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Durante el invierno del año 40 se llevaron a mi padre desde Castuera a Orduña, cerca de Bilbao. Al principio la noticia nos entristeció, porque pensamos que cada vez lo alejaban más de nosotros, pero con el tiempo descubrimos que aquel traslado había sido una bendición. Para empezar, recibíamos cartas de él con frecuencia. Nos decía que lo habían llevado a un antiguo colegio de jesuitas transformado en prisión, y que las condiciones en que vivían allí eran infinitamente mejores que las del campo de prisioneros. El director de la cárcel era una buena persona, y procuraba mantenerlos activos según los conocimientos y el oficio de cada uno. A mi padre le habían encargado organizar y dirigir la oficina. Ahora se encontraba a sus anchas entre legajos, libros de contabilidad e impresos, igual que había estado durante toda su vida. En sus cartas nos hablaba con entusiasmo de lo que hacía y de los buenos compañeros que tenía en la prisión. Nos decía, además, que su trabajo iba a servirle para acortar la condena, pues lo habían incluido en el programa de redención de penas. En mi casa se notó un alivio inmenso desde que supimos que mi padre se encontraba bien. Después, cuando nos contó que ya podía recibir visitas, todos saltamos de alegría.

Mi madre me pidió que la acompañara en el largo viaje. También mis hermanos querían venir con nosotras, pero ella les dijo que no podían permitirse perder tantos días de clase. En realidad, lo que no podíamos permitirnos eran más gastos. Mis tíos nos dejaron algo de dinero, y el tío Eliecer le escribió al capellán de la cárcel explicándole quiénes éramos y avisándole de nuestra llegada. Yo estaba muy nerviosa, porque nunca había viajado tan lejos y no podía ni imaginar siquiera cómo sería el norte de España, aunque me habían dicho que todo era muy verde y que había montañas, justo al contrario que en nuestra tierra. Me sentía impaciente por emprender aquel viaje, que me parecía una auténtica aventura. Y, por supuesto, me moría de ganas de ver a mi padre después de tantos meses. Mi madre, en cambio, estaba un poco asustada, porque era la primera vez que viajaba sin que mi padre estuviera a su lado. Ella y mi tía Rosario hicieron una novena para que no nos ocurriera nada. A pesar de todo, la veíamos más animada de lo que había estado en mucho tiempo. Así que bendito fuera el viaje.

Por fin llegó el día y toda la familia vino a despedirnos a la estación. íbamos a tener que tomar dos trenes. Uno nocturno que llegaba hasta Madrid, y después el que hacía el trayecto a Bilbao, aunque nosotras nos bajaríamos un par de estaciones antes. Eran las 10 de la noche, hacía mucho frío y el tren de Madrid llegaba con retraso. «Ay, Dios mío -decía mi madre con voz quejumbrosa-. Mira que si no viene. O si llega tan tarde que perdemos el otro». Pero finalmente oímos el silbido de la locomotora y el tren entró en la estación haciendo un ruido infernal. Nos subimos cargadas de bolsas y maletas, porque, además de nuestros equipajes, le llevábamos a mi padre ropa y otras muchas cosas. Luego, mientras el tren abandonaba la estación, empezamos a recorrer los vagones en busca de asientos libres. Pero las personas y bultos que había tirados por todas partes apenas nos dejaban avanzar. Enseguida vimos que el tren estaba lleno y que no merecía la pena seguir buscando asiento. De modo que, tan pronto como encontramos un hueco libre, pusimos allí nuestras maletas y nos acomodamos sobre ellas lo mejor que pudimos.

En aquel pasillo olía mal y hacía bastante frío, y además resultaba la mar de incómodo estar sentadas sobre la maleta todo el tiempo. Pero era muy bonito asomarse a la ventana y ver pasar los campos muy deprisa, mientras la luna se quedaba siempre quieta, o los bultos negros de los árboles, que corrían veloces como si se persiguieran unos a otros. Pasé mucho rato mirando por la ventana, y me sorprendí al ver el bullicio que había en todas las estaciones donde el tren paraba. Aunque era ya de madrugada, los andenes hormigueaban de viajeros cargados con sus bártulos, de soldados y de vendedores ambulantes. Yo miraba todo aquello muy sorprendida, porque siempre había pensado que todo el mundo dormía por las noches, pero durante aquel viaje me di cuenta de que la vida seguía cuando yo me había ido a la cama, al menos en aquel desconocido mundo de las estaciones. Mi madre empezó a cabecear y se quedó dormida al cabo de un rato. Pero yo estaba demasiado nerviosa para dormirme, y además había empezado a notar ganas de orinar. Me puse de pie y empecé a recorrer el pasillo con mucho cuidado, porque las luces estaban apagadas y por todas partes había gente durmiendo a pierna suelta. Por fin llegué al servicio, que estaba en el extremo del vagón, pero me resultó imposible abrir la puerta. Pensé que estaba ocupado y me dispuse a esperar. Entonces oí que alguien decía: «No te molestes».

– ¿Cómo dice? -le pregunté a la mujer que me había hablado.

– El retrete está siempre cerrado a cal y canto.

– Pero ¿por qué? -pregunté, un poco alarmada-. ¿Es que está estropeado?

La mujer soltó una risita.

– Quia. Lo que pasa es que los estraperlistas se esconden dentro con su mercancía por si registra el tren la Guardia Civil. De manera que ya puedes quedarte esperando.

Volví junto a mi madre resignada a aguantarme hasta llegar a Madrid, y el resto del viaje se convirtió en un suplicio. Otros, en cambio, fueron mucho más prácticos que yo y se aliviaron en cualquier sitio. A la mañana siguiente, cuando el tren entró en la estación de Atocha, la peste era tan tremenda que casi no se podía respirar, y recuerdo que tuvimos que salir del vagón chapoteando sobre charcos de orines.

Llegamos con tiempo de sobra para tomar el tren de Bilbao, pero aun así pasamos un mal rato en la estación de Atocha, porque nunca habíamos visto un sitio tan grande y tan lleno de gente. Lo primero que hicimos fue buscar el servicio, donde entramos por turnos mientras la otra cuidaba del equipaje. Después tuvimos que dar varias vueltas por aquel laberinto de estación en busca de nuestro tren. Caminábamos muy juntas las dos, mirando con temor a la multitud que pasaba corriendo a nuestro lado, como si todos menos nosotras supieran adonde tenían que ir. El ruido nos mareaba, sobre todo cuando a las voces y gritos se sumaba el estrépito de un tren que entraba en la estación. «Ay, Dios mío, que nos hemos perdido», repetía mi madre, a punto de romper a llorar. Yo la tranquilizaba y le decía que no, que teníamos tiempo de sobra. Y para que no sufriera más le dije que esperara con el equipaje mientras yo iba a preguntar. Ella no quería que la dejara sola, porque decía que iban a robarle todo. Pero al final la convencí y salí al vestíbulo, que era enorme y muy bonito. Me maravilló observar el trasiego que había allí, pero sobre todo me quedé embobada al ver a tanto señor y señora elegantes y bien vestidos. Por la puerta se veían muchos automóviles, una calle muy ancha y edificios altísimos al otro lado, y por un momento me tentó la idea de salir de la estación y echarle un vistazo a aquella fascinante ciudad, tan distinta del sitio de donde yo venía, que comparado con Madrid no era más que un pueblo dejado de la mano de Dios. Pero enseguida me acordé de que mi madre me esperaba, y fui a consultar los tablones que anunciaban las entradas y salidas para volver cuanto antes a su lado.

Tuvimos suerte. Aún faltaba más de una hora para salir, pero el tren estaba ya puesto en el andén con los vagones prácticamente vacíos y pudimos acomodarnos a nuestro gusto antes de que se llenara del todo. El viaje hacia el norte fue bonito, pero me entristeció ver las cicatrices que la guerra había dejado en Madrid, donde aún quedaban manzanas enteras que las bombas y los obuses habían convertido en escombros.

Aún peor fue lo que pasó al llegar a Burgos, y eso que yo estaba muy contenta porque había alcanzado a ver las torres de la catedral en la distancia. Apenas habíamos entrado en la estación, cuando vimos aparecer a una pareja de la Guardia Civil en la puerta del compartimiento. Nos preguntaron adonde íbamos y para qué, y cuando supieron que viajábamos para visitar a un preso republicano nos hicieron enseñarles nuestra documentación. Después tuvimos que abrir la maleta para que lo registraran todo, hasta que por fin se cansaron de chincharnos y nos dejaron en paz. A partir de ese momento los demás viajeros del compartimiento nos miraron como si fuéramos un par de mujeres de la calle. Aunque peor suerte tuvo el pobre hombre al que los guardias encontraron escondido en un lavabo con estraperlo. Desde donde estábamos oímos los golpes y las patadas que dieron sobre la puerta del retrete hasta que el estraperlista la abrió. Entonces se lo llevaron detenido. Yo me asomé por la ventanilla y vi cómo lo lanzaban al andén, donde el pobre desgraciado cayó como un fardo de ropa vieja, y cómo luego lo molían a patadas entre los dos guardias.

Llegamos a Orduña cerca de las 11 de la noche, agotadas y sucias, con la cara y las manos tiznadas de carbonilla. En medio del andén había un cura muy fornido cubierto con una boina enorme. Supusimos que era don Casimiro, el capellán de la cárcel, porque al vernos se nos acercó y nos cubrió con su paraguas. «¿Sois la familia de Cebrián?», preguntó. Entonces nos dio la bienvenida y nos ayudó a cargar el equipaje hasta la pensión. Don Casimiro hablaba con un acento vasco muy cerrado y al principio nos resultó difícil entenderlo. Pero eso no importaba, pues por el tono amable de su voz se veía que era un hombre bueno. Caía una lluvia fina que calaba hasta los huesos, y a la luz de las farolas vi pasar muros de piedra oscuros y cubiertos de musgo. Después recuerdo una cama de hierro con las sábanas frías y húmedas. Y ya no recuerdo nada más.

Don Casimiro nos demostró pronto que era tan buen hombre como parecía. Al día siguiente, muy temprano, se presentó para acompañarnos al penal donde tenían preso a mi padre. Seguía cayendo aquella lluvia fina que parecía no cesar nunca. Mi madre y yo no estábamos habituadas a tanta humedad y tiritábamos de frío mientras caminábamos junto a don Casimiro por las estrechas calles de Orduña. El pueblo era precioso. Por todas partes se veían iglesias y caserones con escudos, y más allá, las cumbres de las montañas, de un verde tan intenso como yo jamás pensé que pudiera existir. Pero el cielo era gris y plomizo, y el sol brillaba con tan poca fuerza que todo parecía cubierto por un húmedo manto de tristeza. El capellán nos iba contando que mi padre estaba bien de salud y más animado que cuando ingresó. Nos dijo también que todos lo apreciaban mucho, tanto sus compañeros como los funcionarios y el propio director de la prisión. «Tu padre es un hombre excelente -dijo por último, mirándome-. No hay derecho a que tengan en la cárcel a gente como él». «¿Está sufriendo mucho?», preguntó mi madre, con un temblor en la voz. El capellán se detuvo y nos miró. Y, tras reflexionar unos instantes, dijo: «Sólo Dios sabe lo que ha tenido que padecer tu marido. Pero eso ha terminado ya. Lo único que lo hace sufrir ahora es estar tan lejos de vosotros».

El colegio de los jesuitas era tan bello como un palacio. Tenía un patio inmenso rodeado de pórticos, hermosas galerías y ventanales enormes para atrapar la mortecina luz del exterior. Pensé que era una vergüenza que aquel lugar tan noble se dedicara a un propósito tan ruin. Pero ¿qué otra cosa se podía esperar de quienes eran capaces de encarcelar a hombres inocentes? Antes de ver a mi padre, don Casimiro nos acompañó para saludar al director, que fue muy amable con nosotras. «Cebrián es un recluso modélico -nos dijo-, además de un gran colaborador». Mi madre le agradeció sus palabras, pero yo pensé que ningún carcelero tenía que venir a explicarme cómo era mi padre. A lo mejor fui injusta con él.

Por fin nos llevaron a una habitación donde había una mesa y tres sillas. No hace falta que describa mi alegría cuando nos dimos cuenta de que podríamos ver a mi padre a solas y sin tener que decirle todo a gritos. Nos pidieron que esperáramos, y después pasaron 10 interminables minutos hasta que la puerta volvió a abrirse. Entonces grité muy fuerte, y lo siguiente que recuerdo es un revoltijo de abrazos y de besos, y a mi padre riéndose y diciendo: «Tranquilas, muchachas, que me vais a ahogar». Durante un buen rato no pudimos decir una palabra, porque no nos lo permitieron las risas y las lágrimas. Después mi padre nos contó lo bien que estaba y lo pronto que esperaba salir por la reducción de penas. «Pero don Casimiro nos ha dicho que lo has pasado muy mal»,!e dijo mi madre. Mi padre guardó silencio y su mirada se volvió ausente. Durante unos segundos su pensamiento pareció alejarse de nosotras y extraviarse entre sus recuerdos. Entonces empezó a relatarnos sus experiencias en el campo de prisioneros. Y mientras hablaba, su voz fue adquiriendo emoción hasta que se convirtió en un llanto, como si al compartir con nosotras aquellos meses de miedo y de dolor mi padre se estuviera librando del peso intolerable de los recuerdos.

Nos dijo que nadie de fuera podía imaginar lo espantoso que era el campo de concentración de Castuera, una especie de gran corral en medio de campos baldíos rodeado de una doble alambrada y vigilado por nidos de ametralladora. Los presos dormían hacinados en barracones de madera, y por las noches hacía tanto frío que se veían obligados a apiñarse unos contra otros para poder aguantar hasta la mañana. Una vez mi padre sufrió una diarrea que le duró días, pero ni siquiera se le pasó por la cabeza salir del barracón por la noche para ir a las letrinas. No había cerraduras en las puertas, pero a quien veían deambular por el campo de noche le pegaban un tiro, porque la ley de fugas les permitía a los carceleros disparar primero y preguntar después. «Al soldado que mataba a un preso que intentara fugarse le daban dos semanas de permiso -nos contó mi padre-. Y muchos de ellos estaban esperando la ocasión para poder irse a ver a su novia». Después mi padre nos habló del trato inhumano que habían recibido, de las bofetadas y golpes con que sus carceleros acompañaban cada orden, de la basura que les daban para comer, de las enfermedades, la sarna y los piojos. «Peor que a animales», repetía mi padre entre sollozos. Pero, con ser terribles, lo peor de aquel infierno no eran las privaciones, sino el miedo. «El miedo a que vinieran a buscarte, como les ocurrió a muchos compañeros; a que se presentara alguien de tu ciudad reclamándote y te sacara del campo, y al cabo de media hora te pegara un tiro para dejarte que te pudrieras como un perro al borde del camino. Todos los días venían falangistas y policías para llevarse gente, y también civiles con un papel de autorización, y los guardias les entregaban a los presos sin hacer preguntas, aunque sabían muy bien que la mayoría de ellos no iba a llegar a sus pueblos. Algunos compañeros cavaban hoyos para esconderse, pero al final siempre los encontraban, y si no los mataban los de fuera, los mataban los de dentro». Mi padre nos dijo que había una zona del campo cerrada con una valla más alta donde estaban los condenados a muerte. Al anochecer los hacían formar, mientras un guardia gordo leía la lista de los que iban a fusilar al día siguiente. Sin dejar de fumar su puro, el guardia gritaba un nombre, y luego dejaba pasar un rato antes de decir los apellidos, para que todos los que se llamaban así sufrieran pensando que les había llegado la hora. Cada mañana se despertaban con las detonaciones de los fusiles. Después tenían que ir a cavar fosas en la tierra helada para enterrar a los compañeros muertos. «Ésa era la peor forma de tortura. Por mucho que dolieran los golpes, por grandes que fueran el hambre, el frío o la miseria, el miedo era con diferencia lo peor». Después mi padre no pudo seguir hablando.

Mientras mi madre lloraba, recuerdo haber pensado que por nada del mundo quería olvidar lo que mi padre acababa de contarnos. Puede que mi vida fuera larga, y tal vez el futuro me deparara todavía algunos momentos de felicidad. Pero mi padre merecía que su historia no cayera en el olvido. Lo menos que merecían él y los miles de hombres que habían sufrido del mismo modo era que sus hijos recordáramos todas las atrocidades que se cometieron con ellos, y que las contáramos a los que vinieran después, de forma que tanto dolor no hubiera sido en vano.

Pasamos una semana entera en Orduña, y nos dejaron ver a mi padre cada día. Las siguientes visitas fueron mucho más alegres. Mi padre se puso muy contento al conocer los progresos de Gabriel y de Paco, y rió hasta que se le saltaron las lágrimas cuando le contamos las travesuras de Angelita y la forma en que charlaba como si le dieran cuerda. Hubo un día que dejé ir a mi madre sola para que ellos dos pudieran tener un poco de intimidad, y yo aproveché para subir hasta el santuario de la Virgen de la Antigua y darle gracias por lo mucho que había ayudado a mi padre. Después miré el paisaje del valle y de las montañas, y contemplé cómo el río Nervión serpenteaba hacia su desembocadura en la ría de Bilbao. Orduña era como un pueblo de juguete a mis pies. Allí estaba el colegio de los jesuitas, fácil de distinguir por la alta torre de su iglesia, donde mi padre permanecería encerrado durante mucho tiempo aún. «Ojalá te suelten pronto, padre. Nos haces mucha falta».

Antes de irnos, arreglamos con una familia del pueblo que recogieran y lavaran la ropa de mi padre y lo atendieran en lo que necesitara. Al contrario de lo que pasaba en nuestra ciudad, cuando la gente sabía que éramos la mujer y la hija de un preso republicano, nos abrían su casa y sus corazones. Antes de tomar el tren, le dijimos a don Casimiro lo agradecidas que nos sentíamos hacia él y hacia todos los demás. «Dadle gracias a Dios -nos dijo aquel cura grandote, sonriendo bajo su enorme boina-. A nosotros no tenéis que dárnoslas. Los vascos sabemos muy bien lo que es sufrir.»