37394.fb2 Bartleby Y Compa??a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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Luego frunció el ceño y se miró las uñas y acabó estallando en una obscena y vulgar carcajada, como ensayando un aire de euforia para tratar de disimular su profundo abatimiento. Abrió tanto la boca que vi que le faltaban cuatro dientes.

58) Entre los que en el Quijote han renunciado a la escritura tenemos al canónigo del capítulo XLVIII de la primera parte, que confiesa haber escrito «más de cien hojas» de un libro de caballerías que no ha querido continuar porque se ha dado cuenta, entre otras cosas, de que no vale la pena esforzarse y tener que acabar sometido «al confuso juicio del necio vulgo».

Pero, para despedidas memorables del ejercicio de la literatura, ninguna tan bella e impresionante como la del propio Cervantes. «Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo esto. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir.» Así se expresaba Cervantes el 19 de abril de 1616 en la dedicatoria del Persiles, la última página que escribió en su vida.

No existe una despedida de la literatura más bella y emotiva que esta que escribió Cervantes, consciente de que ya no podía escribir más.

En el prólogo al lector, escrito pocos días antes, había ya manifestado su conformidad ante la muerte en términos que nunca podría suscribir un cínico, un escéptico o un desengañado: «¡A Dios, gracias a Dios, donaires a Dios, regocijados amigos, que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!»

Este «A Dios» es el más sobrecogedor e inolvidable que alguien haya escrito para despedirse de la literatura.

59) Pienso en un tigre que es real como la vida misma. Ese tigre es el símbolo del peligro cierto que acecha al estudioso de la literatura del No. Porque investigar sobre los escritores del No produce, de vez en cuando, desconfianza en las palabras, se corre el peligro de revivir -me digo yo ahora, 3 de agosto de 1999- la crisis de Lord Chandos cuando vio que las palabras eran un mundo en sí y no decían la vida. De hecho, el riesgo de revivir la crisis del personaje de Hofmannsthal puede sobrevenirle a uno sin necesidad de estar acordándose para nada del atormentado Lord.

Pienso ahora en lo que le sucediera a Borges cuando, al disponerse a abordar la escritura de un poema sobre el tigre, se puso a buscar en vano, más allá de las palabras, el otro tigre, el que se halla en la selva -en la vida real- y no en el verso: «… el tigre fatal, la aciaga joya / Que, bajo el sol o la diversa luna, / Va cumpliendo en Sumatra o en Bengala / Su rutina de amor, de ocio y de muerte».

Al tigre de los símbolos opone Borges el verdadero, el de caliente sangre:

El que diezma la tribu de los búfalosY hoy, 3 de agosto del 59,Alarga en la pradera una pausadaSombra, pero ya el hecho de nombrarlode conjeturar su circunstanciaLo hace ficción del arte y no criaturaViviente de las que andan por la tierra.

Hoy, 3 de agosto del 99, exactamente cuarenta años después de que Borges escribiera ese poema, pienso en el otro tigre, ese que también yo busco a veces en vano, más allá de las palabras: una forma de conjurar el peligro, ese peligro sin el que, por otra parte, nada serían estas notas.

60) Paranoico Pérez no ha conseguido escribir nunca ningún libro, porque cada vez que tenía una idea para uno y se disponía a hacerlo, Saramago lo escribía antes que él. Paranoico Pérez ha acabado trastornado. Su caso es una variante interesante del síndrome de Bartleby.

– Oye, Pérez, ¿y el libro que estabas preparando?

– Ya no lo haré. Otra vez me ha robado la idea Saramago.

Paranoico Pérez es un estupendo personaje creado por Antonio de la Mota Ruiz, un joven autor santanderino que acaba de publicar su primer libro, un volumen de cuentos ti tulado Guía de lacónicos, una obra que ha pasado más bien desapercibida y que, a pesar de ser un conjunto muy irregular de relatos, no me arrepiento de haber comprado y leído pues con él me ha llegado la sorpresa y el aire fresco de ese cuento que protagoniza Paranoico Pérez y que se llama Iba siempre delante y era extraño, extrañito, el último del volumen y probablemente el mejor, aunque es un cuento un tanto desaforado, si se quiere bastante imperfecto; pero no es nada desperdiciable, al menos para mí, la figura de ese curioso bartleby que se ha inventado el autor.

El cuento transcurre en su totalidad en la Casa de Saúde de Cascáis, en el manicomio de esta población cercana a Lisboa. En la primera escena vemos al narrador, a Ramón Ros -un joven catalán criado en Lisboa-, paseando tranquilamente con el doctor Gama, al que ha ido a visitar para hacerle una consulta en torno a la «psiconeurosis intermitente». De pronto, llama la atención de Ramón Ros la repentina aparición, entre los locos, de un joven muy alto, imponente, de mirada viva y arrogante, al que la dirección del centro le permite ir disfrazado de senador romano.

– Es mejor no contrariarle y dejarle ir así. ¡Pobre! Se cree que va vestido de personaje de una futura novela -dice, un tanto enigmático, el doctor Gama.

Ramón Ros le pide que le presente al loco.

– ¿Cómo? ¿Quiere conocer a Paranoico Pérez -le pregunta el doctor.

Todo el relato, toda la historia de Iba siempre delante y era extraño, extrañito, es la transcripción fiel, por parte de Ramón Ros, de todo lo que le cuenta Paranoico Pérez.

«Iba por fin a escribir mi primera novela -empieza contándole Paranoico-, una historia en la que había estado trabajando arduamente y que transcurría toda entera, enterita, en ese gran convento que hay en la carretera de Sintra, iba a decir de Sintrita, cuando de repente, ante mi absoluta perplejidad, vi un día, en los escaparates de las librerías, un libro firmado por un tal Saramago, un libro titulado Memorial del convento, ay madre, madrecita mía…»

Paranoico Pérez, aficionado a incluir diminutivos en todo lo que cuenta, va desgranando su historia, explica cómo se quedó helado, lleno de temores que pronto confirmó cuando vio que la novela de Saramago era «asombrosamente igual, pero que igualita» a la que él había planeado escribir.

«Me quedé pasmado -prosigue Paranoico-, bien pasmadito y sin saber qué pensar de todo aquello, hasta que, un día, le oí decir a alguien que a veces hay historias que nos llegan en forma de voz, una voz que habla en nuestro interior y que no es la nuestra, no es la nuestrita. Me dije que ésa era la mejor explicación que había podido encontrar para entender aquello tan raro que me había ocurrido, me dije que era muy posible que todo lo que yo había planeado para mi novela se hubiera trasladado, en forma de voz interior, a la mente del señor Saramago…»

A través de lo que va contando Paranoico Pérez nos enteramos de que éste, recuperado de la crisis que le sobrevino tras el extraño suceso, comenzó a pensar alegremente en otra novela y planeó minuciosamente una historia que protagonizaría Ricardo Reis, el heterónimo de Fernando Pessoa. Naturalmente, la sorpresa de Paranoico fue grande cuando, al disponerse a redactar su historia, apareció en las librerías El año de la muerte de Ricardo Reis, la nueva novela de Saramago.

«Iba siempre delante y era extraño, extrañito», le comenta Paranoico al narrador, refiriéndose claro está, a Saramago. Y poco después le cuenta que, cuando dos años más tarde apareció La balsa de piedra, él se quedó de piedra ante el nuevo libro de Saramago, pues recordó haber tenido, hacía tan sólo unos días, un sueño y posteriormente una idea muy parecida, parecidita, a la que se desplegaba en aquel nuevo libro del escritor que tenía la mala costumbre de anticipársele de aquella forma tan insistente y rara, tan rarita.

Los amigos de Paranoico empezaron a reírse de él y a decirle que buscara excusas más convincentes para justificar que no escribía. Sus amigos comenzaron a calificarle de paranoico cuando él les acusó de pasarle información a Saramago. «No voy a contaros nunca más ninguno de los planes que tenga para escribir una novela. Después, vais y se lo decís todo a ese Saramago», les dijo. Y ellos, claro está, se reían.

Un día, Paranoico, venciendo su timidez, le escribió una carta a Saramago en la que, tras interesarse por el tema de su próxima novela, acababa advirtiéndole que pensaba tomar serias medidas asesinas si su siguiente libro transcurría, como el que tenía ya él pensado, en la ciudad de Lisboa. Cuando apareció El cerco de Lisboa, la nueva novela de Saramago, creyó Paranoico volverse loco y, a modo de protesta contra Saramago, se plantó ante la casa de éste vestido de senador romano. En una mano llevaba una pancarta en la que manifestaba su gran satisfacción por haberse convertido en un personaje viviente de la que sería la siguiente novela de Saramago. Porque Paranoico, que acababa de idear una historia sobre la decadencia del Imperio romano, estaba convencido de que Saramago le había ya robado la idea y escribiría sobre el mundo de los senadores de aquella Roma agónica.

Vestido de personaje de la futura novela de Saramago, Paranoico sólo quería demostrarle al mundo que conocía perfectamente la novela secreta que estaba preparando Saramago.

– Ya que no me deja escribir -les dijo a unos periodistas que se interesaron por su caso-, al menos que me deje ser un personaje viviente de su futura novela.

«Me han metido en el manicomio -le dice Paranoico a Ramón Ros-, qué le vamos a hacer. No me creen a mí, creen a Saramago, que es más importante. Así es la vida.»

Paranoico comenta esto, y el relato comienza a avanzar hacia su final. Cae la noche, nos dice el narrador. Se trata de una noche única, espléndida. Con la luna situada de tal modo sobre los arcos del jardín de la Casa de Saúde que bastaría alargar la mano para atraparla. El narrador se pone a mirar la luna y enciende un cigarrillo. A Paranoico comienzan a llevárselo los enfermeros. Se oye el ladrido de un perro a lo lejos, fuera de la Casa de Saúde. El narrador, sin venir -me parece- a cuento, se acuerda de aquel rey de España que murió aullando a la luna.

Entonces, Paranoico revela otro caso de síndrome de Bartleby. El que sufre el mismísimo Saramago.

«Aunque no soy vengativo -concluye Paranoico-, siento una alegría infinita al ver que, desde que le dieron el Premio Nobel, lleva ya catorce doctorados honoris causa y aún le esperan muchos más. Eso le tiene tan ocupado que ya no escribe nada, ha renunciado a la literatura, se ha vuelto un ágrafo. Me satisface mucho ver que, al menos, se ha hecho justicia y han sabido castigarle…»

61) La melancolía de la escritura del No reflejándose nada menos que en las tazas de té, junto a la lumbre, en casa de Alvaro Pombo, en Madrid.

Puede leerse en su dedicatoria de La cuadratura del círculo: «A Ernesto Calabuig en recuerdo de las mil y pico holandesas que con toda pulcritud escribimos, reescribimos y tiramos a la papelera, y que ahora, con ese lumio aire de perpetuidad satisfecha, en esta repentinamente inverniza atardecida de mediados de junio en Madrid, se refleja en las tazas de té, junto a la lumbre.»

De repente, la melancolía de la escritura del No se ha reflejado en una de las lágrimas de cristal de la lámpara del techo de mi estudio, y mi propia melancolía me ha ayudado a ver reflejada en ella la imagen del último escritor, de aquel con quien desaparecerá -porque, tarde o temprano, eso ha de ocurrir-, sin que nadie pueda presenciarlo, el pequeño misterio de la literatura. Naturalmente, este último escritor, le guste o no a él, será escritor del No. He creído verle hace sólo unos instantes. Guiado por la estrella de mi propia melancolía, le he visto oyendo callar en sí esa palabra -la última de todas- que morirá para siempre con él.

62) Esta mañana me han llegado noticias del señor Bartolí, mi jefe. Adiós a la oficina, me han despedido.

Por la tarde, he imitado a Stendhal cuando se dedicaba a leer el Código Civil para conseguir la depuración de su estilo.

Por la noche, he decidido darle un cierto respiro a mi exagerado, pero totalmente beneficioso, encierro de los últimos tiempos. He pensado que un poco de vida mundana podía sentarme bien. Me he llevado a mí mismo al restaurante Siena de la calle de Muntaner, y he llevado conmigo el Diario de Witold Gombrowicz. Nada más entrar, le he dicho a la camarera que si un tal CasiWatt llamaba por teléfono preguntando por mí, le dijeran que no estaba.

Mientras esperaba el primer plato, he saboreado algunos fragmentos, que yo conocía ya bien, del Diario de Gombrowicz. De entre todos ellos, me ha vuelto a encantar ese en el que se ríe del Diario de Léon Bloy, de cuando éste anota que en la madrugada le despertó un grito terrible como llegado del infinito. «Convencido -escribe Bloy- de que era el grito de un alma condenada, caí de rodillas y me sumí en una ferviente oración.»

Gombrowicz encuentra absolutamente ridículo a ese Bloy de rodillas. Y aún lo encuentra más ridículo cuando ve que, al día siguiente, éste escribe: «Ah, ya sé de quién era aquella alma. La prensa informa que ayer murió Alfred Jarry, justamente a la misma hora y en el mismo minuto en que me llegó aquel grito…»

Y aquí no terminan las ridiculeces para Gombrowicz, pues descubre otra más que viene a completar el cuadro de ridiculez de toda esa secuencia imbécil del Diario de Bloy. «Y, encima -concluye Gombrowicz-, la ridiculez de Jarry que, para vengarse de Dios, pidió un palillo y murió hurgándose los dientes.»

Estaba leyendo esto cuando me han traído el primer plato y, al levantar la vista del libro, mi mirada ha tropezado con un cliente imbécil que en ese momento se hurgaba los dientes con un palillo. Me ha desagradado enormemente esto, pero lo que ha seguido aún me ha parecido peor, pues he comenzado a ver cómo las mujeres que estaban cenando en la mesa de al lado se metían en sus orificios bucales trozos de carne mortecina y lo hacían como si para ellas se tratara de un auténtico sacrificio. Qué horror. Para colmo, los hombres, por su parte, como si se hubieran vuelto transparentes, dejaban ver, pese a que estaban embutidas en espantosos pantalones, sus pantorrillas, dejaban ver el interior de las mismas en el preciso instante en que éstas eran alimentadas por los asquerosos órganos de sus aparatos digestivos.

No me ha gustado nada todo esto y he pedido la cuenta, he dicho que acababa de acordarme de que estaba citado con el señor CasiWatt y que no podía esperar al segundo plato. He pagado y he salido a la calle y, ya de regreso a casa, por unos momentos me ha dado por pensar que a veces mi humor es como algunos climas, cálido por las tardes y frío por las noches.

63) En todas las historias hay siempre algún personaje que, por motivos a veces un tanto oscuros, nos resulta cargante, no le tenemos exactamente manía pero se la tenemos jurada y no sabemos muy bien por qué.

Yo ahora debo confesar que en toda la historia del No encuentro muy pocos personajes que me produzcan antipatía, y si me la producen es muy poca. Ahora bien, si alguien me obligara a darle el nombre de alguien que de vez en cuando, al leer algo sobre él, se me atraganta, no dudaría en dar el nombre de Wittgenstein. Y todo por culpa de esa frase suya que se ha hecho tan célebre y que, desde que empecé a escribir estas notas, sé que, tarde o temprano, me voy a ver empujado a comentar.

Desconfío de esas personas a las que todo el mundo coincide en calificar de inteligentes. Y más si, como ocurre en el caso de Wittgenstein, la frase más citada de esa persona tan inteligente a mí no me parece que sea precisamente una frase inteligente.

«De lo que no se puede hablar, hay que callar», dijo Wittgenstein. Es evidente que es una frase que merece un lugar de honor en la historia del No, pero no sé si ese lugar no es el del ridículo. Porque, como dice Maurice Blanchot, «el demasiado célebre y machacado precepto de Wittgenstein indica efectivamente que, puesto que enunciándolo ha podido imponerse silencio a sí mismo, para callarse hay, en definitiva, que hablar. Pero ¿con palabras de qué clase?» Si Blanchot hubiera sabido español habría podido decir simplemente que para semejante viaje no hacían falta tantas alforjas.

Por otra parte, ¿se impuso realmente Wittgenstein silencio a sí mismo? Habló poco, pero habló. Empleó una metáfora muy extraña al decir que si algún día alguien escribiese en un libro las verdades éticas, expresando con frases claras y comprobables qué es el bien y qué es el mal en un sentido absoluto, ese libro provocaría algo así como una explosión de todos los otros libros, haciéndolos estallar en mil pedazos. Es como si estuviera deseando escribir él mismo un libro que eliminara a todos los demás. ¡Bendita ambición! Tiene ya el precedente de las Tablas de la Ley de Moisés, cuyas líneas se revelaron incapaces de comunicar la grandeza de su mensaje. Como dice Daniel A. Attala en un artículo que acabo de leer, el libro ausente de Wittgenstein, el libro que él quería escribir para acabar con todos los demás libros que se han escrito, es un libro imposible, pues el simple hecho de que existan millones de libros es la prueba innegable de que ninguno contiene la verdad. Y, además -me digo yo ahora-, qué espanto si sólo existiera el libro de Wittgenstein y nosotros tuviéramos que acatar ahora su ley. Yo, si me dieran a elegir, preferiría, en el supuesto de que tuviera que existir un solo libro, mil veces antes uno de los dos que escribió Rulfo que el que, gracias a Moisés, no escribió Wittgenstein.

64) Confieso mi debilidad por ese estupendo libro que escribiera, hace ya unos cuantos años, Marcel Maniere, el único que él escribió y que lleva el extraño título -creo que nunca se sabrá por qué lo tituló así- de Infierno perfumado.

Es un opúsculo envenenado en el que Maniere engaña a todo el mundo desde el primer momento. La primera impostura aparece ya en la primera frase del libro cuando dice que no sabe cómo empezar -y en realidad sabe perfectamente cómo debe hacerlo-, lo que según él le lleva a empezar diciendo quién es él (da risa pensar que todavía hoy no se sabe quién es Marcel Maniere y que lo único en lo que todo el mundo está de acuerdo es que no es cierto, como él afirma en esa primera frase, que es un escritor que pertenece al OuLiPo, es decir al Ouvroir de Litterature Potentielle, el Taller de Literatura Potencial, movimiento al que pertenecían, entre otros, Perec, Queneau y Calvino).