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_La verdad es que está malísimo… Y tú no sabías nada de todo esto…
– No. No podía contarle, ni siquiera a Rita, lo que habían sido los primeros días del regreso de Segundo. En la resistencia azul, encima de nosotras, se achicharraron ruidosamente un par de moscas.
– Pues Chico lo sabía, estoy segura. Yo creo que fue,por eso por lo que se marchó de casa. Chico se escapó cuando se enteró de lo que el Portugués le había hecho a su hijo. Digo yo que pensó que Segundo podría hacerle a él lo mismo. Una tontería, porque nadie entierra vivo a un chico grande, arma mucho ruido. Sólo se entierra vivos a los bebés.
Rita cogió el tarro de barras de regaliz negras y rojas y empezó a revolver y a sacar los pedazos rotos, los grumos y muñones de la pasta dulce, errores de fábrica que siempre venían con cada envío. Hizo un montoncito en el mostrador delante de ella.
– Luego la mujer explicó que el hombre la había obligado a hacerlo, porque pensaba que el niño no era suyo: manías de esas de hombres locos y malos. Ahora por lo visto la que está loca es ella, y no me extraña. Me han dicho que han cogido al Portugués en no sé qué ciudad y que está en la cárcel. Espero que en prisión le claven un hierro en el culo. Y no digo más porque no quiero. De todas maneras el Portugués no ha debido de pasarlo muy bien con el comisario, ¿sabes cuál te digo?, el de los pelos grises. Porque dicen que el tipo este ha tenido un montón de problemas por dejar destrozados a los detenidos. Le llaman el Martillo.
Empujó hacia mí los recortes del regaliz. -Y por eso, por lo violento que es y por todos los problemas que ha tenido, es por lo que le han destinado al Barrio. Anda, coge los dulces y márchate, que te deben de estar esperando en casa. Tiene su gracia pensar que para el comisario somos un castigo.
Desde que la abuela murió, Segundo no había salido de casa. A menudo bajaba al club y se encerraba durante horas en el camerino; pero jamás volvió a pisar la calle. Ya no hacía su número de ilusionismo junto con la enana y el club permanecía cerrado día y noche: por lo visto, y para mi sorpresa, el local era nuestro.
– Tú crees que le está haciendo efecto el embrujo de alifio que le hicimos? -le preguntaba Amanda a la enana, en un susurro, llena de esperanzas.
Porque Segundo estaba desconocido, silencioso y ausente. Apenas si comía y en poco tiempo adelgazó de manera notable. La ropa le colgaba de los hombros, que ahora se le veían picudos y abrumados, y le hacía grandes bolsas cuerpo abajo. Se pisaba los pantalones, porque se le caían; y la cara había perdido su consistencia carnal y la fuerza animal que tenía antes. Ahora la delgadez le había tallado en el rostro unos pómulos altos, y los ojos ardían grandes y muy oscuros sobre una nariz mucho más larga. Segundo ya no se parecía a sí mismo, sino más bien a otro: quizá a su padre muerto, en aquel retrato de ojos muy abiertos que tenía la abuela sobre la mesilla y que se quemó en el incendio.
– Dime, ¿tú crees que está bajo mi influjo? -insistía Amanda.
Y la enana observaba a Segundo con ojo crítico y contestaba:
– No. No es eso. Es que está esperando. Así pasaban los días y esperábamos todos; Segundo y yo, a mi padre; Amanda y Chico, a que Airelai reuniera el dinero para poder irse; la enana, la llegada de su buena Estrella. Los días transcurren lentos y pegajosos para el que espera; las horas se adhieren las unas a las otras en un revoltijo sin color y lo único que queda en la memoria es la escocedura del deseo. Por eso apenas si recuerdo nada de aquellos días finales: son una nube gris en mi pasado. Y si miro hacia entonces sólo me veo de una manera, siempre igual: en la plazuela junto a casa, sentada en el reborde de la fuente a medio terminar que tanto le gustaba a la abuela, vigilando el extremo de la calle y con- templando cómo daban la vuelta a la esquina los minutos.
Por las noches apenas si dormía. Me metía en la cama y apagaba la luz, y era como si se hubiera encendido un neón dentro de mi cabeza. Imposible cerrar los ojos, imposible descansar: los nervios de mi cuerpo eran hilos de fuego. Me agarraba al borde de la estrecha cama, boca arriba, y la oscuridad daba vueltas frente a mí. Me faltaba algo, me perseguía algo, me dolía algo. Fueron días tensos y noches angustiosas, las noches y los días de los últimos tiempos.
Fue entonces cuando empecé a escaparme de casa mientras todos dormían. Esperaba a que Chico se perdiera en la respiración profunda de los sueños y entonces me vestía a tientas con las ropas que había dejado a los pies de la cama. Salía de puntillas: el pasillo estaba tan oscuro que no se advertía ninguna diferencia de visión si cerrabas los párpados. Pero yo me conocía de memoria todos los rincones y todos los pasos; y los baldosines que bailaban y tintineaban, para así evitarlos. Abría la puerta y me llevaba la llave que Amanda siempre dejaba puesta por el interior en la cerradura, para que así no pudiera forzarse la entrada con una ganzúa. Bajaba luego las escaleras interiores y llegaba ahí la peor parte: atravesar el club cerrado y salir a la calle. Seguía sin verse nada, ni la sombra de los dedos puestos a un palmo de la cara; pero yo sabía que ahora en torno a esas tinieblas se extendía la lóbrega enormidad del club, así como antes sólo me rodeaba la seguridad del pasillo de casa. Y en ese espacio inmenso e inmensamente oscuro cabían miedos muy grandes. Cruzaba entonces las sombras sin respirar y a toda prisa, hasta que al fin conseguía alcanzar la puerta del club y salía a la calle, al alivio del aire libre y de la luz de las farolas.
Ya no me daban miedo ni la noche ni la calle; o tan sólo me producían un miedo relativo, el miedo sabio y necesario de la supervivencia. Recordaba mi llegada al Barrio con Amanda y el pánico de esas puertas rojas y esas luces, de esos hombres bisbiseantes que parecían dispuestos a devorarnos. Ahora yo les conocía a casi todos por su nombre: ése era el Mico, aquel que estaba cojo el Margarita, este de la nariz tan grande y toda llena de pelos Paco Pipas. Y ahora sabia que eran en efecto peligrosos, hombres malos y locos, como diría Rita; pero también hombres con unas costumbres y unas normas que generalmente respetaban. Yo estaba dispuesta a cumplir todas las reglas, si me los encontraba: a ser humilde y obediente. Pero sobre todo procuraba que nadie me viera. Era pequeña y flaca y sabía cómo escurrirme entre las sombras.
Vagabundeé así algunas madrugadas, vigilando siempre el horizonte por si veía llegar a un forastero. Recorría las calles principales, las de paso obligado para cruzar el Barrio; y cuando el cielo empezaba a desteñirse en una línea de sucio color gris junto a los tejados, me volvía a casa y a la cama. Y entonces sí dormía, con un sueño como la muerte, sin imágenes.
Siempre evité la calle Violeta, la de los resplandores en las ventanas, que arrancaba de manera perpendicular, rechoncha y corta, de una de las calles principales del Barrio. Airelai, Amanda y la abuela me habían prohibido que la pisara, y no la pisé durante muchas noches. Pero doña Bárbara había muerto, la casa se había quemado, Segundo ni tan siquiera nos miraba. Quiero decir que el mundo había cambiado tanto que las antiguas prohibiciones estaban empezando a parecer demasiado antiguas. Una noche llegué al límite de esa calle secreta y atractiva y sin pa- rarme a pensarlo di un paso adelante, y después otro más. Me detuve, miré a mi alrededor y comprobé que ya me había internado algo así corno un metro en la calle Violeta. Que no se llamaba de verdad Violeta: leí la chapa municipal clavada a la pared y ponía Calle de la Jara. Las ventanas iluminadas empezaban unos cuantos metros más allá; había algunos coches, no muchos, aparcados junto a las aceras, y bastantes hombres paseando lentamente junto a las ventanas. No me gustaban esos hombres: había demasiada luz y demasiada gente y me verían, y quizá se enfadaran y me dijeran: «Ésta es una calle prohibida para las niñas», corno me había dicho doña Bárbara, mu- cho tiempo atrás, con su voz de trueno.
Pero ahora que estaba aquí la curiosidad me resultaba insoportable. La calle se extendía ante mí, recta y corta, cayendo cuesta abajo; la zona de luz no abarcaba demasiado. Probablemente pudiera cruzar deprisa, como si fuera a cumplir algún recado, a buscar medicinas para mi abuela muerta, antes de que ninguno de esos hombres se fijara en mí. De hecho, y mientras pensaba en todo esto, un par de tipos habían entrado en la calle y pasado a mi lado, entre las sombras, sin siquiera echarme una ojeada. Eso acabó de decidirme: apreté los puños, tomé aire y me lancé a buen paso por la cuesta.
En cuatro zancadas alcancé la zona iluminada y entré en ella como quien se zambulle en una piscina: casi me extrañó que no se escuchara el ruido de las salpicaduras. Parpadeé, cegada y aturdida por esa luz violeta extraordinaria, que aplastaba los rostros y los objetos y chupaba el color de las cosas. Era un aire lívido y pesado; los movimientos, aquí dentro, pare- cían más lentos, minuciosos e inacabables movimientos de vídeo ralentizado o de pesadilla. Miré a mi alrededor: ojos vidriosos, un músculo que tiembla parsimoniosamente en una mejilla, un dedo que se alza en el aire muy despacio. No me veían los hombres de la Calle; todos estaban concentrados en mirar a los muros. Y en los muros había unos ventanales fantasmales, grandes vidrieras resplandecientes que se abrían sobre pequeños cuartitos; y en cada cuartito había una mujer que sonreía a los hombres del otro lado del cristal, o les hacía gestos, o les ignoraba, bañada en la amoratada luz de los neones.
Algunas mujeres iban vestidas con tiras de plástico negro y muy brillante, tiras que se enredaban llenas de chinchetas en torno a la garganta, que se en- roscaban por las piernas como serpientes, que rodeaban los pechos, dejando el pezón fuera. Había otras con camisas muy cortas, satinadas y de colores diversos, quizá rojas, verdes, amarillas; todos los tonos estaban saturados de ese fulgor violeta y eran rojos sombríos, verdes mortecinos, amarillos sucios. Se sentaban en silloncitos tapizados, o en sillas lacadas, o en taburetes; cruzaban las piernas y enseñaban las nalgas palidísimas. Una de las mujeres era el ser más grueso que yo jamás había visto. Tenía el pelo rubio con las raíces negras, unos labios morados, una bata guateada que le quedaba chica. Sentada como estaba en el sofá, se abría la bata y dejaba asomar un pecho tembloroso, grande como una rueda. En su cuartito había una lámpara de pie con la pantalla a cuadros; una cocinita aseada y recogida; una chimenea de mentira con un gato de escayola; un calendario de pared con la foto de un perro y una niña; una mesa con una tostadora y algunas tazas, como si estuviera a mitad del desayuno. Pero las tazas estaban todas limpias. Separaba la giganta las piernas descomunales y al fondo del túnel de carne de sus muslos se veía una maraña negra que ella se acariciaba. Rugía algún hombre a este lado del cristal, cercano a mí; y el so- nido reverberaba y se distorsionaba, como hacen los ruidos debajo del agua.
También parecía distorsionarse la imagen de las cosas: la realidad que yo veía no era firme. Sudaban los hombres un sudor violeta, aunque no hacía calor; y mis pasos resonaban sobre el empedrado como si el suelo estuviera hueco. Había muchos ventanales en ambas aceras; algunos estaban cerrados, con las cortinas echadas. Pero en los demás se pavoneaban todas esas mujeres, rubias y morenas, jóvenes y viejas. Un aturdimiento de labios pintados, ropas llameantes, vellos enredados. Y tanta, tanta carne. Me pareció reconocer a alguna por debajo del grueso maquillaje: vecinas del Barrio a las que Chico subía café a media tarde. Pero no a la mujer grande, a ésa no. Me toqué la frente porque me sentía febril, pero mi piel estaba fría, un poco húmeda.
Había atravesado ya casi toda la calle cuando la Vi. Su cuartito estaba adornado con sedas orientales: unas telas tan bonitas, yo lo sabía, aunque aquí tenían un color maligno, purulento. Vestía un cinturón dorado, caído en las caderas, del que colgaba una cortina de cuentas de cristal; aparte de eso no llevaba nada. Lo primero que vi fue el bonito cinturón, y las sedas del fondo. Después reconocí el tamaño y el perfil. A¡relai estaba sentada en una sillita diminuta, tenía las rodillas apretadas, las manos apoyadas en las rodillas. El cuerpo muy moreno y muy pequeño. Nunca la había visto desnuda antes. Tenía pechos. Como los de Amanda, a ella sí la había visto, pero chiquititos. Unos pechos muy raros en un cuerpo de niña. Se levantó y apoyó un pie sobre la silla; se abrieron los hilos de cristales y asomó un triángulo de carne del color del bronce con una hendidura en la mitad. Era como yo, no tenía vello. El Buga me había despreciado por ser tan pelona, pero ahora un hombre gordo que parecía estar algo borracho se arrimó a la ventana y lamió el cristal con su lengua rosa.
Entonces Airelai me vio: bajó la cabeza y descubrió mis ojos. Quise huir y no pude, tan fuerte me miraba. En ese momento llegó un viejo todo calvo que aporreó una puerta que había junto a la ventana. La enana se acercó y abrió. Del interior del cuartito salió una bocanada de aire tibio con olor a sándalo:
– Hoy no, Matías -dijo Airelai suavemente, Poniendo la mano en el pecho del hombre.
– ¿Cómo que no? ¿Y por qué no? -dijo él con suspicacia.
– Mira, me han venido a visitar, yo no me lo esperaba, esta noche no puedo.
El viejo se volvió y me miró. Guiñó los ojos y se rió.
– ¡Pero si sois dos! No sabía que había otra. Mucho mejor, me quedo.
– ¡No, Matías! No es como yo, fíjate bien. Es una niña de verdad.
El viejo me volvió a mirar con expresión estúpida. Frunció las cejas, preocupado:,
– ¡Sí que lo es, sí! Éste no es sitio para niñas, Dulce… -reconvino a la enana.
– Lo sé, lo sé. Yo no sabía que iba a venir te lo aseguro.
El tipo resopló y luego me palmeó la mejilla suavemente. Lo hizo con afabilidad, pero me dio asco.
– Muy bien, muy bien, me voy. ¡Pero mañana vuelvo!
– Claro, aquí estaré esperando. -Buenas noches -murmuró el viejo, y se fue renqueando un poco calle abajo.
– Es un buen tipo -comentó la enana-. Hemos tenido suerte. Pasa.
Me agarró del brazo y me hizo subir los escalones y entrar en el cuartito. Cerró la puerta tras de mí, echó la llave y corrió las cortinas inmediatamente. Se volvió hacia mí, cruzó los brazos sobre el pecho desnudo y sus ojos llamearon:
– Si te ven conmigo, me quitarán la licencia y es probable que me metan en la cárcel. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Nunca había visto a la enana tan enfadada. Yo estaba mareada, sentía náuseas. Dentro del cuartito, con las cortinas echadas, el aire era de un color violeta incandescente, un aire venenoso e irrespirable. Quise hablar y escuché, ensordecedor, el zumbido eléctrico de los neones. Luego abrí los ojos y estaba en el suelo, con la cara de la enana sobre mí.
– Te has desmayado -dijo Airelai con voz tranquila-. Pero no pasa nada. Ya estás bien.
Aún oía el bisbiseo del neón, aunque no tan fuerte.
– Esa luz… -me quejé.
– Sí, es horrible, ¿verdad?
La enana encendió una lámpara de mesa con pantalla de pergamino y luego apagó los dos tubos fluorescentes. Súbitamente el mundo pareció recobrar otra vez sus sombras y su peso específico, la realidad material con la que siempre estuvo hecho. Me senté en el suelo, muy aliviada.
– Estoy mejor. Mucho mejor.
– Ven aquí. Despacio al levantarte. La enana se había puesto una bata de seda color guinda y había trepado a una cama llena de cojines que había junto a la pared. Me senté junto a ella. Ella estaba muy seria y yo algo triste.
– ¿Por qué has venido? -preguntó.
Me encogí de hombros.
– No sé.