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Era la hora de la siesta y el aire estaba quieto y bochornoso.
– No me lo puedo creer -contestó Amanda. -¿Por qué? -No es mi suerte. Quiero decir, tengo muy mala suerte.
– Pero imagínate que eso ha cambiado -dijo Airela-. Ahora tienes mi fuerza. Ahora vosotros tres tenéis mi fortuna. Cuando llegue mi Estrella se cumplirán todos mis deseos. Y yo deseo que los tres seáis felices: tú, Amanda; y tú; y Chico también. Así es que vuestra suerte es ahora mi suerte.
Amanda suspiró: -Tú es que eres muy buena, Airelai. Pero él volverá.
Me tumbé boca arriba en el suelo, disfrutando del momentáneo frescor de las baldosas. Por encima de mi estaba el aire estancado y caliente de la habitación; y más arriba, el tejado calcinado; y más arriba, un cielo casi blanco abrasado por un sol insufrible; y más arriba, el firmamento siempre negro que nos rodea, como yo había visto en un programa de televisión. Y por allí, en la inmensidad de esa noche eterna, avanzaba hacia nosotros nuestra Estrella, firme y ciega, dispuesta a concedernos todo.
– ¿Por qué no te has ido? ¿Por qué no les has dejado? -preguntó la enana.
Amanda tardó mucho en contestar. Estaba sentada en una silla, vestida con una camiseta y unos pantalones vaqueros viejos cortados a tijeretazos a la mitad del muslo. Metía de cuando en cuando una servilleta en la jarra de agua que había sobre la mesa (habíamos acabado de comer hacía muy poco), y se humedecía con ella el escote y la nuca. La jarra había tenido hielo, pero ya se había derretido. Todos nos movíamos lentamente, y hablábamos lentamente, y pensábamos lentamente, como si moverse, hablar, pensar o respirar fuera un peligro, esto es, como si el calor nos estuviera matando. Y quizá fuera así. Chico quiso acurrucarse en los brazos de Amanda, pero ella le rechazó sofocada y suave. Entonces el niño se tumbó en el suelo, sobre las baldosas, como yo; y se puso a dormitar mientras agarraba con una mano un tobillo de su madre. La abuela también debía de estar durmiendo la siesta en la asfixiante penumbra de sus habitaciones: tomaba somníferos. Y a nuestro alrededor ardía la tierra.
– Pero, ¿cómo querías que me fuera? Es imposible -contestó al fin Amanda.
– Cuando viniste aquí, tú sola, a recoger a la chi-
– Ellos se habían quedado con el niño, para que yo no me marchara. Además, ¿adónde voy a ir? Segundo me encontraría. Y me mataría.
– Venga, venga: no eres la única mal casada en el mundo. Otras lo han conseguido.
– Yo no. Lo sé. Yo no.
– Además tú eres una chica preparada, has trabajado como secretaria, sabes escribir a máquina… No les necesitas para nada. Busca un empleo. Coge al niño y vete.
De nuevo Amanda tardó en contestar. La mirada se le perdió en el aire; se veía que estaba esforzándose en imaginar cómo podía ser la vida sin Segundo, sin su brutalidad y sus manos tan duras. Gotas de agua y de sudor brillaban en su escote y el pelo, mojado, se le pegaba a sus mejillas suaves y redondas. Un moscardón agujereaba la penumbra por encima de mi cabeza: embestía una y otra vez el aire denso y pesado y casi parecía oírse el ruido de las sombras al desgarrarse. Si se fuera Amanda, se llevaría al niño. Sólo al niño. Baba.
Amanda suspiró y sacudió la cabeza desesperanzadamente, dándose por vencida:
– No es mi suerte. Mi madre no quería que me casara con Segundo. Pero era muy guapo. Me casé y se acabó. Yo antes era otra cosa, pero me equivoqué y ya no hay remedio. No me puedo escapar de él. La vida es así. Se acabó, Airelai.
Hablaba Amanda con la mirada baja y un extraño temblor le ablandaba la boca y la barbilla, como si se le estuvieran rebelando, e incluso escapando de la cara, y ella careciera de fuerzas suficientes para sujetar barbilla y boca en su lugar. Recordé entonces otra barbilla así, agitada y contrita, desesperada en sus deseos de escapar de debajo de la nariz del propietario. La habíamos visto Chico y yo la tarde anterior enfrente de casa, a la puerta del club en donde, antes de que Segundo desapareciera, éste y Airelai solían actuar como magos. Era la barbilla del Buga, el chulito pandillero. Pero en esta ocasión, cuando le vimos Chico y yo, parecía considerablemente humilde y estaba solo.
– Vengo a hablar con el Portugués -había resoplado el Buga al matón que le abrió el portón y le dejó esperando en la calle.
Cuando vimos llegar al Buga, Chico y yo nos escondimos en las sombras de nuestro portal. Pero el muchacho no nos prestó la menor atención; de hecho, parecía absorto en algo interior y apenas si miraba por donde iba. Con la barbilla temblorosa y los gruesos párpados entrecerrando sus ojos chinos.
– Te dije que no vinieras aquí, qué mierda quieres… -gruñó el Portugués asomándose bruscamente a la puerta.
El cuerpo del Buga se sacudió bajo la voz del hombre. Se inclinó hacia delante y susurró algo que no entendimos. El Portugués arrugó con sorna su boca rota:
– ¿Y por qué iba a hacer yo eso por ti? No vales para nada. No me sirves.
En ese momento apareció en el quicio, junto al Portugués, el hombre con sonrisa de tiburón contra el que yo había chocado unas semanas antes. Su presencia fue una desagradable sorpresa para Chico y para mí: hacía unos cuantos días que no le veíamos y estábamos empezando a pensar que se había marchado. El Hombre Tiburón se agarró amistosamente a los hombros del Portugués y sonrió con su boca truculenta.
– ¿Qué pasa? -dijo; y había algo en su tono que convertía estas dos palabras inocentes en algo brutal.
El Buga se inclinó aún más hacia ellos y susurró de nuevo. No le oíamos pero vimos su espalda, tensada hacia delante y también hacia abajo, en un movimiento a la vez ansioso e implorante. El Portugués torció el gesto con desagrado y apartó al muchacho de un empujón que casi le tiró al suelo.
– Muérete -dijo aburridamente, sin ningún entusiasmo, antes de meterse club adentro.
– Y no vuelvas -añadió el Hombre Tiburón: y es- taba claro que no se trataba de un consejo.
El Buga se quedó un rato contemplando la puerta cerrada y luego se volvió y le pudimos ver la cara: blanca como un papel. Se sujetó el temblor de la barbilla con una mano y apretó los párpados sin pestañas durante unos momentos. Después abrió los ojos, respiró hondo, sacó pecho y echó a andar calle abajo. En los últimos segundos había ganado en altura y en desafío; casi hubiera parecido el Buga de siempre de no ser por ese miserable temblor de su barbilla.
Luego se lo contamos a la abuela, Chico y yo. No lo del Buga, sino que habíamos visto al Portugués y al Hombre Tiburón, muy juntos y amigos en el club de la magia.
– Siempre fue un perfecto inútil -suspiró doña Bárbara.
Y se marchó a la cama.
No teníamos dinero. Poco antes éramos ricos pero ahora Segundo seguía sin aparecer y no teníamos dinero. La abuela había vendido o empeñado un reloj de oro y unos tenedores grandes y pesados, sobrecargados de arabescos, que parecían tridentes. Eso me dijo Airelai, que lo sabía todo. Pero aun así no teníamos dinero. Algunos días apenas si había para comer y Amanda nos preparaba pan y sobrasada y se reía muchísimo, porque por un lado le preocupaba la situación económica pero por otro empezaba a pensar que Segundo no volverla, y esa contradicción en los sentimientos la tenía bastante nerviosa y así como algo loca.
Entonces Airelai dijo un día que ya estaba bien y que ella iba a tomar cartas en el asunto. Y comenzó a marcharse de casa todas las noches, embozada en un velo malva y en su misterio. No regresaba hasta muy avanzada la madrugada, con pasitos sin ruido y sin peso, como de conejo, y se metía en su baúl a dormir durante todo el día. Yo supuse que la razón de su comportamiento era la magia, y que si se iba de casa todas las noches era para poder hacer conjuros a la luz de la luna. Porque Airelai volvía siempre con dinero, pequeñas montañas de billetes arrugados que dejaba sobre la mesa del cuarto del sofá antes de irse a la cama, y a mí me parecía imposible que alguien pudiera encontrar todo ese dinero en las noches oscuras si no era a través de algún hechizo. Por las mañanas, al levantarnos, Chico y yo corríamos a la mesa a ver si se repetía una vez más el mismo portento, y era como si todos los días fuera Reyes. Yo escudriñaba los billetes intentando encontrar en ellos algo especial, porque nunca antes había tenido la ocasión de ver dinero encantado. Pero parecían billetes como los demás, algunos incluso muy usados y sucios, con los bordes rasgados y cosas escritas con bolígrafo: palabras absurdas, nombres de mujer, números de teléfono.
Entonces llegaba la abuela y cogía el montoncito de papeles con avidez, los alisaba, los contaba y los doblaba. Y luego llamaba a gritos a Amanda, le extendía majestuosamente unos cuantos billetes y le encargaba con voz de almirante los asuntos del día: que pagara tal o cual cosa, que comprara oporto para ella y, sobre todo, que adquiriera el pienso para los gatos, que se habían marchado casi todos al no encontrar comida en las malas semanas de hambruna y de pobreza, hasta el punto de que sólo resistieron hasta el final cuatro felinos, Zoilo Santana de Olla, Inés García Meneses, Tomasa López López y Dolores Rubio González, a quienes la abuela, agradecida, había decidido otorgar el título de duques. Ahora, con la reaparición de los cuencos de pienso, los gatos estaban regresando poco a poco.
Teníamos dinero y no estaba Segundo, así que vivíamos, por así decirlo, en el mejor de los mundos. Pero echábamos de menos a Airelai. Ahora apenas si la veíamos, entregada como estaba a sus conjuros nocturnos y a sus sueños reparadores durante la jornada; y sin la enana, sin sus ideas, sin sus historias, sin sus palabras, la vida era mucho menos divertida. Y así, Chico y yo nos pasábamos los días aplastados por el peso del verano, solos y aburridos. Tan aburridos que yo empecé a permitirme vagabundeos cada vez más amplios, viajes de exploración a los confines del polvoriento Barrio. Quise que el niño viniera conmigo, pero él se negó. A Chico no le importaba el aburrimiento: es más, incluso parecía disfrutarlo. Sentado en el escalón del portal, su pálida carita relucía de sudor y de satisfacción al ver pasar las horas tan quietas y tranquilas. Jugar con cromos, poner a pelear dos cucarachas o comerse su bocadillo de sobrasada eran para él placeres estupendos. Chico consideraba que la calma chicha era la mejor de las vidas posibles, porque donde no sucede nada no hay dolor.
Pero yo no pensaba así. Yo tenía ilusiones y deseos; yo esperaba, esperaba la llegada de mi padre, o al menos la llegada de la Estrella, que anunciaría nuestra felicidad inevitable. Y como toda persona que aguarda el comienzo de una vida mejor, vivía el tiempo presente con incomodidad y con impaciencia. Quería matar las horas, quería matar el tiempo para que el futuro llegara cuanto antes. Pero el vera- no era largo y pesado.
Por eso, por el afán de terminar tardes interminables, empecé a explorar el Barrio más allá de la zona autorizada. Porque todos los habitantes del Barrio teníamos nuestras calles, nuestras zonas, el lugar en el que, si respetábamos las reglas, podíamos vivir más o menos seguros. Pero si traspasábamos esas fronteras invisibles y tácitas y nos metíamos en otros territorios, con otros jefes, otras bandas, otras esquinas, otros Bugas, entonces nunca podías estar del todo segura de que el suelo continuara bajo tus pies y el cielo encima de tu cabeza. Todo era relativo en los confines del Barrio.
Sin embargo yo empecé a ir y a venir por todas partes libremente, y me ayudó el verano y el calor, el sol que vaciaba las calles y desdibujaba sus contornos con una neblina cegadora. Recorrí el Norte del Barrio, que se estiraba hacia la parte noble de la ciudad, y descubrí la iglesia con el altar sobrecargado que me recordó a mi abuela. Crucé al Este, y el Barrio limitaba con una zona de fábricas con muchos hombres y mujeres vestidos de mono azul, y altas alambradas, y perros policías olisqueando las vallas. Alcancé el confín del Oeste, y el Barrio se deshacía poco a poco en huertas resecas y casas de labor semiderruidas, en campos de tierra mala comidos por los cardos. Y fui por último al Sur y allí me encontré con más alambradas y más perros policías, porque el Barrio lindaba con el aeropuerto y habían cer- cado las instalaciones para protegerlas. Aunque, a decir verdad, no era el aeropuerto lo que parecía estar vallado, sino que el Barrio entero parecía estar metido en una jaula. Sobre todo porque era aquí, en el Sur, donde se encontraban las Casas Chicas.
Para ir hacia el Sur primero te topabas con la calle Violeta, que de día no era violeta ni tenía nada extraordinario. La crucé varias veces bajo la luz del sol (la prohibición sólo se refería a las noches) y era una calle más, como cualquier otra, ancha y corta y con grandes ventanas bajas siempre bien cerradas. Luego, tras cruzar esta calle, el Barrio perdía enseguida el asfalto y era cada vez más arenoso. Al poco de caminar llegabas a los desmontes, unas colinas de escombro y de basura en las que siempre rebuscaba algún perro, algún viejo, algún niño. Y cruzando los desmontes y su hedor a podrido llegabas a lo alto de un pequeño repecho y contemplabas a tus pies las Casas Chicas: un mar de chabolas recalentadas, con techos de lata y uralita, puertas de cartón y muros de tetrabrik. Todo ello entre nubes de polvo, carcasas oxidadas de coches, esqueletos de lavadoras y neveras, sofás medio quemados, arenas nauseabundas, un desfile triunfal de cucarachas y un centelleante sembrado de vidrios rotos. Se apretujaban las chabolas las unas contra las otras en la hirviente hondonada, de espaldas a las vallas del aeropuerto, que se veían al fondo; y del asfixiante abigarramiento subían gritos de mujeres, llantos de niños, tímidos ladridos de perros famélicos.
Me había atrevido a ir por segunda vez a las Casas Chicas y estaba observando, fascinada y desde lo alto del repecho, ese paisaje desconcertante, cuando de repente advertí a mis pies una sombra que no era la mía. Quise volverme, pero no me dio tiempo: una manaza cayó sobre mi cuello y alguien me agarró como se agarra a un gato. Un oscuro perfil de hombre que apenas si pude ver se acercó a mi oreja derecha:
– Vaya, vaya… Mira quién está aquí…
La voz me resultaba familiar, pero estaba tan aterrada que había perdido la memoria.
– Ya que has venido, tendré que hacerte los honores. Vamos para casa.
Sin soltar mi cuello, el hombre me empujó y me hizo bajar el desmonte por delante de él. En la hondonada el calor era insoportable y el sol parecía abrasar más; el polvo te subía tobillos arriba y se pegaba a las piernas sudorosas. Caminamos un rato entre las chabolas y apenas si nos miraba nadie, hasta que, con una torsión de su muñeca, el hombre me hizo entrar por una pequeña puerta en una de las casas. El interior estaba tan oscuro que al principio no pude ver nada. Poco a poco empezó a materializarse el mundo a mi alrededor: las paredes, formadas por decenas de envases de leche desnatada; el suelo, de tierra apisonada, limpio y bien barrido; una mesa de formica; una cama grande de patas de madera; un armario de cocina; un hornillo de butano; un televisor y un vídeo. En un rincón, tan quieta que fue lo último que vi, había una mujer extremadamente delgada y de edad indefinida, con un bebé en los brazos. No me miraba a mí, sino al hombre que había venido conmigo, y lo hacía con ojos despavoridos, como el perro que espera que le castiguen. Advertí que mi cuello había quedado libre y me volví. A mi espalda, sonriendo torvamente con su boca triangular, estaba el Portugués.
– Bueno, querrás tomar algo, ¿no? Eres mi invitada -dijo sardónicamente.
Y se volvió hacia la mujer y le ladró algo en un idioma que yo no entendí. Sin soltar al niño, la mujer se afanó en obedecer. Sacó una coca-cola, un vaso, sirvió el refresco, me lo dio. Sorbí un poco. Estaba caliente como una sopa.
– Bien. Ya has bebido. Ya conoces mi casa. Ya nos hemos hecho amigos. Así que ahora me vas a contestar todo lo que yo te pregunte -dijo el Portugués.
Yo me apresuré a asentir con la cabeza. -Bien. ¿Dónde está el dinero? Me quedé horrorizada. ¡La primera pregunta y no la sabía!
– ¿ Qué… qué dinero, señor? -balbucí. El diente del Portugués relampagueó en su boca herida. Me agarró por los brazos y me levantó en vilo: