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«Can the transports of first love be calmed, checked, turned to a cold suspicion of the future by grave quotation from a work on Political Economy? I ask -is it conceivable? Is it possible? Would it be right? With my feet on the very shores of the sea and about to embrace my blue-eyed dream, what could a good-natured warning as to spoiling one's life mean to my youthful passion?»
Joseph Conrad, A personal record
La isla no tenía ningún atractivo especial como no fuera la gran mole de piedra roja que acumulaba el sol desde el amanecer. Por el este se abatía en picado sobre el puerto y por el oeste descendía menos abruptamente hasta formar un valle pedregoso y árido. Desde lejos se destacaba altiva como un vigía, como un faro natural amparando las breves laderas cubiertas de matorral reseco y espinoso.
La mayor parte de la superficie y del litoral era tan rocosa que al cabo de los años, cuando ya no quedara rincón alguno del Mediterráneo sin explorar, sólo una pequeña playa de marga habría de salvar a sus escasos y derrotados habitantes del ostracismo turístico. Sin embargo era de difícil acceso porque no podía llegarse a ella más que por un estrecho camino que trepaba entre ruinas desde el muelle sur, descendía de nuevo y se borraba a veces, o burlaba al caminante y le llevaba por veredas sin retorno entre construcciones medio derruidas, sin techo, de ojos vacíos y suelos rellenos de cascotes, de cuyas ocultas entrañas brotaba a veces, solitaria y torturada, una higuera. Al retomar el camino, o lo que el desuso había dejado de él ya podía verse a lo lejos el agua clara y los bajos fondos plagados de erizos, pero antes de llegar se desparramaba sin remedio en un terreno de marismas y una breve playa tosca, de arena roja y ardiente donde nacían yerbajos y matojos y se amontonaban los detritus.
Exceptuando el puerto era la única salida al mar. En el resto de la costa no había más que rocas que se precipitaban en riscos sobre el agua, paredes de escollos donde batían sin descanso las olas aun con el mar en calma, tan verticales que al filo de mediodía el perímetro completo de la costa quedaba rodeado de un exiguo cinturón de sombra, un relieve sobre el azul opaco, aplastado por la luz, que luchaba por mantener una ínfima zona de frescor frente a la mole rocosa.
Después de que los bombardeos de los primeros años de la segunda guerra mundial la hubieron despojado de sus barcos y de sus bienes, de sus casas y de sus iglesias, la existencia de aquel pedazo de tierra olvidado parecía no tener otra razón de ser que la de secarse y resecarse hasta perder el color.
El atractivo que más éxito habría de tener cuando finalmente fuera invadida por las hordas destructoras del turismo era la cueva azul cuyas excelencias, junto a su historia desfigurada, cantarían y multiplicarían las guías y los folletos. A quien no conociera palmo a palmo los arabescos del litoral le habría sido muy difícil descubrirla. Tenía la entrada casi al nivel del mar y bastaba que se rizaran un poco las olas para que la misma altura que les daba la corriente cerrara la entrada a golpes de espuma y estruendo. Pero para los pocos nativos que quedaban en el lugar no había confusión posible. Incluso los días en que el levante azotaba las rocas con ira descontrolada, sabían cómo aprovechar la resaca de un embate para, a golpes de remo y con buen cuidado en mantener la cabeza gacha casi a la altura de las chamuceras, deslizar con una sacudida precisa la barca dentro de la caverna. Una vez en el interior, el agua se volvía viscosa, oscura, inmóvil. El ámbito mantenía una temperatura fría, de un frío compacto que no calaba, que permanecía como un apósito en la superficie de la piel y transformaba el bramido del mar exterior en un eco sordo de concha marina gigantesca, en un sonido aterciopelado, envolvente que cerraba el espacio con mayor contundencia aún que las mismas rocas que lo componían. La bóveda sólo podía verse con la ayuda de una linterna y sus paredes lisas, sudadas y rezumadas, de un azul intenso y oscuro, irisado por la refracción del haz de luz que se concentraba en la monumental arista horizontal de la entrada, nada tenían que ver con el aspecto áspero, escabroso, rojizo que mostraba su otra cara bajo el sol.
Poco más había en ella: el pequeño café con sus tres mesas desvencijadas bajo las moreras de hojas carcomidas en la esquina de la plazoleta que se abría en el centro del puerto, la hilera de casitas de construcción reciente a ambos lados, con la carpintería pintada de azul pálido a imagen de las que arrasaran los bombardeos, el antiguo mercado todavía con algunas columnas de mármol en pie y sus mostradores, la vieja central eléctrica y el generador elemental del muelle norte que daba luz a las bombillas de las escasas farolas de las ribas, y del otro lado, más allá de la playa de bajos fondos y erizos, una cantera que se había utilizado por última vez hacía años para reconstruir la iglesia ortodoxa cuyas dependencias habían ido extendiendo durante siglos, columnas, cornisas y cimborrios tan agarrados a la base de la roca principal que habían acabado confundiéndose con ella poco antes de quedar despanzurrados por las bombas. En el cabo que por el sur cerraba la bocana del puerto se había construido hacía pocos años una mezquita y se había urbanizado una pequeña plazoleta en el mismo muelle que en invierno el viento del noroeste se cuidaba de limpiar a embestidas.
Eso era todo lo que podía verse desde el mar, porque el puerto avasallado por la roca roja, de cuya arista colgaban aún vestigios cobrizos del castillo que le dio el nombre, no admitía más de tres o cuatro desordenadas hileras de callejas oscuras y apenas recompuestas. Y a mediodía, con la reverberación del sol que la inmensa mole había acumulado durante su historia milenaria sobre las ribas y el mar enclaustrado de la bahía, la intensidad del calor se convertía en plomo. Y se deslizaban furtivos los dos escasos centenares de personas que quedaban en el pueblo, envejecidos y anquilosados, y permanecían en las sombras de sus ruinas o se desplazaban con cautela abrumados por la confusión y el miedo, como si hubieran sobrepasado el umbral a partir del cual ya no fuera posible el retorno, como se convierte en dos la cuerda tensada un instante más o a partir de una repetición la caricia se muda en tormento, o se transforma en odio, resentimiento y dolor el amor que va más allá de su propio límite.
Sin embargo ninguno de ellos había oído hablar de esa isla. Ni jamás habrían conocido el letargo de sus orillas calcinadas ni la historia -o el sortilegio, ¿quién podía saberlo?- que escondían sus ruinas sin aristas, de no haber sido por una inoportuna avería del motor. Quizás Leonardus habría reparado en ella al consultar la carta o tal vez en la ruta hacia Antalya la habrían visto a lo lejos como una sombra más cuyo perfil se transformaría al alba en una fortaleza rosada ocultando sus secretos.
Habían pasado la noche anterior fondeados en una cala cerrada por rocas oscuras a la que llegaron al atardecer sorteando un corredor de islotes espaciados y escalonados ante la costa que la resguardaban de vientos y corrientes. Cenaron una vez más protegidos del relente bajo el toldo y dejaron correr las horas con la seguridad de que ya nada iba a estropear ese viaje que tocaba a su fin. Martín Ures había aceptado la renovación de su contrato con una de las productoras de Leonardus por otros seis años -tres películas y seis nuevas series de televisión-; Andrea parecía haber recuperado un poco el color y quizá una sombra de la alegría que tuvieron alguna vez sus grandes ojos azules, y Chiqui pese a ser mucho más joven que todos ellos juraba a carcajadas que se había divertido como nunca. No había habido tensiones, ni peleas, ni accidentes, el tiempo había sido bueno y podían irse a casa en paz.
Tom, el chico danés que Leonardus había contratado ese verano, se levantó poco después del amanecer. El cabello largo, rubio y lacio le caía sobre la frente hasta cubrirle los ojos, pero sin tomarse la molestia de apartarlo con la mano salió del camarote de popa dejando tras de sí el caótico desorden de sábanas, almohadas, casetes y camisetas que le había acompañado desde que iniciaron el viaje diez días antes, se pasó por la cabeza un ancho jersey de punto, saltó al chinchorro amarrado al chigre de escota, soltó el nudo y agarrando el cabo de popa con las manos en alto lo hizo deslizar sobre el cristal gris del agua hasta la roca donde lo había amarrado la noche anterior.
Ni el suave balanceo del Albatros al liberarse por la popa ni al poco rato el martilleo metálico al levar el ancla, despertaron a Martín Ures ni a Andrea, que dormía a su lado. Pero cuando la cadena quedó estibada en la roda como la serpiente en la oquedad de la pedriza y se hizo de nuevo el silencio, abrió los ojos con cautela, temeroso incluso de la lechosa luz del alba. Luego se incorporó y miró a su alrededor buscando lo que le había despertado. Recogió del suelo una botella vacía de whisky que rodaba con el vaivén del barco, miró a su mujer y con la pesadez y lentitud de la resaca estuvo unos minutos pendiente de su respiración uniforme y acompasada que emitía un silbido profundo como el lamento de un animal. Tenía la cabeza echada hacia atrás y la mano extendida hasta chocar con las cuadernas en un gesto de descuido involuntario, y la sábana que le envolvía una pierna había adquirido con el sueño la textura de un lienzo. Los párpados semientornados escondían apenas las pupilas azules y le daban un aire todavía más ausente que el sueño profundo. Habría dormido inquieta, porque estaba cruzada en la litera y él quizá se habría despertado al sentirse arrinconado contra la madera. El camarote era pequeño y seguía la forma de la amura estrechándose hacia la proa. Fue a poner la mano sobre el muslo pero se detuvo. Hacía calor y a cada inspiración Andrea repetía ese mismo ruido cascado.
«Ronca -pensó Martín concentrándose en el silbido, la vista opaca y la mente confusa-, ronca y dice que no ronca.»
Después inmovilizó la mirada en el vaho del ojo de buey cuya cortina semientornada descorrió con sumo cuidado para evitar el ruido y los gestos bruscos. Y, perdida toda esperanza de volver a dormir, se puso en pie sobre la cama y sacó la cabeza por la escotilla.
El motor se había puesto en marcha y el Albatros tras un breve titubeo acertó el rumbo y comenzó a deslizarse por el fresco del amanecer abriendo las aguas mansas, brillantes, vírgenes de viento, al tiempo que las explosiones del motor partían el silencio, y el susurro de la espuma huía del casco y se deshacía en la estela. Sorteó los islotes y dejó atrás los telones oscuros de la cordillera, y cuando finalmente salió a mar abierto el sol inmenso y rojo apareció en el cielo e inundó de luz el aire con tal contundencia que dejó el paisaje brumoso y sin color.
Tom, con los auriculares puestos, sostenía con una mano la lata de coca-cola y hacía oscilar con la otra la rueda del timón para mantener el rumbo, fijos en un punto del horizonte los ojos cubiertos, casi por el pelo rubio, blanco, lacio, que la sal y el sol habían convertido en estopa.
Casi siempre habían navegado a motor. Porque aunque Leonardus se vanagloriaba de ser un hombre de mar, cuando llegaba el momento de izar las velas daba órdenes confusas, se atolondraba y acababa exigiendo que Tom las arriara, por prudencia hasta que las condiciones fueran favorables, decía. Era un hombre corpulento que ni los años ni el aguado whisky que bebía a todas horas habían privado de la agilidad que debía de tener cuando era joven y se buscaba la vida en el puerto de Sidón. Le gustaba hablar de los tiempos de su juventud y para otorgar a sus palabras la mayor credibilidad posible adquiría al hacerlo un porte mayestático y el tono reposado de la voz de los ancianos., mientras rizaba sin parar con dos dedos el extremo de su poblado mostacho negro. Se entretenía en detalles minucioso.» sobre la humildad de su vivienda, la cantidad de hermanos que compartían el mismo lecho, las triquiñuelas diarias para llegar a casa con algunas monedas, pero exceptuando que había llegado a Nápoles escondido entre las maderas y los sacos de pistachos de un carguero chipriota, nadie supo jamás cómo aquel muchacho escuálido que conocía los rincones más ocultos de todos los puertos del Levante se había convertido veinte años después en el magnate internacional, como le gustaba llamarse a sí mismo, influyente y poderoso en todos los canales de distribución y producción de programas de televisión, de cine y de vídeo -el mundo de la imagen, repetía él a voces distorsionando las palabras- que Martín había conocido en casa de Andrea años atrás. Se decía de él que era astuto y hábil, capaz de traicionar a su mejor amigo sin que se enterara; que con esos ojos pequeños, oscuros y penetrantes podía conocer las más recónditas intenciones de sus oponentes y en una negociación llevarles la delantera con una maniobra rápida y taimada. Se decía también que hablaba a la perfección infinidad de idiomas y los chapurreaba y mezclaba deliberadamente para que los demás hablaran sin temor a ser comprendidos, que mantenía a mujeres e hijos esparcidos por el planeta, que disponía de aviones particulares y sin embargo no los utilizaba más que cuando viajaba solo, que el cine y la televisión no eran sino coberturas que escondían su verdadera condición de hombre de negocios que controla zonas oculta de los poderes del mundo. Tenía fama de bordear siempre el peligro, saber hacerse indispensable por los resortes que conocía y manejaba y porque sin sucumbir jamás al cotilleo o a la confidencia parecía informado de cualquier minucia que ocurriera en el ambiente más recóndito. Y además, se decía, cuando las cosas no le iban bien, era un experto en caer de pie. Saltaba siempre de una ciudad a otra de un hotel a otro con una mujer al lado, nunca la misma, y aunque se sabía que tenía una familia que vivía en Pérgamo a la que visitaba muy de tarde en tarde, nadie la había visto jamás ni siquiera se conocía el número de miembros que la componían y Martín estaba convencido de que, real o no, servía a sus intereses porque, como el propio Leonardus gustaba de repetir, siempre hay una solución para todo, una solución perfecta que hay que saber encontrar o en su defecto, inventar.
Y estaba tan poco habituado a recibir órdenes y consejos que, cuando le ordenaba una maniobra fallida, apenas podía soportar el silencio de Tom, más admonitorio que las protestas y las voces. Intentó navegar a vela el primer día, quizá también el segundo, pero después, exceptuando algunos atardeceres plácidos cuando entraba la brisa de tierra y tenían el viento de popa, siempre habían ido a motor. En aquellas raras ocasiones Tom le cedía la rueda del timón, iba a sentarse a horcajadas sobre el bauprés y bebía una coca-cola tras otra mientras llenaba el silencio del mar con la música de sus auriculares.
¡Lo importante no es vivir, lo importante es navegar!, bramaba Leonardus llevado de la euforia cuando las velas cogían todo el trapo y navegaban de bolina Y repetía a gritos: ¡Navegar! ¡Navegar! Atraía a su lado entonces a Chiqui y con la mano que le dejaba libre la rueda del timón recorría su cuerpo a conciencia para que el placer de la navegación fuera completo.
Aquel último amanecer surcaba el Albatros el agua quieta apenas rizada por la brisa que se levantaba con el día. Y así habían decidido navegar hasta llegar a Antalya al caer la tarde. Las previsiones del tiempo eran buenas y todo parecía estar en orden.
Una vez en puerto dormirían hasta el alba, a las cinco de la mañana iría a buscarles un coche que en unas pocas horas desandaría por las curvas encadenadas de la costa el camino que habían hecho por mar en aquellos días y les dejaría en el aeropuerto a las diez de la mañana para volar a Estambul. Leonardus saldría para Londres al cabo de media hora. Los demás contaban estar en Barcelona al anochecer.
Martín miró el mar sin verlo, entornando los ojos para que no le cegara el reflejo, la reverberación de cristal que había dejado el paisaje blanco de luz opaca. De un lado el mar abierto, del otro los telones de montañas tras los cuales se extendía ensoñada aún la Capadocia. Unas horas más y el viaje habría terminado.
– Un día glorious, uno más -dijo Leonardus asomando la cabeza por la escotilla del otro camarote de proa.
– ¿Duerme? -preguntó Martín señalando con un gesto de la cabeza el fondo del camarote.
– Duerme -afirmó Leonardus con la cabeza-. Siempre duerme. Pero es una preciosidad, ¿no?
Sí, era cierto, Chiqui era una preciosidad. Aunque no podría recordar las veces que le había conminado a reconocerlo desde que se encontraron en el aeropuerto de Barcelona.
– ¿De dónde la has sacado? -le había preguntado Andrea entonces en un momento en que la chica había ido al quiosco de periódicos.
– ¿No es una preciosidad? -preguntó Leonardus sin responder y miraba extasiado cómo se abría paso altiva y distante entre la multitud de viajeros y maletas. Se había acercado ya al mostrador y con la misma indiferencia, atusándose el plumero de cabellos que llevaba casi sobre la frente que la elevaba por lo menos diez centímetros más sobre el suelo, compró los paquetes de chicles que no había de dejar de mascar en todo el viaje.
Es cierto, era una preciosidad: tenía las piernas largas y morenas y piel de melocotón en el cuello y en los brazos. Excepto el plumero recogido en un elástico de flores doradas, el pelo suelto, rizado y rubio le llegaba hasta la cintura, y todo en ella tenía un leve punto de vulgaridad que la hacía aún más atractiva. Vulgaridad en algún gesto descoyuntado, tal vez un tanto desgarrado, o en la voz sin modular que mantenía un tono alto, monótono y con un deje gangoso, o quizás esos estribillos que repetía a cada rato para jalonar las frases de su vocabulario elemental. O la risa tosca también y estruendosa, sin motivo, que mostraba la hilera de dientes escandalosamente blancos y perfectamente colocados.
Andrea la había mirado sonriendo con una cierta condescendencia dedicada tal vez más a Leonardus, pero había también en su mirada borrosa, Martín se dio cuenta enseguida, una casi imperceptible sombra de displicencia. Ella jamás se habría atrevido a llevar botines de cuero negro sin medias en pleno verano, ni ese bolso desfondado de colorines que le colgaba del hombro hasta más abajo de la rodilla. O quizá el ceño ligeramente fruncido escondiera una cierta inquietud, el desasosiego de haber de competir casi desnuda durante más de una semana con una mujer, casi con una niña, veinte años más joven que ella.
Chiqui reía siempre porque sí o por llenar un silencio que confundía con el aburrimiento. Y cuando más tarde en el avión la oía desde el asiento de atrás, Martín con los ojos cerrados para no tener que hablar con nadie, atendió en el fondo de la memoria a las carcajadas de cristal, cantarinas, límpidas, matizadas, radiantes, de Andrea cuando la conoció, un reclamo al que él no se negaba jamás, un rastro para encontrarla en reuniones multitudinarias, en los entreactos de los conciertos, en las presentaciones de libros, en los vernissages -eran las épocas de sus amores clandestinos-, preparadísimos encuentros casuales en lugares públicos de la ciudad a la que él había llegado unos meses antes, donde se deslizaba con invitaciones que ella le proporcionaba, ella, una inteligente, desenvuelta y atractiva criatura de aquel mundo de profesionales e intelectuales que había tomado forma y consistencia al tiempo que se desvanecían los años de la posguerra.
Tú vienes de las tinieblas, le decía ella entonces, riendo siempre.
Hacia las nueve Leonardus abrió la puerta y se instaló en el camarote central para ordenar y guardar las cartas y los mapas. Martín se tumbó otra vez en la litera y procuró dormir pero sólo logró dejarse mecer por la modorra de la resaca que se acentuaba con la vibración del motor.
Sin embargo debió de dormirse más tarde porque hacia las diez de la mañana le despertó el silencio. El motor se había detenido y Leonardus, que ya había metido sus papeles en la cartera y se había tumbado junto a Chiqui, se encontró también sentado en la cama sin comprender qué ocurría ni dónde estaba.
– ¿Hemos llegado? -Martín le oyó preguntar a gritos, y casi inmediatamente abrió la puerta y atravesó a grandes pasos el camarote central. Martín se levantó y le siguió.
El Albatros se balanceaba sin ritmo ni gobierno, la rueda del timón giraba sobre sí misma, y Tom, que había levantado las tablas y manipulaba en las profundidades del motor, no atendía a las preguntas de Leonardus. Salió al fin y con un gesto indicó que no se pondría en marcha, pero en su cara de piel mate apenas había un gesto de contrariedad.
– Habrá que entrar en puerto y buscar un mecánico -dijo-. Se ha roto una pieza de la transmisión, creo.
Al comprender lo que ocurría, Leonardus, que luchaba por acabar de ponerse la chilaba, comenzó a jurar en lenguajes misteriosos. Después volvió al camarote, tropezó con la escalerilla y sacó otra vez las cartas que había doblado ya hasta encontrar la que buscaba, y sin acabar de desdoblarla ni extenderla, se caló las gafas que llevaba colgadas de una cadena y se puso a estudiarla con detenimiento.
– ¿Cuánto hay hasta la costa? -le preguntó Martín.
– ¡Yo qué sé! Cinco millas, veinte, cualquiera sabe con esa reverberación -rugió.
Cuando al poco rato subió a cubierta ya no hablaba más que en italiano, como si el malhumor que era incapaz de disimular le impidiera tramar la amalgama de palabras y expresiones que tan bien dominaba.
– ¡A Castellhorizo! -ordenó-. Está a menos de quince millas y no quiero volver atrás. Es tierra griega así que arría la bandera turca e iza la griega. -Se sentó en el banco de la bañera, dio un puñetazo brutal a la madera y ante la inutilidad de su gesto furibundo aulló contra el cielo azul-: Porco Dio!
Sin esperar nuevas órdenes Tom colocó de nuevo las planchas y dio un brinco para ir a soltar los cabos del foque. La vela se rizó sin decidirse aún hasta que después de dos o tres embates tomó viento y poco a poco Tom jugando con el timón logró corregir el rumbo del Albatros, que se dirigió de nuevo hacia poniente hinchada la vela más de lo que cabía suponer por la calma de la mañana. Sólo entonces comenzó a soltar el cabo de la mayor. Rechinó el chigre de escota y la vela fue trepando por el mástil hasta llegar a la cruceta. La botavara dio varios tumbos y después de dos o tres inocentes trasluchadas también ella se acopló a las maniobras del timón. Tom dejó que el viento llenara todo el trapo de la mayor mientras sostenía el contrapunto del foque; fijó entonces la botavara con la escota y se hizo de nuevo el silencio sobre el tenue murmullo rítmico y acompasado de la proa que se abría paso otra vez en las aguas plácidas y silenciosas de la mañana. Leonardus, enfurruñado, no atendía a los movimientos de Tom ni, por una vez, daba órdenes. Al poco rato apareció Chiqui en cubierta despeinada, medio dormida y casi desnuda, y comenzó a untarse con cremas mirando alternativamente a Tom y a Leonardus sin demasiado interés. Andrea y Martín seguían en su camarote. En la inmensidad del mar en calma el Albatros parecía no avanzar, sólo de vez en cuando los bordos que hacía Tom para recoger el escaso viento, el batir de las velas y el alboroto de las drizas, insinuaban un cierto movimiento. Rumbo a la isla navegaron hasta el mediodía manteniendo a. babor la desmedida pared del continente sin vestigios de pueblos ni construcciones que las brumas del bochorno escondían en las invisibles vaguadas y declives de los montes de la Lycia.
A Martín no le gustaba el mar. Llevaba más de una semana a bordo y apenas podía disimular esa persistente sensación de angustia. Si se quedaba en la cabina leyendo sentía un peso en el estómago, una leve sensación de mareo que le impedía continuar; si subía a cubierta el sol le anonadaba y el constante martilleo del motor le abrumaba. A veces el viento era frío y aun con sol había que bajar al camarote a buscar un jersey; casi siempre, sin embargo, el calor era tan sofocante que ni con la brisa podía respirar. Y cuando al atardecer entraba el fresco, se sentara donde se sentara siempre había bajo sus pies una cuerda, un cabo decían, absolutamente imprescindible en aquel momento, o saltaba Tom sobre sus rodillas para pasar a proa, o le apartaba para abrir una gaveta escondida en el lugar exacto donde estaban las piernas. Y ese olor vagamente impregnado de gasóleo o la humedad que se densificaba al caer la noche y mojaba los asientos, los papeles, incluso la piel y la cara. Le despedazaban los mosquitos cuando fondeaban en una cala aun antes de haber comenzado a cenar, y si dormían en puerto los ruidos y las voces del muelle le impedían dormir. Y cuando después de una noche en vela, agotado le vencía el sueño al amanecer, «la vida de la mar», como decía Leonardus dando voces en cubierta, exigía que se levantara casi al alba.
Pero sobre todo odiaba navegar, horas interminables en las que avanzaban hacia un punto que se manifestaba a cámara lenta, un plano demasiado largo para mantener el interés. Se contenía para no preguntar cuánto faltaba porque entendía que esas cosas no se preguntan en el mar. Y cuando los veía iniciar una maniobra o fondear, no hacía más que dar tumbos por cubierta sin saber qué se esperaba de él, porque no comprendía ni la jerga marinera mitad italiana mitad inglesa en la que se entendían Tom y Leonardus ni se daba cuenta de que habían llegado a su destino, porque nunca supo tampoco cuál era el destino, el programa ni, menos aún, el objetivo de navegar. La mayor parte del tiempo estuvo tumbado boca arriba en la litera de su camarote deseando llegar a tierra firme donde sin embargo hasta por lo menos media hora después de haber pisado el muelle no desaparecía esa molesta impresión de balanceo que no lograba quitarse ni siquiera durante el sueño, mientras oía los gritos que daba Leonardus de pie en la proa con el vaso de whisky levantado contra el cielo: ¡Quien ama la mar, ama la rutina de la mar!, vociferaba. ¿A qué venía esa mitificación del mar, de la vida del mar, de la navegación? ¿Qué diferencia había entre esa rutina y el aburrimiento?, pensaba Martín, quizá porque nunca logró adecuar su pensamiento al ritmo y contrarritmo del mar ni había sabido encontrar ese tiempo distinto en el que parecían vivir los demás. A veces cuando navegaban con el sol de frente los miraba desde el banco de la bañera donde se había refugiado buscando la sombra errante de la vela. Chiqui inmóvil a todas horas se desperezaba únicamente para untarse una vez más, tan inmóvil y aplastada contra el suelo que su cuerpo desnudo seguía los vaivenes del barco sin apenas separarse de la cubierta. Leonardus siempre con un cigarrillo en la boca subía y bajaba las escalerillas para consultar el compás, las cartas de navegación, o manipular la radio y conocer la previsión del tiempo, y al pasar junto a ella le daba palmadas en los muslos desnudos que siempre provocaban la misma reacción: ¡Quita ya, pesao!
El que ha nacido junto al mar, el que aun sin verlo cuenta con el límite azul del horizonte y está hecho a la brisa húmeda y salina que le llega al atardecer, configura su mundo en unos límites a partir de los cuales el paisaje se allana y alcanza el infinito. Y si camina tierra adentro busca detrás de cada loma la línea azul que ha de devolverle la orientación precisa para no sentirse perdido entre montes y llanuras, entre calles y plazas, saber dónde está y encontrar el camino y la salida. Pero Martín no conoció el mar hasta mucho más allá de la adolescencia y nunca dejó de considerarlo un elemento extraño, misterioso y amenazador.
Andrea en cambio, si bien no era ahora capaz de saltar sola al muelle y había que darle la mano para atravesar la pasarela, aun con esos vértigos que habían comenzado hacía unos años, con la debilidad tan manifiesta en su rostro y en sus brazos transparentes y un tanto flácidos, vivía a bordo sin acusar la menor molestia y se movía en el barco con extrema normalidad. Cuando navegaban a pleno sol, embutido el sombrero de paja hasta las cejas para protegerse la piel, se sentaba en la proa abrazada al palo e inerte como un mascarón fijaba en un punto la mirada sin alterarla durante mucho rato hasta que de repente parecía descubrir que Martín estaba en cubierta. Se levantaba entonces y agarrada con fuerza a los obenques pasaba de la proa a la popa e iba a reunirse con él. Martín abría otra vez el libro e intentaba disimular esa mezcla de tedio y mareo que no le había abandonado desde que comenzó el viaje. Estaba seguro de que ni Leonardus y mucho menos Chiqui se habían dado cuenta pero sabía que Andrea lo adivinaba, aunque de habérselo ella insinuado él nunca lo habría reconocido.
Ella sí había nacido junto al mar y desde pequeña su padre le había enseñado a moverse en la cubierta de las barcas con buen tiempo o temporal. El primer día del viaje, en Marmaris, cuando Martín y Chiqui bebían limonadas en la terraza del bar del puerto esperando a que Leonardus y Tom volvieran de hacer las diligencias para poder zarpar, se las había ingeniado para comprar hilo, anzuelos, plumas y plomos y todos los días al atardecer se sentaba en la popa detrás del timón y echaba el curricán que ella misma había fabricado. Fijaba la mirada en un punto lejano del mar y se concentraba en la tensión del hilo sobre el dedo que había de transmitirle desde las profundidades del mar el movimiento del anzuelo escondido tras la pluma, y al notarlo daba un tirón y recogía rítmicamente el hilo que formaba a sus pies un ovillo sinuoso de hebras amontonadas casi con perfección, sin cansarse, ni demorarse, ni acelerar la cadencia de la cordada Y al llegar al final, sujetaba el pez y le obligaba a abrir la boca con una mano para, con un juego hábil de la otra, quitarle el anzuelo sin desgarrarlo, y ante los gritos de horror y de asco de Chiqui lo echaba al cubo. Luego, sin entretenerse en contemplarlo, soltaba de nuevo el curricán y deshacía al mismo compás la telaraña que descansaba en el suelo. Al fondear en una cala, si todavía había luz de día, en cuanto notaba que el ancla ya no garreaba y veía que Tom iba largando cadena, antes incluso de que saltara a la chalupa para amarrar el cabo de popa a una de las rocas o a un tronco que los embates del mar habían dejado entre ellas blanco y desnudo, se instalaba en la proa con la cesta de la pesca y doblada sobre la barandilla, con las gafas resbaladas sobre la nariz, se agarraba a una jarcia con una mano y echaba el volantín con la otra. El sol de poniente se abatía sobre las rocas de la costa soslayando el mar y las aguas exentas de reflejos adquirían una transparencia de claroscuro que la mantenía atenta a la agitación de los peces en el fondo sin reparar en la humedad que poco a poco iba mojando la cubierta y rizando aún más sus cabellos negros. Nada, ni siquiera la voz de Martín la distraía entonces. Y no recogía los volantines hasta que el sol al esconderse se llevaba consigo la oculta transparencia de las aguas. Y con la última luz que había quedado suspendida en el horizonte, limpiaba los cuchillos, clavaba los anzuelos en los corchos, los guardaba en la cesta para tenerlos a punto al día siguiente a la misma hora, llevaba el cubo con los peces a la cocina como probablemente había hecho todos los atardeceres de verano de su infancia -y seguía ahora haciendo con tal naturalidad que nadie habría adivinado que llevaba por lo menos ocho años sin navegar, sin pescar, sin ver el mar más que desde la lejanía de su apartamento en la ladera del monte, en la ciudad-, y sin más demora se reunía con ellos bajo el toldo y se servía el primer whisky.
Martín la había conocido en el mar, en la pequeña bahía frente a su casa de la costa. Hacía menos de un año que había terminado el servicio militar y en lugar de volver a Sigüenza donde vivía su familia, gracias a un compañero del mismo batallón que le había recomendado a su tío, había conseguido entrar de segundo cámara en la pequeña productora de cine y televisión que éste tenía en Barcelona. Aquel día era sábado y después de unas tomas en el puerto que habían quedado pendientes la mañana anterior, Federico, el productor, le pidió que le acompañara a la casa que un editor tenía en Cadaqués, un pueblo de mar al norte de la ciudad. Según le dijo, era un hombre rico interesado en invertir una suma importante en la serie de reportajes para la televisión que habían comenzado aquella primavera. Martín le acompañó porque no tenía más remedio y tampoco mucho más que hacer en la canícula húmeda de la ciudad vacía. Durante más de cuatro horas viajaron por una carretera que se empinaba y estrechaba a medida que avanzaban. En las curvas finales, cuando ya descendían entre lomas cubiertas de olivos bajo un sol agobiante, Martín, que apenas había desayunado, cerró los ojos para no sentirse peor y ni siquiera se percató de que se acercaban al mar que se extendía azul e inmóvil como un espejo oscuro hasta la línea del horizonte. Cuando aparcaron el coche eran más de las dos y entraron en la casa por una calle paralela al mar. Sebastián Corella, que les estaba esperando, les hizo pasar a la terraza.
Era un día transparente de julio y aun amparados por la sombra del toldo la reverberación del sol les cegó un instante. A sus pies un mar tranquilo se desmenuzaba en olas tan suaves sobre las piedras negras de la pequeña playa cerrada a ambos lados por rocas con lustre de mica bajo el destello irisado del sol, que la espuma transparente apenas transmitía un leve murmullo. Alguien venía nadando y rompía rítmicamente el agua, abriendo a su paso una estela incrementada por el golpe seco de cada brazada, como el dibujo de las bandadas de gaviotas en el cielo de octubre.
– Es Andrea, mi hija -dijo Sebastián Corella mientras ponía hielo en las copas que acababa de servir. Martín tomó la suya y se apoyó en la balaustrada para seguir la cadencia de la mancha oscura que al llegar a la playa se detuvo sin sacar la cabeza, se zambulló en una pirueta súbita y de una embestida salió del agua que saltó a su alrededor como un surtidor. Estaba a muy pocos metros de distancia: quedaron suspendidas sobre su cuerpo minúsculas gotas que brillaron al sol antes de resbalar sobre la calidad mate de su piel oscura y el cabello que se echó hacia atrás con un gesto preciso -que Martín no habría de olvidar, igual que esa mirada de ojos ligeramente entornados, opaca, perdida, dulce y vagamente desenfocada de los miopes- arrastraba todavía un chorro de agua. Una vez se hubo adaptado a la luz abrió los ojos en toda su amplitud y mostró las pupilas de un azul pálido que con los reflejos del agua adquirió un leve tono violeta. O quizá fuera que sus ojos tenían la facultad del camaleón porque ni una sola vez en todos los días y todas las noches que se mantuvo junto a ella aquel verano, mirándola a distancia sobre las cabezas de los bebedores, o en la playa entre otras mujeres y hombres que nunca fueron para él más que figuras difusas de una farándula veraniega, o en el apasionamiento -y la distancia- con que se sucedieron los años siguientes, fue capaz de adivinar de qué matiz se habría teñido el azul de su mirada cuando dejara de enfocar el objetivo y fruncir los párpados y quedara al descubierto la nitidez de sus enormes pupilas que, sin embargo, llevaba en sí misma la carga de una cierta expresión enigmática, la sombra de una reserva que nunca sería capaz de desvelar cabalmente.
Sin bajar la mano que seguía sosteniendo hacia atrás la mata de cabello mojado, levantó la cabeza, sonrió y les saludó con la otra. Martín jamás había visto un ser más radiante, una mujer más hermosa, unos ojos más azules. Deslizó los pies por el agua y caminó sobre las piedras negras, ardientes y dentadas como si iniciara un paso de danza ya sabido y se agachó a recoger la toalla que había dejado en un pretil no con intención de secarse sino simplemente para dar por terminado el baño o quizá sólo por rematar el esplendor de su figura porque se la echó al hombro como había hecho con el cabello y desapareció bajo la terraza.
No volvió a verla hasta media hora más tarde. La puerta del fondo de la sala estaba abierta y desde donde estaba veía la escalera. Apareció primero un pie, después otro y finalmente el cuerpo entero. Bajaba despacio abrochándose la correa del reloj. Tenía el pelo todavía mojado pero más suelto y alborotado, iba vestida de blanco y llevaba gafas oscuras. En ese momento su padre había entrado en la sala y estaba buscando entre las revistas amontonadas sobre la mesa la última crítica de una película en cuya producción había intervenido. Ella pasó por su lado, le dio un beso fortuito en la mejilla y salió a la terraza manipulando aún la correa.
– Me llamo Andrea -dijo, y dio la mano primero a Federico, luego a Martín. Se dio la vuelta para servirse ella también una copa, y cuando su padre se acercó a Federico con el periódico, volvió la cabeza, se bajó las gafas hasta la punta de la nariz y por encima de ellas miró a Martín, le sonrió fugazmente con curiosidad y una cierta sorna, y antes de que él fuera capaz de reaccionar y devolverle la sonrisa, ella ya había empujado hacia arriba la montura negra y se había dado la vuelta otra vez.
Martín reconoció más tarde que se había azarado, lo reconoció ante sí mismo porque no habría tenido el valor suficiente de contar a nadie cómo esa simple mirada le había transpuesto. Hasta tal punto que apenas prestó atención a la entrada de la madre de Andrea, y a ese hombre alto y de tez oscura que la acompañaba y que se quedó a comer con ellos, ni a su nombre, ni más tarde a la perfecta disposición y al artificioso diseño de los cubiertos, los platos y los vasos, ni a la crema helada de calabacín y al pescado al horno y a las distintas clases de postre que les sirvieron, que tanto le habrían maravillado de no haber estado esa mujer sentada a esa mesa y precisamente a su lado. No podía oír más que lo que ella decía, ni atender a otro sonido que su voz, sin reconocer en cambio el contenido de su discurso, como si a medida que las pronunciara fueran perdiendo el significado una tras otra las palabras y no quedara de ellas más que la entonación, el tono, la inflexión, la melodía y el ritmo, y los gestos y la sonrisa con que los acompañaba, o esa forma de permanecer atenta a la intervención de quien le había interrumpido, con la cabeza adelantada, la boca ligeramente abierta y los cubiertos inmóviles en las manos, dispuesta en cuanto pudiera a retomar el hilo de su propio argumento. Y aunque procuró que no fuera demasiado evidente su ensimismamiento e hizo esfuerzos desmedidos sin lograrlo por comprender de qué se estaba hablando, en la agitación y la soledad de la semana que siguió no pudo recordar de esa comida más que los grandes ojos de Andrea apenas insinuados tras el cristal negro, la peculiar forma con que se ponía y quitaba continuamente las gafas y ese canto sin letra de su voz de alondra.
Luego, cuando una vez terminada la comida la vio salir sola a la terraza, se levantó también y la siguió.
En aquel momento el motor de una barca retumbaba en el sopor de la tarde. El sol que había comenzado a ocultarse tras la casa había dejado en la sombra la terraza y la playita de piedras negras, y a esa luz se había oscurecido el tono dorado de su piel como si también ella se hubiera quedado en la penumbra. Estaba de espaldas al mar con la taza de café en la mano y la miraba perdida, había levantado la rodilla y doblado una pierna hacia atrás apuntalando sobre la otra todo el peso del cuerpo que, con el desplazamiento a que le había obligado la postura y desnudo ahora el rostro de la animación de la palabra, había adquirido un aspecto indolente, un poco lánguido.
No se movió cuando él llegó a su lado, ni siquiera levantó los codos del antepecho y siguió removiendo el café con la cucharilla.
– ¿En qué trabajas? -le preguntó sin mirarlo.
– En cine, ¿y tú?
– Soy periodista. -Y bebió el café a sorbos lentos.
– ¿De dónde eres? -preguntó al rato.
– Soy de Sigüenza, mejor dicho de Ures, un pueblo cerca de Sigüenza. ¿Por qué?
– Por nada, pura curiosidad -le miró ahora entornando los párpados y sonrió.
Martín no supo qué más decir. Sin saber por qué deseó por una vez salir de su mutismo, vencer su timidez y hablar, contarle que había nacido en Ures, provincia de Guadalajara, en el centro de España. Que en realidad se llamaba Martín González Ures, pero desde siempre se le había conocido como Martín Ures por el apellido de la familia de su madre. Que incluso a su padre, el maestro que llegó de Sigüenza y se casó con la hija del molinero Ures, se le llamaba señor Ures. Que desde pequeño él y sus hermanos llevaban el nombre de la aldea como si fueran los descendientes de los fundadores del pueblo aunque sabían bien, porque su padre lo contaba año tras año en la escuela, que la aldea había sido en sus orígenes un monasterio edificado en el siglo XV o XVI para una congregación de monjas vascas, que se conservaba todavía destartalado y casi en ruinas. Que lo habían llamado Ures por ser el único lugar de los contornos que tenía ur, agua en vasco, que el río que traía el agua de los montes de Pozancos corría bajo la ventana de su habitación en el sótano mismo del molino y que por las noches antes de dormirse tiritando entre las mantas porque las paredes rezumaban humedad se dejaba mecer por el rumor del agua, y que durante el día se asomaba a ver pasar la corriente absorto en las variaciones e imágenes que se sucedían, como años más tarde se quedaría embobado viendo la televisión, o más tarde aún, una y otra vez la misma secuencia de una película. Que no recordaba ni habría podido decir cómo se molía el trigo con el agua del molino porque cuando él nació ya no funcionaba, que en la plaza del pueblo había un caño que salía de un pilón de cemento al que llamaban la fuente donde todas las tardes se reunían los hombres y las mujeres bajo la sombra de un tilo gigantesco, que los muchachos que iban al servicio militar no volvían y el pueblo se fue vaciando, hasta que también quedó la escuela casi desierta, y que así fue cómo abandonaron la casa del molino y el pueblo y partió toda la familia a Sigüenza donde su padre había sido trasladado. Habría querido contarle cómo había echado de menos en la oscuridad de aquel apartamento nuevo y ruidoso de Sigüenza a los niños de la escuela de Ures y el graznido de los cerrojos herrumbrosos del molino al cerrar la puerta por la noche y la chopera al borde del camino que se extendía inacabable hacia la meseta, un paisaje sin más horizonte que la vaga línea de nieve apenas distinta del cielo en el invierno o las lomas de trigo acerado por las escasas ráfagas de aire tórrido del verano, y las higueras torturadas y los cangrejos en el río, y los ratones que sobre el ruido del agua roían las vigas del sobrado. Y explicarle la emoción con que iba todas las semanas a ver las dos películas que pasaban en la sala de la rectoría y cómo una tarde, cuando apenas tenía doce años, sin entender todavía de qué materia estaban hechas las historias que veía, juró que él, Martín Ures, también haría películas un día, y con qué superioridad miró desde entonces a los demás chicos convencido de que de una forma misteriosa pero irrecusable había sido elegido entre todos para un menester mucho más importante que subirse a los árboles a robar los nidos o esconderse jugando en las parideras del monte. Que todo cuanto había hecho a partir de esa revelación se había inspirado en la misma y profunda convicción que se apoderó de él aquella tarde en Ures, y que sin embargo en este momento lo único que le tentaba de su propia historia era la improbable eventualidad de que alguna vez él pudiera contársela y ella se sentara a su lado y no se moviera nunca más.
Pero no dijo nada y ante su mirada azul se limitó a encogerse de hombros como para indicar que nadie elige el lugar de su nacimiento.
Súbitamente Andrea se enderezó, se palpó los bolsillos y ¿dónde están mis gafas?, preguntó, y sin esperar respuesta se fue. Martín intentó seguirla con la vista pero le fue difícil. Un grupo de personas había entrado en el salón y ella aparecía sentada en un sofá buscando en las juntas de los almohadones o desaparecía oculta por un rostro o una sombra. Hasta que del mismo modo que habían irrumpido esos extraños personajes salieron todos y la habitación quedó silenciosa y casi en la penumbra como si con sus risas y su trasiego se hubieran llevado la luz y con ella a Andrea.
Sólo quedaron Sebastián y Federico, cada uno en la esquina de un sofá, consultando papeles y cifras ajenos a las idas y venidas del personal. Sobre la mesa habían amontonado las carpetas que Federico sacaba de su cartera de mano, el cenicero estaba lleno de colillas y la botella de coñac señalaba con su nivel el paso del tiempo. Martín se sentó con ellos.
Al principio no se atrevió a rehusar la copa que Sebastián le había servido y luego, a medida que fueron pasando las horas, con ese ritmo distinto al que nos somete la bebida corta y continua, se quedó al margen de su conversación que oía con el deleite de quien cabecea una siesta con las voces de fondo de la televisión, y se dejó envolver por el vaho de bienestar e ingravidez que le iba imponiendo el día.
Bajo las voces rompían una tras otra las olas livianas sobre las piedras oscuras que había visto en la playa, el reloj de la torre de una iglesia dio las ocho y sonaron pisadas en algún lugar de la casa; de vez en cuando rompía el susurro de la conversación el motor de una barca que se acercaba o alejaba, o el ladrido perdido de un perro, una voz lejana, sonidos separados unos de otros, de límites precisos, como ecos que estallan en verano en el crepúsculo rosado del mar.
Estaba tan poco acostumbrado a beber que cuando después de haber recogido todos los papeles se levantaron y Sebastián les llevó al primer piso por la misma escalera que había descendido Andrea hacía unas horas y los dejó a cada uno en su habitación -así podéis descansar un poco antes de la cena, les dijo-, se agarró al pasamano para mantener el equilibrio y una vez en su cuarto se dejó caer en una de las dos camas sin apartar la colcha blanca ni asomarse a la ventana que daba sobre la terraza y el mar desde donde siguiendo la corona de luces de la riba que acababan de encenderse habría podido verificar el contorno de la bahía con igual precisión que en el mapa enmarcado que había descubierto en el vestíbulo de la casa esa misma mañana tan lejana ya. Y cuando Federico entró a buscarle para bajar a cenar se puso en pie de un salto sin saber ni la hora que era ni dónde estaba ni por qué tenía la cabeza tan pesada y en la boca el mismo sabor amargo de los amaneceres con gripe de su infancia. Se dio una larga ducha con la esperanza de que el agua fría le limpiara también la mente. Y después, desde lo alto de la escalera, enfocó en picado el salón y la terraza otra vez llenos de gente y aunque tuvo que prestar mucha atención y recorrer el escenario más de una vez porque seguía con el entendimiento confuso por el coñac de la tarde y remoto aún por el sueño que se le había pegado con obstinación a los párpados, no descubrió a Andrea por ninguna parte. Ni cenó en la casa con ellos cuando ya todos se habían marchado otra vez, ni la vio después en el bar de la playa donde fue con Federico, Sebastián, Leonardus, el hombre de tez cetrina que había aparecido a la hora de comer y Camila, la madre de Andrea, una mujer alta y demasiado delgada, que no hacía más que ponerse en la boca un cigarrillo tras otro sin preocuparse de encenderlo, segura de que alguno de los hombres que la rodeaba, si no todos, habría de acercar la llama de su mechero al extremo del cigarrillo con tal precisión que ella no tendría siquiera que inclinar el cuerpo para acertarla. Martín la contemplaba arrobado y se preguntaba de dónde le venía esa seguridad mientras tomaba de nuevo coñac, que después del aperitivo y del vino de la cena, contrariamente a lo que había supuesto, le había reanimado. Sin embargo pasó con acidez y mareos la noche, o lo que quedaba de ella, porque tal como les había anunciado Sebastián al despedirse en la puerta de su cuarto, fue él mismo a llamarles al alba para salir a pescar y pasar luego la mañana en el mar. Casi no se dio cuenta de cuándo ni cómo se vistió, ni en qué momento bajó la escalera y salieron a la calle. Recordaba vagamente la riba oscura, camino del muelle, sólo iluminada por unas luces demasiado altas y metálicas para no parecer los tres, así bajo ellas, seres fantasmagóricos.
Casi dormido había subido a la Manuela, una barca de madera pintada de verde que se tambaleó bajo sus pasos, más inestables aún por la destemplanza de la madrugada aún pegada al cuerpo, aturdido por los golpes de sus propios pies contra las tablas de madera, por los leves embates del mar en el balanceo que le llevaba al borde del vahído y del vértigo. La barca se separó del muelle. Sebastián estaba al timón y Federico a su lado. Ninguno de los dos hablaba ahora. Era todavía de noche pero por el horizonte del mar un vago asomo de luz, el temblor de una ráfaga de aire, anticipaba la aurora. Permaneció inmóvil, sentado en el lugar del banco de la bañera que le habían asignado, con las manos metidas en los bolsillos del tabardo que Sebastián le había prestado y el cuello levantado. A medida que avanzaban el fresco que le había cogido desprevenido al salir de la casa se convertía en frío y hacía frente con estoicismo al aire que le barría la cara y penetraba por las rendijas de sus ropas para martirizar su cuerpo rezagado que no había perdido aún el calor de la cama. Retumbaba la madera en su cabeza torturada por la confusión de las resacas encadenadas que iban tomando cuerpo con el vaivén, y le temblaban los muslos al ritmo del motor que taladraba la calma de la noche. La Manuela se alejó despacio del pueblo dormido y la corona de luces pasó a ser una línea continua, una fotografía de velocidad lenta, que rompía la tiniebla y marcaba los confines del mar: por poniente el oscuro perfil de los montes y la iglesia, y por levante la luz incierta del amanecer. Al salir a mar abierto apareció el perfil de una isla en la imprecisión del resplandor primero, e inmediatamente disminuyó la velocidad y se apaciguó el ronquido del motor de la Manuela y comenzaron a dar vueltas en torno a ella. No fue consciente de todos los movimientos que se iniciaron entonces, del trasiego de los cestos de la cabina a cubierta, de los preparativos de la pesca y de la pesca misma, y a ninguno de los otros dos pareció preocuparle, igual que nadie se había ocupado el día anterior de saber si quería quedarse o irse, si quería beber, cenar o dormir. Y él, que apenas se tenía de mareo y casi no podía abrir los ojos de sueño y de resaca, cuando en una de las idas y venidas de Sebastián a la cabina vio las dos literas, seguro de que tampoco ahora habían de reparar en él o si lo hacían no habrían de recriminarle, se escurrió en el interior y se tumbó en una de ellas, se dejó mecer por la sordina que la puerta cerrada imprimía a los golpes del motor y se durmió profundamente.
Cuando despertó estaba sofocado de calor y la luz brillante, seca y precisa como un cuchillo, le hirió los ojos. Estaban llegando a una cala y aunque se había reducido casi por completo la velocidad, la Manuela quedó frenada por el choque contra las piedras y Martín, que había salido a cubierta todavía con el tabardo, cegado por la luz perdió el equilibrio y fue a dar contra Federico que sostenía la barra del timón, mientras Sebastián largaba el cabo del ancla.
– Holgazán, no haces más que dormir -gritó riendo Federico, que apenas había podido sostenerse por el traspiés. En la zozobra de su derrumbamiento Martín se preguntaba qué estaba él haciendo en aquel lugar hostil, a esa hora imposible y en este lamentable estado.
Se tumbó en la playa, sin tabardo, cubierta la cabeza con la camiseta que se había quitado y soportando estoicamente las piedras que le servían de colchón, mientras contemplaba cómo se las arreglaban para encender un fuego. Los vio vaciar una botella de agua en una olla, limpiar los peces del cubo, servirse en vasos de cristal un vino que le hizo cerrar los ojos de asco. El sol se había apoderado del firmamento. Ni una nube, ni un soplo de aire, ni un solo árbol en aquella cala inhóspita de piedras cuyas aristas no lograba atenuar ni con los múltiples pliegues de la toalla que le acababa de echar Sebastián.
Comió después un poco de sopa de arroz, un caldo caliente de pescado que le tranquilizó el estómago y en un arranque de valor incluso se atrevió a meterse en el mar en cuanto les oyó volver a la conversación del día anterior, con el agua a la cintura como si no se atrevieran a ir más lejos, o como si cautivados por sus propias palabras hubieran arrinconado la intención primera. Anduvo unos pasos pero no se zambulló sino que se agachó dentro del agua hasta que le llegó a la altura del cuello, se salpicó los ojos y la cara y salió encogido para disimular el dolor de las piedras afiladas en las plantas de los pies. Luego con la piel todavía fría, encendió el primer cigarrillo del día, se tumbó de nuevo con la camiseta en la cara, se dejó llevar por la modorra que le había entrado tras el caldo caliente o el agua fría quizá, y siguió de lejos las voces, el ruido del agua, los pasos sobre las piedras y finalmente el motor de nuevo. Sólo entonces se enderezó con una cierta energía seguro de que había llegado el momento de volver, de que ahora podría ver otra vez a Andrea, que debía de estar nadando rumbo a la casa como ayer y que si se daban prisa les daría tiempo aún a sentarse en la terraza antes de que ella emergiera del agua como un delfín y volviera a mirarle con esos ojos azules que habían persistido sonrientes en el fondo de su resaca.
Sebastián puso un toldo de lona verde y a pesar de la opresión del sol y el brillo lacerante del mar, la brisa y la sombra dulcificaron el calor tórrido de mediodía. Navegaron de vuelta durante más de media hora, pero al torcer el cabo para entrar en la rada no se dirigieron al pequeño muelle de la casa sino que atendiendo a las voces que venían de otra barca fondeada en la bahía se detuvieron y se amarraron a ella, y Federico y Sebastián saltaron dejándole solo en la Manuela.
Durante más de una hora se dedicó a mirar con melancolía hacia la costa y a buscar tras el temblor irisado del aire la casa de Andrea. Ya iba a levantarse y reunirse con Sebastián y Federico cuando descubrió todavía lejana una mancha negra que como el día anterior, pero en dirección contraria, venía nadando en una línea tan recta, con un ritmo tan acompasado y abriendo una estela tan perfecta en la calma de la inmensa bahía bajo el sol que de pronto comprendió que el milagro iba a repetirse.
Alguien le llamó desde la otra barca, pero él no respondió y permaneció atento, y cuando las brazadas tocaban casi el casco de la Manuela se asomó por la borda. En aquel momento Andrea sacaba la cabeza del agua y levantaba una mano que fue a ponerse junto a la de él. Respiró con fuerza como si le faltara ahora el aire que había gastado en esa milla, entornó los párpados y le miró tras las pestañas todavía llenas de minúsculas gotitas.
– Hola -dijo e inició la subida por la escalerilla de cuerda. Pero antes de saltar a cubierta se detuvo y como si respondiera a una pregunta que Martín nunca se habría atrevido a formular, deslizó el índice sobre su mano en una caricia sin matices ni sobresaltos para que la intención recayera únicamente en las palabras que iba a decir, y esta vez con los ojos completamente abiertos y las pupilas de color turquesa, dijo:
– Tengo buena vista cuando llevo puestas las gafas -y con un gesto señaló la terraza lejana-, y además -se detuvo un instante- soy muy impaciente -y dejándole solo con las palabras saltó a cubierta y entró en el tambucho en busca de una toalla. Luego sin mirarle apenas se fue a la otra barca con los demás.
Debía de ser ya muy tarde cuando casi todos se echaron al agua, menos él que seguía sentado en el banco de la bañera. Andrea se había zambullido con ellos y no la vio salir hasta que apareció por la otra amura. A su espalda. Ven al agua, gritó dirigiéndose a él por primera vez desde entonces. Y volvió a zambullirse, nadó unos metros y le volvió a llamar, pero él no se movió. Aunque no tenía mayor deseo que responder a esa nueva llamada y echarse al mar, permanecía inmovilizado por la ansiedad, en la contrapartida de un sueño que le torturaba desde niño pero esta vez, en lugar de ser él quien se movía por el barro fangoso intentando inútilmente avanzar hacia un objetivo que anhelaba pero que nunca llegó a conocer, tenía los pies paralizados en el suelo y era ella la que se alejaba. Porque por mucho que le atrajera esa mujer se sentía incapaz de echarse al agua sin apenas saber nadar. Ella se alejó hacia las rocas y la perdió de vista.
Un par de horas más tarde, en el coche, mientras oía el interminable discurso de Federico sobre los proyectos casi concluidos con Sebastián en las laboriosas conversaciones que había mantenido durante más de veinticuatro horas y miraba el pueblo lejano, más pequeño tras cada nueva curva de la carretera, estaba decidido a volver el próximo fin de semana y todos los que tuviera libres hasta el día de su muerte.
Pero ni aquel verano de calmas y calor que los viejos del lugar no habían visto desde su infancia en que ni un solo día se encabritó el mar, ni entró el levante a mediados de septiembre cuando ya había que andar por la calle con tabardo porque hacía frío; ni las plácidas noches sentado en el bar de la playa mientras la voz y la risa de Andrea se mezclaban con el murmullo de las olas como el fondo azul de sus historias, lograron desbancar en la mente de Martín la certeza de que el mar era un elemento extraño, amenazador, demasiado presente a todas horas, demasiado evidente. Quizá porque como le dijo ella varias semanas después al despedirse una noche, cuando ya conocía la historia que el primer día no se había aventurado a contarle y otras muchas que iba recordando a medida que le hablaba, él era un hombre de tierra adentro que no conocía más inmensidades que las de la meseta ni más olas que las del viento sobre los trigales.
Y sin embargo fue el propio Martín quien ahora, casi diez años después, había aceptado por primera vez la invitación que Leonardus repetía todos los veranos. Andrea al principio había aceptado, pero al saber que se había incorporado al viaje una de las chicas de Leonardus que ni siquiera conocía, perdió el interés como si ese proyecto que Martín sólo había aceptado por ella no le atañera en absoluto, aunque bien es verdad, no había opuesto resistencia ninguna.
– Recobrarás el color -le dijo él la noche que le dio las fechas y llegó con los billetes de avión. Y añadió con cautela-: Apenas hemos estado en el mar en los últimos años.
Ella no rompió el silencio en el que se había sumido hacía días, y al mirarla de soslayo para intentar descubrir en qué punto exacto se encontraban, no acertó a encontrar las palabras que habrían de apearla de su enojo. Sólo al cabo de un rato insistió:
– Con el aire y el sol tendrás mejor aspecto y te sentirás mejor, ya lo verás -dijo con temor, porque esperaba que de un momento a otro ella saliera de su pasividad y se encolerizara, y estaba seguro de que sin dejarle terminar habría de bramar como tantas otras veces, no es aire y sol lo que necesito sino simplemente que no me mientas. Pero esa noche permaneció callada, sin apenas variar la expresión un tanto desvaída de sus ojos azules, de un azul tan intenso a la luz del crepúsculo en esa inmensa terraza sobre la ciudad, que acentuaba aún más la palidez marfileña de su rostro de madonna.
– ¿No ibas a salir? -dijo al fin en tono neutro con la vista fija en sus manos inmóviles que sostenían las gafas sobre las rodillas. Tenía el aspecto frágil y lejano y la penumbra acentuaba las sombras oscuras bajo los ojos.
– No voy a salir -dijo y se acercó al sillón. Se puso en cuclillas frente a ella hasta que las dos caras quedaron a la misma altura y con el dedo le obligó a levantar la barbilla.
– Mírame, Andrea. Llevas días sin hablar. Te he pedido perdón. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Sabes que no quiero a nadie sino a ti, que no sé vivir sin ti, que no quiero vivir sin ti, que contigo empieza y termina mi vida.
Habló a golpes, con monótona entonación, como si recitara un rosario de palabras extrañas y mágicas y no atendiera más que a los resultados.
Ella le dejó decir y sin reaccionar apenas desvió la mirada, entornó los párpados y torció la cabeza que él mantenía levantada con la punta de su índice.
– Sí -dijo al rato-, ya lo sé.
Aquella noche cenaron los dos en silencio y cuando ella se levantó para ir a la habitación que ocupaba sola desde hacía más de quince días, él repitió:
– Verás como el aire y el sol te devolverán el buen color. El de entonces -añadió torpemente.
Pero llevaban más de una semana en el mar y a pleno sol y la piel de Andrea apenas había adquirido un pálido tono rosado. Es cierto que casi siempre se calaba el sombrero hasta las gafas y rara vez se había quitado la camiseta porque se había quemado la nariz, las rodillas y la espalda ya el primer día, y cuando por la noche apareció su rostro en el espejo colgado de una cuaderna, horrorizada del color rojo violento que ni a fuerza de cremas lograba hacer desaparecer, sentenció melancólicamente que nunca más habría de ponerse morena. Martín entendió el reproche velado de la voz pero no contestó. Por primera vez en varias semanas, ella no iba a poder encerrarse en su cuarto y aunque se mantenía distante sabía que estaba tan azorada como él. Y cuando la vio tumbarse boca abajo y permanecer inmóvil con los ojos cerrados repitiendo cansinamente nunca más me pondré morena, nunca más me pondré morena, entendió que la monótona cantinela no se debía a los tres whiskies que había tomado antes de la cena y a los dos que se había servido después, sino que había llegado el momento en que en el artificio de su borrachera se abriría el paso angosto que había de dejar un solo instante de dimisión. Por esto, conmovido, se sentó a su lado y en silencio, sin apenas atender al ritmo sincopado que iba adquiriendo esa extraña y monocorde melodía, se limitó a ponerle aceite en la espalda, concentrado en la convicción de avanzar hacia su propia meta y en el deleite de reconocer cada hueco, cada fisura, cada relieve; y suavemente dejó resbalar la mano hacia la curva de los hombros ardientes y las exiguas vaguadas a uno y otro lado de la columna, y ascendió de nuevo hasta llegar a los músculos endurecidos del cuello y de la nuca, demorándose en el nacimiento de los cabellos y añadiendo a cada rato el aceite que el calor de la piel había absorbido, y sólo se agachó a besarle la nuca blanca y el párpado cerrado del ojo que dejaba visible su postura, cuando reparó en que llevaba un raro sin canturrear y en un gesto de forzada distracción, como si hubiera cambiado de posición sin motivo aparente la mano que descansaba sobre la almohada, la había posado en la rodilla de él. Entonces se tumbó a su lado y, sin dejar de rastrear con la palma untada los contornos de las paletillas e internando luego los dedos en los costados, más blancos que los hombros, zonas umbrosas donde el sol no había dejado su huella, con la otra pulsó el interruptor para que sólo entrara por la escotilla la tibia luz de la cruceta que daba a su piel la calidad lunar de un desierto.