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– Eh, pequeñas marmotas, abrid esos ojos y levantaos… Vamos a explorar el mundo un poco…
Detrás estaba Amanda, vestida tan sólo con una camiseta larga, las flacas piernas al aire y los pies descalzos, como si la enana también la hubiera levantado a ella de la cama. Amanda asomaba por encima de los hombros de Airelai, con el pelo alborotado y sofocada por un ataque de risitas nerviosas; parecía una niña y no una madre, la madre de Chico como era, y eso resultaba turbador y me irritaba. Pero Chico extendió enseguida los brazos hacia ella, sonriente y adormilado, y Amanda le cogió en volandas, y le apretó contra su pecho, y bailoteó con él entre grandes carcajadas por todo el cuarto. Y yo no tenía ningún cuello tibio y perfumado al que agarrarme. Baba.
– ¡Venga, venga! Segundo ha salido y como doña Bárbara no está… ¡estamos solos! -urgía risueña la enana.
No habían encendido ninguna luz, ahora me daba cuenta. La casa estaba a oscuras y en silencio; y por la ventana abierta de par en par entraba el resplandor de la luna llena. El mundo parecía otro envuelto en ese aire de plata tan limpio y tan ligero. El lavabo de la esquina, el armario, la puerta, incluso nuestras manos y el brillo de nuestros dientes al reír: todo se veía más bonito y más nítido. Dulce y sin peso, como la sustancia de los buenos sueños. Y en verdad parecía que seguíamos en la cama y que todo lo que hacíamos no era sino soñar.
Por eso no nos entretuvimos en ponernos la ropa y, como Amanda, seguimos a la enana descalzos y en camisa; porque esa manera de vestirse, o de no vestirse, era sin duda la más adecuada para una noche de nata como aquélla, una noche distinta que parecía que jamás iba a ser vencida por el sol, la noche eterna. Y así, bailamos y saltamos en fila detrás de Airelai de habitación en habitación, e íbamos abriendo todas las ventanas por las que pasábamos. Entraba la luna a borbotones, silenciosa y líquida, dibujando grandes rectángulos de luz sobre el suelo y lamiéndonos los pies desnudos con su lengua fría.
– Qué bonita es la noche -decía Airelai-. Noches de casas oscuras y cocinas vacías, de balcones abiertos y olor a geranio recién regado… La noche es de las mujeres. Y también de los niños, hasta que se hacen hombres y olvidan quiénes son.
Y abría la puerta del cuarto de los gatos y permitía que los animales nos siguieran por toda la casa y se afilaran las uñas en el sofá de Segundo.
Estábamos en junio y ya empezaba a hacer calor; por las ventanas entraba el olor de las madrugadas en verano, que es un aroma seco y tibio, como a sábanas planchadas o a barro recién cocido. Fuimos a la habitación de Amanda, y luego al cuarto de la enana a rebuscar entre sus tesoros, y después corrimos o quizá volamos hasta la cocina, en donde devoramos una miel que, a la luz de la luna, era brillante y negra como azabache derretido.
– Es que, por las noches, las cosas están llenas de sus propias sombras, y por eso son distintas a como son durante el día; porque de día las cosas se desdoblan y la sombra sale de ellas y todo pierde un poco de sustancia -explicaba Airelai-. Pero, claro, como vosotros os pasáis las noches durmiendo como lirones, pues no os habíais dado cuenta.
Y debía de tener razón la enana, porque esa miel espesa y negra era la más rica que jamás había comido; y porque todo era semejante al mundo habitual pero todo era distinto: los colores transparentes, los muebles flotando sin peso en la penumbra, las frescas baldosas acariciando nuestros pies, la casa que parecía respirar en torno nuestro como un animal amable y cariñoso, y ese aire ligero y espumoso, como si lo hubieran batido hasta hacerle cuajar la nata de la luz de la luna.
Y entramos en la habitación de doña Bárbara. Con sigilo, tropezando los unos con los otros, abriendo mucho los ojos para enterarnos de todos los detalles. El sillón era un guardián furioso sumergido en las sombras; cuando la enana descorrió las cortinas, a la luz de la luna se convirtió en un trono. Y en la cama parecía reposar la sombra de doña Bárbara. Nos callamos todos; la gata Manuela Fornos Saríz, que había entrado con nosotros, agachó la cabeza y se fue de puntillas. Moviéndose con la seguridad de quien conoce los lugares, la enana abrió el cajón inferior de la cómoda y sacó la caja cuadrada de las pastas de pifiones. Todos cogimos una y, sentándonos en semicírculo en el suelo, la comimos a la vez y a mordisquitos, como si fuera un rito. Debajo de nosotros daba vueltas el mundo.
Aun sin estar la abuela olía a la abuela; a incienso y a linimento. Miré la foto de mi padre: su rostro destacaba en la penumbra, fuerte e intenso.
– Es Máximo, sí -musitó la enana, que me estaba observando-. Yo me encontraba allí cuando se hizo esa foto.
Intenté disimular porque no quería que supieran que esperaba el inminente regreso de mi padre.
– ¿Y el otro retrato? -Es del marido de doña Bárbara. Vuestro abuelo. Era un mago muy bueno. Aprendí mucho con él -contestó Airelai.
– Me da miedo -dijo Chico. -Es que está muerto. ¿Entendéis lo que os digo? Cuando le hicieron la foto ya estaba muerto. Nunca consintió en fotografiarse mientras vivía. Decía que los retratos le roban a uno el alma.
Esos ojos azules tan terribles, esa cara de músculos exangües. Chico se abrazó a su madre.
– Me da miedo -repitió. Y se ovilló en el regazo de Amanda.
Retorcido como estaba, la ligera camiseta se le había subido hasta media espalda. Vi la carne blanca y suave del niño, los picudos huesines de la columna vertebral; y esas extrañas marcas oscuras y redondas. Me incliné y miré más de cerca: eran unos pequeños círculos de piel arrugada y más oscura. Había dos o tres, quizá por delante hubiera más. Podrían ser quemaduras. Cicatrices.
– ¿Qué tienes aquí? -dije. Chico dio un respingo y se tapó la espalda de un tirón. Y entonces, por ese gesto suyo, comprendí. Comprendí por qué era tan cuidadoso al desnudarse, con lo que yo creí que eran pudores de varón. Comprendí el pavor que le tenía a Segundo.
Nos quedamos en silencio durante un rato largo, mientras la noche seguía crepitando de luz alrededor. Amanda acunaba a Chico entre sus brazos y bisbiseaba una canción de cuna sólo para él. Ahora ya no parecía una niña, sino mucho más vieja de lo que en realidad era. Airelai se levantó con un suspiro y se acercó a la ventana abierta. La seguí. Allí abajo, junto a la farola de la esquina, apoyado en el muro, estaba el hombre contra el que yo había tropezado esa mañana; fumaba un cigarrillo y parecía esperar algo o a alguien con una paciencia inagotable.
– Tenía que suceder -repitió la enana. Un avión rompió el cielo sobre nuestras cabezas: era como el ruido del rodar de unas nubes de piedra. Y después comenzó a amanecer y se acabó también esa noche eterna.
Airelai tenía dibujada la cruz de Caravaca en el cielo de la boca. Un día nos la enseñó y como era tan bajita se tuvo que subir a la mesa de la cocina para que Amanda se la pudiera ver. Se trataba de un reborde blanquecino que le recorría el paladar; no resultaba demasiado espectacular, pero era la marca de la Estrella.
– Esto indica que poseo la gracia. Inmediatamente Chico y yo nos escudriñamos la boca el uno al otro para ver si estábamos señalados. Pero no.
– No seáis tontos: si la tuvierais lo sabríais, porque éste no es el único indicio -dijo la enana-. El más importante es el del poder de la palabra. Si un niño tiene la gracia, habla desde el vientre de su madre. Pero si la madre lo cuenta, si revela el prodigio, la criatura nace con la marca pero pierde la gracia.
Nos quedamos impresionados. Incluso Amanda apretó los labios, amedrentada por las incalculables consecuencias del decir.
– ¿Por eso eres así, porque tienes esa cosa en la boca? -preguntó Chico tímidamente.
– ¿Cómo así?
– Así de pequeña. Airelai hinchó el pecho diminuto y dio unos cuantos pasos a uno y otro lado con aire satisfecho, como si el niño le hubiera dedicado el mayor elogio.
– Digamos que soy… especial -contestó al fin con una sonrisa.
Y entonces nos contó lo de la Estrella. Porque Airelai hablaba mucho. Con ella, y con sus baúles, y sus útiles de magia, y sus trajes bordados de chispas de luz, llegaron sobre todo las palabras: fascinantes historias de mundos remotos, aventuras extraordinarias, reflexiones incomprensibles pero seguramente importantísimas. Por eso cuando Chico y yo no entendíamos algo, nos aprendíamos las frases de memoria, en el convencimiento de que la vida, con el tiempo, acabaría adaptándose a las palabras de Airelai y nos permitiría extraer su significado. Todo lo sabía nuestra enana; todo lo había vivido. Parecía muy joven, una linda muñeca sin pasado, pero ella aseguraba que tenía muchos años.
– No soy enana, sino liliputiense, esto es, de proporciones delicadas; no deforme ni monstruosa, sino sólo pequeña -explicaba a menudo Airelai-. Los liliputienses somos miniaturas de la vida, muestras perfectas; y por eso mismo, por nuestra perfección, jamás envejecemos. Nunca somos del todo niños, pero tampoco ancianos. Atravesamos la existencia siempre iguales a nosotros mismos, y al cabo, un día cualquiera, nos morimos. Como todos. Pero solemos vivir mucho, porque, como somos pequeños, a menudo la muerte nos olvida.
Desde luego era tersa y muy hermosa, con la piel del color del pan recién tostado, los ojos oscuros, el pelo espeso y liso, azuloso en los reflejos de tan negro. Y una voz fina y suave, adornada aquí y allá por los restos de un acento extranjero, que se te colaba en los oídos como una brisa fresca. Con esa voz ligera e hipnotizadora, Airelai nos contó aquella tarde la siguiente historia:
«Yo nací muy lejos de aquí, hacia el Oriente, al otro lado de mares y montañas. Justo cuando mis padres se estaban amando sin pensar en mí, pasó por encima de ellos una estrella errante, que son las más poderosas, porque no necesitan estar sujetas como estúpidas a su lugar fijo en el firmamento. Y hete aquí que mis padres me concibieron en ese instante, y del fuego cercano de la Estrella yo obtuve la fuerza. Y a los seis meses hablé dentro del vientre de mi madre y grité: «¡Quiero salir de aquí!». Lo cual fue prueba evidente de que tenía la gracia, no sólo por hablar, sino por decir que quería salir, porque de todos es sabido que ningún niño desea abandonar el vientre de su madre y afrontar, tan solo y tan desnudo, el doloroso peso del mundo.
»Pero yo no estaba tan sola, porque tenía mi don. Y ello me otorgaba el poder de la clarividencia y del entendimiento. A diferencia de los demás humanos, que están tan absortos y encerrados en sus pequeñas existencias que por delante y por detrás sólo atinan a ver oscuridad, yo sabía de dónde venia, y quiénes llegarían tras de mí. Yo sé que ocupo un lugar en la cadena de la vida, como la minúscula gota perdida, pero también arropada, en las aguas de un río torrencial. La Estrella, acostumbrada al ritmo sideral y sobrehumanamente lento de las grandes esferas, me regaló esa aguda percepción de lo inmenso y de lo diminuto. Yo sé que soy pequeña, muy pequeña; pero los demás también lo son y no lo saben. Ése es mi poder, el de la conciencia.»Cuando me escuchó gritar dentro de su vientre, mi madre se llevó un susto tremendo. Mi madre era muy joven por entonces, y además se había quedado huérfana siendo aún una niña, de manera que mi abuela, su madre, no tuvo tiempo de transmitirle unos conocimientos tan básicos e imprescindibles como el de saber qué debes hacer si tu hijo te empieza a hablar desde dentro de ti. El caso es que mi pobre y asustada madre al principio se calló y no hizo nada, esperando haber oído mal. Pero yo siempre fui bastante impaciente y cabezota, de manera que seguí gritando que quería salir. Hasta que al fin una tarde mi madre se arregló con esmero, se envolvió la barriga con un chal de lana para amortiguar mis voces y se fue andando hasta el otro extremo del pueblo para consultar a la Vieja Sabia. Y la Vieja Sabia le dijo:
»-Mujer has hecho mal en venir. Me has revelado que tu hijo grita dentro de ti, y sólo por eso, por hablar demasiado, la criatura puede perder la gracia: no deberías habérselo dicho nunca jamás a nadie. Tienes una disculpa, sin embargo, y es que no sabías; y que, aun sin saber, te has comportado con considerable juicio y discreción, y sólo me lo has contado a mí, y en busca de consejo. De manera que mereces que te ayude, y así voy a hacerlo, aunque no sé si conseguiremos enmendar este error. Lo primero que debes saber es que, cuando uno se ha ganado un destino y ha concitado una desgracia, la única manera de evitarla es cambiarla por otra clase de desdicha. Si quieres que tu criatura no pierda su don, tendrá que pagarlo de algún modo. Esto es, tendrá que escoger entre la gracia o el dolor. Pero yo no soy quien para decidir por tu hijo algo tan importante, y ni siquiera tú puedes hacerlo. Recuerdo que hace muchos, muchísimos años, cuando yo era aún una niña, mi abuela, que me enseñó todo lo que sé, me llevó un día de visita a una gran casa de piedra y madera a las afueras del pueblo. Un par de hombres, no sé si eran parientes o criados, nos condujeron por las escaleras de granito y nos llevaron al dormitorio principal. Allí, en una cama inmensa que habían tenido que reforzar con tablones de roble, estaba tumbada una mujer mayor, más o menos de la edad de mi abuela. Tenía los ojos cerrados y respiraba fatigosamente; pero lo más notable era la colosal barriga que poseía, un bulto de dimensiones fantásticas que le hinchaba el camisón como una vela y que reposaba lateralmente sobre la cama. Era tan grande el vientre que la anciana parecía un añadido de él, y no al contrarío. Y entonces mi abuela me dijo:
»-Esta mujer de tripa descomunal que ves aquí fue en tiempos mi mejor amiga. Crecimos juntas y juntas fuimos a nuestros primeros bailes. Ella conoció enseguida a un chico bueno y guapo, y se casó. Al poco se quedó en estado y su felicidad parecía tan completa que casi daba miedo. Pero a los seis meses de embarazo la criatura empezó a hablarle desde dentro del vientre. Era un varón y decía cosas dulces y bonitas. Mi amiga sabía que no debía dar cuenta a nadie del prodigio, pero a la sazón se encontraba cegada por esa estúpida embriaguez de omnipotencia que produce la dicha y el amor. Así que se lo dijo a su marido, y después, asustada por lo que había hecho, pidió ayuda a las comadres, que le explicaron que, si su niño quería conservar la gracia, tendría que pagar con infelicidades y desdicha. No estaba mal encaminado el consejo, pero, como luego verás, era incompleto. El caso es que mi amiga se lo pensó mucho: noches sin dormir y días de llanto. Y al final decidió que su hijo no podía perder el don, aunque el precio fuera alto. De modo que una madrugada salió al patio y, a la oscura luz de las estrellas, aceptó en nombre de su hijo las pesadumbres necesarias con tal de mantener la gracia. Pues bien, eso fue lo peor que pudo hacer. Chilló el niño al oírla, y no paró de chillar dentro de su vientre durante varios días. Pero lo más horrible es que pasaron las semanas, y llegó el momento de parir, y la criatura no salía; se negaba a vivir una vida de desdichas que otros habían escogido por él. Y se cumplió una semana de retraso, y luego un mes. Pasó el primer año, el segundo, el tercero; el niño no nacía, pero crecía dentro de las entrañas de su madre al mismo ritmo con que hubiera ido creciendo fuera. Al poco tiempo el peso y el volumen eran tan tremendos que mi pobre amiga ya no se podía tener en pie y tuvo que confinarse de por vida a la cama. Y allí, en la cama, siguió desarrollándose el niño, que al cabo dejó de ser un niño y se convirtió en un varón hecho y derecho. Y a juzgar por las dimensiones de la barriga, debió de ser un chico alto y fuerte y ahora debe de ser un cincuentón considerablemente gordo. Hace muchos años que mi amiga ha perdido casi por completo la conciencia; sólo vive para alimentarse, cosa que ha de hacer durante varias horas al día, y el resto del tiempo en general dormita.
»-Así habló mi abuela -dijo la Vieja Sabia-, y cuando se calló, y nos quedamos las dos contemplando en la penumbra la montaña de carne temblorosa, pudimos escuchar una voz de varón lejana y débil que exclamaba: “¡No quiero salir! “, entre ecos de humedades, bóvedas reverberantes y chapoteos. Si te cuento todo esto, mujer, es para que comprendas que no podemos decidir por los demás en modo alguno. Que no es lícito bajo ningún concepto imponer a los otros un destino que nosotros les hayamos escogido, aunque creamos que nos mueve el altruismo y que con ello estarnos haciéndoles un bien.
»Así habló la Vieja Sabia -dijo la enana-, y mi madre, aprendida la lección, regresó a casa. Y esa misma noche salió al patio y, a la oscura luz de las estrellas, me comunicó que yo debía escoger entre el sufrir y el don. Y yo me rebelé, y pataleé dentro del vientre de mi madre, y lloré; porque me parecía injusto tener que asumir la responsabilidad de una decisión semejante aún antes de haber nacido. Pero al final elegí, y preferí la gracia; porque prefiero el conocimiento, aun con desdichas, a una felicidad tonta y sin conciencia.
»Ahora bien, estuve tan preocupada durante los últimos meses de mi gestación, y empleé tantas energías en decidir la mejor opción, que descuidé el acabado final de mi anatomía; y así sucedió que, cuando nací, lo hice muy pequeñita, y pronto se vio que me debía de faltar una pieza fundamental en el mecanismo del crecimiento, porque pasaba el tiempo y yo seguía igual de menguada, hasta que mi condición de liliputiense se hizo evidente. Luego descubrí que este tipo de percance es bastante común. Quiero decir que muchas de las embarazadas tocadas por el don hablan de más; y los hijos, turbados por tener que vivir ya en el vientre materno conflictos tan tremendos, suelen descuidar su propia formación o confundir de pura zozobra y aturullamiento, las piezas de ensamblaje. Y así, muchos nacen con seis dedos en cada mano, con los pies torcidos o labio leporino. De modo que cuando os encontréis por el mundo a esos seres singulares de triste apariencia, hombres y mujeres jorobados, o ciegos, o zambos; o bien feos como un demonio, y tullidos, y bizcos, no os creáis por ello que son inferiores y dignos de lástima, porque probablemente están así porque poseen la gracia.
»En cuanto a mí, nunca me he arrepentido de mi elección, aunque mi vida ha sido difícil y siempre he tenido que convivir con alguna desdicha. Pero también, y gracias al don, mi existencia es intensa. Y sé además que algún día volverá mi Estrella, que es una estrella errante, lo que los hombres de ciencia llaman un cometa. Vosotros habéis visto la foto de mi cometa, de mi Estrella, porque la tengo cosida a la tapa del baúl: esa masa de luz, ese hermoso chisporroteo, esa potencia. Una noche ya no muy lejana volverá a cruzar el cielo sobre mí, y esa noche, lo sé, se habrán acabado mis sufrimientos y todos mis deseos se harán realidad. Sé que será así: sucederá.» De este modo habló Airelai cuando nos contó lo de la Estrella, dejándonos boquiabiertos a Chico, a Amanda y a mí. Había atardecido sobre sus palabras y nos quedamos unos minutos callados en el crepúsculo, digiriendo la historia. Luego Amanda preguntó:
– Y si dices que siempre tienes que sobrellevar alguna pena, ¿qué desgracia te sucede ahora?
Porque la enana nos parecía fuerte, libre y feliz. Airelai suspiró:
– Pues ahora… Yo ahora sufro mucho -dijo, ruborizándose. Aunque no lo advirtáis, sufro mucho de amor.
Desde que el tipo con sonrisa de tiburón empezó a vigilar la casa, Segundo había desaparecido. No dijo a dónde iba, y ni tan siquiera que se fuera a marchar; simplemente salió de la pensión un atardecer y ya no regresó. Al principio, Amanda estaba más pálida que nunca y se pasaba las noches en vela esperando el regreso de su marido.
– Es que no quiero que me pille dormida -le comentaba a veces a la abuela.
– Siempre fue un perfecto inútil -contestaba doña Bárbara.
Pero a medida que pasaban los días Amanda parecía serenarse; y a veces hasta se le podía escuchar tarareando algo mientras preparaba la comida o arreglaba la casa. Aunque de pronto detenía con brusquedad sus suaves canturreos y levantaba sobrecogida la mano hacia la cara, en ese gesto tan suyo y tan indefinido, como si fuera a cubrirse la boca y a medio camino se arrepintiera, como si fuera a morderse las uñas y se le hubieran perdido los dedos en el trayecto. Y en esa mano que colgaba blandamente en el aire estaba retratada toda su vida.
– No me puedo creer que se haya ido -musitaba acongojada en esas ocasiones-. Volverá. Lo sé. Nunca me dejará.
– Siempre fue un perfecto inútil -decía la abuela. Vivíamos con las orejas estiradas, esperando oír sus pasos en cualquier momento. Hablábamos, jugábamos, comíamos y dormíamos con esa presencia inminente; y todo lo hacíamos deprisa, para acabar antes de que él volviera, aunque se tratara de una actividad totalmente inocente. Pero el regreso de Segundo era una línea, una frontera; y cuanto más tardaba, más imponente nos parecía el momento de su vuelta, más cargado de significado y de amenaza.