37394.fb2 Bartleby Y Compa??a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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– Ya no soy de aquí -me susurra Scapolo.

Le sonrío con cierta ternura, y me acuerdo del «soy verdaderamente de ultratumba» de Rimbaud. Miro a Scapolo y me invento mi propia fórmula y, también susurrando, le digo: «Estoy solo, soltero.» Y entonces no puedo evitar verme a mí mismo como un ser cómico. Porque es cómico tomar conciencia de la propia soledad dirigiéndose a alguien por medios que impiden precisamente estar solo.

25) De un domingo lluvioso a otro. Me traslado a un domingo del año de 1804 en el que Thomas De Quincey, que entonces tenía diecinueve años, tomó por primera vez opio. Mucho tiempo después, él recordaría así ese día: «Era un domingo por la tarde, triste y lluvioso. En esta tierra que habitamos no existe espectáculo más lúgubre que una lluviosa tarde de domingo en Londres.»

En De Quincey el síndrome de Bartleby se manifestó en forma de opio. De los diecinueve a los treinta y seis años, De Quincey, a causa de la droga, se vio impedido para escribir, pasaba horas y horas tumbado, alucinando. Antes de caer en los ensueños de su mal de Bartleby, él había manifestado sus deseos de ser escritor, pero nadie confiaba en que algún día llegara a serlo, se le daba por desahuciado puesto que el opio genera una alegría sorprendente en el ánimo de quien lo ingiere pero aturde la mente aunque lo haga con ideas y placeres que hechizan. Es evidente que, estando aturdido y hechizado, no se puede escribir.

Pero sucede que a veces la literatura huye de la droga. Y eso es lo que le ocurrió un buen día a De Quincey, que vio cómo de pronto se liberaba de su síndrome de Bartleby. Fue original en su momento la manera de doblegarlo, pues consistió en escribir directamente sobre él. De donde antes sólo estaba el humo del opio surgió el célebre opúsculo Confesiones de un comedor de opio inglés, texto fundacional de la historia de las letras drogadas.

Enciendo un cigarrillo y, por unos momentos, rindo homenaje al humo del opio. Me viene a la memoria el sentido del humor de Cyril Connolly al resumir la biografía del hombre que doblegó su síndrome escribiendo sobre él pero sin poder evitar que, a la larga, el síndrome se rebelara, matándole: «Thomas De Quincey. Decadente ensayista inglés quien, a los setenta y cinco años de edad, falleció a causa de aquello sobre lo que había escrito, a causa de haber ingerido opio en su juventud.»

El humo ciega mis ojos. Sé que debo terminar, que he llegado al final de esta nota a pie de página. Pero no veo apenas nada, no puedo seguir escribiendo, el humo se ha convertido peligrosamente en mi síndrome de Bartleby.

Ya está. He apagado el cigarrillo. Ya puedo acabar, lo haré citando a Juan Benet: «Quien necesita fumar para escribir, o bien lo tiene que hacer a lo Bogart, con el humo enroscado al ojo (lo cual determina un estilo bronco), o bien ha de soportar que el cenicero se lleve la casi totalidad del cigarrillo.»

26) «El arte es una estupidez», dijo Jacques Vaché, y se mató, eligió la vía rápida para convertirse en artista del silencio. En este libro no va a haber mucho espacio para bartlebys suicidas, no me interesan demasiado, pues pienso que en la muerte por propia mano faltan los matices, las sutiles invenciones de otros artistas -el juego, a fin de cuentas, siempre más imaginativo que el disparo en la sien- cuando les llega la hora de justificar su silencio.

A Vaché lo incluyo en este cuaderno, hago con él una excepción porque me encanta su frase de que el arte es una estupidez y porque fue él quien me descubrió que la opción de ciertos autores por el silencio no anula su obra; por el contrario, otorga retroactivamente un poder y una autoridad adicionales a aquello de lo que renegaron: el repudio de la obra se convierte en una nueva fuente de validez, en un certificado de indiscutible seriedad. Esa seriedad me la descubrió Vaché, es una seriedad que consiste en no interpretar el arte como algo cuya seriedad se perpetúa eternamente, como un fin, como un vehículo permanente para la ambición. Como dice Susan Sontag: «La actitud realmente seria es aquella que interpreta el arte como un medio para lograr algo que quizá sólo se puede alcanzar cuando se abandona el arte.»

Hago una excepción, pues, con el suicida Vaché, paradigma del artista sin obras; está en todas las enciclopedias habiendo escrito tan sólo unas pocas cartas a André Breton y nada más.

Y quiero hacer otra excepción con un genio de las letras mexicanas, el suicida Carlos Díaz Dufoo (hijo). También para este extraño escritor el arte es uñ camino falso, una imbecilidad. En el epitafio de sus rarísimos Epigramas -publicados en París en 1927 y supuestamente escritos en esa ciudad, aunque posteriores investigaciones demuestran que Carlos Díaz Dufoo (hijo) jamás se movió de México- dejó dicho que sus acciones fueron oscuras y sus palabras insignificantes y pidió que se le imitara. Este bartleby puro y duro es una de mis máximas debilidades literarias y, a pesar de que se suicidara, tenía que aparecer en este cuaderno. «Fue un auténtico extraño entre nosotros», ha dicho de él Christopher Domínguez Michael, crítico mexicano. Se necesita ser muy extraño para resultar extraño a los mexicanos, que tan extraños -al menos es lo que a mí me parece- son.

Concluyo con uno de sus epigramas, mi epigrama favorito de Dufoo (hijo): «En su trágica desesperación arrancaba, brutalmente, los pelos de su peluca.»

27) Voy a hacer una tercera excepción con suicidas, voy a hacerla con Chamfort. En una revista literaria, un artículo de Javier Cercas me ha puesto en la pista de un feroz partidario del No: el señor Chamfort, el mismo que decía que casi todos los hombres son esclavos porque no se atreven a pronunciar la palabra «no».

Como hombre de letras, Chamfort tuvo suerte desde el primer momento, conoció el éxito sin el menor esfuerzo. También el éxito en la vida. Le amaron las mujeres, y sus primeras obras, por mediocres que fueran, le abrieron los salones, ganando incluso el fervor real (Luis XVI y María Antonieta lloraban a lágrima viva al término de las representaciones de sus obras), entrando muy joven en la Academia Francesa, gozando desde el primer instante de un prestigio social extraordinario. Sin embargo, Chamfort sentía un desprecio infinito por el mundo que le rodeaba y muy pronto se enfrentó, hasta las últimas consecuencias, con las ventajas personales de las que disfrutaba. Era un moralista, pero no lo de los que estamos acostumbrados a soportar en nuestros tiempos, Chamfort no era un hipócrita, no decía que todo el mundo era horroroso para salvarse él mismo, sino que también se despreciaba cuando se miraba al espejo: «El hombre es un animal estúpido, si por mí se juzga.»

Su moralismo no era una impostura, no buscaba con su moralismo el prestigio de hombre recto. «Nuestro héroe -escribió Camus sobre Chamfort- irá aún más lejos, porque la renuncia a las propias ventajas nada supone y la destrucción de su cuerpo es poca cosa (se suicidó de un modo salvaje), comparada con la desintegración del propio espíritu. Esto es, finalmente, lo que determina la grandeza de Chamfort y la extraña belleza de la novela que no escribió, pero de la que nos dejó los elementos necesarios para poder imaginarla.»

No escribió esa novela -dejó Máximas y pensamientos, Caracteres y anécdotas, pero nunca novelas-, y sus ideales, su radical No a la sociedad de su tiempo, le abocaron a una especie de santidad desesperada. «Su extremada y cruel actitud -dice Camus- le condujo a esa postrera negación que es el silencio.»

En una de sus Máximas nos dejó dicho: «M., a quien se quería hacer hablar de diferentes asuntos públicos o particulares, fríamente contestó: Todos los días engrosó la lista de las cosas de las que no hablo; el mayor filósofo sería aquel cuya lista fuera la más extensa.»

Esto mismo le conducirá a Chamfort a negar la obra de arte y esa fuerza pura de lenguaje que, en sí misma y desde hacía mucho, trataba de comunicar una forma inigualable a su rebeldía. Negar el arte le condujo a negaciones aún más extremas, incluida esa «postrera negación» de la que hablaba Camus, que, comentando por qué Chamfort no escribió una novela y, además, cayó en un prolongadísimo silencio, dice: «El arte es lo contrario del silencio, constituyendo uno de los signos de esa complicidad que nos liga a los hombres en nuestra lucha común. Para quien ha perdido esa complicidad y se ha colocado por entero en el rechazo, ni el lenguaje ni el arte conservan su expresión. Ésta es, sin duda, la razón por la cual esa novela de una negación jamás fue escrita: porque, justamente, era la novela de una negación. Y es que existen en ese arte los principios mismos que debían conducirle a negarse.»

Por lo que se ve, Camus, artista del Sí donde los haya, se habría quedado algo paralizado -él, que tanto creía que el arte es lo contrario del silencio- de haber conocido la obra, por ejemplo, de Beckett y otros consumados discípulos recientes de Bartleby.

Chamfort llevó el No tan lejos que, el día en que pensó que la Revolución Francesa -de la que había sido inicialmente entusiasta- le había condenado, se disparó un tiro que le rompió la nariz y le vació el ojo derecho. Todavía con vida, volvió a la carga, se degolló con una navaja y se sajó las carnes. Bañado en sangre, hurgó en su pecho con el arma y, en fin, tras abrirse las corvas y las muñecas, se desplomó en medio de un auténtico lago de sangre.

Pero, como ha quedado ya dicho, todo esto no fue nada comparado con la salvaje desintegración de su espíritu.

«¿Por qué no publicáis?», se había preguntado a sí mismo, unos meses antes, en un breve texto, Productos de la civilización perfeccionada.

Entre sus numerosas respuestas he seleccionado éstas:

Porque el público me parece que posee el colmo del mal gusto y el afán por la denigración.

Porque se insta a trabajar por la misma razón que cuando nos asomamos a la ventana deseamos ver pasar por las calles a los monos y a los domadores de osos.

Porque temo morir sin haber vivido.

Porque cuanto más se desvanece mi cartel literario más feliz me siento.

Porque no deseo hacer como las gentes de letras, que se asemejan a los asnos coceando y peleándose ante su pesebre vacío.

Porque el público no se interesa más que por los éxitos que no aprecia.

28) Una vez pasé todo un verano con la idea de que yo había sido caballo. Al llegar la noche esa idea se volvía obsesiva, venía a mí como a un cobertizo de mi casa. Fue terrible. Apenas yo acostaba mi cuerpo de hombre, ya empezaba a andar mi recuerdo de caballo.

Naturalmente, no se lo conté a nadie. Tampoco es que tuviera a gente para contárselo, casi nunca he tenido a nadie. Ese verano Juan estaba en el extranjero, quizás a él se lo habría contado. Recuerdo que ese verano lo pasé persiguiendo a tres mujeres, ninguna de ellas me hacía el menor caso, no me concedían ni un minuto para contarles algo tan íntimo y aterrador como la historia de mi pasado, a veces ni me miraban, yo creo que mi joroba las hacía sospechar que yo había sido caballo.

Hoy me ha llamado Juan y me ha dado por contarle la historia de ese verano en que yo tenía recuerdos de caballo.

– Ya no me extraña nada de ti -me ha comentado.

Me ha disgustado el comentario, he lamentado haber descolgado el teléfono cuando Juan ha empezado a dejar su mensaje en el contestador. Como llevo días recibiendo sus mensajes -y también algunos de otras personas, a los que tampoco respondo; sólo descuelgo, y lo hago con voz temblorosa y deprimida, cuando se interesan por mi salud mental desde la oficina-, he pensado que sería mejor descolgar y decirle a Juan que me deje en paz, que estoy cansado de que lleve tantos años compadeciéndose de mi joroba y de mi soledad, que respete estos días míos de aislamiento más radical que nunca, que los necesito para escribir mis notas sin texto. Pero en lugar de eso le he contado lo de mi verano con recuerdos de caballo.

Me ha dicho que ya no le extrañaba nada de mí, y luego me ha comentado que mi historia de ese verano raro le ha recordado el comienzo de un cuento de Felisberto Hernández.

– ¿Qué cuento? -le he preguntado, algo dolido porque mi original verano de antaño no pudiera ser una historia exclusivamente mía.

– La mujer parecida a mí -me ha contestado-. Y ahora que lo pienso, Felisberto Hernández tiene relación con lo que tan entretenido te tiene. Nunca renunció a escribir, no es un escritor del No, pero sí lo son sus narraciones. Todos los cuentos que escribía los dejaba sin acabar, le gustaba negarse a escribir desenlaces. Por eso la antología de sus relatos se llama Narraciones incompletas. Las dejaba todas suspendidas en el aire. De entre todos sus cuentos el más maravilloso es Nadie encendía las lámparas.

– Pensaba -le he dicho- que después de Musil ya no había nadie que te interesara.

– Musil y Felisberto -me ha dicho en tono concluyente, muy seguro de sí mismo-. ¿Me oyes bien? Musil y Felisberto. Después de ellos ya nadie enciende las lámparas.

Cuando me he desembarazado de Juan -lo he hecho en el momento en que ha empezado a decirme que vaya con cuidado, que no vayan a descubrir en la oficina que les estoy engañando con mi depresión y acaben despidiéndome-, he empezado a releer los cuentos de Felisberto. Desde luego fue un escritor genial, se empeñaba en defraudar las expectativas con que las ficciones nos gratifican. Bergson definía el humor como una espera decepcionada. Esa definición, que puede aplicarse a la literatura, se cumple con una rara minuciosidad en los relatos de Felisberto Hernández, escritor y al mismo tiempo pianista de salones elegantes y de casinos de mala muerte, autor de un espacio fantasmal de ficciones, escritor de cuentos que no acababa (como indicando que en esta vida falta algo), creador de voces estranguladas, inventor de la ausencia.

Muchos de sus finales incompletos son inolvidables. Como el de Nadie encendía las lámparas, donde nos dice que él se iba «entre los últimos tropezando con los muebles». Un final inolvidable. A veces juego a pensar que nadie en mi casa enciende las lámparas. A partir de hoy, tras haber recuperado la memoria del cuento incompleto de Felisberto, jugaré también a irme el último tropezando con los muebles. Me gustan mis fiestas de hombre solo. Son como la vida misma, como cualquier cuento de Felisberto: una fiesta incompleta, pero una fiesta de verdad.

29) Iba a escribir sobre el día en que vi a Salinger en Nueva York, cuando mi atención se ha desviado hacia la pesadilla que tuve ayer y que derivó hacia un curioso lado cómico.

Descubrían en la oficina mi engaño y me despedían. Gran drama, sudores fríos, pesadilla insoportable hasta que aparecía el lado cómico de la tragedia de mi despido. Decidía que no iba a dedicarle más que una sola línea a mi drama, no merecía más espacio en mi diario. Conteniendo la risa, escribía esto: «No pienso ocuparme del imbécil asunto de la pérdida de mi trabajo, voy a hacer como el cardenal Roncalli la tarde en que le nombraron jefe de la Iglesia católica y se limitó a anotar escuetamente en su diario: "Hoy me han hecho Papa." O bien haré como Luis XVI, hombre no especialmente perspicaz y que el día de la toma de la Bastilla anotó en su diario: "Rien."»

30) Creía que ya por fin iba a poder escribir sobre Salinger cuando de repente, mirando distraídamente el periódico abierto por las páginas de Cultura, me he encontrado con la noticia del reciente homenaje a Pepín Bello en Huesca, su ciudad natal.

Ha sido como si me hubiera visitado Pepín Bello.

Acompañando la noticia, un texto de Ignacio Vidal-Folch y una entrevista de Antón Castro al escritor del No (español) por excelencia.

Vidal-Folch escribe: «Tener una mentalidad artística y negarse a darle vía libre conduce a dos caminos: uno, el sentimiento de frustración (…), otro, mucho menos extendido, predicado por algunos espíritus orientales, y que requiere cierto refinamiento del alma, es el que dirige los pasos de Pepín Bello: renunciar sin lamentaciones a la manifestación de los propios dones puede ser una virtud espiritualmente aristocrática, y cuando se pliega uno a ella sin siquiera ampararla en el desprecio a los semejantes, en el hastío de la vida o en la indiferencia hacia el arte, entonces tiene algo ya de divino (…) Imagino a Lorca, Buñuel y Dalí comentando que era una lástima que Pepín, con tanto talento, no trabajase. Bello no les hizo caso. Decepcionarles en eso me parece una obra de arte más considerable que, por ejemplo, los divertidos e ingeniosos dibujos de putrefactos dalinianos en cuya génesis está Bello.»

Me he levantado del sofá para poner de fondo música de Tony Fruscella, otro de mis artistas favoritos. Luego, he vuelto al sofá movido por la curiosidad de saber qué decía Pepín Bello en la entrevista.

Sentado en el sofá, se me apareció hace unos días Ferrer Lerín, el poeta que estudia buitres. Hoy lo ha hecho Pepín Bello. Creo que ése es el lugar ideal de mi casa para los fantasmas de la extrema negatividad, el lugar ideal para que se comuniquen conmigo.