37371.fb2 Azul - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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II

Lo primero que vieron al doblar el cabo fueron los cormoranes quietos y silenciosos sobre el acantilado rocoso, opaco el plumaje negro y verde por la calina, con el pico mirando al cielo como esculturas solitarias que flanquearan la entrada a la isla, y tras ellos apareció en el fondo de la bahía el puerto recogido en sí mismo como una franja de luz imprecisa entre el brillo del mar y la tierra reseca y cobriza. La mole de piedra descargaba sobre él su incandescencia y a ras del agua la reverberación del aire en suspenso se estremecía abrumada por la potencia del sol, diluida en calor, velando colores y líneas. La asfixia desorbitaba el ambiente y el paisaje refractado por la canícula yacía anonadado y distorsionado como un borroso telón de fondo.

Al cabo de unos meses, cuando del verano y del calor ya no quedara casi ni un recuerdo que no perteneciera a una fotografía, cuando se hubiera diluido, transformado y casi olvidado todo cuanto se iniciaba en ese instante inmóvil, en las súbitas y escasas reminiscencias que asomarían apenas en los resquicios de su memoria Martín Ures había de preguntarse en más de una ocasión si no habría ocurrido todo porque el lugar estaba embrujado. Porque sin motivo aparente flamearon las velas, el Albatros perdió arrancada y sin poder vencer la resistencia de plomo de la mañana inanimada, cabeceó levemente y permaneció después inerte sobre el cristal del agua como si en aquel ámbito no hubiera lugar para la inercia. Y en el mismo instante todo el trapo se desplomó sobre cubierta.

Por la repentina inmovilidad o quizá por la misma espesa consistencia del aire sofocante asomaron los cuatro la cabeza por las escotillas sobrecogidos por un súbito malestar. Y cegados por la luz y el calor contemplaron el puerto y las laderas sin comprender lo que había ocurrido ni discernir todavía los contornos de las lomas. Poco a poco se acostumbraron a la luz acerada y temblorosa. Aparecieron entonces vestigios de escombros oxidados como las piedras de las que estaban hechos, casi escondidos tras una vegetación estropajosa, tostada y reseca que había nacido y seguía abriéndose paso entre ellos, primero una sombra, luego otra y otra que se extendieron por las colinas hasta que se desveló la inmensa ruina que se alzaba sobre el mar como una montaña de cascotes que el tiempo, la erosión y el crecimiento hubieran nivelado.

– ¡Qué horror! -dijo Chiqui ahogada por ese súbito e inesperado aumento de la temperatura, la falta total de aire y el paisaje lunar que gemía en el silencio la inmovilidad de su propio descalabro-. ¿Por qué no nos vamos?

Nadie respondió.

Andrea se secó la frente que se había llenado de minúsculas gotas de sudor, como el cuello, el labio superior, la espalda y las piernas.

– No podré soportarlo -dijo.

Leonardus avanzó con lentitud hacia el timón, empapada la chilaba blanca que siempre había llevado impoluta, y dijo casi sin atreverse a levantar la voz:

– ¿Qué hacemos ahora?

Tom se encogió de hombros y siguió azuzando el timón, más por comprobar hasta qué punto era vano el intento que por creer que podría enderezar las velas y mover el Albatros.

– Quizá nos lleve la corriente hasta el muelle -dijo Leonardus.

– No hay corriente -respondió Tom.

En la bocana, la mezquita temblaba tras el aire irisado como la imagen de un oasis lejano en el desierto. Una única figura, una mujer apoyada en el muro encalado, cubierta la cabeza con un sombrero de anchas alas, se destacaba en el fondo brumoso de ese paisaje incandescente como surgida de un tiempo ya olvidado. Se había cobijado bajo la estrecha sombra de un alero y permanecía inmóvil frente al camino que ascendía al promontorio, flanqueado por un par de casonas quizá salvadas de la hecatombe, quizá reconstruidas.

No había conocido desamparo como el de aquella mañana de junio en que tomó el avión para Nueva York, no tanto en busca de nuevos horizontes cuanto por romper con la relación que había iniciado con Andrea hacía poco más de un año. El avión había despegado puntualmente y hasta aquel momento había tenido la seguridad de que había de llegar a despedirle aunque sólo fuera para decirle adiós con la mano. Fue el último en pasar la aduana, y desde el autobús que los llevaba a embarcar siguió escrutando la terraza del aeropuerto por si la descubría pero ella no apareció. Y con esa obstinación inconmovible del profundo deseo mezclado con la desesperación y de no comprender cómo ha de poder ser de otro modo, cuando el avión inició su recorrido por las pistas secundarias y la de despegue, mantuvo aún la mirada fija en el edificio de la terminal. Sólo cuando atisbo el mar desde la altura y bajo el ala apareció la geografía cuadriculada de la ciudad, atravesaron la niebla espesa que la había encapotado desde por la mañana y se encontró en el ámbito soleado sobre el estrato de nubes blanquecinas, sintió todo el desamparo de su soledad. Le cegaron unas lágrimas tibias pero aún pudo mantener inmóviles las mejillas. Hizo un esfuerzo por contenerse y en un último intento de controlar el temblor de los labios se sonó estrepitosamente por un pudor frente a sí mismo, quizá, o a los demás, y cuando ya creía haber dominado el llanto, las lágrimas fluyeron de repente y le obligaron a abrir la boca y a respirar tirando de la nariz y de las comisuras de los labios en una mueca incontenible que no logró sofocar un lamento tan ahogado que su vecino le miró con estupor. Entonces, dejó a un lado la reserva y lloró en silencio.

En contra de lo que habían acordado, una vez en Nueva York le envió a su oficina cartas, cortos mensajes que sólo ella podía comprender, una cinta para las gafas rematada con flecos y piedras de colores que vendía un somalí en la esquina de su casa y la hoja roja de un arce que recogió del suelo en uno de los escasos y melancólicos paseos por el parque. Le hizo llegar recortes de periódicos y frases breves en su elemental inglés para mostrarle cómo progresaba sin reparar o sin querer reparar en que no tenía respuesta. Sólo muy de vez en cuando, en las noches de añoranza y soledad cuando ni siquiera podía echar mano de los recuerdos porque nada significaban frente al deseo, se daba cuenta de que la decisión de ella era inquebrantable. Pero aun así siguió viva la esperanza y aunque sabía desde el principio que languideciendo de amor nunca llegaría a nada, no hizo más que ver la ciudad con los ojos de ambos, pelearse a brazo partido con un idioma que se le resistía y trabajar de tercer ayudante en una serie para televisión que le había conseguido la propia Andrea a través de Leonardus.

Al cabo de unos meses, hacia enero, cuando comenzaron a caer en Nueva York las primeras nevadas, se matriculó en un curso de dirección en la universidad y cuando a finales de abril acabó su primer corto le envió una copia. Esperó con impaciencia el cartero y el teléfono pero ni cuando volvió Pedro Bali, un amigo de su mismo curso, y le contó que él personalmente había entregado el corto a Andrea en su oficina, ni después de darle el tiempo suficiente para buscar y encontrar el proyector, o la sala de proyección para lo que también le había incluido instrucciones precisas y siguió sin recibir respuesta, ni siquiera entonces, dejó de contarle en el secreto de su corazón todo cuanto veía y le ocurría igual que había hecho desde su llegada, con el íntimo convencimiento de que por una extraña conexión más eficaz aún que los mensajes cifrados o el teléfono que nunca se atrevió a utilizar, ella había de oírle. Seguía viéndole la cara de asombro o de escepticismo, oía su voz y su presencia seguía siendo tan viva que por las noches moría de impaciencia al tenerla tan cerca y no poder tocarla. La conocía lo suficiente para saber que nada le impedía contestar una carta, y siendo así no tenía motivos para suponer que había cambiado la decisión de no volver a saber de él. Pero incluso así, vivía con la convicción de que una ruptura tan tajante había de responder por fuerza a un propósito más profundo, o que el ansia de estar con él era de tal naturaleza que sólo se podía contrarrestar con esa decisión tan drástica; de otro modo ¿qué daño podía hacerle escribir una carta, una simple nota? Comprendió entonces con una forma de conocimiento distinta de la que le había hecho mantener la esperanza, que durante medio año había estado hablando solo y sin detenerse a pensar si se lo dictaba el despecho, el dolor o un impulso de mera supervivencia, decidió dar una tregua a la espera y reconstruir el escenario de su propia vida para arremeter con mayor fuerza en cuanto llegara la ocasión que, indefectiblemente, estaba seguro, había de llegar. Aunque como había de descubrir más adelante no basta la voluntad como arma de lucha ni sirve para reconvertir los fantasmas del pasado, ni nos vuelve invulnerables a la melancolía y al sufrimiento, ni mucho menos puede desviar el rumbo que los acontecimientos llevan escritos en sí mismos.

Cuando acabó el contrato con la productora decidió quedarse en Nueva York y aceptó todos los trabajos que le ofrecieron, desde conducir el camión de producción por las calles que no conocía hasta barrer los platos cuando ya no quedaba nadie. Y los hacía con tal dedicación que muchas veces, era consciente, a su alrededor se le miraba no con admiración sino con pena. Pero él seguía enfrascado en lo que le dieran porque quería recuperar el tiempo perdido y estaba convencido de que había que andar paso a paso el camino que se había trazado.

Fue inflexible consigo mismo, se sometió a una disciplina que le obligaba a levantarse al alba y antes de ir al trabajo se sentaba a escribir un guión que había comenzado el invierno anterior, y continuaba por la noche, cuando volvía de la academia nocturna, borrado el mundo que le rodeaba, sin oír al clarinetista, su vecino de la terraza contigua, ni los ruidos de la calle que durante las primeras semanas le habían impedido dormir. Avanzaba a tientas por un camino que sin embargo le parecía trillado porque sin darse cuenta entonces, estaba escribiendo en otras claves su propia historia y no se engañaba: sabía que toda obsesión no es más que una sustitución de la pasión.

La misma disciplina empleó contra la imaginación y la costumbre. En cuanto le situaban ante una imagen concreta y veía sonreír a Andrea, o buscar las gafas vaciando el bolso, o entrar en un teatro o un cine como si sólo faltara su presencia para comenzar, o aparecía sentada frente a él en la mesa de un café, se daba cuenta de que el dolor no remitía pero antes de recrearse en el recuerdo lo archivaba celosamente en su interior y seguía trabajando con la misma avaricia que si acumulara tesoros que un día habría de ofrecerle.

Como si fuera cierto que una mano oculta premia los esfuerzos desmedidos, como si existiera de verdad la justicia inflexible y racional que no ceja hasta poner la balanza de su lado, a los tres o cuatro meses se vio recompensado. Terminó el guión de su primera película que años más tarde habría de producir Leonardus, aquel primer corto que había acabado en la escuela con la ayuda de colegas y con medios irrisorios obtuvo el tercer premio en un certamen de la New York University y más tarde fue seleccionado para el Festival de Filadelfia, y al llegarle por fin una cierta paz se convenció de que estaba animado sólo por el intenso deseo de hacer lo mejor y le pareció que había vuelto al camino que dejó abandonado por seguir a Andrea.

Los días eran más largos. Flotaba en el aire el olor de las glicinas, los árboles comenzaron a cubrirse de hojas y hacia el mediodía el calor apretaba tanto como en un día de verano. Olía a primavera en la calle y Martín pensaba en los campos de Sigüenza, en los prados de Ures, en el tilo de la plaza que no había visto desde mucho antes de llegar a Nueva York, desde la primavera del año anterior durante aquellos pocos días que había logrado arrancar a Andrea para una breve excursión al interior del país, a su casa, adentrándose en los Monegros -un paisaje lunar que hasta aquel momento ella había contemplado sólo de forma vaga desde el avión, como se mira en la distancia lo que apenas tiene que ver con nosotros- hasta llegar a la provincia de Guadalajara en el cénit de la primavera radiante, escasamente soleada la tierra que durante meses se había endurecido por el frío y el hielo. El aire todavía con reminiscencias de invierno, irisado de claridad y transparencia, mecía las escasas y diminutas hojas de los chopos, tan tierno el verde recién nacido de los campos y tan breves aún los tallos en los trigales que asomaban entre ellos las vetas de las vaguadas y los caminos. Martín sabía que en un par de meses el sol confundiría los límites ahora tan claros dorando y uniformando la tierra y que el aire permanecería estático y aturdido por el sol que había de reinar, e igualar los colores y las sombras.

Llegó junio otra vez y se hacía difícil soportar el calor intenso y húmedo de la calle. No había forma de mitigar el ambiente sofocante de su apartamento porque no entraba aire por la única ventana del estudio ni siquiera abriendo la de la cocina, y en el pedazo de cielo que veía recortado y enmarcado por los últimos pisos de los edificios contiguos apenas se adivinaba el azul borroso de calina y humedad. Pero él seguía día y noche descubriendo los recovecos de su historia en unos parámetros que nadie sino él habría reconocido. Y en su entusiasmo le pareció que estaba aprendiendo a conocerse. La memoria es endeble cuando se trata del dolor, del amor y de las obsesiones. ¿Cómo se vive, se decía entonces, sin un guión a medio escribir? ¿De qué materia son los deseos que nos hacen continuar?

Fue por aquellos días cuando conoció a Katas. Durante meses se habían encontrado en el ascensor. Ella salía siempre en el piso 14 y a pesar de que permanecía como los demás con los ojos fijos en las luces que marcaban el paso de las plantas, se dio cuenta de que le veía quizá por la casi imperceptible turbación con que cambiaba de un brazo a otro los libros o por el encuentro fugaz de sus miradas cuando iniciaba la salida del ascensor. Tenía el pelo largo y lacio que llevaba recogido en una cola de caballo, y vestía siempre faldas floreadas y sandalias de ermitaño. Andaba cargada con libros y carpetas y ese día, además, con una bolsa de papel atiborrada de comida. Cuando el ascensor llegó al piso 14 fue a salir y por no chocar con la guitarra de otro vecino dio un traspiés y todos los libros cayeron al suelo. El chico de la guitarra aguantó estoicamente la puerta mientras él la ayudaba a recogerlos y no se dio cuenta de que en el momento en que la seguía para dárselos se había cerrado la puerta y el ascensor había seguido sin él. Dijo ella con un ligero acento extranjero que no reconoció: «Gracias, me llamo Katas», y alargó una mano por debajo de los paquetes. La dejó en la puerta del apartamento 147 y aunque no aceptó la invitación a entrar, a punto estuvo aquella noche de volver sobre sus pasos para decirle que había cambiado de opinión.

Al día siguiente supo más de ella por el portero de noche, un hispano con el que coincidía a veces en la puerta cuando el calor le sacaba de su apartamento. Era griega, le dijo, había llegado a Nueva York hacía unos años para estudiar medicina y al final del trimestre, es decir en Navidades, volvería a Grecia. Osiris, el hispano, al que se lo había preguntado venciendo su repugnancia a iniciar conversaciones, lo sabía porque la chica ya lo había comunicado al administrador. Y añadió con su cantinela nasal: «Ella está todas las tardes en la biblioteca del barrio, ésa de ahí enfrente. Yo te lo digo a ti por si tú quieres encontrarla».

Durante varias semanas quiso ir a la biblioteca pero no pudo. Trabajaba hasta muy tarde y cuando llegaba ya habían cerrado.

Un día al volver del trabajo salió del ascensor en el piso 15 y torció por el pasillo sin mirar al frente, ocupado en buscar la llave del apartamento en el fondo de la bolsa. Cuando ya iba a ponerla en el cerrojo acuciado por una presencia en la que no había reparado, levantó la vista y allí estaba Andrea, apoyada en la pared, a medio metro escaso de distancia, sonriendo divertida y emocionada ella misma por la sorpresa que había preparado.

– No has cambiado, no has cambiado nada -le decía, tan cerca su cara de la de ella que de no haber estado los ojos fijos en esa motita casi invisible que había descubierto junto a la ceja habría visto su rostro borroso como en un sueño-. No has cambiado nada -repetía y deslizaba el dedo por la frente, los párpados y las mejillas concentrado en el contacto, casi sin verla, como resbalan las yemas del ciego sobre los contornos y las superficies para descubrir los secretos que están vedados a los videntes. Apenas pudo hablar de otra cosa hasta el amanecer, demasiado obsesionado el pensamiento y la avidez por una presencia que había deseado durante meses, y cuando lo hizo no atendió a las razones que ella le daba -este viaje es sólo un paréntesis, una sorpresa que no significa nada-, porque le parecía que ella misma y su llegada desmentían la veracidad de sus palabras y de sus propósitos, y sin querer oírla insistió en ofrecerle de nuevo y con más vigor aún, su vida, su tiempo, su cuerpo y su alma, y se entretuvo incluso en anticiparle cómo podría ser la vida de ambos en Nueva York seguro de transmitirle su entusiasmo y vehemencia. Porque ahora que la tenía tan cerca, en el lugar idóneo, el perfecto, el que le había sido destinado desde siempre, no cabía imaginar cómo había de ser de otro modo.

Hacia las diez de la mañana, sin embargo, ella comenzó a recoger su ropa porque salía hacia México dentro de un par de horas con Leonardus y dos de sus socios en un viaje de prospección, dijo, están cambiando las cosas en España, añadió, con la llegada de la democracia y hay que estar preparado. Andaba con prisa, pero aún le quedó tiempo para recordarle que esa escala en Nueva York no había de hacerle concebir otras esperanzas que, insistió, no tendrían fundamento alguno.

– Sin embargo tú me quieres.

– Ya lo sabes -respondió ella-, pero no hay solución para nosotros. La vida es así, no le pidas más de lo que puede darte -y sonreía como entonces como el día, un año antes -un año ya- que se había presentado en la casa de la plaza de Tetuán donde él vivía con una hermana de su padre, para rematar la larga discusión que habían tenido la noche anterior y darle a conocer un veredicto cuya urgencia y brutalidad no pudo comprender.

– Pero ¿por qué tengo que irme? ¿Qué me estás queriendo decir? -preguntó él entonces.

– Federico ha desaparecido, bien lo sabes. La policía lo busca. La productora sin él no funciona. Tienes una oportunidad en Nueva York con ese contrato que te ofrecen a través de Leonardus. ¿O prefieres quedarte en Barcelona sin trabajo, expuesto a que la policía te encuentre? Sabes que te están buscando.

Era cierto que desde hacía una semana la puerta de la productora estaba sellada por orden judicial, que hacía varios meses que nadie había cobrado y no se tenían noticias de Federico, pero nunca se le había ocurrido relacionar esos hechos con la política.

– ¿Por qué habrían de buscarme? -le preguntó-. Si lo hicieran ya me habrían encontrado, nada más fácil.

– Sé lo que me digo -respondió Andrea que a todas luces tenía prisa, y sacó del bolso una cartera con el billete, una lista de direcciones de Nueva York y el contrato del piso que había alquilado para él por un año entero en la calle 14 con la Segunda Avenida -. Y tampoco nosotros tenemos futuro -dijo con dulzura.

Pero él casi no la oyó porque lo único que le interesaba en ese momento ella no estaba dispuesta a aportarlo.

Bajaron juntos en el ascensor y salieron a la calle.

– Siempre te estaré esperando -juró aún en el último minuto sin darse cuenta cabal de que desaparecía en el taxi perdido en la circulación hasta que, consciente de que había salido sólo con la llave, volvió a casa. El apartamento tenía un olor distinto ahora y estaba más vacío que durante todos esos meses y su trabajo, su vida en Nueva York y él mismo, de pronto carecían de sentido.

Llamó al plato e inventó la excusa de una caída, como había hecho ella en tantas ocasiones aquel primer año en Barcelona, y se tumbó en la cama revuelta. Tenía el día libre y no sabía muy bien qué hacer. Daba vueltas y más vueltas a cada uno de los gestos de ella, a sus palabras que repetía incansablemente hasta agotarlas y gastarlas y lograr que se vaciaran de sentido, y hacia las tres de la tarde ni el aroma que su cuerpo había dejado flotando en el aire ni el temblor decreciente de sus manos eran más que otra imagen fugaz que añadir al bagaje que la memoria arrastraba consigo desde que tomó el avión aquella mañana de junio en Barcelona.

Salió de nuevo y se fue al japonés de la calle 16. Comió lo que no había comido en dos semanas y se tomó dos bloody mary. Y cuando al salir miró el reloj y vio que eran las cinco y media decidió ir a la biblioteca.

La vio inmediatamente con la cabeza inclinada sobre los libros, jugando distraídamente con un mechón del flequillo. Tomó una revista y fue a sentarse casi frente a ella. Hasta mucho rato después, al levantar la vista quizás atraída por el reclamo de su mirada, no le vio; le sonrió con timidez pero sin sorpresa y volvió a su libro. Cuando se levantó para irse él la siguió y una vez en la puerta la invitó a tomar un café. Ella aceptó. Él no tomó un café sino una cerveza y luego otra y mientras la tarde se adormilaba sobre los rascacielos y el rosa del crepúsculo teñía el cielo brumoso y espeso de la ciudad, le contó la misma versión de su vida que había querido contar un par de años atrás a Andrea, sin prisas porque nadie les esperaba ahora y porque posiblemente tampoco él estaba tan impaciente como el día que la conoció en la playa, ni tan ansioso como cada uno de los instantes que estuvo con ella aquel verano y el invierno que le siguió hasta que se fue, y aun después. Y porque estaba seguro también de que en aquel mundo de cemento, ruidos y excesos, hablar con calma de su infancia en la lejana aldea escondida entre trigales resultaría cuando menos una historia mucho más exótica. Comenzó casi de la misma forma, como hacemos todos afianzando la versión oficial de nuestra propia vida, esa versión que acabamos creyendo y a partir de la cual elaboramos un dictamen sobre nosotros mismos que a toda costa queremos que acepten los demás:

– Me llamo Martín Ures -le dijo en un inglés que a pesar de haber mejorado seguía siendo elemental- y soy español. -Ella asintió como si ya lo supiera-. Soy de Ures, provincia de Guadalajara, en el centro de España y estoy muy orgulloso de llevar el nombre de mi aldea.

Cenaron aquella noche en un restaurante del Village y pasearon hasta el amanecer. Al día siguiente, tal como habían convenido, Katas apareció en su apartamento para recoger su bolsa y llevarla a la lavandería junto con la de ella. Martín fue por la tarde a buscarla a la biblioteca y le pidió que le acompañara al rodaje del otro lado del puente de Brooklyn y tres días después le ayudó a pintar el apartamento que, dijo, necesitaba una mano de pintura. Hablaban por teléfono por lo menos una vez al día y si llegaba pronto a casa Martín preparaba una ensalada y tortillas que compartía con ella. Fueron al cine, al Central Park, y al gimnasio de la Segunda Avenida y acabaron contando el tiempo por las horas que les faltaban para encontrarse. Pero ni siquiera cuando al cabo de tres meses pidió prestados a Dickinson, el primer cámara, los cincuenta dólares que necesitaba para llevarla a cenar al New Orleans, un restaurante con manteles a cuadros y velas en copas de cristal sobre las mesas donde había decidido pedir una botella de vino y regalarle luego los largos pendientes de azabache que ella había descubierto en un escaparate de la Segunda Avenida muy cerca de su casa, ni siquiera esa noche, convencido como estaba de que a la vuelta ninguno de los dos habría de pulsar el botón del piso 14, quiso aceptar que había marginado a Andrea. Es más, mientras se preparaba para salir y se ponía la camisa blanca que él mismo había planchado, se aferraba con obstinación al recuerdo de su mirada azul como nos aferramos a la memoria de un muerto para que no desaparezca la parte de nuestra vida que se fue con él y sigamos siendo lo que somos.

La imagen persistió no como una sonda en el pasado sino en el interior de sí mismo.

Dijo Andrea desde atrás, con las manos húmedas sobre los brazos de él:

– ¿En qué piensas?

No respondió.

– Mira -dijo ella-, nos van a llevar. -Y apoyó la barbilla en su hombro como si mirando en la misma dirección fuera a descubrir lo que él veía.

Por estribor había aparecido una barca de pesca de proa levantada, carcomida la madera en las aristas por el uso, del mismo azul pálido desvaído por la luz que las casas reconstruidas del puerto. Nadie la había visto acercarse ni había oído el ronquido del primitivo motor de dos tiempos.

El barquero dio a gritos una orden que apenas logró desprenderse del ritmo sincopado de las nítidas explosiones del motor y de pie, con la mano en la barra del timón, sin esperar la respuesta agarró un cabo meticulosamente enrollado en el fondo de la carlinga y siempre sin soltar la barra lo lanzó con la otra a la cubierta del Albatros. Era tan convincente que Tom amarró el cabo sin mirar a Leonardus, como si a partir de aquel momento la autoridad se hubiera desplazado, y después se dirigió al timón para ayudarlo también a obedecer. El Albatros tras un par de embestidas descontroladas se acopló a la velocidad del motor elemental que acusaba chirriando ese esfuerzo desmesurado, y se adentró en aguas del puerto remolcado por la barca y el barquero como el cadáver de un escarabajo recorre el polvo arrastrado por la hormiga. Avanzaban despacio, con las velas todavía esparcidas en cubierta como un colgajo inútil bajo un cielo sin un soplo de aire. El hombre se volvía de vez en cuando, levantaba la cabeza hacia ellos y gritaba en griego para hacerse oír lo que indicaba con gestos para hacerse comprender. El aire inmóvil olía a salvia y espliego pero al pasar junto a la otra margen cubierta de sargazos, una bandada de gaviotas alzó el vuelo y el alboroto les trajo en oleadas el hedor de las pestilencias de un albañal, un montón apelmazado de detritus donde zumbaban nubes de insectos.

– ¿En qué piensas? -repitió Andrea presionando el hombro de Martín que seguía con la vista fija en la plazoleta de la mezquita. La mujer bajo el alero, alta como una sombra lejana como una quimera, desaparecía tras un saliente del muelle.

– ¿En qué piensas? -insistió.

– Son ruinas -dijo él vagamente. Se secó el sudor con la mano y se volvió hacia ella porque sabía que sólo así borraría de su cara la inquietud.

– ¿Qué estabas mirando?

– Nada -dijo él y le pasó la mano por la frente.

También ella sudaba, ella que no se había cansado de proclamar a todas horas con un deje de superioridad en la voz y en el gesto que ni siquiera sudaba en la sauna, indicando con ello que aunque su deseo habría sido sudar como los demás, la naturaleza, su propia naturaleza, no le había otorgado ese don plebeyo. En aquel momento las gotas que brotaban en la superficie de la piel y estallaban en minúsculos puntitos brillantes en todo el cuerpo le daban un aspecto agotado y deshidratado.

El sol había llegado a su cénit y a medida que se acercaban a tierra, la sombra de la roca como un filtro monumental y mágico teñía de color una exigua franja del puerto y daba forma y definición a la primera hilera de casas de paredes pintadas de azul y ocre. Y apareció la pequeña plazoleta que se había hecho un lugar entre ellas con las dos hileras de escuálidas y polvorientas moreras cubiertas apenas de hojas resecas y tostadas, y las dos mesas vacías frente al café cerrado aún y desierto, como todo el pueblo que pese a haber quedado en parte sumergido en la sombra hervía aún por la solana del día. Nadie había en el muelle salvo dos hombres inmóviles de pie junto al agua que parecían esperar la llegada de la barca y de su trofeo. Puertas y ventanas estaban cerradas, no corría el aire, no se oían voces, no había gatos, ni perros, ni niños, ni casi ruidos, ni volaban las gaviotas en la asfixia del mediodía. El tiempo se había detenido y el mundo con él y únicamente la silenciosa caravana se movía en ese lugar vencido.

– Rihno agira, agira -chilló el barquero.

Tom miró a Leonardus.

– ¿Qué dice?

– Que eches el ancla.

Tom pasó de un salto de la popa a la proa y largó el ancla cuando apenas quedaban veinte metros para el muelle. El súbito chasquido contra el agua y el martilleo metálico que le siguió ahogaron un instante el zumbido del motor y se levantaron aleteando enloquecidas las gaviotas del albañal. El barquero lanzó de nuevo el cabo a la cubierta del Albatros que ya perdía la escasa velocidad del arrastre, y una vez liberada su barca dio vueltas y más vueltas atenta la mirada a la inercia del velero como si la exactitud del amarre dependiera únicamente de él y de sus alaridos. Y cuando ya la popa caía hacia el muelle entabló a voces un diálogo con los dos hombres, y con trasiego de cabos y bicheros amarraron entre todos el Albatros casi sin contar con él, como se le hace la cama a un enfermo. Los dos hombres ataron los cabos a los cáncamos del muelle y enrollaron meticulosamente el sobrante, y a una orden del barquero desaparecieron por una calleja estrecha que arrancaba de la plaza.

El barquero apagó el motor y dejó su barca amarrada también, y con una agilidad de mono impropia de su rostro martirizado por las arrugas y de esas piernas delgadas de los ancianos que asomaban por las perneras arremangadas del pantalón, se encaramó por los salientes del muro y saltó a tierra, y sin esperar a que Tom tendiera la pasarela cobró el cabo de popa del Albatros y de un brinco salvó la distancia y se quedó de pie en la bañera donde se habían sentado los cinco sin saber exactamente qué hacer. Tom trajo agua fría, hielo y limones.

Era un hablador incansable, se quitó la gorra varias veces y se la volvió a poner alisándose los cabellos ralos y endebles, luego encendió un cigarrillo que dejó apoyado en la madera hasta que Tom lo vio y se lo devolvió y él se lo puso en la boca sin moverlo ya más e inició entonces una larga perorata acompañándose de gestos y muecas.

Se llamaba Pepone bramó casi, y para tranquilizar a Leonardus que pedía a gritos un mecánico le dijo que él mismo había enviado a los hombres a buscarlo y que no tardarían en volver. Después, como un juglar que hubiera esperado impaciente a su público, comenzó a recitar una historia probablemente repetida mil veces. Hablaba en italiano mezclado con el español que había aprendido en la Argentina, dijo, a donde había ido con su familia cuando su padre era contramaestre en el Messimeri y la desgracia no se había abatido aún sobre ellos. Porque aunque costara creerlo, ésta había sido la isla más rica del Mediterráneo. En las calles adoquinadas con piedras de la Capadocia se levantaban casas señoriales construidas con mármoles de Carrara, maderas perfumadas de Oriente y cristales de Venecia, y en las márgenes del puerto se sucedían los almacenes y los tinglados, y los obradores de jarcias y los talleres donde se confeccionaban las velas más fuertes y mayores de todo el Levante. ¡Ah, la época de los veleros! Barcos con vida y temblor, barcos huraños o sumisos, alegres, pesados, perezosos, no como los mastodontes de humo y chimeneas que los sustituyeron. Yo aún he conocido esta ensenada tan llena de veleros que desde aquí un bosque de mástiles habría escondido las laderas. Y miró con melancolía las ruinas donde crecían ahora, inocentes y silenciosos, el mirto y el tomillo. En la entrada de la bahía y a veces casi en mar abierto se alineaban los veleros fondeados a la espera de un amarre libre donde atracar y descargar la mercancía. Traían damascos y piedras preciosas, o granos y especias que cambiaban por armas, grandes cajones claveteados que desaparecían en las sentinas de los barcos y zarpaban rumbo a las guerras. Vociferaban los vendedores ante las aduanas y frente al mercado, y señaló del otro lado de la plaza un sombrío edificio vacío ahora y medio en ruinas, y cantaban las adivinas la suerte de los marineros, y mujeres hermosas y altivas envueltas en sedas se acercaban al puerto a despedir a los que partían a países lejanos. Y del otro lado por la parte de la playa, se extendían hasta el agua huertas bordadas como jardines en cuyos lindes daban sombra higueras, cerezos, albaricoqueros y nísperos, y había caminos de almendros y viñas verdes hasta el mar, y los pescadores volvían al atardecer cargados de pescado que colocaban como un dibujo sobre las cestas, y de las laderas bajaban los rebaños de ovejas cuya leche agriada envolvían las mujeres con hierbas olorosas y escurrían en paños de lino hasta convertirla en grandes quesos que llevaban envueltos en paños blancos sobre la cabeza, camino del mercado. ¿Veis aquello?, y señaló un pilón de cemento en la otra esquina de la plaza junto a una columna medio derruida. Allí había una fuente con siete caños, y grandes esculturas de la sabiduría, la gracia y el poder, con peces y sirenas y hojas de acanto.

– Este hombre es imparable -dijo Chiqui dando un bufido y al ir a levantarse Martín la retuvo.

– Siempre había fiesta y alegría -continuó el barquero sin darse por enterado- porque había dinero -y movió el índice y el pulgar bajo los ojos de Chiqui-, mucho dinero. Veinte mil habitantes tenía esta isla, más de veinte mil, sin contar con los forasteros que podían llegar a ser dos o tres mil más. Pero luego vinieron los barcos de vapor y poco a poco fueron pasando de largo, y quedamos abandonados en ese extremo del Mediterráneo. Eso fue el principio. Más tarde vino una guerra, después otra. Ahora quedamos apenas doscientas personas. Todos se fueron, a todos se nos llevaron cuando comenzaron los bombardeos. Los italianos nos invadieron, los ingleses los expulsaron a bombas, se quedaron con la isla y la convirtieron en un polvorín. A nosotros nos enviaron a Palestina, al Irak, a Australia. Y cuando todo acabó, aquí no quedó nada ni nadie.

De pronto se calló. Una figura alta y sombría atravesaba la plaza flanqueada por dos perros alanos, fuertes y pardos con las orejas caídas, el hocico romo y arremangado y el pelo corto, que marchaban a su mismo paso vacilante. El hombre llevaba un alto birrete del mismo color de ala de mosca que la sotana raída y una larga barba le llegaba casi hasta la cintura, y aunque caminaba erguido sin mirar más que al frente era evidente que intentaba conservar el equilibrio. Pero aun así, formaban los tres un conjunto altivo.

– Es el pope con sus perros que va a tocar la campana de la tarde.

Se hizo un sitio entre Andrea y Chiqui y agachándose como si fuera a contar un secreto jocoso, o quizá temeroso de que el pope pudiera oírle, se tapó la boca con la mano y añadió:

– Siempre está borracho. Por esto está aquí, por borracho. Dicen que fue desterrado hace muchos años pero ahora es él quien manda aquí. -Y recuperando la amplitud de gestos que había utilizado para cantar los tiempos gloriosos de la isla sentenció-: Como un rey destronado que se erige a sí mismo reyezuelo.

– ¿Por qué lleva esos perros? -preguntó Chiqui a Leonardus.

– Porque le gusta -contestó Pepone-, porque está loco. En esta isla todo el mundo está loco. Mira ésta -y señaló el muelle-, Arcadia, la visionaria.

Era una vieja alta, delgada, de huesos estrechos y alargados como las sombras, envuelto el cuerpo y la cabeza en un harapo continuo que arrastraba como un manto demasiado largo, del mismo color tostado que la piel de su rostro sin mejillas. Caminaba por el muelle dando someros tumbos y a los pocos pasos desapareció en un portal o en una bocacalle, era difícil saberlo desde allí.

– Está buscando su casa. Volvía del pueblo cuando la sorprendió el bombardeo y no logró encontrarla. No había más que un inmenso agujero, y desde entonces hurga en las ruinas buscando a sus hijos. -Y se rio-. No come ni duerme jamás, no tiene casa, no habla con nadie la vieja Arcadia, se limita a canturrear y caminar desde el alba hasta la noche cerrada y buscar sin descanso desde hace más de cuarenta años.

– Pues vaya isla a la que hemos ido a parar -dijo Chiqui.

Llegaron entonces los dos hombres y el mecánico que Pepone había enviado a buscar. Saltaron a bordo y se volcaron los tres sobre el motor hablando entre sí como si a nadie más importara la avería. Y entonces Pepone, recuperado su papel de intermediario, se dirigió a Leonardus y después de reclamarle el pago de la operación de remolque, le comunicó con una seguridad no exenta de cierta alegría que no podrían zarpar por lo menos hasta el día siguiente, porque no había en la isla la pieza de recambio que necesitaban. Y añadió que habían tenido suerte, aunque por el tono parecía indicar que no la merecían en absoluto, porque el barco que una vez cada semana hacía la travesía de ida y vuelta desde Rodas, llegaba precisamente los miércoles, es decir, mañana. Dimitropoulos, el mecánico, iría a llamar ahora mismo siempre que el teléfono funcionara, y ellos, entretanto podían visitar el pueblo, e hizo un amplio gesto con el brazo para dar a entender que algo habría por ver en aquellas calles vacías y aquellas laderas desoladas. Él, por supuesto, estaba a su disposición para llevarles con la barca a donde quisieran. ¿Deseaban acaso visitar la cueva azul, la más hermosa de cuantas cuevas había en las islas del Dodecaneso? Hoy precisamente era el día adecuado porque la calma permitiría entrar en ella sin dificultad. ¿O preferían mañana por la mañana cuando la luz del sol, y señaló el lejano segmento de horizonte entre las bocanas del puerto, entrara por la ranura y se polarizara en tonos irisados de color azul? Él vivía allá, en la casa ocre junto al café. No tenían más que llamarle y gustosamente les atendería.

La inmovilidad o quizá la certidumbre de que habían de permanecer al menos un día en la isla incrementaba el calor que después del mediodía se había condensado, y aunque la línea de sombra de la roca se desplazaba ganando terreno a la bahía, faltaba el aire incluso en cubierta. Leonardus se había quitado la chilaba y había prendido el ventilador de su camarote, y tumbado en la litera con la puerta abierta de par en par para crear una corriente de aire inexistente, transpiraba y resoplaba como una ballena.

Las dos veces que en el transcurso de la tarde Martín se había asomado a cubierta no había visto un alma por el muelle. Chiqui se había puesto los auriculares de Tom y seguía el compás de la música con el cuerpo sudoroso mientras los dos hombres hablaban en voz baja como si no quisieran despertar al pueblo sumido en la siesta. Pepone y su barca habían desaparecido.

– Acabaremos deshidratados -gritó Chiqui a Martín desde cubierta sin siquiera quitarse los auriculares cuando le vio sacar agua de la nevera.

Hacia las seis dos mujeres con barreños en la cabeza atravesaron la plaza, como comparsas contratadas para aderezar un escenario hasta ahora desierto y mostrar al público que la función iba a comenzar. Al poco rato el estruendo de la persiana metálica del café rompió el silencio de la tarde. Un hombre con delantal blanco sobre la inmensa barriga sacó un par de veladores más y varias sillas que colocó bajo las moreras y un poco más tarde avanzaron hacia el centro de la plaza tres ancianos apoyados en su bastón que tomaron asiento, sacaron de una bolsa un montón de fichas de hueso y las echaron sobre la mesa. El dueño del bar les llevó unas cervezas. Se movían despacio pero nadie hablaba aún, quizá esperando que remitiera el bochorno. Se abrió el balcón de la casa frente al Albatros y un hombre y una mujer ocuparon dos asientos frente a frente separados por una mesa de madera; sin hablar, sin mirarse apenas, se dispusieron a contemplar lo que iba a ocurrir con la inusitada llegada de ese barco al puerto. Él vestía una chaqueta de pijama y ella, mucho más corpulenta, envuelta en una bata floreada, llevaba un pañuelo amarillo en la cabeza y se abanicaba con un pedazo de cartón.

Entre las brumas del sopor y el sudor, Martín miraba el reloj una y otra vez para cerciorarse de que las agujas se movían, pero el tiempo parecía no tener impulso para avanzar.

Un golpe en la puerta le asustó.

– ¿Qué ocurre?

– Yo voy a dar una vuelta por ese maldito pueblo -dijo Chiqui con la voz crispada-. ¿Alguien quiere venir? Si me quedo un minuto más en este barco voy a arder.

– No estará mucho mejor fuera.

– Da igual, yo me voy.

– ¡Yo no! ¡Yo me quedo! -bramó Leonardus desde su camarote.

La sombra de la roca se había fundido ya con la línea del horizonte. Sin embargo, persistía la luz hiriente del día sostenida por una humedad viscosa que se negaba a desprenderse de la piel y de los suelos. Graznaron las gaviotas del albañal y como un resorte pulsado por error se puso en marcha la cadencia rítmica de la central eléctrica.