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Su muerte en Berlín, el 16 de octubre de 1915, se debió a su negativa a ingerir alimentos como medida de protesta contra la guerra. Fue una «artista del hambre» avant la lettre, abrió el camino al insecto Gregor Samsa (que se dejó morir con humana voluntad de inanición), y siguió el ejemplo, posiblemente también sin saberlo, de Bartleby, que murió en postura fetal, consumido sobre el césped de un patio, los ojos vidriosos y abiertos, pero por lo demás profundamente dormido bajo la mirada de un cocinero que le preguntaba si no iba a cenar tampoco esa noche.
79) Mucho más oculto que Gracq o que Salinger, el neoyorquino Thomas Pynchon, escritor del que sólo se sabe que nació en Long Island en 1937, se graduó en Literatura Inglesa en la Universidad de Cornell en 1958 y trabajó como redactor para la Boeing. A partir de ahí, nada de nada. Y ni una foto o, mejor dicho, una de sus años de escuela en la que se ve a un adolescente francamente feo y que no tiene, además, por qué necesariamente ser Pynchon, sino una más que probable cortina de humo.
Cuenta José Antonio Gurpegui una anécdota que hace años le contó su añorado amigo Peter Messent, profesor de literatura norteamericana en la Universidad de Nottingham. Messent hizo su tesis sobre Pynchon y, como es normal, se obsesionó por conocer al escritor que tanto había estudiado. Tras no pocos contratiempos, consiguió una breve entrevista en Nueva York con el deslumbrante autor de Subasta del lote 49. Los años pasaron y cuando Messent se había convertido ya en el prestigioso profesor Messent -autor de un gran libro sobre Hemingway- fue invitado, en Los Ángeles, a una reunión de íntimos con Pynchon. Para su sorpresa, el Pynchon de Los Ángeles no era en absoluto la misma persona con la que él se había entrevistado años antes en Nueva York, pero al igual que aquél conocía perfectamente incluso los detalles más insignificantes de su obra. Al terminar la reunión, Messent se atrevió a exponer la duplicidad de personajes, a lo que Pynchon, o quien fuere, contestó sin la menor turbación:
– Entonces usted tendrá que decidir cuál es el verdadero.
80) Entre los escritores antibartlebys destaca con luz propia la energía insensata de Georges Simenon, el más prolífico de los autores en lengua francesa de todos los tiempos. De 1919 a 1980 publicó 190 novelas con diferentes pseudónimos, 193 con su nombre, 25 obras autobiográficas y más de un millar de cuentos, además de artículos periodísticos y una gran cantidad de volúmenes de dictados y escritos inéditos. En el año 1929, su comportamiento antibartleby roza la provocación: escribió 41 novelas.
«Empezaba por la mañana muy temprano -explicó una vez Simenon-, generalmente hacia las seis, y acababa al finalizar la tarde; eso representaba dos botellas y ochenta páginas (…) Trabajaba muy deprisa, en ocasiones llegaba a escribir ocho cuentos en un día.»
Rayando en la insolencia antibartleby, Simenon habló en cierta ocasión de cómo alcanzó poco a poco un método o una técnica en la ejecución de la obra, un método personal que, una vez alcanzado, convierte en infinitas las posibilidades de que la obra de uno se vaya expandiendo sin que sea posible la aparición de la menor sombra de un preferiría no hacerlo: «Cuando empecé, tardaba doce días en escribir una novela, fuera o no un Maigret; como me esforzaba en condensar más, en eliminar de mi estilo toda clase de fiorituras o detalles accesorios, poco a poco pasé de once días a diez y luego a nueve. Y ahora he alcanzado por primera vez la meta de siete.»
Con ser desconcertante el caso de Simenon, lo es aún más el de Paul Valéry, escritor muy cercano a la sensibilidad bartleby -sobre todo en Monsieur Teste, como ya hemos visto-, pero que nos legó las veintinueve mil páginas de sus Cahiers.
Pero, con ser esto desconcertante, yo he aprendido a no extrañarme ya de nada. Cuando algo me desconcierta, recurro a un truco muy sencillo que me devuelve la tranquilidad, pienso simplemente en Jack London, que, pese a estar minado por el alcohol, fue uno de los promotores de la prohibición en Estados Unidos. A la sensibilidad bartleby le sienta bien estar curada de espantos.
81) Giorgio Agamben -ligado a los del No por su libro Bartleby o della contingenza (Macerata, 1993)- piensa que nos estamos volviendo pobres y concretamente en Idea della prosa (Milán, 1985) realiza este lúcido diagnóstico: «Es curioso observar cómo unas cuantas obras filosóficas y literarias, escritas entre 1915 y 1930, ostentan aún las llaves de la sensibilidad de la época, y que la última descripción convincente de nuestros estados de alma y de nuestros sentimientos se remonta, en suma, a más de cincuenta años atrás.»
Y, hablando de lo mismo, mi amigo Juan explica así su teoría acerca de que después de Musil (y de Felisberto Hernández) no hay mucho donde elegir: «Una de las diferencias más generales que pueden establecerse entre los novelistas anteriores y posteriores a la Segunda Guerra Mundial reside en que los de antes de 1945 solían poseer una cultura que informaba y conformaba sus novelas, mientras que los posteriores a esa fecha suelen exhibir, salvo en los procedimientos literarios (que son los mismos), una total despreocupación por la cultura heredada.»
En un texto del portugués Antonio Guerreiro -texto en el que he encontrado la cita de Agamben- se formula la pregunta de si se puede hablar hoy de compromiso en la literatura. ¿Con qué y a qué se compromete quien escribe?
Encontramos también esa pregunta, por ejemplo, en el Handke de El año que pasé en la bahía de nadie. ¿Sobre qué hay que escribir y sobre qué no? ¿Es soportable el constante desencaje entre la palabra nombrante y la cosa nombrada? ¿Cuándo no es demasiado pronto ni demasiado tarde? ¿Está todo escrito?
En Lecturas compulsivas Félix de Azúa parece sugerir que sólo desde la más firme negatividad pero creyendo (o deseando) que todavía no está agotado el potencial de la palabra literaria, nos será posible despertar del mal sueño actual, del mal sueño en la bahía de nadie.
Y Guerreiro parece decir algo por el estilo cuando sostiene que en la sospecha, en la negación, la mala conciencia del escritor, fraguada en las obras de los autores de la constelación Bartleby -los Hofmannsthal, Walser, Kafka, Musil, Beckett, Celan- hay que rastrear el único camino que queda abierto a la auténtica creación literaria.
Ya que se han perdido todas las ilusiones de una totalidad representable, hay que reinventar nuestros propios modos de representación. Escribo esto mientras escucho música de Chet Baker, son las once y media de la noche de este 7 de agosto del 99, el día ha sido especialmente caluroso, de gran bochorno. Ya se acerca -espero- la hora del sueño, de modo que voy a ir terminando, voy a hacerlo en la confianza de que es tan posible que aún debamos atravesar túneles muy oscuros como que el rastreo del único camino abierto que nos queda -el que, en su negatividad, han abierto Bartleby y compañía- nos conduzca a una serenidad que algún día habrá de merecerse el mundo: la de saber que, como decía Pessoa, el único misterio es que haya quien piense en el misterio.
82) Hay quien ha dejado de escribir para siempre al creerse inmortal.
Es el caso de Guy de Maupassant, que nació en 1850 en el castillo normando de Miromesnil. Su madre, la ambiciosa Laura de Maupassant, quería a toda costa un hombre ilustre en la familia. De ahí que confiara su hijo a un técnico de la grandeza literaria, lo confió a Flaubert. Su hijo sería eso que todavía hoy conocemos por «un gran escritor».
Flaubert educó al joven Guy, que no empezó a escribir hasta que tenía treinta años, cuando ya estaba suficiente mente preparado para ser un escritor inmortal. Desde luego, un buen maestro lo había tenido. Flaubert era un maestro inmejorable, pero, como se sabe, un gran maestro no asegura que el discípulo salga bien. La ambiciosa madre de Maupassant no ignoraba esto y temía que, a pesar del gran maestro, todo funcionara mal. Pero no fue así. Maupassant comenzó a escribir y se reveló inmediatamente como un grandísimo narrador. En sus relatos se advierte un extraordinario poder de observación, un magnífico trazo en el retrato de personajes y ambientes, así como un estilo -a pesar de la influencia de Flaubert- personalísimo.
En poco tiempo, Maupassant se convierte en una gran figura de la literatura y vive lujosamente de ella. Es aclamado por todo el mundo menos por la Académie, para la que no entra en sus planes disponer la consagración de Maupassant como immortel. No es nada nueva la tontería de la Académie, pues también Balzac, Flaubert y Zola se han quedado fuera de ella. Pero Maupassant, tan ambicioso como su madre, no se resigna a no ser inmortal y busca una natural compensación a la indolencia de los académicos. Esa compensación la encontrará en una espiral de engreimiento que le llevará a creerse inmortal a todos los efectos.
Una noche, después de haber cenado con su madre en Cannes, regresa a su casa y hace un experimento un tanto arriesgado: quiere cerciorarse de que es inmortal. Su mayordomo, el fiel Tassart, se despierta sobresaltado por una detonación que hace retumbar toda la casa.
Maupassant, erguido ante la cama, está muy contento de poder contar a su mayordomo, que irrumpe en su dormitorio en gorro de noche y sujetándose los calzoncillos con las manos, la cosa tan extraordinaria que le acaba de suceder.
– Soy invulnerable, soy inmortal -grita Maupassant-. Acabo de dispararme un pistoletazo en la cabeza y sigo incólume. ¿Qué no te lo crees? Pues mira.
Maupassant apoya nuevamente el cañón en la sien y aprieta el gatillo; una detonación tal hubiera podido derrumbar las paredes, pero el «inmortal» Maupassant continúa manteniéndose erguido y sonriente ante la cama.
– ¿Lo crees ahora? Ya nada puede hacerme nada. Podría cortarme la garganta y seguro que la sangre no manaría.
Maupassant no lo sabe en ese momento, pero ya no va a escribir nunca nada más.
De todas las descripciones de esta «inmortal escena», la de Alberto Savinio en Maupassant y el otro es la más brillante, por su genial síntesis entre humor y tragedia.
«Maupassant -escribe Savinio- pasa sin pensárselo dos veces de la teoría a la práctica, coge de encima de la mesa un abrecartas de metal en forma de puñal, se hiere la garganta en una demostración de invulnerabilidad también al arma blanca; pero el experimento lo desmiente: la sangre brota a borbotones, baja a oleadas impregnando el cuello de la camisa, la corbata, el chaleco.»
Maupassant, tras ese día y hasta el de su muerte (que no tardaría mucho en llegar), ya no escribió nada, sólo leía periódicos en los que se decía que «Maupassant se ha vuelto loco». Su fiel Tassart le llevaba todas las mañanas, junto con el café con leche, periódicos en los que él veía su fotografía y comentarios de este estilo al pie de las mismas: «Continúa la locura del inmortal monsieur Guy de Maupassant.»
Maupassant ya no escribe nada, lo que no significa que no esté entretenido y que no le sucedan cosas sobre las que podría escribir si no fuera porque ya no piensa molestarse en hacerlo, su obra está ya cerrada pues él es inmortal. Le ocurren, sin embargo, cosas que merecerían ser contadas. Un día, por ejemplo, mira fijamente el suelo y ve un hormigueo de insectos que lanzan a una gran distancia chorros de morfina. Otro día, marea al pobre Tassart con la idea de que habría que escribir al papa León XIII.
– ¿Va a volver a escribir el señor? -pregunta aterrado Tassart.
– No -dice Maupassant-. Serás tú quien le escriba al Papa de Roma.
Maupassant querría sugerirle a León XIII la construcción de tumbas de lujo para inmortales como él: tumbas en cuyo interior una corriente de agua, bien caliente, o bien fría, lavaría y conservaría los cuerpos.
Hacia el final de sus días, se pasea a gatas por su habitación y lame -como si estuviera escribiendo- las paredes. Y un día, finalmente, llama a Tassart y pide que le traigan una camisa de fuerza. «Pidió que le llevaran esa camisa -ha escrito Savinio- como quien pide a un camarero una cerveza.»
83) Marianne Jung, que nació en noviembre de 1784 y era hija de una familia de actores de orígenes oscuros, es la escritora oculta más atractiva de la historia del No.
De niña, hacía de figurante, de bailarina y de actriz de carácter cantando en el coro o realizando pasos de danza, vestida de Arlequín, al tiempo que salía de un huevo enorme que se paseaba por el escenario. Cuando tenía dieciséis años, un hombre la compró. El banquero y senador Willemer la vio en Frankfurt y se la llevó a su casa, después de haber pagado a su madre doscientos florines de oro y una pensión anual. El senador hizo de Pigmalión y Marianne aprendió buenos modales, francés, latín, italiano, dibujo y canto. Llevaban catorce años de convivencia y el senador estaba planteándose seriamente casarse con ella cuando apareció Goethe, que tenía sesenta y cinco años y estaba en uno de sus momentos más creativos, estaba escribiendo los poemas del Diván occidental-oriental, reelaboración de los poemas líricos persas de Hafis. En un poema del Diván aparece la bellísima Suleika y dice que todo es eterno ante la mirada de Dios y que se puede amar esta vida divina, por un instante, en sí misma, en su belleza tierna y fugaz. Eso dice Suleika en unos versos inmortales de Goethe. Pero en realidad lo que dice Suleika fue escrito no por Goethe, sino por Marianne.
En Danubio dice Claudio Magris: «El Diván, y el altísimo diálogo amoroso que incluye, está firmado por Goethe. Pero Marianne no es sólo la mujer amada y cantada en la poesía; también es la autora de algunos de los poemas más elevados, en sentido absoluto, de todo el Diván. Goethe los integró y publicó en el libro, con su nombre; sólo en 1869, muchos años después de la muerte del poeta y nueve después de la de Suleika, el filólogo Hermann Grimm, al que Marianne había confiado el secreto y mostrado su correspondencia con Goethe, dio a conocer que la mujer había escrito esos escasísimos pero sublimes poemas del Diván.»
Marianne Jung, pues, escribió en el Diván unos poquísimos poemas, que pertenecen a las obras maestras de la lírica mundial, y luego no escribió nada más, nunca, prefirió callar.
Es la más secreta de las escritoras del No. «Una vez en mi vida -dijo muchos años después de haber escrito aquellos versos- descubrí que sentía algo noble, que era capaz de decir cosas que eran dulces y sentidas con el corazón, pero el tiempo, más que destruirlas, las ha borrado.»
Comenta Magris que es posible que Marianne Jung se diera cuenta de que la poesía sólo tenía sentido si surgía de una experiencia total como la que ella había vivido y que, una vez pasado ese momento de gracia, había pasado también la poesía.
84) Mucho más que Gracq y que Salinger y que Pynchon, el hombre que se hacía llamar B. Traven fue la auténtica expresión de lo que conocemos por «escritor oculto».
Mucho más que Gracq, Salinger y Pynchon juntos. Porque el caso de B. Traven está repleto de matices excepcionales. Para empezar, no se sabe dónde nació ni él quiso aclararlo nunca. Para algunos, el hombre que decía llamarse B. Traven era un novelista norteamericano nacido en Chicago. Para otros, era Otto Feige, escritor alemán que habría tenido problemas con la justicia a causa de sus ideas anarquistas. Pero también se decía que en realidad era Maurice Rethenau, hijo del fundador de la multinacional AEG, y también había quien aseguraba que era hijo del kaiser Guillermo II.
Aunque concedió su primera entrevista en 1966, el autor de novelas como El tesoro de Sierra Madre o El puente en la selva insistió en el derecho al secreto de su vida privada, por lo que su identidad sigue siendo un misterio.
«La historia de Traven es la historia de su negación», ha escrito Alejandro Gándara en su prólogo a El puente en la selva. En efecto, es una historia de la que no tenemos datos y no pueden tenerse, lo que equivale a decir que ése es el auténtico dato. Negando todo pasado, negó todo presente, es decir, toda presencia. Traven no existió nunca, ni siquiera para sus contemporáneos. Es un escritor del No muy peculiar y hay algo muy trágico en la fuerza con la que rechazó la invención de su identidad.
«Este escritor oculto -ha dicho Walter Rehmer- resume en su identidad ausente toda la conciencia trágica de la literatura moderna, la conciencia de una escritura que, al quedar expuesta a su insuficiencia e imposibilidad, hace de esta exposición su cuestión fundamental.»
Estas palabras de Walter Rehmer -me acabo ahora de dar cuenta- podrían resumir también mis esfuerzos en este conjunto de notas sin texto. De ellas también podría decirse que reúnen toda o al menos parte de la conciencia de una escritura que, al quedar expuesta a su imposibilidad, hace de esta exposición su cuestión fundamental.
En fin, pienso que las frases de Rehmer son atinadas, pero que si Traven las hubiera leído se habría quedado, primero, estupefacto, y luego se habría desternillado de risa. De hecho, yo estoy a punto ahora de reaccionar de ese modo, pues a fin de cuentas detesto, por su solemnidad, la obra ensayística de Rehmer.
Vuelvo a Traven. La primera vez que oí hablar de él fue en Puerto Vallaría, México, en una de las cantinas de las afueras de la ciudad. Hace de eso algunos años, era en la época en que empleaba mis ahorros en viajar en agosto al extranjero. Oí hablar de Traven en esa cantina. Yo acababa de llegar de Puerto Escondido, un pueblo que, por su peculiar nombre, habría sido el escenario más apropiado para que alguien me hubiera hablado del escritor más escondido de todos. Pero no fue allí sino en Puerto Vallarta donde por primera vez alguien me contó la historia de Traven.
La cantina de Puerto Vallarta estaba a pocas millas de la casa donde John Huston -que llevó al cine El tesoro de Sierra Madre- pasó los últimos años de su vida refugiado en Las Caletas, una finca frente al mar y con la jungla a la espalda, una especie de puerto de la selva azotado invariablemente por los huracanes del golfo.