37490.fb2
No hay un otoño de la grandeza de Córdoba, no hay una lenta curva de declinación, como en las postrimerías de Roma, un presentimiento gradual de fracaso: Córdoba se hunde de pronto como el sol en los trópicos, como Pompeya borrada por el Vesubio, como Sodoma y Gomorra y como la Atlántida, presa de una especie de castigo bíblico sin misericordia, de una desgracia súbita. En cuatro años estrictos la mayor ciudad de Occidente es derribada por lo que el poeta Ibn Suhayd llama el viento de la adversidad: inundaciones, hambre, peste, incendios, exterminio metódico, guerreros Africanos cabalgando por sus callejones con sables ensangrentados, palacios devastados por multitudes rapaces, bibliotecas ardiendo entre las risas agradecidas de los fanáticos de la ignorancia y de la religión. El réquiem de Córdoba es un apocalipsis. Madinat al-Zahara, la ciudad de la soberbia, se hunde como la torre de Babel: al menos de ella quedan las ruinas. Pero de Madinat al-Zahira ni siquiera el recuerdo se salva de la destrucción. Una muchedumbre amotinada entró en ella como un río que se desbordara y linchó a sus guardianes, y lo que no fue robado por los saqueadores sucumbió al fuego, de manera que hoy no sabemos ni en qué lugar se levantó. El vasto edificio político erigido por Abd al-Rahman III y usurpado y fortalecido luego por Muhammad ibn Abi Amir al-Mansur se desmorona de pronto igual que una estatua de arena. El impulso de disgregación que había latido en al-Andalus desde los tiempos de la conquista arrecia hasta convertirse en un gran cataclismo, en una locura unánime de la que nadie se salva, la guerra civil, la fitna, una batalla sangrienta de todos contra todos en la que no hay nadie que no participe como verdugo o como víctima o que no sea sucesivamente ambas cosas.
Lo que venían anunciando los astrólogos, lo que presintió al-Mansur cuando se echó a llorar en los jardines de al-Zahira, se cumplirá siete años justos después de su muerte: siete años durante los cuales creció tanto la prosperidad y el lujo de Córdoba que ni siquiera los ancianos que recordaban los días de Abd al-Rahman III encontraban razones para la nostalgia. Ibn Jaldún, que en el siglo XIV reflexionó sobre el auge y caída de los imperios con una claridad no inferior a la de Gibbon o Toynbee, notó que a veces, en el filo de la decadencia, una civilización condenada despliega un engañoso esplendor: «…pero eso no es sino el último centelleo de una mecha que va a extinguirse, tal como sucede a una lámpara que, estando a punto de apagarse, despide súbitamente un resplandor que hace suponer su encendimiento».
Había muerto al-Mansur, el guerrero invencible, pero ahora era primer ministro su hijo Abd al-Malik, y el califa Hisham seguía oculto en sus alcázares y entregado a sus devociones y a sus vicios. Que un soberano permanezca recluido y delegue todo el poder en sus visires es para Ibn Jaldún otro de los síntomas de que una dinastía va a hundirse: «La reclusión del califa es ocasionada comúnmente por los progresos del lujo: los herederos de un soberano, al pasar su juventud sumidos en los placeres, olvidan el sentir de su dignidad varonil y, habituados al ambiente de nodrizas y comadronas, acaban contrayendo una blandura del alma que los torna incapaces del poder; no saben incluso la diferencia entre mandar y ser dominado». Abd al-Malik era corrupto y soberbio, y andaba siempre en juergas de borrachos con sus oficiales de confianza, todos cristianos y bereberes, pero también era un militar valeroso y enérgico y había aprendido de su padre la cautela política de amparar el ejercicio absoluto de su poder tras la ficción de un califa legítimo, pero fantasma. A diferencia de al-Mansur, que fue un hombre cultivado y adicto a la literatura, Abd al-Malik no era más que un guerrero violento, pero siguió pagando pensiones espléndidas a los poetas y a los astrólogos de su corte, así como a los jugadores profesionales de ajedrez a los que su padre había protegido. Al-Mansur había usado el lujo como un arma de propaganda política: Abd al-Malik se complacía bárbaramente en él, igual que todos los que lo rodeaban, y dicen que en Córdoba nunca hubo más comercio de sedas y de metales preciosos que en aquellos siete años que precedieron al desastre: un día, al salir de al-Zahira, para ponerse al frente del ejército, Abd al-Malik se presentó montado en un pura sangre blanco, vestido con una cota de malla de plata sobredorada y con un casco octogonal incrustado de piedras preciosas en medio de las cuales resplandecía un gran rubí. Como su padre, adoptó un sobrenombre califal. Se hizo llamar al-Muzzafar, el vencedor, y lo cierto es que combatió con éxito a los cristianos en sus expediciones anuales de guerra santa, pero padecía una enfermedad del pecho y murió todavía joven: también dicen que lo envenenó su hermano menor, Abd al-Rahman, que no era hijo de su misma madre, sino de una de aquellas princesas navarras, rubias y de ojos azules, que tanto gustaban a los andalusíes.
Le llamaban un poco despectivamente Sanchol, o Sanchuelo, porque era nieto del rey Sancho Abarca de Navarra, de modo que tenía un parentesco directo con el califa Hisham, hijo también de una rubia cristiana, aquella Subh a la que tanto amó al-Hakam II y que se hizo cómplice y amante de Muhammad ibn Abi Amir sin saber que estaba labrando su desgracia futura. Dice un cronista árabe que Sanchol vivía «dominado por el vino y anegado en los placeres». Era un notorio borracho, se exhibía acompañado siempre por «sodomitas, cantantes, bufones, bailarines», y mostraba tan impúdicamente su impiedad que una vez, al oír al muecín llamando a la oración, dijo a gritos, parodiando la salmodia litúrgica entre las carcajadas de sus compañeros de parranda: «No vayáis a rezar, venid mejor a la taberna». El califa se apresuró a otorgarle el mismo nombramiento que ya habían tenido su padre y su hermano mayor, pero a Abd al-Rahman Sanchol no le bastaba ser nada más que primer ministro: al fin y al cabo una parte de la sangre que corría por sus venas era la misma de Hisham, y los dos compartían no sólo el parentesco, sino también el gusto por la indolencia y la depravación. Algunas noches se veía pasar por las calles despobladas de Córdoba un rumoroso cortejo de mujeres veladas y hombres pintados y vestidos como mujeres, ocultos tras las cortinas de los palanquines y rodeados de guardias: al ver el brillo de las telas de lujo y oír las risas de los embozados se sabía en seguida que una vez más el Príncipe de los Creyentes abandonaba el alcázar para acudir a una fiesta en Madinat al-Zahira.
En su testamento, al-Mansur había advertido a sus hijos que sólo conservarían el poder si respetaban escrupulosamente la apariencia de la legalidad califal. Pero una mañana de principios del año 1009 se supo en Córdoba que había ocurrido lo increíble: Hisham ibn al-Hakam ibn Abd al-Rahman, descendiente directo de los primeros califas del Islam y de Abd al-Rahman el Inmigrado, acababa de nombrar sucesor no a un príncipe omeya, como exigían la tradición y la ley, sino al hijo de aquel escribano advenedizo que se había convertido en dictador de al-Andalus, al impío y borracho Sanchol. En la ciudad crecía una tensión difícilmente contenida por el miedo. Circulaban versos anónimos que maldecían al nuevo tirano, y se contaba que un viejo ermitaño, al pasar junto a los muros de Madinat al-Zahira, había gritado contra ellos un conjuro profético: «¡Palacio que te has enriquecido con los despojos de tantas casas, quiera Dios que pronto todas las casas se enriquezcan con los tuyos!».
Insensatamente, Sanchol no receló, sino que decidió emprender cuanto antes una campaña contra los cristianos, aunque era enero y los caminos estarían embarrados por las lluvias: quería lograr en seguida la gloria militar, volver a Córdoba como habían vuelto tantas veces su padre y su hermano, en un desfile de triunfo, seguido por una caravana de prisioneros, tesoros y racimos de cabezas cortadas. El viernes 14 de enero los estandartes fueron bendecidos en la mezquita mayor, y Sanchol cometió una nueva injuria pública que tampoco le sería perdonada: todos sus soldados y sus generales debían usar el turbante de los bereberes, y él mismo, para dar ejemplo, se presentó así. Fueran de origen árabe o andaluz, los cordobeses odiaban unánimemente a aquellos guerreros medio salvajes venidos del norte de África. En al-Andalus sólo los teólogos llevaban turbante: que se impusiera a los soldados la obligación de usarlo era, por una parte, una falta de respeto a la religión, y por otra, una muestra más de sometimiento a las costumbres odiosas de los bereberes. Pero Abd al-Rahman Sanchol, poseído por una temeraria predisposición al fracaso, no parecía oír nada ni sospechar nada. Abandonó Córdoba en medio de un temporal de lluvias, subió hasta las montañas de León sin encontrar nunca al enemigo y extraviándose con todo su ejército entre tormentas de nieve, y sólo cuando todos los caminos estuvieron cegados por el barro dio la orden de replegarse hacia Toledo. Fue allí donde supo que en Córdoba había estallado una rebelión.
La encabezaba un príncipe omeya, uno de los innumerables bisnietos de Abd al-Rahman III, llamado Muhammad ibn Abd al-Chabbar, que contaba con cuatrocientos partidarios armados y con el apoyo de los teólogos puritanos que maldecían a Sanchol por su vida disoluta y blasfema y renegaban de un califa incapaz de mantener la legitimidad de su propia dinastía. Una hora antes del anochecer del 15 de febrero, Muhammad ibn Abd al-Chabbar y treinta de sus hombres, que se habían congregado a la orilla del río, asaltaron a los guardianes de las puertas del alcázar, matándolos a todos, y simultáneamente los otros conjurados extendieron por las calles de Córdoba el grito de sublevación. Miles de hombres y mujeres vinieron de los arrabales al centro de la ciudad en un voraz desbordamiento de entusiasmo y de rabia. Mientras sus partidarios repartían armas y dinero entre la multitud, Ibn Abd al-Chabbar recorrió las habitaciones del alcázar buscando al califa, que se había escondido, muerto de incertidumbre y de terror, en las estancias mejor guardadas del harén. Desde allí oiría, temblando, inmovilizado por el miedo, los gritos de los amotinados, los pasos de los invasores, el escándalo de las mujeres que huían por los corredores queriendo escapar de aquellos hombres que mataban a todo el que se les resistiera. Llamaba a sus esclavos y a sus guardias y nadie le respondía. El rumor de las calles de Córdoba, que tantas veces había escuchado como quien se acostumbra a oír un mar lejano que no ve, crecía ahora hasta convertirse en una tormenta que tal vez iba a ahogarlo, que ya inundaba y arrasaba los jardines de su palacio.
Aquella misma noche, Ibn Abd al-Chabbar le exigió que abdicara en beneficio suyo. Según su lánguida costumbre, Hisham rápidamente accedió. Muhammad ibn Abd al-Chabbar se convirtió en Príncipe de los Creyentes y adoptó el sobrenombre de al-Mahdi billah, el guiado por Dios. Nombró visires y gobernadores, dispuso que todo el que quisiera sería admitido en el ejército, ordenó el asalto inmediato de Madinat al-Zahira. Ninguno de los dignatarios que habitaban allí y que debían toda su fortuna a la familia de al-Mansur hizo nada por defender la ciudad palacio. Con inmediata abyección juraron lealtad al nuevo califa y huyeron de Madinat al-Zahira antes de que la muchedumbre armada la tomara, comenzando un saqueo que duró cuatro días, y que al-Mahdi no quiso o no pudo detener. Robaron todos los objetos de valor y cuando ya no quedaban arquetas de marfil ni figuras de plata y de oro arrancaron hasta las tuberías de plomo y los goznes de las puertas: los metales, las piedras preciosas, los mármoles, los tejidos de seda y de púrpura avivaban como madera seca el gran fuego del pillaje. Encontraron millón y medio de monedas de oro y dos millones de monedas de plata, y cuando ya parecía que no quedaba más dinero apareció un arcón con otras doscientas mil monedas de oro que desaparecieron entre las manos innumerables de los invasores como si hubieran sido arrojadas al mar. Un incendio que iluminó durante toda una noche los arrabales de Córdoba y las orillas del Guadalquivir borró hasta las ruinas de Madinat al-Zahira.
Mientras tanto, Sanchol, más inmune a la lucidez que al desaliento, incapaz de comprender que lo había perdido todo, abandonaba Toledo con su ejército y con un harén de setenta mujeres, dispuesto a aplastar la rebelión, pero a medida que cabalgaba hacia Córdoba lo iban abandonando todos los que hasta unos días antes le fueron leales, los soldados y los oficiales bereberes a quienes él y su familia habían enriquecido: cada mañana, cuando se despertaba, descubría la deserción de una parte de sus tropas, pero él se negaba a claudicar y seguía aproximándose a Córdoba, sabiendo que al-Mahdi había decretado la guerra santa contra él y que no le quedaba ninguna posibilidad de sobrevivir. De pronto su estupidez se vuelve temeraria o heroica. No tiene a nadie a su lado, salvo a un conde cristiano, de nombre Gómez, que manda un regimiento de mercenarios leoneses. El conde Gómez le advierte una vez más que está perdido y le ofrece la hospitalidad de su castillo, donde le jura que lo defenderá si sus enemigos van a buscarlo. Sanchol se niega: tienen miles de partidarios en Córdoba, dice, hombres poderosos que han sido siempre fieles a los amiríes; en cuanto él llegue a la ciudad se pondrán todos de su parte y expulsará fácilmente a quienes ahora lo persiguen. Como un samurai, Gómez decide quedarse al lado de Sanchol sabiendo que ha elegido morir por una causa perdida que ni siquiera es la suya. De nuevo emprenden el camino de Córdoba: del ejército que salió de la ciudad hace menos de dos meses sólo quedan unos pocos soldados cristianos, algunos esclavos que todavía no han desertado, una cuadrilla de músicos, bailarines y coperos, setenta mujeres y un general que cabalga borracho creyendo que se aproxima a la victoria, «tan perdido -dice un cronista- como una camella ciega».
El 4 de marzo se encontraron por fin con las primeras tropas de al-Mahdi. Ni siquiera hubo combate. Sanchol descabalgó y cayó de rodillas ante el visir de su enemigo, besando el suelo que pisaba; pero también le exigieron que besara los cascos de su caballo, y él obedeció, y luego lo ataron de pies y manos cuando intentó clavarse un puñal. El conde Gómez asistiría como en sueños a la indignidad de Sanchol: por ese hombre que lloraba y se retorcía en el suelo y lamía los cascos de un caballo él estaba a punto de perder la vida. Los decapitaron a los dos. Al día siguiente, en Córdoba, al-Mahdi pisoteó con su caballo el cadáver de Sanchol y lo hizo embalsamar para que durara más tiempo su exhibición pública: lo clavaron en una cruz y pusieron junto a ella su cabeza, hincada en una pica.
Pero al-Mahdi no era menos torpe o depravado que Sanchol. Bebía y blasfemaba tanto como él y manifestaba en sus actos la misma capacidad de ganarse rabiosos enemigos. El desorden y la confusión que había alentado con su dinero y sus armas para derribar al hijo de al-Mansur ya no pudieron ser contenidos. Los soldados bereberes se habían puesto de su parte, pero el odio de los cordobeses hacia ellos se mantenía intacto, y muy pronto empezaron a quemar sus casas y a perseguirlos como a perros. Por cobardía, por desidia, al-Mahdi toleró las matanzas de bereberes, sin darse cuenta de que su trono se hundiría si no contaba con la fidelidad de aquellos guerreros. Enajenado por la soberbia del poder, ciego de excitación y de alcohol, organizaba ceremonias más fastuosas que las de los tiempos de los grandes califas y persecuciones de posibles traidores, pero a quien más temía era al más inocuo de sus enemigos, el califa destronado Hisham, que seguía preso en el alcázar, que nunca había tenido voluntad para hacer nada ni para negarse a nada, pero que aún era, a pesar de su abulia, un peligro cierto, porque cualquiera podía usarlo como bandera de una conspiración legitimista. Al-Mahdi lo tenía en sus manos, igual que lo habían tenido al-Mansur y sus hijos, pero tampoco él se atrevía a matarlo. Prefirió fingir que Hisham había muerto, urdiendo una laboriosa impostura. Por sus espías tuvo noticia de que acababa de morir en Córdoba un cristiano que se parecía extraordinariamente al antiguo califa -al que, además, muy pocas personas conocían- y presentó su cadáver vestido con mortaja real, ordenando que se le enterrara en el panteón del alcázar y que se guardara luto por él y se rezara en su memoria en la mezquita mayor. Al verdadero Hisham, que tal vez recibió con alivio la noticia de su falsa muerte, lo llevaron de noche a una casa de los arrabales donde permaneció solo y como sepultado en vida, vigilado continuamente por guardianes que no sabían quién era, quién había dejado de ser. En medio del horror y de la locura de Córdoba, este hombre impasible y desconocido permanece siempre inmóvil en la oscuridad: tenía ya cerca de cuarenta años, y ni una vez en toda su vida, que sepamos, había emprendido ni un solo acto que no obedeciera a los propósitos de otros. Ahora aceptaba estar muerto igual que en su infancia había aceptado ser el califa de al-Andalus: en ambos casos se limitó a fingir la identidad que otros le atribuían, aunque es posible que de todos los personajes que había sido hasta entonces prefiriera este último, el de muerto olvidado.
Para su desgracia, la falsa muerte que tanto había apetecido sólo duró unos meses. A principios de noviembre, los guardias que lo custodiaban le ordenaron que se vistiera cuanto antes y sin decirle a dónde iba lo hicieron subir a un palanquín con las cortinas echadas. Tal vez pensó que ahora sí lo ejecutarían, que su segunda muerte anónima se disolvería en la primera sin dejar ningún rastro. Cruzó de nuevo las calles de Córdoba oliendo el humo de los incendios y el hedor de los cadáveres corrompidos. Pero no lo habían sacado de su encierro para matarlo, sino para que resucitara ante la ciudad que lo creía muerto y en la que casi nadie lo recordaba ya. Al-Mahdi, su enemigo, su enterrador imaginario, recurría a él en un vano intento de salvarse a sí mismo. Los bereberes, expulsados de Córdoba, habían proclamado a un nuevo califa, otro príncipe omeya que se llamaba Suleyman, y volvían a la ciudad para imponerlo por las armas, con la ayuda de los ejércitos del conde de Castilla. Cuando los bereberes y sus aliados se acercaron a Córdoba, sólo una muchedumbre caótica y mal armada se les pudo enfrentar: artesanos de los arrabales, comerciantes, tenderos, haraganes de la medina, teólogos enfervorecidos, campesinos de la vega del Guadalquivir, gentes sin disciplina ni experiencia de la guerra que fácilmente sucumbieron ante un ejército de mercenarios animados por el deseo de venganza y botín. Diez mil hombres murieron como reses ante las murallas de la ciudad, y los supervivientes retrocedían y se ahogaban en las aguas del río o queriendo ganar las puertas se pisoteaban entre sí mientras los jinetes bereberes y los castellanos se extenuaban en la matanza, que prosiguió luego en las calles y en el interior de las casas y de los palacios.
Fue entonces cuando al-Mahdi, aislado en el alcázar y sin tropas que le obedecieran, imaginó que podría salvarse devolviendo el trono a quien al fin y al cabo era el califa legítimo, el muerto y resucitado Hisham. Pero ya era demasiado tarde: nadie podía detener el saqueo y la furia de los bereberes ni la codicia vengativa de los castellanos. Suleyman ocupó el alcázar como nuevo califa y mandó encarcelar otra vez a Hisham, cuya restauración sólo había durado unas pocas horas. Al-Mahdi no tuvo más remedio que huir para que no lo degollaran: abandonaba el trono igual que lo había usurpado, en medio del desastre. Los historiadores futuros lo acusan con unánime severidad de haber provocado la ruina de al-Andalus: «Fue al-Mahdi quien rompió en Córdoba la unidad musulmana y quien originó la devastadora guerra civil -dice Ibn Hayyan-, fue él quien suscitó la fitna en al-Andalus, quien reanimó el fuego casi extinguido, quien desenvainó el sable enfundado, quien transmitió en herencia el oprobio».
Reanimado el fuego, ya fue imposible apagarlo; el sable desenvainado siguió exigiendo muertos innumerables. Al huir de Córdoba, al-Mahdi encontró refugio en Toledo y levantó allí un ejército de eslavos y de catalanes que marcharon sobre la capital saqueada unos meses antes por los bereberes de Suleyman y los cristianos del conde de Castilla. Esta vez el resultado de la batalla le fue favorable, y mientras los catalanes se entregaban en la ciudad a la matanza y al pillaje, al-Mahdi volvió a proclamarse califa y ocupó el alcázar recién abandonado por su enemigo Suleyman. Pero no se conformaba nunca con la victoria, igual que no se había conformado con obtener la cabeza de Sanchol: le gustaba apurar hasta el límite la venganza y profanar los cadáveres de sus víctimas, cuyos cráneos utilizaba como tiestos de flores. Tampoco le bastó con expulsar a los bereberes de Córdoba: mandó a sus catalanes que los persiguieran y continuaran matándolos, pero los bereberes se reagruparon en las cercanías de Algeciras y el 21 de junio de 1010 atacaron por sorpresa al ejército de al-Mahdi, que esta vez fue aniquilado. Tres mil catalanes murieron en la llanura donde el Guadaira desemboca en el Guadalquivir. Los supervivientes regresaron a Córdoba en una ciega desbandada y pagaron su ira por la derrota saqueando otra vez la ciudad y matando a todo aquel cuyos rasgos les parecieran de bereber. El 8 de julio se marcharon de vuelta al condado de Cataluña. Habían asolado Córdoba con su crueldad y su rapiña, y la abandonaban sin defensa cuando los bereberes volvían a marchar sobre ella. Al-Mahdi no tenía un ejército que oponerles: sólo podía esperar que llegaran con la misma impotencia con que habría visto acercarse una nube de langosta.
Mandó abrir un foso alrededor de la ciudad y fortalecer las murallas, imaginando en sus delirios de beodo que dirigiría una resistencia heroica frente a los bárbaros. Pero no vivió para presenciar su llegada: los poderosos oficiales eslavos, que le habían ayudado a recobrar el trono, conspiraban ahora contra él. En esos años atroces Córdoba es un pudridero de irresponsabilidad y traición: mientras los bereberes seguían aproximándose a ella, los cortesanos y los jefes militares se enredaban en sus venenosas intrigas como si el peligro no existiera. La ruina de Córdoba adquiere progresivamente un aire de vano aturdimiento y de farsa: el 23 de julio, los eslavos sacaron otra vez a Hisham II de su prisión, le devolvieron sus vestiduras reales y lo pasearon por la ciudad sobre un caballo enjaezado de púrpura: él era el verdadero y único califa, declararon, y no al-Mahdi, ese corrupto usurpador, que merecía morir. Inerte como un sonámbulo, como un muñeco articulado al que alguien hace agitar la cabeza y mover los brazos, Hisham II volvió a saludar a la multitud y a recibir en el salón del trono del alcázar el homenaje de los eslavos y los eunucos. A al-Mahdi lo sacaron del baño para llevarlo atado a su presencia. En voz baja, probablemente sin rencor, porque hasta para sentirlo le faltaría coraje, Hisham le reprochó su deslealtad. Luego un eslavo lo decapitó. El doble califato de al-Mahdi billah había durado diecisiete meses.
Tres años duró el asedio de los bereberes. Arrasaron las huertas y talaron los árboles de los alrededores y a principios de noviembre pusieron sitio a Madinat al-Zahra, tomándola por asalto al cabo de tres días y degollando primero a los soldados de la guarnición y luego a todos los hombres, mujeres y niños que vivían en la ciudad palacio de Abd al-Rahman al-Nasir, sin respetar siquiera a los que se habían refugiado en la mezquita. Cazaron a los animales exóticos que poblaban los jardines, destrozaron la gran taza de mármol sobre la que en otro tiempo se derramaba el mercurio, arrancaron las perlas y las piedras preciosas incrustadas en los capiteles, usaron como cuadra para sus caballos los salones donde se habían humillado ante el califa de al-Andalus los embajadores de los reinos del mundo. Durante todo aquel invierno se ensañaron sin descanso en la destrucción y luego la consumaron con el fuego.
Para escapar de los bereberes, los campesinos abandonaban sus aldeas y buscaban refugio en el interior de las murallas de Córdoba. Quemadas las cosechas, interceptadas por los sitiadores las cargas de alimentos que venían de las provincias, el hambre empezó a cundir en la ciudad superpoblada al mismo tiempo que llegaban los fríos, y muy pronto se extendió una epidemia de peste. En primavera, después de uno de los temporales de lluvias más largos que se recordaban, el Guadalquivir se desbordó, inundando dos mil casas de los arrabales y provocando casi tantas muertes como la peste y el hambre. Empobrecidas, asediadas, maltratadas por todas las desgracias posibles, las gentes de la ciudad viven en una especie de alucinación colectiva que las empuja a resistir con una tenacidad inesperada y a prescindir de todas las normas morales que hasta entonces han obedecido. Como en las leyendas del Milenio, los hombres y las mujeres de Córdoba se arrojan desesperadamente a la vida sabiendo que lo que los aguarda es el fin del mundo y el Juicio Universal. «Se bebe vino abiertamente -escribe un cronista escandalizado-, el adulterio es cosa permitida, la sodomía no se esconde, no se ven más que libertinos haciendo gala de sus liviandades…». El 19 de abril del año 1013 un soldado de la guarnición vendido a los bereberes les abrió una de las puertas de la muralla. Como un ejército de ángeles exterminadores irrumpieron en la ciudad y se derramaron por sus calles lanzando feroces gritos de guerra y agitando los sables sobre sus cabezas tocadas con turbantes negros. Aquellos hombres que habían sido el brazo armado de Córdoba se revolvían ahora contra ella para aniquilarla y la anegaban en sangre. Al cabo de tres años de asedio, mataban exaltados por un apremiante voluntad de exterminio, sin perdonar ni respetar a nadie, persiguiendo a caballo a los hombres que huían hasta atraparlos en los callejones sin salida, derribando las puertas de las casas para matar incluso a los enfermos y a los viejos y violar a las mujeres. Los cordobeses morían igual que animales hacinados en el corral de un matadero. Duró dos meses el horror, pero ese tiempo es tan inconcebible como la duración del infierno. A principios del verano hizo su entrada en la ciudad Suleyman, el califa de los bereberes, convertido, gracias a ellos, en el señor de un reino de escombros y de cadáveres, de una capital deshabitada. La mayor parte de los que habían sobrevivido a cuatro años de desastres fueron obligados a abandonar Córdoba, y se les prohibió volver bajo pena de muerte.
Uno de aquellos condenados a la diáspora era un joven de dieciocho años que se llamaba Abu Muhammad Ali ibn Hazm. Su padre, recién asesinado por los bereberes, había sido un alto funcionario califal que incluso en los tiempos de al-Mansur permaneció ínfimamente fiel a la dinastía. Ibn Hazm, como casi todos los jóvenes de su clase, se había educado entre las mujeres del harén, apasionándose precozmente por el amor y la literatura. «Yo he intimado mucho con las mujeres -confiesa con la peculiar naturalidad que hay en todos sus escritos, y que nos hace sentirlo extrañamente cercano a nosotros- y conozco tantos de sus secretos que apenas habrá nadie que lo sepa mejor, porque me crié en su regazo y crecí en su compañía, sin conocer a nadie más que a ellas, y sin tratar hombres hasta que llegué a la pubertad… Ellas me enseñaron el Corán, me recitaron no pocos versos y me adiestraron en la caligrafía. Desde que llegué al uso de razón, no puse mayor empeño ni empleé mi ingenio en otra cosa que en saber cuanto las concierne, en estudiar cuanto las atañe y en allegar estos conocimientos». A los catorce años se enamoró de una esclava rubia, con un amor, nos dice, «desatinado y violento». La persiguió mucho tiempo, con la devoción pertinaz y siempre fracasada de la adolescencia, y no obtuvo de ella más que la mirada fría de sus ojos azules. Dejó de verla cuando los bereberes lo expulsaron de Córdoba, pero volvió cinco años después, y cuenta que no la habría reconocido si no llegan a decirle su nombre. La mujer que había amado estaba tan desfigurada como la misma ciudad a donde ahora volvía: «Se había alterado no poca parte de sus encantos; desaparecido su lozanía; agostado aquella hermosura; empañado aquella diafanidad de su rostro, que parecía una espada acicalada o un espejo de la India… Sólo quedaba una pequeña parte que anunciaba cómo había sido el conjunto y un vestigio que declaraba lo que antes era el todo».
De no haber sido por la guerra civil, que lo despertó de pronto a las atrocidades de una interminable pesadilla, Ibn Hazm se habría convertido, como su padre, en un funcionario cultivado y hedonista, en uno de aquellos brillantes versificadores que improvisaban poemas en las fiestas nocturnas y en las recepciones oficiales. La fitna al arrojarlo del palacio familiar y de Córdoba, hizo de él un moralista radical y un escritor severamente elegíaco que algunas veces nos recuerda a Quevedo o a Séneca. En aquellos años en que al-Andalus se despedazaba en una ciega confabulación de crueldad y de locura, él, Ibn Hazm, casi siempre perseguido y errante -murió muy lejos de Córdoba, abandonado hasta por sus hijos-, se convirtió en una conciencia solitaria y cada vez más insobornable y herida por el desengaño. «La flor de la guerra civil es estéril», decía. Quemaban sus obras queriendo reducirlo al silencio, pero él nunca se rindió:
Probablemente fue el hombre más sabio de su tiempo, y García Gómez lo considera el mejor prosista de al-Andalus. Escribió, con abrumadora fertilidad y erudición, tratados sobre las ciencias humanas y sobre los enigmas de la teología que ocupan ochenta mil páginas manuscritas y cuatrocientos volúmenes, pero el único libro suyo por el que lo seguimos recordando es el Tawq al-hamama o «Collar de la paloma sobre el amor y los amantes», escrito cuando tenía veintiocho años, en Játiva, durante uno de sus tantos exilios. Sus análisis del sentimiento amoroso tienen a veces la pérfida clarividencia de una página de Proust. Pero el recuerdo de las mujeres o de los hombres que amó nunca es tan desesperado como el de su ciudad destruida por la guerra: «Ahora son asilo de lobos, juguete de los ogros, diversión de los genios y cubil de las fieras los parajes que habitaron hombres como leones y vírgenes como estatuas de marfil, que vivían entre delicias sin cuento. Su reunión ha quedado deshecha, y ellos esparcidos en mil direcciones. Aquellas salas llenas de letreros, aquellos adornados gabinetes, que brillaban como el sol y que con la sola contemplación de su hermosura ahuyentaban la tristeza, ahora, invadidos por la desolación y cubiertos de ruina, son como abiertas fauces de bestias feroces que anuncian lo caedizo de este mundo; te hacen ver el fin que aguarda a sus moradores; te hacen saber a dónde va a parar todo lo que en él ves, y te hacen desistir de desearlo, después de haberte hecho desistir durante mucho tiempo de abandonarlo… Se ha presentado ante mis ojos la ruina de aquella alcazaba, y la soledad de aquellos patios que eran antes angostos para contener tanta gente como por ellos discurría. Me ha parecido oír en ellos el canto del búho y de la lechuza, cuando antes no se oía más que el movimiento de aquellas muchedumbres entre las cuales me crié dentro de sus muros. Antes la noche era en ellos prolongación del día… ahora el día es en ellos prolongación de la noche en silencio y abandono».
Tras la ocupación de los bereberes y el regreso al trono de Suleyman -que tampoco lo disfrutaría mucho tiempo-, al tantas veces injuriado y resucitado Hisham lo encarcelaron otra vez, y a partir de ahora sus huellas, como las del rey Rodrigo después de la batalla del Guadalete, se pierden para siempre en la salvaje confusión de la guerra civil. Algunos dicen que Suleyman lo mandó estrangular en su celda: al cabo de unos años alguien mostró un cadáver jurando que era el suyo, pero también se contaba que había logrado escapar de la cárcel y que se refugió algún tiempo en Almería, donde trabajó como aguador. Años más tarde, en Sevilla, un cadí que se había apoderado de aquella provincia, alzando uno de los tantos reinos fugaces en que se convirtieron los despojos de al-Andalus, dijo saber que el antiguo califa se había ocultado en Calatrava, donde se ganaba pobremente la vida con el oficio de esterero. Hizo traer a aquel hombre, al que llamaban Jalaf, y un peluquero de su corte, que lo había sido antes del alcázar de Córdoba, cayó de hinojos ante él y aseguró que lo reconocía. Si el esterero había aceptado voluntariamente la impostura o si la brusca irrealidad de lo que le sucedía lo paralizó de estupor, es algo que no podemos saber. Nadie creía que fuera de verdad Hisham II, pero lo llevaron a la mezquita mayor de Sevilla y le rindieron pleitesía, y él predicó como un califa y luego volvió a palacio y hasta el cercano fin de su vida imitó al hombre a quien suplantaba.
La vida invisible de Hisham se multiplica en rostro de impostores, en dobles a los que alguien vio en una fosa o en algún taller de los zocos de Calatrava o Almería, tejiendo esteras, llevando sobre sus hombros encorvados una carga de agua. También dicen que al huir de Córdoba peregrinó a La Meca disfrazado de mendigo, pero guardando una bolsa con perlas y monedas de oro que unos ladrones o unos soldados le arrebataron. En la ciudad sagrada permaneció dos días orando sin probar alimento, y luego un hombre se acercó a él y le preguntó si le gustaría ser alfarero. Hisham dijo que sí y aprendió a amasar el barro y a manejar el torno: él, que había sido uno de los príncipes más ricos del mundo, trabajaba con sus manos desde el amanecer a cambio de un dracma y de un pan. Tal vez le llegaban de vez en cuando, traídas por las caravanas, noticias sobre la ruina de su patria, pero él fingiría no oírlas, no saber nada de aquel país de Occidente en el que seguía ardiendo la guerra civil. ¿Había vivido alguna vez allí, había soñado una improbable existencia anterior en la que no fue un alfarero ni un mendigo, sino un rey? Pronto abandonó el taller del alfarero y volvió a echarse a los caminos, feliz de no ser nadie y de no poseer nada, ni una casa, ni una moneda, ni un nombre. También él, como el príncipe sin reino que huyó de Siria para fundar el emirato de al-Andalus, era un inmigrado, pero él no viajaba hacia el cumplimiento de ninguna ambición, sino hacia la voluntaria oscuridad y la pobreza, y en las llanuras de Siria se acordaba sin nostalgia del valle del Guadalquivir, ahora asolado por la guerra y manchado de cadáveres insepultos. Tal vez este hombre imaginario, aunque no del todo inverosímil, habría suscrito los últimos versos que escribió en su vida el cordobés Ibn Suhayd, que era amigo de Ibn Hazm y conoció como él la aniquilación de la ciudad que amaban y del mundo en el que habían nacido:
En Jerusalén vivió de limosna y cuando se cansó de mendigar entró de aprendiz en el taller de un esterero. A partir de aquí se desdobla la mentira o la historia incierta de sus últimos años: Hisham aprendió a tejer el esparto y envejeció y murió en Jerusalén practicando ese oficio; Hisham regresó a al-Andalus, ganado al fin por la nostalgia, acaso por el deseo de morir donde había nacido, y el año 1033 alguien lo reconoció en un portal del zoco de Calatrava, y volvió a ser califa… Da lo mismo si volvió o no, si alguna vez llegó a salir de Córdoba. Hisham II se desvanece en el tiempo igual que su ciudad y que la dinastía que reinó en ella durante casi tres siglos, igual que Madinat al-Zahra y la biblioteca de al-Hakam II y las muchedumbres que poblaban los zocos y afluían cada viernes a la mezquita mayor. Nada es más irreal que el pasado: nada es más inquietante, porque indagar en él también nos vuelve irreales a nosotros. Cuando ya había acabado la guerra civil, cuando al-Andalus estaba dividida en una maraña de reinos de taifas y el califato no existía, Ibn Suhay describió:
No hay entre las ruinas ningún amigo que pueda informarme. ¿A quién podría preguntar para saber qué ha sido de Córdoba? No preguntéis sino a la separación; sólo ella os dirá si vuestros amigos se han ido a las montañas o a la llanura. El tiempo se ha mostrado tirano con ellos: se han dispersado en todas direcciones, pero el mayor número ha perecido. Por una ciudad como Córdoba son poco abundantes las lágrimas que vierten los ojos en chorro incontenible… ¡Oh, Paraíso sobre el cual el viento de la adversidad ha soplado tempestuoso, destruyéndolo, como ha soplado sobre sus habitantes, aniquilándolos!