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El camino ascendía abruptamente y la calzada se deshacía en piedras descarnadas y reguerones que la escasez de lluvias y la ausencia de caminantes había dejado seca y dura como el firme del muelle. Había en el aire un denso y dulzón olor a madreselva. No corría un soplo de brisa.
La mujer ronroneaba al avanzar sin acusar el calor que pesaba como plomo. Martín se detuvo un momento a tomar aliento y distancia con la vieja, porque se había desorientado otra vez. A sus pies la bahía estaba sumida en la penumbra y en el puerto apenas había más claridad que el breve arco de vacilantes farolas en esa bruma de calor sobre el asfalto y el mar. La tenue luz en lo alto del mástil acusaba contra el perfil borroso del pueblo el leve estremecimiento de las ondas lentas y todavía lejanas de dos barcas de pesca que se acercaban trepidando. Del otro lado de la bahía la elemental central eléctrica lanzaba su estribillo metálico y perezoso y en algún lugar cercano ladró un perro sobre el canto de la mujer que se alejaba cuesta arriba. Cualquier movimiento se convierte en un signo o una señal cuando se acerca un cambio, pensó, y dejó de mirar la bahía y la siguió y le pareció que se adentraban en el pueblo por su parte más alta aunque volvió ella a descender por caminos y calles medio destruidas aún y a ascender de nuevo como se camina por un laberinto conocido dando rodeos a veces, o yendo en una dirección que contradice la anterior con la misma seguridad que si la guiara un objetivo que sólo ella era capaz de reconocer, sin dejar de canturrear y sin cambiar el ritmo ni detenerse ni aminorar la marcha ni sofocarse. Habían llegado a un camino entre muros, restos de casas quizá, no destruidas ni reconstruido el deterioro del tiempo, supervivientes de todas las catástrofes, que cedían a ambos lados como si antes de caer hubieran decidido encontrarse en algún lugar del infinito. Había oscurecido y la franja de cielo tenía ahora un tono marino. El callejón se hizo más estrecho aún y torció la mujer en un recodo y él tras ella sin saber ni preguntarse por qué la seguía y sin poder ni querer detenerse, cuando tras sus pasos -tan cerca estaba que de haber atendido a algo más que a su propia cantinela y al impulso que la guiaba habría reparado en él aunque no fuera más que por las pisadas o por la piedra que se desprendía de tanto en tanto bajo sus pies y rodaba camino abajo dando tumbos descontrolados pero firmes, como sus propios pasos resonaban en la angostura de la calle incrementados por la incandescencia de los muros o quizá por el silencio tan denso que ya no perforaba el ronquido de las barcas ni el estribillo de la central- le sobresaltó un ladrido casi a la altura de los hombros. Un perro le miraba con ferocidad, a él, no a la vieja que pasó por su lado sin verle antes de entrar en un diminuto huerto por una puerta de tela metálica que chirrió sobre los ladridos. No había salida por ese lado y cuando el perro saltó cerrándole el paso por la espalda, Martín agarró una piedra del suelo y se la tiró con tal fuerza al hocico que el animal vaciló y quedó inmóvil. Pero sólo el instante que precisaba para recobrar fuerzas y atacar. Se encogió sobre las patas traseras, tomó impulso y como si le hubiera catapultado una ballesta describió un arco que había de acabar en él. Aún pudo verle los ojos inyectados en sangre y las fauces abiertas y apenas si le alcanzó a cubrirse la cara con el brazo cuando, paralizado de espanto, y aturdido por el golpe del animal, tropezó y fue a dar al suelo. El perro sin darle tregua ni dejar de ladrar embistió de nuevo y aunque Martín pateaba y se defendía, en un momento le hubo cerrado la boca sobre la pantorrilla y la sacudía con tal obstinación que no lograba apartarlo de ella. Entonces, cegado por el dolor y el pánico agarró del suelo otra piedra y con una furia mucho más intensa de lo que le permitía el dolor, el miedo y la posición en que se encontraba, le golpeó la cabeza con tan feroz insistencia que el animal aturdido distendió las fauces, permaneció un minuto inmóvil con los ijares temblando y los ojos en llamas y reanudó los ladridos más enfurecido aún, dispuesto a echársele encima otra vez. Pero antes de que iniciara la embestida Martín alcanzó un pedrusco afilado como un estilete, se incorporó para acercarse más y con la fuerza del terror lo clavó sin mirar a dónde en el mismo momento que el perro se lanzaba contra él. Tocado por segunda vez en el hocico, el animal se tambaleó y cayó gimiendo al suelo. La retirada estaba libre, pero en lugar de salir huyendo como había deseado un minuto antes, se levantó, se encaramó a un muro entre dos ruinas o casas deshabitadas, qué importaba ahora, donde aun sin estar herido el perro nunca le habría alcanzado e impulsado por la inercia del terror primero, como la persona que ha comido con tal apremio que no le ha dado tiempo al hambre a disiparse, arrancó las piedras saledizas sin reparar en que él mismo se hería las manos y las lanzó impenitente y con saña una tras otra contra el animal, arrastrado por una violencia que por desconocida ni atinó a controlar, hasta que el perro, echado en el suelo, ciego por la sangre que le cubría los ojos y sin ánimo para ladrar ya, recibió la carga de proyectiles sin defenderse, ni apartarse, ni siquiera saber de dónde procedían, y habiendo quizá olvidado por el dolor cómo había comenzado todo aquello, apoyó la cabeza contra el suelo y dejó de gemir. No fue su silencio ni la convicción de que ya no podía atacarle sino el temblor de sus brazos y del cuerpo entero accionado por los latidos de cansancio y excitación de su propio corazón lo que le hizo detenerse. Saltó del muro y comenzó a caminar, más por huir de la oscuridad viscosa y húmeda como si en ella fuera a dejar esa parte de sí mismo que acababa de manifestarse que por encontrar un lugar con un poco más de luz y comprobar la herida de la pierna. Y al detenerse en lo alto de la pendiente obligado por el dolor, se volvió aún a contemplar el perro que emitía de vez en cuando un aullido desmayado, casi un balido, en la nube de polvo que flotaba en la penumbra y hacía esfuerzos por levantar la cabeza en un vano intento de recobrar el aliento, o tal vez sólo con el propósito de demostrar cada vez más a ciegas que, incluso moribundo como estaba, había logrado desalojar al intruso de sus dominios.
Tenía la camisa empapada y los cabellos se le habían pegado a los ojos. Los apartó con la mano llena aún de tierra y vio entonces a la vieja, que salía de la huerta arrastrando por el suelo los harapos con la misma deteriorada e indiferente majestad y cantaba al mismo compás su insistente melodía. Y como si no hubiera hecho más que entrar por una puerta y salir por otra después de un rodeo inútil por el interior del huerto, pisó las piedras ensangrentadas y pasó junto al perro postrado sin mirarle, sin verle quizá, ni advertir la presencia del hombre sudoroso y desencajado que la contemplaba. Ni parecía haber reparado tampoco en el crepúsculo que había dejado la calle con una luz tenue, somera, opaca donde no había más brillo que aquellos ojos de agonía en un último e inútil esfuerzo por mantenerse abiertos. Ascendió por el camino arrimada al muro deshecho, y cada vez más confundida con la penumbra torció por un atajo y se deshizo como una sombra más.
Cuando hubo desaparecido se presionó las sienes y cerró los ojos. Después se puso a caminar en busca de luz. Le dolía la herida y cojeaba pero no se detuvo hasta llegar al final de la cuesta bajo una escueta y macilenta farola colgada del alero de una casona en ruinas. No se oía más que el chirrido de los grillos en el calor de la noche. No se veía a nadie, la calle estaba desierta y el muelle quedaba lejos aún. La herida sangraba aunque parecía haberse secado en parte, la limpió con el pañuelo que sacó del bolsillo y lo dobló en diagonal para vendar la pierna y restañar la herida. Luego desenrolló la vuelta de los pantalones y una vez oculto el vendaje se quitó las manchas de sangre de las manos con hierba seca. A la luz del mechero se dedicó concienzudamente a buscar otros rastros: sólo encontró un par de gotas en el pantalón, que frotó con tierra para cambiarles el color, y al restregar la suela de los zapatos contra las piedras se levantó un polvo seco que le hizo toser. La angustia había cedido y también la excitación, y se disponía a ponerse en camino otra vez presionado por una urgencia inmitigable de alejarse del lugar, cuando en lo alto de la loma una figura recortada en el firmamento, vagamente manifiesta sobre la oscuridad que le envolvía, estalló en una secuencia de carcajadas cuyo eco diáfano no obstante las superponía encadenándolas y multiplicándolas hasta retumbar contra los muros y perderse temblando por las calles sembradas de pedruscos. Saltó un lagarto asustado o una piedra se desprendió por el estruendo y graznó indignada un ave oculta en un matorral invisible, y el hombre sacudido por la violencia de su risa espasmódica echó hacia atrás la cabeza. Sólo entonces lo reconoció por el brillo ciego de su ojo de cristal.
No fue sólo el eco de aquellas carcajadas quebradas y virulentas sino tal vez el miedo o la vergüenza lo que le hizo huir de esa imagen acusadora; bajó a trompicones por un camino que estaba seguro de no haber visto antes, guiado por el olor a salitre, más denso aún por el bochorno que con la caída de la noche había llenado la bahía. Cuando salió al muelle la cantinela de la mujer, los ladridos del perro y las risotadas del hombre se sucedían aún a su espalda. Se volvió pero sólo oyó el tañido sin cadencia de una campana perdida.
Aunque esa parte del muelle estaba a oscuras, en el café del puerto, cerca de donde habían amarrado el Albatros, se habían encendido algunas luces y por un instante olvidó los esperpentos que acababa de dejar. Siguió caminando sin excesivo dolor, sofocado todavía aunque se daba cuenta de que el corazón recobraba muy lentamente su ritmo habitual porque en algún lugar de su conciencia seguían retumbando las carcajadas del tuerto. Y en la tortura y la confusión de voces y ruidos cuyo origen no podía descifrar se repetía una y otra vez para convencerse: ¡Sólo he matado a un perro! ¡No he hecho más que matar a un perro! ¿Qué me ocurre? El mundo no ha avanzado moralmente desde la edad de las cavernas ¿quién puede negarlo?, ¿no viven tranquilos los poderosos y sin embargo lanzan impunemente a la muerte a decenas de miles de personas a veces sólo por vender más unidades de un producto inútil, o los que en nombre de la libertad o la moral, torturan, matan y destruyen? Y ellos en cambio no conocen la angustia, ¿no les vemos acaso todos los días, fatuos y satisfechos de sí mismos, recibiendo honores y repartiendo prebendas, sin el más leve asomo de remordimiento ni compasión?, ¿por qué habría de tenerlos yo?, ¿por qué yo? Echó a correr tambaleándose como la vieja que quién sabe dónde estaría ahora, perseguido aún por esa risa que se iba incorporando al tañido dislocado de la campana que incrementado y alimentado por sí mismo atronaba la bóveda de los cielos, decididamente negra ya y tachonada de estrellas y constelaciones cuya impasibilidad y permanencia no alcanzaron a postergar el oculto escenario de su ruindad. Se detuvo al llegar al antiguo mercado y se agachó para buscar el hilo de agua del caño. Se limpió las manos y la cara y bebió con fruición atragantándose y en tal cantidad que el estómago lleno de aire comenzó a revolverse y gemir. A los diez minutos se peinó con la mano y examinó escrupulosamente los pantalones, la camisa y su aspecto en una puerta cristalera sin visillo. Apenas podía verse pero esa sombra de sí mismo le tranquilizó. Luego se sentó en un mojón e intentó recobrar el aliento y la calma. Desde donde estaba, en la oscuridad, podía ver todo cuanto ocurría a pocos metros, en la plazoleta, con la seguridad de que nadie le descubriría. En una de las mesas, Leonardus, Andrea y Chiqui comían patatas cocidas, pimientos asados y bebían cerveza. Se les había unido Giorgios, el dueño del local, todavía con el mandil puesto y Pepone, el barquero, que liaba su cigarrillo sin dejar de hablar. Leonardus parecía repuesto del calor, llevaba una chilaba limpia y debía de haber tomado una ducha porque tenía todavía el pelo mojado. Fumaba sin parar y resonaban en la noche sus risotadas. Se habían encendido algunas lámparas y en la mesa de al lado cuatro o cinco pescadores vociferaban, tal vez ebrios ya. Alguien había puesto en marcha en un cascado aparato de música una canción cuya melodía sonaba agrietada y apenas reconocible. Leonardus hizo un gesto impaciente a Giorgios y casi coincidiendo con él cesó la música, mandolina, guitarra, quién podía saberlo. Y en el silencio brotaron otra vez precisos los golpes de las fichas de hueso sobre la mesa de mármol y delimitadas las voces y el ruido de las sillas. Chiqui vestía unos pantalones tan rojos y tan apretados que estaba congestionada por el calor o quizá fuera la vehemencia con que repetía su afirmación: «Todos los hombres engañan a sus mujeres, todos».
– ¿Y tú cómo lo sabes? -preguntó Leonardus riendo.
– Porque las engañan conmigo -respondió y dirigió el gesto y la mirada a su izquierda.
– ¿Todos? -preguntó Andrea con sorna.
– Los suficientes -y había en su voz más que descaro, desafío.
Martín dejó de escuchar. No quería ver la cara de Andrea, la conocía bien, cuando Chiqui le dedicaba sus discursos -no te pongas filosófica, le decía Leonardus, tú no estás hecha para la reflexión, y le daba esas palmadas en el muslo que tanto la molestaban-. Andrea se quedaba callada y un tanto inquieta y Chiqui la miraba de soslayo con tal seguridad que era difícil no percibir en el gesto la indiferente satisfacción de la victoria. Siempre ocurría así, sobre todo desde la escena de los delfines que se había producido hacía cuatro o cinco días: serían las seis de la tarde cuando después de un prolongado baño entre dos islas, navegaban al atardecer con el motor al ralentí. Tom, que seguía amarrado a la rueda del timón, gritó de repente: ¡Delfines! ¡Delfines! Salieron él y Leonardus de la cabina donde se habían refugiado del sol de poniente esperando la hora del whisky; Chiqui asomó con la cabeza a medio lavar por la puerta del cuarto de baño y en cuanto comprendió de lo que se trataba subió corriendo a cubierta donde ya Andrea contemplaba cómo los delfines se retorcían y retozaban contra la roda para esconderse después y nadar bajo el agua a la misma velocidad del barco, y cómo se zambullían de nuevo dando saltos, siguiendo su ritmo. De vez en cuando uno de ellos se alejaba y parecía huir pero volvía otra vez al mismo punto. Al rato se fueron todos, cansados probablemente del juego, y los vieron nadar aún en la distancia atentos al Albatros. Entonces Chiqui se situó en el punto más alto de la proa y con los dos dedos de cada mano presionando la lengua contra el paladar, primero con suavidad, luego con más fuerza, emitió un silbido agudo y prolongado que repitió varias veces. Como si hubiera comprendido la llamada uno de los delfines volvió y se arrimó de nuevo a la amura de estribor. Siguió silbando con insistencia y luego se detuvo y esperó convencida de que los delfines la habían comprendido y habían de volver. Y efectivamente llegaron uno tras otro y se revolcaron en las olas que abría la proa y se volvieron a marchar respondiendo al juego. Chiqui se había bañado durante horas por la mañana y después de comer, y no había hecho más que tomar el sol desde que había comenzado el viaje, y como había salido del baño precipitadamente se había recogido el pelo en una toalla en forma de turbante monumental, sólo vestía la pieza inferior del bikini, chorreaba aún del agua de la ducha, le brillaban los ojos, y así de pie, casi de puntillas -altísima y con los dedos en la boca para arrancarle el potente silbido- parecía un mascarón vivo, un domador mítico al que obedecían los seres del mar. Y no sólo reinaba sobre los delfines sino sobre los cuatro que asistían fascinados al espectáculo del juego inocente y soberano que ella misma había inventado bajo la bóveda del cielo sin límites a esa hora del atardecer que arrastraba semanas enteras de bonanza. Andrea debió verla tan viva y potente, tan lúdica en su apasionamiento y entusiasmo y tan eficaz en el juego, que no pudo resistirlo: se agarró a los obenques para no caer y se precipitó a popa tropezando con tensores, escotas y guías, bajó las escalerillas, se metió en su camarote y se echó sobre la cama sin ni siquiera cerrar la puerta para esconder los sollozos. De celos, de envidia tal vez, o de pena por la muchacha que fue, que había sido, la que arrastraba despreocupadamente su triunfo y exhibía la convicción de que el mundo la adoraba y los dioses le habían concedido todos los dones de la tierra.
En la asfixia del aire las voces distintas habían perdido su significado. Le bullía la cabeza y le dolía la pierna. Con la mano todavía mojada intentó secarse el sudor. La noche era húmeda, pegajosa.
Por lo menos debe de haber cuarenta grados, pensó.
Apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos. Desde esa zona oscura y resguardada en la que se había refugiado se dispuso a esperar que se le secara el sudor y desaparecieran los rastros de lucha y de cansancio para reunirse con ellos, que ahora le parecían desconocidos, lejanos y vagos personajes de una historia que, de nuevo, apenas tenía que ver con la suya, cuyo reclamo sin embargo no le dejaba en paz desde que había llegado a esta isla. En el cielo, invisibles y altos aún, iniciaron su graznido monocorde y uniforme los buitres. Estoy delirando, pensó, los buitres no vuelan de noche, aunque todo parece posible en esa isla maldita. De pronto la idea de quedarse en ella un día más, de volver al reducto de los suyos, se le hizo tan insoportable que a la angustia se añadió el desconcierto porque no había lugar a donde ir que no fuera el que ellos ocupaban. El mismo ahogo, la misma abrumadora conciencia de que el recorrido estaba ya trazado que vislumbró aquel día, recién llegados de Nueva York, en que pisó por primera vez la espléndida casa de la ciudad donde habrían de vivir, donde de hecho habían vivido desde entonces, siete años ya, y donde todo parecía indicar que efectivamente seguirían viviendo. La vio tan definitiva, tan distinta a la retahíla de pensiones, habitaciones o apartamentos amueblados que había conocido desde que salió de su casa en Sigüenza apenas cumplidos los diecisiete años, que la imagen de su propio ataúd saliendo por la puerta de ese inmenso recibidor aún vacío apareció ante sus ojos todavía brillantes de excitación y asombro a la vista de tanta magnificencia. De esa casa sólo saldré cadáver, se dijo entonces atónito ante la certeza de una súbita e incontestable premonición. Porque miraba al frente y sabía exactamente lo que iba a ocurrir. Nada había de alterar ese camino al que de una forma u otra se había visto arrastrado, nada haría desviar el raíl que él mismo no había sabido eludir. Su vida de todos los días, igual a sí misma, no sólo en esa minúscula parcela de su existencia, sino respecto del ancho e inmenso mundo que nunca habría de conocer y de los universos a los que se llega por otros derroteros. Visión fugaz pero lacerante que se desvaneció con los pasos de Leonardus y el taconeo de Andrea sobre el parquet y su eco en las habitaciones vacías colmadas del sol de la tarde primaveral de la ciudad y con el clamor de diapasón de sus palabras, que amueblaban y disponían y se reproducían de pared en cristalera hasta perderse en la terraza atiborrada de grandes maceteros con plantas y árboles secos que habrían de reverdecer y crecer y dar sombra durante años a una vida que, por una curiosa combinación de hechos, les haría contemplar desde lejos la ciudad que ella había dejado hacía apenas dos años, y a la que él no había tenido jamás la intención de volver. En realidad nunca supo a cambio de qué recibió Andrea ese piso, pero sí se dio cuenta de que con la aceptación se daba por concluida una relación familiar con tal cúmulo de secretos y tensiones que su explicación y sus decisiones y las consecuencias que les siguieron se le habían escapado, quizá porque casaban tan mal con la primera versión que le había dado el día que llegó a Nueva York para quedarse con él. Le había dicho entonces no sólo que había sido sincera con el rubio y civilizado marido que tanto la amaba, sino con la familia entera que había aceptado con dolor pero con comprensión una decisión dictada por esa pasión tan perentoria que no atendía ni a la renuncia de los hijos ni a la de su rango privilegiado de princesa adorada y consentida, colmada de todos los ajuares y prebendas. Y el prestigio del que gozaba en la profesión parecía ratificar ese rango, por velada que fuera la sorna con que Federico insistía en que la libertad de que gozaba Andrea le venía de la mayoría de acciones que su marido poseía en el semanario donde ella trabajaba. Y quizá fuera cierto, porque durante el primer invierno había entrado y salido cuando y como le convenía, a media mañana o por la tarde, aunque siempre le llamaba con una urgencia que atribuía a su escaso tiempo. Entonces salía él a la puerta de la productora o de su casa en la plaza de Tetuán, y a los pocos minutos aparecía ella al volante de su coche.
Conocieron todos los meublés de la ciudad, hoteles de día y de noche, sin luces, carteles, ni leyendas, cuyas fachadas de balcones cerrados o ciegos, deterioradas a veces, escondían un panal de habitaciones y pasillos silenciosos y lámparas de lágrimas que tintineaban a su paso. Los recorrían cogidos de la mano, haciendo muecas Andrea o imitando los andares del camarero que los precedía con la mirada baja, voces en sordina, timbres apagados en algún rincón del caserón cerrado que indicaba a la recepción el deseo de salir de otra pareja. Eran habitaciones amplias y cómodas, con un aspecto de lujo venido a menos, de morada de viejas damas, de antigualla exquisita y depauperada que daba al entorno la magia de un reducto secreto y olvidado. Una institución que dejó a Martín sin aliento la primera vez que se vieron en la ciudad después del verano y de los largos fines de semana de septiembre, cuando después de haberse besado como adolescentes detrás de una puerta en su oficina, Andrea lo tomó de la mano, cogió el bolso y bajó las escaleras arrastrándole hasta el garaje y sin más explicación que una sonrisa de connivencia le hizo subir al coche y atravesaron la ciudad a toda velocidad sin obedecer los semáforos ni los desaforados silbidos de los urbanos al Minimorris rojo que se escurría entre el tráfico. Y al llegar a lo alto de una cuesta se metió en la boca oscura de un edificio, el coche se deslizó por una rampa profunda, siguió a marcha lenta por un pasillo casi a oscuras y se detuvo ante una puerta escondida entre cortinas. Al momento apareció un camarero con la mirada en el infinito que no pudo evitar un leve sobresalto al darse cuenta de que abría la portezuela a un caballero. Andrea dejó las llaves en el contacto sin apagar el motor y salió del coche, y riendo como si estuviera haciendo una travesura, se colgó de su brazo y entró con él tras el camarero.
Aquel día no volvió a la redacción y hacia las ocho saltó de la cama y desde el teléfono de la pared llamó a casa para decir que llegaría tarde y no la esperaran a cenar.
Cuando se tumbó de nuevo a su lado, Martín cogió uno de sus rizos negros y se entretuvo en enrollarlo en el dedo, y con la mirada abstraída en lo que hacía le preguntó:
– ¿Y tu marido? ¿Qué le vas a decir a tu marido?
Ni el uno ni el otro lo habían mencionado abiertamente en todo el verano y ella no parecía relacionar la deslealtad con las noches secretas y prolongadas que habían pasado en la Manuela, unas citas que ni siquiera interrumpieron cuando volvió Carlos de la Argentina a mediados de septiembre, aunque, como si su regreso hubiera impuesto un toque de queda a la fantasía, ella se apresuró desde entonces a volver a casa antes de que amaneciera. Y aunque a mediados de septiembre las noches comenzaban a ser más largas, ya no les daba tiempo a salir a cubierta para contemplar el fulgor de la luna sobre el mar, ni descifrar los caminos misteriosos de las estrellas, ni ver clarear, ni se durmieron más al primer calor del sol como cuando eran dueños de un tiempo que les pertenecía hasta por lo menos las nueve de la mañana. Martín se maravillaba de la poca importancia que Andrea concedía a lo que su madre, en Sigüenza, habría llamado los respetos humanos, y de cuan poco se preocupaba de esconder sus pasos, hasta el punto de que, ya casi desvanecido el verano, en un momento de duda y soledad llegó a vislumbrar la posibilidad de que cuando volvían a tierra y él se iba a la pensión, ella corría a casa y le contaba al marido lo que había ocurrido entre los dos, igual que le había hablado a él de sus proyectos hacía media hora, apoyada la cabeza en sus rodillas, la Manuela a la deriva y el motor parado -nunca hagas esto si algún día tienes una barca, decía, si me vieran los pescadores perdería el poco prestigio que tengo ante ellos-. Algunas noches de mar rizada, Martín, sentado en la bañera, acusaba el incontrolado balanceo de la falta de gobierno y sentía un peso en la boca del estómago que por nada del mundo se habría atrevido a confesar, que intentaba paliar mirando un punto fijo como le habían enseñado cuando era niño y se mareaba en el coche de línea camino del molino de Ures. Luego, cuando ella se levantaba para poner el motor en marcha escondía también el indefinible e intenso terror a que no arrancara como había ocurrido otras veces, aunque nunca de noche, sin poder descubrir si lo que temía era que quedara al descubierto su secreto o andar a la deriva en ese cascarón a merced del mar y de las entradas de viento del norte, o peor aún, decían, del de levante, de las que tanto había oído hablar y aún no había conocido. Pero ella, que sabía leer en su rostro, se sentaba en sus rodillas y le decía al oído como si se tratara de una importante revelación: «No sufras, el mar está en calma y no va a entrar el viento. Y si el motor no arranca la corriente nos llevará a la costa, o algún pescador nos recogerá cuando salga al amanecer. Pero arranca -y se levantaba y apretaba el botón-, ¿ves?», y las explosiones colmaban el silencio y tranquilizaban su mente y su estómago cruzado de vahídos. Andrea triunfante se ponía al timón y enfilaban con parsimonia la bahía dormida aún.
Incluso cuando, quizá por mostrar que nada tenía que ocultar a su marido, invitó a Martín a pasar el último fin de semana del verano en aquella casa que no había pisado desde que fuera con Federico a mediados de julio, la misma noche, al salir de una fiesta, se zafó del resto de la gente, le tomó de la mano como la primera vez y fueron a nado a la Manuela. Martín interpretó tal audacia como un alarde de su amor por el riesgo, de la necesidad de llevar los acontecimientos a su punto límite como el funambulista sólo se siente seguro sobre el precipicio. Quizá Carlos, que la conocía bien, debía de saber que la fidelidad esencial era la que le dedicaba a él. Quizá ninguno de los dos traspasaba los límites de lo que tácitamente se habían permitido. Pero dónde estaban esos límites Martín no pudo saberlo jamás. Porque al día siguiente a la hora de cenar no mostraba el menor asomo de violencia ni de tensión, cuando era evidente que de los tres, por lo menos uno y en alguna medida dos, eran los engañados. Por eso, la segunda noche, no queriendo prolongar más una situación en la que no sabía qué papel estaba jugando, se retiró pronto y desde su habitación en el piso superior les vio juntos leyendo la prensa en la terraza que daba sobre el mar en una escena de placidez perfecta que parecía escrita para mostrar en un guión la indisolubilidad de dos cómplices amantes y seguro de que ellos a su vez le habían visto asomado tímidamente a la ventana, se preguntaba con amargura cuál de los dos se la estaba dedicando.
Porque desde el principio Andrea -como hacen los hombres cuando conquistan una mujer para acallar los remordimientos de su infidelidad, según había dicho Chiqui días antes en el barco, o para que comprenda que no puede aspirar a más, había añadido Leonardus- le había dado a entender que a su modo amaba a su marido, quizá por marcar el tono de su relación y dejar claro hasta dónde estaba dispuesta a llegar. Y nunca rectificó su posición. Jamás, ni en los momentos de mayor intimidad dejó escapar una confidencia que le mencionara, un resquicio por el que él pudiera comprender la naturaleza de esa unión que parecía indestructible y que en cualquier caso no parecía dispuesta a poner a prueba. Pero ¿no era acaso ponerla a prueba estar con él? Cuántas veces, mientras el sol del mediodía entraba por las persianas entornadas del meublé, en lugar de vestirse porque el tiempo había terminado, parecía tener una inspiración, descolgaba el teléfono y llamaba al periódico para avisar que el almuerzo terminaría más tarde de lo previsto y no llegaría a la redacción hasta las seis. Y volvía a la cama contenta como una niña que hace novillos porque había arañado un par de horas al trabajo. Tenía tal inventiva e imaginación para el engaño que se preguntaba a veces, en los momentos de mayor soledad, si no le estaría engañando a él también en una telaraña de argucias y falsedades encadenadas que quién sabe si siquiera ella misma sabía dónde estaba la verdad. Pero cuando se trataba de su marido no titubeaba. Sabía exactamente a la hora que debía partir y no se demoraba un instante más, fueran cuales fueran los pretextos que él inventara, como si esa zona de su vida fuera un jardín escondido que quería preservar y al que sólo ella tuviera acceso.
Martín entonces se quedaba mucho más solo, sin compañía ni casi esperanza. Así transcurrían todos los viernes, sábados y domingos y todos los periodos de vacaciones. Y cuando un día del mes de febrero, después de un fin de semana que se había convertido en un viaje de varios días sin previo aviso, la vio aparecer finalmente a las siete de la tarde en el bar del hotel Colón, y convencido de que no le sería posible resistir otra prueba como la que acababa de pasar le propuso en un arrebato de pura inconsciencia no un fin de semana con él sino toda la vida, fue la única vez que ella se refirió a su marido acercándose al fondo de la cuestión con una gravedad que dio por terminada la conversación: «No puedo. Eso no puedo hacerlo. No le amo más que a ti pero esto no puedo hacerlo».
– ¿Qué le vas a decir a tu marido? -repitió al ver que ella no le respondía, consciente de que se internaba en terreno vedado pero con la voluntad de hacerlo, ahora precisamente que con el fin del verano parecían entrar en una nueva etapa más perenne, más definitiva que, sin embargo, por la insistencia de Andrea en no hablar más que del presente no atinaba a saber aún a dónde les iba a llevar.
Ella se volvió, se acercó cuanto pudo hasta quedarse pegada a él y con la mano que le quedaba libre le puso el índice en la boca y susurró: «Pssssst, pssst». Luego se levantó de un salto y comenzó a recoger sus ropas, se fue al cuarto de baño y mientras esperaba a que saliera el agua caliente asomó la cabeza, y riendo, siempre riendo, dijo:
– Vámonos por ahí a cenar. -Y al ver cómo él se incorporaba, o quizás al adivinar por la sorpresa del gesto la pregunta que iba a hacer, saltó sobre la cama, se quedó en cuclillas frente a él, volvió a ponerle el dedo en los labios y repitió el mismo sonido conminándole al silencio-: Psssst, psssst.
Cuando aquella noche después de la cena, vencidos de sueño y de cansancio, Andrea le dejó en la puerta de casa, él dio la vuelta al coche y se puso en cuclillas frente a la ventanilla donde ella seguía con las manos inmóviles sobre el volante:
– No quiero dejarte -susurró, besándole la nariz y los ojos-, no sólo quiero hacer el amor contigo, quiero desayunar, comer, pasear, sin miedo, quiero decidir qué vamos a hacer, qué será de nosotros, quiero saber qué es lo que quieres tú. -Pero ella le miraba y sonreía, y él no entendía si le estaba pidiendo que tuviera paciencia o si se abstraía melancólicamente en proyectos que también a ella estaban vedados-. Déjame por lo menos que te acompañe a casa, yo puedo volver caminando.
– No -respondió Andrea cerrando los ojos y dejándose besar-, no tiene sentido. Cuando hayas aprendido a conducir, cuando tengas un coche, cuando seas rico y famoso.
– ¿Famoso yo? -Martín se puso en pie-. ¿Qué es lo que te hace suponer que quiero ser rico y famoso?
– Todos lo queremos -respondió ella, y después de un momento-: Buenas noches -dijo y puso en marcha el motor. Y antes de arrancar, recuperado a pesar del cansancio el aire desenvuelto que utilizaba para hablar en público, añadió-: Te veré mañana en la galería del paseo de Gracia, corazón, iré un poco tarde pero no te vayas hasta que yo llegue.
Martín permaneció de pie en la calzada recién regada que el calor casi estival de octubre había revestido de vaho a la luz vacilante de las farolas. Tenía en las manos todavía el olor a su piel y a su pelo, y mezclado con el sabor incierto de esa absurda palabra había irrumpido en su mente la conjetura de un desencanto aunque en su alma persistía la tristeza por la separación repentina, como si todo aquello no hubiera sido, como si él mismo hubiera inventado la historia más hermosa. Y con un escalofrío de destemplanza y soledad abrió el portal de rejas de hierro y cristal que se cerró con estruendo tras de sí dejando la noche temblorosa.
Al día siguiente en la galería apareció Andrea con su marido y tres amigos. No era excesivamente alta ni particularmente hermosa pero, decían, llenaba un local con su presencia. Y era cierto, al verla tan segura de sí misma, tan radiante, intuyó que esa gracia tal vez se originara en su capacidad de recrearse y estar atenta de una forma especial a la relación que tenía con cada uno, y distinta siempre de la que tenía con los demás, esa forma de crear un mundo tan denso y compacto que multiplicaba por sí misma el placer y la complicidad: en esa certeza radicaba su seducción y su soltura.
Aquel invierno se le fue esperando. Había conseguido quedarse n Barcelona otro año como segundo cámara de la serie documental sobre la ciudad para la televisión italiana que Federico quería poner en marcha cuanto antes, pero los permisos tardaban en llegar y el equipo perdía las horas esperando. Martín también esperaba la orden del productor para ponerse al trabajo pero sobre todo esperaba la llamada de Andrea. Por la noche, hacia las once, se sentaba a una mesa de Boccaccio cuando el local aún estaba vacío y, con una copa en la mano, esperaba a que llegara. A veces estaba sobre aviso, otras confiaba en el azar. Ella aparecía mucho después de la medianoche siempre rodeada de un grupo de amigos y una vez se había instalado en su mesa a él no le quedaba más que seguir esperando a que volviera la cabeza en la dirección donde se encontraba él porque, contrariamente a lo que había ocurrido en el verano, ahora se veían siempre a escondidas fingiendo en público una distante y fortuita relación.
Otras veces la veía entrar en el local buscando en el bolso sus gafas de grandes aros negros. Sabía entonces que aún no lo había descubierto. A veces el marido estaba con ella. Otras veces no. Se acercaba entonces con el pretexto de saludarle o le hacía una señal y se encontraban en la calle, lejos de los amigos.
Martín sabía que nunca formaría parte de esas gentes porque tenía un ritmo más lento que aquella vorágine nocturna de entradas y salidas, y de haberles querido seguir habría ido siempre rezagado. Poco a poco fue conociéndolos a todos, pero era tan silencioso y solitario que no logró hacerse un hueco en una forma de vida que le era demasiado ajena, aunque en aquel momento cualquiera con un par de ideas nuevas y cierta gracia podía. Nunca sabía si debía aceptar una invitación hasta estar seguro de que Andrea iba a asistir. Y como se imponía siempre la improvisación, cuando él se decidía la cena ya había tenido lugar y los invitados se habían esparcido por otras tantas fiestas tan inesperadas como la anterior sin que lograra adecuar su paso al ritmo de la noche de la ciudad.
– Es muy fácil -decía Andrea-, déjate llevar. Ve si te apetece, si no, no vayas.
– ¿Y si voy y tú no estás? -preguntaba él.
– Qué más da, me verás al día siguiente, o llegará un momento que sabrás si voy o no sin que yo te lo diga.
Pero ni le gustaba ahora ni le gustó nunca la vida social, ni siquiera la de entonces que tenía siempre un tono menos reposado, menos interesado, menos de invitación a plazo fijo, como la de la Europa profunda, ni habría de gustarle en Nueva York, ni de nuevo en Barcelona. Y si años después se había doblegado y asistía a muchas de las cenas a las que era invitado lo hacía como concesión al éxito pero nunca le encontró el menor placer. Era adusto, callado y en aquellos primeros meses se creía en posesión de un espíritu crítico demasiado acerado para soportar tantas horas de conversación inútil. Además el alcohol en lugar de animarle a hablar le sumía en un mutismo en el que sus anhelos y fantasmas cobraban vida a medida que aumentaba la dosis y cuando llegaba a la quinta copa se había encerrado en sí mismo y había construido un impenetrable reducto de silencio en medio del bullicio de voces y músicas donde la espera se le hacía más insoportable aún. Lo único que quería era ver a Andrea. Porque en aquellos meses de verano a verano apenas si pensó en algo más, de ahí que aceptara el papel de esperar que ella, que todo lo dirigía y de quien todo dependía, le había adjudicado: esperar que sonara el teléfono, esperar un encuentro casual, esperar a que se acercara, a que volviera de sus fines de semana, a que encontrara un pretexto que les permitiera pasar juntos unos pocos días, y esperar a que decidiera qué iba a ser de sus vidas. Y como si el tiempo que no pasó con ella, pensando en ella, se hubiera borrado de su memoria y de su vida, apenas podía recordar en qué trabajó porque ya se sabe qué escasa existencia tiene aquello de lo que no se habla y menos aún aquello en lo que no se piensa y con los años la memoria, que no registró las razones que le hacían hablar o pensar, le dio una versión tamizada y parca en la que no aparecían, por ejemplo, las mentiras que inventaba para crecer a sus ojos y olvidar él mismo hasta qué punto estaba lejos de ser el hombre seguro con un destino trazado y un porvenir que ofrecerle que hubiera querido ser para ella.
Mentía porque de ningún modo quería que conociera su precaria situación laboral y fingía a veces tener otros trabajos, además de su contrato con la productora de Federico, y hablaba de ellos con indiferencia como dando a entender que no eran exactamente lo que le habría gustado pero los había aceptado por la insistencia con que se los habían ofrecido o simplemente por hacer un favor a un amigo y sin darse cuenta empleaba el mismo tono y la misma doblez que tantas veces había recriminado en su interior a las personas que le rodeaban cuando se referían a una cena o a un acontecimiento social a los que pretendían haber sido requeridos con esa misma insistencia, no tanto por convencerse a sí mismos de que así era cuanto por olvidar los esfuerzos y horas que habían perdido para no quedar al margen, sabedores, como él mismo, de que sólo esas palabras habían de darles ante sus propios ojos, y ante los de algún inocente despistado, el prestigio que no tenían y que no podrían jamás alcanzar de otro modo. Llámame mañana a las diez en punto, le decía cuando se separaban, después tengo ese trabajo que me retendrá hasta tarde. No te olvides. Y para evitar la espera, la inagotable espera junto al teléfono, descolgándolo cien veces para comprobar que tenía línea y estaba bien colgado porque no podía comprender que habiendo convenido que llamaría a esa hora no lo hiciera, se ponía a escribir para que fuera cierto que tenía algo que hacer y de ningún modo su inactividad pudiera aumentar en ella la seguridad de que le tenía siempre a mano. Pero no lograba concentrarse en un guión que de hecho no terminó hasta un año más tarde, en Nueva York, porque era demasiado consciente de que sólo estaba haciendo un esfuerzo para engañar la espera, y aunque habría querido apasionarse hasta el punto de olvidar el teléfono para que cuando finalmente sonara le cogiera desprevenido, nunca lo consiguió. La espera anulaba cualquier otro proyecto y en eso residía una parte del tormento, bien lo sabía. Sin embargo nunca le dijo lo que había sufrido ni por supuesto lo que estaba dispuesto a sufrir. Y no por temor a que no llamara que, estaba seguro, indefectiblemente lo haría sino porque mucho antes de la hora la incertidumbre ya llenaba el ámbito de su conciencia con un fermento de angustia que podía palpar con las manos, unos monstruos y fantasmas que se sucedían y se superponían y crecían con cada minuto, que tomaban formas precisas y le herían a embestidas y dentelladas: se sentía olvidado, abandonado, ultrajado y finalmente le atribuía tal doblez o tan estudiada estrategia de equilibrio -o de represalia quién sabe por qué desconocida razón- que él mismo habría estado dispuesto a poner en práctica de no habérselo impedido la duda y la suspicacia que se adherían y permanecían en su conciencia, incluso después de haber cedido la tensión con la llamada, prolongando el dolor y la amargura. Andrea, que parecía conocer y además no importarle el pretexto, llamaba a las nueve de la noche pidiendo vagamente disculpas y a veces ni siquiera eso.
Otras veces, no pudiendo soportar más la espera, era él quien llamaba y después de haber intentado hacerla descender de sus fantasías, de sus zalamerías y de sus sueños lograba arrancarle unos minutos al final del día que la mayoría de las veces no iban más allá del tiempo de tomar una copa en el bar del hotel Colón, donde por un motivo u otro siempre había de pasar antes de cenar para entrevistarse con algún personaje, o la vaga promesa de que quizás se encontrarían en Boccaccio después de la medianoche.
No era mucho, pero le tranquilizaba. Era como poner un límite al tiempo infinito, como fabricar un objetivo preciso al final del día, como enmarcar un paisaje o vislumbrar el punto final de las horas interminables que tenía ante sí. Entonces llamaba a la productora con la seguridad de que nada había de ocurrir porque a Federico cada vez le era más difícil conseguir los permisos, y salía a la calle y caminaba por la Gran Vía hasta internarse en el barrio de Santa Catalina bordeando callejas empedradas, evitando el ruido de la Vía Layetana sumida siempre en la penumbra y por el barrio umbroso de Santa María del Mar salía a la plaza de Palacio y al paseo de Colón. La tarde se estaba velando y un sol tibio, oreado, trataba de abrirse paso entre las nubes. El cielo movido de invierno se oscurecía a veces cobrando el ambiente la humedad oscura del asfalto. Se desperezaban las palmeras con la brisa del mar y los claros de luz que el viento dejaba en la ciudad le confundían. Cuando sea rico, pensaba desde el pedestal de su inactividad, viviré en el piso más alto de una de esas casas sólidas y patriarcales de grandes portalones y escaleras de amplio vuelo, y tras las persianas de mi habitación descubriré todos los días a lo lejos el mar más allá de los tinglados y los mástiles de los veleros y cuando se ponga el sol contemplaré desde mi casa la línea nítida del horizonte rojo de atardecer. Volvía a mirar el reloj para convencerse de que faltaban sólo dos horas para esa copa al final de la tarde porque de repente el paseo adquiría con la luz un tono de mañana de fiesta que duraba unos instantes antes de caer la lluvia. Poco a poco los claros se hacían más escasos, las palmeras se calmaban, se oscurecían las fachadas ya de por sí oscuras del paseo y al poco rato se encendían las farolas, los faros de los coches coincidían con un guirigay de bocinas porque había comenzado a caer la lluvia suave, sin gotas ni goterones, tan tenue que se confundía casi con la humedad densa que la había precedido.
Otras veces subía hasta Consejo de Ciento y hacia finales de marzo se quedaba arrobado con la luz que se filtraba por las diminutas hojas de los plátanos, o bajaba hasta la Rambla y se sentaba en una silla de madera y se entretenía en tejer y retejer sueños que le redimían de esa pasividad a la que le habían sometido un arrobamiento y dulzura tan profundos que se habían llevado sus deseos e inmovilizado su ambición. Luego se iba al Colón.
Le habría gustado que alguna vez ella estuviera ya esperándole pero llegaba siempre cuando todavía faltaban quince minutos y aunque antes de entrar contaba hasta cien y a veces hasta mil, daba diez vueltas a la manzana o subía y bajaba las escalinatas de la catedral para darle tiempo al tiempo a transcurrir, la aguja del reloj apenas si avanzaba. Un solo día llegó con retraso, incluso se había visto obligado a tomar un taxi, un lujo que apenas podía permitirse porque el dinero se le iba terminando pero la angustia de que ella siempre con prisas se hubiera marchado se unía a la emoción de verla sentada por una vez ante su gin and tonic. Sin embargo ese día ella no fue. Lo supo al pisar la alfombra floreada del pasillo que se extendía hasta el bar. Lo supo sin saber que lo sabía, consciente de que por alguna señal misteriosa había recibido el mensaje, y mucho antes de llegar a la puerta vio el sofá donde en sueños tantas veces ella le había estado esperando, vacío, sin Andrea, ni su gin and tonic, ni la intensidad porosa de su mirada azul.
Ahora al cabo del tiempo le era difícil saber si iba todos los días al Colón o fue solamente de tarde en tarde. El tiempo había elaborado su propia versión de ese año que estuvo en Barcelona pendiente del permiso de rodaje que había de llegar de un momento a otro y del teléfono, o de esa hora robada al trabajo que Andrea de una forma u otra le regalaba entre entrevistas, reuniones y cenas.
Cuando pensaba en esos paseos no era capaz de saber si fueron tantos o unos pocos y no acertaba tampoco la memoria porque la mañana invernal y clara de la ciudad no casaba con las hojas incipientes en la calle de Consejo de Ciento o con las gotas de humedad que vibraban en el haz de luz de las farolas a las cinco de la tarde, y sólo veía imágenes superpuestas sin lograr más que una secuencia entera con un único epílogo: la vuelta a casa una vez terminado el día y perdida la esperanza para ese hoy que se escurría en el amanecer y en la soledad de su cama colonial.
A veces una sola imagen en el recuerdo abarca un periodo completo y acaba definiéndolo de forma distinta a lo que fue en realidad. A veces basta evocar una tormenta de verano con el cielo oscuro, movido y amenazador, con indicios de rayos que apenas estallaron en truenos y dejaron en el aire un fragor sordo y lejano, para que desaparezcan de ese verano los días soleados, los plácidos crepúsculos, las noches con grillos y cigarras y nosotros mismos buscando en la calma del cielo de agosto las estrellas que cayeron en la oscuridad.
Decimos: fue la época en que todos los días me sentaba en el café Doria de la rambla de Cataluña cuando de hecho nos sentamos allí una tarde por casualidad o porque teníamos una cita con alguien que no apareció y nos quedamos mirando las hojas de los plátanos y los adoquines de la calle y los coches atropellándose y los chicos y chicas de la academia de la esquina caminando arracimados, con el fondo de edificios y tiendas que hemos visto no sólo permanecer sino también variar y sustituir conformando las capas y velos de nuestro recuerdo sin apenas ser conscientes de los cambios que se suceden a golpes silenciosos, un balcón convertido en ventana, una mercería desaparecida o un banco de madera sustituido por el desapacible banco de diseño de metal. Y permanecemos extasiados ante el pulso de la ciudad a las siete de la tarde que casi nunca tenemos tiempo de contemplar, comienza a oscurecer y la luz adquiere una tonalidad marina y recala en el aire, sobre las copas de los árboles y entre el chasquido de las ruedas de los coches contra la humedad de los adoquines del pavimento, el desgarrado lamento de la sirena de un barco: un canto para quien ha nacido junto al mar que se escurre entre nubes y humos y árboles y casas y sube por las calles hasta las laderas del monte, y nos devuelve a la tarde de nuestra infancia en que otro lamento como ése abría el camino hacia la fantasía y la aventura, la vaga inquietud de descubrir una senda desconocida que venía a intranquilizar la somnolencia de la tarde inmóvil y del libro al que no había forma de volver la hoja y que convertía en un chirrido huero y sin sentido la voz monótona del maestro. Asoma entonces un estremecimiento de nostalgia por lo que nunca hemos de vivir y respiramos entre humos el aire denso de salitre de nuestro puerto que hemos olvidado porque llevamos años sin ver. Pero ese instante -un amigo quizás pasa saludando o se destaca la conversación de la mesa contigua- logra reunir recuerdos postergados y se nos presenta la esencia de nuestra ciudad mientras recorremos con el dedo la humedad condensada en el cristal del vaso de cerveza retrasando extasiados el momento de beberla. Y es tan intensa la sensación que basta en sí misma para invadir las etapas adyacentes, los espacios y el tiempo que se extienden antes y después de ella, y ese mes o ese año o esa época regidos por el instante del crepúsculo ciudadano quedarán como él titulados para siempre con el aroma de un latido indescifrable.
Así es la ciudad, así es mi ciudad, decía ella en las raras ocasiones que caminaba con él descubriéndole casas vetustas, cada una con su historia que añadía a las oídas y heredadas de varias generaciones entreveradas con la historia de la ciudad.
– Aquí vivía mi bisabuelo con uno de sus hijos que fue alcalde durante la dictadura. Y cuando vino Alfonso XIII, mi bisabuelo, que era republicano, cerró los balcones al paso del rey al que acompañaba su propio hijo. Mi abuelo, que era hermano del alcalde, contaba que estuvieron comiendo y cenando en la misma mesa durante más de un año sin hablarse.
Martín sabía que Andrea repetía una anécdota mil veces oída pero había en ella el tono inconsciente de contar la propia historia, con sorna quizás, con burla, pero con el intimo convencimiento de que de un modo u otro estaba mostrando sus trofeos.
Tenía que volver, debía de ser muy tarde ya. No podía saber qué hora era porque no había luz suficiente para mirar el reloj y estaba tan cerca que de haber prendido una cerilla le habrían descubierto. Si no aparecía dentro de poco saldrían a buscarle.
Martín la vio mirar en dirección a la mezquita y aunque no oyó lo que decía ni pudo ver el movimiento de sus labios supo que estaba buscándole. Vestía de blanco, siempre vestía de blanco, con esas faldas lánguidas de amplio vuelo que se movían al menor gesto y al más leve soplo de aire, faldas blancas como un plagio de las de entonces, como ella era ahora una copia de sí misma, de la mujer que fue en los tiempos en que su sola presencia era un alarde de libertad e independencia.
Salió de la zona de sombra y avanzó lentamente fingiendo una calma que no tenía. Andrea al verle se levantó, fue a su encuentro y le tomó de la mano.
– ¿Dónde has estado? -preguntó con ansiedad, aunque había en su voz recriminación por la ausencia demasiado prolongada, y ese punto de inseguridad en la censura que asomaba a veces por la entonación escasamente más débil, o por una pausa en el discurso o en la pregunta para volver hacia él la mirada buscando su aquiescencia o tal vez intentando descubrir intenciones ocultas. Una atención por la que tanto habría dado al principio y que ahora, en cambio, le agobiaba y le sumía en una perpetua confusión.
– Anda, ven, siéntate y cena, corazón.
Y esa forma de acabar las frases añadiendo «corazón» que utilizaba en público con un tono desenvuelto y natural y que diez años después todavía le producía un vago escalofrío de desazón como el chirrido del tenedor en la porcelana o el rasguño de la tiza en la pizarra. Nadie se daba cuenta del leve gesto de impaciencia visible únicamente por un conato de mohín en la comisura del labio superior, o por el cambio de una mano a otra del objeto que estuviera sosteniendo, tal vez porque los años los habían convertido en una reacción automática, un simple resorte de respuesta despojado ya del desagrado que lo provocaba. Quizás sólo ella lo captaba, quizás era ese breve y casi agotado movimiento de rebelión lo que la hacía insistir con una tenacidad que sólo cedería cuando el temblor involuntario del labio superior no fuera visible ni siquiera para ella.
– Siéntate a cenar, corazón -repitió dulcemente-. Te estábamos esperando.
Pero antes de que ocupara la silla cambió el tono:
– ¡Dios Santo! ¡Cómo te has puesto! -Y más inquisidor aún-: ¿Qué has estado haciendo?
Tenía todavía polvo en los brazos y el agua de la fuente no había hecho más que convertirlo en reguerones de lodo que el calor había secado dibujando arabescos en la piel.
– Nada, no es nada, tropecé y caí, eso es todo. -Y para que nadie pudiera verle la pierna se sentó a devorar los pimientos y berenjenas que Giorgios le acababa de servir. Pero antes bebió un gran vaso de vino de resina para calmar la sed y porque quería tranquilizarse.
Con la pierna herida bajo la mesa, oculta la mancha de sangre, había apenas recobrado la calma cuando por una callecita del fondo de la plaza apareció la vieja. Caminaba al mismo compás que durante la subida y el descenso y por un momento creyó que se dirigía hacia ellos. Pero pasó de largo sin ni siquiera mirarlos. Tras ella, con cautela, como si temieran alcanzarla, la seguía un grupo de gente y más lejos caminaba en la misma dirección el pope que ahora, entre el griterío y sus propios aspavientos y voces, había perdido la ebria majestad de unas horas antes cuando su paso por la plaza más parecía un desafío al universo entero que el camino rutinario hacia su deber de campanero. Le acompañaban el jefe del destacamento y un soldado, ambos con el rostro brillante de sudor, abierta la camisa caqui del uniforme y desgarradas las charreteras por el uso y el tiempo.
Fue Pepone, que se había levantado de la mesa para acercarse a ellos, quien al volver les contó lo que ocurría: había desaparecido uno de los perros del pope, dijo, y ahora corrían todos tras la vieja porque decían que ella era la culpable. Martín bebió otro vaso de vino pero no habló y apenas miró lo que ocurría; como si estuviera ocupado en quitarse un pellejo de la uña mantenía la vista fija en el dedo y parecía oír distraídamente las explicaciones de Pepone.
– Son perros que excepto cuando pasean con el pope o le acompañan al campanario rondan por el pueblo. Conocen a todo el mundo y sólo ladran a la vieja, quién sabe qué es lo que les turba o molesta en ella. -Se detuvo un momento satisfecho de la atención que provocaba. La plaza estaba silenciosa de nuevo pero aún podía oírse a lo lejos el griterío que se alejaba tras la mujer-. Aunque tienen aspecto de perros fieros no lo son -añadió- y estoy convencido de que el pope los lleva a su lado no como protección sino para hacerse respetar y temer, del mismo modo que se pone las vestiduras para los oficios y adquiere así la majestad que la naturaleza le ha negado. El pope es quien manda en esta isla -continuó-, el pope y su amigo, el jefe del destacamento, uno de los que iban con él. Aquí no hay más policía que ellos.
– ¿Y por qué suponen que la vieja ha matado al perro? ¿Qué puede haber hecho con él? -preguntó Andrea.
– Dicen que la vieja es bruja -explicó Pepone, que apagaba ahora su cigarrillo y recogía la gorra dispuesto a irse-, y que tal vez harta de que le ladrara le ha echado mal de ojo o un sortilegio, quién puede saberlo. Lo cierto es que el perro ha desaparecido y ella tiene sangre en la orla de la saya. -Se levantó y saludó con la mano-. Volveré mañana. Adiós. -Y desapareció por la misma calleja que los demás, perdido como ellos en el silencio y el bochorno de la noche.