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Mis padres se conocían desde siempre. Y no lo digo por exagerar, porque resulta que ellos dos eran primos hermanos, y para poder casarse tuvieron que pedir una dispensa eclesiástica. Según me contó mi madre, todo el mundo les decía que no lo hicieran, que las bodas entre primos eran pecado y que Dios los castigaría haciendo que los hijos les nacieran tontitos. Pero a Dios no debió de parecerle muy mal su matrimonio, ya que ni yo ni mis hermanos salimos más tontos que la mayoría de la gente, y la única cosa que nos distinguía de los demás era tener dos apellidos iguales. Mis padres habían pasado toda la vida juntos, y ahora tenían que separarse por primera vez de aquella forma tan espantosa. Creo que el mismo día que se llevaron a mi padre detenido mi madre empezó a hacerse vieja. De la noche a la mañana la vimos encanecer y encorvarse. Vimos cómo empezaba a vestir de negro, igual que una viuda, y cómo ya nunca le apetecía salir a la calle porque le dolía esto o aquello, o sencillamente porque no estaba de humor para nada. También fue ese mismo día cuando yo me convertí de sopetón en una persona adulta, una mujer de casi 16 años con tres hermanos pequeños, una madre que no paraba de llorar y un padre que estaba encerrado en la cárcel por rojo.

Aunque la verdad es que no lo llevaron a la cárcel desde el principio. La primera noche la pasó en los calabozos del Ayuntamiento, donde encerraban provisionalmente a todos los recién detenidos; después, supongo que mientras lo hacían sitio en la cárcel, lo trasladaron al sótano de un caserón confiscado que no estaba lejos de donde vivíamos. Fueron el tío Antonio y el tío Miguel quienes nos contaron estas cosas, porque a mi casa jamás vino nadie a dar explicaciones ni llegó una sola carta oficial. Recuerdo que el mismo día que lo detuvieron intentamos verlo en el calabozo y no nos dejaron pasar. Había allí un guardia muy gordo que nos miró con un desprecio enorme, como si fuéramos la madre y la hija de un criminal peligroso. Luego nos echó con cajas destempladas, «porque los detenidos estaban incomunicados y no se les podía ver».

Mi tío Antonio, que tenía conocidos en Falange, tuvo que pedir algunos favores para que nos dejaran visitarlo. Habían pasado por lo menos 10 días desde el Corpus, y lo único que mi madre hacía era llorar y preguntarse qué iba a ser de nosotros sin mi padre. Casi tuve que gritarle para obligarla a reaccionar. Por último, pusimos algo de comida dentro de una cesta y nos fuimos a verlo.

La casa donde lo tenían era un viejo edificio de dos pisos, con una fachada sombría y casi desmoronada por la humedad. El principal había sido habilitado como oficina, por lo que había muchos escritorios para los policías y falangistas que trabajaban allí. Mi madre y yo, muertas de miedo, fuimos hacia un mostrador de madera y nos quedamos esperando en medio del humo del tabaco y el estrépito de las máquinas de escribir. Y mientras, aquellos hombres hablaban a gritos y fumaban, y nadie parecía hacernos ningún caso. Por fin, cuando llevábamos allí más de media hora sin atrevernos a abrir la boca, un hombre de uniforme se acercó a! mostrador y nos espetó: «¿Qué tripa se os ha roto a vosotras?».

Las dos dimos un paso atrás intimidadas mientras el guardia nos miraba con el ceño fruncido. Por fin, acerté a decir con un hilo de voz que éramos la mujer y la hija de Eloy Cebrián, a quien tenían detenido allí, y que habíamos venido a verlo.

– ¿Os creéis que esto es el Gran Hotel? -dijo el guardia con muy malos modos-. Aquí no hay visitas que valgan. Hala, desfilando para la puerta.

Entonces yo me acerqué muy despacio y le entregué la carta de recomendación que habíamos conseguido por medio del tío Antonio. El guardia torció el gesto con fastidio, pero por fin abrió el sobre y leyó la carta entre gruñidos. «Esperar aquí», dijo. Y se acercó a uno de los hombres de camisa azul que estaban sentados en los escritorios.

– Esas dos tías de ahí -oímos que le decía-son la mujer y la hija de uno de los rojos del sótano.. Piden verlo. Y traen recomendación.

El falangista leyó la carta por encima y luego hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

– Vosotras, venir por aquí -nos gritó el policía.

Y nos hizo seguirlo por una escalera muy estrecha que bajaba hasta el sótano del edificio.

El lugar estaba en penumbra, iluminado solamente por la luz que se colaba a través de unas pequeñas claraboyas. Había una gran reja, y detrás de ella se adivinaban las sombras de muchos hombres que estaban sentados en el suelo o apoyados contra las paredes. Se oían ronquidos y toses, pero todos guardaban silencio. El olor era insoportable. Apestaba a sudor y orines. Y a cosas aún peores. Mi madre gimió al ver aquello, y yo me cubrí la nariz y la boca con la mano para contener una arcada.

– Mira lo delicadas que nos han salido las señoras se burló entonces el guardia. Y después me dijo que abriera la cesta para que pudiera comprobar lo que había dentro.

– Cebrián -gritó por fin, satisfecho con su inspección-. Sal, que tienes visita.

Después murmuró: «Cinco minutos», y desapareció por el umbral que conducía al piso superior.

Una de las sombras se separó lentamente de la pared y se acercó a la reja.

– ¡Eloy! -exclamó mi madre mientras se abalanzaba contra los barrotes-. ¿Cómo estás? ¿Qué te han hecho?

incluso en la penumbra de aquel sótano podía apreciarse el mal aspecto que tenía mi padre. Había perdido tanto peso que la ropa le empezaba a quedar holgada. Iba desaliñado, con barba de varios días y el pelo en desorden. Y cuando estuvo cerca de nosotras, pude darme cuenta también de lo mal que olía. Aquel hombre no parecía mi padre, y yo di un paso hacia atrás sin poder evitarlo.

Él nos miró a las dos con los ojos muy abiertos y enrojecidos, como si hubiera pasado mucho tiempo en vela o llorando, o ambas cosas a la vez.

– Pero Eloy, ¿qué te pasa? -insistió mi madre, porque mi padre se había quedado a dos pasos de la reja y no parecía dispuesto a acercarse más. Parecía desorientado, perplejo. Y entonces me fijé en que tenía un gran moratón en la mejilla y restos de sangre seca en la ceja izquierda.

– ¡Padre! ¿Lo han pegado?

Él se acercó por fin y vimos que lloraba.

– No me pasa nada, no os preocupéis -dijo mientras tomaba los alimentos que mi madre le entregaba a través de los barrotes-, ¿En casa estáis todos bien?

Le dijimos que sí.

– Dentro de poco me llevan a la cárcel -mi padre bajó la vista con vergüenza-. Allí podréis venir a verme con más facilidad. Ahora es mejor que os vayáis. Éste no es sitio para vosotras.

Después se giró lentamente para alejarse, y yo casi tuve que arrastrar a mi madre para poder sacarla de aquel espantoso sótano.

El día de San Antonio se llevaron a mi padre a la cárcel, y desde entonces pudimos visitarlo allí todos los miércoles. La primera vez vinieron también mis hermanos. A Angelita la dejamos en casa, porque mi madre dijo que era muy pequeña para entender lo que estaba pasando (como si los demás pudiéramos entenderlo). Tuvimos que esperar mucho tiempo delante de la cárcel, que estaba en las afueras, al lado de la vía del tren. El muro que la rodeaba era oscuro y enorme, y sobre él había garitas con guardias armados. Nos apiñamos ante la puerta, junto a otras mujeres y niños que eran también esposas e hijos de presos republicanos. Por fin abrieron, y como si fuéramos un rebaño nos condujeron a través de un lóbrego laberinto de pasillos hasta la sala de visitas, que era una gran habitación alargada con rejas a ambos lados y una especie de corredor en el centro por el que se paseaban los guardias para vigilar que no se les entregara nada a los presos. De pronto se abrió una puerta al otro lado y ellos fueron entrando en fila india. Cuando vimos a mi padre, nos apretamos contra las rejas para poder hablar con él, pero todo el mundo gritaba y el pasillo que nos separaba era tan ancho que no se podía entender nada. Lo encontramos algo más entero que cuando lo vimos en el sótano del caserón, aunque igual de flaco y desaseado. Pero al menos ahora se las arregló para tranquilizarnos con una sonrisa y, medio gritando medio por gestos, nos dio a entender que se encontraba mejor. Desde nuestro lado, mi madre se desgañitaba para explicarle que toda la familia estaba haciendo gestiones para que lo soltaran. Pero él todo era decir: «¿Qué?, ¿cómo?», y abocinar la mano tras la oreja sin comprender casi nada, de tan grande que era allí la confusión. Mi hermano Gabriel y yo le gritamos que lo echábamos de menos en casa, y él sonreía y movía la cabeza diciendo que sí, aunque yo creo que no oía nada de lo que le decíamos. Mientras tanto, Paco permanecía mudo y miraba con cara asustada a toda aquella gente que hablaba a gritos y hacía gestos frenéticos, y a aquel hombre que estaba al otro lado de las rejas y que tan poco se parecía a nuestro padre. Enseguida salieron los guardias para echarnos. «Pero si no hemos podido decirle nada», se quejaba mi madre, llorosa. Mis pobres hermanos estaban muy impresionados. Paco lloriqueaba, y a Gabriel se le veía tan serio como si hubiera madurado varios años de repente. «Los chicos no vienen más», decidió mi madre tan pronto como llegamos a casa. Y ninguno de mis dos hermanos dijo una palabra de protesta.

Aunque sólo podíamos ver a mi padre los miércoles, yo iba a la cárcel a diario para llevarle la comida. Podríamos haber mandado a la Anica a hacer el recado, pero prefería ir yo misma, por mucho que me doliera acudir cada día a aquel sitio espantoso y sufrir las miradas de desprecio de los guardias. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía hacer por mi padre salvo llevarle la comida? Así que por la mañana me presentaba en la cárcel con mi cesta y se la entregaba a un guardia, a la vez que recogía la del día anterior. Procurábamos llevarle siempre lo mejor que se podía encontrar, todo bien guisado y guardado en su cacerolita, y así nos las arreglamos para que mi padre ganara peso y conseguimos que su aspecto mejorara un poco.

Mientras tanto, la familia estaba llamando a todas las puertas para intentar que alguien con influencia intercediera por mi padre y por mi tío David, que había sido detenido por los mismos días que él. En quien más confianza teníamos era en el tío Eliecer, porque los curas se habían convertido en gente muy influyente en el nuevo régimen, pero el pobre llevaba ya un sinfín de gestiones hechas sin el menor resultado. «Nadie quiere escuchar», se lamentaba con gesto de impotencia. Y cada vez nos hacíamos más a la idea de que lo de mi padre iba para largo.

No recuerdo si durante aquellos días llegamos a pensar, aunque fuera una sola vez, que podían condenarlo a muerte. Aunque estoy completamente segura de que aquello nunca se mencionó, al menos delante de mí o de mi madre. Pero las dos sabíamos que estaban fusilando a mucha gente, que docenas de personas que habían colaborado con la República eran juzgadas cada día, y que muchos acababan delante del pelotón, tanto si eran culpables de algo como si no. Me imagino que aquel pensamiento monstruoso convivió con nosotras durante semanas, pero no puedo acordarme, como si mi memoria hubiera enterrado el recuerdo en el rincón más oscuro de mi cabeza.

Muy poco después de que se llevaran a mi padre, empezaron a confiscarnos todo lo que teníamos.

Primero nos quitaron la máquina de escribir, y a los pocos días volvieron y se llevaron todos los muebles del despacho. Algunos de aquellos hombres vestían uniformes de Falange y otros iban de paisano. Mi madre los llamaba «testaferros», pero para mí, que no entendía esa palabra, eran mucho peores que los ladrones.

Venían a cualquier hora, igual les daba que fueran las siete de la mañana que las 12 de la noche. Muchas veces mi madre tenía que echarse una bata por encima del camisón y abrirles la puerta, porque si no eran capaces de tirarla abajo. Entonces teníamos que levantarnos todos para que pudieran registrar sin estorbos. Y mientras nos ponían la casa patas arriba, nosotros nos quedábamos en un rincón, muertos de miedo, mis hermanos lloriqueando y yo temblando de frío y de rabia. Pero para aquellos individuos no éramos más que la familia de un rojo y no les importaba lo que pudiéramos sentir, de modo que seguían entrando y saliendo de las habitaciones como si la casa fuera suya, haciendo ruido con sus botas, abriendo de mala manera los armarios y cajones, vaciando las estanterías y el escritorio de mi padre. De vez en cuando se acercaban con algún libro o algún objeto de adorno y le preguntaban a mi madre: «¿Esto es de su propiedad?». Así una y otra vez. Mi madre asentía y bajaba la vista roja de vergüenza, y yo habría querido decirles que todo lo que había en aquella casa era de nuestra propiedad, porque allí los únicos ladrones que había eran ellos. Recuerdo que siempre sacaban el mismo libro de la estantería del despacho, uno de láminas muy bonito que se llamaba Tesoro del arte universal. «¿Esto es de su propiedad?», repetían cada vez, como si no les cupiera en la cabeza que una familia de rojos pudiera poseer un objeto tan hermoso como aquél.

El día que se llevaron el despacho se presentó con ellos Paquito, el hermano de mis amigas, con aires de ser el que más mandaba de todos. A mi madre ni la miró. Se entretuvo vaciando los armarios de la ropa y tirando todas las prendas al suelo. Después se sentó en el sillón de mi padre y puso los pies sobre el escritorio. Yo lo estuve observando todo el rato mientras se comportaba de ese modo, y me sorprendí de que aquel animal me hubiera parecido guapo alguna vez, porque lo único que me inspiraba ahora era asco. Recordé aquella tarde durante la Feria, poco antes de que empezara la guerra, en la que mi padre lo puso en evidencia delante de sus camaradas falangistas. «¿No te da vergüenza?», habría querido decirle yo también, igual que mí padre aquel día. Pero me mordí la lengua para no empeorar las cosas. Él me miraba con una sonrisa cruel, sin quitar los pies del escritorio donde mi padre trabajaba. «Más vale que vayáis haciendo la maleta», me dijo. Después se puso de pie, gritó «¡arriba España!» y se echó a reír. Al cabo de un rato, cargaron con todos los muebles del despacho y los subieron a un camión. «Ya va siendo hora de que devolváis algo de lo que habéis robado», fue lo último que Paquito nos dijo antes de marcharse.

A finales de julio nos echaron de nuestra casa. El tío Antonio nos había avisado el día anterior, y eso porque tuvimos suerte y un conocido suyo de Falange le advirtió de lo que iba a pasar. Apenas nos dio tiempo para guardar nuestra ropa y cuatro cosas más e irnos a casa de mis abuelos. «Lo que nos faltaba -gruñó mi abuelo Paco-. Éramos pocos y parió la burra». Además de mis abuelos, allí vivían el tío Miguel y la tía Rosario, que eran los dos solteros. Con nosotros cinco ya éramos nueve, y aunque la casa era grande, resultaba incómoda para tanta gente. A mi abuelo Paco todo lo molestaba: si hablábamos, nos mandaba callar; si mis hermanos hacían ruido, los reñía, y ay de ellos si rompían algo jugando, porque entonces ponía el grito en el cielo y los perseguía por toda la casa para darles una zurra. Mi madre lloraba de día y de noche encerrada en su cuarto, y entre su llanto y las protestas constantes de mi abuelo yo creía que iba a volverme loca. Por suerte, mi abuela Ángela era una mujer cariñosa y paciente, y además estaba acostumbrada a poner al abuelo en su sitio. «Cállate de una vez -le decía cuando lo oía gruñir-, que ya tienen bastante desgracia los pobres para encima tener que aguantar a un viejo regañón como tú». Entonces mi abuelo Paco la miraba avergonzado y con suerte nos dejaba tranquilos un rato. Aunque otras veces, supongo que para justificar su mal humor, le daba por lamentarse de lo mucho que le dolía todo. «Ay, Ángela -decía-. Qué lástima que ya nos hemos hecho viejos». Y mi abuela siempre le contestaba: «Pues no haber nacido tan pronto, puñeta».

En nuestra casa pusieron unas oficinas del Movimiento. De un día para otro nuestro hogar se llenó de camisas azules y fotografías de Franco y de José Antonio. La casa de mis abuelos estaba justo al lado, pared con pared, así que muchas veces oíamos a los falangistas hablar en voz alta y reírse. A mí siempre me parecía que se reían de nosotros, y no conseguía pasar por delante de mi casa sin notar un pinchazo de odio hacia aquella gentuza. «¡Ojalá os muráis todos!», murmuraba, apretando los puños. Y luego pensaba en mi abuela María, que había visto lo que se le venía encima y había sabido irse a tiempo. A mí también me habría gustado irme muy lejos de aquella ciudad, que hasta pocos meses antes era la capital de la libertad y ahora se había convertido en un nido de ratas. Pero ¿adonde podía ir yo, pobre de mí? Mi único consuelo era evitar la puerta de mi casa, aunque eso me obligara a dar un rodeo enorme. Cualquier cosa con tal de no ver el escudo del yugo y las flechas que habían colgado de nuestro balcón.

A mi padre nunca le contamos que nos habían quitado la casa, pues no queríamos darle más preocupaciones. El tío Antonio nos había dicho que su juicio podía celebrarse cualquier día y estaba buscando gente dispuesta a declarar a su favor. Cuando nos dejaban verlo en la cárcel, mi padre parecía tranquilo, pero se notaba que en su calma escondía mucha tristeza, por más que se hubiera resignado a aceptar su suerte como algo inevitable. Mi madre lloraba y se hacía un poco más vieja con cada lágrima. Y yo, a mis casi 16 años, estaba empezando a darme cuenta de hasta qué punto la guerra había arruinado nuestra vida. De esta forma llegó el mes de julio del 39, año de la Victoria. El aniversario del Glorioso Alzamiento Nacional se celebró a bombo y platillo. Mis hermanos querían salir de casa para ver los fuegos artificiales, pero mi madre no les dejó. Entonces ellos empezaron a protestar.

«A callar los dos -les dije, muy en mi papel de hermana mayor-. Nosotros no vamos porque no tenemos nada que celebrar«.