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Despertó al escuchar un grito apagado. Un pálido sol que apenas calentaba le hizo guiños entre las nubes. Se estiró, notando los músculos doloridos. Y un nuevo quejido la despejó del todo. Se sentó y buscó su daga, de la que nunca se separaba, creyendo que les atacaban. Pero lo que vio la hizo levantarse de un salto.
Uno de sus hombres golpeaba al prisionero mientras el resto observaba, formando un corro a su alrededor.
– ¿Qué estáis haciendo? -se aproximó, luchando por deshacerse de las mantas.
– Apártate de aquí -le dijo Barry.
La cabeza del cautivo caía sobre su pecho y batallaba por inhalar aire.
– ¡No podéis golpear a un hombre indefenso! -les recriminó.
– Le estamos interrogando. Ve a refrescarte al río y no te metas en lo que no te llaman.
Un nuevo golpe en el estómago obligó al rehén a soltar el aire de los pulmones, junto con un nuevo lamento.
– ¿Donde están esos caballos? -preguntó Barry.
El otro movió la cabeza. No supieron si para decir que no lo sabía o para negarse a responder. Su silencio le hizo ganarse otro golpe directo a las costillas.
– ¡Parad de una vez! -Josleen intentó abrirse paso.
Barry la hizo a un lado bruscamente. Resbaló sobre le hierba cubierta de rocío y a punto estuvo de caer de bruces. Y montó en el caballo de la cólera. Nunca fué muy paciente, su hermano, Wain, se hartaba de recriminárselo con frecuencia. Y en ese momento demostró que, en efecto, no lo era. Se le cuadró, con los brazos en jarras.
– Si no le dejas en paz, contaré todo esto punto por punto.
Fué una amenaza muy clara. Wain tenía un genio de mil diablos, pero nunca se rebajó a humillar a un enemigo vencido y supieron que se estaba refiriendo a él. La miraron con la duda reflejada en los ojos. La cicatriz que atravesaba el mentón de Barry se tornó más pálida. Pero la decisión en el rostro de su prima disminuyó sus ganas de pelea. Sí, aquella arpía era muy capaz de contar a Wain lo que estaban haciendo. Y él no tenía ganas de reprimendas, aunque dejarle sin autoridad delante del grupo le revolvió la bilis.
– De todos modos -dijo- éste acabará en la torre. Ya podré interrogarle a placer – y entonces, pensó, no usaría los puños, sino el látigo para arrancar la piel a aquel bastardo. Diría dónde habían escondido los caballos, tarde o temprano.
Se desentendió del prisionero y dio orden de levantar el campamento. Una vez recogido, soltaron al reo y le ataron las manos a la espalda. Le ayudaron a montar y poco después partían.
Kyle, ladeándose precariamente sobre su caballo, recobró la conciencia algo después. Tenía un dolor sordo en el estómago y las costillas y los brazos atados a la espalda le procuraban una molestia añadida. Relampaguearon sus ojos al reconocer la vereda por la que transcurrían, a orillas del río. Sabía muy bien hacia dónde se dirigían. A tierras enemigas. Y acabaría en una mazmorra de Durney Tower.
Eso no le hacía la menor gracia. Porque los McDurney pedirían un altísimo rescate por él, en cuanto averiguasen su identidad. ¡Y maldito si estaba dispuesto a pagar nada a aquel atajo de hijos de perra!
Inspiró con cuidado para evitar las punzadas de dolor, pero se le escapó un quejido. Josleen guió a su caballo para acercársele, pero la montura de su primo se puso entre ambos.
– No te acerques a él -le ordenó de nuevo.
– ¡Oh, déjame en paz, Barry! -le espetó ella- Está atado, ¡por todos los cielos! ¿Acaso crees que se me puede echar encima y retorcerme el cuello?
– Te lo tendrías merecido.
Josleen le sacó la lengua cuando él avanzó para ponerse al frente del grupo. Con gesto brusco, echó hacia atrás los cabellos que el helado viento, insistentemente, le echaba a la cara. Dió un vistazo al prisionero, se quedó paralizada unos segundos y luego se alejó de él, haciendo caso a la advertencia de Barry.
Pero Kyle no pudo quitarle los ojos de encima a aquella muchacha, durante el resto del trayecto.
Aunque no supo el motivo.
Había conocido muchas mujeres en su vida. Algunas de ellas, verdaderamente hermosas. Y aquélla no lo era especialmente, aunque en un primer vistazo, su cabello como fuego mezclado con oro, su rostro de saliente pómulos y sus grandes ojos, podrían haberle provocado esa ilusión. Era bonita, sí. Pero nada más. Sin embargo, había algo en su porte orgulloso y en su modo de moverse que atraía su mirada una y otra vez. Era pura seducción.
Josleen cabalgaba erguida, sin atreverse a mirar de nuevo al prisionero. Con una vez había sido suficiente para que su corazón latiera desbocado. ¡Por Dios, era como una estatua dorada! Su cabello largo y oro, su piel tostada… ¡Y sus ojos! Josleen nunca había visto nada igual. Ámbar líquido. Grandes y vivaces, orlados de pestañas espesas ligeramente más oscuras. La nariz recta, el mentón denotando autoridad. Su boca… Parpadeó, recordándola y se puso más tiesa sobre la silla.
«¿Un ladrón de caballos?» se preguntó a sí misma. ¡Barry debía de estar loco!
Kyle olvidó a la hembra cuando su caballo pisó un desnivel y una punzada le atravesó. Prestó atención al terreno por el que cabalgaban antes de acabar con la crisma rota por culpa de ella.
Josleen luchaba por olvidar que él cabalgaba detrás, aunque tenía la sensación de que la vigilaba. Acabó por medio volverse, instigada por la repentina necesidad de comprobar si realmente él tenía los ojos dorados. Y recibió una mirada desdeñosa que la hizo regresar a su posición de inmediato, como una jovencita pillada en falta. ¡Realmente eran dorados! Fuego y hielo. Pasión y desdén al mismo tiempo.
Kyle no volvió a fijarse en ella ni una sola vez durante las horas siguientes. Se lo propuso y lo consiguió. Aunque fue muy consciente de su proximidad. Una mujer del clan McDurney. ¡Por toda la corte del infierno! ¡Sólo le hacía falta en esos momentos, sentirse atraído por una zorra del clan enemigo! Tenía cosas más importantes en las que pensar. Por ejemplo, el modo de escapar.