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«Yo estaba allí: oí los gritos desde casa y bajé. Estuve allí todo el rato; incluso te vi a ti, y vi cómo te echaban. Yo estaba escondido en la escalera interior, detrás de la cortina. Tú deberías haber hecho lo mismo: fuiste muy torpe quedándote ahí en medio corno boba. Ya sabes que, mirando por la rendija, entre las cortinas, se puede ver el escenario perfectamente. Un poco de refilón, pero muy cerca.
»Cuando tú te marchaste la enana dijo: “Yo sé dónde está el dinero”. Al oírla, Segundo empezó a chillar: “¿Qué dinero, qué dinero?”. Pero Airelai ni le miró: “Está en el camerino, en una maleta azul, dentro de un doble fondo que hay en el armario”, dijo muy tranquila. “¿Estás segura?”, preguntó Máximo. “Acabo de pasar a comprobarlo.» Entonces Máximo se acercó a su hermano y le agarró por las solapas: «Y ahora qué cuento me vas a querer contar, ahora qué dices…”. Pero se calló de repente porque Segundo le había puesto la punta de un cuchillo enorme en la garganta, no sé de dónde lo había sacado pero ahí estaba, un cuchillo grandísimo como los que usa mi madre para cortar la carne. Y había apoyado la punta en el cuello de Máximo y se reía: “¿Que ahora qué digo? Pues ahora digo que esto es otra cosa, ¿verdad? Ahora me respetas más, ¿verdad?». Máximo no se movió, no dijo nada, estaba quieto y tieso. “Con apretar un poco, sólo un poco, adiós el pobre Máximo… decía Segundo; y soltó una carcajada que sonaba muy fea. “Pero tengo una idea mejor: ahora vamos a ir todos despacito hasta aquel armario del fondo, y te vas a meter dentro de ese armario con tu enana, y yo os voy a encerrar y me marcharé con mi dinero.” “Y prenderás fuego al local antes de irte, como la vez pasada”, dijo Máximo con la voz tranquila. “¡Qué buena idea! Tendré que pensármelo…”, contestó Segundo.
»Entonces la enana empezó a moverse. Dio un paso adelante y luego otro. Segundo la miró asombrado y luego agitó el cuchillo cerca del cuello de Máximo. “¡Quieta! Como des un paso más, le mato.” Pero Airelai dijo: “No, no lo harás», y siguió avanzando. “¡Le mato! ¡Le voy a matar! ¡Le voy a degollar!”, chillaba Segundo. Pero la enana llegó junto a ellos, y arrimó un cajón, y se subió a él, mientras Segundo la miraba con los ojos como platos pero sin hacer nada; entonces Airelai se alzó de puntillas, estiró la manita, puso un dedo en la punta del cuchillo y empujó. Y la hoja se encogió, porque era uno de los puñales de mentira del número de magia.
Segundo se puso muy blanco y dejó caer el cuchillo. Máximo se volvió hacia él con toda calma y cogió algo del bolsillo de atrás del pantalón. La cosa hizo un ruidito y entonces vi que era una navaja automática y que acababa de sacarle la hoja. Y ésta sí que era de verdad, una hoja fina y peligrosa que daba miedo. Segundo miró a Máximo y Máximo miró a Segundo, con la navaja brillando entre los dos. Pero Máximo no se decidía; pasaban los segundos y todo seguía igual. «Acaba de una vez», dijo la enana. “Segundo no lo hubiera dudado tanto, tenía la pistola de doña Bárbara y te estaba esperando para matarte, pero cuando vi que llegabas yo le robé el arma.” Y entonces la enana se sacó del bolsillo la pequeña pistola plateada de la abuela. Pero Máximo seguía sin decidirse. “Si no me matas ahora”, dijo Segundo con una voz muy ronca, «si no me matas ahora, yo acabaré contigo algún día”. Y me gustó que fuera capaz de decir eso. Máximo bajó la mano, cerró la navaja y se la guardó de nuevo en el bolsillo del pantalón. «Vámonos», le dijo a la enana. Segundo cayó de rodillas, se tapó la cara con las manos y se puso a llorar. La enana se acercó a él y le tocó en el hombro. «Segundo”, llamó. Segundo estaba todo encogido, apoyado con los codos en el suelo, llorando muy fuerte. “Segundo”, insistió Airelai. Él levantó la cara mojada y sus ojos quedaron a la misma altura que los de la enana. Entonces la enana estiró el brazo, apoyó la pistolita de la abuela en la frente de Segundo y le voló la cabeza. Todo esto fue muy rápido.
»Se fueron enseguida los dos al camerino a recoger el dinero y supongo que fue entonces cuando Máximo te dejó ese puñado de billetes en un sobre a tu nombre. Yo les vi aparecer de nuevo en el club, ya con la maleta; y cruzar la sala y salir a la calle. Hubiera podido seguirles, pero me encontraba demasiado asustado. No, no era eso, no era miedo, era como si no tuviera fuerzas, como si mis piernas no fueran mis piernas, y además estaba el asco, ya me entiendes, no podía salir de detrás de la cortina y meterme en mitad de toda esa sangre, si me quedaba detrás de la cortina era como si la sangre no fuera de verdad, como si fuera una película. Así que no me moví de allí, me quedé quieto durante mucho tiempo, no sé cuánto, hasta que llegó mi madre y se puso a gritar como una loca.
»Luego, oyendo a unos y a otros, me enteré de que Máximo y la enana se habían ido directamente al aeropuerto y habían col ido un avión grande y pesado que iba a Canadá. se fue el avión que explotó aquella noche nada más despegar, con ciento setenta y tres personas dentro. Está claro que fue cosa de la maleta, 0 sea, de la bomba que tenía la maleta. Por qué estalló entonces, no se sabe. Pero el avión explotó cuando todavía estaba tomando altura y por eso se vio perfectamente en todo el Barrio, una bola de fuego que les dejó a todos achicharrados, por eso el Barrio olía tan mal, a carne quemada, los días de después. Yo no vi la explosión porque todavía estaba detrás de la cortina, pero me han dicho que el cielo se puso todo rojo con el estallido y que fue un espectáculo horroroso.
»También estalló la cabeza de Segundo, y eso sí lo vi. Fue una cosa rara, porque por delante, que era por donde la enana había disparado, no se rompió. Pero por detrás salió volando. Pedazos de cabeza y de sangre y de cosas. Lo que tenemos dentro. Se manchó el escenario y las paredes. Por eso yo no podía salir de mi escondite. Porque todo estaba lleno de él, por todas partes. Ya sé que era mi padre, pero no me importó que lo mataran. Sólo que después de que le dispararan todo me daba asco; y me sentía sucio. Ahora estoy mejor y me alegro de que Segundo ya no viva con nosotros. De todas maneras me gustó que le dijera eso a Máximo: si no me matas ahora, te mataré yo. Tenía miedo pero no se arrugó. Y eso me gustó porque era mi padre; y yo no me parezco nada a él, pero nunca se sabe.»
El sol se hundió por detrás de los tejados de las casas, el cielo se puso blanco y luego gris, llegó la noche con pasos silenciosos y se encendió la farola de la fuente, y yo seguía esperando a mi padre en el estanque. Desde donde estaba no se vela más que el comienzo de nuestra Calle; me moría de ganas de ir por lo menos hasta la puerta del club y aguardar ahí a que saliera, pero no me atrevía a desobedecerle de nuevo. Mi padre no me querría, si lo hiciera. Aún recordaba su mirada de horas antes, cuando me había dicho que me fuera: sus ojos duros y furiosos. Tanto que había soñado con su llegada, tanto que había deseado este momento, y ahora me encontraba turbada y confundida, angustiada por mi torpeza, temerosa de haberle defraudado. Cerré los párpados porque la farola daba vueltas. Con toda esta agitación no había comido, y quizá fuera eso. Pero no tenía hambre. Sólo un vacío dentro del estómago y del pecho, un vacío tan grande como una noche oscura.
Abrí los ojos y la farola ya se había quedado quieta. Menos mal. Unos chicos cruzaron la plaza y me miraron. Eran los de la banda del Botines y ya era la tercera vez que pasaban esta tarde. No eran de los Más malos, aunque tampoco fueran buena gente. Pero ahora no me asustaban lo más mínimo, porque nada podía ser peor para mí que el hecho de que mi padre no me quisiera; y ese temor insoportable me apretujaba el corazón y me inundaba la cabeza, no dejándome espacio para ningún otro miedo. Así que les devolví la mirada, desdeñosa, y ellos se marcharon por la calle Ancha dándole patadas a una lata.
Algo suave y tibio se frotó contra mis piernas. Era un gato, no, una gata, tal vez uno de los animales de mi abuela. Los felinos se habían dispersado después del incendio y ya no habíamos vuelto a verlos. Pero esta gatita cariñosa me parecía conocida: le rasqué la barbilla, le levanté la cara. Esas orejas triangulares pintadas de blanco en la punta, las rayas de suave gris y blanco sobre el lomo… Estaba muy delgada, casi esquelética, pero sin duda era Lucy Annabel Plympton.
– Mi querida Lucy, cuánto tiempo sin verte… -dije en voz alta, rascándole la escuálida barriga. Y luego añadí, porque doña Bárbara siempre quiso que se repitieran los nombres enteros-: Lucy Annabel Plympton.
La gata ronroneó encantada. Recordaba perfectamente la tarde que habíamos visto su nombre en el cementerio. Fue en una lápida muy vieja, rajada por la mitad y con moho en las fisuras. «Lucy Annabel Plympton,», decía la inscripción de la piedra: «Amante del árbol y del viento y del agua, de los pájaros y de las flores y de las bestias amigables». Una bestia amigable era la gata, que ahora se estiraba y rodaba juguetonamente por el suelo. De modo que Lucy tenía más o menos dieciocho años al morir. ¿Qué era la muerte? Yo ya sabía lo que era la muerte. Había visto al Buga y a la abuela. Era no ver, no oler, no tocar, no estar. Era desaparecer para siempre jamás. Un vértigo, un miedo mayor que el de las escaleras más oscuras, o el de cruzar el club entre tinieblas. Pero eso sólo les sucedía a los otros. Yo no podía morir: era una niña. La gata me lamió un tobillo, maulló una vez y se marchó corriendo.
Me acordé entonces, no sé por qué, de la foto que mi padre me había dado. ¿Cómo había podido olvidarme de ella durante tanto tiempo? Me temblaba la mano de excitación cuando la saqué del bolsillo de la falda. Era un cartón duro y amarillento, no como las fotos modernas; y tenía un color desvaído y tostado, como la de la enana Lucía Zárate.
Miré la imagen con atención a la luz de la farola. Era una niña más o menos de mi edad, con el pelo rizado y despeinado, movido por el viento. ¿No había dicho mi padre que era una foto de mi abuela? Pero no se parecía a doña Bárbara. La niña era delgada y fuerte; vestía una especie de combinación de algodón con encajes que le llegaba a media pierna y que también flameaba al aire, y unos calcetines, sólo calcetines, no zapatos, todos arrugados en los tobillos y quizá mojados. También los bajos de la combinación parecían empapados: la tela se adhería a su pierna derecha. La niña estaba de pie sobre la arena fina de una playa vacía y a sus espaldas se veía la línea más oscura de un mar espumeante. Miraba de frente la chica y sonreía alegre y orgullosa, envuelta en esa brisa húmeda que debía oler a verano y a peces: las cejas altas, los ojos achinados, la barbilla redonda. Una mano de hielo me apretó el estómago:
No se parecía a doña Bárbara, sino a mí. La niña llevaba al cuello una bola de vidrio. Mi bola de vidrio, la que la abuela me había regalado, con el mismo y diminuto espíritu turbio congelado dentro del cristal. Me llevé la mano al pecho y toqué la esfera suavemente: seguía estando fría, como siempre. La niña llevaba la cadena de la bola como Yo, con una doble vuelta: también debía de ser demasiado larga para ella. A sus espaldas, el mar relucía reflejando un sol que no estaba en la foto. Había una dedicatoria en una esquina, escrita con una tinta un poco corrida y con una letra infantil y redonda: «Para mi querido Papá de su pequeña Baba».
Me metí la foto en el bolsillo y la empujé con fuerza hacia abajo, contra la tela del fondo, hasta que el viejo cartón crujió bajo mis dedos. De repente me irritaba esa niña, ese retrato que mi padre había llevado en su cartera, ese viento, ese mar, esa dedicatoria estúpida. Saqué de nuevo la foto; se había abarquillado y en el envés habían aparecido algunas fisuras. Me incliné sobre el estanque: un palmo de agua negra, botes de cerveza arrugados, vidrios ro- tos, plásticos flotando, una bota de niño varada en mitad de la pileta sobre un revoltijo de trapos sucios. Abrí los dedos y dejé caer el retrato. Se quedó en la superficie, con la parte abarquillada hacia arriba. Batí un poco el agua con las manos, creando una ligera corriente que se llevó la foto hacia el centro del es- tanque, como un barquito. Allí empezó a escorarse poco a poco: el cartón debía de estarse empapando. Se hundía el barquito en la estela de luz que la farola pintaba sobre el agua podrida, lo mismo que el sol pintaba caminos relucientes sobre los mares vivos. Pensé en mi padre, en si se molestaría por lo que yo había hecho con el retrato. Pero él me lo había dado.
Miré hacia nuestra calle y estaba oscura, sin que nadie apareciera por la esquina. Miré hacia la fotografía y ya no estaba. Suspiré y me sequé las manos con la falda. Seguí esperando.
Llevaba sentada en el duro reborde un tiempo incalculable y me dolía la espalda. Me puse en pie y caminé un poco; casi sin darme cuenta me encontré en la esquina de nuestra calle. Desde allí se veía, allá al fondo, la puerta del club, que estaba bien cerrada. Me asustó mi propia temeridad: no quería que mi padre me descubriera espiándole de nuevo y retrocedí unos cuantos pasos apresuradamente. Me quedé de pie en mitad de la glorieta irregular, lejos de la esquina y del estanque, en una tierra de nadie a la que apenas si llegaba la luz de la farola. La cara me ardía allí donde mi padre me había acariciado con su dedo, como si tuviera la mejilla tajada, la piel herida. Por encima de mi cabeza había un cielo redondo y líquido, un plácido lago de aire negro reluciente de estrellas. Chisporroteaban en silencio sobre mí, hermosos fuegos fríos; y yo era el centro de todo ese derroche de energía. La Tierra oscura y tibia, dormida bajo mis pies, me sostenía.
Entonces sucedió, entonces fue el prodigio. Oí un estampido a mis espaldas y el cielo enrojeció. Me volví y ahí estaba, en una esquina de la noche, sobre los edificios, tronando y restallando como para avisar de su llegada, incendiada de colores, una masa llameante y poderosa, aún más bella y más impresionante que en la foto del baúl: era la Estrella de la enana.
La reconocí enseguida, supe que era ella, no podía ser otra, la Estrella mágica de la Vida Feliz, una bola de fuego cegadora que devoraba toda la oscuridad. Tronó la Estrella nuevamente y de súbito estalló en mil pedazos, mil estrellas menores, ascuas vivas. Yo asistía embelesada a esa lluvia de oro y vi caer una tras otra las lágrimas de fuego y apagarse en las sombras, Al fin el cielo se vació, el aire se calmó, la noche volvió a remansarse en su negrura. Me quedé temblando en medio de la plaza, que ahora parecía tan mortecina y fea tras el prodigio. Hablaban los vecinos con gran excitación, asomados a los portales y las ventanas, sin saber que lo que había sucedido era por mí y que eso que habían visto era mi Estrella, que había venido desde los remotos cielos siderales para demostrarme que la vida era dulce y que los deseos siempre se cumplían. Alguien regó unos tiestos de geranios, cayó una cortina de gotas sobre el suelo, se respiró el olor verde y vivo de las plantas. Arriba, en la noche recién apagada, una media luna suave y perezosa navegaba en un pequeño mar de nubes. Tanta vida por delante, y toda mía. Y así, tranquila al fin, regresé al áspero borde del estanque y me senté a esperar que volviera mi padre.