37394.fb2 Bartleby Y Compa??a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

Bartleby Y Compa??a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

– ¿Qué es lo que no sabe?

– Escribir.

En vista del éxito, he dejado la encuesta para otro día. Al regresar a casa, he encontrado en un periódico unas sorprendentes declaraciones de Bernardo Atxaga, donde el escritor vasco dice que está sin ganas de escribir: «Después de veinticinco años de carretera, como dicen los cantantes, las ganas de escribir son cada vez más difíciles de encontrar.»

Atxaga, pues, tiene los primeros síntomas del mal de Bartleby. «Hace poco -comenta-, un amigo me decía que hoy en día para ser escritor hace falta más fuerza física que imaginación.» Son, a su modo de ver, demasiadas entrevistas, congresos, conferencias y presentaciones ante la prensa. Se plantea hasta qué punto tiene que estar el escritor en la sociedad y en los medios de comunicación. «Antes -dice- era inocuo, pero ahora es fundamental. Percibo una atmósfera de cambio en el ambiente. Veo que desaparece un tipo de autores, como Leopoldo María Panero, que antes se podían situar en una especie de Salón de los Independientes. Ha cambiado, también, la forma de dar publicidad a la literatura. Y la de los premios literarios, que son una burla y un engaño.»

A la vista de todo esto, Atxaga se plantea escribir un libro más y retirarse. Un final que al escritor no le parece nada dramático. «No tiene por qué ser triste, es sólo una reacción ante el cambio.» Y acaba diciendo que volverá a llamarse Joseba Irazu, que era su nombre cuando decidió darse a conocer con el pseudónimo de Bernardo Atxaga.

Me ha encantado el gesto rebelde que contiene su anuncio de retirada. He recordado a Albert Camus: «¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no.»

Luego he dado vueltas a lo del cambio de nombre y me he acordado de Canetti, que decía que el miedo inventa nombres para distraerse. Claudio Magris, comentando esa frase, dice que eso explicaría que nosotros, cuando viajamos, leamos y anotemos nombres en las estaciones que dejamos atrás, simplemente con la intención de avanzar un poco aliviados, satisfechos por este orden y ritmo de la nada.

Enderby, un personaje de Anthony Burgess, viaja anotando nombres de estaciones y acaba, de todos modos, en un sanatorio mental, donde le curan cambiándole el nombre, porque, como dice el psiquiatra, «Enderby era el nombre de una adolescencia prolongada».

También yo invento nombres para distraerme. Desde que me llamo CasiWatt vivo más tranquilo. Aunque siga nervioso.

20) Me he inventado que me escribía Derain. En vista de que el autor de Eclipses littéraires no se digna contestar a mi carta, he decidido escribirme una a mí mismo firmando Derain.

Querido amigo: Sospecho que usted anda buscando que yo bendiga que se haya apropiado de mi idea de escribir sobre gente que renuncia a la escritura. ¿Verdad que no ando desencaminado? Pues bien, no se preocupe. Si usted persigue que yo no proteste por el evidente plagio de mi idea, sepa que, cuando publique su libro, actuaré como si usted hubiera hábilmente comprado mi silencio. Y es que me ha caído simpático, tanto que hasta voy a regalarle un bartleby que le falta.

Incluya a Marcel Duchamp en su libro.

Al igual que usted, Duchamp tampoco tenía muchas ideas. Un día, en París, el artista Naum Gabo le preguntó directamente por qué había dejado de pintar: «Mais que voulez vous? -respondió Duchamp abriendo los brazos-, je n'ai plus d'idées» (¿Qué quiere?, ya no tengo ideas).

Con el tiempo iba a dar otras explicaciones más sofisticadas, pero probablemente ésta era la que más se ajustaba a la verdad. Después del Gran vidrio, Duchamp se había quedado sin ideas, así que en lugar de repetirse dejó de crear, sin más.

La vida de Duchamp fue su mejor obra de arte. Dejó muy pronto la pintura e inició una atrevida aventura en la que el arte se concebía, ante todo, como una cosa mentale, en el espíritu de Leonardo da Vinci. Quiso siempre colocar el arte al servicio de la mente y fue precisamente ese deseo -animado por su particular uso del lenguaje, el azar, la óptica, las películas y, por encima de todo, por sus célebres ready-mades- lo que socavó sigilosamente quinientos años de arte occidental hasta transformarlo por completo.

Duchamp dejó la pintura más de cincuenta años porque prefería jugar al ajedrez. ¿No es maravilloso?

Le imagino enterado perfectamente de quién fue Duchamp, pero permítame ahora que le recuerde sus actividades como escritor, permítame que le cuente que Duchamp ayudó a Katherine Dreier a formar su personal museo de arte moderno, la Société Anonyme, Inc., le aconsejaba las obras de arte que debía coleccionar. Y cuando en los años cuarenta se hicieron planes para donar la colección a la Universidad de Yale, Duchamp escribió 33 noticias críticas y biográficas de una página sobre artistas, desde Archipenko a Jacques Villon.

Roger Shattuck ha escrito que si Marcel Duchamp hubiera decidido incluir una noticia sobre sí mismo, como uno de los artistas de Dreier (algo que podría haber hecho perfectamente), habría casi seguro mezclado astutamente verdad y fabulación, como en las otras que hizo. Roger Shattuck sugiere que tal vez habría escrito algo de este estilo:

Jugador de torneos de ajedrez y artista intermitente, Marcel Duchamp nació en Francia en 1887 y murió siendo ciudadano de los Estados Unidos en 1968. Se sentía en casa en ambos mundos y dividía su tiempo entre ellos. En el Armory Show de Nueva York, en 1913, su Desnudo bajando una escalera divirtió y ofendió a la prensa, provocan do un escándalo que le hizo famoso in absentia a la edad de veintiséis años y le atrajo a los Estados Unidos en 1915. Tras cuatro años de existencia en Nueva York, abandonó aquella ciudad y dedicó la mayoría de su tiempo al ajedrez hasta 1954. Algunos jóvenes artistas y conservadores de museos de varios países redescubrieron entonces a Duchamp y su obra. Él había regresado a Nueva York en 1942, y durante su última década allí, entre 1958 y 1968, volvió a ser famoso e influyente.

Incluya a Marcel Duchamp en su libro sobre la sombra de Bartleby. Duchamp conocía personalmente a esa sombra, llegó a fabricarla manualmente. En un libro de entrevistas, Pierre Cabanne le pregunta en un momento determinado si se dedicaba a alguna actividad artística en esos veinte veranos que pasó en Cadaqués. Duchamp le contesta que sí, pues cada año reconstruía un toldo que le servía para estar a la sombra en su terraza. A Duchamp siempre le gustó estar a la sombra. Le admiro mucho y, además, es un hombre que trae suerte, incluyalo en su tratado sobre el No. Lo que más admiro de él es que fue un gran embaucador.

Suyo,

Derain

21) Hemos aprendido a respetar a los embaucadores. En su nota para un prefacio no escrito para Las flores del mal, Baudelaire aconsejaba al artista que no revelara sus secretos más íntimos, y así revelaba el suyo propio: «¿Acaso mostramos a un público a veces aturdido, otras indiferente, el funcionamiento de nuestros artificios? ¿Explicamos todas esas revisiones y variaciones improvisadas, hasta el modo en que nuestros impulsos más sinceros se mezclan con trucos y con el charlatanismo indispensable para la amalgama de la obra?»

En este pasaje, el charlatanismo se convierte casi en sinónimo de «imaginación». La mejor novela que se ha escrito sobre charlatanismo y que retrata a un estafador -El estafador y sus máscaras (The Confidence Man, 1857)- es obra de Hermán Melville, el gran pulmón, desde que creara a Bartleby, del intrincado laberinto del No.

Melville, en The Confidence Man, transmite una clara admiración hacia el ser humano que puede metamorfosearse en múltiples identidades. El extranjero en el barco fluvial de Melville ejecuta una broma maravillosamente duchampiana sobre sí mismo (Duchamp era bromista y amante de la pura fantasía verbal, entre otras cosas porque no creía precisamente demasiado en las palabras, adoraba por encima de todo a Jarry, el fundador de la Patafísica, y al gran Raymond Roussel), una broma que gasta a los pasajeros y al lector al pegar «un cartel junto al despacho del capitán ofreciendo una recompensa por la captura de un misterioso impostor, supuestamente recién llegado del Este; un genio original en su vocación, se diría, si bien no estaba claro en qué consistía su originalidad».

Nadie atrapa al extraño impostor de Melville como nadie consiguió atrapar nunca a Duchamp, el hombre que no confiaba en las palabras: «Las palabras no tienen absolutamente ninguna posibilidad de expresar nada. En cuanto empezamos a verter nuestros pensamientos en palabras y frases todo se va al garete.» Nadie atrapó nunca al embaucador de Duchamp, cuya fría hazaña reside, más allá de sus obras de arte y de no-arte, en haber ganado la apuesta de que podía embaucar al mundo del arte para que le honrara sobre la base de credenciales falsas. Eso tiene un gran mérito. Duchamp decidió hacer una apuesta consigo mismo sobre la cultura artística e intelectual a la cual pertenecía. Apostó este gran artista del No a que podía ganar la partida sin hacer prácticamente nada, con sólo quedarse sentado. Y ganó la apuesta. Se rió de todos esos estafadores inferiores a los que tan acostumbrados estamos últimamente, de todos esos pequeños estafadores que buscan su recompensa no en la risa y el juego del No sino en el dinero, el sexo, el poder o la fama convencional.

Con esa risa subió Duchamp a escena al final de su vida para recibir los aplausos de un público que admiraba su gran capacidad para, con la ley del mínimo esfuerzo, embaucar al mundo del arte. Subió a escena y el hombre del Desnudo bajando una escalera no tuvo que mirar los escalones. Por un largo y cuidadoso cálculo, el gran estafador sabía exactamente dónde estaban esos escalones. Lo había planeado todo como el gran genio del No que fue.

22) Pensemos en dos escritores que viven en el mismo país pero apenas se conocen entre ellos. El primero tiene el síndrome de Bartleby y ha renunciado a seguir publicando, lleva veintitrés años ya sin hacerlo. El segundo, sin que exista una explicación razonable, vive como una constante pesadilla el hecho de que el otro no publique.

Es el caso de Manuel Torga y su extraña relación con el síndrome de Bartleby del poeta Edmundo de Bettencourt, escritor nacido en Funchal, en la isla de Madeira, en 1899 -el próximo 7 de agosto habría cumplido cien años-, estudiante de Derecho en Coimbra, ciudad en la que alcanzó gran renombre como cantante de fados, lo que sin duda oscureció el prestigio que fue labrándose cuando, al dejar atrás una etapa de vagancia y bohemia, comenzó a publicar singulares libros de poemas. Durante un tiempo no se cansó de dar a las imprentas sus innovadores y trágicos versos. En 1940 apareció su mejor libro, Poemas zurdos, que contenía piezas de alta poesía como Nocturno fundo, Noite vazia o Sepultura aérea. Fue la lamentable recepción de este libro la que llevó a Bettencourt a una larga etapa de silencio que se prolongó veintitrés años.

En 1960, la revista Pirámide de Lisboa intentó rescatar al poeta de su silencio y se tomó la libertad de dedicarle la casi totalidad de la revista comentando sus poemas de antaño. Bettencourt permaneció callado. Bartlebyano al máximo, no quiso ni escribir unas pocas líneas para ese número de la revista dedicado a él. Pirámide explicó así la resolución del poeta de seguir callado: «Debe aclararse que el silencio de Bettencourt no es ni una capitulación ni una disidencia con la poesía actual portuguesa, sino una peculiar forma de revuelta que él defiende cariñosamente.»

1960 eran malos tiempos para la lírica portuguesa en la que campaba a sus anchas -tal como sucedía también en España a causa de la dictadura- una estética poética de corte realistasocialista. En 1963 las cosas no habían cambiado, pero Bettencourt aceptó que se volvieran a publicar en un libro sus poemas de los años treinta, sus poesías de antaño, los versos maltratados. A pesar del combativo prólogo de un joven Helberto Helder, o tal vez a causa del mismo, volvieron a ser maltratados los poemas. Ajeno a todo esto, pero saliendo de un largo túnel, Manuel Torga, desde Oporto, le escribe a Bettencourt una entrañable carta en la que le revela esto: «No hay poemas nuevos, pero están los antiguos, lo que ya por sí solo me ha llenado de alegría. Que usted no publicara, señor Bettencourt, había llegado a convertirse, para mí, en una pesadilla.»

A pesar de la carta, Bettencourt murió diez años después sin haber publicado nada más. «Edmundo de Bettencourt -escribió alguien en el periódico República- falleció ayer en voz baja. Desde hacía treinta y tres años, el poeta había elegido vivir sin canto alguno, como si hubiera ajustado a su vida una sordina.»

¿Se acabó con la muerte, con el silencio definitivo del poeta de Madeira, la pesadilla de Torga?

23) Estaba entre bostezos mirando distraídamente un suplemento literario en catalán cuando he tropezado de repente con un artículo de Jordi Llovet que parece escrito con voluntad de ser incluido en este cuaderno.

En su artículo, una reseña literaria, Jordi Llovet viene a decir que, a causa de su absoluta falta de imaginación, renunció hace ya tiempo a ser un creador literario. No es normal que en una reseña el crítico se dedique a confesarnos que padece el síndrome de Bartleby. No, no me parece nada normal. Y por si esto fuera poco, el artículo comenta un libro del ensayista inglés William Hazlitt (1778-1830), que, a juzgar por el título de uno de sus textos -Basta ya de escribir ensayos-, debió de ser también, como Jordi Llovet, un fanático del No.

«William Hazlitt -dice Llovet- me salvó literalmente la vida. Tuve que viajar hace unos años de Nueva York a Washington en la conocida y casi siempre eficaz compañía de ferrocarriles Armtrak, y me quedé esperando la salida del tren leyendo, en el vestíbulo de la estación, un volumen de ensayos de este buen hombre (…). Me fascinó tanto el capítulo Basta ya de escribir ensayos que perdí el tren. Ese tren descarriló con muchos muertos a la altura de Baltimore. En fin. ¿Por qué leía yo con tanta atención este capítulo? Tal vez ya entonces con la secreta intención de hacerme fuerte en mi vaga voluntad de no escribir nunca más crítica literaria y dedicarme o bien a escribir literatura -utópica ambición en un ser tan falto de imaginación como yo- o bien, sin ir más lejos, a hacer carrera de profesor, de lector y, más que nada, de bibliófilo, que son las cosas que he acabado haciendo en la vida absolutamente irrelevante y simplicísima que llevo…»

No sabía yo que en ese suplemento literario catalán pudieran encontrarse perlas de este estilo. No es nada normal que un reseñista, en medio de la crítica de un libro, nos hable de sí mismo y nos comunique a bocajarro que renunció a la creación literaria a causa de su escasa imaginación -se necesita, por cierto, imaginación para decir esto- y, encima, logre conmovernos al contarnos que lleva una vida irrelevante y simplicísima.

En fin. Hay que reconocer que la imaginación de decir que no tiene imaginación -ese tío Celerino particular de Jordi Llovet- es una sensata coartada para no escribir, está muy bien buscada, es todo un hallazgo. No como hacen otros que buscan típs Celerinos la mar de extravagantes para justificar su militancia en el delicado ejército de los escritores del No.

24) Último domingo de julio, lluvioso. Me trae el recuerdo de un domingo lluvioso que Kafka registró en sus Diarios: un domingo en el que el escritor, por culpa de Goethe, se siente invadido por una total parálisis de escritura y se pasa el día mirando fijamente sus dedos, presa del síndrome de Bartleby.

«Así me va el domingo apacible -escribe Kafka-, así me va el domingo lluvioso. Estoy sentado en el dormitorio y dispongo de silencio, pero en lugar de decidirme a escribir, actividad en la que anteayer, por ejemplo, hubiese querido volcarme con todo lo que soy, me he quedado ahora largo rato mirando fijamente mis dedos. Creo que esta semana he estado influido totalmente por Goethe, creo que acabo de agotar el vigor de dicho influjo y que por ello me he vuelto inútil.»

Esto escribe Kafka un domingo lluvioso de enero de 1912. Dos páginas más adelante, las que corresponden al 4 de febrero, descubrimos que sigue atrapado por el Mal, por el síndrome de Bartleby. Se confirma plenamente que el tío Celerino de Kafka fue, al menos durante un buen número de días, Goethe: «El entusiasmo ininterrumpido con que leo cosas sobre Goethe (conversaciones con Goethe, años de estudiante, horas con Goethe, una estancia de Goethe en Frankfurt) y que me impide totalmente escribir.»

Por si alguien lo dudaba, ahí tenemos la prueba de que Kafka tuvo el síndrome de Bartleby.

Kafka y Bartleby son dos seres bastante insociables a los que desde hace tiempo tengo tendencia a asociar. No soy, por supuesto, el único que se ha sentido tentado de hacerlo. Sin ir más lejos, Gilles Deleuze, en Bartleby o la fórmula, dice que el copista de Melville es el vivo retrato del Soltero, así con mayúscula, que aparece en los Diarios de Kafka, ese Soltero para el que «la felicidad es comprender que el suelo sobre el que se ha detenido no puede ser mayor que la extensión cubierta por sus pies», ese Soltero que sabe resignarse a un espacio para él cada vez más reducido; ese Soltero las dimensiones exactas de cuyo ataúd, cuando muera, serán justamente lo que necesite.

Al hilo de esto, me vienen a la memoria otras descripciones kafkianas de ese Soltero que dan también la impresión de estar componiendo el vivo retrato de Bartlebjy: «Anda por ahí con la chaqueta bien abrochada, las manos en los bolsillos, que le quedan altos, los codos salientes, el sombrero encasquetado hasta los ojos, una falsa sonrisa, ya innata, que debe de proteger su boca, como los lentes de pinza protegen sus ojos; los pantalones son más estrechos de lo que conviene estéticamente a unas piernas delgadas. Pero todo el mundo sabe lo que le ocurre, puede enumerarle todos sus sufrimientos.»

Del cruce entre el Soltero de Kafka y el copista de Melville surge un ser híbrido que estoy ahora imaginando y al que voy a llamar Scapolo (célibe en italiano) y que guarda parentesco con aquel animal singular -«mitad gatito, mitad cordero»- que recibiera Kafka en herencia.

¿Se sabe también lo que le ocurre a Scapolo? Pues yo diría que un soplo de frialdad emana de su interior, donde se asoma con la mitad más triste de su doble rostro. Ese soplo de frialdad le viene de un desorden innato e incurable del alma. Es un soplo que le deja a merced de una extrema pulsión negativa que le conduce siempre a pronunciar un sonoro NO que parece que lo estuviera dibujando con mayúsculas en el aire quieto de cualquier tarde lluviosa de domingo. Es un soplo de frialdad que hace que cuanto más este Scapolo se aparta de los vivos (para quienes trabaja a veces como esclavo y en otras como oficinista) tanto menor sea el espacio que los demás consideran suficiente para él.

Parece este Scapolo un bonachón suizo (al estilo del paseante Walser) y también el clásico hombre sin atributos (en la esfera de Musil), pero ya hemos visto que Walser sólo en apariencia era un bonachón y que también de las apariencias del hombre sin atributos hay que desconfiar. En realidad Scapolo asusta, pues pasea directamente por una zona terrible, por una zona de sombras que es también paraje donde habita la más radical de las negaciones y donde el soplo de frialdad es, en síntesis, un soplo de destrucción.

Scapolo es un ser extraño a nosotros, mitad Kafka y mitad Bartleby, que vive en el filo del horizonte de un mundo muy lejano: un soltero que a veces dice que preferiría no ha cerlo y otras, con la voz temblorosa de Heinrich von Kleist ante la tumba de su amada, dice algo tan terrible y al mismo tiempo tan sencillo como esto:

– Ya no soy de aquí.

Ésta es la fórmula de Scapolo, toda una alternativa a la de Bartleby. Me digo esto mientras escucho cómo golpea la lluvia este domingo los cristales.