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Pero habían vuelto a cerrar el parque, poco después de inaugurarlo, y el Barrio estaba a cientos de kilómetros de la costa más cercana. Entonces Airelai confeccionó una cruz con unas cuantas cerillas grandes de madera y luego le prendió fuego. Era, explicó, un hechizo contra el ardor del aire y la fiebre de la tierra, un conjuro de agua y de humedades. Y, en efecto, poco después de que la cruz se consumiera comenzó a llover; y al día siguiente, y esto fue lo importante, aparecieron tres o cuatro obreros con sus máquinas grandes y se pusieron a levantar el pavimento en la pequeña plazoleta que había en lo alto de nuestra calle.
– Van a hacer una fuente, una fuente de adorno -vino a decirnos Chico sin aliento en cuanto se enteró de la noticia.
El martillo neumático sonaba como una ametralladora y la pala excavadora como un tanque, y en conjunto el estruendo era tan formidable que parecía que había estallado una guerra a pocos metros de la casa. Ya no podían escucharse los aviones y el mundo trepidaba de tal modo que los dientes te castañeteaban contra el cristal cuando intentabas beber un vaso de agua, así que empezamos a pensar que esta vez la enana se había excedido con su conjuro. Pero la obra iba deprisa: en pocos días ya habían hecho un agujero enorme y después lo recubrieron de cemento y lo alisaron. Y una mañana nos despertamos en medio de un silencio sepulcral, casi ensordecedor por lo inusitado; bajamos a ver qué sucedía y descubrimos que los obreros habían desaparecido llevándose consigo todas sus máquinas grasientas y humeantes, aunque la fuente no parecía terminada. Más que fuente era en realidad un estanque circular de poco calado; tenía un reborde simple de hormigón y estaba cubierto de un palmo de agua negra. En el centro de la circunferencia había una peana cuadrada de cemento de la que sobresalían unos cuantos hierros ya oxidados y unos tubos de plástico. A unos metros de la fuente, apoyado contra el muro entre un sembrado de cascotes, había un rudimentario pez de piedra artificial que probablemente estaba destinado a ir, con su bocaza abierta, sobre la peana de hormigón.
Esperamos unos cuantos días por ver si regresaban los obreros, pero la fuente seguía abandonada. El pez perdió enseguida sus aletas a pedradas y ahora parecía un mojón de carretera provisto de ojos; en cuanto al agua, estaba espesa y polvorienta, erizada de botes y basuras. Un perrillo sin dueño bebió dos lametones y se alejó dando tumbos, como borracho; y ni siquiera el pájaro más estúpido se atrevía a mirarse en su superficie. Pero no había más agua que ésa en las proximidades y el tiempo apremiaba; así que una tarde vestimos a la abuela con uno de los dos trajes que Segundo le había comprado tras el incendio, una oscura y triste ropa de anciana, muy distinta de los hermosos vestidos que antes tuvo; y nos bajamos con doña Bárbara a ver el estanque.
No dijo nada, pero sé que le gustó. Y algunas tardes, cuando se encontraba con suficientes fuerzas, me pedía que la acompañara hasta la fuente. La pileta estaba cada vez más puerca e incluso olía, pero me parece que la abuela debía de estar mirando otra cosa cuando miraba el agua estancada. Los ojos de doña Bárbara estaban empezando a cubrirse con una película azulada, como los ojos de los recién nacidos; y ahora era capaz de clavar su mirada húmeda y brumosa sobre un objeto y dejarla ahí quieta durante mucho tiempo sin tan siquiera parpadear. Así, de esa manera impávida y estatuaria, contemplaba doña Bárbara la superficie de la fuente en los atardeceres; y mientras yo, que me aburría, contaba las latas arrugadas de cerveza, los papeles medio deshechos y los plásticos que sobrenadaban en el charco, ella debía de estar reconociendo en su memoria el reflejo líquido del sol, ese chispazo de oro que resbalaba perezosamente, pese a todo, en la superficie gelatinosa, polvorienta y negra del agua podrida.
Chico estuvo fuera de casa, cuando se fue, durante día y medio. Chico no hablaba mucho; atendía a sus pequeños negocios, tomaba el sol o la sombra en el portal y veía pasar la vida sin hacer muchos gestos. A veces parecía tonto y generalmente no parecía nada: quiero decir que no te parabas a pensar en él ni a mirarlo dos veces. Pero yo sabía que no era estúpido y que tenía una memoria de elefante. Yo iba creciendo y aquel verano pegué un estirón de tal calibre que levanté los ojos por encima del marco del espejo del club; pero Chico seguía estando siempre como estaba y se me iba quedando allá abajo, como por el final de las costillas. Yo creo que toda la energía se le iba en recordar y que por eso no crecía. Por ejemplo, se aprendía las matrículas de los coches de memoria, para saber si rondaban el Barrio gentes nuevas; y sabía cuándo entraba y cuándo salía cada vecino, sus itinerarios acostumbrados, las horas y el cariz de sus rutinas.
Actuaba así porque sentía la necesidad de conocerlo y controlarlo todo, ya que cualquier cambio, por pequeño que fuera, le aterraba. Por eso su huida resultó en él tan extraordinaria, incluso heroica; la causa que le obligó a escapar tuvo que ser sin duda muy poderosa, pero el niño jamás llegó a contarnos el porqué de su acto. Una tarde, sin embargo, después de ablandarle con el regalo de unas cuantas varas de regaliz y de media pastilla de chocolate blanco, que era su debilidad, Chico me contó, si no la razón de su fuga, sí lo que sucedió durante aquel día y medio. Y dijo así:
«Lo que más me asustaba era salir de nuestra zona. Porque yo aquí soy el rey, quiero decir el rey de los pequeños. Y sé dónde meterme, y a quien hay que saludar y a quien hay que evitar. Como sé tantas cosas, yo aquí soy más fuerte que tú, aunque tú no lo sepas; y soy más fuerte entre otras cosas porque tú no lo sabes, no sé si me entiendes. Aunque tampoco quiero que me entiendas mucho, para que no aprendas demasiado. Porque eres más alta y mayor y la abuela te quiere más a ti, de manera que es justo que sepas menos que yo, para que las cosas queden compensadas. Pero te decía que al principio lo que me daba miedo era salir de nuestra zona y encontrarme con los otros jefes, porque en todas las esquinas del Barrio hay algún jefe, o sea que todo el mundo tiene alguien a quien temer, sólo que unos temen a mucha gente y otros tan sólo a unos poquitos, y yo tengo miedo de todo el mundo menos de mi madre y quizá de ti. Bueno, de ti tampoco.,.›El caso es que se me ocurrió que debía buscarme una excusa para poder cruzar a las otras zonas del Barrio sin que me sucediera nada malo. La cosa era poder ser algo, fuera de lo que soy en mi rincón; porque ya te dije que puedes estar más o menos a salvo dentro del Barrio si conoces tu lugar y no te sales de tu sitio. Aquel día que me escapé de casa pensé enseguida en el comercio, porque los comerciantes suelen defender sus intereses con mucho entusiasmo, de modo que creí que podrían protegerme por lo menos un poco. Y así, empecé a cruzar el Barrio yendo de tienda en tienda, como si fuera a cumplir un encargo y comprar algo. Caminaba muy decidido y muy seguro, con los ojos fijos en la próxima tienda que aparecía en el horizonte, y la gente me miraba y pensaba que yo era un comprador y me dejaban en paz.
»Lo más difícil era cuando llegaba a los comercios; en general me paraba a mirar el escaparate, disimulaba un rato y después salía en dirección a la próxima tienda. A veces había algunos chicos sospechosos por los alrededores y me veía obligado a entrar en el local, aunque los tenderos podían ser peores que los chicos y hubo uno que me sacó de su frutería a bofetones porque se creía que le estaba robando. Claro que la ventaja de los comerciantes sobre los chicos es que los primeros nunca se alejan demasiado de su comercio y si sales corriendo no te persiguen.
»El truco funcionó la mar de bien y me crucé el Barrio en unas pocas horas, y estaba yo tan contento con el éxito que quise añadir un detalle de adorno y entre tienda y tienda empecé a hacer tintinear en mi mano unas cuantas chapas de cervezas, como si fueran las monedas con las que iba a pagar la compra; y ése fue un error de principiante, porque un chico me agarró en una esquina, me arreó dos guantazos y me quitó el dinero, y al ver que no era dinero sino chapas, me sacudió un poco más. Ahí fue cuando me manché de sangre toda la camiseta y la cara y el cuello. Y aunque dolió no estuvo tan mal, porque a partir de ahí se me ocurrió un truco nuevo para seguir andando, y fue que cada vez que veía una pandilla o a alguien sospechoso me ponía a hacer eses y a caminar a tropezones como si estuviera a punto de desmayarme; y entonces todo el mundo se apartaba y me dejaba pasar como si manchase, porque ya sabes que en el Barrio lo mejor es que no te vea nadie, pero, si te ven, entonces lo mejor es que se te vea demasiado. Quiero decir que, si llamas mucho la atención, también te evitan; y yo llamaba mucho la atención con toda la sangre encima y andando de ese modo.
»Y así caminé otro montón de tiempo y ya iba ciego de hambre a pesar de las manzanas que había cogido en la frutería; y llegué al límite del Barrio, a un parque seco y grande que si lo cruzas al otro lado empieza ya la Ciudad Bonita. Entré en el parque y me lavé la sangre de la cara en una fuente, porque pensé que allí llamar la atención ya no era bueno. Estaba todo lleno de niños, era por la tarde; y vi a una niña sentada en una piedra que estaba haciéndole ascos a un bocadillo, era una chica delgadita y con las rodillas peladas, y me senté a su lado y nos pusimos a hablar. Ella dijo que su madre la obligaba a comerse ese bocadillo asqueroso de mortadela, lleno de pizcas negras que picaban muchísimo; y era verdad que la madre nos miraba fijamente desde el banco de enfrente, a pocos metros, con una cara furiosa. Yo le dije a la niña que si quería yo podía hacer como que le robaba el bocadillo y ella contestó que sí, que qué estupendo; entonces le expliqué que tenía que mirar para otro lado y sujetar el pan con los dedos flojitos. La niña lo hizo así y yo pegué un tirón del bocadillo y salí corriendo, oí los gritos de la madre a mi espalda pero claro está que no pudo alcanzarme; me comí la mortadela y me supo muy buena.
»Al fin llegué a una estación, que era adonde yo quería llegar porque tenía pensado irme de la ciudad aunque todavía no había decidido de qué modo me iba a subir al tren. Allí había mucha gente, rápidas piernas que daban zancadas para uno y otro lado del vestíbulo, maletas y bolsas, carritos y paquetes. Yo estaba muy cansado, cansadísimo, y pensé que sería bueno dormir un poquito. Así que aproveché el re- vuelo y entré en los retretes; me metí en uno de los cuartitos, eché el cerrojo y me tumbé en el suelo, acurrucado contra la pared junto a la taza. Me dormí enseguida y me desperté no sé cuánto tiempo después, con una cara enorme muy cerca de la mía y una manaza dura que me zarandeaba. Fue un susto muy grande, porque se trataba de un policía; me sacó en volandas del retrete y era un guardia altísimo y con cara feroz que gritaba cosas que yo no entendía. Enseguida vino una mujer policía con una man- ta y me cogió en brazos, y eso me gustó más.
»Salimos de la estación, yo envuelto en la manta y de la mano de la mujer uniformada, y afuera el cielo estaba muy negro y la ciudad vacía. Debía de ser muy tarde, más tarde que nunca en toda mi vida, con excepción de la noche de la verbena y del Gran Fuego, y por primera vez me alegré de que los guardias estuvieran cerca. Subimos a un coche de policía, tendrías que haberlo visto, todo nuevo y con el tablero lleno de luces, y nos fuimos a la comisaría y me dieron leche con cacao y galletas y una cama. Pero pese al cansancio que sentía no conseguía dormirme porque todo era muy excitante; y estuve pensando que era una lata ser tan pequeño y que por eso me habían detenido.
»Yo quiero crecer, sabes, quiero crecer cuanto antes, lo más pronto posible. Y cuando crezca no seré como mi madre, no, porque mamá no manda nada. Y no quiero ser como mi padre, porque papá no me dejaría ser como él, me mataría antes si sospechara que yo iba a ser como él y que le podría quitar el sitio. Y tampoco quiero ser como la enana porque no la entiendo, yo no tengo imaginación porque no tengo tiempo para eso; y además un día vi cómo los chicos del Barrio le tiraban piedras y ella puede que sea una bruja poderosa, pero no hizo otra cosa que correr, y como es tan pequeña corría poco. Así que he decidido que voy a ser como la abuela, pero como la abuela antes del Gran Fuego, cuando era tan alta y mandaba tanto, como cuando sacó la pistola aquella con el Portugués y el Hombre Tiburón. Claro que me parece que lo de ser abuela no es una profesión, quiero decir que hay que hacer algo más para ganarse la vida. Yo soy bueno para fingir, así que creo que puedo ser actor; y también puedo ser comerciante, porque los negocios me gustan bastante. Pero lo me- jor que tengo es la memoria, y lo mucho que me fijo y lo bien que conozco a todo el mundo; así que creo que se me daría muy bien ser chantajista, como dicen que es el marido de la Rita, que es una profesión que mueve muchísimo dinero, y si no fíjate, la tienda que tiene Rita. Y esto te lo digo a ti pero no se lo cuentes a nadie más porque todavía es un secreto.
»El caso es que pensando en todo esto debí de quedarme dormido en la comisaría, porque de nuevo recuerdo que alguien me despertó y ya era de día.
Me dieron otra vez más leche con cacao y más galletas, y vino un señor a verme que decían que era médico y un hombre y una mujer nuevos que empezaron a preguntarme cosas. Yo les mentí con mucha educación y les dije que no me acordaba de mi apellido, que no sabía dónde vivia y que me había perdido. De la ceja rota y la sangre en la camiseta dije que había tropezado y me había caído, y de las cicatrices de los golpes antiguos dije que me las había hecho un chico muy malo que se llamaba Buga, porque como está muerto pensé que no importaría mencionarlo, y siempre es bueno soltar algún nombre para que se queden contentos. Luego me metieron otra vez en el coche y me trajeron a casa, como viste. Todo el rato insistieron muchísimo en preguntarme la misma pregunta: que cómo me trataban en mi casa. Y yo siempre contesté que mi mamá y mi papá me querían mucho, porque los policías pasan pero los padres quedan. Incluso los padres que se van siempre regresan.”
Cuando vinimos al nuevo piso, después del Gran Fuego, la pequeña cama de la abuela le quedaba tan apretada que abarcaba ambas orillas con caderas y hombros. Pero con el tiempo el lecho fue aflojándose en torno a su cuerpo, como se aflojan los trajes alrededor de los hombres obesos que enferman y adelgazan. Había encogido tanto doña Bárbara que ahora apenas si hinchaba un poco la sábana y eso únicamente por el centro; y no se trataba de que hubiera perdido algunos kilos, sino que había menguado incluso en aquellas zonas del cuerpo que son imposibles de menguar como las manos, que antes eran unas manazas dominadoras y unos puños temibles, y ahora tan sólo eran un montón de huesillos, arañitas traslúcidas paseando torpe y lentamente por el embozo.
A veces perdía la voz, o quizá se encontrara tan débil que no tenía fuerzas para exhalar el aire; y entonces señalaba hacia sí misma con su mano de alambre, y pedía por gestos que la moviéramos un poco, que la empujáramos, que la hamacáramos como quien hamaca a un niño, para refrescar un poco la quemadura de las sábanas. Tenía la carne llagada y los miembros como muertos, y dentro de todo ese destrozo ardía su inteligencia entera. Ella, que siempre se arregló tanto y que fue tan coqueta, sufría ahora la humillación de un organismo sin control, sucio y descompuesto. Estaba presa en el interior de su cuerpo, pasajera a la fuerza de su viaje biológico; y pasaban los días y ella seguía a la espera, sitiada por el fin de las cosas y los dolores.
Otras veces, en cambio, se quedaba quieta como una talla en mármol y reunía todas sus energías para sacar un hilo de voz casi inaudible:
– Qué tiempo hace fuera -preguntaba sin signos de interrogación, porque no tenía aliento para tanto.
– Está bueno -respondía la atribulada Amanda, que, como su hijo, tampoco tenía imaginación.
– Qué tiempo hace fuera -repetía doña Bárbara como si no la hubiese oído.
Y entonces Airelai, que adivinaba lo que quería la abuela, le describía la vida tal y como ésta seguía siendo, torrencial e impávida, al otro lado de las ventanas y de la agonía:
– Hoy es un día muy limpio, porque ha soplado el viento y se ha llevado lo que quedaba del mes de agosto. En lugar de esos polvorientos restos del verano, que estuvieron arrastrándose por las calles hasta ayer mismo, ha entrado hoy en el mundo un aire transparente que huele un poco a invierno. Es un aire extremadamente delicado y mucho me temo que se manchará pronto; pero hoy es delicioso sentir su roce fresco en las mejillas, y chuparlo en los labios. Sabe a gota de lluvia.
Y doña Bárbara clavaba en el techo sus ojos brumosos y paladeaba sus memorias de otoño, que eran parte del equipaje íntimo y secreto que iba a llevarse.
En ocasiones la abuela sufría crisis en las que la pizca de aliento que le quedaba parecía querer escaparse de la ruina de huesos y pellejos. Entonces se crispaba y se aferraba con sus dedos de cristal al cabecero de la cama, un barrote curvo con el niquelado lleno de picaduras; y así agarrada al mundo para que el mundo no se fuera, con los ojos como dos pozos aterrados y combatiendo contra la angustia negra, empezaba a recitar una monótona salmodia:
– Yo soy Bárbara Mondragón Salva Jiménez Dársena… Yo soy Bárbara Mondragón Salva Jiménez Dársena…
Repetía su nombre una y otra vez para no olvidarse de sí misma, para no diluirse en la oscuridad que la esperaba, como si prefiriera esa agonía de horror y de dolor a una nada quizá dulce y sin memoria.
– Qué tiempo hace fuera…
– Una tormenta seca. Corren las centellas por el cielo, pero por aquí abajo no cae ni una gota de agua. Eso sí, sopla un vientecillo que levanta pequeñas polvaredas y que araña las piernas. Es un día extraño y el aire está amarillo.
Mentía Airelal al contar esto, porque la tarde era despejada, gris e insulsa. Pero a nuestro patio no se asomaban los cambios de estación, así que daba lo mismo decir una cosa u otra.
– ¿Por qué estás aquí con ella? ¿Por qué la tratas tan bien? -le preguntó Amanda a la enana una mañana, entre susurros, mientras la abuela dormitaba un poco.
– ¿Y tú? -Lo mío es normal. A mí me toca. -¿Por qué?
– ¿Quién lo va a hacer, si no? Es mi destino.
– ¿Por qué?
– por qué, por qué… Tengo mala suerte, ya lo sabes. Así son las cosas. Pero tú… Tú no estás obligada. Y ella no ha sido buena.
– Yo a veces tampoco.
– Quiero decir que es difícil quererla.
– Hemos estado muchos años juntas. Es parte de mi vida. La conozco bien y ella sabe de mí. A veces une más el conocimiento que el cariño.
– Ojala yo no la hubiera conocido. Ni a ella ni a su hijo.
– La vida es como es. ¿Para qué molestarse en soñar que las cosas hubieran sido de otro modo? Bastante daño hacen ya los deseos proyectados hacia el futuro como para torturarse además con estúpidos deseos hacia el pasado. Pero me preguntabas que por qué estoy aquí y te voy a dar una respuesta: para ver cómo es, para ir aprendiendo.
Ascendía la abuela trabajosamente la última cuesta de su tiempo y su pecho sonaba como un fuelle lleno de fisuras: parecía mentira que un ser tan diminuto y frágil pudiera hacer un ruido semejante sin quebrarse. Segundo empezó a entrar en el cuarto de cuando en cuando. Asomaba su rostro sombrío, con la barba crecida y la camisa sucia, porque ahora se había abandonado y ya no se arreglaba como antes; asomaba la cara y arrugaba el hocico, porque aunque manteníamos la ventana abierta el aire del cuarto era agrio y denso. Al cabo avanzaba unos pasos, se inclinaba sobre el camastro de la abuela y miraba y callaba sin hacer un solo gesto. Parecía una hiena esperando el suspiro final para clavar el diente.
– Qué tiempo hace fuera…
– Nieva -mentía la enana-. El día es opaco y luminoso, sin viento, y los copos caen muy lentamente. Todo está blanco y blando, muy bonito. Y hay en el aire un silencio y una paz que invitan al sueño.
Pero doña Bárbara se aferraba convulsamente al barrote picado y jadeaba sin querer ceder terreno en la batalla, apurando la pesadilla de su viaje. Cuando los jadeos se hicieron estertores, Amanda consideró conveniente avisar a Segundo. Éste entró en el cuarto con la cabeza hundida entre los hombros y llenó la habitación de su presencia enorme. Se sentó en la cama, que gimió bajo su peso; escudriñó durante unos instantes a doña Bárbara y entonces, cosa extraordinaria, cogió una de las arácnidas manos de la mujer entre sus manos colosales. Allí quedaron esos deditos transparentes, agitados por temblores menudos, acunados delicada y tímidamente entre las zarpas de Segundo, que observaba a su madre con atención y con ansiedad, como esperando algo. Transcurrió así algún tiempo, mientras los minutos se escurrían por la tarde abajo como se escurren los últimos granos de un reloj de arena. Entonces la abuela abrió los ojos de par en par, alzó un poco la cabeza de la cama, contempló fijamente a su hijo y dijo:
– Máximo. Se oyó un crujido horrible, el restallar de los frágiles huesos al quebrarse cuando Segundo cerró brutalmente sus manazas sobre la de su madre; pero tal vez doña Bárbara ya no sintiera nada, porque cuando cayó de nuevo sobre la almohada ya estaba muerta. Entonces Segundo se puso en pie y aulló, aulló como un loco, como un animal salvaje, con un sonido inhumano y feroz que rebotó en las paredes del cuarto y nos heló el corazón. Y cuando ya Amanda, la enana y yo creíamos que había llegado nuestra hora y que nos despedazaría a todas para saciar el odio que vibraba en su grito, el hombre se giró, chocó con la pared, dio un tirón de la puerta que la arrancó del marco y salió de la habitación tambaleándose.
Yo tenía miedo de crecer demasiado, de cambiar tanto que, cuando mi padre regresara, no pudiera reconocerme. A finales de aquel verano pegué otro estirón y durante algunos días hube de adaptarme a la nueva geometría del mundo, porque ahora mis ojos estaban por encima del cerrojo grande de la puerta, cuyo reborde de metal manchado antes sólo veía si me ponía de puntillas; y las ventanas se habían achicado, y ahora tenía que agacharme para poder ver la parte inferior del cajón de la alacena, que tenía un nudo en la madera que parecía el ojo de un tigre.
Yo tenía miedo de crecer demasiado y tenía también otro temor más desesperado, que era el de haber cambiado ya irremisiblemente; porque recordaba entre móviles sombras aquel tiempo antiguo, mucho antes de mi llegada en tren a la ciudad y antes aún de aquel caserón gris en el que permanecí, junto a otros niños tristes, unos años oscuros; y creía ver borrosamente una figura alta y de color azul que sin duda era mi padre y que acariciaba en silencio mi cara con un dedo azul y tibio. Y mi cara de entonces por fuerza tenía que ser una cara diferente, porque aquello sucedió en una época remota, siendo yo tan chica que aún no era yo misma. Nunca dudé del regreso de mi padre; sabía que algún día llegaría inevitablemente, del mismo modo que llegaría la Estrella, nuestra Estrella luminosa de los buenos tiempos; pero temía que no me recordara, que pasara delante de mí sin siquiera mirarme, como si él fuera ciego o yo invisible. Y a veces lo soñaba: soñaba que mi padre cruzaba a través de mí inadvertidamente, y yo no tenía manos para pararle ni voz para advertirle; yo no era más que un puñado de aire transparente y él un árbol azul que caminaba solo.
Pero entonces la enana me decía que no me preocupara, que cuando llegara el momento mi padre me reconocería sin problemas, como los lobos siempre reconocen, en mitad del campo helado, a los cachorros perdidos de su propia camada. Y que todos esos temores no eran sino los miedos propios de la espera, fantasmas de la ausencia; ella lo sabía bien, explicaba, porque también ella aguardaba a un ser querido; y los días vacíos de la espera caían sobre su espalda como gotas de plomo derretido, dolorosos y lentos. Fue uno de esos días, poco después de la muerte de la abuela, cuando Airelai nos contó lo que sigue: