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Lo que ese día de Navidad del 36 no sabía Borges era que el silencio de Banchs iba a durar cincuenta y siete años, iba a rebasar con creces las bodas de oro de su silencio.

«La urna -nos dice Borges- es un libro contemporáneo, un libro nuevo. Un libro eterno, mejor dicho, si nos atrevemos a pronunciar esa portentosa o hueca palabra. Sus dos virtudes son la limpidez y el temblor, no la invención escandalosa ni el experimento cargado de porvenir (…) La urna ha carecido del prestigio guerrero de las polémicas. Enrique Banchs ha sido comparado con Virgilio. Nada más agradable para un poeta: nada, también, menos estimulante para su público (…) Tal vez un soneto de Banchs nos dé la clave de su inverosímil silencio: aquel en el que se refiere a su alma, que, alumna secular, prefiere ruinas I proceres a la de hoy menguada palma (…) Tal vez, como a Georges Maurice de Guérin, la carrera literaria le parezca irreal, esencialmente y en los halagos que uno pide. Tal vez no quiere fatigar el tiempo con su nombre y su fama…»

Finalmente, Borges propone una última solución al lector que quiera resolver el enigma del silencio de Enrique Banchs: «Tal vez su propia destreza le hace desdeñar la literatura como un juego demasiado fácil.»

33) Otro hechicero feliz que también renunció al ejercicio de su magia fue el barón de Teive, el heterónimo menos conocido de Fernando Pessoa, el heterónimo suicida. O, mejor dicho, el semiheterónimo, porque al igual que Bernardo Soares se le puede aplicar aquello de «no siendo su personalidad la mía, es, no diferente de la mía, sino una simple mutilación de ella».

He acabado pensando en el barón esta mañana, he pensado en él tras el durísimo despertar. Ha sido un amanecer de angustia terrible y desaforada. Me he despertado sintiendo que la angustia se abría paso entre mis huesos y remontaba por las venas hasta que se abría mi piel. Ha sido un horror semejante despertar. Para ahuyentarlo cuanto antes de mi mente, he ido a buscar el Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa. Me ha parecido que, por muy duro que fuera el fragmento que encontrara al azar abriendo el angustioso diario de Pessoa, siempre sería inferior en dureza -seguro- al horror con el que me he despertado. Siempre me ha funcionado bien este sistema de viajar a la angustia de otros para rebajar la intensidad de la mía.

He ido a dar con un fragmento que habla del sueño y que parece escrito, como muchos de él, bajo los efectos del aguardiente: «Nunca duermo. Vivo y sueño o, mejor dicho, sueño en vida y sueño al dormir, que también es vida…»

De Pessoa he pasado a pensar -supongo que es la última excepción que hago en este cuaderno con bartlebys suicidas- en el barón de Teive. He ido a buscar La educación del estoico, único manuscrito que dejó este semiheterónimo de Pessoa. El libro lleva un subtítulo que delata con claridad la condición de escritor del No de su aristócrata autor: De la imposibilidad de hacer un arte superior.

Escribe el barón de Teive en el prólogo de su breve y único libro: «Siento próximo, porque yo mismo lo quiero próximo, el final de mi vida (…). Matarme, voy a matarme. Pero quiero dejar al menos una memoria intelectual de mi vida (…). Será éste mi único manuscrito (…). Siento que la lucidez de mi alma me da fuerza para las palabras, no para realizar la obra que nunca podría llevar a cabo, pero sí al menos para decir con sencillez por qué motivos no la realicé.»

La educación del estoico es un libro extraño y algo conmovedor. En sus pocas páginas, el barón, hombre muy tímido y desgraciado con las mujeres -como yo, sin ir más lejos-, nos explica cuál es su visión del mundo y cuáles habrían sido los libros que habría escrito de no haber sido porque prefirió no escribirlos.

El motivo de por qué no se molestó en escribirlos se encuentra en el subtítulo y en frases como ésta (que, por cierto, recuerda el síndrome de Bartleby de Joubert): «La dignidad de la inteligencia reside en reconocer que está limitada y que el universo se encuentra fuera de ella.»

Así pues, debido a que no se puede hacer un arte superior, el barón prefiere pasarse, con toda la dignidad del mundo, al país de los hechiceros infelices que renuncian a la engañosa magia de cuatro palabras bien colocadas en cuatro libros brillantes pero en el fondo impotentes en su intento de alcanzar un arte superior que logre hundirse con el universo entero.

Si a esta aspiración universal inalcanzable añadimos aquello que decía Oscar Wilde de que el público tiene una curiosidad insaciable por conocerlo todo, excepto lo que merece la pena, llegaremos a la conclusión de que el barón hizo muy bien en ser consecuente con su lucidez, hizo muy bien en escribir sobre la imposibilidad de hacer un arte superior, y hasta tal vez -dadas las circunstancias que envuelven su caso- hizo bien en matarse. Porque ¿qué otra cosa podía hacer alguien que, como el barón, pensaba, por ejemplo, que ni los sabios griegos eran dignos de admiración, pues desde siempre le habían causado una impresión rancia, «gente simplona, sin más»?

¿Qué más podía hacer ese barón tan terriblemente lúcido? Hizo muy bien en mandar a paseo su vida y también, por inalcanzable, mandar a paseo el arte superior: mandó a paseo su vida y el arte superior de una forma parecida a Alvaro de Campos, experto en decir que no había en el mundo más metafísica que las chocolatinas, y experto en tomar el papel de plata que envolvía a éstas y en tirarlo al suelo, como antes -decía- había tirado al suelo su propia vida.

Así que el barón se mató. Y a ello contribuyó, a modo casi de puntilla, el descubrimiento de que hasta Leopardi (que le parecía el menos malo de los escritores que había leído) estaba imposibilitado para el arte superior. Es más, Leopardi era capaz de escribir frases como ésta: «Soy tímido con las mujeres, luego Dios no existe.» Al barón, que era también tímido con las mujeres, la frase le resultó graciosa, pero le sonó a metafísica menor. Que hasta Leopardi dijera tonterías de semejante calibre, le confirmó definitivamente que el arte superior era imposible. Eso consoló al barón antes de matarse, pues pensó que si Leopardi decía semejantes memeces, no podía ya ser más evidente que en arte no había nada que hacer, sólo reconocer una posible aristocracia del alma. Y marcharse. Debió de pensar: Somos tímidos con las mujeres, Dios existe pero Cristo no tenía biblioteca, nunca llegamos a nada, pero al menos alguien inventó la dignidad.

34) Para Hofmannsthal, la fuerza estética tiene sus raíces en la justicia. Él persiguió, en nombre de esta exigencia estética, nos dice Claudio Magris, la definición en el límite y el contorno, en la línea y la claridad, levantando el sentido de la forma y de la norma como un baluarte contra la seducción de lo inefable y vago (de lo que, sin embargo, él mismo se había hecho portavoz en sus inicios extraordinariamente precoces).

El caso de Hofmannsthal es uno de los más singulares y polémicos del arte de la negativa, por su fulgurante ascenso de niño prodigio de las letras, por la crisis de escritura que posteriormente le sobreviene (y que refleja su Carta de Lord Chandos, pieza emblemática del arte de la negativa) y por su sucesiva y prudente corrección de rumbo.

Hubo, pues, en este escritor tres etapas bien diferenciadas. En la primera, absoluta genialidad adolescente, pero etapa teñida de palabra fácil y hueca. En la segunda, crisis total, pues la Carta constituye el grado cero no ya de la escritura, sino de la poética del propio Hofmannsthal; la Carta constituye un manifiesto del desfallecimiento de la palabra y del naufragio del yo en el fluir convulsionado e indistinto de las cosas, ya no nominables ni dominables por el lenguaje: «Mi caso, en pocas palabras, es éste: he perdido del todo la facultad de pensar o de hablar coherentemente de cualquier cosa», lo que significa que el remitente de la carta abandona la vocación y profesión de escritor porque ninguna palabra le parece expresar la realidad objetiva. Y una tercera etapa en la que Hofmannsthal remonta la crisis y, como un Rimbaud que hubiera vuelto a la escritura tras haber constatado la bancarrota de la palabra, retorna con elegancia a la literatura, lo que le sitúa de lleno en la vorágine del escritor consagrado que tiene que administrar su patrimonio de imagen pública y atender las visitas de los hombres de letras, hablar con los editores, viajar para dar conferencias, viajar para crear, dirigir revistas, al tiempo que sus obras ocupan cartelera en los teatros alemanes y su prosa gana en serenidad, aunque, como observó Schnitzler, lo que se ve en esa tercera etapa es que nunca Hofmannsthal superó el milagro único que él constituyó con su asombrosa precocidad y con esa posterior explosión de profundidad que le colocó al borde del silencio más absoluto cuando le llegó la crisis que originó la Carta.

«No admiro menos -escribió Stephen Zweig a propósito de esto- las obras posteriores a la etapa de genialidad y a la de la crisis encarnada por la Carta de Lord Chandos, sus magníficos artículos, el fragmento de Andreas, y otros aciertos suyos. Pero al establecer una más intensa relación con el teatro real y los intereses de su tiempo, al concebir mayores ambiciones, perdió algo de la pura inspiración de sus primeras creaciones.»

La carta que supuestamente envía Lord Chandos a sir Francis Bacon comunicándole que renuncia a escribir -ya que «una regadera, un rastrillo abandonado en el campo, un perro al sol (…), cada uno de estos objetos, y mil otros parecidos, sobre los cuales el ojo normalmente se desliza con natural indiferencia, puede de repente, en cualquier momento, cobrar para mí un carácter sublime y conmovedor que la totalidad del vocabulario me parece demasiado pobre para expresar»-, esta carta de Lord Chandos, que se emparenta, por ejemplo, con el Coloquio del borracho, de Franz Kafka (en el que ya las cosas no están en su lugar y la lengua ya no las dice), esta carta de Lord Chandos sintetiza lo esencial de la crisis de expresión literaria que afectó a la generación del fin del siglo XIX vienes y habla de una crisis de confianza en la naturaleza básica de la expresión literaria y de la comunicación humana, del lenguaje entendido como universal, sin distinción particular de lenguas.

Esta Carta de Lord Chandos, cumbre de la literatura del No, proyecta su bartlebyana sombra a lo largo y ancho de la escritura del siglo XX y tiene entre sus herederos más obvios al joven Torless de Musil, que advierte, en la novela homónima de 1906, la «segunda vida de las cosas, secreta y huidiza (…), una vida que no se expresa con las palabras y que, aun así, es mi vida»; herederos como Bruno Schulz, que en Las tiendas de color canela (1934) habla de alguien cuya personalidad se ha escindido en varios y oes diferentes y hostiles; herederos como el loco de Auto de fe (1935) de Elias Canetti, que indica el mismo objeto con un término cada vez distinto, para no dejarse aprisionar por el poder de la definición fija e inmutable; herederos como Oswald Wiener, que en La mejora de Centroeuropa (1969) lleva a cabo un ataque frontal contra la mentira literaria, como curioso esfuerzo por destruirla, para reencontrar, más allá del signo, la inmediatez vital; herederos más recientes como Pedro Casariego Córdoba, para quien, en Falsearé la leyenda, quizás los sentimientos sean inexpresables, quizás el arte sea un vapor, quizás se evapore en el proceso de convertir lo exterior en interior; o herederos como Clément Rosset, que en Le choix des mots (1995) dice que, en el terreno del arte, el hombre no creativo puede atribuirse una fuerza superior a la del creativo, ya que éste sólo posee el poder de crear mientras que aquél dispone de este mismo poder pero, además, tiene el de poder renunciar a crear.

35) Aunque el síndrome ya venía de lejos, con la Carta de Lord Chandos la literatura quedaba ya del todo expuesta a su insuficiencia e imposibilidad, haciendo de esta exposición -como se hace en estas notas sin texto- su cuestión fundamental, necesariamente trágica.

La negación, la renuncia, el mutismo, son lagunas de las formas extremas bajo las cuales se presentó el malestar de la cultura.

Pero la forma extrema por excelencia fue la que llegó con la Segunda Guerra Mundial, cuando el lenguaje quedó encima mutilado y Paul Celan sólo pudo excavar en una herida iletrada en tiempo de silencio y destrucción:

Si viniera,si viniera un hombresi viniera un hombre al mundo, hoy, conla barba de luz de lospatriarcas: sólo podría,si hablara de estetiempo, sólopodría balbucir, balbucirsiempre siempresólo sólo.

36) Me ha escrito Derain, me ha escrito de verdad, esta vez no me lo invento. Ya no esperaba para nada que lo hiciera, pero bienvenido sea.

Me pide dinero -se ve que sentido del humor no le falta- por toda la documentación que envía para mis notas.

Distinguido colega -me dice en la carta-, le mando fotocopias de algunos documentos literarios que pueden resultar de su interés, serle útiles para sus notas sobre el arte de la negativa.

Encontrará, en primer lugar, unas frases de Monsieur Teste, de Paul Valéry. Ya sé que cuenta con Valéry -ineludible en el tema que usted trata-, pero quizás se le hayan escapado las frases que le mando y que son la perla condensada de un libro, Monsieur Teste, totalmente alineado con la llamémosla problemática del No.

Sigue una carta de John Keats en la que éste, entre otras cosas, se pregunta qué hay de asombroso en que él diga que va a dejar de escribir para siempre.

Le mando también Adieu, por si acaso se le ha traspapelado ese breve texto de Rimbaud en el que muchos han creído ver, y yo con ellos, su despedida explícita de la literatura.

También le envío un fragmento esencial de La muerte de Virgilio, novela de Hermann Broch.

Sigue una frase de Georges Perec, que nada tiene que ver con el tema de la negación o de la renuncia ni con nada de lo que le tiene preocupado y sobre lo que usted indaga, pero que pienso puede saberle a algo así como la pausa que refresca después del duro Broch.

Finalmente, le mando algo que no puede faltar de ningún modo en una aproximación al arte de la negativa: Crise de vers, un texto de 1896 de Mallarmé.

Son mil francos. Creo que bien los vale mi ayuda.

Suyo,

Derain

37) Reconozco que son una perla condensada de Monsieur Teste las frases de Valéry que Derain me ha seleccionado: «No era Monsieur Teste filósofo ni nada por el estilo. Ni siquiera era literato. Y, gracias a eso, pensaba mucho. Cuanto más se escribe, menos se piensa.»

38) Poeta «consciente de ser poeta», John Keats es autor de ideas decisivas sobre la poesía misma, nunca expuestas en prólogos o en libros de teoría sino en cartas a los amigos, destacando muy especialmente la enviada a Richard Woodhouse un 27 de octubre de 1818. En esta carta habla sobre la capacidad negativa del buen poeta, que es el que sabe distanciarse y permanecer neutral ante lo que dice, igual que hacen los personajes de Shakespeare, entrando en comunión directa con las situaciones y las cosas para convertirlas en poemas.

En esa carta niega que el poeta tenga sustancia propia, identidad, un yo desde el que hablar con sinceridad. Para Keats, el buen poeta es más bien un camaleón, que encuentra placer tanto creando un personaje perverso (como el Yago de Otelo) como uno angelical (como la también shakespeariana Imogen).

Para Keats, el poeta «lo es todo y no es nada: no tiene carácter; disfruta de la luz y de la sombra (…) Lo que choca al virtuoso filósofo, deleita el camaleónico poeta». Y por eso precisamente «un poeta es el ser menos poético que haya, porque no tiene identidad: está continuamente sustituyendo y rellenando algún cuerpo».

«El sol -continúa diciéndole a su amigo-, la luna, el mar, los hombres y las mujeres, que son criaturas impulsivas, son poéticos y tienen en sí algún atributo inmutable. El poeta carece de todos, es imposible identificarle, y es, sin duda, el menos poético de todos los seres creados por Dios.»

Da la impresión Keats de estar anunciando, con muchos años de adelanto, la tan traída actualmente «disolución del yo». Se adelantó, guiado por su inteligencia genial y por sus grandes intuiciones, a muchas cosas. Es algo que, sin ir más lejos, puede verse cuando, tras su discurso sobre la faceta camaleónica del poeta, termina la carta a su amigo Woodhouse con una frase sorprendente para la época: «Si, por lo tanto, el poeta no tiene ser en sí y yo soy un poeta, ¿qué hay de asombroso en que diga que voy a dejar de escribir para siempre?»

39) Adieu es un breve texto de Rimbaud incluido en Una temporada en el infierno y en el que, en efecto, parece que el poeta se despide de la literatura: «¡El otoño ya! Pero por qué añorar un sol eterno, si estamos comprometidos en el descubrimiento de la claridad divina, lejos de la gente que muere en las estaciones.»

Un Rimbaud maduro -«¡El otoño ya!»-, un Rimbaud maduro a los diecinueve años se despide de la, para él, falsa ilusión del cristianismo, de las sucesivas etapas por las que, hasta ese momento, pasó su poesía, de sus tentativas iluministas, de su ambición inmensa en definitiva. Y ante sus ojos se vislumbra un nuevo camino: «He intentado inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Creí adquirir poderes sobrenaturales. ¡Y ya veis! ¡Debo enterrar mi imaginación y mis recuerdos ¡Una hermosa gloria de artista y de narrador arrebatada.»

Acaba con una frase que se ha hecho célebre, sin duda una despedida en toda regla: «Es preciso ser absolutamente moderno. Ni un solo cántico: mantener el paso ganado.»

Con todo, yo prefiero -aunque no me lo haya enviado Derain- una despedida de la literatura más simple, mucho más sencilla que su Adieu. Se encuentra en el borrador de Una temporada en el infierno y dice así: «Ahora puedo decir que el arte es una tontería.»

40) Keats y Rimbaud -entiendo que quiere insinuarme Derain- hacen acto de presencia en la crisis final del poeta Virgilio en la extraordinaria novela de Hermann Broch. Al Keats que visionara la disolución del yo (cuando ésta aún no era un tópico) casi lo palpamos cuando Broch, en las páginas centrales de La muerte de Virgilio, nos dice que su moribundo héroe había creído escapar de lo informe pero lo informe había caído de nuevo sobre él, no como lo indistinguible del comienzo del rebaño, sino muy inmediato, más aún, casi tangible, como el caos de una individualización y una disolución que no podía reunirse en una unidad ni con el acecho ni con la rigidez: «el caos demoniaco de cada voz aislada, de cada conocimiento, de cada cosa (…) este caos le asaltaba ahora, a este caos estaba entregado (…). Oh, cada uno está amenazado por las voces indomables y sus tentáculos, por el ramaje de las voces, por las voces de rama que enredándose entre ellas le enredan, que crecen disparadas, cada una por su lado, y volviendo a retorcerse unas en otras, demoniacas en su individualización, voces de segundos, voces de años, voces que se entrelazan en la malla del mundo, en la malla de las edades, incomprensibles e impenetrables en su rugiente mudez.»

Al Rimbaud, que, habiendo visionado nuevas lenguas, tenía que enterrar su imaginación, casi lo palpamos cuando Virgilio al final de su vida descubre que penetrar hasta el conocimiento más allá de todo conocimiento es tarea reservada a potencias que se nos escapan, reservada a una fuerza de expresión que dejaría muy atrás cualquier expresión terrena, que atrás dejaría también un lenguaje que debería estar más allá de la maleza de las voces y de todo idioma terreno, un lenguaje que sería más que música, un lenguaje que permitiría al ojo recibir la unidad cognitiva.

Da la impresión Virgilio de estar pensando en una lengua aún no hallada, tal vez inalcanzable («escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiéramos», decía Marguerite Duras), pues haría falta una vida sin fin para retener un solo pobre segundo del recuerdo, una vida sin fin para arrojar una sola mirada de un segundo a la profundidad del abismo del idioma.

41) La frase de Georges Perec que Derain me envía en forma de pausa que refresca tras el duro Broch, parodia a Proust y tiene relativa gracia, me limito a transcribirla: «Durante mucho tiempo, me acosté por escrito.»

42) Mallarmé es muy directo, apenas da rodeos en Crise de vers a la hora de hablar de la imposibilidad de la literatura: «Narrar, enseñar, incluso describir, no presenta ninguna dificultad, y aunque tal vez bastaría con tomar o depositar en silencio una moneda en una mano ajena para intercambiar pensamientos, el empleo elemental del discurso sirve al reportaje universal del que participan todos los géneros contemporáneos de escritura, excepto la literatura.»