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V. EL MÚSICO DE BAGDAD Y EL TEÓLOGO FURIOSO

Es muy probable que Ziryab el bagdadí y Eulogio de Córdoba no llegaran a encontrarse nunca, aunque sin duda oirían hablar el uno del otro, y tal vez Eulogio, que era más joven que Ziryab, vio a éste por las calles de la medina, montado en un caballo con gualdrapas lujosas y precedido por un séquito de esclavos. Los dos vivieron en Córdoba durante el largo reinado de Abd al-Rahman II, que duró treinta años. Los dos sobrevivieron al emir. Ziryab, viejo y cargado de celebridad y riqueza, murió en el 857, en su casa de campo del arrabal de al-Rusafa. Eulogio, dos años después, decapitado públicamente y exaltado en seguida a la santidad por sus correligionarios mozárabes. Ziryab era un hijo de libertos, un desterrado sin patria que vino a encontrarla en Córdoba y que ya nunca quiso abandonar la ciudad. Eulogio, un descendiente de patricios hispanogodos cuyo linaje era muy anterior a la llegada de los musulmanes y que mantuvieron siempre orgullosamente su condición de cristianos. Ziryab, cuando nació, estaba destinado a ser un comerciante menesteroso en los zocos de Bagdad, igual que sus padres, esclavos liberados por el califa abbasí al-Mahdi. A Eulogio lo educaron para vivir entre los señores del mundo: un hermano suyo, sin abjurar del cristianismo, había alcanzado una alta posición en el palacio del emir, y otros tres se dedicaban provechosamente al comercio de bienes lujosos. Su abuelo, un rígido aristócrata, maldecía por lo bajo y se santiguaba cuando oía la invocación de los almuédanos, esa doble injuria a su fe cristiana y a su estirpe visigoda. Eulogio quiso vivir como un asceta y se obstinó con furia en morir como un mártir. A lo largo de los setenta años de su vida, Ziryab se consagró a gustar los placeres de la música, del amor, de la comida, del vino, de la inteligencia. A Eulogio lo torturaba la vejación de su ciudad invadida, de sus palacios usurpados por advenedizos, de su lengua y su religión suplantadas por las de un falso profeta, encarnación del anticristo del Apocalipsis. Ziryab practicaba muy tibia y respetuosamente las normas del Islam, y agradecía al azar que lo hubiera traído a esta tierra conquistada hacía más de un siglo por los musulmanes. Es probable que los dos amaran a Córdoba con una pasión semejante, y que murieran felices, gozando cada uno la plenitud de sus vocaciones adversas: la música que Ziryab trajo a al-Andalus sigue viviendo en las nubas de los cantores marroquíes y en algunas modulaciones y desgarros del flamenco español; Eulogio es un santo de la Iglesia católica, y sus reliquias tuvieron fama durante siglos de extremadamente milagrosas.

El verdadero nombre de Ziryab era Abul-Hasan Alí ibn Nafi, y había nacido en Mesopotamia el año 789. Parece que le llamaron Ziryab porque su tez oscura y su hermosa voz recordaban a un pájaro cantor de plumaje negro que tenía ese nombre: el mirlo. En Bagdad, la ciudad circular fundada en el desierto por los abbasíes, cerca de las ruinas de Babilonia, fue discípulo del músico Ishaq al-Mawsulí, predilecto del califa Harun al-Rashid, cuyo nombre ha perdurado en Occidente gracias a los cuentos de Las mil y una noches. Como Giotto en el taller de Cimabue y Leonardo en el de Verrocchio, Ziryab es ese discípulo joven y poseído por una gracia innata que deja muy pronto atrás la voluntariosa técnica de su maestro. Para Ishaq al-Mawsulí, en el genio de Ziryab había algo de ingratitud e insolencia: él mismo, más que nadie, estaba dotado para admirar a su alumno, pero no lo podía admirar sin rencor, sin ese odio oculto de hombre viejo y experto hacia el adolescente que alguna vez lo desalojará de la vida. Que esta historia sea verdad o mentira tiene una importancia secundaria: lo que importa es su fidelidad a un exacto arquetipo. En cierta ocasión, el califa Harun al-Rashid, devoto de la música, que es un arte sagrado, aunque algunas veces los teólogos lo reputen de impío, pide a Ishaq al-Mawsulí que lleve a su presencia a su mejor discípulo. Al-Mawsulí elige a Ziryab, imaginando que repetirá dócilmente las canciones que él le ha enseñado. Pero el muchacho, cuando se encuentra ante el califa, adquiere una inusitada arrogancia. «Sé cantar lo que otros saben -le dice- pero además sé lo que otros no saben. Si tú quieres, cantaré lo que jamás ha escuchado nadie».

Harun al-Rashid quiso oír esa música que nadie había conocido. Ziryab cantó, pero renunció a usar el laúd de su maestro, y tocó el que él mismo había inventado, que no tenía cuatro cuerdas, como era usual, sino cinco, la segunda y la cuarta de seda roja, la primera, la tercera y la quinta, de color amarillo, hechas con tripas de cachorro de león. El plectro con que las pulsó era una garra de águila, y no una púa de madera, como las conocidas hasta entonces. No sabemos imaginar cómo sonaría aquella música ni qué sintió Harun al-Rashid al oírla, tal vez asombro y fervor y una gratitud ilimitada. Cuando se hizo el silencio, pidió apasionadamente a Ziryab que cantara de nuevo, y que volviera al otro día a palacio. Pero Ziryab nunca volvió, y el califa no llegó a conocer la razón de su ausencia. El único que la sabía era el vengativo maestro Ishaq al-Mawsulí. «Me has engañado indignamente -cuenta Dozy que le había dicho a su discípulo- ocultándome toda la extensión de tu talento. Estoy celoso de ti, como lo están siempre los artistas iguales que cultivan el mismo arte. Además, has agradado al califa y sé que pronto vas a suplantarme en su favor. Si no fuera porque te conservo un resto de cariño de maestro, no tendría el menor escrúpulo en matarte. Elige, pues, entre estos dos partidos: o ve a establecerte lejos, jurándome que nunca volveré a oír hablar de ti, o quédate contra mi voluntad, y entonces todo lo arriesgaré para perderte».

Ziryab optó por el destierro. Su instinto de músico y la perfección de su voz, que lo habían alzado desde los arrabales de Bagdad hasta la presencia del rey más poderoso del mundo, lo condenaban ahora a una vida de apátrida. Fugitivo de Oriente, como Abd al-Rahman el Inmigrado, deambuló durante años por las ciudades de Siria y del norte de África sin saber que el destino último de su viaje era Córdoba. Vivió en El Cairo, cruzó los desiertos de Egipto y de Libia para establecerse en la ruda Qayrawan, capital del reino de los aglabíes. Llevaba la vida errante de los músicos sin fortuna y de los poetas mercenarios, pero a donde quiera que iba lo precedía la gloria creciente de su nombre, y quienes lo escuchaban ya no podían olvidar nunca el metal de su voz. Aseguraba que sus canciones se las dictaban en sueños los ángeles: se despertaba de pronto en la oscuridad, encendía una luz, llamaba a su concubina y discípula Gahzlan, que imitaba con el laúd la melodía que él le iba enseñando mientras inventaba o recordaba las palabras del sueño. En Qayrawan tuvo noticia del esplendor de Córdoba, donde reinaba el emir al-Hakam I. Ziryab le escribió solicitándole que lo acogiera en su corte, y confió la carta a un mercader que se disponía a viajar al al-Andalus. Al cabo de unos meses, cuando tal vez ya suponía que la carta estaba perdida o había sido desdeñada, le llegó la respuesta del viejo emir, que lo invitaba a emprender inmediatamente el viaje hacia Córdoba, porque había oído hablar de él y quería conocer aquella voz que no se parecía a la de nadie y aquellas canciones dictadas por los ángeles.

Apresuradamente, Ziryab abandonó el tedio de Qayrawan y cruzó el mar en una nave que lo llevaría a Algeciras. Ciento once años atrás allí mismo habían desembarcado los primeros musulmanes que invadieron la península. Pero en cuanto llegó al puerto, en mayo del 822, supo con estupor y desengaño que al-Hakam acababa de morir. Cuando más cerca se había sentido de encontrar una vida apacible, su mala suerte parecía empujarlo de nuevo a la incertidumbre de los músicos nómadas. Tenía treinta y tres años y era más consciente que nunca de la madurez de su talento y de la singularidad de su arte, pero estaba cansado de gastarlo en ínfimas cortes de príncipes iletrados y de andar siempre errante de una ciudad a otra. Muerto el emir que tantas cosas le había prometido, debió de sentirse atrapado en el puerto de Algeciras como en una tierra de nadie, buscando un barco que le devolviera al norte de África, preguntándose con desgana hacia dónde se encaminaría cuando llegara otra vez allí. Entonces supo que alguien andaba preguntando por él. Era el músico judío Abu Nasr Mansur, que había venido a recibirlo en nombre del nuevo emir, Abd al-Rahman ibn al-Hakam, cuarto de su dinastía y biznieto del primer omeya que reinó en al-Andalus. Abd al-Rahman II, le dijo Abu Nasr a Ziryab, se complacía en renovar la invitación de su padre, y le enviaba una carta y el cuantioso viático de una bolsa de monedas de oro. Los años de peregrinación de Ziryab el bagdadí habían terminado.

Tenía aproximadamente la misma edad que el emir y compartía su devoción por los libros, la música y el amor de las mujeres. Salvo en el aspecto físico -los ojos claros, las piernas un poco cortas, el pelo entre rubio y rojizo y tintado de alheña-, Abd al-Rahman no se parecía mucho a sus predecesores, y probablemente vivió más feliz que cualquiera de ellos. Su bisabuelo, el Inmigrado, había ganado el reino por las armas y guerreó e intrigó toda su vida para conservarlo. Hishan, el segundo emir de la dinastía, fue un hombre más bien apocado y sumamente piadoso, virtud ésta muy rara entre los omeyas, y reinó sólo durante siete años, tal como le había vaticinado un astrólogo. Dicen que en las noches lluviosas y frías del invierno hacía repartir dinero en las mezquitas, para animar a los fieles a que las visitaran. En cuanto a al-Hakam I, su padre, había sido un déspota de carácter iracundo, aunque muy dado a la poesía, que no tuvo el menor escrúpulo en ordenar el exterminio de los sublevados en el arrabal de Córdoba y urdió el asesinato de cinco mil rebeldes toledanos en la que llamaron la Jornada del Foso, por un precipicio sobre el Tajo al que fueron arrojados los cadáveres de los decapitados. Un cronista musulmán dice lacónicamente de él que «apagó el fuego de la discordia en al-Andalus, concluyó con las turbas de rebeldes y humilló a los infieles por doquiera». Pero fue el mismo al-Hakam quien mejor resumió la crueldad y la bravura de su propia vida en un poema que legó a modo de testamento a su hijo:

Uní las divisiones del país con mi espada como quien une con la aguja los bordados y congregué las diversas tribus desde mi primera juventud.Pregunta si en mis fronteras hay algún lugar abierto al enemigo, y correré a cerrarlo, desnudando la espada y cubierto con la coraza.Acércate a los cráneos que yacen sobre la tierra como copas de coloquíntida: te dirán que en su acometida no fui de los que cobardemente huyeron.Mira ahora el país, que he dejado libre de disensiones, llano como un lecho.

Abd al-Rahman II heredó un reino próspero y temporalmente pacífico, pero no el temperamento militar de su padre. Cada verano emprendía la preceptiva guerra santa contra los cristianos del norte o contra los súbditos casi nunca sumisos que renegaban de su autoridad, pero es sabido que prefería las batallas de amor y los campos de pluma, y que le gustaba tanto la poesía que más de una vez recitó, como propios, versos de algún poeta complaciente y venal a quien le había pagado para que se los cediera. Tuvo cuarenta y cinco hijos y cuarenta y dos hijas de treinta y seis mujeres diferentes, pero se sabía de memoria el Corán y en su vejez sucumbió con frecuencia al arrepentimiento, inducido por torvos teólogos que le auguraban castigos infernales si no se corregía a tiempo de morir santamente. «Dedicábase exclusivamente a sus diversiones y placeres -escribe un cronista anónimo-, viviendo como uno de los habitantes del Paraíso, donde se encuentra reunido todo lo que puede desear el alma y halagar los sentidos». Agentes suyos recorrían el mundo buscando a cualquier precio libros para su biblioteca y muchachas vírgenes para su harén. Dozy y Sánchez Albornoz reprueban agriamente su sensualidad, que atribuyen a una blandura de carácter. Si lo incitaba el deseo, lo abandonaba todo para satisfacerlo, ya fuera una fiesta nocturna en la que se bebía vino y se recitaban versos o una campaña militar. Una noche, durante una expedición hacia el norte, tuvo un sueño erótico que le deparó una gustosa eyaculación. Ante el ayuda de cámara que le trajo la jofaina para que se purificase con el agua fría, improvisó la primera línea de un poema: «Prolífico derrame se ha deslizado de noche sin que me diera cuenta». Y el otro le contestó, también en verso: «¿Se ha presentado viniendo en las tinieblas? ¡Bien venida sea aquella que viene en la oscuridad a visitarte!». En cuanto amaneció, Abd al-Rahman delegó en uno de sus generales el mando del ejército y cabalgó de regreso a Córdoba, acuciado por el deseo de abrazar cuanto antes a la muchacha que había poseído en sueños.

Amaba con fervor simultáneo a tres esclavas cantoras y literatas que sus emisarios habían adquirido para él en Arabia, en el mercado de la ciudad santa de Medina. Una de ellas, Fadl, se había criado en el palacio de una hija del califa Harun al-Rashid, y era una virtuosa del laúd y una erudita en poesía árabe clásica y en geometría y aritmética; la más hermosa de las tres, Qalam, tenía el pelo rubio y los ojos azules, y no era árabe, sino vascona, hija de un hidalgo guerrero de cuya casa fuera raptada de niña durante una incursión de castigo de los musulmanes: vendida al otro extremo del Islam y dotada de una educación impecable para convertirla en esclava de lujo, había vuelto al mismo país de donde la arrancaron, pero ya no recordaba los primeros años de su vida ni hablaba otro idioma que el árabe. Ocultas al otro lado de una cortina translúcida, las tres tocaban el laúd y cantaban cada noche en las largas fiestas del emir: cada una de ellas le dio un hijo.

Pero al mismo tiempo que se extenuaba repartiendo sus horas de delicia con las tres medinesas, Abd al-Rahman amaba a la arisca concubina Tarub. De ella escribió -o hizo escribir-: «Siempre que veo subir al sol que alumbra el día me recuerda a Tarub, muchacha adornada con las galas de la belleza: el ojo cree ver una hermosa gacela». El insigne Dozy, que tras su calma de sabio retiene un brío romántico de narrador de folletines, dice literalmente de ella que era un alma egoísta y seca, hecha para la intriga y devorada por la sed del oro. Pero si es verdad que la padecía, Abd al-Rahman se la sació: una noche fue a buscarla a su alcoba y encontró cerrada la puerta. Llamó varias veces, pero Tarub guardaba silencio y se negaba a abrirle, tal vez porque la infatigable promiscuidad del emir la enojaba o porque prefería eludirlo para que la deseara más. «Abre, gacela solitaria -recitó Abd al-Rahman-, que la noche es mala consejera para los corazones débiles. No te obstines con quien más te ama, ni devuelvas indiferencia a la solicitud de un corazón rendido». Pero Tarub no abrió la puerta. Sin decir nada, Abd al-Rahman se retiró. Volvió sigilosamente al cabo de un rato, seguido por una cuadrilla de eunucos que cargaban bolsas de monedas. Les ordenó en voz baja que las apilaran contra la puerta de Tarub: cuando ella abrió por fin, la muralla de oro se derrumbó lentamente en el interior de su habitación, descubriendo al otro lado la presencia inmóvil de Abd al-Rahman, que estaba solo en el umbral, esperando. Las horas que pasó con Tarub aquella noche le costaron veinte mil dinares.

El oro y la plata fluían continuamente de sus manos como si nunca pudieran acabarse: un millón de dinares ingresaban cada año en tesoro del Estado. Fue el primer omeya andaluz que estableció en Córdoba una casa de moneda, la ceca, porque antes de él todo el dinero que circulaba en al-Andalus había sido acuñado en Oriente o en África. Inventó un Estado omnipotente y lujoso, como el de los califas de Bagdad, a los que tanto habían odiado sus predecesores, creó solemnes jerarquías y ceremoniales y minuciosas oficinas donde los escribanos registraban el número exacto de sus soldados y sus servidores y la paga que correspondía a cada uno, así como los tributos de las provincias y de las comunidades sometidas y el valor de impuestos tan peregrinos como el que gravaba la caza con halcón. Fundó ciudades, erigió murallas y mezquitas, construyó para sí mismo un nuevo palacio con dilatados jardines y miradores de cristal en el recinto del alcázar, pues un emir recién coronado sólo llegaba a serlo plenamente cuando abandonaba el palacio de su antecesor para habitar el suyo propio, envió embajadas a Bizancio y al reino de Thule, inauguró en Córdoba una factoría de tejidos preciosos para que abasteciera a la corte de tapices, colgaduras, vestidos de seda para sus mujeres y trajes de ceremonia para sus dignatarios, ordenó la construcción de una armada que defendiera las costas de al-Andalus de las invasiones feroces de los normandos, a los que llamaban Machus o Magos y Adoradores del Fuego, abrió sus graneros a los hambrientos en los años de sequía, se reservó el privilegio de examinar antes que nadie las maravillas que traían de China y de la India los mercaderes judíos: brocados, pieles de castor y de malta, hojas de espada, almizcle, alcanfor, canela, tratados de astrología y de interpretación de los sueños. Su familia había sido derribada del trono y diezmada y expoliada por los abbasíes: él, Abd al-Rahman II, conoció una tardía venganza que seguramente ya no le importaba. En Bagdad, durante una revuelta, el palacio de los califas había sido saqueado, y los tesoros que escondía fueron vendidos por los mercados del Islam como un botín de guerra. La pieza más valiosa y más célebre, el dragón, un collar de diamantes rojos que había pertenecido a la esposa preferida de Harun al-Rashid, llegó a Córdoba, y Abd al-Rahman pagó por él diez mil dinares y lo puso delicadamente en el cuello de su concubina Shifa. Pobló los jardines de su palacio con animales exóticos -jirafas, rinocerontes, avestruces, pájaros habladores- y se hizo traer de Bizancio autómatas con figuras de aves y de ángeles que batían las alas entre las ramas de los árboles y hacían sonar trompetas cuando se les pulsaba un resorte. Ningún monarca andalusí fue tan amado como él, aunque casi nadie vio su rostro, porque se escondía de las miradas públicas como los reyes de Oriente. El teólogo cristiano Eulogio, que fue uno de los pocos hombres de su tiempo que lo odiaron, no pudo escribir sobre él sin contaminarse de entusiasmo: «Córdoba, en otro tiempo patricia, es hoy bajo las riendas de Abd al-Rahman la floreciente capital del reino árabe, exaltada hasta la cumbre misma de la gloria. La ha sublimado con honores y ha extendido su fama por doquier, la ha enriquecido sobremanera y la ha convertido en un paraíso terrenal».

Ésa fue la Córdoba que Ziryab conoció, y nunca quiso marcharse de ella. Había experimentado el peligroso favor y la arbitrariedad de los príncipes, que fulminaban sin motivo ni remordimiento al mismo hombre al que exaltaron unos días atrás, pero Abd al-Rahman II no renegó ni un solo día de él en los treinta años que duró su amistad. En cuanto llegó a Córdoba, el emir le ofreció casa y servidumbre y le concedió tres días para que descansara del viaje antes de presentarse a él. Al cuarto día, sin haberlo oído todavía cantar, le ofreció un palacio y un sueldo mensual de doscientas monedas de oro, y mil más en cada una de las fiestas canónicas, y quinientas en San Juan, y otras quinientas en año nuevo, y doscientos sextarios de cebada y cien de trigo, y el usufructo de varias alquerías de la campiña de Córdoba. Ni en Bagdad ni en Bizancio había sido pagado nunca tan generosamente el arte de un músico. Pero Abd al-Rahman, que sabía adivinar sus placeres futuros con la misma precisión con que guardaba en la memoria los que ya había conocido, estaba seguro de que en ningún lugar del mundo existía una voz como la de Ziryab.

Sus antepasados habían sido imperiosos guerreros: él aspiraba a ser un monarca sedentario y un hombre estudiosamente feliz. Ziryab le enseñó lo que no conocía, los saberes inmemoriales que había traído del Oriente abbasí, las inútiles y necesarias normas de una elegancia más antigua que el Islam, porque procedía de un sedimento atesorado por los babilonios y los persas, por los griegos que en su camino hacia la India cruzaron los desiertos de Irán y los grandes ríos originarios de los hombres. Ziryab no sólo trajo a Córdoba las melodías aritméticas que había escuchado en sus sueños: con él vino el ajedrez, que era una arcaica alegoría del destino de los emperadores y sus reinos, él enseñó a los señores de Córdoba que los vasos de cristal transparente eran más apropiados para degustar el vino que las pesadas copas de oro, y que los platos de un banquete no debían probarse en un grosero desorden, sino obedeciendo a una gradación ritual que comenzaba con las sopas y los entremeses, seguía con los pescados y luego con las carnes y concluía con los golosos postres de los obradores del palacio y las diminutas copas de licor. Ziryab les enseñó a deleitarse con el sabor de los espárragos trigueros, que ellos ignoraban, aunque sus tallos crecían espontáneamente en al-Andalus, y con los guisos de habas tiernas y las ensaladas de alcauciles. Dictaminó que desde mayo a septiembre convenía vestirse de blanco, y que los tejidos oscuros y las capas de pieles debían reservarse para los meses de invierno. Reprobó el peinado bárbaro de los andaluces, y los indujo a dejarse el pelo tan corto que descubriera los pómulos y la frente, y a pulirse las uñas y usar cremas que limpiaran y suavizaran la piel. Fundó una escuela de música y un instituto de belleza. Como al emperador Adriano, cualquier placer regido por el gusto le parecía casto. Nunca lo tentó el poder ni quiso participar en las borrosas intrigas de los cortesanos. En Córdoba se le fue desdibujando el recuerdo de Bagdad, y agradeció siempre haber servido a Abd al-Rahman II y no a Harun al-Rashid. Algunas costumbres y supersticiones persas que vinieron con él todavía perduran: el juego del polo, el temor a los antojos de las embarazadas, la certidumbre de que los niños que juegan con fuego se orinan en la cama y de que ingerir rabos de pasa es bueno para la memoria, el miedo a los espejos rotos y al número trece. También en vida de Ziryab se conocieron en al-Andalus los gusanos de seda y el papel, y el inventor Abbas ibn Firnas descubrió la fórmula para la fabricación del cristal, el arte del vuelo y el de la construcción de planetarios, en los que se simulaba la rotación de las esferas, el ruido de los truenos y el resplandor de los relámpagos. Este Abbas ibn Firnas, a quien por su fortaleza física llamaron el hijo del león, era prestidigitador, adivino y geómetra, y se lanzó desde un risco de la serranía de Córdoba vestido con un traje de seda al que había pegado con betún plumas de águila, pero entre tanto cálculo y preparativo se olvidó de tejerse una cola, y cuando apenas había aleteado durante unos segundos cayó en picado y por milagro no se partió el cuello. Siglos después aún quedaban recuerdos de aquella temeridad en los romances viejos de Castilla, y es probable que Leonardo tuviera en cuenta los dibujos de Abbas ibn Firnas cuando inventó su máquina de volar.

La Historia, como la vida de cualquiera, es una monótona galería de horrores. Levi-Strauss dice que los hombres fueron felices en el Paleolítico superior: es posible que también lo fueran en Córdoba, en la dorada edad de Abd al-Rahman II. Pero sabemos de alguien que en ese tiempo fue violentamente desgraciado, el sacerdote Eulogio, que alcanzó notoriedad pública cuando las vidas del emir y de su amigo Ziryab declinaban. Eulogio, discípulo del virtuoso abad Speraindeo, que había desbaratado con un solo opúsculo en latín las convicciones del hereje Elipando sobre la naturaleza humana de Cristo, no hijo directo, según él, de Dios, sino simple hombre adoptado por la divinidad, detestaba no sólo a los árabes y a su profeta, Mahoma o Muhammad, sino también y sobre todo a los muladíes aclimatados al Islam y a los cristianos que no tenían reparo en hablar la lengua de los invasores y en vestirse como ellos y copiar sus costumbres. Eulogio tenía una hermana monja -en la Córdoba musulmana abundaban los conventos católicos- y un amigo fanático muy dado a la oratoria latina y a la teología de los santos padres, el judío Álvaro, converso reciente al cristianismo y perseguidor sin descanso de la tibieza y la heterodoxia. A Ziryab y Abd al-Rahman los unía la vocación por cualquier clase de placer: a Eulogio y Álvaro, el gusto de sufrir. Nada los escandalizaba más que no ser perseguidos, porque hubieran querido morir como las víctimas de Diocleciano. Pero ser cristiano en Córdoba, como ser judío, era un hábito inocuo que en el peor de los casos sólo traía consigo algunos inconvenientes fiscales. La ley prohibía el ejercicio público de todo culto ajeno al Islam: pero los cristianos celebraban con libertad sus procesiones y entierros y hacían sonar las campanas de sus iglesias, que eran seis, según la enumeración de don Marcelino Menéndez y Pelayo: San Acisclo, San Zoilo, los tres Santos, San Cipriano, San Ginés Mártir y Santa Eulalia, que acogían -sigo citando a don Marcelino- «a invencibles campeones de la fe, señalados a la par como ardientes cultivadores de las humanas y divinas letras», y también añade, aunque un poco a pesar suyo, que «podían los fieles ser convocados a los divinos oficios a toque de campana y conducir a los muertos a la sepultura con cirios encendidos, piadosos cantos y cruz levantada».

Un cristiano, el comes o conde Rabi, había alcanzado una dignidad casi de primer ministro en tiempos de al-Hakam I, aunque también es verdad que puso tanto empeño en cobrar los tributos a los muladíes y a los mozárabes que la primera medida que adoptó Abd al-Rahman II cuando subió al trono fue ordenar su ejecución, para congraciarse con sus súbditos. Eran frecuentes las conversiones al Islam, y los matrimonios de cristianas con musulmanes. A Eulogio y a su amigo Álvaro -a éste más aún, por su ira de converso-, los enojaba que su religión, que había sido todopoderosa durante los reinos visigodos, no fuera ahora más que un credo del todo particular y semejante a otros, al de los judíos, al de los árabes. El Islam incluía a Cristo-Isa, Jesús-en el número de los profetas que precedieron a Mahoma, junto a Moisés y Abraham, y como tal le reservaba un estricto respeto. Pero, según los cristianos fanáticos, Mahoma era la bestia seiscientos sesenta y seis del Apocalipsis, anunciadora del fin del mundo, y cuando murió, su cadáver no fue levantado al cielo por los ángeles, como decían los musulmanes, sino que se pudrió y fue lamido y devorado por los perros. El abad Speraindeo lo llamó dogmatizador impuro, seductor de naciones, asesino de almas, cabeza vacía, órgano de los demonios, cloaca de inmundicias, lazo de perdición, golfo de iniquidades y sentina de todos los vicios. En privado tales opiniones eran legítimas: afirmarlas en público traía consigo automáticamente la pena capital, fuese cristiano o musulmán quien las propagara. Para estupor de los jueces de Córdoba, que no entendían que nadie apeteciera la muerte, hombres de razonable apariencia empezaron a blasfemar del Dios único y de su profeta en los zocos de Córdoba, incluso en la mezquita mayor, durante la oración de los viernes.

Eulogio y Álvaro los alentaban. Desesperadamente, entendían que el sacrificio voluntario era la única confirmación posible de su fe desdeñada. «Mis correligionarios gustan leer los poemas y las obras de imaginación de los árabes -había escrito Álvaro- y estudian los escritos de sus teólogos, no para refutarlos, sino para adquirir una dicción árabe correcta y elegante… Todos los jóvenes cristianos que se distinguen por su talento no conocen y estudian más que la lengua y la literatura árabes; leen y estudian con el mayor ardor los libros árabes: forman, con grandes dispendios, inmensas bibliotecas y proclaman por todas partes que esa literatura es admirable… ¡Qué dolor! Los cristianos han olvidado hablar su lengua religiosa, y entre mil de nosotros difícilmente encontraréis uno solo que sepa escribir medianamente una epístola en latín a un amigo. Pero si se tratase de escribir en árabe, encontraréis gran cantidad de personas que se expresan fácilmente en esta lengua con gran elegancia, y los veréis componer poemas preferibles a los de los mismos árabes…».

Había cristianos que sin renegar de su credo mantenían un amplio harén, y no era raro que practicaran sin remordimiento lo que Dozy llama con pudor «un vicio abominable, por desgracia frecuente en los países orientales». Para Eulogio y Álvaro, tales costumbres eran una contaminación del Islam: ¿No prometía Mahoma a los suyos un grosero paraíso de placeres carnales, no había sido él mismo, mientras vivía, un ejemplo infame de sensualidad? En aquella Córdoba donde nada era más accesible que el gusto de vivir, Eulogio, desde muy joven, se maceró con penitencias y ayunos y deseó morir como los primeros mártires de la Iglesia. Pudo haberse dedicado, como sus hermanos varones, al comercio con Oriente, a la lujosa indolencia: prefirió la disciplina de los monjes y el arduo aprendizaje de la retórica y la teología. Contra su voluntad, conoció a una mujer y es posible que secretamente enloqueciera por ella. Su nombre era Flora, y había nacido de padre árabe y de madre cristiana, de modo que según la ley su religión era obligatoriamente la islámica. Pero ella eligió el cristianismo y el martirio: llevada ante el cadí, renegó del Corán, y por su extrema belleza fue disculpada de la pena de muerte, aunque le desgarraron a latigazos la nuca. Así la vio Eulogio, y la siguió recordando hasta el final de su vida, acusándose turbiamente de haberla deseado. En una carta le decía: «Tú te has dignado, santa mujer, hace mucho tiempo, enseñarme tu nunca desgarrada por las varas y privada de la bella y abundante cabellera que la cubría. Es que tú me considerabas tu padre espiritual y me creías puro y casto como tú misma. Suavemente puse mis manos sobre tus llagas: hubiera querido curarlas oprimiéndolas con mis labios, pero no me atreví…».

En abril del año 850 -a Abd al-Rahman sólo le quedaban dos de vida, y siete a Ziryab- fue ejecutado por blasfemar públicamente de Mahoma un sacerdote que se llamaba Perfecto. En el cadalso, antes de que lo decapitaran, gritó, tal vez para asegurarse de que se cumpliría la sentencia: «Sí, yo he maldecido a vuestro profeta y yo lo maldigo, maldigo a ese impostor, a ese adúltero, a ese endemoniado. Vuestra religión es la de Satanás, y a todos vosotros os espera el infierno». La misma tarde de su ejecución, dos musulmanes se ahogaron en una barca que naufragó en el Guadalquivir. «Dios -escribió Eulogio- ha vengado la muerte de uno de sus soldados. Nuestros crueles perseguidores han enviado a Perfecto al cielo. ¡El río se ha tragado a dos de ellos para enviarlos al infierno!». Poco después, un comerciante mozárabe fue condenado a cuatrocientos azotes por maldecir a quien pronunciara el nombre de Mahoma, y un monje exclaustrado se presentó al cadí gritando: «Vuestro profeta ha mentido y os ha engañado a todos. ¡Maldito sea ese infame, manchado con todos los crímenes, que ha arrastrado consigo a tantos infelices a lo profundo del infierno!». El cadí lo tomó por loco y solicitó a Abd al-Rahman que aquel monje, Isaac, no fuera ejecutado. El emir no accedió a la piedad, porque le daba miedo y lo desconcertaba aquella ciega voluntad de morir, y ordenó que decapitaran a Isaac y colgaran su cadáver boca abajo y lo quemaran luego y dispersaran las cenizas para que los otros cristianos no pudieran saquear sus despojos y convertirlos en reliquias. Pero lo hicieron santo y dijeron que no sólo hacía milagros después de muerto, sino que ya los hizo en el mismo vientre de su madre.

Tras el martirio de Isaac ya no hubo manera de interrumpir la locura, que se propagó por los arrabales mozárabes de la ciudad como un fuego de desastre. Por cada cristiano que era ejecutado se presentaba otro a blasfemar ante el cadí. Así murieron, en días sucesivos, un soldado de la guardia del emir que se llamaba Sancho, seis eremitas que pidieron ser tratados con la mayor crueldad, el clérigo Sisenando, que dijo haberlos visto bajar del cielo para invitarle a compartir su martirio, el diácono Pablo, el joven fraile Teodomiro, que vino expresamente de Carmona para que le cortaran la cabeza. Pero la mayor parte de los mozárabes veían con desagrado y algo de pavor este gradual suicidio colectivo, que haría caer sobre la comunidad entera las consecuencias de los actos de una minoría fanática. Inducidos por el emir, que buscaba un modo de detener la lógica brutal de la blasfemia y la muerte, los clérigos más tibios acordaron celebrar un concilio donde se dilucidara la legitimidad de los martirios voluntarios. No se condenó a quienes ya habían muerto proclamando su fe, pero les fue severamente prohibido a los cristianos que eligieran morir.

Eulogio y Álvaro entendieron el dictamen del concilio como una traicionera capitulación. «¿Puede abrigarse duda racional acerca del motivo que arrastró al suplicio a estos soldados de Jesús? -escribió Eulogio en su apasionado Memoriale Sanctorum-. ¿Quién los impulsó a perder la vida sino un vivo y ardentísimo deseo de dar su sangre por el Redentor y ganar así la querida patria eterna?». Lo declararon fuera de la ley, se escondió algún tiempo y en su refugio siguió escribiendo apologías de los mártires y fogosas incitaciones a repetir su ejemplo. Lo apresaron, pero en la cárcel no paró de escribir. En una celda encontró a Flora: «Creía ver a un ángel, una claridad celestial la rodeaba, su rostro resplandecía de gozo y parecía gustar ya las alegrías de la celeste patria. Yo la adoré, yo me prosterné ante ese ángel, y me encomendé a sus oraciones, y reanimado por las palabras que brotaban de su boca más dulce que la miel, volví menos triste a mi oscuro calabozo». Cuando supo luego que ella había sido degollada celebró su muerte con una enfebrecida pasión. Pero él, que tanto deseaba morir, fue puesto en libertad y arreció en sus llamamientos al martirio. Sacerdotes, monjas, mujeres, hasta mendigos y epilépticos injuriaban públicamente a Mahoma y abastecían el cadalso. Dos frailes se presentaron en la mezquita mayor durante la oración del viernes y gritaron entre los musulmanes que se arrodillaban a rezar: «¡Ha llegado para los fieles el reino de los cielos, y a vosotros, infieles, el infierno va a tragaros!». El cadí logró impedir que la multitud los linchara y les hizo cortar primero las manos y los pies y luego la cabeza.

Nueve años tardó todavía Eulogio en lograr que lo mataran. En cuanto a su amigo Álvaro, no consta que fuera a la cárcel ni que sufriera el martirio. Sin duda poseía esa extendida habilidad de algunos doctrinarios para animar a otros a un sacrificio del que ellos se mantienen escrupulosamente a salvo. Cuando lo detuvieron por segunda vez, Eulogio debió de sentir el alivio de quien al fin cumple su destino, pero como el cadí, para extrañeza suya, se limitó a condenarlo a unos pocos azotes, él optó por injuriar tumultuosamente a Mahoma. Ni aun entonces se apresuraron a matarlo: desde hacía tiempo había alcanzado la dignidad de arzobispo, y el cadí consideró más prudente inhibirse para que lo juzgaran en palacio. Encadenado, impaciente, temiendo acaso que tampoco esta vez lo mataran, Eulogio fue conducido ante un visir que lo conocía desde su juventud y que intentó salvarlo. «¿Qué demencia te arrastra? -le preguntó el visir-, ¿qué es lo que te lleva a odiar la vida hasta ese punto? Pronuncia una sola palabra y te prometo que no tendrás nada que temer».

Pero lo único que temía Eulogio era que lo siguiesen obligando a vivir. Con monotonía, como si repitiera por última vez una tarea necesaria y tediosa, volvió a gritar las injurias de siempre. Aquel mismo día lo decapitaron: subió serenamente al cadalso, murmurando oraciones, y puso la cabeza en el tajo como si la descansara en una almohada. Siete años antes había muerto el emir Abd al-Rahman II. Salió una tarde a la galería encristalada de su palacio para mirar la llanura y río y el corazón se le paró. Los cristianos dijeron que lo último que vio antes de morir fueron los cadáveres de unos mártires colgados de horcas junto a la muralla, y que lo había fulminado la venganza de Dios.