37379.fb2 Bajo La Fr?a Luz De Octubre - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

Bajo La Fr?a Luz De Octubre - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

14

Precisamente por aquellos días se hablaba mucho del general Franco, que ya no era general a secas, sino Generalísimo. Por lo que decían, los mandamases del ejército faccioso se habían reunido en Burgos y habían decidido nombrarlo jefe de todos ellos, y de paso también de la «España Nacional», al menos mientras ganaban la guerra y llamaban otra vez al rey. Yo lo vi por primera vez en un noticiario del cine. Era un hombre bajito y con barriga. Estaba calvo y llevaba un bigotín que me pareció un poco ridículo. No tenía pinta de ser alguien muy importante ni muy aguerrido, y cuando lo oímos hablar con esa vocecilla atiplada de cupletista casi nos morimos de la risa todos los del cine. En el noticiario lo comparaban con Hitler y con Mussolini, que eran los jefes de los nazis y de los fascistas italianos, pero a mí, por mucho que Franco se subiera al balcón más alto de todos, por mucho que sacara barriga y saludara con el brazo en alto, aquel hombrecillo sólo me parecía un mal remedo de los otros dos. A quien sí debía de gustarles, en cambio, era a los curas, porque siempre se le veía rodeado de ellos, y no de curas normales, sino de arzobispos y cardenales. Lo querían tanto que lo llevaban debajo de un palio, como al Papa en Roma, y Franco debió de creerse que era el Papa de verdad y que lo había enviado la Providencia, porque ahora, cada vez que hablaba de la guerra, ya no decía «la guerra» sin más, sino «nuestra gloriosa Cruzada Nacional». Eso le hacía a todo el mundo mucha gracia en la zona republicana, pero a mí me parecía algo siniestro, porque nosotros no éramos paganos ni infieles, sino gente normal y corriente, y aunque las iglesias estuviesen cerradas, seguíamos siendo igual de católicos, apostólicos y romanos que antes. Pero Franco erre que erre con su cruzada, y además tan convencido de ganar. Y es que, según él, Dios estaba de su parte.

La verdad sea dicha, las cosas no nos iban muy bien a los que estábamos en el bando de la República. Franco seguía avanzando. Acababa de entrar en Toledo, donde había liberado a los rebeldes del Alcázar, que llevaban encerrados allí desde el principio de la guerra. Como todo el mundo sabe, Toledo está cerquísima de Madrid, y se daba por sentado que no pasaría mucho tiempo antes de que cayera la capital. Después de eso ya podíamos ir preparándonos para lo peor. Y parecía cuestión de días, porque los dos ejércitos facciosos, el de Franco y el de Mola, se preparaban para el ataque. No sé qué los entretuvo; quizá Franco estaba muy ocupado presidiendo desfiles y misas, pero lo cierto es que la ofensiva contra Madrid tardó aún unas semanas, y mientras dio tiempo para que ocurriera algo maravilloso.

Era un miércoles lluvioso del mes de octubre, y mi padre llegó a casa muy excitado. «Me han dicho que llegan hoy», decía una y otra vez. «Pero ¿quién llega hoy?», le preguntamos. Y él, en lugar de contestar, nos metió prisa para tomar el abrigo y el paraguas, porque quería que fuéramos con él a algún sitio. Entonces nos hizo cruzar la ciudad hasta la estación, donde había ya mucha gente esperando y una banda de música tocando pasodobles bajo la lluvia. El ambiente era de fiesta, y es que, como entonces supimos, estaba a punto de llegar un tren lleno de voluntarios extranjeros que venían a España a luchar por la República, y nuestra pequeña capital había sido el sitio elegido para acuartelarlos y adiestrarlos antes de que salieran hacia el frente. «Es un honor para esta ciudad -nos dijo mi padre- poder ofrecerles hospitalidad a esos héroes». Pero pasaba el tiempo y el tren no llegaba, y mis dos hermanos se revolvían cansados y aburridos bajo el paraguas. Me dije que no pasaría mucho tiempo antes de que Paco empezara a dar la tabarra, cosa que efectivamente empezó a hacer enseguida. Por suerte, en esos momentos oímos el silbato de una locomotora. Y muy pronto, entre nubes de vapor, vítores y aplausos, entró en la estación el convoy que transportaba a los quinientos primeros voluntarios de las Brigadas Internacionales.

La verdad es que los hombres que se bajaron del tren no tenían aspecto de héroes: más parecían vagabundos que soldados. Y recuerdo que los pobres no salían de su asombro al encontrarse con aquel recibimiento tras varios días de viaje desde París. A lo mejor pensaron que la música y las ovaciones no eran por ellos, sino por alguien importante que había llegado en el mismo tren. Pero cuando vieron que la gente se acercaba y les daba la mano, que les llovían los saludos y las palmadas en la espalda, se dieron cuenta de que verdaderamente nos alegrábamos de que hubieran venido.

Primero los hicieron formar en el descampado que había delante de la estación, donde un hombre pequeño que iba envuelto en un capote gris los arengó en francés. No entendimos nada de lo que dijo, pero mi padre nos explicó que aquel hombre se llamaba Kleber y que era un famoso guerrillero comunista. El caso es que poco después los voluntarios formaron en dos filas y empezaron a desfilar hacia el parque, donde el Ayuntamiento había preparado un acto de bienvenida. Todos los que habíamos ido a esperarlos a la estación nos marchamos tras ellos, igual que hace la gente en Semana Santa cuando desfila tras la carroza de la Virgen. Mientras caminábamos hacia el centro, yo pensaba que aquellos hombres tan desaliñados y ojerosos lo que querían de verdad era un catre para tumbarse y descansar; sin embargo, tan pronto como la banda empezó a tocar La Internacional y vieron cómo la gente se congregaba en las aceras para vitorearlos y saludarlos con el puño en alto, debieron de animarse y empezaron a desfilar con mucho brío. Todavía tuvieron los pobres que aguantar media docena de discursos a pie firme antes de que los dejaran irse a dormir.

Habían habilitado para ellos el cuartel de la Guardia Civil, que estaba vacío desde la liberación de la ciudad. Pero muy pronto no fue suficiente, porque a aquellos quinientos brigadistas los siguieron muchos más. Aunque los primeros eran casi todos franceses, muy pronto empezaron a llegar de otras muchas nacionalidades. Vinieron alemanes, austríacos, polacos, rusos, italianos, americanos, ingleses, canadienses, húngaros, checos y qué sé yo de cuántos países más. Nuestra pequeña capital, donde los únicos extranjeros que habíamos visto eran los artistas de los espectáculos de variedades, se había convertido de la noche a la mañana en la ciudad más internacional de toda España.

Las autoridades no sabían dónde alojar a toda aquella multitud. Cuando todos los cuarteles estuvieron llenos, usaron las casas confiscadas a los que habían apoyado la rebelión, los hoteles y los colegios, los conventos, las iglesias, la Cámara de Comercio, el Círculo Mercantil y hasta la plaza de toros. Y cuando la ciudad estaba ya a reventar, empezaron a llevarlos a los pueblos de los alrededores. Mi antiguo colegio era ahora un cuartel, y yo pensaba en esos lugares donde transcurrió buena parte de mi infancia: las clases, y la capilla, y la gran escalera de mármol, y todos los sitios donde antes resonaban las voces de las niñas y de las monjas, y que ahora se estremecerían bajo las botas de aquellos soldados llegados del mundo entero.

En nuestra misma calle había un cuartel de las Brigadas. Lo habían instalado en el caserón del notario, que había sido juzgado por un tribunal popular y estaba en la cárcel. De Paquito no se sabía nada, ni siquiera si estaba vivo o muerto. Mis amigas, las gemelas Torres, y su madre habían tenido que mudarse a casa de unos parientes que vivían en la otra punta de la ciudad, y ya nunca jugábamos juntas ni nos veíamos siquiera. Aunque, ahora que me acuerdo, un día me las encontré por la calle. Iban en compañía de su madre, y yo quise pararme para decirles que sentía mucho lo de su padre y preguntarles si sabían algo de Paquito. Ellas me vieron venir desde la distancia. Me miraban muy serias, pero no me sonreían ni hacían el menor gesto de reconocerme. Cuando estábamos a punto de cruzarnos, me paré en la acera y les dije «hola». Entonces fue cuando me vio su madre, y me miró como nadie me había mirado nunca. En sus ojos había miedo y odio a la vez, y yo me quedé paralizada, sin saber qué hacer o qué decir. «Vamos, niñas, que se nos hace tarde», dijo su madre con una voz muy fría. Y mis dos amigas de la infancia pasaron por delante de mí como si yo fuera una perfecta desconocida.

Por supuesto que el desprecio de mis amigas me entristeció, pero la emoción de aquellos días era tan grande que no pensé en lo que de verdad significaba hasta mucho después. La población ya no parecía la misma. Era como si por arte de magia hubiera surgido una gran ciudad en el mismo lugar donde antes estaba nuestra aletargada capital de provincias. Los brigadistas estaban en todas partes. Recuerdo que al principio nos resultaba muy extraño cruzarnos por la calle con aquellos hombretones, algunos tan altos y rubios como artistas de cine. Una algarabía de voces extranjeras inundaba las calles día y noche, los bares estaban siempre repletos, y supongo que también las tabernas de mal tono del barrio chino, aunque a las señoritas como yo se nos advertía que jamás pasáramos por esos sitios. Las mujeres jóvenes apenas podían salir solas, porque los brigadistas les gritaban piropos y requiebros y, aunque no se les entendía, la cosa a menudo acababa en reyertas con novios, padres y maridos. Antes de la guerra era de lo más normal que los niños bajáramos a jugar solos a la calle, pero ahora ya no nos dejaban, porque cualquiera sabía qué clase de gente podía pasar por allí.

Había desconfianza, sí, pero también un sentimiento de gratitud inmenso hacia aquellos miles de hombres que lo habían dejado todo en sus países para venir a luchar en una guerra que les era ajena. La ciudad sufrió una fiebre de optimismo, porque ahora estábamos convencidos de que si voluntarios de tantas naciones venían a ayudarnos, los facciosos no podían ganar. La Unión Soviética empezó a enviar tanques y aviones. En los cines ponían películas de la revolución rusa, y todos teníamos la sensación de que lo que estábamos viviendo era también una revolución. Ahora nos saludábamos con el puño en alto, y en lugar de decir «adiós», decíamos «salud».

Recuerdo que una mañana fuimos con mi padre a tomar un refresco en la cafetería del Gran Hotel. Al salir, vimos a unos señores de uniforme sentados en una mesa, y nos dimos cuenta de que mi padre los saludaba quitándose el sombrero. Uno de ellos, un hombre de pelo blanco muy corpulento, le devolvió el saludo llevándose la mano al borde de su boina. «Ése era Marty -nos explicó mi padre al salir-, el jefe de las Brigadas. Los otros eran Gallo, Kleber, Luckas y el comandante Vidal. No os olvidéis de sus caras, porque esos hombres van a hacer historia». Han pasado muchos años desde entonces, pero parece que todavía puedo verlos allí sentados bebiendo café y hablando en idiomas que yo no comprendía. Algunos de ellos murieron en España y otros siguieron luchando en otras guerras que tampoco eran la suya, aunque quizá para los hombres como ellos todas las guerras eran la suya. Tal como mi padre me pidió, yo nunca he olvidado sus caras.

Apenas había pasado un mes desde la llegada de los primeros brigadistas cuando empezaron a llevárselos al frente de Madrid. Por entonces todos estábamos seguros de que la capital iba a caer, empezando por Azaña, Largo Caballero y los ministros, que habían decidido hacer las maletas y marcharse a Valencia con el Gobierno a otra parte. A mi padre aquello le pareció muy mal, y así se lo dijo al tío Arturo un día que vino a casa:

– Pero Eloy -dijo él, justificando como siempre las decisiones del Gobierno-, es normal que se trasladen a un lugar más seguro. Así la gente se dará cuenta de que la República sigue en pie aunque Madrid caiga, porque donde esté el presidente y su Gobierno, allí estará la capital de la República.

Pero mi padre no estaba demasiado convencido, y le dijo al tío que seguía sin parecerle bien que nuestros gobernantes, en lugar de dar ejemplo, salieran corriendo cuando mucha gente iba a quedarse a defender la capital a costa de lo que hiciera falta.

Y era cierto. Se contaba que en Madrid no había ya un solo político ni alto cargo. Atrás había quedado el general Miaja, con muy pocos soldados que ni siquiera estaban bien armados. Pero los acompañaban muchísimos milicianos del Ejército Popular, y también gente normal y corriente que no se lo había pensado dos veces antes de empuñar un fusil y marcharse a las trincheras de la Casa de Campo y de la Ciudad Universitaria. Yo no creo que aquellas personas estuvieran luchando por la República. Más bien pienso que luchaban por sus propias vidas, porque sabían que si los facciosos entraban en Madrid, no iban a dejar títere con cabeza.

El día que los brigadistas iban a salir hacia el frente, vino Dolores La Pasionaria desde la capital para darles ánimos. El acto fue por la tarde, en el parque, y mi padre nos llevó para que oyéramos hablar a aquella mujer tan famosa. La brigada (nos dijeron que era la número 11, aunque nunca supimos qué había sido de las otras 10) estaba formada al completo ante la tribuna. Ahora ya no tenían ese aspecto soñoliento y desastrado del primer día. Iban uniformados, estaban alerta y parecían soldados de verdad. La Pasionaria, en cambio, no daba la impresión de ser una dirigente comunista. Dolores era una mujer de mediana edad vestida de luto, y a mí me recordó a mi tía Rosario. Mi padre me había dicho que había sufrido mucho de joven, y la verdad es que su rostro tenía una expresión muy triste. Pero cuando empezó a hablar, nos dimos cuenta de que aquélla no era una mujer común, porque parecía que tuviera fuego en la voz. La Pasionaria habló de los facciosos que querían convertir a España en una cárcel, y dijo que había que pararlos a toda costa, aunque hubiera que sacrificar la propia vida, porque era preferible morir de pie que vivir de rodillas. Luego agradeció a los voluntarios de las Brigadas que hubieran venido a ayudarnos, y les prometió que su lucha no sería en vano, porque España era sólo la primera batalla, y si el fascismo era derrotado aquí, también lo sería en sus países de origen. Por último, exclamó: «¡No pasarán!», y todos coreamos su grito con mucho entusiasmo.

Después subió a la tribuna un hombre que había venido de Madrid con La Pasionaria, otro comunista que se llamaba Rafael Alberti. Mi padre me dijo que era un poeta muy famoso, aunque yo nunca había oído hablar de él, porque los únicos poemas que leíamos en el colegio eran sobre el Niño Jesús y la Virgen María. El señor Alberti pronunció unas palabras de agradecimiento y les deseó a los brigadistas suerte en el combate. Luego les leyó unos versos que había escrito para ellos. Los internacionales no entendieron una palabra y se miraban unos a otros como aguantando la risa, pero a mí me pareció un poema precioso, tanto que aún me acuerdo de cómo empezaba. Decía así:

Venís desde muy lejos… Mas esa lejanía

¿qué es para vuestra sangre que canta sin fronteras?

Después hablaba mucho de la muerte, pero no por eso me pareció un poema triste. Y mientras Alberti lo recitaba, a todos empezó a latirnos el corazón muy, muy deprisa, como si siguiera el ritmo de aquellos versos que resonaban como un tambor en un campo de batalla.

Aplaudimos hasta que nos escocieron las manos y levantamos el puño para cantar La Internacional, también mis hermanos y yo, que ya nos la habíamos aprendido a fuerza de oírla tantísimas veces, aunque seguíamos sin saber lo que significaba todo aquello de los «parias de la Tierra» y la «famélica legión». Los brigadistas cantaron cada uno en su propio idioma y se organizó un pequeño barullo con la letra, pero no importaba. Poco después desfilaron hacia la estación para tomar el tren que iba a llevarlos al frente, mientras la gente los ovacionaba desde las aceras y los balcones. Kleber iba con ellos y todos parecían muy contentos de marchar a la batalla. Pobrecillos. ¿Qué podían saber ellos del horror que los esperaba en Madrid?

La batalla por la conquista de la capital se estuvo librando durante dos meses, y en ese tiempo los nacionales y sus amigos italianos y alemanes atacaron Madrid con todas las bombas, tanques y aviones que tenían. Pero, tal y como nos había prometido La Pasionaria, no lograron pasar.

La alegría en la zona republicana fue inmensa, porque hasta ese momento habíamos pensado que sólo era cuestión de tiempo que se perdiera la guerra, y ahora veíamos que existía una posibilidad de parar a los facciosos. Quizá para despertarnos de nuestro sueño, poco después ellos tomaron la ciudad de Málaga, y los aviadores italianos se divirtieron ametrallando desde el aire a los que huían.

Creo que fue por los días de la batalla de Madrid cuando fusilaron a José Antonio Primo de Rivera. Mi padre nunca había dicho nada bueno sobre el jefe de la Falange, que estaba preso en Alicante desde antes de que empezara la guerra. Las pocas veces que hablaba de él lo llamaba siempre «el señoritingo» o «el hijo del dictador», y ya mencioné cuánto despreciaba al partido que aquel hombre había fundado y todo lo que significaba. Sin embargo, cuando mataron a José Antonio mi padre no se alegró en absoluto. Dijo que había sido algo infame y ruin, y que muchos iban a tener que pagar por aquella muerte absurda. «Ahora Franco ya no tiene quien le haga sombra -le dijo al tío Arturo-. Debe de estar dando saltos de alegría».

Mis hermanos y yo, en cambio, no entendíamos qué importancia tenía que hubieran fusilado a José Antonio. A fin de cuentas, en el frente morían hombres todos los días. Sin contar con que para nosotros todas esas muertes no eran del todo reales, pues siempre ocurrían en otro sitio. Recuerdo que asistíamos a los vaivenes de la guerra divertidos y emocionados, como si todo aquello fuera un juego. Oíamos hablar a los mayores, y luego abríamos el atlas de mi padre y deslizábamos el dedo sobre los nombres de los lugares donde habían tenido lugar las últimas batallas: el cauce del río Jarama, el pueblo de Brúñete, la ciudad de Guadalajara… Era escalofriante comprobar lo cerca que estaban ocurriendo esas cosas. A unos pocos cientos de kilómetros de nosotros, tronaban los fusiles y las ametralladoras, y los aviones dejaban caer su carga de muerte sobre ciudades que eran como la nuestra. Pero nosotros nos considerábamos a salvo, porque ya habían pasado muchos meses desde la «Semana Fascista» y se nos había olvidado el miedo de entonces. Vivíamos convencidos de que esas calamidades no podían ocurrir en nuestra ciudad. Pronto pudimos comprobar que nadie estaba a salvo por aquellos días.