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V

– ¿Nos vamos a dormir? -preguntó Leonardus-. No parece que en este pueblo haya mucho más que hacer. -Chasqueó la palma de la mano en el muslo de Chiqui y se echó a reír.

– Quita, ya -dijo ella de malhumor.

Martín echó mano de la cartera para ir a pagar la cuenta pero en el bolsillo del pantalón no había más que unos billetes arrugados y varias monedas. Recordaba muy bien haberla cogido del estante de su camarote cuando Chiqui había ido a buscarles aquella tarde. Además, había pagado la cinta al hombre del mercado, ¿dónde la habría metido?

De repente sintió un frío intenso en las sienes porque la memoria enarboló lo que la conciencia no había recogido entonces y oyó distintamente el chasquido de un objeto que caía al suelo en el mismo momento en que había sacado el pañuelo del bolsillo para limpiarse la herida sin atender a nada que no fuera el dolor en la pierna. Allí habría quedado la cartera. Hizo un gesto a Leonardus para indicarle que se había olvidado el dinero en el Albatros y entretanto intentó recordar qué es lo que había en ella que pudiera delatarle. No había documentos, pero ¿estarían las tarjetas de crédito o las habría dejado en el barco junto con el pasaporte? Sin embargo dos o tres días antes habían ido a tierra en la chalupa, habían cenado en un restaurante de la playa y él había pagado la cena con tarjeta. No recordaba el nombre del pueblo, Kinik o Kalkan, algo así. Fue la noche en que Leonardus harto de la discusión que mantenían Andrea y Chiqui se había ido a tomar el café a la terraza.

– Esos debates feministas, esas excusas para esconder la debilidad, no pueden interesarme menos -había dicho al levantarse.

– No son excusas ni debates feministas -replicó Andrea un poco tensa-, son la verdad. Lo digo y lo repito, una mujer sola ha de trabajar dos veces lo que trabaja un hombre para sobrevivir, en todos los sentidos.

– Pues no tiene más que buscarse compañía -dijo él sonriente ya casi en la puerta-, y eso es fácil. -Y añadió volviéndose-: Os espero fuera, tomando el fresco.

Fue entonces al ir a pagar al mostrador cuando Martín había sacado la tarjeta de la cartera, lo recordaba bien, agradecido casi de tener un pretexto para alejarse de la mesa.

– Y además -seguía enfurruñada Andrea por la partida de Leonardus, como si continuara un debate iniciado muchos años antes- una mujer sola, socialmente no existe.

Chiqui la miró con sorna:

– Eso será entre la gente de tu edad y en tu mundo. Yo estoy sola y existo -dijo.

Y respondió Andrea con la invectiva suspendida en la voz:

– No parece que estés tan sola.

– No estoy sola en vacaciones, pero sigo sin marido ni amante ni siquiera novio, si es de eso de lo que estamos hablando, y aun así sigo existiendo. -Y se alejó también.

Entonces Andrea, sola en la mesa, para ser la última en hablar, levantó la voz más como una amenaza que como una premonición y dijo casi para sí misma:

– Espera y verás -y se puso a hacer barcos y pajaritas con la servilleta de papel.

Desde el mostrador Martín había temido que Andrea se echara a llorar como había ocurrido la tarde de los delfines. Pero al poco se levantó y salió afuera con los demás ya calmada.

Él había pagado entonces en el mostrador y se había guardado la tarjeta y el comprobante en la cartera. Andrea había estado demasiado enfrascada aún en sus pajaritas y en su propia irritación para recogerla como hacía a veces cuando insistía en que él la iba a perder o a olvidar sobre la mesa como había ocurrido en tantas ocasiones.

– Andrea, ¿tienes tú mi tarjeta de crédito? -le preguntó aun así.

– No -dijo ella que se había adelantado con Chiqui y se había colgado del brazo de Leonardus-. Tú la utilizaste para pagar la cena hace un par de días, ¿recuerdas?

Sobre la mesa entre los pedazos de pan y los vasos a medio vaciar había quedado una caja de cerillas. Martín se la metió en el bolsillo y siguió a los demás.

El calor no había amainado. Caminaron lentamente hacia el Albatros y Andrea se demoró y le tomó de la mano, pero él se desasió y puso las suyas en sus hombros situándose tras ella y la hizo caminar a su propio compás siguiendo a los otros dos como si se tratara de un juego, de forma que nadie pudiera verle la pernera manchada del pantalón.

Al llegar a la pasarela saltó Leonardus, que se volvió y tendió la mano.

Andrea miró a Martín.

– Pasa tú -dijo.

– No -dijo él-, pasa tú.

– Anda, dame la mano. Tienes vértigo, ¿recuerdas? -se impacientó Leonardus.

Ella puso un pie, tomó la mano que esperaba y saltó riendo otra vez su propia gracia.

– Siempre da miedo -dijo para disimular.

Pero él no la oyó. Dejó que Chiqui pasara y desde el muelle, apoyado en un bidón que le ocultaba la pierna, dijo:

– Me voy a dar una vuelta.

– ¿Otra vez? -preguntó Andrea-. Es tarde ya. Ven.

– No -dijo él-. Voy a caminar.

– Lo que había que ver ya lo hemos visto. Anda, ven -repitió.

– No me apetece ahora meterme en la cama.

– Estaremos en cubierta tomando una copa -gritó Leonardus y bajó a la cabina a buscar hielo.

– Ya he tomado copas suficientes, ahora quiero caminar.

Se alejó unos pasos hasta caer fuera de la luz de la farola pero se detuvo y sólo reanudó la marcha cuando ella, con la incertidumbre en la voz, gritó:

– Espera, voy contigo, dame la mano.

Entonces sin hacerle caso le dio la espalda y echó a andar hacia la calleja que se abría casi bajo el balcón de madera, echadas ya las persianas y cerradas las cristaleras. Y desde la zona de sombra la vio de pie en la pasarela con el arco de su falda blanca que el inicio de un paso había dejado suspendido un instante, la mano izquierda aferrada a una jarcia y la derecha extendida en un gesto sin sentido, y tras el destello de la farola en los cristales de las gafas el pavor de la mirada sobre el vacío que la separaba del agua.

Todavía oyó su voz volviéndose hacia Chiqui que contemplaba la escena.

– Sé que se va con ella -dijo en un susurro.

– ¿Qué ella? -preguntó Chiqui sin interés.

– Ésa de la casa de la parra.

– No digas tonterías. Ni siquiera la conoce.

– Da igual. Lo sé.

– Eso es como tener celos de los muertos -dijo Chiqui y entró a su vez en la cabina.

Andrea cerró los ojos y sin soltar la mano se deslizó hasta quedar sentada en el suelo con el brazo todavía en alto, y como el punto final de un arabesco inclinó la cabeza sobre el pecho y se quedó inmóvil, tal vez tratando de convencerse a sí misma de que nada podía ocurrir, que nadie había en esta isla maldita a quien él pudiera acudir porque había sido casual su llegada a ella. Pero aun así debió de sentir efectivamente una punzada de celos, de los verdaderos celos, de los que no tienen rostro ni espalda, los celos de lo intangible, quizá de los muertos, como acababa de decir Chiqui, de los olvidados, de los irrecuperables, de las sombras, porque de otro modo, pensó Martín, habría entrado en el camarote segura de que él había de volver inmediatamente.

Entonces, sabiendo que nadie iba a seguirle, se adentró en la calle y aceleró el paso. Poco a poco sus ojos se hicieron a la oscuridad. De vez en cuando una farola empotrada en el muro daba una luz amarilla tan tenue que su resplandor apenas llegaba al suelo. Vio una ventana abierta y otra bombilla colgando del techo y escasamente adivinó el tono de la pared. Siguió caminando por una callecita tan estrecha que extendiendo los brazos habría tocado las casas con ambas manos. Para evitar el muelle recorrería el pueblo por la parte alta contorneando la bahía y buscaría el camino hasta encontrar el lugar y recuperar la cartera, que debía de estar en el suelo junto al perro. Pero tenía que ir con cuidado para no toparse con los hombres que lo buscaban. Tal vez alguien le seguía. Se detuvo un momento y escuchó. Silencio. Avanzó de nuevo pero fue a dar a un descampado, tuvo que volver sobre sus pasos y se encontró entre casas deshabitadas de techos desplomados y ventanas vacías donde las hojas de un árbol que no alcanzaba a ver se movían balanceadas tal vez por las correrías de las ratas o por el peso de los mochuelos escondidos en el ramaje. Siguió caminando y supo que pasaba tras el viejo mercado por el olor a pescado que los siglos habían impregnado en los soportales de madera y pendía aún en el vaho de la noche, y cuando le pareció que mirando a la bahía, el muelle y el Albatros ya quedarían a su izquierda descendió hasta la riba y arrimado a las casas siguió la dirección del faro. Subió y bajó un sinfín de callejas en las que no había reparado antes pero no logró encontrar la casa de la parra. Sin embargo no era esa casa lo que buscaba ahora, ni la chica del sombrero, irrealidad suplantada por el terror irracional a ser descubierto. Pero aun así tampoco daba con el lugar. Volvió a la plaza de la mezquita e intentó reconstruir el camino que había hecho esta tarde con la vieja. Tomó la cuesta y comenzó a subir las escaleras. Tras él unos pasos repetían los suyos como un eco. Se detuvo pero el mundo se detuvo con él, no había más rumor que el roce del mar lejano contra la riba, y siguió buscando. Al llegar a una loma le pareció que reconocía el punto desde donde el hombre tuerto le había descubierto y se estremeció de nuevo al recordar su risa. Descendió entonces seguro de encontrar la farola que le había iluminado y una vez allí bajó casi a tientas el camino de piedras. Se hizo a la tiniebla de los muros y descubrió la verja tras la que había desaparecido la vieja. Reconoció el lugar exacto donde había luchado con el perro y encendió una cerilla, pero no había nada en el suelo. Recorrió la cuesta apurando las cerillas que quedaban hasta quemarse las yemas de los dedos y tampoco encontró la cartera. Alguien había pasado antes que él y se los había llevado, y además había allanado el terreno porque no había la menor huella y parecía tan virgen como la arena del desierto tras la tormenta. Y como si hubiera descubierto testigos ocultos de su propio terror se sintió vigilado y amenazado y precipitadamente, después de haber mirado por última vez el suelo vacío, echó a correr cuesta arriba y no se detuvo hasta llegar a lo alto del promontorio. Jadeaba aún cuando, sin dejar de escrutar los ruidos de la noche, se sentó en una piedra y apoyó la cabeza en un muro en ruinas. El aire era allí ligeramente más perceptible pero no logró desvanecer la inquietud que le agobiaba desde el atardecer, cuyo origen había atribuido a la asfixia del calor y a la lucha con el perro, incrementada ahora por el temor a ser descubierto. El mar en calma debía de estar muy por debajo. No podía verlo pero a lo lejos oía el choque acompasado y tenue del agua contra la roca.

Una estrella rasgó el cielo hasta extinguirse donde debía de estar el horizonte. Es verdad que en el verano caen las estrellas, pensó con indiferencia, pero siguió su recorrido y luego el de otra y otra más. Clareó levemente en toda la atmósfera y aparecieron las líneas del horizonte marino y el contorno más oscuro aún de la costa a su izquierda hasta que le envolvió la luz difusa de la mágica claridad de la noche. Tras la loma apareció una tajada de luna sin fulgor ni expansión. En algún lugar volvieron a sonar las campanas oxidadas y en el aire saltaban de vez en cuando atisbos de voces que se perdían en la lejanía. Poco a poco, en el fulgor de aquella noche solitaria bajo un cielo que parecía ampararle sólo a él, el tiempo adquirió un ritmo distinto del que marcan los relojes, distinto incluso de la morosidad que adquiere al navegar. Y recordó otra vez a la muchacha de la mezquita pero no su rostro, que no lograba precisar oculto bajo la trama del olvido que sin embargo amparaba y atenazaba la confusión en que le había sumido el perro y su desaparición y la prueba concluyente de su delito, sino, quizá como recurso por anular la angustia, por escapar del terror en que se encontraba, el inaplazable deseo de reanudar la historia a partir del momento en que la había perdido, como si el tiempo transcurrido desde entonces hubiera sido un paréntesis demasiado largo que quisiera cerrarse ya y permanecer oculto e inamovible en un rincón soterrado de su vida. Era su historia la que había quedado inconclusa, no la de la chica.

Quizá aquél fue el momento en que sucumbió, porque ¿cuándo sucumbió y a quién? ¿O a qué? ¿Cómo saber el momento preciso? ¿Dónde está el umbral, el umbral infinitesimal que transforma sin remedio las cosas? El punto en que la caricia a fuerza de repetirse no produce placer sino dolor. El momento en que el clavo que sostiene un cuadro demasiado pesado para él, cae y con él su carga. ¿Va cediendo paulatinamente en silencio, o bien lo sostiene hasta el fin con la misma tenacidad y se desmorona de golpe al comprender que no podrá soportar el peso por más tiempo? Quizá la conciencia que es perezosa y tardía, cuando aparece la señal y llega la hecatombe, comprende que lo inexorable había ocurrido mucho antes de que se manifestara, del mismo modo que al morir un amor sabemos, si queremos saber, que había muerto hacía tiempo.

Andrea había vuelto a Nueva York cuatro o cinco meses después de su inesperada visita del mes de junio, cuando los árboles comenzaban a perder las hojas que dejaban las aceras tapizadas. Había llegado para quedarse, dijo desde el primer momento de pie en la puerta, casi sin atreverse a entrar. Él había permanecido fiel a la promesa de seguir esperándola y a su memoria, tal vez porque de una forma vaga que no se habría atrevido a definir ni reconocer, comprendió al fin que no podía esperar más que unas imprevistas apariciones y se había refugiado cómodamente en la melancolía. O quizá fuera que las cosas llegan siempre a destiempo, tal vez.

Por esto cuando se disponía a salir a cenar al New Orleans aquella tarde de octubre dejando una luz de situación encendida para que al entrar después de la cena la acogida fuera más cálida, tibia aún sobre el pecho la camisa blanca que acababa de planchar (por la tarde había ordenado el apartamento, cambiado las sábanas y las toallas y dejado en el lavabo una pastilla de jabón perfumado todavía en su envoltorio como había visto hacer en los hoteles y en casa de Andrea, y en la nevera una botella de vino blanco, y rosas rojas en un jarrón sobre la mesa) y al oír el timbre fue a abrir convencido de que era Osiris que con la excusa de subirle el correo quería charlar un rato y se encontró en la puerta con una Andrea estática, casi inmóvil, oscurecido el rostro por unas ojeras desmedidas y en una posición un tanto encorvada, creyó que había tenido una alucinación y a punto estuvo de cerrar la puerta movido por la desazón. -He venido para quedarme -dijo ella con voz ronca, y apenas pudo sofocar un sollozo.

No era así como lo había imaginado pero la tomó en sus brazos como si se hubiera convertido en una niña pequeña y él curiosamente en su protector, la hizo entrar, despejó el banquillo de la entrada y se sentó a su lado. Parecía tan derrotada que no se atrevió a preguntar qué había ocurrido ni a qué se debían esas lágrimas, tal vez porque él habría llorado también. Tantas veces había deseado que llegara ese instante y en tantas ocasiones se había dicho que no tenía sentido estar separados que no consiguió comprender por qué su presencia le abrumaba de ese modo y le producía tal desasosiego. O tal vez su inteligencia temerosa de que la plenitud soñada no existiera, al tenerla al alcance de la mano se desentendía y se retiraba, o simplemente por instinto de supervivencia se negaba a seguirle porque sabía que la realización de una esperanza tan firme y remota comporta siempre el desengaño y la decepción que a su vez invalidan el entusiasmo necesario para seguir el camino y alcanzar la meta prevista, y antes de perder esa fuente de energía indispensable para continuar y vivir, preparaba el ánimo para el fracaso.

Katas estaría esperando. Tendría que bajar y anular la cena con algún pretexto, o tal vez decirle la verdad. Le había hablado de Andrea muchas veces mitificándola más aún tal vez con el escondido propósito de que permaneciera en el limbo del pasado, igual que se habla de los muertos, deshumanizados por la ausencia y convertidos con el tiempo en vidriosos y mansos personajes sin garra ni pasión que disfrazamos con sus propias virtudes y recubrimos con nuestra melancolía e indulgencia.

Miró el reloj, había tiempo aún. Pero ¿qué le iba a decir? De todos modos tenía que ir, bien lo sabía, así que cuanto antes fuera, tanto mejor. Pero estaba aturdido: una decisión tomada mucho tiempo atrás había desencadenado un proceso que él mismo, su propio autor, no podía ahora detener siquiera el tiempo preciso para comprobar si estaba dispuesto a ratificarla. Mantenía en los brazos la cabeza de Andrea y seguía inmóvil; no habría sabido desprenderse de ella y no podía hacer otra cosa que mecerla y acariciarle el pelo y la nuca, por esperar, por esperar que la solución llegara por sí sola porque no lograba concentrarse ni era capaz de encontrar la decisión ni la voluntad o, simplemente, porque no hay más pecado original que la pereza.

Sonaron en la puerta las dos llamadas de Katas que tan bien conocía. Pero tampoco se movió. Una vez más, quizá dos, se repitieron. Y habría podido descubrir la incertidumbre en los pasos que se perdieron por el pasillo y oír los jadeos del viejo ascensor camino de la planta de no haber sumergido la cara en el pelo rizado que sostenía entre los brazos, inmovilizando el intento de Andrea por incorporarse, y de no haber encontrado un último refugio en la vehemencia de sus propios besos en el cráneo, el cuello y las orejas. Pero así arropado se dejó envolver por el olor y el contacto que dejaron de ser meras reminiscencias y cobraron por fin su exacta dimensión: sólo entonces se reconoció a sí mismo en un tiempo que una vez más había perdido su ritmo y su cadencia. Y cuando las campanas del reloj de la iglesia ortodoxa rusa dieron las nueve, ¿o las diez?, y se levantó para abrir la botella de vino blanco, recordó vagamente la cita y su decisión de bajar un momento al piso 14 y la doble llamada en la puerta pero ya casi no era consciente de lo que estaba ocurriendo, concentrado más en su propio aturdimiento que en la prolongada inmovilidad de Andrea y su silencio, o el injustificado desaire con que había castigado a la mujer para quien había puesto a enfriar ese vino.

Hasta al cabo de tres días no fue a ver a Katas. No la había llamado ni la había visto y no sabiendo aún qué decirle ni cómo, las pocas veces que había salido a la calle a por pan y periódicos y tabaco había temido encontrarse con ella en el ascensor. Le agradecía que no le hubiera llamado pero le dolía al mismo tiempo. Quizá lo había hecho en su ausencia y Andrea se lo había ocultado. No podía saberlo porque tampoco se atrevía a preguntar.

Bajó al piso 14 a una hora en que habitualmente estaba en casa, se detuvo en cada peldaño por buscar las palabras que iba a pronunciar y se quedó de pie ante la puerta indeciso. Finalmente llamó.

Al poco se abrió y apareció un hombre alto y corpulento que vestía una camiseta, estaba sudoroso y sostenía un martillo en la mano. Tras él, el apartamento estaba vacío. En su confusión creyó haberse equivocado de piso, pero cuando efectivamente localizó el número 14 sobre la puerta de los ascensores preguntó por ella.

– Se ha ido. Aquí vivo yo ahora -dijo el hombre y cerró la puerta.

Llevado de un pánico súbito y violento bajó a la planta baja y preguntó a Osiris, que leía el periódico sentado tras el mostrador:

– ¿Dónde está Katas?

– Ella se fue. Ella terminó sus estudios.

– No tenía que irse hasta Navidad. Faltan todavía más de dos meses.

– Pues ella se fue ayer. Yo creía que tú sabías.

– ¿Dejó una dirección?

– No, ella no dijo nada. Ella llevaba muchos bultos…

Volvió a la biblioteca a horas distintas, preguntó en la universidad y el hospital, fue al gimnasio y recorrió las calles del barrio buscándola hasta que se convenció de que había desaparecido para siempre, aunque incapaz de reconocerlo se aferraba al convencimiento de que aún contaba con el azar para volver a verla, y para tranquilizarse mantuvo indecisa en el alma la premonición de que un día, en algún lugar, había de encontrarla. A veces en el metro o en la calle volvía sobresaltado la vista tras la chica con cola de caballo que había salido en esa estación o había doblado la esquina. Pero dejó de sufrir por ello, quizá porque estaba tan pendiente de Andrea, era tan nuevo todo lo que le estaba ocurriendo y trabajaba tanto y tantas horas que apenas tenía tiempo de más.

Vivía enloquecido para construir una vida en común en la que, tras la sorpresa, no parecía haber más nube que sus dudas recurrentes. A veces cuando Andrea ya se había dormido a su lado se quedaba con los ojos fijos en el techo pensando en ella. Le llenaba de orgullo que hubiera renunciado a su profesión, a su marido, a sus hijos y a su ciudad por él pero al mismo tiempo le abrumaba, y había sido tan inesperado y el desplazamiento de intereses era tan desmedido que no podía sino pensar que Carlos, aun siendo el ejemplo de hombre civilizado que siempre había descrito Andrea, había descubierto su viaje del mes de junio a Nueva York y se había cansado de tanta infidelidad. Y en la soledad que inflige la suspicacia imaginaba lo que había ocurrido. Conocía el escenario: el salón de la casa con el mar al fondo. Era por la tarde y la última luz del ocaso acentuaba la penumbra del interior. Andrea entraba con la maleta en la mano y cerraba la puerta con cuidado para evitar que golpeara. Carlos dormitaba en un sillón con el periódico en las rodillas. Ella se deslizaba furtivamente hacia la escalera que subía a las habitaciones. Carlos se desperezaba vagamente con el ruido de la puerta y se levantaba hecho una furia. Una furia, no, nunca le había visto enfadado. No era ese tipo de hombre. Se levantaba y torciendo el gesto de la boca en un rictus amargo y un tanto cínico… No, tampoco había de ser así. Quizá lo que no funcionaba era el escenario porque era junio cuando Andrea fue a verle a Nueva York y ellos no iban a Cadaqués hasta julio por lo menos. Debía de ser en su casa de Barcelona. Ella llegaba del aeropuerto. Eran las ocho de la mañana. La entrada de puntillas servía igualmente. El marido ¿estaba desayunando? No, era demasiado temprano. Estaría todavía en la cama, o mejor en el baño, con lo cual ella tendría ocasión de dejar la maleta en la entrada, cambiarse, o meterse en su cuarto con el pretexto de un terrible dolor de cabeza. ¿Qué es lo que le hacía suponer que Andrea había entrado subrepticiamente en la casa? Lo más probable es que Carlos hubiera ido a buscarla al aeropuerto. ¿Qué habría ocurrido pues? ¿Qué habría producido la ruptura?

La noche de su llegada, Andrea, escondida aún la cabeza en su regazo, le había contado con muy pocas palabras que había sido ella la que a raíz de la visita del mes de junio y no pudiendo hacer frente por más tiempo a su propia doblez se había visto obligada a elegir. Pero no dio más detalles que las disposiciones legales que su marido como abogado había convenido a su modo, eso sí lo insinuó, y a los acuerdos que habían llegado sobre los hijos que vivirían con él.

Durante todo el tiempo, casi dos años, que estuvieron juntos en Nueva York y aún después, incluso ahora en las largas horas de navegación sin saber qué hacer, había ido cambiando los escenarios y los diálogos y los había elaborado mucho más que cualquiera de aquellos guiones que escribía antes de que ella llegara, pero ni siquiera al cabo de los años había logrado una versión firme y convincente que le disputara la oficialidad a la de Andrea. Y cuando recrudecía la duda no le hacía falta cerrar los ojos para asistir a una escena tormentosa en la que el marido la esperaba en casa paseando por la habitación como un león enjaulado, dolido por una infidelidad tan prolongada que más que uno de tantos devaneos suponía una traición; porque como bien repetía a lo largo de la noche interminable era ella quien había roto el pacto que habían establecido entre los dos, y él por tanto estaba decidido a tomar represalias. Andrea entonces, derrotada, perdido el trabajo en la empresa de él, no queriendo estar sola como había dicho tantas veces, e incapaz de hacer frente a una sociedad que la había conocido triunfante, no encontraba otra solución que ir a Nueva York a reunirse con él. Porque en realidad, se decía remachando su propio dolor, ¿qué podía importarle un muchacho vagabundo, sin futuro, sin dinero, diez años más joven que ella y que no tenía más que devoción que ofrecerle? ¿Cómo, voluntariamente, podía haberle elegido a él?

A veces estaba tan convencido de la versión que había tramado su propia imaginación y se dejaba llevar de tal modo por la desconfianza, que se sumía en un mutismo prolongado y profundo, se iba alejando de ella y la dejaba sufrir como si el destino le hubiera adjudicado el papel de justiciero.

Así fue como a las pocas semanas de llegar Andrea a Nueva York desapareció dejando un simple mensaje sobre la mesa de la cocina para que no se le ocurriera avisar a la policía. Tres días estuvo ausente, tres días que pasó encerrado en un motel de New Jersey perdido en una carretera entre tinglados cerca del Hudson con una actriz que había conocido hacía varios meses en un rodaje, amándola con brutalidad e insistencia como si con ello hubiera podido paliar su despecho.

Cuando volvió encontró el cuarto cerrado con llave. El apartamento era reducido y oía su respiración tras la puerta sobre el fondo de frenazos, bocinas y sirenas. Sacudió el tirador no por querer forzarlo sino por darle a entender que había vuelto.

– Andrea -dijo quedamente haciendo bocina en el quicio de la puerta-, Andrea, abre.

Pero no hubo más respuesta que el chirrido de un muelle del colchón. Se ha dado la vuelta, pensó. Miró por el ojo de la cerradura: el anuncio luminoso que recorría la esquina del edificio lanzaba intermitencias de color sobre un segmento de la pared, los pies de la cama y el suelo. La cabeza estaba en la penumbra pero alcanzó a ver cómo metía el brazo bajo la almohada y se cubría el hombro con la sábana, como hacía siempre, incluso los días en que no se podía soportar el calor de la calefacción, porque decía que necesitaba peso para dormir.

– Andrea -repitió-, abre, por favor, abre. -Golpeó la puerta-: Abre. Te lo ruego, te lo contaré todo. Déjame que te lo cuente.

Chirrió el muelle otra vez.

– Andrea -repitió aún, casi en un susurro, pero cuando se convenció de que era inútil seguir llamando y se vio a sí mismo aplastado contra la puerta recitando una súplica que se había convertido en estribillo, se dejó caer en el sofá desvencijado que ambos habían recogido de la calle a los pocos días de su llegada cuando sólo las lágrimas de sus ojos miopes enturbiaban un presente que ahora le parecía irrecuperable y permaneció atento al indescifrable sonido del aire, concentrado en la habitación, en las sábanas que tan bien conocía y en la mujer que yacía entre ellas a la que nunca había amado tanto.

Nada rompió la densidad de aquel silencio que alejaba el metálico rumor de la calle, y rendido de cansancio y de dolor y de la carencia que trascendía la medida de su deseo, se le cerraron los párpados y sucumbió a la duermevela del que no quiere dormir pero le vence la somnolencia a cabezadas, hasta que casi al amanecer traspasó la puerta un breve suspiro o quizá un sollozo contenido. Sólo entonces se abandonó al sueño mecido por el balanceo consolador del dolor ajeno.

Aunque al día siguiente ella amenazó con irse, la reconciliación que siguió fue tan esplendorosa que se convirtió en una pauta, un modelo de comportamiento al que él habría de recurrir ávido no tanto para desterrar el remordimiento y alcanzar el perdón por las infidelidades a las que se lanzaba cuando aparecía de nuevo el fantasma de la duda que ya no había de dejarle en paz, cuanto por recobrar la seguridad y disponer una vez más de la confirmación de su amor que en esas ocasiones desbordaba la plenitud de los primeros tiempos y aun superaba los espectaculares paraísos que había construido en las quimeras de la añoranza. Hasta tal punto que muchas veces se preguntaba si lo hacía realmente empujado por la incertidumbre o bien para espolear, con el sufrimiento que provoca la traición, la posterior reconquista y la concordia que no hacían sino acrecentar su vehemencia cuando ella le convencía una vez más de que había renunciado a todo por compartir su vida miserable.

Entonces enardecidos por estar de nuevo juntos salían a la calle y acababan con el presupuesto que tan concienzudamente habían planeado para que les alcanzara el dinero hasta fin de mes. La llegada de Andrea no había mejorado la situación y por más que él trabajaba en todo lo que encontraba y durante semanas no llegaba a casa más que a dormir, a caer rendido a su lado para levantarse al alba otra vez, pronto terminaron con los ahorros de ella reservando por intocables la suma de los billetes que iba a necesitar para pasar las vacaciones con los hijos.

Le habría gustado preguntarle por qué su marido no le había dado dinero, ni sus padres, pero no se atrevió y le pareció comprender lo que había ocurrido cuando ella sin más comentario le recordó un día que venía de un país donde todavía el adulterio de una mujer se castigaba con tres años de cárcel y el del hombre con tres meses.

– ¿De dónde has sacado eso? -preguntó Martín.

– Así era cuando me fui. Siguen vigentes las leyes de la dictadura y aunque se dice que todo esto va a cambiar con la ley del divorcio, a mí ya no me alcanzará. A fin de cuentas no soy yo la que tiene los hijos.

Y por la indiferencia de su voz al hablar de ellos, que nunca modificó ni dulcificó y en la que jamás dejó un resquicio que diera pábulo a la queja, la nostalgia o la confidencia, le pareció comprender que las cosas efectivamente no habían ocurrido como ella pretendía. Pero de nada sirvió que indagara directa o indirectamente, nunca supo más de lo que entre sollozos le confió la noche de su llegada. Lo mismo ocurrió con el trabajo al que apenas se refirió dando por sentado que no le habría sido posible continuar en una empresa que pertenecía en buena parte a Carlos. Había venido con una serie de cartas de recomendación para altos cargos en los periódicos a los que se dirigió en busca de trabajo aunque sin éxito. Una periodista, dijo, tiene poco que hacer en un país de habla distinta y después de varias semanas de visitas infructuosas abandonó el intento. Al principio dedicó las horas a pintar el apartamento y los armarios, luego paseó por la ciudad, incluso fue a un ciclo de conferencias que organizaba un grupo feminista del barrio, pero acabó consumiéndose en casa. Pronto entró en ese estado de ánimo de desgana y aburrimiento, en que no se tiene aliento para descubrir y sucumbir a las grandes tentaciones ni voluntad para resistir a las pequeñas. Así, dormitaba del sofá a la cama alegando males con que justificarse ante sí misma y alternaba los periodos en que no hacía sino comer cacahuetes con los de regímenes brutales para adelgazar los kilos que había engordado. Y durante días enteros ni siquiera se levantaba más que para bajar al buzón a la hora en que se repartía el correo y como no encontraba la carta que esperaba se metía de nuevo en cama con la decepción escrita en el rostro y de un humor que, aparte de Martín, apenas tenía a nadie contra quien descargar.

– Se te va la vida durmiendo, Andrea -le decía él cuando a veces a media mañana volvía a casa a cambiarse o a buscar algo olvidado y la encontraba todavía entre las sábanas, aunque durante los cinco minutos que se acurrucaba a su lado no dejaba de pensar que de algún modo ella tenía poco más qué hacer que esperarle como le había ocurrido a él aquel invierno en Barcelona. Y no queriendo atosigarla ni añadir más dolor aún a su cautiverio o a su exilio, confiaba en que todo pasaría un día como había ocurrido con él, y cuando la crisis era más aguda, no bastándole con esa Andrea que a veces le era difícil reconocer, se consolaba soñando con ella, pero no con la de ahora, la que había llegado derrotada y desnuda, sino la suya, la que recobraría un día la audacia y el buen humor, la que él había dejado en Barcelona, y llevado de la inercia de su fantasía llegaba a veces a tal confusión que no habría podido decir cuál de las dos alimentaba a la otra. Al verla ausente, triste y sabiendo que por más que él preguntara permanecería en silencio, dejaba las ganas de insistir para más tarde, para la noche, con la convicción de que en cuanto entrara en el sueño ella habría de escucharle y responderle.

– ¿De qué me sirve estar en Nueva York si no tenemos dinero para ir a ninguna parte? -se justificaba ella cuando él le recordaba lo hermosa que era la ciudad a pesar de todo-. Ni siquiera puedo pasear -se lamentaba-, está nevando todo el día.

Y era cierto. Fue un invierno largo y tan frío en Nueva York que cuando salía a la calle las lágrimas se le helaban tras las gafas. Sin embargo así siguió también al llegar la primavera. En verano se fue por un mes a pasar las vacaciones con los niños. Volvió morena y feliz pero la alegría apenas duró unas semanas, y por más que hacía esfuerzos por que ella le hablara no logró arrancarle ni siquiera una confidencia, y por temor a que con su insistencia la hiciera sufrir más, callaba.

Llevaban ya más de un año juntos cuando un día al volver a casa la encontró llorando. Tenía cabellos mojados pegados a la frente y sin haberse acabado de vestir daba bandazos de la pared al sillón. En un traspiés cayó sobre él y al colgársele del cuello le llegó una bocanada agria de taberna.

– Tengo vértigos -dijo intentando enderezarse y sin poder reprimir los sollozos y los hipos.

– No tienes vértigos, estás borracha.

Fue la primera de una infinidad de veces y aunque con el tiempo el vértigo se hizo crónico y se manifestaba incluso cuando estaba sobria, ya no le fue posible poner en duda que una cosa era resultado de la otra, y cuando ella se agarraba a una barandilla y hacía ese gesto de cerrar los ojos para no ver el abismo que se abría a sus pies lo tomaba como una afrenta, se le nublaba la vista y la inteligencia y de nuevo surgía el resentimiento, porque no podía comprender cómo había dejado todo lo que tenía para venir a Nueva York a convertirse en una alcohólica. Y una vez más se ponía en marcha el mecanismo que ni quería ni podía detener: salía de casa dando un portazo y la llamaba desde una cabina para decirle que no iría a cenar, que necesitaba aire. Y cuando volvía al amanecer sin haber hecho nada por borrar el olor foráneo que desprendían sus manos y su cuerpo, ella le miraba y no veía en su vacilación sino el calor de la cama que acababa de dejar. Y esa visión la cegaba. Se envalentonaba y primero con circunloquios y más tarde directa y brutalmente, le requería a decir la verdad, como el acusador seguro de conocer la culpa del interrogado, con tal ferocidad -más por la ocultación y la contumacia que por la infidelidad, repetía una y otra vez enardeciéndose paulatinamente- que no lograba sino convertir su silencio en una losa.

– Dilo, dilo ya, no te gusto. Sólo te gustan esas imbéciles, esas escuálidas niñas…

¿Cómo iba a decírselo si no era cierto? Y aunque así hubiera sido, ¿cómo iba a decir nada, él que nunca había hablado demasiado y que incluso para decir te quiero en las tardes soleadas del primer verano junto al mar, cuando estaba seguro de que el mundo comenzaba y acababa en ella, no sabía hacer otra cosa que mirarla y escucharla y apretar la mano que había dejado caer y jugaba en el suelo con las piedras?

– Nunca dices nada -le recriminaba ella entonces con una dulzura que no escondía reproche alguno. Y se hacía un ovillo junto a él y él se dejaba envolver por un vaho de ternura y de complicidad que colmaba la totalidad de los sueños y esperanzas que había acumulado desde que tenía uso de razón.

Aquellos ojos dulces se habían transformado en inquisidores a la caza de una culpa que había de darle a ella la razón. Y su risa cantarina se había convertido en una cascada de reproche y de rencor. ¿Dónde había quedado todo aquello? ¿Cuándo se había torcido y por qué? Lo que estaba a favor se había vuelto en contra, lo que habían sido dones se convertía en amenazas. ¿Sería el matrimonio o la vida en común un laboratorio maligno, una alquimia infernal? ¿O un juego a dos bandas que exigía maestría y paciencia para aguardar cada uno su turno? Porque cuando ella se hubiera apaciguado y la viera sumida en la decepción y el dolor, cuando ya no hubiera en sus ojos crispación sino sólo desconcierto, se desmoronaría el reducto de silencio tras el cual se había acorazado y confesaría entonces y la seduciría de nuevo -más enardecido cuanto más ofendida ella, más porfiado cuanto más lejos estuviera de rendirse otra vez.

A los dos años llegó el telegrama y después el contrato y decidieron regresar a España. A partir de aquel momento volvió a cambiar, y durante el resto del tiempo que permanecieron en Nueva York mostró la misma vitalidad que cuando la conoció. No hacía sino pasar de un proyecto a otro y fabular historias y planes para la vida que iban a iniciar en Barcelona, como personas, decía riendo, como lo que somos. Ya no estaba en Nueva York, se había ido y no caminaba por esa ciudad sino por otra, por aquella en la que tenía puesta la mente, el punto donde había situado su futuro y el lugar preciso de la geografía en el que había asentado su esperanza.

Él en cambio procuraba dar a cada uno de sus pasos y de sus miradas la intensidad que fuera a conservar mejor el recuerdo y ordenarlo y darle un nombre para almacenarlo en la memoria y poder disponer de él cuando quisiera. Pero no lo logró. Caminó por las calles y las avenidas envuelto en la nostalgia que habría de sentir al dejarlas pero sólo consiguió teñirlas de tanta melancolía que petrificadas bajo ella se esfumaron como un recuerdo se desvanece suplantado por el siguiente, perdido para siempre el sabor y el olor de estos años tal vez para recordarle que el camino que dejaba a medio recorrer con su partida le sería vedado para siempre.

– No es esto lo que quiero hacer -le había dicho cuando ella levantó triunfante una carta de Leonardus con el proyecto completo y el contrato que, de aceptar, les obligaba a volver.

– ¿Qué es lo que quieres hacer? -preguntó ella entre estupefacta y ofendida.

– ¡Seis series de televisión en cinco años! Apenas conozco el medio, no he leído los guiones, nunca he dirigido una superproducción. Quiero hacer otras cosas.

– ¿Qué cosas? -preguntó incrédula-. Desde que yo estoy aquí no has hecho nada -le recriminó con la misericordiosa crueldad a la que recurren los padres para quienes lo único que importa de sus hijos es el porvenir, cuando quieren convencerles de que el camino que han elegido no conduce a nada. Y por primera vez se dio cuenta de que los diez años que los separaban la situaban a ella en otra generación, en otro punto de vista donde ya no tenían cabida las utopías.

– Lee primero el contrato, aún no sabes lo que te propone -insistió como habría hecho su propia madre.

Leyó el contrato y la carta, y aunque comprendía que Leonardus, o una de sus empresas, nunca le habría ofrecido esas inmejorables condiciones de no haber sido por Andrea, aceptó. Bien es verdad que lo hizo por ella, porque sabía hasta qué punto le pesaba estar lejos de su ciudad y lo duros que se le habían hecho estos dos años que llevaba en Nueva York y quizá llevado también de un sentimiento irracional de deuda que a veces se le hacía insoportable. Y por si fuera poco, era cierto que desde su llegada nada había hecho que le diera fuerza ahora para oponerse a la vuelta. Los trabajos anteriores a su llegada, todo lo que había dejado pendiente, pertenecía en buena parte a un futuro quimérico que se había evaporado como se desvanece un sueño de juventud. Pero sobre todo había transigido porque sabía de antemano que de nada serviría resistirse: la combinación de elementos, acontecimientos y caracteres marcan en los amantes pautas de comportamiento y les adjudican a cada uno un papel muy definido en la relación, y aunque esas circunstancias varían con el tiempo y pueden llegar a ser incluso diametralmente opuestas, en realidad la función que cada uno ejerce en ella, el lugar que ocupa, son inamovibles. Martín seguía sin preguntar apenas y ella, aun sin capacidad para decidir, era quien en último término tomaba las decisiones.

Y sin embargo esas seis series que realizó en los primeros años de su estancia en Barcelona le habían situado en la cima de la profesión, de una cierta profesión al menos, y le habían hecho rico y famoso. De las series se habían hecho películas y de las películas series cortas y se habían traducido todas a decenas de idiomas y se vendían en todos los videoclubs de los países más inciertos. Se le requería en coloquios televisivos, en festivales y en conferencias. Y la productora organizaba en los estrenos un despliegue de publicidad con asistencia de todos los medios de comunicación y ciclos culturales que en muchos casos patrocinaba el Ministerio de Cultura, de tal envergadura y con una tal resonancia que sin apenas haber puesto en las obras que dirigía un ápice de su fantasía o imaginación se encontró en la cumbre de la fama de la ciudad y del país, rodeado a todas horas de gentes que no conocía pero que, bien lo sabía, se arrimaban a su sombra mientras la hubiera. Era consciente de que no había adquirido prestigio por la obra hecha sino por el éxito alcanzado, y ese éxito nada tenía que ver con la calidad. Bien lo sabía, el éxito más dinero provoca adulación y aplauso y prestigio también, aunque el prestigio que se desprende únicamente de la calidad no trae más que silencio.

Nunca se lo dijo a Andrea, pero le daba la impresión de que no necesitaban a nadie para esas producciones que venían milimétricamente planificadas, porque el director, él, tenía tan poca libertad de movimientos que bien habría podido dejar que fuera el primer ayudante quien se limitara a seguir al pie de la letra un guión en el que tampoco había intervenido, mientras él tomaba café o se iba a su vez al cine. Y aunque al principio le torturaba no estar haciendo lo que habría querido hacer, muy poco tiempo después ya no fue capaz de recordar, o no quiso, qué era exactamente lo que habría querido hacer y se dejó llevar de la aureola de su propio triunfo, y mecido por la canción de quienes le rodeaban y de la vehemencia y aplauso generales procuró no volver a pensar en ello. Quizás con el propio quehacer ocurra lo mismo que con las arrugas que se profundizan y proliferan al mismo ritmo que aumentan las dioptrías. Y sin embargo, en lo más recóndito de sí mismo, no había abandonado sus sueños, esa forma de dormirse a veces imaginando que había conseguido trabajar sin descanso, como en los tiempos de su primer corto, en una película propia -cuyo guión tenía completamente terminado en su mente y escribiría sin falta un día de éstos- sin directrices ni exigencias, ni personajes de cartón que no comprendía o diálogos absurdos que arrancaban lágrimas en el público, un sueño que había ido transformando con los años, no para acoplarlo a la realidad como hacemos siempre sino por el contrario, poniendo el listón mucho más alto aún, casi inaccesible, como para darse a entender a sí mismo que mejor era soñar porque lo que él quería se había perdido en los recovecos y las brumas de la impotencia.

– Para hacer lo que uno quiere primero hay que disponer del dinero suficiente -le había dicho Andrea-. Es la única forma de no tener que doblegarte a las exigencias de los demás y poder escoger lo que quieras.

Sólo ahora comprendía la falacia de esa afirmación que había servido para que, empujado por ella, aceptara un nuevo contrato de cuatro años al finalizar el primero, y estuviera ahora a punto de firmar el tercero. O tal vez fuera mejor reconocer que no había sabido resistirse al contrato millonario y al éxito que le siguió. O, ¿quién sabe?, quizá había abandonado porque finalmente se había convencido de que carecía de dotes y de talento y de que en realidad la pasión que creía arrastrar desde niño no había sido más que un intento desesperado, la oscura voluntad de escapar a su destino de hormiga.

Pero aun así, ahora, sentado en una piedra en lo alto del promontorio sobre la bocana del puerto de aquella isla embrujada -como habría de repetir muchas veces antes de que todo cuanto había de suceder en ella fuera forzado al olvido-, y quizá por el efecto encadenado de una serie de hechos y rememoraciones absurdos que se habían iniciado con la aparición de la chica del sombrero esa misma mañana tan lejana, se preguntaba qué sentido tenían la inacabable senda de conformismo, facilidad y aburrimiento en la que estaba inmerso y el contrato que iba a firmar por otros seis años que le llevaría a los treinta y ocho, a punto de entrar en la cuarentena, en el umbral de la divisoria a partir de la cual el camino está trazado y no tiene vuelta atrás.

Hay un momento en la creación en que puede desviarse el objetivo primero, es un solo instante de confusión pero basta a veces para cambiar el sentido y desviar la senda iniciada muchos años antes. Si el creador quiere mantener aquel objetivo o si la pulsión tiene más fuerza que la del camino fácil que se le ofrece, seguirá adelante y continuará una búsqueda que no tiene fin. De otro modo, si se confunde y se aferra al pretexto que le justifica ceder a esa tentación es posible que triunfe, pero en ese triunfo habrá encontrado su propio techo y lo que haga a partir de ese momento no será sino una mera repetición de la obra que le colocó frente a la disyuntiva o de la que tenía entre manos cuando sucumbió.

Y eso es lo que le había ocurrido. Podía situar con precisión el momento a partir del cual no había hecho sino rodar sobre sí mismo como un tornillo pasado de rosca. Tal vez por eso mismo apenas habían dejado huella esos años en Barcelona -¿siete años?, ¿cuántos eran?- que permanecían vagamente en su memoria, como los sueños, sin ilación ninguna entre las distintas imágenes que los componen. Y sin embargo habían ocurrido en ese periodo hechos suficientes para definir una biografía completa -desde su propia boda a la muerte de su padre- que ahora sin embargo ya no eran sino chispas de memoria sin contenido apenas que pululaban como plumas y se alejaban casi imperceptiblemente de la conciencia para desaparecer un día fundidas en la amalgama de todo lo que fue alguna vez, como una gota en el inmenso mar de la no existencia.

Desde que se instalaron en el amplio apartamento en la parte alta de la ciudad que el padre de Andrea le había regalado a su vuelta, vivieron, viajaron y trabajaron con Leonardus. Lo demás eran cenas que ella organizaba para sus antiguos amigos, o para las nuevas amistades que se empeñaba en invitar quizá para recuperar el puesto que tan brillante y despreocupadamente había ocupado antes. Parecía querer demostrar que de hecho seguía siendo la misma y quizá por eso la nueva casa en la ciudad era casi una réplica de la que había conocido Martín, con un poco más de ostentación tal vez, o de cuidado, más escueta, más condensada, como quedan en el escenario los proyectos del autor: el reloj en la chimenea, la disposición de los sillones y sofás, los muebles ante las ventanas sin orden, de forma casual, la sobria combinación de tonos para dar la misma impresión de elegancia despreocupada, la forma de colocar la pieza del escultor de moda sobre una mesa entre muchos otros objetos para quitarle el brillo de la novedad y mostrar su familiaridad con un arte de vanguardia que hace mucho tiempo dejó de sorprender.

Bebía dos copas antes de que llegara la gente, mientras se arreglaba, quizá para no reparar en las negras ojeras que no lograba disimular el maquillaje y en la piel que comenzaba a cuartearse porque había adelgazado tanto que acabaría pareciéndose a su madre, y seguía bebiendo para recuperar la familiaridad distante con que había tratado por igual al mundo entero cuando formaba parte de aquella sociedad que, bien es verdad, un tanto desperdigada y movida por otros usos, había acabado aceptándola otra vez. Desde su llegada se había lanzado a esa imparable vida social y casi no atendía el trabajo a media jornada que había comenzado en un periódico local. Parecía haber perdido interés por la profesión porque jamás hablaba de ella y al cabo de unos meses, pretextando que había de ocuparse de los asuntos de Martín, tan poco atento a esas cosas, y quería acompañarle en sus viajes, y que necesitaba además tiempo libre para visitar a los hijos que ahora vivían en Madrid, donde Carlos ocupaba un alto cargo en el nuevo gobierno de la democracia, dejó el periódico y le dedicó todas las energías. Vivía pendiente únicamente de sus rodajes y desplazamientos, en contacto diario con Leonardus, y con la obsesión de organizar ese torbellino imparable de citas y cenas a las que no quería renunciar pese a las protestas de Martín a quien bastaba y sobraba con los montajes publicitarios de la productora, del progresivo deterioro de su salud y de su humor, y de sus visitas al psiquiatra para encontrar la razón oculta del vértigo que efectivamente en los peores momentos apenas le permitía bajar las escaleras.

Martín sentía curiosidad por conocer qué veredicto había merecido en esas gentes la fuga de Andrea y su reincorporación a la vida ciudadana con el muchacho de Sigüenza que había venido a sustituir al brillante marido de antaño y le habría gustado saber si realmente se preguntaban como él mismo si su éxito fulminante y su fama de joven genial bastaban para representar un papel para el que no tenía ni los atributos ni el carácter ni los conocimientos ni la edad ni el origen. Pero ¿cómo saberlo? De hecho nos morimos sin conocer qué piensan de nosotros los demás, ni acertar nunca a descifrar cómo han interpretado los actos de nuestra existencia, ni sospechar cuál es nuestra imagen oficial, una trama y urdimbre que van tejiendo entre todos hasta cimentar la personalidad inamovible con la que anclamos y vivimos y llevamos a cuestas sin saber aun así en qué consiste. En realidad eran todos, y todos fueron durante años, tan extranjeros para él como él para ellos y al no poder hacer otra cosa, ni ser capaz de comunicarse con nadie ni de establecer una relación social por superficial y frívola que fuera, para la que ni había nacido ni estaba dispuesto a hacer más esfuerzo que el de aportar su pasiva asistencia, pululaba por los salones tras los pasos de Andrea, que prodigaba entonces lo mejor de sí misma, feliz de mostrar que contra todos los pronósticos había valido la pena la sustitución y exhibir radiante la situación de prestigio en la que inconcebiblemente Martín la había encumbrado a los pocos meses de su llegada.

Fue por aquella época cuando comenzó a hablar en primera persona del plural. Exponía una opinión como si ella expresara en nombre de los dos la de su joven y famoso acompañante, tan tímido y adusto que por sí mismo nunca se habría atrevido a hacerlo, como una prueba más del entendimiento que había de afianzar el mito de su historia de amor.

Martín entretanto la buscaba entre la gente como la había buscado durante aquel primer año de amores clandestinos en esa misma ciudad que era entonces una promesa, convencido de que de todos modos la complicidad que había de encontrar bastaba para contrarrestar sus recurrentes sospechas y las violentas escenas que precedían a sus reconciliaciones y las lágrimas de ella y sus vértigos de origen oscuro, y al descubrir entre una amalgama de risas y voces y peinados con brillo de navaja su mirada azul que filtraba la ternura o la intención a través de los cristales de sus grandes gafas, se sentía aprisionado por el mismo indestructible vínculo, más fuerte que todos los que se exhibían en aquel salón y en aquella ciudad, tan tiránico como la pasión más perentoria a la que además y sin embargo daba pábulo, y lo único que quería es que las agujas del reloj se precipitaran enloquecidas a dar vueltas sobre sí mismas para que todos se fueran a casa y dejaran el salón desierto y volvieran los dos al reducto de su intimidad donde el deseo se mantenía tan despierto y apremiante como en el tambucho de la Manuela.

Nadie nos ama como quisiéramos ser amados, quizá en eso reside la búsqueda inútil.

Pero nada significaban ahora esas fantasías ni los éxitos obtenidos. Nada frente a esa morada donde gravitaba la luna naciente que asomaba por el horizonte, tan exigua como un rasgo o un dibujo y tan pálida que no alcanzaba a iluminar la esfera del reloj, o esa tierra apagada y muda que no veía, o el ruido sordo del mar revolviéndose en sí mismo por falta de aire, por el peso de una temperatura que se había solidificado sobre el balanceo de metal de sus olas escasamente insinuadas. No, no sólo la luna, la tierra, el mar que durante años ignoró sustituyéndolos por lenguajes que a ellos se referían. No sólo ellos, él mismo, su profesión, la mujer que había dejado en el barco retenida por su propia cobardía, el dinero que había de ganar, esos seres extraños que dormirían en el camarote, su propia madre olvidada en su lejana patria.

Un ruido le sobresaltó. Eran voces en algún lugar muy por debajo de donde se encontraba. Se levantó inquieto y con cuidado fue deshaciendo la pendiente. Si me caigo aquí, pensó, nunca me encontrará nadie, y miró el precipicio a sus pies donde, doscientos metros por debajo de él, se encrespaba el rumor del oleaje al chocar contra las rocas. Siguió descendiendo. Se detenía de vez en cuando para escuchar y en los cruces se demoraba y atendía, no fuera a caer sobre los que buscaban al perro en cualquier esquina. Torció a su izquierda y llevado de nuevo por la urgente necesidad de encontrar la cartera anduvo en dirección contraria el recorrido que había hecho una hora antes, pasó ante la parra oscura y silenciosa y descendiendo a trompicones el camino pedregoso llegó a la plaza de la Mezquita. El agua de la bahía seguía inmóvil y el calor era todavía más sofocante, se ahogaba casi. Recorrió la riba bordeada de ruinas hasta llegar a las primeras casitas y se metió en un callejón intentando reconstruir otra vez los pasos de la vieja. Pero con ser tan pocas las calles tras el frontal del mar no logró orientarse y deambuló por ellas empujado por la inquietud, sin saber qué hacer. El aire pesaba como una losa, maulló un gato casi junto a su cabeza, dio un respingo y siguió caminando. Se detuvo al poco porque le pareció que alguien le seguía pero no oyó más que un ronquido apagado que salía del hueco negro de una ventana abierta casi a ras del suelo y se escurría por las paredes pedregosas de la casa. Al poco rato y llevado de la misma obsesión se detuvo de nuevo y esa vez siguieron resonando las pisadas en las losas de la calle. Entonces se quedó inmóvil arrimado a un muro sin osar secarse la frente húmeda por temor a verse descubierto ni saber cómo apaciguar los latidos de su corazón. Un pájaro asustado quizás por ellos o por las pisadas que se alejaban, salió revoloteando de un voladizo y en el silencio de la noche el aleteo se multiplicó como si una bandada de patos se hubiera echado a volar. Sólo deseaba volver al barco. Dio unos pasos casi de puntillas y se apoyó en la esquina de una ruina cuyas aristas había carcomido y resquebrajado el tiempo y esperó encogido sin atreverse a correr hacia el muelle que ni veía ni sabía cómo alcanzar. Ya no se oían los pasos sobre el pavimento, cruzaban a veces la noche sofocante ruidos esporádicos, el ladrido de un perro o la respiración tras una ventana, u otros indefinibles de origen desconocido imposibles de situar o descifrar que crepitan en el material que configura la noche: crujidos en las cuadernas, maderas en los desvanes, puertas en las alcobas.

Se puso en marcha otra vez. Le pareció reconocer una calle desde la cual habría de ser fácil dar con una salida pero volvía a encontrarse en el callejón donde el ronquido seguía su paso hacia el amanecer, y por más que intentaba alejarse acababa siempre en él. A la cuarta o quinta vez, cuando ya la frente le chorreaba sudor y angustia creyó ver una luz en el fondo de una calleja que no había descubierto aún. Chirrió el marco de una ventana y un fulgor, vicario de quién sabe qué otra luz, recorrió el espacio. Se detuvo sin embargo, como si en su entorno vibrara la anticipación de un sonido que no se haría esperar, y de pronto a su espalda estalló una carcajada. Se volvió y allí estaba el hombre, apenas a unos metros de distancia, salido de la oscuridad como un aparecido, con una linterna en la mano. En un instante cruzó su mente la idea de que era él quien había recogido la cartera y venía a ofrecérsela a cambio de dinero y sin pensarlo más sacó un billete de diez dólares del bolsillo y se lo mostró indicándole por señas que le ofrecía un intercambio. El hombre dejó de reír y pareció haber comprendido. Alargó a su vez la mano para recoger el billete y se lo metió en la bolsa que llevaba colgada del hombro. Martín le veía manipular en su interior y mantener firme la linterna al mismo tiempo pero no hizo sino cerrar la bolsa y echarse a reír de nuevo, esta vez con más ganas levantando aún más al cielo su rostro congestionado. Alguien siseó desde una ventana en la oscuridad conminándole a callar y Martín esperó a su lado a que dejara de reír y le devolviera la cartera. Pero el hombre levantó la linterna, le cegó unos instantes, la apagó enseguida dejándole doblemente a oscuras y echó a correr. Martín se lanzó en su persecución cuesta arriba. No podía verle ahora sin luz pero oía el trote unos pasos por delante y al llegar a un camino de pendiente más pronunciada el ruido de las piedras le indicó que seguía tras él. Habían salido a un descampado y el cielo en toda su amplitud brillaba cuajado de estrellas pero él no veía más que la sombra que le precedía, que sin darle apenas tiempo se detuvo súbitamente. Martín fue a echársele encima pero en ese momento se encendió la linterna bajo un rostro torturado y aparecieron encarnizadas por el sesgo de la luz las facciones del hombre tuerto que lanzó a la noche un rugido, ¡aaaahhhh!, levantó la mano para que fuera visible el cuchillo que blandía sobre la cabeza e hizo el gesto de iniciar a su vez la persecución. Martín se volvió y descendió la cuesta dando tumbos hasta la zona de calles silenciosas sin más obsesión que salir de una vez al muelle y saltar a bordo. Tras él los pasos y el rugido con que el hombre acompañaba el rastreo le parecían más cercanos cada vez. Pero hasta que encontrara la salida recorría las callejas volviendo siempre al mismo lugar con la intención de despistar a su perseguidor y dejarlo en una esquina cuando, más por agotamiento que por saber si aún le seguía, se metió en el quicio de un portalón y se arrebujó en él ahogando la respiración. No se oía nada. La calle se había ensanchado un poco y formaba una plazoleta cerrada por el muro medio derruido de una iglesia que cobijaba a media altura la imagen de una virgen blanca. Cascotes y ruina que nadie había retirado se habían amalgamado con el tiempo hasta formar un monumento de huecos, protuberancias y sombras que temblaban al soplo apacible de la llama de la hornacina.

De algún lugar se desprendió una piedra que rodó dando tumbos y fue a caer a sus pies. Martín se arrimó más aún al portal y permaneció inmóvil escrutando en el silencio una señal que le dijera de dónde venía el peligro. La camisa empapada le ardía sobre la piel y el aire enrarecido de ese ámbito cerrado, cargado de olores densos a sustancias indefinibles, lo mismo podía venir del acre olor de la leche que de un montón de mondas de fruta y legumbres que hubieran iniciado el proceso de putrefacción, apenas le dejaba respirar. Apoyó la cabeza en la puerta y cerró los ojos sin dejar de jadear. De pronto oyó los pasos precipitados que se acercaban, pero antes de que hubiera decidido por dónde huir, rechinaron los goznes de la puerta y apenas tuvo tiempo de comprender que una mano le agarraba por el brazo y de un tirón lo entraba en la casa. Volvieron a rechinar los goznes y al golpe seco siguió la oscuridad y el frescor de un interior de muros espesos. Sin saber por qué se sintió seguro. Se dejó llevar de la mano que le asía hasta que otra mano abrió una puerta y entraron en una habitación. Chasqueó el interruptor y se encendió en el techo una bombilla macilenta. La mujer era casi tan alta como él y tenía una frente desmesurada y unos grandes ojos negros. A todas luces se acababa de levantar de la cama porque se había echado sobre los hombros una pañoleta floreada que apenas le cubría la enagua negra. Estaba despeinada y le miraba sin sonreír. Ni siquiera sintió curiosidad cuando comenzó a hablar y como no entendía lo que ella le decía permaneció en silencio. Tampoco reaccionó al notar el contacto de la mano sudorosa que resbalaba por la piel de su cuello, y cuando murmurando palabras incomprensibles le arrastró hacia la ventana la dejó hacer. Se asomó sin embargo, no con miedo ahora sino por saber si todavía merodeaba por allí el hombre tuerto, pero sólo rasgaban brevemente el aire aquellos amagos de ronquidos y movimientos inquietos de los mismos invisibles durmientes tras las ventanas abiertas. Ella le tomó de la mano y le llevó a la cama cálida aún.

Antes de recostar la cabeza en la persistente oquedad del gran almohadón blanco, sacó un billete del bolsillo, lo dejó sobre la mesa de noche y con gestos le indicó que quería dormir. Pero ella no le comprendió o no pareció hacerle caso; torció los labios con indiferencia, tomó el billete, lo guardó en el cajón de la mesita y se tumbó a su lado sin apagar la luz del techo.

De esa noche y del tiempo que permaneció en esa casa había de recordar poco más que el inmisericorde y metálico gemido de los muelles del somier y los grandes ojos de la mujer, que permanecieron fijos en los suyos hasta que, agotado ya, los cerró. Debió de echar entonces una cabezada porque cuando los abrió de nuevo apenas pudo reconocer el escenario. Apartó a la mujer que yacía a su lado y se levantó. Ella se sentó a los pies de la cama y comenzó a gesticular, y él al verla abrir y cerrar la boca, aunque era consciente de que estaba hablando, incluso gritando, no le oía la voz, como si sólo estuviera en ese lugar con parte de sus sentidos y otra parte hubiera salido de la casa para abrirle el camino. Tenía mechones de pelo negro pegados a la frente y la combinación que le estrangulaba las axilas mostraba un cuerpo que parecía ensamblar las mitades de dos personas distintas. Y pensó aún con una cierta ternura: nunca he visto un ser tan extraño. Dejó unos dólares más sobre la mesa y la expresión de la mujer se dulcificó: siguió hablando pero ya no tenía esas líneas largas y profundas que un momento antes le cruzaban el rostro. Con ambas manos se echó hacia abajo la combinación que apenas se movió y el pelo de la frente hacia atrás, cogió la pañoleta del suelo y se cubrió con ella recomponiendo la imagen que, sin embargo, no adquirió significado. Él fue hacia la puerta pero ella le detuvo y le abrió el camino hasta el portalón por el pasillo oscuro. Oyó chirriar de nuevo los goznes y salió a la calle, que no logró aligerar el peso y el calor que tenía pegado a la piel.

Esta vez no le costó encontrar el muelle siguiendo la calleja estrecha a su izquierda que la mujer le había señalado. El calor no había amainado y pensó que al llegar al mar correría el aire pero el agua seguía espesa, viscosa y negra como aceite y tan inmóvil que sobre ella el Albatros se desdoblaba y se reproducía en una sombra igual a sí mismo. Hacía horas que debían de haberse apagado las luces del café de Giorgios y no había más que una bombilla colgada de un alambre frente al estanco del otro lado de la plaza.

Bajo la escueta luz del palo mayor advirtió a Andrea acucurrada y envuelta en sí misma, que con un gesto de frío impensable bajo aquel bochorno pegajoso se protegía las rodillas en un abrazo como si quisiera abarcar su cuerpo entero. Así ovillada parecía todavía una niña aterrada y confundida que no se atreve a moverse a sabiendas del castigo que le espera. Y por primera vez en su vida dominó el impulso de correr hacia ella, como tantas otras veces, armado con el ultraje de su inútil traición que habría de recomenzar -o quizá sólo continuar- ese ciclo sin fin que se alimentaba en sí mismo.

Confundido al comprobar finalmente el exiguo ámbito al que había quedado reducida su querencia, tan evidente por primera vez como que ese atisbo de luz opaca que asomaba tímidamente por el horizonte habría de confundirse dentro de poco con el amanecer, se sentó en el suelo del muelle a una cierta distancia del Albatros con las piernas colgando sobre el agua. Lucharon en vano por brotar las lágrimas de algún lugar recóndito y oscuro de sí mismo y sólo un velo húmedo se posó en las pupilas sin caer ni resbalar, cegándolas. Habría querido llorar por sí mismo y por ella, por su transformación, por su complicidad convertida en encadenamiento, por el infierno de añoranza de lo que había dejado de ser, o por la felicidad pretérita que de un modo u otro se las arregla siempre por esfumarse y desaparecer.

No comprendía aún cabalmente lo que le había ocurrido, qué extraño camino había recorrido esa noche ni a dónde le llevaría, pero angustiado por la clarividencia con que se le presentaba esa convicción presionándole con una exigencia ineludible que no sabía de dónde procedía, vislumbró en un instante la carrera de escollos y tropiezos a los que tendría que hacer frente. Y de repente le invadió una pereza infinita que le dejó el alma vacía y hambrienta de un descanso y una paz que, comprendió, no había de encontrar en mucho tiempo.

Cantó el gallo desafinando en el bochorno, asomó la primera luz en el horizonte, el chasquido de un motor alejó una barca todavía invisible, en el aire temblaba la asfixia como las ondas del lago al echarle una piedra y la luna de papel se escondía tras la roca.

Se levantó y cansinamente se dirigió al Albatros, sin temor a pasos ni gritos ni crujidos ni risas. Tom había retirado la pasarela, así que cobró el cabo de popa y al tiempo que lo soltaba dio un gran salto hasta cubierta. El barco se balanceó y Andrea levantó la cabeza. Al pasar por su lado le revolvió brevemente el cabello ensortijado sin mirarla ni querer percatarse de que ese gesto tan inofensivo había teñido sus ojos con el brillo de la humillación y el despecho. Sin detenerse se dirigió a las escalerillas, bajó a la cabina, abrió la nevera, bebió agua y se metió silenciosamente en el camarote cerrando la puerta sin hacer ruido.

Se quitó la camisa y los zapatos y se tumbó en la cama a oscuras. No reparó en el calor sofocante del camarote y cerró los ojos cansados y doloridos por las lágrimas que no habían podido brotar. Y en la oscuridad violeta de los párpados apareció entonces la gran mancha de su vestido blanco envolviendo la figura vencida, la cabeza coronada de largos rizos menudos y tercos cuyo volumen había multiplicado la pegajosa humedad de una noche a la serena, y el profundo reproche de su mirada.

Azul, como el azul del mar al atardecer, como la hora azul del crepúsculo o las sombras superpuestas de los telones de la Capadocia frente al sol; azul como la brisa que cae sobre la tierra cuando entra el viento de mar por el horizonte, azul como el descanso, como las fuentes, como las sábanas frescas, azul como la luz del alba, como las velas al viento, como los ojos azules de las muchachas en flor. Y sin embargo.