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Resultó fácil averiguar el lugar en el que se encontraban los prisioneros. Una mujer le indicó la parte derecha de la torre principal, aunque eso fue después de mirarla de arriba abajo, como si tuviera la tiña. Atravesó el patio y empujó una pesada puerta.
Era un pasadizo largo que bajaba hacia las entrañas de la tierra, alumbrado por antorchas engarzadas al muro.
No encontró guardias y caminó con paso decidido, aunque según se adentraba y el olor a humedad atacaba sus fosas nasales, se encontraba más tensa. Llegó a una sala abovedada.
Allí había dos sujetos. Uno estaba sentado tras una mesa montada sobre caballetes. El otro, a su lado, sostenía una pila de bandejas vacías sobre las que se acumulaban cuencos y algún trozo de pan. Ambos la miraron en silencio y el que estaba sentado se incorporó.
– ¿Señora?
– Quiero ver a los prisioneros.
Por un momento, creyó que no la había entendido, porque se quedó mirándola como un estúpido. Josleen repitió su petición.
Ellos siguieron sin responder. Y ella comenzó a irritarse. Agarró uno de los cuencos y lo alzó sobre su cabeza. A lo mejor un buen golpe les haría comprender.
– Donald, abre la puerta.
Josleen lanzó una imprecación, dejó la jarra con fuerza sobre la mesa y se volvió.
– Creí haber entendido que era libre para ir y venir a mi antojo, McFersson. ¿Me estás siguiendo?
– No se me ocurrió que quisieras bajar aquí -gruñó-. De ser así, les hubiera avisado. Gracias a Dios, parece que he llegado a tiempo de evitar que les abras la cabeza.
La broma fue acogida con humor por los carceleros. Ella le miró echando chispas.
– Donald, abre esa puerta antes de que tengan que coserte la cara -advirtió Kyle, con un atisbo de risa en la voz-. Una McDurney nunca hace amenazas vacías.
Josleen se mordió la lengua. El tipo sacó una ristra de llaves y abrió el acceso a las celdas.
No había recorrido un metro cuando Kyle la sujetó del brazo, haciendo que cayera sobre su pecho. En el mismo instante, un graznido a su derecha la hizo respingar. Él rió bajito junto a su oreja y una ola de calor la inundó de la cabeza a los pies.
– Aquí no sólo están tus hombres, Josleen -explicó Kyle, conduciéndola pegada a su costado, lejos de las rejas de los ventanucos de las mazmorras- También hay asesinos. Si cualquiera de ellos atrapa tu lindo cuello, ten por seguro que te lo rompería.
Josleen no dijo nada. Lo disimuló, pero estaba asustada. Los soeces saludos que la regalaban la amilanaron un poco. Y el olor era nauseabundo. Apretó los dientes, pensando que sus amigos estaban allí encerrados.
Atravesaron una sala pequeña de alto techo y Kyle empujó una puerta que daba a otra galería. El cambio resultó asombroso. En el techo se abrían claraboyas por las que entraba la luz y no olía a orines, aunque tampoco a rosas. Kyle la soltó y ella comprendió que allí no corría peligro. Él echó a andar y le siguió.
Un minuto después, Kyle se paró y se hizo a un lado. Había una única puerta y Josleen se acercó. Llamó a sus amigos, sintiendo las lágrimas rodarle por el rostro.
Un rugido, movimiento de cuerpos y las voces entremezcladas de varios hombres que se agolparon contra el ventanuco.
– ¡Verter! ¡Norman! ¡Dillion! ¿Estáis bien?
Todos quisieron hablar a la vez. Josleen trató de verles a todos y metió la mano entre las rejas, riendo y llorando al sentir el contacto de varias manos que tomaban la suya.
Kyle la arrancó de allí.
– ¡No! -se resistió Josleen, pensando que iba a llevársela y no podría hablar con los suyos-. ¡Suéltame! ¡Bastardo!
Escocido por el insulto, la hizo a un lado y la apuntó con un dedo.
– Sigue zahiriéndome, mujer, y acabaré por calentarte el trasero antes de pedir rescate a tu hermano.
La amenaza fue escuchada por los hombres de Wain y voces airadas se alzaron a un tiempo. Entre ellas, la de Verter.
– ¡Si la tocas un solo cabello, McFersson, te arrancaré el corazón y las tripas y los dejaré secándose al sol!
Josleen le vio apretar los puños contra las caderas y supo que su cólera estaba a punto de estallar. Sin embargo, para su asombro, Kyle sacó una llave de su cinturón y abrió la celda.
– Dad un solo paso en falso y ella no saldrá de aquí.
Su voz retumbó en las profundidades de las mazmorras. Los hombres de Wain retrocedieron con precaución, pero sus sonrisas al ver a la joven hicieron que Josleen estallara en sollozos. Kyle no comprendió su repentino arrebato de fragilidad.
– Pensaba que era lo que querías -graznó.
La mirada de agradecimiento que recibió de aquellos ojos azules le quitó el aliento. Nunca lo habían mirado de ese modo.
– Así es -repuso ella.
– Entonces ¿por qué demonios lloras?
Josleen medio sonrió y se secó las lágrimas de un manotazo. Luego, entró en la celda y un mar de preguntas la aturdió, mientras escuchaba cerrarse la puerta a sus espaldas.
Verter la encerró entre sus brazos de oso, haciéndola desaparecer. El resto quiso también cerciorarse que estaba bien y no había sido maltratada. Ella buscó señales de la tortura en el rostro de Verter, el lugarteniente de su hermano.
Desde fuera, Kyle no perdía detalle, observando cada movimiento como un lobo en celo. No estaba seguro de haber obrado con prudencia dejándola entrar en la celda, pero la repentina necesidad de que ella no lo viera como un monstruo le había ganado a la lógica. Ahora se preguntaba si no estaría buscándose un problema.
Después de calmar a su escolta, Josleen echó un vistazo a la celda. Era amplia. Dos ventanas enrejadas situadas a buena altura dejaban entrar suficiente luz y calor. Había catres y una larga mesa montada sobre caballetes; sobre ella, aún quedaban restos de la última comida que les habían proporcionado. Se acomodó sobre las rodillas de aquel gigante moreno y fuerte como un toro y él la abrazó como a una criatura. Verter la trató siempre como si fuera su propia hija y ella le adoraba a pesar de sus toscos modos. Confiaría su vida a aquel guerrero sin dudarlo un segundo.
Kyle se irritó al ver la familiaridad con la que ella abrazaba a aquel oso. ¿Quién era aquel mastuerzo para mantenerla sobre sus rodillas? ¿Un familiar? ¿Un amante? Una repentina vena de celos se apoderó de él. Sacudió la cabeza y se dijo que ella, realmente, debería ser una bruja, porque él se sentía como si le hubieran echado un maleficio.
– ¡Le partiré los brazos a ese cabrón! -dijo entre dientes, asombrándose de inmediato de su falta de control. Se obligó a relajarse y se apartó ligeramente de la celda. Pero la súbita carcajada de Josleen le obligó a prestarles de nuevo atención.
La vio acariciar la cara del oso y apretó los dientes. La furia estaba barriendo su raciocinio, del que siempre hizo buena gala.
– ¿Te golpearon, Verter? -la escuchó preguntar.
Un silencio opresivo ocupó la celda. Ninguno se movió y alguno bajó la mirada.
– Lo siento -dijo Verter-. No tuve más remedio que contar a ese hijo de perra cuanto quería saber.
– Me lo contó, sí -asintió ella-. Bueno, no importa. Me preocupa más que estéis bien todos. Pensaba que podían haberos torturado.
Kyle maldijo de nuevo por lo bajo. ¿Qué clase de monstruo creía ella que era?
– Sólo recibí un par de golpes. Aunque hubiera preferido que me cortar el cuello antes de escuchar lo que nos dijo. Realmente, creímos que iba a hacerlo. Azotarte -alzó el puño cerrado hacia la puerta- ¡Que el demonio se lleve a ese condenado McFersson!
Josleen le sonrió.
– También yo lo hubiera creído -les dijo en tono muy bajo, para evitar que Kyle escuchara la conversación-. Pero creo que su salvajismo no es más que fachada. Ladra mucho, pero me ha devuelto mis vestidos y soy libre para deambular por la fortaleza. Ni siquiera tengo guardia en la puerta de su habitación.
El súbito taco de Verter la hizo respingar.
– ¡Hijo de puta! ¡¿Donde dices que estás?!
Josleen enrojeció entonces hasta la raíz del cabello.
– No ha pasado nada -susurró.
– ¡Mas le vale! ¿Me oyes, maldito Mc.Fersson? -gritó a pleno pulmón y Josleen se encogió- ¡Si te atreves a mancillarla te mataré con mis propias manos!
– Verter, por amor de Dios…
– ¿Te ha tocado?
– Ya te he dicho que no ha pasado nada -repuso, colorada de bochorno bajo la atenta mirada de todos-. Ni siquiera ha dormido allí.
– ¡Lo mataré!
– Verter, cálmate, por favor.
– Sólo digo que…
– Ya sé lo que quieres decir -le cortó-. Para eso no hace falta que nos dejes sordos a todos. Él tiene un oído excelente, ¿sabes? Y estoy segura de que ha entendido tus… insinuaciones.
– Si se le ocurre tocarte, niña…
– Ya lo sé, Verter. Lo matarás -suspiró-. Pero tendrías que esperar turno, porque yo lo haría antes. Vamos, contarme de vosotros. ¿Os tratan bien? ¿Coméis lo suficiente?
– No se puede decir que esto sea un paraíso -dijo alguien-, pero no nos han tratado mal.
– Pedirán un rescate, de modo que no debemos preocuparnos. Saldremos muy pronto hacia Durney Tower.
– Un minuto en las tierras de los McFersson ya es un siglo, muchacha -volvió a graznar Verter.
Kyle dejó que la entrevista se alargase un poco más. Luego, se asomó al ventano y ordenó:
– Suficiente, muchacha. Sal ahora.
Josleen le miró a través de la reja y frunció el ceño. Le hubiese gustado pasar más tiempo con sus camaradas. Verter la retuvo por la cintura cuando ya se incorporaba y dirigió a su enemigo una mirada retadora.
– ¿Por qué no entras tú a llevártela si te atreves, demonio?
Escucharon una maldición apagada. Y al segundo siguiente la puerta se abrió. Los hombres del clan McDurney se movieron a la vez, incorporándose y tomando posiciones. Josleen se espantó. ¿Qué les pasaba a todos, estaban locos? Y en cuanto a Kyle… ¡Era peor que todos ellos! Sus amigos deseaban escapar y aquella puerta abierta era una clarísima invitación a hacerlo. ¿Y él? ¿Es que no veía el peligro? Si su escolta le agredía, no mejoraría su situación, porque escapar de las mazmorras no significaba salir de una fortaleza repleta de enemigos. Todos podrían acabar muertos.
Pero Kyle parecía, en efecto, dispuesto a entrar a buscarla, arriesgando su cuello. Ella sabía que si le pasaba algo, ninguno viviría para contarlo.
Se liberó de la zarpa de Verter y se irguió, interponiéndose entre sus leales y Kyle McFersson.
– He de irme ahora.
Sin darles tiempo a reaccionar corrió hacia la salida. Hubo un movimiento general y unísono de los prisioneros, pero Kyle cerró la puerta de la celda en sus caras y trancó con la llave. El gigante moreno volvió a maldecirle a voz en grito.
– ¡¡Tócala, hijo de perra, y te juro que…!!
Regresaron a la sala de los guardias, Kyle devolvió la llave y la arrastró al exterior. Una vez fuera la tomó de los hombros y la hizo encararlo.
– ¿Satisfecha?
Ella le miró a través de sus espesas pestañas. Le vio magnífico. Colérico, pero espléndido. Un dios dorado. Pero al recordar que su arrogancia les había puesto a todos en peligro… Le cruzó la cara sin previo aviso.
Tan pronto le golpeó se quedó atónita por su osadía. El pánico la ahogó. Sólo un segundo. Porque al siguiente se encontraba pegada a su cuerpo y la boca de Kyle castigaba la suya.
Una cresta de calor la envolvió. Luchó entre la cordura y la inesperada necesidad de abandonarse a aquella caricia, pero apenas pudo saborear su sabor cuando él la soltó. Aturdida, se dejó conducir hacia el exterior de la torre.
Al llegar a la habitación, la empujó dentro y cerró. Josleen seguía entontecida por el cúmulo de sensaciones que el beso levantara en su cuerpo.
– ¿Por qué me has golpeado?
La pregunta la dejó sin habla. Enrojeció y le volvió la espalda. Se disculpó sin demasiada convicción.
– Lo siento. Pero te lo merecías.
– ¿Qué?
La agarró del brazo y la volteó.
– Repite eso. ¿Dejarte ver a tus amigos merece ese agradecimiento?
A Josleen se le encogió el estómago. Kyle tenía toda la razón del mundo para estar enojado. Bajó la mirada y dijo:
– Tu orgullo te ha puesto en peligro.
Kyle se quedó pasmado. ¿De qué hablaba aquella condenada bruja? Se tensó al instante. Ella llevaba razón. Como un principiante, se había expuesto a que los hombres de Wain le despedazasen. Hasta ese momento no se había dado cuenta de su soberana estupidez. Suspiró ruidosamente y se sentó en el borde de la cama. Miró a Josleen. Ella seguía con la mirada baja y el rostro acalorado, en actitud modosa, sin saber qué hacer con las manos, que retorcían la tela de su falda. Le entraron unas ganas incontenibles de echarse a reír. Esperaba todo de aquella mujer, salvo que se mostrara mansa. Ahora se la veía tan frágil. La sorprendente necesidad de abrazarla y calmar su temor le envolvió como un sudario. Le irritó que la sensación se repitiera con frecuencia, cada vez que la miraba. Él no era dado a consolar a las mujeres. Y odiaba las lágrimas de cocodrilo con que ellas se escudaban con demasiada asiduidad.
– Ven aquí.
Josleen alzó los ojos. Los abrió como platos al ver que él se había quitado la chaqueta y la camisa. ¿Cuándo lo hizo? Apretó los puños por el brusco deseo de acariciar su piel. Sus ojos se oscurecieron sin ella darse cuenta y se mojó los labios, repentinamente resecos. Era algo contra lo que no podía luchar desde que le conoció.
Kyle adivinó sus pensamientos. Conocía aquella mirada hambrienta en las mujeres con las que compartió sexo. Pero nunca el deseo reflejado en los ojos de una amante le había arrojado a un estado de excitación tan demoledor. Deseaba que ella le tocara de nuevo, como aquella vez en el bosque. Quería notar sus manos, pequeñas y delicadas. Olerla. Saciarse de ella. Comérsela a besos…
– Ven aquí, Josleen -le dijo de nuevo.
Le miró con temor. ¿Qué venía ahora? ¿Castigarla? No pudo dar un paso y fue él quien se acercó. La tomó de las manos y las apoyó en su pecho desnudo. Tembló ella y él ahogo un gemido.
– Tócame -pidió.