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Era incapaz de tragar. Kyle había mandado a uno de sus hombres a buscarla cuando ella no se personó para la cena y la encontró en el patio de la fuente. No quería verle. No podía verle después de lo que pasó. Aunque se negó a acompañar al guerrero, él insistió y cedió.
Ahora se encontraba en una situación embarazosa y la culpa era sólo suya. Kyle la cedió un lugar en la mesa, como si se trata de una invitada, pero su callada negativa ganó la silenciosa batalla y él no insistió. Se acomodó junto a la chimenea, sentándose en un taburete bajo, al lado de algunos de los criados. Pero éstos no parecían dispuestos a comer al lado de una enemiga y se retiraron hacia el otro extremo de la sala.
Josleen encajó aparentemente bien el desplante, aunque por dentro se sentía como una repudiada. Bajo la inspección de Kyle y de quienes le acompañaban a la mesa, deseó desaparecer. Sola, en aquel rincón, notaba fijas en ellas las miradas. Todos la observaban como si se tratara de un animal de feria, amos y criados. Le dolía la espalda de tan tiesa como la tenía. Pero era una McDurney y no se dejaría amedrentar.
Kyle se retrepó, colocando un codo sobre el respaldo de su silla. No podía dejar de mirarla. La cena perdió para él todo interés. Estaba furioso consigo mismo y no con ella. Le sacudía el convencimiento de que debía odiarle. Ni siquiera había querido compartir su mesa.
– Es muy bonita.
Kyle se volvió hacia James. El muchacho no quitaba los ojos de la prisionera desde que entró.
– Come y calla -gruñó.
James le miró con ironía. Atacó un trozo de venado y luego estalló en carcajadas.
Josleen se tensó más. Estaba segura que era el centro de la conversación y agachó más la cabeza. La comida se le estaba volviendo paja en la boca.
– Y muy orgullosa, diría yo -opinó Duncan.
– Eso también -asintió James.
– A nadie le agrada ser una prisionera, hijos -intervino Elaine, su madre-. Deberíais dejarla en paz.
– ¡Vamos, mamá! Sólo alabamos su belleza. Y analizamos la cabezonería de Kyle -sonrió al ver el gesto ofuscado del mayor.
Josleen picoteó un trozo de pan y les observó con disimulo. Era deleznable ver el modo en que los dos más jóvenes se comportaban en la mesa. Parecían cerdos. Se manchaban las manos de grasa y luego se las limpiaban en cualquier lado sin que nadie les reprendiera. El único que tenía modales era Kyle y no parecía muy interesado en enmendar las malas costumbres de los otros. Le desagradó ver que el pequeño Malcom imitaba las formas de aquellos dos energúmenos. Sin embargo, la mujer tenía un aire digno y se comportaba educadamente. Se preguntó quién sería y por qué se la veía triste y desganada.
– ¿Cuando vas a enviar un mensajero al maldito McDurney? -preguntó James de pronto.
Kyle no contestó. En su cabeza flotaban aún los gemidos de Josleen mientras le hacía el amor.
Al no obtener respuesta, James se desentendió de su hermano, agarró una jarra de cerveza y bebió de ella, empapándose la túnica. El más pequeño debió decir algo gracioso, porque volvió a estallar en risas y le atizó a Duncan un palmetazo en la espalda que dio con el muchacho sobre la fuente de carne. Duncan blasfemó por lo bajo, se limpió la cara de grasa y, tomando un trozo de jabalí, lo estampó contra la cabeza de su hermano.
Josleen siguió la escena horrorizada. Y su asombro alcanzó el cenit cuando James, lejos de enfadarse, rió de buena gana, seguramente ebrio, y adornó la cabeza del más joven con una escudilla de caldo.
Volvió la cabeza, asqueada. Estaba claro que a aquellos dos les hacía falta una buena zurra y una mano dura para convertirlos en dos hombres decentes. Kyle seguía sin preocuparse por ellos. Estaba a punto de levantarse y solicitar permiso para marcharse cuando alguien tiró de su vestido.
Malcom estaba a su lado y le tendía un muslo de ave.
– ¿No quieres probarlo? -le preguntó- Estás muy delgada.
A su pesar, Josleen le sonrió y aceptó la comida. El niño se sentó a su lado.
Una muchacha joven y bonita, de rizada cabellera azabache y ojos claros, entró en el salón. Josleen no la prestó atención hasta que la vio acercarse a Kyle, inclinarse sobre él y besarle en la boca con todo el descaro del mundo. Algo se tensó en su interior.
– Creí que estarías fuera más tiempo -la escuchó decir con voz melosa, mientras su mano derecha le acariciaba el brazo-. Deberías haberme avisado.
Kyle dijo algo que Josleen no pudo escuchar. La belleza morena hizo un mohín y dejó escapar una risita satisfecha. Duncan le cedió el sitio y ella ocupó el banquillo junto a Kyle. Desde el primer momento, Josleen supo que aquella mujer no tenía intención de probar nada salvo, en todo caso, al propio jefe del clan.
– No me importa si me regañan -dijo la vocecita de Malcom, obligándola a prestarle atención.
– ¿Regañarte? ¿Por qué iban a regañarte?
– Porque tú eres nuestra enemiga.
– Y no deberías estar aquí, conmigo. ¿Es eso?
– Ajá.
– Entonces vuelve a tu sitio. Además, acaba de llegar una invitada.
El niño dio un vistazo a la mesa y en su cara se reflejó el fastidio. Movió la cabeza y cruzó los brazos sobre el pecho, en un gesto idéntico al de su padre.
– Cuando James y Duncan empiezan a tirarse cosas, siempre acabo manchado. Y luego la abuela se enfadará. Y ella -dijo señalando a la recién llegada-, no me cae bien.
– ¿La dama de pelo oscuro?
– No es una dama.
– Pero ¿qué…?
– Duncan dice… -bajó la voz-, pero no se lo digas a nadie… que es una ramera -se le frunció el ceño-. ¿Qué es una ramera, Josleen?
Ella se atragantó. Desde luego aquel chiquillo tenía unos maestros deleznables.
– No es algo que debas saber ahora, Malcom. Tal vez más adelante, cuando crezcas un poco. Anda, vuelve a la mesa, no me gustaría que tuvieras problemas por mi culpa.
– ¡Pero es que James y Duncan siguen tirándose la comida! -protestó el pequeño.
Los jóvenes seguían con su batalla particular, sin tener en cuenta a las damas. Las risotadas de ambos atronaban en el salón y los criados parecían remisos a acercarse a la mesa sobre la que volaban las viandas. Cruzó una mirada con Kyle y su mentón se elevó, altanero. Despreciaba a todos. A James y Duncan por su falta de educación, a la mujer mayor por no llamar al orden a aquellos dos asnos; a Kyle… por muchas cosas.
– ¿Quieres sentarte a mi lado en la mesa? -le preguntó Malcom.
Josleen le acarició el cabello. Era un encanto. Y tan parecido a su padre. Elevó la voz al responder. Lo suficiente para que la escucharan.
– Gracias, Malcom, pero estoy acostumbrada a compartir la mesa con personas y tus tíos no son buenos anfitriones. Estarían mejor comiendo en las porquerizas.
Malcom abrió los ojos como platos. Se acallaron las burlas y las conversaciones. El silencio podría haberse cortado. Duncan se atragantó con el trozo de carne que acababa de morder y James escupió el whisky.
Josleen enrojeció, pero no bajó la mirada, aunque se le formó un nudo en el estómago. ¿Estaba loca? ¿Cómo se atrevía a llamar cerdos nada menos que a los McFersson? Le hubiera gustado tragarse la lengua, pero ya era tarde. Los criados, aturdidos, la miraban horrorizados. Los que compartían la mesa del jefe, estaban atónitos, aunque distinguió alguna sonrisa divertida. En cuanto a la abuela de Malcom… Sus ojos se le clavaron en el alma. Y en el alma también, la chirriante voz de la recién llegada.
– ¿Quien es ella, amor?
Alguien dijo su apellido y la morena se puso tiesa.
– ¿Qué hace aquí? ¡Debería estar en una mazmorra!
– Cállate, Evelyna -le dijo Kyle.
– ¡Esto es increíble! ¡Una McDurney que se atreve a llamar cerdos a tus hermanos y…!
La risotada de Kyle la enmudeció. Todos le miraron. Recostado en su asiento y con una jarra en la mano, Kyle parecía estar pasándolo en grande.
– No es mala idea lo que ha dicho la muchacha -le oyeron decir al cabo de un momento-. Vamos, chicos, largaros a las cochiqueras.
– ¿Qué? -saltó James.
– ¿Desde cuándo…? -protestó Duncan.
– Ya me habéis oído. Salid ahora mismo de aquí.
– Kyle, te has vuelto loco.
– No lo dices en serio
Kyle se levantó. Su divertimento había desaparecido y regaló a sus hermanos una mirada hosca.
– La dama tiene razón. Coméis como los cerdos y allí es donde debéis estar. Por mi parte, prefiero tenerla a ella en la mesa. Hasta Malcom parece más sensato que vosotros.
– Pero Kyle…
– Hombre de Dios, no puedes obligarnos a…
– ¡Fuera!
Por un momento Josleen, que tenía problemas para respirar, pensó que aquellos dos se le enfrentarían. Pero James y Duncan, amilanados por la clara irritación del otro, se levantaron y salieron.
– Kyle, cariño -intercedió la morena-, no puedes hacer esto. ¿Cómo te atreves a…?
– Mujer, cierra la boca de una maldita vez -ordenó él con voz potente-. Que ocupes mi cama de vez en cuando no te da derecho a cuestionar mis órdenes.
Josleen agachó la cabeza. El bochorno por lo que había provocado le estaba produciendo ronchones en la cara.
– ¿Acaso has encontrado en esa… zorra, mejor compañía?
Josleen se envaró. Los ojos de Kyle se habían convertido en dos rendijas que exudaban peligro. No pronunció palabra, pero no fue necesario: Evelyna Megan se alejó de su lado para sentarse al otro extremo del salón, dejando escapar un sollozo muy convincente.
Josleen supo que acababa de ganarse otra enemiga.
Kyle volvió a tomar asiento y llamó a su hijo con un gesto. El niño, con una mueca de disgusto, volvió a sentarse junto a su abuela.
– Ahora, muchacha… -escuchó decir a Kyle en voz alta- ¿compartirás la mesa con nosotros?
Josleen ni se movió.
– No se han marchado todos los cerdos, milord.
Kyle fijo en ella su mirada, notando la tensión que entre sus hombres levantó el insulto. Procuró mostrarse sereno. Vaya si lo procuró. Acababa de ser insultado, por dos veces, por aquella cosita menuda y de frágil apariencia. Delante de su familia y sus soldados. Le resultó imposible: el semblante altanero de Josleen, su decisión, su valentía, eran algo a lo que no estaba acostumbrado. Y ya iba siendo hora de que James y Duncan recibieran un poco de medicina. Dejó caer la cabeza hacia atrás y rompió a reír.
– Siento haberme confundido con vos, señora -dijo luego, devorándola con los ojos-. Hubiera jurado que os agradaba la carne de porcino, por como la laméis.
Josleen fue la única que entendió la puya. Por descontado que la entendió. El muy maldito la estaba recordando el modo vergonzoso en que saboreó su piel, lamiendo y mordiendo. Se incorporó como si tuviera alfileres en el trasero y se le acercó, los ojos llameantes y el rostro ruborizado. Kyle seguía riendo entre dientes. Ella parecía a punto de agredirle, pero él deseaba besarla hasta volver a escuchar sus gemidos de entrega.
Con los puños apretados a los costados, le contestó:
– Vos, milord, no sois un cerdo -cuidó las palabras, sabiendo que la madre y el hijo de Kyle no les quitaban ojo-. Únicamente un disoluto al que aborrezco.
La algazara de Kyle desapareció por arte de ensalmo. Se incorporó y su brazo la atrapó del cabello. Tiró de él, obligándola a inclinarse sobre la mesa. Así, tan cerca que un nuevo deseo de aproximarla más y besar su boca le azotó, le dijo:
– Un disoluto que hará que os sentéis en su mesa y os tumbéis en su cama.
Josleen pegó un tirón y se soltó, aunque las lágrimas acudieron a sus ojos por el dolor y él se quedó con algunos cabellos entre los dedos. Alzó la mano para cruzarle la cara, pero Kyle fue más rápido y atrapó su muñeca. Estiró el otro brazo, atrapó su talle y la levantó por encima de la mesa, sobre jarras y escudillas.
Ella protestó mientras sus faldas acababan de sembrar el caos en la mesa. Se encontró pegada al cuerpo de McFersson. Se revolvió y llegó a propinarle un par de golpes en el pecho, pero aquel brazo de hierro la apretó a él, cortándole la respiración.
Ante el asombro de todos, Kyle cargó con ella al costado, como si fuera un fardo y salió de allí acompañado de los insultos de su prisionera.
Desde la puerta, James y Duncan, que no se habían perdido nada de la escena, prorrumpieron en risas y regresaron a sus sitios.
– Me parece que nuestro hermano ha encontrado la horma de su zapato -comentó el primero.
– Creo que sí -se avino Duncan-. Aunque es un poco regañona, ¿no te parece?
– No me importaría nada tener una muchacha tan quejosa en mi cama, renacuajo, si fuera tan guapa como esa condenada McDurney.
– ¡Y ella no es una bruja! -les gritó Malcom, sintiendo que debía de hacer algo por defender a la joven.
El niño no entendió la risotada general.