37467.fb2
Ajeno a la presencia de enemigos tan cerca de sus tierras, Kyle se apeó del caballo, un inmejorable semental negro. Se había alejado de todo y de todos y dejó que el animal decidiera la ruta, sin preocuparse de nada que no fuera escapar de sus fantasmas personales.
Ahora, sin ser consciente de ello, se encontraba a mucha distancia de Stone Tower. Sabía que no era prudente salir sin una escolta, pero necesitaba unos momentos de paz. Demasiadas preocupaciones, demasiadas responsabilidades ceñían en torno a él un grillete que, en ocasiones, le ahogaba.
Desde que su padre muriera y se hiciera cargo del clan habían llovido sobre sus espaldas un sin fin de problemas. La educación de sus hermanos, la viudedad de su madre, cada vez más melancólica y apartada. Sobre todo, aquella criatura que le pertenecía y de la que se sentía incapaz de hacerse cargo. Era su hijo, sí. Lo había engendrado y lo quería, aunque no amó a la mujer que le alumbró. Aquello fué recíproco, de todos modos. Muriel nunca lo amó a él. Accedió al matrimonio porque la obligaron. Kyle siempre supo, desde el primer momento, que ella lo detestaba y que solamente las amenazas de su padre para conseguir la alianza con el clan McFersson la obligaron a dar su consentimiento.
Y ahora, ¿cómo explicar a una criatura de cinco años todo aquello? ¿Cómo decirle que su madre murió profiriendo gritos contra su hijo y su esposo? ¿Cómo ¡por amor de Dios! hacerle entender que les maldijo antes de exhalar su último aliento?
Por eso, cuando el pequeño Malcom preguntaba acerca de su mamá, Kyle escapaba. Huía como un cobarde y salía de Stone Tower, acompañado sólo por un pellejo de whisky. Muchas veces, se emborrachó hasta perder la conciencia. Más tarde, al recobrar el sentido, buscaba de nuevo las fuerzas para regresar.
Se dejó caer de rodillas a la orilla del río. La densa neblina cubría el bosque y atravesaba sus ropas. Pero el frío no le importaba. Gateó hasta el agua. Necesitaba despejarse, volver a ser él mismo. Llevaba todo un día fuera y era hora de regresar. ¡Valiente jefe del clan estaba hecho!
Se mojó la cara, el cuello y el pecho. El agua lanzó punzadas de frío a su cuerpo, pero le despejó un poco. Se medio sentó, aún ligeramente aturdido. Y tiritó. Maldijo entre dientes su propia estupidez, porque alguien le había robado mientras yacía completamente ebrio. Su capa de piel desapareció a manos de aquel o aquellos asaltantes que, eso sí, como muestra de buena voluntad, le habían dejado otra raída que apenas le abrigaba. No perdió el caballo porque con seguridad no lo vieron. De otro modo, hubiera tenido que regresar a pie y ¡maldita la gracia que le hacía tener que dar explicaciones a su llegada!
Creyó escuchar una ramita troncharse a su espalda. Se volvió con rapidez, pero no lo suficientemente ágil como para poder evitar que la empuñadura de una espada le golpeara sobre la ceja.
Kyle se derrumbó sin un quejido.
El que lo dejara fuera de combate se agachó a su lado y le dio la vuelta. Tenía la ceja partida y la sangre manaba profusamente cubriéndole el rostro.
– ¿Quien será?
Barry Moretland se aupó sobre su montura con un rictus de hastío en la cara.
– Sea quien sea es nuestro prisionero -dijo-. Por su capa, debe ser un pordiosero.
– Es posible que pertenezca al grupo que nos robó varios caballos hace dos meses -opinó otro.
– No tiene tartán que lo identifique, Barry -se aventuró un tercero-, pero mira su complexión. Más parece un guerrero. Y su caballo es un animal excelente.
Moretland echó otro vistazo al sujeto al que acababan de apresar. Ciertamente, no parecía haber sufrido necesidades en toda su vida. De anchos hombros, brazos y piernas fuertes, bien podía tratarse de un hombre de guerra.
– Seguro que el caballo es robado -dijo-. Ya nos lo dirá cuando le interroguemos. Volvamos al campamento.
Tiraron al prisionero sobre el animal y emprendieron la marcha. Hacia el bosque. Hacia los dominios de los McDurney. Un lugar al que, de haber podido evitarlo, Kyle jamás habría ido.