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»Al amanecer entraron a levantarme como cada día y al descubrir las manchas comenzó el rito habitual de la impureza, la liturgia final de la katami. Me despojaron con suavidad de mis ropas finas; y del oro luminoso con el que me habían adornado durante tantos años. Me dieron una túnica de buen algodón y una bolsa de monedas de cobre: poca cosa. Y me dejaron en la puerta del templo, en mitad del polvo de la calle. Todos actuaron como si de verdad creyeran que la sangre era mía y no de la paloma. Quizá hubo sacerdotisas y sacerdotes que ignoraban el truco; o quizá prefirieron creer la narración mentirosa del hecho antes que el hecho en sí. Porque a menudo el relato de un suceso es más real que la realidad.
»Volví a mi casa y mi familia me acogió afectuosamente. Pero las antiguas katamis provocan la inquietud entre los vecinos y ningún hombre osará jamás casarse con ellas, porque temen morir fulminados si hacen el amor con una ex diosa. De modo que nadie me hablaba, nadie me sonreía, nadie se acercaba a mí. Hasta que me cansé de soportar silencios temerosos y miradas huidizas, y me marché con unos titiriteros que actuaban por los reinos de las montañas y que me anunciaban como la mujer más pequeña del mundo. De los titiriteros pasé a unos feriantes, y de los feriantes a un circo, ya en el Oeste. Y en el circo aprendí la magia de escena, que no es magia real, sino ilusionismo: las rutinas de las cuerdas que se cortan y no se cortan, de puñales que se clavan y no se clavan, de naipes que aparecen y desaparecen. Los trucos que hice con vuestro abuelo y que me habéis visto repetir con Segundo.
»Cuando era katami tenía que estar siempre a la disposición de los fieles. Venían los creyentes al templo a cualquier hora y hacían una ofrenda de pétalos de flores, de trigo, de incienso. Los peregrinos, y aquellos que habían hecho una promesa, pagaban unas monedas, la voluntad, sólo lo que tuvieran y pudieran, y pedían verme. Entonces se les pasaba al patio interior, estrecho y oscuro, con grandes losetas de piedra húmeda y mordida por el moho. Y esperaban allí pacientemente a que yo me asomara por una ventanita del primer piso, entre las celosías de madera labrada del corredor. Y yo me asomaba: chorreando se- das rojas, centelleando de oro. Me aferraba al alféizar y les contemplaba, impávida, sabedora de mi divinidad, concediéndoles la gracia de mi mirada. Y ellos, mis fieles, me adoraban: en el pozo oscuro de aquel patio de piedra me invocaban con el intenso amor de la necesidad. Elevaban hacia mí sus ojos, y sus manos, y sus corazones, siempre pidiendo algo; bisbiseaban una y otra vez mi nombre y al nombrarme, lo sé, me hacían diosa. Todos los humanos llevamos dentro de nosotros la posibilidad de ser divinos y también la de ser diabólicos. En aquel patio sombrío y lúgubre yo conseguí ser una diosa; en otras ocasiones, no sé si algún día os las contaré, me convertí en diablo.» Desde aquel encuentro con el Portugués dejé de salir a la calle. Dejé de salir, de comer, de dormir y casi de respirar. Estaba aterrada. Cuando la abuela o Amanda me mandaban a algún recado, primero se lo intentaba pasar a Chico, y si fracasaba y no tenía más remedio que cumplir la comanda, hacía todo el trayecto a la carrera y mirando hacia atrás por encima del hombro para ver si me seguía alguien. La escena en la casa del Portugués me había sumido en una especie de parálisis: ni se la había contado a nadie ni me había puesto a buscar el dinero, como ordenaba el hombre. Permanecía quieta esperando a que se derrumbara el cielo sobre mi cabeza y lo único que permanecía vivo en mí era mi propio miedo. Y así pasaban los días y cada vez estábamos más próximos al fin del mundo.
Hasta que llegó, en efecto, el día fatal; porque si hay algo seguro en este inseguro mundo es que el tiempo siempre se cumple y que el final siempre nos atrapa. Y así, una mañana llamaron a la puerta. Era una hora inocente, las once, quizá las doce, la hora a la que vienen los cobradores del gas y los carteros, y Amanda abrió sin pararse a pensar. Yo la vi desde el otro extremo del pasillo, vi cómo Amanda daba un paso atrás y endurecía, cuerpo, y supe desde ese mismo instante que la cosa iba mal. Un segundo después los visitantes atravesaron el umbral y pude reconocerlos: eran el Portugués y el Hombre Tiburón. Se quedaron plantados en mitad del recibidor, las piernas entreabiertas y unas pequeñas sonrisas frías en sus bocas terribles. Amanda se llevó las manos hacia la cara y las dejó colgando blandamente a medio camino, como siempre hacía.
– Buenos días -dijo el Portugués suave y melifluo-: ¿Está Segundo?
Amanda negó con la cabeza. -Bueno -dijo el Hombre Tiburón, enseñando los dientes amarillos-. Pues nos quedaremos a esperarle.
Y estiró el brazo y, con toda naturalidad, cerró la puerta de la entrada tras de sí. El gesto pareció devolverle el habla a Amanda:
– No… no va a venir -musitó. -¿Has oído, Portugués? -ironizó el Hombre Tiburón-. Dice que Segundo no va a venir.
– Qué pena -siguió la broma el otro-. Con las ganas que teníamos de verle.
En ese momento se volvió y me descubrió: -Vaya, pero si está mi amiga aquí… Vino hacia mi. Cerré los ojos: Baba, que no llegue; Baba, que se volatilice en mitad del pasillo. Que se abra un agujero en el suelo. Que desaparezca la casa. Que nos muramos todos. Sentí una mano de hierro en mi antebrazo. Abrí los ojos y a dos centímetros de mi cara estaba el Portugués lamiéndose el labio roto.
– Te he estado esperando. Me has fallado. Eso no está bien -dijo con suavidad.
Por encima de su hombro revoloteaba inútilmente Amanda, como una angustiada gorriona que intenta impedir que le roben los huevos de su nido:
– Váyanse de aquí… Qué vienen a buscar… Déjenos en paz… Suelte a la niña… Voy a llamar a la policía… -gimoteaba con un hilo de voz.
No le hacían ni caso. Vi cómo el Hombre Tiburón arrancaba el teléfono de la pared y cómo después comenzaba a registrarlo todo sistemáticamente: el mostrador de recepción de la antigua pensión, el cajetín empotrado de la luz. No pude ver más porque el Portugués me levantó en vilo colgando de un solo brazo. Chillé.
– ¿Dónde está? -gruñó-. Acabemos de una vez, me estoy cansando.
– ¡No sé nada, yo no sé nada! -lloré. Todo era muy confuso. Creo que Amanda intentó rescatarme y creo que el Portugués la tumbó de un solo bofetón con su mano libre, porque vi a Amanda sentada en el suelo entre un montón de gatos: el Hombre Tiburón debía de haber abierto la puerta del cuarto de los felinos. Y también estaba Airelai, a la que el escándalo habría despertado de su sueño diurno. Todo el mundo gritaba, probablemente yo también, y ahora estábamos juntas Amanda, Airelai y yo, y el Hombre Tiburón nos preguntaba una vez más por el maldito dinero.
De repente se hizo un silencio tan completo que pude escuchar las furiosas embestidas de mi corazón contra las costillas. Al principio no entendí por qué se había quedado todo el mundo tan quieto; luego seguí la mirada de los dos hombres y me encontré con la imponente figura de mi abuela. Doña Bárbara estaba en el vestíbulo, junto a la puerta de su cuarto, vestida con un traje verde oscuro, huesuda, muy erguida, dejando resbalar su amenazadora mirada por el arco de la poderosa nariz. No me extrañó que los hombres se hubieran quedado paralizados: también a mí su presencia me helaba la sangre.
– Vamos… -sonrió el Portugués, y al hacerlo la cicatriz morada y rosa se le retorcía-. No nos va a asustar con ese juguetito…
Entonces descubrí que la abuela llevaba en la mano una pistola. Pequeña, muy pequeña, y plateada.
– Ese cacharro no es de verdad… Y además tú no dispararías, ¿verdad, abuela? -dijo el Hombre Tiburón.
– Claro que no… -dijo el Portugués. Pero era evidente que pensaba que sí, que podía hacerlo. Se secó las manos en el pantalón, carraspeó:
– Bueno… Vámonos. Caminaron los dos lentamente pasillo adelante, contoneándose con tanto orgullo como si se tratara de un desfile y estuvieran esperando el aplauso cerrado de los espectadores. Pasaron junto a la abuela sin mirarla y abrieron la puerta. Antes de salir, el Portugués se atusó el pelo escaso, se tentó las solapas a la búsqueda de un hilo invisible, se demoró sin razón evidente durante un tiempo interminable. Luego miró a la duquesa Inés García Meneses, una gata gorda de rabo pelado que había salido al recibidor a ver el porqué de tanto ruido, y dijo amenazador y silabeante:
– Volveremos. Y se fue detrás del Hombre Tiburón. La enana corrió a cerrar la puerta y echó el cerrojo. Chico salió de debajo del sofá del cuarto del sofá, en donde había estado escondido. La abuela bajó la pistola. Amanda se echó a llorar. Yo respiré. Y durante un buen rato no hicimos cada uno más que eso, Airelai apoyarse contra la puerta recién cerrada, doña Bárbara apuntar hacia el suelo, Chico permanecer en cuclillas junto al sofá, Amanda hipar y yo respirar. Al fin la enana habló, sin moverse, con una voz ronca:
– Volverán. Amanda arreció en sus gemidos.
– La otra vez no le dejaste marchar -añadió Airelai.
– La otra vez era sólo uno. Y yo era más joven -contestó doña Bárbara.
– Y además estaba Máximo -dijo la enana en un susurro.
La abuela asintió con lentitud: -Sí… estaba Máximo. Suspiró y se guardó la pistolita en un bolsillo de su traje de abuela:
– Pero si quieren guerra, tendrán guerra -dijo elevando la voz-. Todavía soy una enemiga peligrosa.
Desde que se había declarado la guerra salíamos muchísimo. Doña Bárbara ponía especial empeño en que el enemigo nos viera llevar una vida normal y por tanto hacíamos un montón de cosas anormales que con anterioridad nunca habíamos hecho, tales como pasear todos juntos o tomar helados en la tienda de Rita. Esto era lo que la abuela llamaba «una demostración de fuerza».
– Al final, todas las guerras se ganan gracias a la presión psicológica -repetía.
Pero siempre llevaba encima la primorosa pistolita y había hecho reforzar la puerta de casa con una alarma y cerraduras blindadas.
Unos días después del comienzo de las hostilidades llegaron al Barrio unos políticos de la ciudad. Venían a inaugurar un parque, o, mejor dicho, a abrirlo. Era al Este del Barrio, donde las huertas secas y los campos de cardos. Allí había un gran caserón que yo había visto en mis vagabundeos; tenía unas tapias de piedra que se prolongaban durante cientos de metros y que encerraban un exótico parque que había sido el capricho de algún noble ya muerto. El palacete estaba abandonado y casi en ruinas, pero el parque había sido cuidado con esmero y ahora los políticos lo abrían para el pueblo. Era un poco lejos para doña Bárbara, a la que no le gustaba demasiado caminar, pero como estábamos en plena ofensiva psicológica se decidió que fuéramos a verlo. Incluso la enana se sumó a la expedición, aunque aquel día apenas si dispusiera de tiempo para dormir.
Llegamos allí a media tarde, cuando las ceremonias ya habían terminado y el sol abrasaba los campos polvorientos. Llegamos y entramos, y fue como zambullirse en un mar vegetal. Creo que con anterioridad jamás había estado en un lugar tan bello. Árboles enormes que susurraban sobre nuestras cabezas, pequeñas colinas verdes y musgosas, helechos temblorosos, un riachuelo que caía sobre un lago. Nos sentamos a la orilla, debajo de un castaño, en la penumbra fresca y perfumada.
– Mirad el agua -dijo la abuela.
La miramos. Delante de nosotros, la superficie de la laguna ardía con un fuego dorado. Nosotros en la sombra y el sol lanzándonos chispas desde el agua.
– Es como el mar -musitó doña Bárbara. Incluso ella parecía impresionada por el lugar.
Había bastante gente, pero no tanta como para que resultara molesta. A la derecha se besaban dos adolescentes. Al fondo, una mujer joven estaba tumbada en la hierba con un bebé casi desnudo dormido sobre su estómago. A la izquierda un perro negro chapoteaba alegremente en la orilla en busca de una rama. La encontró, la sacó y se sacudió con entusiasmo, y un millón de gotas brillaron en el aire a su alrededor. No parecía el mundo. No parecía el Barrio.
Pero sí lo era, porque súbitamente vimos al Portugués. Al principio creímos que nos venía siguiendo y nos sobresaltamos. Pero enseguida advertimos su sor- presa: él tampoco esperaba encontrarnos allí. Venía del otro lado de los árboles y caminaba a paso rápido hacia la salida del parque: cejijunto, la cicatriz amoratada, el diente de oro relumbrando. Cuando nos reconoció apretó el paso: detrás de él, medio corriendo, iba la mujer pálida de la oreja cortada, más pálida que nunca, casi lívida, con el niño apretado contra el pecho. Cruzaron los dos cerca de nosotros, salieron del parque por la puerta de atrás y se perdieron por las calcinadas y desérticas eras. Adónde irían por allí, qué les llevaría a ese secarral abandonado.
Me tumbé sobre la espalda. Las hierbas me picaban en el cuello, en las orejas, en los brazos desnudos, en las piernas. Sobre mi cabeza había un encaje de hojas verdes y pedacitos de cielo. El silencio estaba lleno de rumores y el aire, de olores: el perfume de la madera, de las sombras y del calor. Soleadas alamedas de la infancia.
– Vayamos a ver la otra parte de la laguna -dijo Amanda.
– No, no… Esperad un ratito más -contestó doña Bárbara.
La abuela nunca se podía marchar de los sitios que le gustaban. Mientras los demás paseábamos, investigábamos y descubríamos, ella siempre se quedaba pegada a la primera piedra, ávida y absorta. Decía Airelai que eso era porque no podía soportar la pérdida de los momentos hermosos; y que, cada vez que abandonaba un paisaje que la emocionaba, se sentía un poco más cerca de su muerte. Ahora estaba aquí, aferrada al primer castaño del primer repecho de la primera orilla que habíamos encontrado nada más entrar en el parque; y pasaban las horas y no se movía. Chico y yo, Amanda y la enana nos fuimos a ver el resto del recinto. Nos reímos bastante, atrapamos un grillo y Chico se cayó al agua; y cuando regresamos a la primera orilla, la abuela seguía en la misma posición, como una esfinge.
Me senté a su lado. Atardecía, la tierra olía a carne tibia y bajo mis dedos temblaban las hierbas. Miré a doña Bárbara: por su mejilla resbalaba una lágrima transparente y redonda que reflejaba, al revés, la redondez del mundo.
– ¿Por qué llora? -pregunté. -Porque recordaré todo esto en mi último momento.
Y yo no la entendí, porque, aunque para entonces yo ya había descubierto lo que era la muerte, en aquella tarde tan hermosa se me había olvidado.
Tras la visita del Portugués y el Hombre Tiburón, la enana, que había advertido que yo silenciaba algo, me cogió por su cuenta y me hizo contarle todo lo que sabía. Le hablé de mis escapadas por el Barrio, de mi peripecia en las Casas Chicas y de las exigencias y las amenazas del Portugués. Airelai lo escuchaba todo con suma atención y de cuando en cuando formulaba una pregunta concreta para aclarar algún detalle. Cuando terminé de hablar se quedó un buen rato pensativa.
– ¿Podrías reconocer la chabola del Portugués? -preguntó al fin.
– Claro que sí -me sorprendí. -¿Y serías capaz de conducirme hasta allí? -¡No, no! Nos matará. -No te preocupes, que no pienso ponerte ni po- nerme en peligro. Sólo quiero echar una ojeada y comprobar algunas cosas. Iremos de noche, cuando nadie nos vea; y además llevaremos un conjuro, un talismán muy poderoso y muy antiguo, que cuidará de nosotras y condenará a ese mal nacido. Así que no tengas miedo, porque iremos protegidas por la magia.