37371.fb2 Azul - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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III

Eran las siete cuando, más por la esperanza de que con el atardecer remitiera el bochorno que por haber percibido un indicio de brisa, un hálito de frescor, Andrea, Chiqui y Martín decidieron ir a tierra.

Martín saltó al muelle y luego retrocedió para dar la mano a Andrea en un gesto casi mecánico, seguro de que ella le seguía y de que agarrada con una mano al estay de popa alargaría la otra para tomar la suya temblando por el vértigo pero apaciguada al mismo tiempo por su propia sumisión y por la ayuda que él le prestaba.

Chiqui, en cambio caminó con seguridad y casi con indiferencia por la pasarela, sin evitar en absoluto mirar el agua oscura y maloliente a la que, estaba segura, ni iba a caer ni quería echarse, como había explicado el primer día Andrea de sí misma. Luego los tres caminaron por el muelle y la plazoleta, despacio, para no alborotar el calor inerte de la tarde.

Al pasar frente a la antigua lonja, un atrio sostenido por melladas columnas de mármol con los mostradores del pescado conservando aún el orden circular y las mesas laterales arrimadas a las paredes, se detuvieron y entraron. Olía a pescado seco y a sebo. Resonaron las voces en la bóveda vacía y se arrastraban las palabras, desprendidas de sus ecos, por la superficie marmórea de los antiguos mostradores. Una golondrina desbarató el silencio y fue a esconderse en su nido en la viga más alta.

Al hacerse a la oscuridad descubrieron en un rincón un hombre sentado en el suelo, apoyada la espalda en una columna y la cabeza doblada sobre el pecho. Estaba inmóvil envuelto en un trapo y los pies descalzos asomaban por debajo. Junto a él, desplegado sobre las losas, un paño oscuro mostraba una colección de objetos diversos. Andrea y Chiqui se acercaron a curiosear: un pequeño cajón con postales amarillentas de la isla en épocas de antiguos esplendores, cartones cortados a mano con zarcillos, aros, cuentas de colores, collares, cajas de cerillas y una caja de cartón llena de cintas elásticas de todos los colores.

– ¿Qué son esas cintas? -preguntó Chiqui y levantó la cabeza sorprendida por el cercano eco de sus propias palabras.

– ¿Qué son esas cintas? -repitió en voz más baja.

El hombre se desperezó y sin mostrar intención ninguna de incorporarse, levantó hacia ellos la cabeza un poco ladeada y les miró con un solo ojo: el otro, mucho mayor, estaba fijo e inmóvil, era blanco y lo mantenía abierto sin ningún rubor. Luego tomó una cinta con la mano y con gestos les indicó que era una cinta para sostener las gafas.

– ¿Tan corta? -preguntó Chiqui, que sólo había visto los largos cordones que utilizaban Leonardus y Andrea.

– Éstas son para navegar, se mantienen fijas las gafas aunque te zarandee el temporal. Son las que utilizan los marinos -dijo Andrea y se volvió sonriendo hacia Martín.

– No tengo este modelo -añadió-, debe de ser el único que me falta. -Volvió a sonreír y mirándole como si se refiriera a un secreto que compartían escogió una de color azul, y mientras él intentaba descubrir el precio de la compra en dólares que el hombre le reclamaba, sacó las gafas oscuras de la cesta y comenzó a pasar las varillas en los ribetes que formaban los extremos de la cinta.

Nunca había logrado saber hasta qué punto necesitaba las gafas porque podía estar durante horas sin ellas y en cambio de repente era incapaz de continuar lo que estaba haciendo si no las encontraba. Y aunque preguntaba siempre si alguien las había visto bien es cierto que jamás esperaba una respuesta. Tal vez por eso creyó entender desde el principio que no eran sino un pretexto para dar por terminada una conversación que había comenzado a aburrirle o para cambiar de grupo cuando quería estar en otra parte, a veces precisamente donde se encontraba él. Pero a medida que fueron pasando los años era cada vez más evidente que las necesitaba, sobre todo de noche, aunque siguiera sin llevarlas y las perdiera y las buscara después, pero en contra de lo que podía parecer no para esconder su miopía sino porque no había acabado de convencerse a sí misma de cuánto las necesitaba.

Desde que le había dejado solo en la terraza aquel primer día, deshaciendo la figura lánguida a la que él habría querido contar su historia, no podía recordar las veces que se había repetido la escena. Y cuando aquel mismo verano, exactamente el viernes de la semana siguiente, volvió a la casa de la playa con Federico, que había sido emplazado de nuevo por Sebastián, le llevó una cinta azul con dos arandelas para sujetar a las varillas de las gafas y poder llevarlas colgadas del cuello.

La había guardado en el bolsillo del pantalón y tenía la mano dispuesta para dársela en el momento en que pudieran quedarse solos en la terraza como había ocurrido la semana anterior. Había imaginado ese encuentro desde el instante en que ella acudió a la puerta por la tarde a despedirse de ellos a toda prisa porque Federico tenía que estar temprano en la ciudad esa noche, y aunque a lo largo de la semana desde su repentina soledad había aguzado el oído para descifrar las palabras que pronunció al darle la mano y él había perdido entonces, o para confirmar las que no había sido capaz de creer que había oído, no estaba seguro de que ella hubiera susurrado exactamente, vuelve pronto por favor. Quizá sí había dicho vuelve pronto y lo que no había comprendido fuera por favor, lo cual le llevaba a suponer que ella, de un modo u otro, le estaría esperando, aunque tampoco ese convencimiento servía para tranquilizarle sino todo lo contrario: le temblaba la mano en el bolsillo y le fallaba la voz cada vez que intentaba hablar. Pero había pensado tanto en la forma en que ocurriría, quizá para que no le traicionara la timidez y el nerviosismo, que estaba seguro de que en cuanto llegaran a la casa Federico y Sebastián se enfrascarían en sus papeles, y entonces él saldría a la terraza y desde la sombra del toldo, en una posición entre indolente y abstraída de la que había previsto incluso el detalle de cómo iba a apoyar la mano en el barandal, se echaría el pelo hacia atrás igual que le había visto hacer a ella y, como si saliera de las profundidades de su ensimismamiento, levantaría la mano con una cierta sorpresa pero con absoluta naturalidad en cuanto ella dejara de nadar y le llamara a gritos haciendo bocina con las manos:

– ¡Eh, Martín, eh! -La estaba oyendo.

Pero casi nunca ocurren los hechos como los habíamos imaginado porque la situación sobre la que montamos nuestras previsiones responde a elaboradas fabulaciones que se fundamentan sólo en la fantasía y nunca tenemos en cuenta el deseo y el anhelo que cambian el sentido y ocultan o enmascaran a su conveniencia lo esencial y lo palmario. Y aventuramos un quimérico devenir partiendo de premisas casuales, parciales y siempre inexactas, y después achacamos al destino o la fatalidad la falacia de nuestro vaticinio.

No apareció durante el día y él, que seguía estrujando la cinta en el bolsillo, cuando creyó que su impaciencia había llegado al límite y que ya no podría resistir un minuto más sin saber a qué atenerse, a pesar de que no se oía el más leve chapoteo y de que ya era noche cerrada señaló un punto invisible en el mar y preguntó en el tono más natural que le permitió su voz deshecha por los cigarrillos que no había dejado de fumar en todo el día: «¿No es Andrea la que llega por aquella parte?».

– No -respondió Sebastián y levantó extrañado la cabeza hacia la terraza-. Andrea ha ido a la montaña a recoger a los niños, que han pasado unos días con los padres de Carlos. Llegarán mañana -dijo-, y Carlos con ellos, supongo. Carlos es su marido, tú le conoces… -y se dirigió a Federico para acabar de contarle sobre Carlos lo que él ya no fue capaz de oír.

En las quimeras y sueños de la semana, en sus reminiscencias y conjeturas, en la construcción de los futuros utópicos y las biografías que le habían ocupado tanto tiempo, en los proyectos que había de realizar y los obstáculos que había de vencer, en las escenas imaginadas, edulcoradas, perfeccionadas, reales casi de puro vivirlas y revivirlas a todas horas, lo único que no había previsto era unos niños y un marido.

Siguió mirando fijamente la oscuridad del mar y se dedicó a revisar una a una las luces de tope de las barcas fondeadas para tranquilizar así su confusión y salir del desconcierto, del mismo modo que la persona irritable, consciente del rapto de furor que está por asomar, cuenta hasta diez antes de hablar para darse a sí misma el tiempo necesario de recobrar la calma y a la situación sus verdaderas dimensiones.

La cinta azul permaneció en el bolsillo, pero como si el conocimiento de esa nueva circunstancia le hubiera desarmado y tranquilizado a un tiempo dejó de estrujarla y casi la olvidó. Y cuando a la mañana siguiente tumbado solo en la playa se preguntaba con una cierta melancolía qué sentido tenía ahora el curso intensivo de natación al que se había apuntado y al que ya había asistido con terror todos los días de la semana para intentar aprender antes de que ella pudiera darse cuenta de que apenas sabía nadar, olvidó también que podía llegar precisamente en aquel momento. Y así fue. Irrumpieron en la playa por la puerta por la que ella había desaparecido el sábado anterior dos niños desnudos de unos cuatro o cinco años, tan rubios y tan iguales que se quedó absorto mirando sus gestos repetidos, el mismo color pajizo de los cabellos, la misma forma de andar dando tumbos por las piedras, la misma mirada fija en él al principio y luego, y con el mismo gesto de indiferencia, igual movimiento de sus hombros antes de darse ambos la vuelta para chapotear en la casi imperceptible rompiente de las olas. Y no había tenido siquiera tiempo de reconvertir la situación para adjudicarles el papel de hijos de Andrea, cuando apareció ella con el traje de baño del primer día y, como si fuera lo más natural que él estuviera tumbado en esa playa porque era el lugar que sus designios ocultos le habían adjudicado, con un gesto de apremio pero asomando a la vez en la comisura de sus labios o en la ternura de sus ojos entornados una expresión de burla hacia sí misma quizá o, pensó, hacia él que no lograba adecuarse al tiempo y propósitos de esa mujer sorprendente, le alborotó el pelo con la mano al pasar y le preguntó cuando ya casi había llegado al agua con los niños:

– ¿No habrás visto por casualidad mis gafas en la sala, corazón?

Se acordó de la cinta en aquel momento y fue al pretil donde había dejado la ropa, y aunque nada era como había imaginado le embargó una urgencia feroz por dársela, quizá por borrar así la zozobra que le había producido esa inesperada palabra cuya índole no quería dilucidar ahora, ni saber si se debía a la ligereza con que la había dejado caer o a la presunción de dar por consumadas en esa historia más etapas que las que él, en su impaciencia, habría estado dispuesto a aceptar. Volvió hacia ella, que se había agachado sobre las piedras junto a los niños, y sin apartar con la mano el pelo que le caía por la frente, se la alargó y dijo:

– Es para ti.

Tampoco había previsto la mirada de sorpresa ahora al levantar la cabeza, ni el beso breve en los labios asiéndole las orejas, ni que le dejara solo con aquellos niños minúsculos que se adentraban en el agua y se zambullían y se alejaban, ni que se tumbara a su lado después poniendo la cinta en las varillas de las gafas que había recuperado y las dejara caer sobre el pecho, alargando el cuello para ver qué efecto producía ese nuevo e inesperado collar. Y sin embargo todo ocurrió de forma tan natural que esta vez olvidó la existencia del marido.

Lo vio luego, casi a la hora de comer, cuando Andrea ya había vuelto a entrar en la casa.

– Echa una ojeada a los niños, ¿quieres? -le había dicho al irse.

– Pero…

– No te preocupes, saben nadar, y nunca van demasiado lejos. -Y se fue.

Entonces, doblando el cabo que cerraba la playita por el norte, apareció él, solo al timón de la Manuela que avanzaba con tan extremada lentitud que cuando dejó el motor en punto muerto apenas acusó la reducción de velocidad. Fondeó el ancla por la popa y con un par de saltos llegó hasta la proa cuando quedaba hasta el muelle poco menos de una braza que salvó de un salto con el cabo en la mano y se volvió con rapidez para detener la barca antes de que chocara con el espolón. Tiró del cabo de proa, lo lazó sobre una argolla, volvió a saltar a cubierta y corrió a cobrar la cadena del ancla para dejar la Manuela amarrada. Nunca le había visto pero lo reconoció enseguida. Por la seguridad de su parsimonia o de la forma en que levantó la mano y sonrió al saludarle como si las presentaciones ya hubieran sido hechas, o más probablemente porque tenía los cabellos del mismo color pajizo que los gemelos, Adrián y Eloy se llamaban, le había dicho Andrea. Estuvo más de media hora para desarmar el toldo, adujar los cabos, baldear la cubierta, sin prisa alguna ni precipitación, enfrascado en lo que hacía. Cuando hubo terminado subió por la borda a los dos niños izándolos por las manos, luego se sentó en un banco de cubierta, encendió un cigarrillo, puso una pierna sobre la otra y fijó la mirada en algún punto de la costa a babor sin apartar de él los ojos mientras fumaba con calma y una cierta fruición. No era muy alto, pero era fornido y tenía el cuerpo sólido y la piel tostada.

«Yo no soy más que un niño», pensó Martín.

Y no era en verdad más que un niño, un adolescente con un cuerpo todavía sin acabar que había crecido demasiado deprisa y que seguía arrastrando la misma pereza de cortarse el pelo que cuando vivía en Ures y su madre le llevaba a rastras a la barbería cada dos semanas para salir con el cogote rapado y oliendo a colonia de alcanfor. Un pelo claro que ahora le cubría la frente y el cuello de la camisa cuyo color no había acabado tampoco de definirse, igual que no se había curtido la piel y apenas había aparecido una pelusilla de barba en la cara. Tienes la piel lisa de los asiáticos, debes de tener un antepasado asiático o africano, había de repetirle Andrea aquel mismo verano tantas veces que acabó adquiriendo conciencia de su propia singularidad, y se agarró a ella para prevalecer sin desazón frente a todos los privilegiados que le rodeaban, mayores que él, con andares más seguros o torsos más robustos y que, en lugar de sus dos camisas de ciudad cuyas mangas enrollaba hasta los codos para darles un aspecto veraniego que no podía lograr de otro modo, vestían en cada momento la prenda adecuada -el jersey blanco echado displicentemente sobre los hombros al atardecer, pantalones cortos por la mañana y viejos pantalones descoloridos por el uso y el salitre cuando salían a pescar.

Le vio luego a la hora de comer y por la tarde en alguna parte. Era un hombre silencioso pero no adusto y en realidad lo único que no le gustaba de él es que fuera precisamente quien era. O tal vez esa disimulada atención que prestaba a Andrea, una cierta indiferencia en el trato sin que se le escapara un detalle de lo que hacía o necesitaba, igual que los padres pueden atender a los movimientos del hijo mientras mantienen una compleja discusión y sólo intervienen en el momento preciso en que va a caer el objeto que han agarrado o cuando hay que cerrar el grifo o apartarle del enchufe. Y esa forma de ponerle la mano en el hombro, de cobijarla casi, y con la otra llevarse la pipa a la boca con el aire de un profesor de literatura inglesa que hubiera salido a la puerta con su mujer a despedir unos amigos. Se movía por la casa y por la playa con tal naturalidad, dando órdenes y sirviendo copas que, cuando a su vuelta de Nueva York se enteró de que la casa le pertenecía a él y no a Sebastián, comenzó a atisbar la verdadera relación que le unía a su suegro, aunque ni incluso ahora, después de tantos años de vivir con Andrea, podía aún comprender en qué había consistido el vínculo que le había unido a su mujer.

Pero aun así y en contra de los funestos presentimientos que la aparición imprevista de aquel hombre rubio le había hecho albergar ese mediodía en la playa, antes de acabar el mes de agosto había aprendido a nadar con la suficiente habilidad como para, al socaire de la noche, llegar hasta la Manuela donde le citaba Andrea cuando apenas quedaban rezagados en las calles y en los bares los camareros habían comenzado a poner las sillas sobre las mesas, cesaba la música y el pueblo se sumía en el silencio. Lo tomaba con calma y salía de la pensión donde se hospedó los demás fines de semana del verano mucho antes de la hora, por la impaciencia pensaba él, pero en realidad se dejaba llevar de la cautela y, consciente de su inexperiencia, quería tomarse su tiempo para echarse al agua, llegar a la Manuela, fondeada apenas a cincuenta metros del muelle y saltar a cubierta sin testigos, porque nunca estaba seguro de no caer cuando, al agarrarse al mascarón, pusiera el pie en el cáncamo de la roda como le había enseñado ella y se aupara para dar el salto sobre la cubierta húmeda y resbaladiza. Pero casi siempre ella ya estaba esperándole.

Aquél había sido un verano de grandes calores. Ni un solo día entró el viento del norte cuya indomable tenacidad durante siglos había dejado sin vegetación, yermas y escuetas, las terrazas de pizarra que se perdían bajo el mar. A mediodía, cuando los tenderos cerraban para tomarse el tiempo de dormir la siesta en las profundidades umbrosas de la trastienda, no se oía más que los gritos de los niños en las playas, redoblándose su eco en la calina suspendida sobre el mar, y no volvían a levantar la persiana hasta que en el cielo los vencejos piando alborotados salían de la espesura de las grandes catalpas del paseo y rasgaban el cielo anunciando el atardecer. Por la noche el agua caldeada por el implacable sol del día entero era tibia y espesa y al nadar a brazadas para no hacer ruido y mantener alta la cabeza se maravillaba de la fosforescencia que creaban en el mar sus propios movimientos.

La primera vez sin embargo no había ido a nado sino que Andrea le había recogido en la playa. Ocurrió durante el tercer fin de semana. El miércoles no tenía idea aún de cómo ir al pueblo, ni siquiera sabía, en contra de lo que había decidido la primera vez, si realmente podría ir porque Federico estaba de viaje y había un trabajo urgente en las playas de la Barceloneta el sábado por la noche. Pero Andrea, a la que él creía navegando bajo el sol de sus vacaciones de agosto, le había llamado por la mañana desde la ciudad para invitarle a una cena esa misma noche con una pareja de actores a los que después ella tendría que hacer una entrevista. El resto del día se le fue en hacer cábalas y construir proyectos adecuándolos a la evolución de los acontecimientos que siempre parecían venir a desmentir los supuestos anteriores. Se presentó acompañada del amigo de su madre que había comido con ellos el primer día que estuvo en la casa de la playa. Llevaba un chaleco blanco y la corbata ancha con grandes flores chillonas más espectacular aún sobre el inmaculado traje de hilo, la piel morena y el mostacho que le llenaba la cara.

– Es Leonardus, ¿le recuerdas?

Desde la mesa del restaurante a donde había llegado con demasiada antelación les vio venir riendo y vociferando. Andrea llevaba las gafas colgadas de la cinta y ni la falda estrecha y cortísima ni los altísimos tacones le impedían moverse con la misma soltura con que descalza bailaba sobre las piedras de la playa. Llegaron después los dos actores, un matrimonio entrado en años que cumplían las bodas de oro en la profesión esa misma semana, tan habladores que durante la cena estuvo silencioso escrutando con disimulo la dirección de su mirada.

– ¿Cuántos años tienes? -le preguntó ella en un aparte.

– Veintidós.

Le dedicó una sonrisa fugaz, un tanto indulgente, consciente de su incertidumbre y timidez.

– ¡Qué más da! -dijo al fin respondiendo a una pregunta que en cambio él no le había hecho.

Y eso fue todo lo que se dijeron en aquella cena interminable que sin embargo ella y Leonardus parecían disfrutar. Después, cuando le dejaron en casa e iba ya a meterse en el portal, le había preguntado desde la ventanilla del coche a qué hora llegaría ese viernes, con la misma dicharachera naturalidad con que había querido saber si había visto sus gafas en la sala, corazón, y él no supo qué responder. Fue ella la que, con el tono de quien sabe que sus órdenes por la coherencia y el tono en que han sido dictadas no admiten apelación, le organizó el viaje con Leonardus, que tenía intención de ir él también a Cadaqués el viernes por la noche.

– Yo iré mañana -añadió como si diera un detalle sin importancia pero segura de que él había de oírla-, después de dejar en el aeropuerto a Carlos que sale para la Argentina.

El viernes a la hora convenida Leonardus ya estaba en la puerta cuando él bajó. Venía en un gran coche negro con chófer y una chica rolliza y silenciosa a la que durante todo el viaje estuvo dando palmadas en los muslos para corroborar cuanto decía. A medio camino se detuvieron a cenar y le bombardeó a preguntas sobre su trabajo y su tiempo libre, cómo había comenzado y por qué había ido a trabajar con Federico, y a cada cuestión cerraba los ojos frunciendo los párpados como si quisiera concentrar más la mirada. La chica apenas habló en toda la noche.

– ¿Cuántos años tiene Andrea? -preguntó de pronto Martín con la brusquedad y la poca oportunidad de los tímidos.

Leonardus rio y dio otra palmada al muslo de la chica, que permaneció inmóvil.

– ¿Cuántos dirías tú? -preguntó él a su vez.

– Quizá veinticinco, veintisiete -una edad calculada por la que les suponía a los gemelos porque de hecho no había pensado en ello hasta la noche de la cena.

– Si ésos son años que crees, ésos son los que tiene. Yo sé los míos, tengo cincuenta y dos. Soy un anciano a tu lado.

Al despedirse, cuando lo dejó en el bar de la playa, le dijo distraídamente:

– Te llamaré un día y a lo mejor hacemos algo juntos.

Martín pidió un café y se dispuso a esperar con el convencimiento de que de algún modo Andrea sabría que él había llegado. Pero a las dos de la madrugada no había aparecido. Entonces tomó la cuesta de la iglesia donde el mozo del café le había dicho que su padre tenía una pensión y se disponía a entrar en ella cuando un grupo de diez o doce personas salió de un bar cercano. Martín no la vio entonces pero ella sí, se apartó de los demás y sin que se diera cuenta se colgó de su brazo.

– Te estuve esperando -le dijo.

– ¿Dónde? -preguntó él-. No veo yo que seas tan impaciente como dijiste en el mar.

Andrea, tal vez por el efecto de las copas o porque el súbito encuentro no le había dado tiempo a hacerse con la situación, se echó a reír tan sonoramente que en el balcón de la casa de enfrente asomó la cabeza una mujer chillando y conminándoles a callar.

– Ven -dijo entonces en un susurro, y se arrimó a él como si de repente con el silencio le hubiera entrado frío-. Ven -repitió.

– Espera -dijo él apartándola con cuidado, entró en la pensión, pidió una habitación, dejó la bolsa y volvió a salir.

Andrea se había apoyado en la pared y parecía haber perdido toda iniciativa. Llevaba una casaca muy corta de mangas largas y anchas y unas sandalias con una tira apenas visible, las gafas le colgaban de la cinta azul sobre el escote y la humedad había encrespado tanto sus cabellos que cuando Martín le tomó la cabeza para acercarla a la suya, por un momento el contacto de esa masa esponjosa borró cualquier otra sensación. Después le besó un párpado, luego el otro y le dijo muy quedo al oído: «Vamos».

El mar en calma a los reflejos de las luces de las ribas mostraba el fondo cubierto de algas. Brillaban como manchas en la oscuridad las balizas y los cascos blancos de las primeras barcas fondeadas y tras ellas quizá la intensidad de zonas más oscuras hacía adivinar otras y otras como telones borrosos superpuestos. Andrea se quitó la casaca de algodón y las sandalias y lo dejó todo en el suelo con las gafas, sin apenas preocuparse de ellas, igual que su madre se había puesto un cigarrillo en la boca segura de que alguien habría de encenderlo, le susurró al oído espera un minuto, vuelvo al instante con la Manuela y se metió en el agua tibia aún de sol. La estela de su cuerpo al alejarse fue ensanchándose hasta que abarcó la totalidad de la pequeña bahía y el vértice desapareció en la oscuridad y sólo quedó en el aire el rastro de un chapoteo acompasado que al poco rato dejó de oírse.

Se sentó en el suelo. El cielo era negro, el agua oscura tenía la calidad espesa de petróleo que adquiere a veces en las noches de bochorno. Le habría gustado saber cuál era la Manuela pero para los de tierra adentro, pensó, todas las barcas son iguales como son iguales para los miembros de una raza los rasgos de los de otra. En los fines de semana siguientes, cuando ya formaba parte del grupo heterogéneo que se reunía todos los mediodías en la terraza de la playa, y cuando sin saber muy bien qué decirles, porque era reservado, silencioso y tímido y no tenía ganas de hacer esfuerzo alguno para desmentirlo, asistía pasivo a sus inacabables conversaciones y debates, habría de intentar descubrir los detalles precisos que según Andrea caracterizaban cada una de las barcas que cruzaban la bahía. ¿Ves ésa con la proa levantada y popa de espejo? Así son las barcas de Tarragona. Pero Martín nunca supo qué era el espejo de una barca ni una popa de revés, ni logró percatarse de esa diferencia en la altura o el lanzamiento de las proas que al parecer constituía una forma inequívoca de conocer las barcas por su origen. Y al terminar el verano no era aún capaz de distinguirlas más que por el color de la pintura, por la escalerilla que llevaban adosada, o como mucho, por la altura del cambucho. Nunca pudo, como ella, reconocerlas por la forma de navegar y afrontar la proa la marejada con el sol de frente que oscurecía el contorno de las siluetas lejanas o cuando a la hora del crepúsculo se confundía el mar con el cielo y eran apenas una mancha que avanzaba medio escondida por la marejadilla.

Tras el horizonte se adivinaba un pálido resplandor de la luna que no tardaría en aparecer. Al poco rato en la lejanía rompió el silencio el leve zumbido de un motor y en unos minutos más apareció de frente la Manuela acercándose lentamente hasta que la quilla rozó la arena. Desde el suelo la proa se alzaba contra el cielo y ocultaba a Andrea, que al poco asomó la cabeza y le dijo quedamente:

– Anda, sube.

Martín se quitó los zapatos y se los dio con la casaca, las sandalias y las gafas, se agarró al botalón con una mano y saltó a cubierta.

La Manuela se apartó de la playa en marcha atrás. Andrea accionaba la caña del timón y la hizo serpentear entre otras embarcaciones y balizas hasta que tuvo el espacio suficiente para maniobrar, cambió entonces de sentido la caña, la hélice bajo el agua hizo un pequeño ruido de remolino y dando un giro casi en redondo la Manuela enfiló las tinieblas.

Desde su asiento, apoyada la espalda en el tambucho, Martín tenía las luces del pueblo de cara y apenas podía ver más que la silueta de Andrea desnuda, su cuerpo borroso como un sueño y la barbilla levantada para descifrar la oscuridad que se abría desde la proa hasta el horizonte. Cuando al doblar el cabo que cerraba la bahía salieron a mar abierto apareció la luna, y la visión fantasmagórica de la mujer fue adquiriendo forma hasta convertirse de nuevo en un ser tangible que tenía al alcance de la mano.

El amanecer les sorprendió en una cala cerca del cabo de Creus donde habían fondeado hacía un poco más de un par de horas. Habrían dado la vida por un vaso de agua y a la brutalidad de la primera luz que no había logrado devolverles el sentido de la orientación y del tiempo, los dos tenían la cara desencajada, los ojos rodeados de sombras y la piel temblorosa. Tienes la piel lisa de los asiáticos y los africanos, decía ella y recorría con los dedos la barbilla, y él: ¿hasta cuándo me vas a querer?, tomándola por las palabras que había pronunciado aquella noche, ¿hasta cuándo?, para arrancarle una promesa, un compromiso, para alargar en el futuro el incipiente presente de esa noche mágica. ¿Hasta cuándo me vas a querer? Ella hizo un gesto evasivo con la mano y le lanzó una mirada que le devolvía la pregunta, como si hubiera querido decir, eso depende de ti o a ti me remito o, como llegó a pensar alguna vez, hasta donde tú estés dispuesto a soportar.

Martín volvió a la ciudad en el coche de línea del mediodía después de que hubieron tomado un café en la terraza del bar de la playa, cegados por la luz del sol que había salido aquella mañana más contundente, más mortificante, más intenso, y Andrea en contra de lo previsto le siguió por la noche del día siguiente en su coche y le llamó nada más llegar con una voz todavía sorprendida, premiosa y suplicante que no le había oído más que en la oscuridad del tambucho de la Manuela, donde tuvieron el resto del verano su punto de encuentro más allá de la medianoche. Para siempre el olor a salitre habría de quedar unido en su memoria al primer paso de esa relación imprevista, desordenada, que habían iniciado sin objetivo, sin camino casi, libres pero sin rumbo como voces errantes a la deriva, y que había de interrumpirse un año más tarde cuando ella planteó una ruptura de la que, tal vez para paliar esa injustificada separación, tal vez para asegurar su conclusión definitiva, tenía previstos todos los detalles.

Pero por una de esas imprevisibles trampas del tiempo, aquellos meses del inicio -como una edad de oro recuperable o por lo menos repetible- ocupaban mucho más espacio en su memoria que los años que les siguieron en que se mezclaron y confundieron las horas vacías, los proyectos dejados a medias y las desavenencias y reconciliaciones y su complicada evolución sustituidos día a día por otras que borraban las anteriores sin dejar apenas más rastro que el de ir avanzando en el inexorable camino hacia la rutina y el reproche, sin comprender tampoco cómo iban llegando a él, igual que los padres no pueden recordar el rostro de su hijo suplantado en cada instante por el nuevo, de tal modo que si una fotografía no hubiera inmovilizado en la memoria la imagen de una expresión determinada o no contaran con el recuerdo fosilizado de la narración repetida hasta la saciedad, no podrían rememorar el rostro ni el proceder del niño que contemplaron durante tantas horas.

Aquel primer año, en cambio, había quedado tan petrificado en el recuerdo que nada ni nadie había podido suplantar ni borrar ni desfigurar. Era capaz de recordar con detalles y pormenores cada una de las veces que se habían visto durante el verano, el brillo de una mañana no se confundía con el de ninguna otra de las muchas que se había sentado en el bar de la playa a esperarla -el pueblo vacío aún, las barcas inmóviles sobre el mar plateado que se despertaba bajo el pálido sol apenas desgajado del horizonte, una mujer barría frente a la puerta y regaba después rociando el suelo con la mano y el brillo perdido de alguna ventana al abrirse cruzaba como un rayo la bahía-. La reconocía por su forma de andar en la lejanía cuando doblaba un recodo del muelle, un poco echadas las caderas hacia adelante, con esas camisas blancas que siempre eran las mismas y ese cabello exagerado y rizado como largas virutas de metal, mientras aspiraba el aroma de los primeros cafés de la máquina y el chorro de aire imitaba una locomotora de juguete. Y ese inmitigable deseo de volver a verla apenas había desaparecido, tan intenso y que conocía con tal precisión y esperaba con tal temor que a veces asomaba antes incluso de que ella se hubiera ido -la espalda tan expresiva o más que su rostro- apremiada por unas obligaciones a las que sin embargo parecía no otorgar ninguna importancia, quizá para tranquilizarle a él que vivía atemorizado por la existencia y la posible e imprevista llegada de un marido al que no había vuelto a ver, y afloraba con tal fuerza que acababa confundiendo la presencia con el anhelo, fundidos ambos en un artificio que apenas podía desterrar el contacto o la voz o la seguridad de saber que estaba ahí mismo.

No hay más complicidad que la de la madre con su hijo en los primeros meses y la de los amantes durante ese periodo en que no es posible dilucidar dónde comienza la piel del uno y termina la del otro, o el calor, y donde se funden los personajes y adquieren alternativamente el papel uno del otro y a veces ambos el mismo confundiéndose en la añoranza del que han dejado desasistido y sin ropaje. Todo lo demás son transacciones, pensaba Martín.

Y tal vez porque vivía sumergido en esa inexplicable trabazón no atinó a pensar hasta mucho después que la facilidad con la que lo había seducido y el sosiego con que se desenvolvía ella en esa nueva situación por fuerza habían de suponer un pasado tumultuoso que le convertía a él en el simple eslabón de una cadena en la que prefería no pensar. Porque ¿cómo estar seguro de que, protegida por una coraza de bienestar y seguridad, estaba apostando lo mismo que él?

A la hora de cenar, aquel primer domingo solos en la ciudad, no hubo lugar a preguntas. Ninguno de los dos, envueltos ambos en una misma aureola de ternura y de cansancio, podía apartar los ojos del otro ni dejar el contacto de sus manos sobre la mesa y de las rodillas bajo el mantel como si les quedara todavía un punto del cuerpo que no hubiera entrado en contacto con otro del otro cuerpo. ¿Dónde estaba la separación, se preguntaba Martín anonado sin reparar en la fuente de gambas que al cabo de una hora, obedeciendo a un gesto de Andrea, se llevó intacta el camarero? No fue hasta más tarde, en las largas horas de espera que definirían el invierno lluvioso que siguió, cuando habría de intentar descubrir el misterio que había tras aquella mujer alegre y desenfadada, pero tan cauta, tan reservada, capaz de crear una intimidad tan profunda y al mismo tiempo tan poco dada a la confidencia, que hacía incomprensible su modo de proceder. Sin embargo en raras ocasiones se atrevió a preguntar, no sólo porque temía que ella le impusiera sin ambages la barrera que tácitamente había levantado desde el primer día, sino porque algo le decía que esos eran otros usos y costumbres, distintos de los que él conocía, donde no quedaban en absoluto delimitados la juerga, el placer, el trabajo, la fidelidad y la vida social. Había caído en un lugar donde no parecía haber diferencias entre una cosa y otra y donde no forzosamente el amor ilegítimo era vergonzante ni tenía por qué ser infidelidad. Le costaba entenderlo porque había sido educado y había vivido de otro modo, y nada estaba más lejos del hogar cerrado, ceñudo casi, que él había conocido, ni ese entresijo de relaciones en el que ella se movía tenía nada que ver con las escasas visitas que se acercaban por la casa del molino, y menos aún la de Sigüenza, donde apenas conocían a nadie. Y en los pocos meses que llevaba en la ciudad había sido testigo de comportamientos tan libres y despreocupados que de no haber ido acompañados por la sonrisa y la indiferencia habría creído que anticipaban verdaderas hecatombes.

Pero durante las primeras semanas de aquel largo verano no hubo lugar para la duda porque no había más evidencia ni más verdad que la exaltación, la turbación y la ternura de las horas robadas, el divertimiento y la risa y también el brillo de unas lágrimas en sus párpados que en cierta ocasión desveló el fulgor momentáneo del mar y sus reflejos en la oscuridad del tambucho y que emocionado sorbió como había aprendido a sorber aquella misma mañana los erizos de las rocas, pero cuyo significado ni comprendió ni se atrevió a indagar.

Cuando se ponía a pensar en aquel primer año que se había alejado sin nublarse ni fluctuar, se negaba a aceptar aún que también las pasiones intensas igual que las medrosas e indecisas están abocadas a la desintegración, aunque dejen a veces terribles secuelas, la peor de las cuales es sin duda la de negar esa ley general e inmutable, porque entonces la memoria de lo que ha significado confundida con la convicción de que por ser de tal calibre ha de perdurar eternamente, impulsa, condiciona y alienta las biografías y todos los actos que la definen en un vano intento de que prevalezca la pasión ya desintegrada y vencida frente a la nada y muestre, contra toda evidencia, su inexistente vitalidad.

Pero mucho antes de que esto ocurriera, Andrea había recibido ya la segunda de la infinita colección de cintas que habría acumulado al cabo de los años de no haberlas perdido todas como perdió aquella primera apenas un par de semanas después y como, Martín estaba convencido, había de perder también la elástica de color azul que les acababa de vender el tuerto del mercado.

Ya se había puesto otra vez las gafas con la cinta cuando resonó en el ámbito umbroso, desgarrada como un lamento, incierta como un maleficio, la carcajada del hombre que, agotado al rato por sus propias convulsiones, se tumbó de nuevo sobre las losas, se cubrió con la misma tela oscura y enmudeció de repente. Ellos salieron a la luz y amedrentados enfilaron por la pendiente que llevaba a la playa de sarga. No corría el aire y el calor se había petrificado sobre el suelo de asfalto. Ninguno de ellos habló mientras se perdían por las callejas vagamente insinuadas por las ruinas con alguna casa reconstruida, incluso con flores en las ventanas, silenciosa y cerrada como una ruina más. Habían tomado un camino y subían por unas escaleras construidas con piedras que bordeaban el acantilado, pero al llegar a lo alto se dieron cuenta de que no había salida.

– Volvamos, por aquí no se puede continuar -dijo Martín.

– Sí, allá está el mar otra vez -dijo Chiqui, que llevaba la delantera y señaló la plaza de la mezquita, desierta ahora.

A media ladera Martín se había detenido.

– Ven, Martín -dijo Andrea entonces-. ¿Qué estás mirando?

Desde la esquina de un callejón se veía una casa con una parra sobre la puerta. Dos hombres y una mujer sentados a una mesa de mármol bebían vino y en aquel momento la mujer se levantó, tomó consigo la botella vacía y entró en la casa. Apenas pudieron verle más que la larga cola de caballo cuando la puerta se cerró tras ella. Martín volvió la cabeza hacia el frente, Andrea le estaba mirando a él.

– ¿Qué estabas mirando? -insistió.

Martín, sin responder, agarró la mano de Andrea y ascendió de nuevo por el camino, torció decidido a la derecha, luego a la izquierda y fue metiéndose por calles intrincadas, silenciosas y destruidas.

– ¿Adónde vamos? -interrumpió Chiqui-. ¿Por qué no volvemos?

– Sigamos, por ahí -dijo Martín tirando de la mano de Andrea.

– No quiero seguir -dijo ella y fue a reunirse con Chiqui que se había detenido y estaba sentada en un poyo-, hace demasiado calor.

– Id si queréis -y le soltó la mano.

Ella le miró con suspicacia.

– ¿Qué dices? -y se sentó a su vez.

– Que volváis al barco. Yo iré luego.

– Pero ¿dónde vas a ir?

– A dar un paseo.

– Iré contigo -dijo entonces. Había determinación en su voz y a punto estuvo de levantarse pero se dejó llevar del enojo que produce ese sentimiento de exclusión que nace con el indicio y no se movió.

– Ven pues -dijo él sin mirarla.

Pero lo dijo por decir, porque lo único que quería en este momento era que le dejaran solo para deshacer el camino e ir en busca de la muchacha del sombrero que había visto desde el Albatros. Aunque entonces se había deshecho en la distancia cegada por el sol y no había podido ajustarla a la oculta imagen de su recuerdo bien podía ser la misma que la del patio de la parra. No era la cola de caballo sino algo más perenne, el aire, el gesto, la forma de apoyarse sólo por los hombros, tal vez con el resto del cuerpo separado de la pared, lo que le había sumergido otra vez en aquella historia que había dejado inconclusa. Quizá no hay historias inconclusas, se dijo, de un modo u otro debieron de cerrarse sin que nos diéramos cuenta. Pero ahora, saltando el tiempo de silencio, de olvido, un tiempo intermitente que sólo existe con la reminiscencia, se levantaba precisa y cierta como entonces dejando el otro tiempo, el real, el que le había acompañado hasta ahora, desteñido y lejano y ya no le fuera permitido asirse a él, ni atender a los cantos que desde allí lo llamaban, como si no reconociera la voz de Andrea y nada significara lo que le estaba diciendo.

Entonces apareció la vieja. Debía de haberles seguido durante un trecho y al detenerse les había adelantado y comenzaba a subir la cuesta. No parecía importarle el calor. Caminaba vacilando sobre las piedras pero su cuerpo enjuto mantenía una estabilidad precaria al ritmo de sus saltos deslavazados que sin embargo ejecutaba con primor y sin miedo, y se acompañaba con una cantinela monótona, como si recitara una retahíla de encargos que no quisiera olvidar, acoplada a su propio y deteriorado compás.

– Yo no quiero continuar, me voy -dijo Chiqui, se levantó e inició el descenso.

– Sigamos a la mujer -dijo Martín-, veamos a dónde va.

– Qué más da donde vaya, yo me voy, estoy agotada -dijo Chiqui.

Andrea se levantó también y la alcanzó, y Martín, que a pesar de todo había decidido seguirlas, cuando oyó el tono de conminación solapada de su voz que tan bien conocía en el que había advertido ya el matiz de menosprecio -déjalo, ya vendrá- pronunciado deliberadamente en voz más alta para que él lo oyera, dio la vuelta y se dirigió hacia el camino que ascendía por el promontorio y acoplándose al paso de la mujer la siguió en la distancia para no delatarse.