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43) Abrumado por tantos soles negros de la literatura, he buscado hace unos instantes recuperar un poco el equilibrio entre el sí y el no, encontrar algún motivo para escribir. He acabado refugiándome en lo primero que me ha venido a la cabeza, unas frases del escritor argentino Fogwill: «Escribo para no ser escrito. Viví escrito muchos años, representaba un relato. Supongo que escribo para escribir a otros, para operar sobre la imaginación, la revelación, el conocimiento de los otros. Quizá sobre el comportamiento literario de los otros.»

Después de apropiarme de las palabras de Fogwill -a fin de cuentas, en estas notas a un texto invisible, me dedico yo también a comentar los comportamientos literarios de otros para así poder escribir y no ser escrito-, apago las luces de la sala, enfilo el pasillo tropezando con los muebles, me digo que no queda mucho para que me acueste por escrito.

44) Me gustaría haber creado en el lector la cálida sensación de que acceder a estas páginas es como hacerse socio de un club al estilo del club de los negocios raros de Chesterton, donde entre otros servicios el Bartleby Reunidos -tal sería el nombre de ese club o negocio raro- pondría a disposición de los señores socios algunos de los mejores relatos relacionados con el tema de la renuncia a la escritura.

En el tema del síndrome de Bartleby hay dos relatos indiscutibles, fundadores incluso del síndrome y de la posible poética de éste. Son Wakefield, de Nathaniel Hawthorne, y Bartleby, el escribiente, de Hermán Melville. En estos dos cuentos hay renuncias (a la vida conyugal en el primero, y a la vida en general en el segundo), y aunque esas renuncias no están relacionadas con la literatura, el comportamiento de los protagonistas prefigura los futuros libros fantasmas y otros rechazos a la escritura que no tardarían en inundar la escena literaria.

En esa selección de relatos, junto a los indiscutibles Wakefield y Bartleby -¿qué habría dado yo para que estos dos sujetos fueran mis mejores amigos-, no deberían faltar, deberían ser puestos a disposición de todos los socios del Bartlebys Reunidos, tres cuentos que a mí me gustan mucho y que a su manera -cada uno de forma muy singular- comentan la aparición de una idea -la de renunciar a escribir- en la vida de los protagonistas.

Estos tres relatos son: Viaja y no lo escribas, de Rita Malú; Petronio, de Marcel Schwob; Historia de una historia que no existe, de Antonio Tabucchi.

45) En Viaja y no lo escribas -cuento apócrifo que Robert Derain atribuye a Rita Malú en Eclipses littéraires diciendo que pertenece al volumen de relatos Noches bengalíes tristes- se nos cuenta que, un día, un extranjero que viajaba por la India entró en un pueblecito, entró en el patio de una casa, donde vio a un grupo de shaivistas que, sentados en el suelo, con pequeños címbalos en las manos, cantaban, con un ritmo rápido y diabólico, un endemoniado canto de sortilegio que se apoderó del ánimo del extranjero de una forma misteriosa e irresistible.

Había también en ese patio un hombre muy viejo, viejísimo, que saludó al extranjero, quien, distraído por el canto de los shaivistas, se apercibió demasiado tarde de ese saludo. La música era cada vez más endemoniada. El extranjero se dijo que le gustaría que volviera a mirarle aquel hombre viejo. El viejo era un peregrino. Se acabó de pronto la música, y el extranjero se sintió como en éxtasis. El viejo, de repente, volvió a mirar al extranjero, y poco después, lentamente, salió del patio. En esa mirada creyó detectar el extranjero un mensaje especial para él. No sabía qué había querido indicarle el viejo, pero estaba seguro de que era algo importante, esencial.

El extranjero, que era escritor de viajes, acabó entendiendo que el viejo había leído su destino y que, en un primer momento, cuando le saludó, se había regocijado ante el futuro para pasar poco después, tras leer el destino entero, a tener una gran compasión por él. El extranjero entendió entonces que el viejo, con su segunda mirada, le había advertido de un grave peligro, le había querido recomendar que burlara su destino horrible dejando inmediatamente de ser -porque ahí se escondía su futura desgracia- escritor de viajes.

«Se cuenta, es una leyenda de la India moderna -concluye el cuento de Rita Malú-, que aquel extranjero, desde el momento mismo en que fue advertido por la mirada del viejo peregrino, cayó en un estado de total apatía con respecto a la literatura y ya no volvió a escribir libros de viajes ni de ningún otro género, ya no volvió a escribir nunca más. Por si acaso.»

46) El relato Petronio se encuentra en Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, un libro del que Borges -que lo imitó, superándolo- dijo que para su escritura Schwob había inventado el curioso método de que los protagonistas sean reales pero los hechos puedan ser fabulosos y no pocas veces fantásticos. Para Borges, el sabor peculiar de Vidas imaginarias se encontraba en ese vaivén, vaivén muy apreciable en Petronio, donde este personaje es el mismo que conocemos por los libros de historia, pero del que Schwob nos desmiente que fuera, como siempre se había dicho, un arbitro de la elegancia en la corte de Nerón, o ese hombre que, no pudiendo soportar más las poesías del emperador, se dio muerte en una bañera de mármol mientras recitaba poemas lascivos.

No, el Petronio de Schwob es un ser que nació rodeado de privilegios hasta el punto de que pasó su infancia creyendo que el aire que respiraba había sido perfumado exclusivamente para él. Este Petronio, que era un niño que vivía en las nubes, cambió radicalmente el día en que conoció a un esclavo llamado Siro, que había trabajado en un circo y que empezó a enseñarle cosas desconocidas, le puso en contacto con el mundo de los gladiadores bárbaros y de los charlatanes de feria, con hombres de mirada oblicua que parecían espiar las verduras y descolgaban las reses, con niños de cabellos rizados que acompañaban a senadores, con viejos parlanchines que discutían en las esquinas los asuntos de la ciudad, con criados lascivos y rameras advenedizas, con vendedores de frutas y dueños de posadas, con poetas miserables y sirvientas picaras, con sacerdotisas equívocas y con soldados errantes.

La mirada de Petronio -que Schwob nos dice que era bizca- comenzó a captar exactamente los modales y las intrigas de todo ese populacho. Siro, para redondear su labor, le contó, a las puertas de la ciudad y entre las tumbas, historias de hombres que eran serpientes y cambiaban de piel, le contó todas las historias que conocía de negros, sirios y taberneros.

Un día, cuando ya tenía treinta años, Petronio decidió escribir las historias que le habían sugerido sus incursiones en el mundo de los bajos fondos de su ciudad. Escribió dieciséis libros de su invención y, cuando los hubo terminado, se los leyó a Siro, que se rió como un loco y no paraba de aplaudir. Entonces Siro y Petronio concibieron el proyecto de llevar a cabo las aventuras compuestas por éste, trasladarlas de los pergaminos a la realidad. Petronio y Siro se disfrazaron y huyeron de la ciudad, comenzaron a recorrer los caminos y a vivir las aventuras que había escrito Petronio, que renunció para siempre a la escritura desde el momento mismo en que comenzó a vivir la vida que había imaginado. Dicho de otra forma: si el tema del Quijote es el del soñador que se atreve a convertirse en su sueño, la historia de Petronio es la del escritor que se atreve a vivir lo que ha escrito, y por eso deja de escribir.

47) En Historia de una historia que no existe (que pertenece al volumen de Tabucchi Los volátiles del Beato Angélico) se nos habla de uno de esos libros fantasmas tan valorados por los bartlebys, por los escritores del No.

«Tengo una novela ausente que tiene una historia que quiero contar», nos dice el narrador. Se trata de una novela que se había llamado Cartas al capitán Nemo y que posteriormente cambió su título por Nadie detrás de la puerta, una novela que nació en la primavera de 1977 durante quince días de vida campestre y de arrobamiento en un pueblecito cerca de Siena.

Terminada la novela, el narrador cuenta que la envió a un editor que la rechazó por considerarla poco accesible y muy difícil de descifrar. Entonces el narrador decidió guardarla en un cajón para dejarla reposar un poco («porque la oscuridad y el olvido les sientan bien a las historias, creo»). Unos años después, casualmente, la novela vuelve a las manos del narrador, y el hallazgo le causa una extraña impresión a éste, porque en realidad ya la había del todo olvidado: «Surgió de pronto en la oscuridad de una cómoda, bajo una masa de papeles, como un submarino que emergiera de oscuras profundidades.»

El narrador lee en esto casi un mensaje (la novela hablaba también de un submarino), y siente la necesidad de añadir a su viejo texto una nota conclusiva, retoca algunas frases y la envía a un editor distinto del que, años antes, había considerado el texto difícil de descifrar. El nuevo editor acepta publicarla, el narrador promete entregar la versión definitiva a la vuelta de un viaje a Portugal. Se lleva el manuscrito a una vieja casa a la orilla del Atlántico, concretamente a una casa «que se llamaba -nos dice- Sao José de Guía», donde vive solo, en compañía del manuscrito, y se dedica por las noches a recibir las visitas de fantasmas, no de sus fantasmas, sino de fantasmas de verdad.

Llega septiembre con marejadas furiosas, y el narrador sigue en la vieja casa, sigue con su manuscrito, sigue solo -frente a la casa hay un acantilado-, pero recibiendo de noche las visitas de los fantasmas que buscan contactos y con los que a veces sostiene diálogos imposibles: «aquellas presencias tenían el deseo de hablar, y yo estuve escuchando sus historias, intentando descifrar comunicaciones a menudo alteradas, oscuras e inconexas; eran historias infelices, en su mayoría, esto lo percibí con claridad».

Así, entre diálogos silenciosos, llega el equinoccio de otoño. Ese día sobre el mar se abate una borrasca, lo siente mugir desde el alba; por la tarde, una fuerza enorme sacude sus visceras; por la noche, gruesas nubes descienden por el horizonte y la comunicación con los fantasmas queda interrumpida, tal vez porque aparece el manuscrito o libro fantasma, con su submarino y todo. El océano grita de un modo insoportable, como si estuviera lleno de voces y lamentos. El narrador se planta ante el acantilado, lleva consigo la novela submarina, de la que nos dice -en una línea magistral del arte bartleby de los libros fantasmas- que la entrega al viento, página a página.

48) Wakefield y Bartleby son dos personajes solitarios íntimamente relacionados, y al mismo tiempo el primero está relacionado, también íntimamente, con Walser, y el segundo con Kafka.

Wakefield -ese hombre inventado por Hawthorne, ese marido que se aleja de repente y sin motivo de casa y de su mujer y vive durante veinte años (en una calle próxima, para todos desconocido, pues le creen muerto) una existencia solitaria y despojada de cualquier significado- es un claro antecedente de muchos de los personajes de Walser, todos esos espléndidos ceros a la izquierda que quieren desaparecer, sólo desaparecer, esconderse en la anónima irrealidad.

En cuanto a Bartleby, es un claro antecedente de los personajes de Kafka -«Bartleby (ha escrito Borges) define ya un género que hacia 1919 reinventaría y profundizaría Kafka: el de las fantasías de la conducta y del sentimiento»-, y es también precedente incluso del propio Kafka, ese escritor solitario que veía que la oficina en la que trabajaba significaba la vida, es decir, su muerte; ese solitario «en medio de un despacho desierto», ese hombre que paseó por toda Praga su existencia de murciélago de abrigo y de bombín negro.

Hablar -parecen indicarnos tanto Wakefield como Bartleby- es pactar con el sinsentido del existir. En los dos habita una profunda negación del mundo. Son como ese Odra dek kafkiano que no tiene domicilio fijo y vive en la escalera de un padre de familia o en cualquier otro agujero.

No todo el mundo sabe, o quiere aceptar, que Hermán Melville, el creador de Bartleby, tenía la negra con más frecuencia de lo deseable. Veamos lo que de él dice Julian Hawthorne, el hijo del creador de Wakefield: «Melville poseía un genio clarísimo y era el ser más extraño que jamás llegó a nuestro círculo. A pesar de todas sus aventuras, tan salvajes y temerarias, de las que sólo una ínfima parte ha quedado reflejada en sus fascinantes libros, había sido incapaz de librarse de una conciencia puritana (…). Estaba siempre inquieto y raro, rarísimo, y tendía a pasar horas negras, hay motivos para pensar que había en él vestigios de locura.»

Hawthorne y Melville, fundadores sin saberlo de las horas negras del arte del No, se conocieron, fueron amigos, y se admiraron mutuamente. Hawthorne también fue un puritano, incluso en su reacción agresiva contra algunos aspectos del puritanismo. Y también fue un hombre inquieto y raro, rarísimo. Nunca fue, por ejemplo, un hombre de iglesia, pero se sabe que en sus años de solitario iba hasta su ventana para observar a las personas que iban al templo, y se ha dicho que su mirada resumía la breve historia de la Sombra a lo largo del arte del No. Su visión estaba ensombrecida por la terrible doctrina calvinista de la predestinación. Este es el lado de Hawthorne que tanto fascinaba a Melville, quien para elogiarlo habló del gran poder de la negrura, ese lado nocturno que existe también en el propio Melville.

Melville estaba convencido de que en la vida de Hawthorne había algún secreto jamás revelado, responsable de los pasajes negros de sus obras, y es curioso que pensara algo así si tenemos en cuenta que tales imaginaciones eran precisamente muy propias de él mismo, que fue un hombre de conducta más que negra a partir, sobre todo, del momento en que comprendió que, tras sus primeros y celebrados grandes éxitos literarios -fue confundido con un periodista, con un reportero marítimo-, no le cabía más que esperar un continuo fracaso como escritor.

Es curioso, pero tanto hablar del síndrome de Bartleby y yo aún no había comentado en estas notas que Melville tuvo el síndrome antes de que su personaje existiera, lo que podría llevarnos a pensar que tal vez creó a Bartleby para describir su propio síndrome.

Y también es curioso observar cómo, después de tantas páginas de este diario -que, por cierto, cada vez me está aislando más del mundo exterior y me va convirtiendo en un fantasma: los días en que doy breves vueltas por el barrio adopto sin querer un aire a lo Wakefield, como si tuviera mujer y ésta me creyera muerto y yo siguiera viviendo al lado de su casa escribiendo este cuaderno y espiándola a ella de vez en cuando, espiándola, por ejemplo, cuando hace la compra-, apenas había dicho algo hasta ahora acerca del fracaso literario como causa directa de la aparición del Mal, de la enfermedad, del síndrome, de la renuncia a continuar escribiendo. Pero es que el caso de los fracasados, si lo pensamos bien, no tiene mayor interés, es demasiado obvio, no hay ningún mérito en ser un escritor del No porque has fracasado. El fracaso arroja excesiva luz y demasiada poca sombra de misterio a los casos de quienes renuncian a escribir por un motivo tan vulgar.

Si el suicidio es una decisión de una complejidad tan excesivamente radical que a la larga se convierte en una decisión en realidad simplicísima, dejar de escribir porque uno ha fracasado me parece de una simplicidad aún más abrumadora, aunque de entre las excepciones de casos de fracasados que estoy dispuesto a mencionar se encuentra, por supuesto, el caso de Melville, ya que tiene derecho a lo que quiera (puesto que inventó la sencilla, pero complejísima a la vez, sutil rendición de Bartleby, personaje que nunca optó por la grosera línea recta de la muerte por propia mano, y menos aún por el llanto y deserción ante el fracaso; no, Bartleby, ante la idea del fracaso, se rindió de una forma estupenda, nada de suicidios ni amarguras interminables, se limitó a comer bizcochos, que era lo único que le permitía seguir prefiriendo «no hacerlo»), a Melville le perdono todo.

Se puede sintetizar la historia del relativo (relativo porque se inventó otro fracaso, el de Bartleby, y así se quedó tranquilo) desastre de la carrera literaria de Melville del siguiente modo: tras sus primeros cuentos de aventuras, que tuvieron gran éxito porque fue confundido con un mero cronista de la vida marítima, la aparición de Mardi desconcertó totalmente a su público, pues era una novela -todavía hoy lo es- bastante ilegible, pero cuya línea argumental anticipa obras futuras de Kafka: se trata de una infinita persecución por un mar infinito. Moby Dick, en 1851, alarmó a casi todos los que se tomaron la molestia de leerlo. Pierre o las ambigüedades disgustó enormemente a los críticos y The Piazza Tales (donde al final quedó incluido el relato Bartleby, que tres años antes había sido publicado en una revista sin que él lo firmara) pasó inadvertido.

Fue en 1853 cuando Melville, que contaba sólo treinta y cuatro años, llegó a la conclusión de que había fracasado. Mientras se le había visto como cronista de la vida marítima, todo había ido bien, pero cuando comenzó a producir obras maestras, el público y la crítica le condenaron al fracaso con la absoluta unanimidad de las ocasiones erróneas.

En 1853, viendo su fracaso, escribió Bartleby, el escribiente, relato que contenía el antídoto de su depresión y que sería el germen de los futuros movimientos que él iba a realizar y que, tres años más tarde, desembocarían en The Confidence Man, la historia de un estafador muy especial (que el tiempo iba a emparentar con Duchamp), y un catálogo bárbaro de imágenes ásperas y sombrías que, publicado en 1857, iba a ser la última obra en prosa que daría a las prensas.

Melville murió en 1891, olvidado. Durante esos últimos treinta y cuatro años escribió un largo poema, recuerdos de viajes y, poco antes de su muerte, la novela Billy Bud, una obra maestra más -la historia prekafkiana de un proceso: la de un marino condenado a muerte injustamente, condenado como si tuviera que expiar el pecado de haber sido joven, brillante e inocente-, una obra maestra que no se publicaría hasta treinta y tres años después de su muerte.

Todo lo que escribió en los treinta y cuatro últimos años de su vida fue hecho de un modo bartlebyano, con un ritmo de baja intensidad, como prefiriendo no hacerlo y en un claro movimiento de rechazo al mundo que le había rechazado. Cuando pienso en ese movimiento suyo de rechazo, me acuerdo de unas palabras de Maurice Blanchot en torno a todos aquellos que, a su debido tiempo, supieron rechazar la apariencia amable de una comunicación achatada, casi siempre vacía, tan en boga -dicho sea de paso- en los literatos de hoy en día: «El movimiento de rechazar es difícil y raro, aunque idéntico en cada uno de nosotros desde el momento en que lo hemos captado. ¿Por qué difícil? Es que hay que rechazar no sólo lo peor, sino una apariencia razonable, una solución que se diría feliz.»

Cuando Melville dejó de buscar cualquier solución feliz y dejó de pensar en publicar, cuando decidió actuar como esos seres que «prefieren no hacerlo», se pasó años buscando -para sacar adelante a su familia- un empleo, cualquier empleo. Cuando por fin lo encontró -y eso no fue hasta 1866-, su destino fue a coincidir precisamente con el de Bartleby, su extraña criatura.

Vidas paralelas. Durante los últimos años de su vida, Melville, al igual que Bartleby, «última columna de un templo en ruinas», trabajó de oficinista en un destartalado despacho de la ciudad de Nueva York.

Imposible no relacionar esa oficina del inventor de Bartleby con la de Kafka y con aquello que éste le escribió a Felice Bauer diciéndole que la literatura le excluía de la vida, es decir, de la oficina. Si estas dramáticas palabras siempre me han hecho reír -y más hoy, que estoy de buen humor y me acuerdo de Montaigne, que decía que nuestra peculiar condición es que estamos tan hechos para que se rían de nosotros como para reír-, otras palabras de Kafka, también dirigidas a Felice Bauer y menos célebres que las anteriores, aún me hacen reír más, muchas veces las evocaba cuando estaba en mi oficina y así conseguía salir adelante sin angustiarme cuando la angustia aparecía: «Querida, hay que pensar en ti en todas partes, por eso te escribo sobre la mesa de mi jefe, al cual estoy representando en estos momentos.»

49) Richard Ellman, en su biografía sobre Joyce, describe esta escena que parece salida del teatro del No:

«Joyce tenía entonces cincuenta años, y Beckett veintiséis. Beckett era adicto a los silencios, y también Joyce; entablaban conversaciones que a menudo consistían sólo en un intercambio de silencios, ambos impregnados de tristeza, Beckett en gran parte por el mundo, Joyce en gran parte por sí mismo. Joyce estaba sentado en su postura habitual, las piernas cruzadas, la puntera de la pierna de encima bajo la canilla de la de abajo; Beckett, también alto y delgado, adoptaba la misma postura. Joyce de pronto preguntaba algo parecido a esto:

– ¿Cómo pudo el idealista Hume escribir una historia?

Beckett replicaba:

– Una historia de las representaciones.»

50) Al gran poeta catalán J. V. Foix lo espiaba yo en su pastelería del barrio de Sarria, en Barcelona. Le encontraba siempre detrás del taulell, junto a la caja registradora, desde allí el poeta parecía estar supervisando el universo de los pasteles. Cuando le hicieron un homenaje en la universidad, estuve entre el numeroso público, tenía ganas de oírle hablar por fin, pero Foix apenas dijo nada ese día, se limitó a confirmar que su obra estaba clausurada. Recuerdo que aquello me intrigó mucho, posiblemente ya se estaban gestando estas notas a pie de página, este cuaderno sobre renuncias a la escritura; yo me preguntaba cómo podía saber Foix que su obra estaba ya cerrada, cuándo se puede saber una cosa así. Y también me preguntaba qué hacía si no escribía ya, él, que había escrito siempre. Además, yo le admiraba, había sido toda la vida un entusiasta de su poesía, de ese lenguaje lírico que, recogiendo la tradición y avanzando en la modernidad («m'exalta el nou, m'enamora el vell», me exalta lo nuevo, me enamora lo viejo), había actualizado la capacidad creativa de la lengua catalana. Yo le admiraba y necesitaba que siguiera escribiendo versos, y me entristecía pensar que la obra estaba clausurada y que probablemente el poeta había decidido esperar a la muerte. Aunque no me consoló, un texto de Pere Gimferrer en la revista Destino me orientó. Comentando que la obra de Foix estaba clausurada para siempre, decía Gimferrer: «Pero en los ojos (de Foix), más serenada, late la misma chispa: un fulgor visionario, ahora secreto en su lava oculta (…) Más allá de lo inmediato, se presiente un sordo rumor de océanos y abismos: Foix sigue por las noches soñando poemas, aunque no los escriba ya.»

Poesía no escrita, pero sí vivida por la mente: un final bellísimo para alguien que deja de escribir.

51) Siempre fue una vieja aspiración de Osear Wilde, expresada en El crítico artista, «no hacer absolutamente nada, que es la cosa más difícil del mundo, la más difícil y la más intelectual».

En París, en los dos últimos años de su vida, gracias nada menos que a sentirse aniquilado moralmente, pudo hacer realidad su vieja aspiración de no hacer nada. Porque, en los dos últimos años de su vida, Wilde no escribió, decidió dejar de hacerlo para siempre, conocer otros placeres, conocer la sabia alegría de no hacer nada, dedicarse a la extrema vagancia y al ajenjo. El hombre que había dicho que «el trabajo es la maldición de las clases bebedoras» huyó de la literatura como de la peste y se dedicó a pasear, beber y, en muchas ocasiones, a la contemplación dura y pura.

«Para Platón y Aristóteles -había escrito-, la inactividad total siempre fue la más noble forma de la energía. Para las personas de la más alta cultura, la contemplación siempre ha sido la única ocupación adecuada al hombre.»

También había dicho que «el elegido vive para no hacer nada», y así fue como vivió sus dos últimos años de vida. A veces recibía la visita de su fiel amigo Frank Harris -su futuro biógrafo-, que, asombrado ante la actitud de absoluta vagancia de Wilde, solía comentarle siempre lo mismo:

– Ya veo que sigues sin dar golpe…