la noche anterior y durante todo el día, y tal vez movido por un temor o una premonición que no lo habían abandonado desde que Andrea apareciera en cubierta por la tarde vestida y maquillada, o antes quizá, cuando en la cueva azul había pronunciado aquellas enigmáticas palabras, asomó la cabeza por la escotilla. El Albatros casi sin balancearse se abría paso en la noche sobre la leve ondulación de las aguas en alta mar. La calma era completa, lejanas estrellas deslumbradas por la exigua luz que temblaba en lo alto del palo mayor no hacían sino incrementar la inmensidad de su distancia. La trepidación continua del motor engullía el rumor de las olas y el batir del aire sobre la arboladura, y la monotonía de su ritmo dibujaba una línea recta en la interminable tiniebla del mar. Martín sabía dónde estaba Andrea pero tuvo que acomodar la vista para descubrirla en la proa, arrebujada en sí misma, cubiertas las piernas con un mantón. Ella sí podría haberle visto porque llevaba en la misma posición y en el mismo lugar desde antes de la cena y sus ojos se habrían ido habituando a la paulatina penumbra y a la oscuridad, y finalmente a la apocada claridad de la noche, pero no levantó la mirada ni se movió. Tenía la cabeza baja y al cruzarse la luz con su rostro en un vaivén inesperado vio en su mejilla un reguero de lágrimas brillante, aunque seco como el rastro que dejan tras de sí los caracoles.

– Andrea, ven a dormir. Es tarde -dijo en un susurro. Estaba seguro de que le había oído pero por si el motor hubiera apagado sus palabras repitió con más fuerza-: Andrea, anda ven.

Más que desear que fuera al camarote Martín quería obligarla a dejar esa actitud, a decir alguna palabra aunque sólo fuera por borrar y desmentir aquellas otras que habían incrementado y distorsionado en el silencio la amenaza que el eco había estampado contra los muros húmedos y viscosos de aquel escenario wagneriano. Un ámbito de proporciones desmesuradas y casi tan fantasmagórico como el que les había descrito Pepone con pomposos adjetivos y elocuentes aspavientos una vez hubo acabado de contar la historia de la mujer de los harapos. La cueva azul, dijo, es un lugar embrujado que encierra todavía misterios por desvelar y fragmentos de historia por investigar. Se dice, y se agachaba bajando la voz al tiempo que reducía la velocidad para que se oyeran mejor sus palabras, se dice que por un extraño fenómeno que ningún científico ha podido descubrir aún, el agua que encierra la cueva contiene la mayor densidad de sal que se conoce: no viven en ella ni peces ni aves, ni anidan crustáceos en sus bajíos, ni en los escollos se agarran caracolas, ostrones o lapas. Es un agua viscosa, oscura, que deja el aire inmóvil de frío, de un frío compacto que no cala, que permanece como un apósito en la superficie de la piel y transforma el bramido del mar exterior en un eco sordo de concha marina gigantesca, en un sonido aterciopelado, envolvente, que cierra el espacio con mayor contundencia aún que las mismas rocas que lo componen. La bóveda y las paredes lisas, sudadas y rezumadas, de un azul intenso y oscuro, irisado por la refracción del haz de luz que se concentra en la monumental arista horizontal de la entrada, fueron cárceles donde los turcos llevaban a morir a sus prisioneros. Los dejaban en las resbaladizas plataformas de la cueva con grilletes en los pies y cuando tras dos o tres semanas de haber cerrado la salida con sus naves ponían rumbo a la costa, no quedaba en ella más que quietud y silencio. Se dice, y reducía aún más la velocidad al tiempo que bajaba la voz como si fuera a desvelar un secreto oculto durante años, que se mantienen aún incólumes en el fondo de las aguas sin que ser vivo alguno se haya acercado a roerles el rostro o el cuerpo ni a desgarrarles los ropajes, y que en las noches de tempestad si cae el rayo por levante en el momento que por la misma fuerza de su embate una ola se retira y deja la entrada exenta se produce un instante de transparencia tan diáfana que alcanza las simas más profundas, y el pescador perdido en la tormenta que asista por azar al milagro contemplará un ejército de hombres y mujeres que oscilan bajo el agua sujetos al abismo por el peso de los grilletes, con los cabellos y las ropas y los brazos flotando al influjo de la corriente, abiertos aún los ojos con el estupor del último instante.

– ¡Basta! -había chillado Chiqui que se había unido a los demás para escuchar la historia.

Andrea en cambio no se había alterado, y cuando más tarde aprovechando la bajamar Pepone había deslizado la barca al interior de la cueva con un golpe de remo, Martín había sentido por primera vez esa inquietud que confundió entonces con una nueva arremetida del mismo miedo a volver al puerto y ser descubierto, pero aun así no había apartado los ojos de ella. Andrea había contemplado el azul irisado con extrema frialdad, sin inmutarse ni admirarse, y había sonreído irónicamente a los gritos de Chiqui al echarse al agua, que retumbaron en las bóvedas azules, húmedas y espectrales como había dicho Pepone. Y mientras los demás jugaban con la luz y las voces y se desplazaban con ayuda de los remos y del bichero buscando en vano la transparencia del agua que había de descubrirles el secreto de sus oscuras cavidades, ella, en un momento de confusión, se había situado a su espalda. No recordaba exactamente las palabras que murmuró pero la conocía lo bastante para saber que, aunque no explícitamente, le había venido a decir, y no porque lo creyera sino porque así quería y había decidido que fuese, que nuestra suerte está echada y que por una serie encadenada de errores inevitables vamos configurando nuestro propio destino hasta adquirir poco a poco la certidumbre de que no hay salvación ni redención ni siquiera rectificación. Y no habría podido deslindar dónde acababa el consejo y dónde comenzaba la amenaza al añadir: «Y yo me cuidaré de que así sea».

Ya no había dicho una palabra más, ni en la cueva ni en la barca de Pepone de vuelta al puerto. Había subido al Albatros, esta vez con la ayuda de Tom que estaba acabando de limpiar las pisadas y las manchas de grasa negra que los mecánicos habían dejado en todas partes y se había encerrado en el camarote. A la media hora larga había aparecido en cubierta con las sandalias en la mano, vestida con un traje blanco que no se había puesto en todo el viaje, un collar de grandes bolas de ámbar que Martín no había visto jamás, el pelo sin recoger, rizado y abultado, sin pañuelo ni sombrero, contenido únicamente por la cinta elástica azul de las gafas que, los ojos maquillados tras los cristales, daban a su mirada una expresión más inocente pero más segura, como la ratificación de la sentencia inapelable que había dejado en suspenso en la cueva azul.

Al verla Leonardus, que estaba sentado en el banco de popa haciendo tintinear el hielo de su vaso, sonrió -quedaban todavía en el cielo los tonos rosados que con el fin del verano se inmovilizan en el horizonte a la caída de la tarde y demoran el crepúsculo, y a esa luz el blanco de su vestido adquirió tonos de fosforescencia sobre la calidad mate del atardecer- y con la calma de un ave de vuelo lento dejó el vaso sobre la mesa, apartó de sus rodillas con cuidado la cabeza de Chiqui, se levantó, se acercó a ella que se había detenido en lo alto de la escalerilla y sin tomarle la mano, ni agarrarla por los brazos o los hombros le dio un beso superficial en los labios aunque largo y premioso. Ella le dejó hacer y si cerró los ojos, pensó Martín que asistía a la escena sin comprenderla, no fue tanto por concentrarse en lo que estaba ocurriendo cuanto precisamente por quedar al margen de ello.

Luego sin mirar a nadie, con los párpados todavía entornados, pasó por su lado con una agilidad parcialmente recobrada, recogió un mantón de lino que había dejado olvidado en el banco y, como si hubiera sido un obstáculo salvado en el camino que se proponía recorrer, desapareció hacia la proa y de allí no se había movido. Aceptó el whisky que le había llevado Tom entonces y otro después de la cena pero no respondió más que con un gesto vago de negativa a la invitación de ir al Giorgios a tomar algo antes de zarpar -la noche será larga, le habían dicho, hemos de navegar hasta el amanecer-, ni levantó la cabeza cuando ya oscurecido se había puesto el motor en marcha y Tom había ido a proa a levar el ancla, ni siquiera para mirar cómo se alejaban las escasas luces del muelle que, aun antes de salir de la bocana del puerto y enfilar hacia Antalya, se habían desmenuzado disolviendo su propio reflejo en una neblina de luz vacilante.

Hasta la hora de cenar Martín no había caído en la cuenta de que la negativa actitud de Andrea, que después de la cueva azul parecía vivir para sí misma y estar en otro mundo, le inquietaba tanto como el ansia de alejarse de ese escenario donde cada persona podía ser un acusador, cada sombra una amenaza. Leonardus y Chiqui no habían preguntado qué le ocurría como si lo habitual en ella fuera no comer, ni hablar, ni siquiera responder cuando se le preguntaba, ni a la hora de cenar Leonardus había dado explicaciones sobre su extraño comportamiento aquella tarde. Cuando Giorgios, el dueño del café, se les había unido para contarles otra vez la persecución de la vieja, un acontecimiento inusitado en ese pueblo perdido en el fin del mundo, dijo, Martín, temeroso como estaba, no se tomó la molestia de atender ni de dar conversación a Chiqui porque no deseaba más que acabaran de cenar lo antes posible para zarpar de una vez. Pero aun así, desde su sitio bajo las moreras de la terraza, tenía puestos los ojos en la mancha blanca de la proa del Albatros que no habría perdido de vista por nada del mundo.

Finalmente decidieron zarpar. Sentados los tres en cubierta contemplaron cómo Tom iniciaba la maniobra y en tierra los hombres soltaban las amarras. El matrimonio había salido de nuevo al balcón. Habían encendido una luz en el interior de la casa y aparecían ahora a contraluz como sombras chinescas de sí mismos ante la humilde bombilla de veinte o treinta vatios, y al separarse la popa del muelle, Leonardus puesto en pie levantó riendo el vaso a su salud. No se dieron por enterados ni cambiaron la dirección de la mirada; inmóviles siguieron el curso del Albatros ajenos a la destrucción a que les sometía lentamente la distancia. Desaparecieron confundidos con la oscuridad y Tom, que había de estar al timón y ser relevado a las tres de la madrugada por Leonardus, se encasquetó los auriculares, fue a la nevera a por la primera coca-cola, volvió a instalarse tras la rueda y puso proa al mar abierto. Chiqui con cara de aburrimiento y alegando que tenía sueño se levantó y arrastró de una mano a Leonardus. Pero antes de entrar en el camarote se volvió hacia Martín que les había seguido y le dijo:

– No te olvides de recoger a tu mujer de la cubierta, corazón.

– No -respondió él sin acusar la reticencia, pero no fue. Cerró la puerta tras de sí y se quedó de pie con la luz apagada sin saber qué hacer. El ansia por zarpar le había quitado el sueño y le había dejado la boca seca. No podría dormir ni tenía ganas de leer, y aunque ya estaban en alta mar y fuera de peligro no había mitigado esa extraña inquietud que le atenazaba y le mantenía alerta. Al poco rato, del otro lado del tabique comenzó a sonar la voz de la Callas y sobre las notas del Poveri fiori las risas y los golpes que durante tantas noches habían impacientado a Andrea. Y al mirar la hora y reparar en que ya eran las diez, como si hubiera sido el pretexto que esperaba, se había asomado a la escotilla para llamarla.

Todavía una tercera vez repitió su nombre antes de auparse con las manos y saltar a cubierta. Había humedad en el suelo y tuvo que agarrarse para no resbalar. Pero el bochorno apenas había remitido: el Albatros seguía arrastrando el calor como un peso muerto, como una telaraña incandescente en la que se hubiera enredado y de la que no pudiera desprenderse ni en alta mar.

Andrea tenía la cara apoyada sobre el hombro y en la mano sostenía aún el vaso vacío. Martín tuvo que reprimir un gesto de ternura pero sabía que en este momento había de ser cauto porque todo cuanto hiciera o dijera habría de contabilizarse, como estaba seguro de que de una forma u otra habría de pagar esas tres llamadas desde la escotilla e incluso su silenciosa presencia allí, ahora, aunque sólo fuera por esa breve vacilación en la lucha que estaban dirimiendo desde la noche anterior. No diría nada, consciente de que tantas horas de contención y meditación necesitaban sólo una chispa para estallar y no quería de ningún modo perderse en discusiones que no harían sino debilitar la determinación que había tomado y que, hasta poder separarse de ella, lo único que precisaba para prevalecer era silencio. Y ya que ella tampoco quería salir de su hermetismo iba a intentar que volviera con él al camarote.

Pero no habían transcurrido aún cinco minutos ni había mediado entre ellos palabra alguna cuando Andrea, renegando de la altivez en la que se había escudado desde antes de instalarse en cubierta, se había lanzado al capítulo de recriminaciones y acusaciones con un ímpetu tan sorprendente que Martín, sin responder ni una sola vez a esos ¿no dices nada? ¿no tienes coraje para oponerte? ¿ni siquiera te dignas responder? o ¿es que no sabes qué decir? con los que ella interrumpía cada tanto su desmedida arenga para dar impulso a la escalada de agravios, a punto estuvo de volver sobre sus pasos y abandonarla allí, a la noche, a sus sombrías premoniciones y al desenfreno de sus afrentas, y dejarla sola bajo el cielo lejano y oscuro, sin interlocutor, sin público, sin víctima. Pero no se movió de cubierta quizá porque de algún modo esperaba que la amenaza o el peligro que había percibido en el aire quedaran diluidos en las letanías encadenadas que, bien lo sabía, le dictaban el resentimiento de no poder modificar a su gusto una decisión cuya persistencia ratificaba minuto a minuto su silencio. No, no es eso, se dijo al rato, es el miedo, es el miedo el que me hace permanecer aquí imperturbable, el miedo a lo que ella vaya a hacer, el miedo a lo que pueda estar tramando, el miedo a parecerle cobarde, inocente, pueblerino. Miedo feroz a esa mujer que, sin embargo, había sabido convencerle de que la relación que les unía era de naturaleza básicamente libre, más aún, era en sí misma el ejemplo de la elección del propio destino en el que, por un mágico azar, habían coincidido. O sería él mismo quien había encubierto ese miedo con el ropaje del encanto y la fascinación de aquellos primeros meses que habían determinado su vida entera; miedo disfrazado de entrega, de sumisión y hasta de amor, miedo a reconocer que no había sido capaz de mantener la pasión sobre la que pretendía haber construido para la eternidad, el mismo miedo de aquella noche en Nueva York, cuando vino a ofrecerle su vida entera como él le había suplicado tantas veces, a confesarle que la muchacha griega le estaba esperando en el apartamento del piso 14; miedo a decirle que ya no recordaba si la quería como entonces, miedo a echarle en cara que había sido ella la que le había enviado lejos, miedo a descifrar el misterio de su absoluta y repentina renuncia, miedo a no ser nadie sin ella, miedo a la mediocridad, al fracaso, a la soledad, miedo a todo, miedo al miedo y miedo, como había pensado aquel mediodía ya lejano en la playa de piedras negras, a no ser en definitiva más que un niño.

– ¡Desgraciado!

La palabra se había desprendido del discurso y flotaba en el aire conjurando la nube de obsesiones que, como un enjambre de moscas, no dejaba en paz su pensamiento.

– ¡Desgraciado! -repitió Andrea y de un manotazo apartó el mantón de las rodillas, que dejó al descubierto las piernas y los pies desnudos, inquietos y temblorosos y se deslizó por cubierta hasta detenerse en un motón. Martín dio un paso para recogerlo y ella, creyendo que había decidido irse, se levantó tambaleándose aterrorizada ante la idea de quedarse ahora sola con su rencor, le agarró con fuerza por la manga de la camisa y en un tono que habría sido un grito de no haberle salido la voz tan ronca, gastada y sombría por la humedad, o acaso forzada adrede por subrayar el carácter inaplazable que quería dar a la orden, le dijo-: No, ahora no te irás, ahora vas a oír todo lo que tengo que decirte.

Había fuego y odio en su mirada azul, y más resplandor en las pupilas aún que bajo el sol, más acero en la intensidad que recogía y multiplicaba en el cristal de las gafas los destellos de la luz del mástil para lanzarlos a la negra noche, como señales de seres extra-terrestres, señales de urgencia, de peligro, de ataque.

– Tanto éxito y tanto orgullo y nunca habrías llegado a nada de no haber sido por mí. ¿O es que creíste alguna vez que tú solo lo habías conseguido? -No calló sino que tomó aliento para continuar-. Es a mí a quien envió el contrato Leonardus, no a ti. ¿Habías reparado en ello? No, tú nunca te enteras de nada, siempre vives convencido de que todo te está debido. Te crees el señor de la tierra adorado por sus méritos, por sus éxitos. ¡Desgraciado! -repitió-. ¡Desgraciado!

Envuelta en el temblor blanco de su vestido se había apartado del balcón de proa para apoyarse en el andarivel y levantaba la cabeza hacia Martín, que agarrado con una mano al estay intentaba mantener imperturbable su propio cuerpo castigado por el pasmo y el estupor. ¿De dónde había sacado esa palabra, dónde escondía esa mujer una tal voluntad de ultraje que, como el collar de ámbar, él no había visto jamás?

– No me mueve el deseo de aniquilarte -dijo respondiendo a su asombro-, pero quiero que sepas que nada vas a poder hacer sin mí porque si he logrado convertirte en un hombre rico y famoso también puedo lograr tu ostracismo, que tu nombre, tu rostro y tu obra, desaparezcan en el abismo de un olvido tan contumaz como si ya se hubiera volcado sobre ti el paso del tiempo.

– Vamos a dormir -dijo él como quien habla al que por los efectos del dolor ha perdido momentáneamente el juicio, y repitió, esta vez sin entonación para no irritarla aún más-: Vamos a dormir.

Pero la voz de ella se levantó sobre el taladro del motor:

– ¿No me crees? ¿Crees que miento? No es tan fácil triunfar, nadie lo logra en tan poco tiempo. No lo olvides: me lo debes a mí.

– Si acaso se lo debo a Leonardus -reconoció Martín.

– A mí -insistió ella-. Fue por mí por lo que Leonardus te ofreció volver a España. Por mí, no por ti ni por tus dotes de cineasta, ni por el ridículo corto que constituía tu currículo. Por mí, sólo por mí -repetía aunque apenas podía hablar ya porque a borbotones luchaban por fluir unas lágrimas que contuvo aún en las pupilas con una extraña mueca del labio superior, y allí permanecieron suspendidas como un prisma que aumentara el espesor de los cristales convirtiéndola por un instante en una cegata.

Sin embargo, de pie en la proa parecía haber olvidado sus vértigos y recuperado el aplomo y la estabilidad con que se movía en la Manuela. No se apoyaba ahora, tenía los pies clavados en la cubierta húmeda, y con un movimiento reflejo rescatado del olvido hacía oscilar su cuerpo al ritmo y contramano del Albatros; la cabeza alta y el porte altivo exhibían la rotundidad de la afrenta como un inmenso mascarón que se hubiera desplazado desde la roda de un velero mítico.

– Lo hizo por mí, porque sólo con esta condición acepté ir a Nueva York cuando Carlos presentó la demanda de separación… En ese momento, en el mismo momento que comenzó la frase, se manifestó lo que había sabido desde siempre. No le hizo falta oír la relación exacta de los hechos que ocurrieron y que la llevaron con él, ni necesitaba conocer ahora los detalles. Vio finalmente al marido adoptar su papel, que nada tenía que ver con el que él mismo, y también ella, le habían adjudicado, ella para redondear la grandeza y veracidad de su pasión, él por dejarse llevar una vez más de ella. Y no porque sus palabras le dijeran algo, que nada decían como nada habían dicho aquella primera vez que la oyó hablar sentada a la mesa de su casa de la playa, sino porque el canto de su voz agriada por la hostilidad, como la cantinela de la vieja del paseo, se había vuelto extrañamente más explícito que las palabras y aportaba en sí mismo la solución exacta a las viejas sospechas y conjeturas; escondidas y prensadas dentro de sí mismo se revelaban ahora ante el rencor como las bolas de papel chinas se expanden al contacto con el agua y sólo en ella adquieren su forma cabal y su verdadera dimensión. Y le pareció comprender entonces que el llanto interminable no había sido el llanto de la tristeza ni el de quien no puede luchar contra una pasión que le obliga a tomar decisiones que por fuerza han de herir a otro ser amado, ni el desgarro de haber de decidir entre dos amores igualmente posesivos, ni el de quien se consume de añoranza por los hijos que quedaron al borde del camino, sino el llanto del perdedor, el llanto del que ha cometido un mal cálculo y ha caído en sus propias redes, o trampas, del que ya nunca tendrá reposo ni consuelo porque sabe que no hay vuelta atrás en el error, el llanto que debió verter Adán al ser expulsado del paraíso. No hay más que tomar el autobús en otra parada y a una hora distinta para que cambie el rostro de la ciudad en que vivimos, y ahora desde ese ángulo insospechado apenas reconocía su entorno ni la extraña figura que lo había presidido. De tal modo que se preguntó horrorizado cómo había podido vivir durante años con un ser de cuya mirada no había sido capaz de deslindar la transparencia del engaño, ni la espontaneidad de la cautela o la astucia o la premeditación, sin atreverse jamás a franquear el umbral de la incertidumbre.

– ¿Te sorprende? -decía Andrea con desafío en la voz y en el porte, mucho más firme, más erguido aún, quizá para compensar esa inadvertencia que se le había escurrido en el discurso, y continuó acentuándola más aún-: Fue él quien quiso separarse, claro que sí -y lo dijo a conciencia ahora-: Fue él quien a mi vuelta del primer viaje a Nueva York me acusó de abandono del hogar y de adulterio. No yo, ¿a santo de qué?, fue él quien consiguió las pruebas y se hizo con los documentos que demostraban mi culpabilidad. Y ganó el pleito. Entonces era fácil para un hombre tener las de ganar ante la justicia. Y ahora también -añadió para sí-. Y no porque le importara mi adulterio sino porque era él quien quería irse con otra. -El tono había perdido todo rastro de agresión, y dijo en un susurro-: Se enamoró de una de esas niñas que os sorben el seso a los hombres. -Y entonces sí, bajo la cabeza y su cuerpo perdió la firmeza, vencida ante el agravio que aún ahora, tantos años después, seguía lacerando su ultrajado corazón, pero continuó-: Presentó testigos de todos nuestros encuentros. Abandono de hogar, de esto me acusó, de mal comportamiento, de adulterio. Todo le fue muy fácil, era abogado y estábamos aún bajo las leyes de la Iglesia y la dictadura. Además él ya había pactado con las fuerzas políticas que se preparaban para el relevo. Mira en lo que quedó aquel hombre liberal que tú y yo conocimos. ¿Qué podía hacer yo? -y añadió como si Martín ya no fuera su oponente-: Todos se pusieron de su parte, todos, incluso mis propios padres que aún hoy no me han perdonado.

Se había levantado una brisa suave y se adivinaba en ella una cierta intención de refrescar. El Albatros ronroneaba y avanzaba tranquilo por las aguas oscuras y en el camarote de Leonardus el límpido canto de la diva repetía una y otra vez su lamento.

Andrea se cubrió la boca con una mano como si quisiera contener un sollozo o esconder el rostro, y hacía chocar contra el candelero el vaso que sostenía en la otra.

Martín habló sólo por romper el silencio, por quitar hierro a sus palabras y para que ambos se olvidaran de tanta humillación, porque en realidad no quería haber dicho nada.

– Quizá lo que molestó a Carlos, o a tu familia, ya que eran amigos y tenían intereses comunes, es que cuando creían que todo había terminado entre nosotros fueras a verme a Nueva York.

Andrea se apartó la mano de la cara y le miró con desdén:

– Nadie se sintió ofendido por eso -gritó casi-. Ni siquiera sé si se enteraron. -Y añadió con arrogancia-: Lo que nunca perdonaron es que me fuera con Leonardus.

Una punzada metálica, más penetrante que las angustias ante los exámenes en el instituto de Sigüenza, más dolorosa aún que el vacío ante la muerte de su padre al comprender que ya nunca diría la palabra de reconocimiento y apoyo que él había esperado desde niño, más que las lágrimas en el avión hacia Nueva York, más aún que cuando no fue aceptado su segundo guión en el concurso ni recibió una mención, ni siquiera pudieron devolverle el original porque lo habían perdido y no podían dar razón de él, más que cuándo Andrea le dijo que jamás volvería a tener hijos. Supo entonces que el amor es de naturaleza tan volátil, tan poco definible que está sometido a toda clase de confusiones: todo se disfraza de amor, la envidia, el amor propio, el mismo orgullo, las ansias de triunfar, los celos, la cama, el trabajo, la comodidad y la historia, y el propio amor se confunde consigo mismo, como si escapara o se escurriera y se transformara para que nunca nadie pudiera tenerlo ni manipularlo, como si su misma esencia estuviera en el cambio y todo pudiera ser amor y todo pudiera al mismo tiempo no serlo. Pero fue el sentimiento de un solo instante, un fogonazo, y coincidiendo casi con él murmuró:

– ¡Estúpida!

Se desprendió del estay e inició un paso para volver al camarote no por la escotilla esta vez, sino por el pasamano de estribor. Ella se echó hacia atrás asustada; levantó la mano que aún sostenía el vaso y más por defenderse de una reacción que creyó adivinar que por añadir saña al hostigamiento, y en cualquier caso impulsada sin saberlo por la inercia de la vehemencia que le había conducido a ello, lo lanzó a ciegas contra Martín. Él, quizá atraído por el sesgo del vaso rasgando el aire, o tal vez por verla una última vez antes de sumergirse en el tormento de la decepción y el odio, volvió hacia atrás la cabeza en un giro breve del cuello que quedó truncado por el choque del vaso en la ceja. No se inmutó por el impacto ni por el destino del objeto, que perdido el impulso primero fue a dar de rebote sobre los baos del tambucho, rodó por la cubierta y se sumergió en el murmullo y la tiniebla de la noche. Se llevó la mano a la frente para paliar el golpe y acabó el paso que había iniciado, más largo de lo previsto para no tropezar con la cornamusa. Pero no le dio tiempo a mirar a la mujer. De haberlo hecho habría visto el pánico en su mirada, pánico tal vez al comprender que había sobrepasado el límite a partir del cual ya no era posible el retorno, como el delincuente acorralado que ha disparado indiscriminadamente la munición, convencido de que no ha de acabársele nunca, observa con horror que no le queda una sola bala y se da cuenta demasiado tarde de que esa última salva de disparos no ha hecho sino cambiar la naturaleza de las cosas traspasando el umbral de lo que aún podía controlar y yendo mucho más allá de lo que le habría sido dado modificar, y vencido comprueba que su tiempo ha terminado y ya no hay esperanza del mismo modo que se convierte en dos la cuerda tensada un instante más, o a partir de una repetición la caricia se muda en tormento, o se transforma en odio, resentimiento y dolor el amor que va más allá de su propio límite-. Y habría sido testigo también de que en ese mismo instante chocaba su cintura con el andarivel por la fuerza del retroceso y perdían firmeza los pies, o resbalaban hacia delante por la humedad de la cubierta, y al extender los brazos para intentar agarrarse a un estay o a un obenque se perdían en el vacío sin más utilidad ya que la de desplazar el aplomo del cuerpo y sumarse finalmente al peso de la cabeza. O tal vez lo que se perdió no fue tanto esa concatenación de fuerzas y efectos de sus movimientos cuanto el pavor de su mirada al volverse en busca de un agarradero y encontrar el vacío que había vuelto a cobrar el oscuro abismo del vértigo y su irresistible e inapelable llamada. Y cuando finalmente se quitó la mano de la ceja y terminó en la dirección de Andrea la rotación del cuello, ella ya no estaba.

Ni siquiera cuando mucho más tarde fue capaz de volver a pensar en lo ocurrido logró ese instante despertar otro sentimiento que el de rencor por la ofensa, tan brutal e intencionadamente infligida que no podía ni pudo nunca suplantar el leve escalofrío del Albatros al liberarse del cuerpo de la mujer que tanto había amado, un desenlace sin contenido para una conciencia ultrajada, reconcentrada en sí misma, cerrada al exterior. Un sin sentido.

Y sin embargo un segundo antes ahí estaba, ahí, casi al alcance de la mano, descalza, de pie en la proa, patética en d inútil triunfo de su proclama. Así la había visto por última vez y así seguía viéndola ahora, perdida su corporeidad, transparente como un espíritu, intangible como un sueño. Ahí estaba balanceándose al ritmo del barco cuando había dicho, es Leonardus, siempre ha sido Leonardus, desde que tengo uso de razón, los demás no habéis siquiera existido, sólo amo a Leonardus. Sí, eso había dicho, y de pronto estremecida súbitamente por sus propias palabras, o por ese inútil ¡estúpida!, le había lanzado el objeto y luego había caído o se había tirado -¿había ocurrido así?- plasmando la amenaza que se había mantenido en el aire desde que hablara en la cueva azul. Y paralizado, no de miedo aún sino del despecho y resentimiento que finalmente no sólo se manifestaban sino que se sumaban a otros anteriores nunca reconocidos hasta entonces para ir tomando cuerpo y envergadura como la marea lame cada vez más lejos la arena de la playa, no fue consciente de que el grito se había truncado. Ni siquiera pudo aislar el golpe del cuerpo al caer al agua de los embates del mar contra el costado del barco, ni oír el remolino barrido por el oleaje que abría a su paso el Albatros.

La vuelta a la realidad por la puerta del miedo que sólo se entretiene en minucias vino después. Reparó entonces en que no había nadie en el timón y el barco avanzaba obediente a una orden dada con anterioridad, mientras vislumbró la imagen fugaz del muchacho con los auriculares insinuando torpemente ritmos de islas lejanas. La luz en la cabina central, la coca-cola. Levantó la cabeza sobre la puerta de la escotilla. Sonaba aún la voz de la Callas entre risas sofocadas y ocasionales y ellos seguían jugando y riendo ajenos a la brutalidad que le había escogido a él como protagonista y a ella como víctima. Nadie había oído nada. Ninguna investigación, pensó anticipándose a los acontecimientos aun antes de haber adoptado una determinación que una vez más habría de tomar el tiempo por él, sabría nunca lo ocurrido. No habrá testigos, pensó con una lucidez de acero en la mente, nadie podrá acusarme de lo que no he hecho.

Una bandada de gaviotas silenciosas se alejó en vuelo raso como si alguien hubiera echado basura por la borda, como minúsculas manchas blancas suspendidas sobre el agua, como luces fugaces en el pasmo de la noche.

Pero el miedo disloca e invalida todo propósito, todo plan, toda estrategia y nunca se hace cómplice de aquel a quien atenaza. Martín se dejó caer sobre cubierta con tal excitación en el cuerpo que se reproducía en el temblor de las piernas y le discutía el ritmo al corazón, y en el sofoco en la cara emergiendo del calor opaco que le envolvía. Le dolía la sien y se tocó la ceja: sintió el tacto viscoso y al acercarse la mano a los ojos vio la humedad oscura de una gota de sangre. Habría podido morir, pensó. ¿Morir? Ella va a morir. Volvió a la realidad. Tengo un minuto para pedir auxilio. Tengo que hacerlo. Ahora, ahora mismo. Si no lo hago seré un asesino. Ahora. Ahora. Pero no se movió. Permaneció esperando un desdoblamiento de sí mismo que le incitara a gritar. Un golpe seco se levantó sobre el inicio de Poveri fiori que se repetía por enésima vez: la tapa de la nevera al cerrarse. Luego los golpes en los peldaños de la escalerilla.

Si no grito ahora mismo pidiendo auxilio me convertiré en un asesino, había dicho hacía un instante. Tom volvía a sentarse tras la rueda del timón pero no le llamó. Se ha ido, pensó al comprobar que esa parte de sí mismo se negaba a pedir ayuda, se ha ido sin ruido, sin que nadie se diera cuenta, como se van los ajos vanos.

El sudor le caía por la frente a chorros y tenía el cuerpo helado en contraste con la sangre ardiente que martilleaba las sienes, las muñecas, las piernas, hasta convertirse en un estremecimiento compulsivo que le impedía mantenerse incorporado. Se agarró al palo con una mano y con la otra se secó el sudor que confundido con la humedad descendía por su rostro sin poder detener el temblor que le hacía castañetear los dientes. Buscó con los pies la escotilla porque estaba ciego, yo ciego y ella muerta, pensó, y a tientas metió las piernas y se dejó caer en la litera: el choque de su cuerpo contra el colchón le asustó y oyó entonces el golpe de su cuerpo contra el mar que no había oído y su grito truncado.

Intentó cubrirse con la sábana pero le quemaba en la piel como la lana bajo el sol. Cogió la botella mediada de whisky del estante y bebió un trago largo, y luego otro y otro hasta que la apuró. En la confusión de su pensamiento sin imágenes, sombras indescifrables, palabras oídas o rememoradas se atropellaban y empujaban como la lava de un volcán deslizándose por la ladera del monte. Algo pugnaba por abrirse paso en la memoria que la voluntad había encubierto durante años, vagos indicios, pretextos para extrañas ausencias, viajes jamás suficientemente aclarados con los hijos, silencios sobre ellos, el piso que había recibido de unos padres a los que no volvió a ver… ¿Por quién había sufrido ella, por mí o por él? ¿A quién había sido fiel esa mujer, en quién había confiado? Había mentido a todos y a todo, incluso a sí misma, ocupada únicamente en acomodar los acontecimientos al personaje que había creado, en manipularlos para construir con ellos una historia que ella era la primera en creer. Lo de menos ahora es que fuese cierto lo que había dicho. Por primera vez se dio cuenta de cuan reales pueden ser las intenciones, tanto o más que los hechos que pretenden encubrir o inventar. Porque no puede ser cierto, recapacitó, lo ha dicho sólo para ofenderme. Pero la sospecha no le proporcionó solaz sino que se acrecentó el rencor y el odio por ese ser que se deslizaba y se fundía en su mente y del que sólo quedaba ahora el balbuceo entre lágrimas y el brillo metálico de su mirada azul.

Se levantó y entró en el cuarto de baño. Encendió la luz: apenas reconoció la cara blanca, sudorosa, de calidad marmórea que le miraba desde el espejo. La renuncia, concluyó un segundo antes de vomitar en un solo chorro todo el alcohol que acababa de tragar mezclado con los restos de la cena, no sirve como prueba de amor, no hace más que mermar la propia vitalidad, la fuerza y la energía, y la misma identidad de quien con ello cree haberse elevado a sí mismo a una categoría de ser superior y convertir al otro en deudor de tan elevada gracia para el resto de sus días. Tenía ahora la cara congestionada. ¡Estúpido tú!, gritó al Martín que tenía enfrente: ella ni siquiera renunció a nada, no voluntariamente y menos por ti.

Limpió el lavabo con esmero entreteniéndose en las pequeñas manchas que el vómito había dejado en el suelo y sólo dejó de frotarlo una y otra vez con un trapo que había encontrado bajo el lavabo cuando reparó en que el ruido de la bomba de agua se iba incrementando y tuvo miedo de alertar a los demás. Entonces se enjuagó la cara y las manos y volvió a mirarse. El espejo le devolvió un rostro de piel morena y oscura con una barba de dos días que no se correspondía ni con el afeitado de esa misma tarde, ni con la piel lisa e imberbe que tanto había llamado la atención de Andrea, de grandes ojos oscuros fijos en los suyos con aire interrogante: ¿qué miras?, ¿qué miras, imbécil? No te has enterado de nada, nunca has sospechado nada, eres un idiota Hace años que eres un pelele idiota. Se calló obnubilado por ellos, hipnotizado casi, y así permaneció -como tantas veces en el cénit de las reconciliaciones se había detenido en la mirada vaga de Andrea para licuar en ella el amor y perderse en la estática expresión de sus pupilas- hasta que dejaron de tener significado la cara y el cabello negro y húmedo sobre la frente y en la inmovilidad prolongada se detuvo un instante el pensamiento y el rostro se unió a las sombras sin contenido que le roían la inteligencia. Sólo un instante de alivio.

¿Quién sabía la verdad? Quizá el mundo entero, quizá yo no soy más que un payaso a quien se aplaude para que en su vanidad no se entere de lo que ocurre Y siga haciendo sin saberlo el papel que se le ha adjudicado. Nunca sabremos lo que somos para los demás, repitió una vez más, moriremos sin conocer nuestra imagen oficial, la trama y urdimbre que van tejiendo entre todos hasta cimentar la personalidad con la que andamos y vivimos y llevamos a cuestas sin entender de hecho en qué consiste. Volvió al camarote y se dejó caer en la litera. Alargo la mano y la extendió sobre la sábana. Una cama ancha, extensa como una meseta que a partir de ahora podría recorrer interminablemente sin obstáculos, buscando escollos y hormigueros escondidos, y se dejaba envolver por la extraña placidez que se extendía por su cuerpo como si el vómito le hubiera liberado para siempre de un antiguo lastre. Ya no despertaría con la sensación de otro aliento a su lado, un cuerpo sumergido en su propio abismo dejando solo la carcasa para él, ya no oiría esos ruidos de vida ausente, opacos, conatos de ronquidos como el resoplido de un animal dormido, sin comprender qué había en su interior. Ni tendría que navegar. Odiaba navegar, odiaba su trabajo, se odiaba a si mismo jugando a ser importante, actuando y acumulando como si fuera cierto que construimos para la eternidad.

No oía los embates de las olas contra el casco del Albatros ni se reprodujo otra vez el grito que no oyó ni el choque que por un golpe de mar nunca arrastraría su memoria. Pero le traicionó el olfato porque al darse la vuelta inquieto, el olor de la almohada implantó de nuevo la presencia que creía alejada. Y lloró entonces como lloran desconsoladas las viudas al hombre que las machacó, porque la muerte transforma el cuerpo del ausente, y sin testigos para desmentirla ni enmendarla, inmoviliza para siempre en la memoria del que sobrevive una historia que los redima a ambos, y se convierte entonces la muerte del ser amado en una muerte más muerte que las demás muertes cuando en realidad no es más que la misma muerte de todos y de todo, sólo que en momentos distintos. Pero apartó la imagen que se repetía en la abstracción de un tiempo sin ritmo ni agujas para intentar dejar la mente en blanco. Con todo fue capaz de ver cómo había emergido del agua después de la caída. Al principio debió creer que el Albatros se había detenido y alguien había saltado al agua para salvarla, y casi se habría dejado morir en un intento de agravar la situación para que fuera más obvia y pesada su culpa, cuando debió de darse cuenta de cuan vano era el intento al renacer la calma y alejarse y desvanecerse en la distancia el motor del Albatros devorado por la oscuridad, una sombra entre las sombras siguiendo un rumbo que tampoco podía precisar porque los cristales de las gafas estaban mojados y los ojos le picaban. Debió de comprender entonces que él la iba a dejar morir. Y gritó probablemente, gritó con todas sus fuerzas mientras movía los brazos envuelto el cuerpo en el estupor y la impotencia. Tal vez tardó tanto en comprenderlo como el tiempo que necesitó para acomodarse a la oscuridad. De vez en cuando todavía un golpe perdido que traería el viento o quién sabe si se escurriría por las corrientes ocultas del mar hasta sus piernas y aguzaría los sentidos entre sus propios sollozos y gritos para atinar a descubrir en qué dirección había de pedir auxilio. Hasta que finalmente dejó de oírlo.

Quedó entonces a merced de los espacios vacíos del mundo que existían por sí mismos, sin testigos, estepas interminables a la luz de la luna o a oscuras, ríos de montaña que se precipitaban por los riscos en el silencio de la soledad, abiertas magnitudes de océano ante amaneceres y ocasos, noches y días desde el principio de los siglos sin un ojo humano para dar fe de ellos, igual que ese pedazo de mar que la había acogido hasta que devorara el tiempo su piel y su memoria. Puesto que hemos de morir ya estamos muertos. Quizá en ese instante viera asomar por el horizonte el cuarto de luna como le había sorprendido a él la noche anterior y cobrara la atmósfera una luz tenue y aparecieran las líneas del horizonte azul marino. ¡Oh Dios! ¿Quién conoce el interior de nosotros mismos? Somos núcleos que contienen en potencia todas las posibilidades de desarrollo, toda la gama de comportamientos y de reacciones, todos los dones de la naturaleza igual que todas sus imperfecciones y monstruosidades. Será la eternidad lo que me espera antes de morir. El alba, ¿llegará alguna vez el alba?, o la muerte, ¿cuándo llegará? Me fallarán las fuerzas y beberé agua y me hundiré. Sucede al pensamiento el terror de la absoluta soledad envuelta y aprisionada en el agua negra y viscosa como la de la cueva azul y la bóveda inacabable sobre ella, lejana pero precisa, con el rumor profundo del movimiento del mar reproduciendo hasta el infinito su propio rugido pausado y superpuesto, capas y capas de murmullos, explosiones de minúsculas olas que mueren en sí mismas incorporando al movimiento global su propio bramido disuelto en ese otro sordo, lejano y cercano a la vez, de concha marina gigantesca. Y el abismo bajo el agua, más hondo que el del vacío, más hondo aún y más impenetrable, oscuro, compacto, repleto de vida, seres con vista y sentido que luchan y pululan, se mueven o descansan. Universos enteros bajo sus pies descalzos, la planta blanca frente a la opacidad y la uniformidad del color de la vida -las verán y correrán a morderlas como se muerden y se comen unos a otros para sobrevivir, o ¿esperarán a que su carne tenga la calidad de la muerte y se abalanzarán sobre ella sólo cuando llegue el final?-. Tendrá miedo y vértigo sin necesidad de asomarse a la sima. Vomitará como yo he vomitado y beberá agua. Los labios se pondrán morados y también los brazos y las piernas, blancas las plantas y las palmas y las uñas, como el rostro y los dientes transparentes. Y los calambres se antepondrán al pensamiento. ¿Qué fracción de la vida se recuerda antes de morir? No rememorará nada porque no aceptará que va a morir, no querrá morir. No sabrá que ha llegado el último momento cuando eche de menos tal vez el saxo del muchacho en la terracita de Nueva York, igual que cuando llegó a Nueva York echaba de menos los ruidos de su piso de Barcelona, de su casa de Cadaqués, los ecos de las voces de los niños, ¿añorará ahora lo que tendría que haber sido su vida, nostalgia de un futuro que ya no ha de vivir, o nostalgia de lo perdido, de los amigos que pasan, como pasan las sorpresas y los recuerdos se desvanecen suplantados por otros más recientes o más antiguos? O aparecerá ahora como una última acusación el rostro de pavor borroso de lluvia a la luz de los faros del hombre con los brazos levantados en un gesto de rendición, de súplica, de desesperación en el umbral de la agresividad, calado hasta los huesos, mientras ella desde la mullida confortabilidad del interior del coche se desviaba evitándole, olvidándole, y continuaba su camino mirando fijamente la lluvia contra la carretera y oía el tintineo sobre la plancha del techo para escapar a la visión de ese rostro pidiendo ayuda y olvidarlo con tal convicción que ni quiso hablar de ello entonces ni nunca, ni probablemente volvió a recordarlo hasta ahora en el último instante cuando asoman, dicen, las más recónditas atriciones de la vida. Y después morirá engullida por el mar, comida por los peces, sin más. Morirá y será como si nunca hubiera vivido. ¿Qué quedará de la mujer que pretendió ser y que quizá llegó a ser en algún momento? ¿De aquella chica que corría ante la policía en la universidad? ¿De la mujer que entraba con paso firme en los locales atestados de gente? ¿De la embustera, la alcohólica, la amorosa Andrea de la profundidad de la cama? Allí está en el centro del universo a oscuras, sumergida en el último peldaño de la escala de la indignidad, víctima del odio o del despecho o quizá de la cobardía y la venganza, muerta casi, asesinada. Habrá gentes que mueran en el mismo momento que ella, de hambre, de un disparo, de frío, que agonizan todos a la vez y no por ello logran escapar a la soledad. ¿Qué más dará dentro de cien años cómo haya muerto, ni siquiera dentro de cincuenta, qué importará que haya muerto ahora o dentro de ciento veinte años o hace diez años, que haya muerto de muerte natural o asesinada voluntariamente o involuntariamente una noche de septiembre? ¿Y qué importa ahora que hubiera ido a Nueva York con él? ¿A quién interesan los motivos? ¿Qué inventó para que nadie supiera lo que había ocurrido, para reconvertir la situación? Únicamente la pasión podía redimirla. Él era esa pasión, él era la justificación de su torpeza. Había acudido a él y no a otro porque tenía la mitad del camino recorrido, a él cuya juventud y talante le iban a permitir mangonearlo a su antojo. ¿Había sido idea de Leonardus que así tenía la solución perfecta de la que tantas veces había hablado? ¿Qué hizo Leonardus en esos dos años? ¿A qué esperaba? ¿Por qué no se fue con él entonces? No me fui con él porque él no quiso. La situación ha cambiado para ti, dijo, no para mí. No sirvo para estar siempre con una mujer, con una sola mujer, no haría sino echar de menos a todas las demás, elegir es renunciar. Pero fue el único que me ayudó. Leonardus no podía ofrecerme lo que yo quería, no sabía, era incapaz. Tardó dos años, dos largos años, pero me llamó otra vez. Leonardus al llegar a casa tantas tardes sirviéndose el whisky aguado. Leonardus con ellos al teatro, Leonardus en los viajes, Leonardus el amigo inseparable, el viejo tío protector al que se le cuentan las inmitigables penas de la juventud para las que siempre tiene por lo menos un consejo y el recurso del dinero. Leonardus llamándole desde el Ritz donde vivía para concertar con él una partida de billar en el Velódromo mientras Andrea encadenaba fiestas y cenas. Leonardus que delegaba siempre en sus extraños y sumisos subordinados las peticiones o quejas de trabajo, Leonardus tan mayor y tan importante, nunca visto como un rival, sólo un amigo de la madre y un socio del padre. ¿Un amigo? ¿Por qué a partir de entonces Andrea nunca volvió a ver a su madre ni a su padre? ¿Qué escondían esas rupturas? Y esos viajes en los que desaparecía unos días y a los que nunca le dejó ir -no quiero cargarte con mis hijos, apenas les conoces.

Ni siquiera podía atribuir al amor sus constantes, crecientes e irracionales ataques de celos. ¡De qué extraños artificios construye una persona sus reductos! Se abre paso en el pensamiento el río de odio: muerta. Y sin reconocerse a sí mismo en ese marasmo de ruindad, muerta, está muerta, repitió. Los fracasos nos despojan de nuestra propia historia, se llevan consigo los vanos esfuerzos, las horas inútiles de insomnio, las esperanzas que alumbraron tantas vigilias.

Extenuado pero lúcido miró el reloj convencido de que estaría a punto de amanecer, y como el que se ha dormido y despierta una hora más tarde completamente desvelado y se da cuenta de que le queda toda la noche por delante comprobó con horror que apenas había transcurrido una hora y comprendió que la agonía no había hecho más que comenzar.

Y como si con ello pudiera acelerar la hecatombe para que dejara de torturarle su espera, se sentó en la litera, encendió un cigarrillo y permaneció a oscuras atento a los ruidos del exterior que habían de dejar al descubierto su nueva condición.

Oyó los pasos en cubierta sobre su camarote. Debía de ser la hora del cambio de guardia, el turno de Tom habría terminado y Leonardus, que había de sustituirle, estaría haciendo la ronda antes de ponerse al timón. Los pasos se precipitaron. Voces. Pasos más rápidos. Los oyó bajar las escaleras de la cabina principal, debían de pasar ante las neveras, ahora estarían frente a su puerta. Ahora.

Un golpe violento atronó el camarote.

– ¡Andrea! ¡Martín! ¡Martín! ¿Está Andrea contigo?

– No -respondió sin entonación porque no sabía cuál había de ser su actitud ni había preparado estrategia ninguna.

– ¿Está Andrea, te pregunto? Contesta, carajo. Abre la puerta.

Se levantó tambaleándose y abrió.

Leonardus frente a él, con un pedazo de tela blanca desgarrada en la mano y una sandalia en la otra tenía todavía ojos de sueño, henchidos de furia y de terror, y su inmenso cuerpo temblaba. Detrás de él, Tom con los auriculares colgados del cuello le miraba fijamente. Martín no dijo nada.

Leonardus le agarró por los hombros desnudos.

– ¿Dónde está Andrea? -chilló-. ¿Dónde está?

Martín le sostuvo la mirada.

– No sé -dijo.

– ¡Imbécil! ¡Ha caído al agua y tú sin enterarte! Imbécil, eres un verdadero imbécil. -Y le zarandeó con tal ira que le golpeó la cabeza contra una cuaderna. Martín se frotó con la mano el lugar donde se había golpeado, pero no se movió. Tom había desaparecido y súbitamente el barco viró en redondo, Leonardus, que se dio cuenta, ya iba a salir cuando se volvió de súbito y se encontraron sus miradas otra vez. Ninguno de los dos la desvió, conscientes ambos de la impotencia del otro en descubrir algo más que una mera conjetura. Al fin Leonardus, apremiado por el motor que recogía ahora la urgencia haciendo crujir las maderas, rodar las cajas en los anaqueles, tintinear los vasos y los platos, de un empujón le echó sobre la cama.

– Imbécil -chilló-, no te enteras de nada. -Y salió.

Martín se incorporó y permaneció sentado en la cama contrarrestando el creciente balanceo del Albatros con el movimiento de su propio cuerpo. Si estuviera de pie sin agarrarme ya me habría caído, pensó, atento sólo al contrarritmo y a la milimétrica simultaneidad invertida del vaivén del barco.

Al poco rato volvió Leonardus:

– ¿Subiste a cubierta con ella?

– Sí.

– ¿Qué hora era?

– No sé, cuando nos fuimos a dormir. -Se acordaba bien de que eran las diez, pero por un oscuro sentimiento de defensa no lo dijo.

– ¿Y cuando volviste, ella se quedó en cubierta?

– Sí.

– ¿Por dónde entraste en el camarote? Yo no oí la puerta.

– Por donde había salido, por la escotilla.

– ¿Había música en mi camarote aún?

– Sí.

– ¿Qué hora era? Tengo que saberlo.

– Fue al cabo de media hora, una hora quizá.

– Y después ya no oíste nada.

– No.

– ¿Te dormiste?

– Sí.

Leonardus, solazado por tener la mente ocupada en contar horas y distancias, comenzó a calcular para sí:

– Zarpamos a las nueve, nos fuimos a dormir a las diez, pongamos que este imbécil volviera a las once. Son más de las tres. Cuatro horas a nueve nudos, entre treinta y seis y cuarenta millas. Nuestra velocidad máxima es de quince nudos. ¡Dos horas! -Se fue chillando-: ¡Dos horas y media, Tom, son dos horas y media a toda máquina!

Chiqui había salido de su camarote y lloraba en un rincón de la cabina como una niña pequeña asustada que no comprende lo que ocurre. Se había cubierto con una sábana y repetía oh santo Dios qué desgracia Andrea pobre Andrea con voz monótona.

Leonardus, que había subido a cubierta para decidir con Tom el rumbo a tomar, bajó las escalerillas otra vez, encendió la luz del ángulo opuesto de la cabina y comenzó a manipular la radio. Casi no alcanzaba a ponerla en funcionamiento. Salieron en antena voces en griego y turco superponiéndose y ruidos intermitentes que las borraban y volvían a aparecer. Se había pillado un dedo y los juramentos se oían sobre los rasguños de las sintonías agrietadas y lejanas y las frases entrecortadas en idiomas desconocidos, hasta que logró conectar con una emisora que a su vez le conectó con la policía.

– ¡No oigo nada! ¡Calla!, y deja de lloriquear -bramó dirigiéndose a Chiqui-. Problemas, eso es lo que sois, problemas. ¡Calla te digo!

Asustada, Chiqui volvió sollozando a su camarote y cerró la puerta.

Dos horas efectivamente estuvieron para deshacer la derrota. Y durante la mitad de ese tiempo Martín permaneció sentado en su cama sumido en su propio movimiento. El contrarritmo había adquirido autonomía y no hacía más que mover el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, con una cadencia precisa, regular, uniforme, independiente ahora del balanceo del Albatros. La puerta había quedado abierta y batía a merced de sí misma, gemían los goznes por falta de aceite y chocaba el tirador con la pared de madera.

– ¡Cierra la puerta o ábrela o fíjala, pero que deje de golpear! -chilló Leonardus, que se debatía aún en la radio intentando acabar una conversación que mil interferencias habían interrumpido-. ¡Hostia de Dios!

El mar debía de haberse rizado ahora o había entrado el viento. De pronto Martín, en la reclusión de aquella monotonía pendular, se dio cuenta de que tenía las manos y los pies helados. Pero aun así no se detuvo.

Leonardus había sacado del pañol de popa dos linternas que no funcionaban y llevado del desespero se dedicó a buscar pilas vaciando los cajones en el suelo y despanzurrando el fondo de las gavetas. Hacia las tres Tom preparó café dando saltos del timón a la cocina y luego sin dejar de beber se puso su chaqueta amarilla porque hacía frío. Ahora había mar más gruesa y Martín sintió vahídos. Entonces se puso un jersey y salió a cubierta. El cielo estaba estrellado pero la noche era tan oscura que era difícil saber dónde terminaban las estrellas y dónde comenzaban las escasas luces de la costa lejana.

Cuando al cabo del tiempo intentara reconstruir esas horas sólo aparecerían detalles concretos y tangibles, como la humedad viscosa de la cubierta, los juramentos de Leonardus, el estampido de las linternas inservibles y las pilas herrumbrosas contra la pared y esa sensación de frío mezclada con el aroma de café y la llantina de Chiqui y el cielo estrellado y la tajada de luna que había subido desde el horizonte incapaz de iluminar la tiniebla, como la de ayer cuando no había ocurrido aún lo irremediable. Recordaba la cara de Tom, despejada la frente por el viento que iba aumentando, y la expresión de Leonardus cada vez que caía en la cuenta de que todo eran intentos vanos y perdía la esperanza y se dejaba caer en el banco apoyados los codos en las rodillas y sosteniéndose la cara entre las manos, él, el avaricioso poseedor de mundos ignotos.

Serían casi las cuatro y media cuando Leonardus dijo que ya navegaban por la zona donde con ayuda del sextante y el compás calculaba que se había producido la caída, pero Tom -como el beduino camina por el desierto interpretando sin necesidad de mapas ni brújulas signos inexistentes para el viajero, quién sabe si piedras, o dunas, o el perfil ondulante del horizonte o un asomo de quebrada que dibuja el golpe de luz- no atendía a las órdenes que le daba y seguía el rumbo estimado sin reducir la velocidad, y seguro de que no había llegado aún el momento, dirigía el Albatros sin titubeos hacia su destino.

Sí había de recordar, sin embargo, el grito que atronó el cielo cuando más tarde, no podía precisar cuánto tiempo había transcurrido, Chiqui, que había subido silenciosamente a cubierta vestida ahora y abrigada y desde la popa escrutaba ella también el agua oscura, se acercó a Leonardus y le puso la mano en la cabeza.

– ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Largo de aquí! Déjame en paz. Y tú sigue, sigue dando vueltas -espetó a Tom que probablemente coincidiendo con esa explosión de ira había puesto el motor al ralentí-. Sigue. A toda velocidad.

– Es mejor que ahora vayamos despacio -dijo Tom levantando la voz por primera vez para hacerse oír sobre el rugido de las olas-. No tenemos más luces que éstas -señaló la de la cruceta y la de tope- y podríamos caer sobre ella sin verla.

– No la encontraremos, es imposible -dijo entonces Leonardus-, es imposible. -Y volvió a bajar la escalera gritando-: Esos cretinos de policías, con el pretexto los griegos de que estamos en aguas turcas y los turcos de que vamos a pasar a aguas griegas, ni se acercan.

Mientras, la radio lanzaba al aire arañazos y palabras sin sentido.

Le dolían los ojos, forzados durante horas por penetrar la oscuridad, salvar la distancia con el aliento contenido y descifrar sombras de reflejos para descubrir en ellos un cuerpo extraño. ¡Cuántas veces sin cesar de dar amplias vueltas, perdido incluso el sentido de la orientación, creyeron ver en la lejanía una mancha más oscura que las sombras cambiantes de una ola sobre otra! ¡Cuántas veces corrigieron el rumbo impelidos por una esperanza que se deshacía como las crestas en los senos de las olas dejándoles en el vacío!

El mar se había encrespado. El Albatros, reducida ahora la velocidad, cabeceaba impulsado por una corriente de fondo que se iba incrementando sin que se cubriera el cielo, como si un temporal lejano hubiera lanzado contra ellos los vientos y llevaran la delantera los que se desplazaban ocultos en el fondo del mar. La luna había llegado a su punto más alto. Debían de ser casi las cinco menos cuarto, tal vez las cinco, pero era de noche aún. Cesaron los ruidos de la radio y Leonardus volvió a cubierta, se sentó en el banco, hizo un gesto y llamó con voz queda que ella no podía oír: «Chiqui, ven, ven». Sin embargo se acercó y se sentó a su lado. Leonardus abrió los brazos y los cerró sobre ella envolviéndola en su inmenso cuerpo, apoyó la cabeza en sus cabellos y estalló en sollozos.