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Una tarde, Wilde le contestó:

– Es que la laboriosidad es el germen de toda fealdad, pero no he dejado de tener ideas y, es más, si quieres te vendo una.

Por cincuenta libras le vendió aquella tarde a Harris el esquema y el argumento de una comedia que éste rápidamente escribió y, también muy velozmente, con el título de Mr. And Mrs. Daventry estrenó en el Royalty Theatre de Londres, un 25 de octubre de 1900, apenas un mes antes de la muerte de Wilde en su cuartucho del Hotel d'Alsace de París.

Antes del día del estreno y también en los días que siguieron a éste, a lo largo de su último mes de vida, Wilde entendió que una extensión de su felicidad podía darse -la obra en Londres estaba teniendo un gran éxito- en la sistemática petición de más royalties por la obra estrenada en el Royalty, de modo que se dedicó a mortificar a Harris con toda clase de mensajes -por ejemplo: «Usted no sólo me ha robado la obra, sino que la (me) ha arruinado, así que quiero cincuenta libras más», hasta que se murió en su cuartucho de hotel.

A su muerte, un periódico parisino recordó muy oportunamente unas palabras de Wilde: «Cuando no conocía la vida, escribía; ahora que conozco su significado, no tengo nada más que escribir.»

Esa frase encaja muy bien con el final de Wilde. Se murió tras pasar dos años de gran felicidad, sin sentir la más mínima necesidad de escribir, de añadir algo más a lo ya escrito. Es muy probable que, al morirse, alcanzara la plenitud en lo desconocido y descubriera qué era exactamente no hacer nada y por qué era en verdad lo más difícil del mundo y lo más intelectual.

Cincuenta años después de su muerte, por esas mismas calles del Quartier Latin que él había recorrido con extrema vagancia en su radical abandono de la literatura, aparecía en un muro, a cien metros del Hotel d'Alsace, el primer signo de vida del movimiento radical del situacionismo, la primera irrupción pública de unos agitadores sociales que en su deriva vital iban a gritar No a cuanto se les pusiera por delante, y lo iban a gritar dominados por las nociones de desamparo y desarraigo, pero también de felicidad, que habían movido los hilos últimos de la vida de Wilde.

Ese primer signo de vida situacionista fue una pintada, a cien metros del Hotel d'Alsace. Se ha dicho que pudo ser un homenaje a Wilde. La pintada, escrita por quienes, al dictado de Guy Debord, no tardarían en proponer que se abrieran al tráfico andante los tejados de las grandes ciudades, decía así: «No trabajéis nunca.»

52) Julio Ramón Ribeyro -escritor peruano, walseriano en su discreción, siempre escribiendo como de puntillas para no tropezar con su pudor o no tropezar, porque nunca se sabe, con Vargas Llosa- albergó siempre la sospecha, que fue haciéndose convicción, de que hay una serie de libros que forman parte de la historia del No, aunque no existan. Estos libros fantasmas, textos invisibles, serían esos que un día llaman a nuestra puerta y, cuando nosotros acudimos a recibirles, por un motivo a menudo fútil, se desvanecen; abrimos la puerta y ya no están, se han ido. Seguramente era un gran libro, el gran libro que estaba dentro de nosotros, el que realmente nosotros estábamos destinados a escribir, nuestro libro, el mismo que no vamos a poder ya escribir ni leer nunca. Pero ese libro, que nadie lo dude, existe, está como suspendido en la historia del arte del No.

«Leyendo hace poco a Cervantes -escribe Ribeyro en La tentación del fracaso-, pasó por mí un soplo que no tuve tiempo de captar (¿por qué?, alguien me interrumpió, sonó el teléfono, no sé) desgraciadamente, pues recuerdo que me sentí impulsado a comenzar algo… Luego todo se disolvió. Guardamos todos un libro, tal vez un gran libro, pero que en el tumulto de nuestra vida interior rara vez emerge o lo hace tan rápidamente que no tenemos tiempo de arponearlo.»

53) Henry Roth nació en 1906 en una aldea de Galitzia (entonces perteneciente al imperio austrohúngaro) y murió en los Estados Unidos en 1995. Sus padres emigraron a América y pasó su infancia de niño judío en Nueva York, experiencia que relató en una espléndida novela, Llámala sueño, publicada a los veintiocho años.

La novela pasó desapercibida y Roth decidió dedicarse a otras cosas, trabajó en oficios tan dispares como ayudante de fontanero, enfermero de manicomio o criador de patos.

Treinta años después, Llámato) sueño se reeditó y, en pocas semanas, se convirtió en una pieza clásica de la literatura norteamericana. Roth se quedó pasmado, y su reacción ante el éxito consistió en tomar la decisión de publicar algún día algo más, siempre y cuando él sobrepasara de largo la edad de ochenta años. Superó de largo esa edad, y entonces, treinta años después del éxito de la reedición de Llámalo sueño, dio a la imprenta A merced de una corriente salvaje, que los editores, dada la imponente extensión de la novela, dividieron en cuatro entregas.

«He escrito mi novela -dijo al final de sus días- sólo para rescatar recuerdos raídos que brillaban suavemente en mi memoria.»

Se trata de una novela escrita «para hacer que sea más fácil morir» y donde se burla, de una forma genial, del reconocimiento artístico. Sus mejores páginas tal vez sean aquellas en las que nos cuenta sus experiencias en las afueras de la literatura -esas páginas ocupan prácticamente la novela entera, como es lógico-, todo esos años, casi ochenta, en los que no se sabe si escribió, pero en todo caso no publicó, todos esos años en los que se olvidó de los afluentes del río de la literatura y se dejó llevar por la corriente salvaje de la vida.

54) La muerte de la persona amada no sólo engendra lilas, engendra también poetas del No. Como Juan Ramón Jiménez. Puerto Rico, primavera de 1956. Juan Ramón se había pasado la vida creyendo que se iba a morir inmediatamente. Cuando le decían: «Hasta mañana», solía responder: «¿Mañana? ¿Y dónde estaré yo mañana?» Sin embargo, cuando tras despedirse de esta forma se quedaba solo y se iba a su casa, permanecía en ella tranquilo y se ponía a ver sus papeles y sus cosas. Sus amigos decían que oscilaba entre la idea de que se podía morir como su padre mientras dormía -a él le habían despertado sacudiéndole para darle la noticia- y la idea de que físicamente no le ocurría nada. Él mismo describió este aspecto de su personalidad como «aristocracia de intemperie».

Se había pasado la vida creyendo que se iba a morir inmediatamente, pero nunca se le ocurrió pensar que primero iba a morirse Zenobia, su mujer, su amante, su novia, su secretaria, sus manos para todo lo práctico («su peluquero», se ha llegado a decir de ella), su chófer, su alma.

Puerto Rico, primavera de 1956. Zenobia regresa de Boston para morir al lado de Juan Ramón. Ha luchado durante dos años con coraje contra un cáncer, pero le han aplicado un tratamiento radiológico excesivo y le han quemado la matriz. Su llegada a San Juan, sin que ella lo sepa, coincide con la de unos periodistas suecos que saben ya que el Premio Nobel de ese año va a ser otorgado al poeta español. El corresponsal de un periódico sueco en Nueva York pide a Estocolmo que adelante la concesión del premio para dárselo a conocer a Zenobia antes de morir. Pero cuando ella se entera, ya no puede hablar. Susurra una canción de cuna -se ha dicho que su voz recordó el tenue crujido del papel- y al día siguiente muere.

Juan Ramón, premio Nobel, se queda como un inválido. La canción de cuna ha taladrado su aristocracia a la intemperie. Cuando tras el entierro le devuelvan a su casa, la sirvienta -que todavía vive, tiene más de noventa años, y se acuerda perfectamente bien de todo aquello, lo cuenta hoy en día en San Juan a quien le pregunte por ello- será testigo de un comportamiento enloquecido, antesala de la conversión de Juan Ramón al arte del No.

Todo el trabajo que Zenobia había hecho ordenando sabiamente la obra de su marido, todo ese trabajo de muchos años, toda esa labor grandiosa y paciente de enamorada fiel hasta la muerte, se viene abajo cuando Juan Ramón lo revuelve todo, desesperado, y lo arroja al suelo y lo pisotea con furia. Muerta Zenobia, ya no le interesa nada su obra. Caerá, a partir de ese día, en un silencio literario absoluto, ya no escribirá nunca más. Ya sólo vivirá para pisotear a fondo, como un animal herido, su propia obra. Ya sólo vivirá para decirle al mundo que sólo le interesó escribir porque vivía Zenobia. Muerta ésta, muerto todo. Ni una sola línea más, sólo silencio animal de fondo. Y al fondo del fondo, una inolvidable frase de Juan Ramón -no sé cuándo la dijo, pero lo que es seguro es que la dijo- para la historia del No: «Mi mejor obra es el arrepentimiento de mi obra.»

55) ¿Recordáis cómo era la risa de Odradek, el objeto más objetivo que Kafka puso en su obra? La risa de Odradek era como «el susurro de las hojas caídas». ¿Y recordáis cómo era la risa de Kafka? Gustav Janouch, en su libro de conversaciones con el escritor de Praga, nos dice que éste se reía «por lo bajo de esa manera tan suya, tan propia, que recordaba el tenue crujido del papel».

No puedo demorarme ahora comparando la canción de cuna de Zenobia con la risa de Kafka o la de su criatura Odradek porque algo acaba de llamar con urgencia mi atención, y es esa advertencia que le hace Kafka a Felice Bauer de que si se casara con ella, él podría convertirse en un artista dominado por la pulsión negativa, en un perro, para ser más exactos, en un animal condenado eternamente al mutismo: «Mi verdadero miedo consiste en que jamás podré poseerte. Que en el mejor de los casos me veré limitado, como un perro inconscientemente fiel, a besar tu mano que, distraídamente, habrás dejado a mi alcance, lo cual no será, por mi parte, una señal de amor, sino un signo de la desesperación del animal eternamente condenado al mutismo y a la distancia.»

Kafka siempre logra sorprenderme. Hoy, en este domingo primero de agosto, domingo húmedo y silencioso, Kafka de nuevo ha logrado inquietarme y ha reclamado con gran urgencia mi atención al sugerirme en su escrito que eso de casarse conlleva una condena al mutismo, a engrosar las filas del No y, lo que es más llamativo, a ser un perro.

He tenido que interrumpir, hace un rato, mi diario, porque he sido alcanzado por un fuerte dolor de cabeza, por el mal de Teste, que diría Valéry. Es muy probable que la irrupción de este dolor se haya debido al ejercicio de atención al que me ha sometido Kafka con su teoría inesperada sobre el arte del No.

No estará de más recordar aquí que Valéry nos dio a entender que el mal de Teste se relaciona de alguna manera muy compleja con la facultad intelectual de la atención, lo que no deja de ser una intuición notable.

Es posible que el ejercicio de atención que me ha llevado a evocar la figura de un perro, haya tenido que ver con mi mal de Teste. Ya recuperado del mismo, pienso en mi dolor ya superado, y me digo que se vive una sensación muy placentera cuando desaparece el mal, pues uno entonces asiste de nuevo a una representación del día en que, por primera vez, nos sentimos vivos, fuimos conscientes de que éramos un ser humano, nacido para la muerte, pero vivo en aquel instante.

Después de todo el tiempo en que he sido prisionero del dolor, no he podido dejar de pensar en un texto de Salvador Elizondo que leí hace tiempo y en el que el escritor mexicano habla del mal de Teste y de ese gesto, a veces inconsciente, de llevarse la mano a la sien, reflejo anodino del paroxismo.

Desaparecido el dolor, he buscado en mis archivos el viejo texto de Elizondo, lo he releído, me ha parecido -después de una lectura totalmente nueva- dar con una interpretación del mal de Teste que se podría aplicar perfectamente a la historia misma de la irrupción del mal, de la enfermedad, de la pulsión negativa de la única tendencia atractiva de la literatura contemporánea. Hablándonos de la migraña, de la cuña de metal ardiente en nuestra cabeza, Elizondo sugiere que el dolor convierte nuestra mente en un teatro y viene a decirnos que lo que parece una catástrofe es una danza, una delicada construcción de la sensibilidad, una forma especial de la música o de la matemática, un rito, una iluminación o una cura, y desde luego un misterio que solamente puede ser esclarecido con la ayuda del diccionario de sensaciones.

Todo esto puede aplicarse a la aparición del mal en la literatura contemporánea, pues la enfermedad no es catástrofe sino danza de la que podrían estar ya surgiendo nuevas construcciones de la sensibilidad.

56) Hoy lunes, al salir el sol esta mañana, me he acordado de Michelangelo Antonioni, que un día tuvo la idea de realizar una película mientras miraba «a la maldad y a la gran capacidad irónica -dijo- del sol»

Poco antes de su decisión de mirar al sol, a Antonioni le habían rondado por la cabeza estos versos (dignos de cualquier rama noble del arte de la negativa) de MacNeice, el gran poeta de Belfast, hoy medio olvidado: «Pensad en un número, / duplicadlo, triplicadlo, / elevadlo al cuadrado. Y canceladlo.»

Antonioni tuvo claro desde el primer momento que estos versos podían convertirse en el núcleo de un film dramático pero con toques ligeramente humorísticos. Luego pensó en otra cita -ésta de Bertrand Russell-, también cargada de cierto acento cómico: «El número dos es una entidad metafísica de cuya existencia no estaremos nunca realmente seguros ni de si la hemos individualizado.»

Todo eso condujo a Antonioni a pensar en una película que se llamaría El eclipse, que hablaría de cuando los sentimientos de una pareja se detienen, se eclipsan (como, por ejemplo, se eclipsan los escritores que de pronto abandonan la literatura) y toda su antigua relación se desvanece.

Como por aquellos días se había anunciado un eclipse total de sol, se fue a Florencia, donde vio y filmó el fenómeno y escribió en su diario: «Se ha ido el sol. De repente, hielo. Un silencio diferente de los demás silencios. Y una luz distinta de todas las demás luces. Y después, la oscuridad. Sol negro de nuestra cultura. Inmovilidad total. Todo lo que consigo llegar a pensar es que durante el eclipse probablemente se detengan también los sentimientos.»

El día en que se estrenó El eclipse dijo haberse quedado para siempre con la duda de si no habría tenido que encabezar su película con estos dos versos de Dylan Thomas: «Alguna certeza debe existir, / si no de amar, al menos de no amar.»

Me parece que para mí, rastreador del No y de los eclipses literarios, los versos de Dylan Thomas son bien fáciles de modificar: «Alguna certeza debe existir, / si no de escribir, al menos de no escribir.»

57) Me acuerdo muy bien de Luis Felipe Pineda, un compañero del colegio, como también me acuerdo de su «archivo de poemas abandonados».

A Pineda le recordaré siempre la tarde gloriosa de febrero de 1963 en la que, desafiante y dandy, como buscando convertirse en el dictador de la moda y de la moral escolar, entró en el aula con la bata no abotonada del todo.

Odiábamos en silencio los uniformes y más aún ir abotonados hasta el cuello, de modo que un gesto tan osado como aquél fue importante para todos, sobre todo para mí, que descubrí, además, algo que iba a ser importante en mi vida: la informalidad.

Sí, aquel gesto osado de Pineda me quedó grabado para siempre en la memoria. Para colmo, ningún profesor tomó cartas en el asunto, nadie se atrevió a reprender a Pineda, el recién llegado, «el nuevo» le llamábamos, porque había entrado en el colegio a mitad de curso. Nadie le castigó, y eso confirmó lo que se había convertido ya en un secreto a voces: la distinguida familia de Pineda, con sus limosnas exageradas, tenía un gran predicamento entre la cúpula directiva de la escuela.

Entró Pineda aquel día en clase -estábamos en sexto de bachillerato- proponiendo un nuevo modo de llevar la bata y la disciplina, y todos quedamos maravillados, muy especialmente yo, que tras aquel osado gesto quedé medio enamorado, encontraba a Pineda guapo, distinguido, moderno, inteligente, atrevido y -lo que quizás era lo más importante de todo- de modales extranjeros.

Al día siguiente, confirmé que él era distinto en todo. Estaba mirándole medio de reojo cuando me pareció observar que en su rostro había algo muy especial, una expresión extrañamente segura e inteligente: inclinado sobre su trabajo con atención y carácter, no parecía un alumno haciendo sus deberes, sino un investigador dedicado a sus propios problemas. Era, por otra parte, como si en aquel rostro hubiera algo femenino. Durante un instante no me pareció ni masculino ni infantil, ni viejo, ni joven, sino milenario, fuera del tiempo, marcado por otras edades diferentes de las que nosotros teníamos.

Me dije que tenía yo que convertirme en su sombra, ser su amigo y contagiarme de su distinción. Una tarde, al salir de la escuela, esperé a que todos los otros se dispersaran y, venciendo como pude mi timidez y mi complejo de inferioridad (provocado esencialmente por la joroba, que llevaba a todos los compañeros a conocerme familiarmente por el geperut, el jorobado), me acerqué a Pineda y le dije:

– ¿Vamos un rato juntos?

– ¿Por qué no? -dijo reaccionando con naturalidad y aplomo, e incluso me pareció que de forma afectuosa.

Pineda no dejaba de ser el único de la clase que no me llamaba nunca geperut o geperudet, que aún era peor. Sin preguntarle por qué tenía ese detalle conmigo, me lo aclaró al decirme de repente -nunca se me olvidarán aquellas palabras- en un tono firme y enormemente seguro de sí mismo:

– Nadie me merece más respeto que quien sufre alguna desventaja física.

Hablaba como una persona mayor o, mejor dicho, mucho mejor que una persona mayor, ya que lo hacía con nobleza y sin tapujos. Nadie me había hablado hasta entonces de aquella forma y recuerdo que estuve un rato en silencio y él también hasta que de pronto me preguntó:

– ¿Qué clase de música escuchas? ¿Estás al día?

Se rió tras preguntar esto, y lo hizo de una manera inesperadamente vulgar, como si fuera un príncipe hablando con un campesino y se esforzara en parecerse a éste.