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VIII. LOS LIBROS Y LOS DÍAS

Córdoba no es sólo la ciudad de las columnas, del laberinto de los callejones y los rostros innumerables, de las voces que murmuran o gritan en varias lenguas simultáneas, de las campanas cristianas y los cuernos judíos confundiendo su llamada litúrgica con la del muecín: también es la capital de los libros, cuyo número es tan incalculable como el de las gentes que viven en ella o el de las columnas y arcos que se despliegan en las mezquitas y en los palacios. Sesenta mil libros se publicaban anualmente en Córdoba. En un solo arrabal había a finales del siglo X ciento setenta mujeres consagradas a copiar manuscritos: las más veloces calígrafas podían terminar en dos semanas la copia de un Corán. En la mezquita mayor, los discípulos de cada maestro preparan el papel y el cálamo para guardar detallada memoria de sus explicaciones.

En Córdoba, bajo el rumor de las voces, escuchamos el más amortiguado de las palabras escritas, el de las pesadas hojas de los libros que pasan los eruditos humedeciéndose el pulgar y el de los cálamos de los copistas que rozan el pergamino o el papel para que perduren las sagradas palabras escritas por otros, las del Corán, dictadas por el mismo Dios a los ángeles, mágicas, increadas, anteriores a la escritura y a la voz humana, y también las otras, las de las obras de los griegos, los tratados de astrología y de medicina, los venerados libros de Aristóteles, a quien llaman en árabe Aristú, los manuales de gramática, de teología, de adivinación, las desaforadas enciclopedias que tratan extenuadoramente de todas las materias posibles, como el Iqd al-farid o «Collar único» escrito a lo largo de veinte años por el polígrafo cordobés Ibn Abd Rabbihi: constaba de veinticinco volúmenes, titulado cada uno con el nombre de una piedra preciosa, tenía más de diez mil páginas y la sola enumeración de su índice ya es agotadora, aunque nos recuerda a las enciclopedias chinas imaginadas por Borges. Encerrado en su biblioteca de Córdoba, Ibn Abd Rabbihi escribió sobre el gobierno bueno y justo, sobre la guerra, los caballos y las diversas clases de armas, sobre la generosidad y los regalos, sobre las embajadas, sobre la manera de dirigirse a los príncipes y a las ceremonias de los reinos, sobre el saber y la educación, sobre los proverbios, sobre la religión y el ascetismo, sobre los pésames y las elegías, sobre la esperanza, el arrepentimiento, la peste, el llanto, la risa excesiva y las tribulaciones, sobre los epitafios -distinguiendo entre los que se dedican a los padres, a los hermanos, a las esposas y a las concubinas-, sobre las genealogías y virtudes de los árabes desde los tiempos de Noé, sobre el lenguaje, sobre la conversación entre hombres selectos, sobre la elocuencia y los sermones, sobre la escritura, sus instrumentos y los secretarios, sobre la historia de los califas, sobre las tribus árabes antes del nacimiento de Mahoma, sobre la excelencia de la poesía, sobre la prosodia, sobre el canto (que es, a despecho de quienes lo condenan por impío, «el alimento del oído, la pradera del alma, el manantial del corazón, el solaz del triste, el compañero del solitario y la provisión del peregrino»), sobre las mujeres y sus virtudes y defectos, sobre los falsos profetas, los locos, los avaros y los tramposos, sobre la naturaleza humana y animal, sobre los pájaros, sobre las provincias y las mezquitas del Islam, sobre el número y las jerarquías de los ángeles, sobre la longitud de la tierra, sobre el veneno, el mal de ojo, la magia y la donación de regalos, sobre los alimentos y su correcta masticación y las bebidas, distinguiendo las lícitas de las prohibidas a los musulmanes, sobre las horas adecuadas para comer, sobre las bromas, sobre los chistes y la manera de contarlos, sobre las biografías, sobre los jardines y los ríos del Paraíso…

Como en Alejandría y en Roma, cualquier hombre rico y cultivado posee una extensa biblioteca particular. La del cadí Ibn Futais ocupaba un edificio entero, y sus pasillos, escalinatas y anaqueles estaban trazados de manera que había un punto central desde el que se dominaban todas las estanterías. Trabajaban permanentemente en ella seis copistas, no a destajo, sino con un salario invariable, para que la prisa, tan enemiga de la caligrafía, no ocasionara incorrecciones en la escritura, y todas las paredes, el techo, el vestíbulo, las terrazas, los almohadones y alfombras estaban pintados de verde, color que simbolizaba la nobleza al mismo tiempo que favorecía la serenidad de la lectura. Dicen que fue la segunda biblioteca de Córdoba, después de la del califa, y que su dueño, Ibn Futais, cuando se enteraba de la existencia de algún manuscrito que aún no poseía, estaba dispuesto a cualquier sacrificio para conseguirlo, y pagaba el triple o el cuádruple de su valor para que no se le escapara, y aun perdiéndolo era tan obstinado que no descansaba hasta forzar a su dueño a que le permitiera copiarlo. Vigilaba a sus bibliotecarios y calígrafos como el carcelero del panóptico imaginado por Bentham -esa fantasmagórica prisión en la que un solo guardia, con la ayuda de los espejos, custodia sin moverse a todos los condenados-, y era tan avaricioso de sus posesiones que por nada del mundo accedía a prestar un libro. «Demasiado sabía, por experiencia, de cuán mala gana se suelen devolver, y con cuánta facilidad se hacen los aficionados los suecos y olvidadizos», escribe don Julián Ribera y Tarragó, que también da noticia, en un impagable opúsculo publicado en Zaragoza en 1896, de algunas damas de alcurnia poseídas por la pasión de la bibliofilia: «Aquella mujer muslímica que muchos describen sentada perezosamente sobre mullidos divanes -dice el vehemente don Julián-, aspirando los aromas que se desprenden de humeantes pebeteros, recluida en las interioridades del harén, soñando siempre en materiales placeres, ésa no es la española». En la biblioteca de al-Hakam II trabajó hasta el final de su vida una erudita virtuosa llamada Fátima, tan ajena a todo lo que no fuera el placer de los libros que murió virgen, y que en la más extrema vejez siguió conservando su pulso infalible para la caligrafía. En Córdoba y en aquel tiempo vivió también Aixa, «de familia muy principal -sigo citando a Ribera-, a quien los amores literarios dieron tales instintos de independencia que no quiso casarse nunca, muriendo también doncella y de edad avanzada. Era un portento de elocuencia en sus odas, modelo de decir en sus versos, y tenía habilidad tan grande para la copia, que causaban admiración los códices que personalmente escribía de su propia mano».

Pero los libros, como ahora, también podían ser vanos objetos de presunción y de lujo, volúmenes adquiridos a muy alto precio para no bajarlos nunca del anaquel donde se exhiben. En los mercados de libros los potentados compiten entre sí como en los de esclavos. El bibliófilo al-Hadrami, que andaba siempre husmeando por el zoco en busca de manuscritos raros, asistió un día a la subasta de un libro «de hermosa caligrafía y elegante encuadernación». Cuenta que empezó a pujar hasta una cifra exorbitante, pero un desconocido ofrecía siempre una suma un poco más alta. Discretamente, al-Hadrami se acercó a él, para intentar un arreglo, aunque ya desesperaba de conseguir el libro, imaginando que el otro era un bibliófilo tan obsesivo como él, pero mucho más rico. Para su desconcierto, el desconocido le dijo que ni siquiera sabía de qué trataba el libro por el que estaba dispuesto a pagar tanto dinero: «Pero como uno tiene que acomodarse a las exigencias de la buena sociedad -le explicó- se ve precisado a formar una biblioteca. En los estantes de la mía tengo un hueco que pide exactamente el tamaño de este libro, y como he visto que tiene hermosa letra y buena encuadernación, se me ha antojado comprarlo.». Amargamente, al-Hadrami le contestó, antes de irse del mercado con las manos vacías: «Bien es verdad lo que dice el proverbio, que Dios da nueces a quien no tiene dientes. Yo que sé el contenido del libro y deseo aprovecharme de él, por mi pobreza no puedo utilizarlo».

Un musulmán piadoso copiará por sí mismo el Corán y llevará siempre consigo ese ejemplar escrito con su mano. El acto de escribir se parece al de la creación, porque al fin y al cabo el mundo es el resultado de la escritura divina. «A través del cálamo la existencia recibe las órdenes de Dios -dice un místico sufí-: De él recibe la lámpara del cálamo su luz. El cálamo es un ciprés en el jardín del conocimiento, la sombra de su designio se esparce sobre el polvo». Las palabras se escriben en el pergamino y en el papel, se modelan en el yeso, se esculpen en la piedra, se hienden en la arcilla: «La caligrafía es la geometría del espíritu». También es el arte más necesario y más valioso, porque gracias a él la memoria de la sabiduría y de la religión puede transmitirse de unas generaciones a otras: «Es la lengua de la mano, la belleza de la conciencia, el embajador del intelecto, la voz del pensamiento y la armadura del saber», dice ibn Rabbihi en el decimocuarto volumen de su Collar único. Los instrumentos del calígrafo, la posición en que se sienta para escribir, su lentitud y su pericia, son como los atributos de un acto litúrgico y nos recuerdan la solemnidad de esas estatuas egipcias que representan a un escriba. El cálamo, qalam, es una caña dura y firme y perfectamente afilada, traída a ser posible de las marismas de Babilonia. Hay dos clases de tinta: la madad, hecha de hollín disuelto en miel y goma, y la hibr, que se hace con agalla, esa excrecencia o tumor que crece en algunas plantas cuando los insectos depositan en ellas sus huevos. Los grandes calígrafos preferían esta última, porque aunque su color y su brillo desaparezcan, dice Alí Efendi, «la tinta permanece sin embargo inmutable, como un monumento siempre presente ante los ojos de los sabios». El tintero, de cobre, se lleva colgado del cinturón, y es el signo que identifica públicamente al calígrafo. También los hay de porcelana y de loza, y tan necesarios como ellos son los pequeños frascos que contienen el agua para desleír la tinta y la arena azul que se le añade, cuidadosamente tamizada.

Las palabras se escriben para perdurar: los veloces números de las operaciones aritméticas, que por lo común se borran cuando éstas concluyen, se trazan sobre una mesa cubierta de arena o de polvo. Por eso se llaman hurub al-gubar, letras de polvo, y ésa es también la procedencia de nuestra palabra ábaco, que viene de la hebrea abac, que significa polvo. Imaginamos el dedo índice de un matemático moviéndose nerviosamente sobre una mesa de arena, como el de alguien que escribe en el vaho de un cristal. Con la palma de la mano alisa luego la arena o el polvo, igual que nosotros borramos los signos de tiza escritos en una pizarra. Memoria y olvido son la cara y la cruz de una misma disciplina, la escritura, tan laboriosa siempre y tan frágil, protegida por el respeto que impone su condición sagrada, vulnerable a la humedad, a la carcoma, al fuego de la barbarie. La lenta paciencia de los calígrafos y de los copistas combate silenciosamente con la voracidad del tiempo: cada libro es un milagro, un modesto heroísmo, una sorda tarea de hombres y mujeres que fabrican hojas de pergamino o de papel, que traducen y copian otros libros, que pasan años humillados sobre un atril para repetir palabra por palabra, tratados que tal vez no entienden, pero que merecen sobrevivir por la única razón de que han sido escritos.

Cerca de la puerta de los Perfumistas, en Córdoba, había un barrio entero ocupado por los artesanos que elaboraban pergaminos, el rabad al-raqqaquin, y dice un poeta que el oficio de pergaminero era particularmente penoso, tan duro como el de los curtidores. Los mejores pergaminos, los de superficie más lisa, blanca y flexible, eran los elaborados con piel de ternera. Desde fines del siglo X este arte fue decayendo poco a poco, a medida que se generalizaba, el uso del papel, que tal vez llegó a al-Andalus durante el reinado de Abd al-Rahman III, traído por los mercaderes desde Bagdad y Damasco. Inventada en China, según dicen, por el mandarín Ts´ai Lun, a principios del siglo II, la fórmula del papel se mantuvo en secreto durante seiscientos años, y se trasmitió al Islam por un azar de la guerra: el año 751, durante una incursión militar al otro lado de las fronteras de la China, dos artesanos expertos en la fabricación de papel fueron apresados por los musulmanes. En Samarcanda los obligaron a practicar su misterioso oficio, y, lentamente, aquella materia, tan exótica y casi tan tenue como la seda, se extendió hacia Occidente. Se usaban como materia prima los trapos de lino y de cáñamo. El papel era más barato que el pergamino y el papiro, y también más liviano y manejable. Los primeros hombres que lo tocaron con sus dedos en Córdoba tal vez sintieron el mismo íntimo asombro que los que un siglo antes percibieron la suavidad y la ingravidez de la seda. Como los colores de los vestidos, los del papel explicaban siempre valores simbólicos: en Egipto, las órdenes de decapitación se escribían sobre papel azul, porque éste era allí el color del luto. El rojo y el rosa eran los colores de la felicidad y del poder: sólo los más altos dignatarios podían escribirle al califa sobre papel rojo o rosa, colores que también aludían a la piedad, por lo que era lícito usarlos en las peticiones de justicia. El amarillo se consideraba particularmente distinguido: las mujeres más cultivadas y elegantes teñían de azafrán el papel de sus cartas. El acto de escribir era la culminación de un ceremonioso preludio: sobre una plancha de madera de castaño y muy lisa se extendía el papel, que se frotaba luego con un huevo de cristal de media libra de peso hasta quedar tan brillante y escurridizo como una superficie de vidrio. La hoja se pautaba con un hilo de seda y una regla. Cuando el cálamo trazaba la primera letra en el ángulo superior derecho, en el vacío blanco y brillante, el calígrafo se acordaba reverencialmente de la primera palabra que pronunció Dios en la gran nada anterior al mundo. En un poema didáctico escrito por Abul Hasan Alí al-Bagdadí, las normas del aprendizaje de la escritura nos recuerdan las de los ejercicios de ascetismo con que el alquimista depura su alma: «Oh tú que deseas poseer en su perfección el arte de escribir. Si tu intención es sincera, ampárate en tu Señor a fin de que te facilite el éxito buscado. Escoge en primer lugar las cañas bien derechas, duras y apropiadas para producir una buena letra. Considera sus dos extremidades, y escoge para el corte el extremo más delgado y más tenue. Aplica a dicho corte toda tu atención, porque de él dependerá la belleza de los caracteres. Usa luego en tu escritura el negro de humo, que tú mismo prepararás con vinagre o agraz. Agrégale ocre rojo, que haya sido batido y mezclado con oropimente y alcanfor. Cuando esa mezcla haya fermentado, toma un papel blanco y alísalo. Luego, después de cortado, somételo a la acción de la prensa a fin de que no quede arrugado ni ajado. En seguida ocúpate sin interrupción y con paciencia de copiar los modelos: la paciencia es el mejor medio de alcanzar el fin a que se aspira. No te ruborices de lo feo de los caracteres que haces al principio. La tarea es difícil, más ya se hará cómoda: ¡cuántas veces no vemos la facilidad suceder al obstáculo! Una vez que hayas obtenido el objeto de tu esperanza, experimentarás sumo júbilo y placer. Entonces agradecerás a tu Señor y te harás digno de su benevolencia».

El papel, la seda, la sabiduría, los libros, llegaban siempre de Oriente, de la casi infinita Bagdad, de donde había venido en tiempos de Abd al-Rahman II el músico Zyryab, de Bizancio, cuyos emperadores enviaban a los emires de Córdoba quintales de piedras de mosaicos y libros más valiosos y únicos que la gran perla al-Jatima. Al mismo tiempo que el manuscrito de la Materiamédica de Dioscórides, llegó a la corte de Madinat al-Zahra un monje griego y políglota que se llamaba Nicolás y que había sido enviado por Constantino VII Porfirogéneta para dirigir la traducción al árabe del libro. Traía con él a un ayudante, Apolodoro de Salónica, que era un judío helenizado, aunque muy experto en las oscuridades de la cábala y posiblemente de la alquimia. Este Apolodoro, que en los años que duró la traducción del Dioscórides se hizo muy amigo de Hasday ibn Shaprut, acabó ocupando una posición relevante en la Judería de Córdoba, y trajo a ella noticias de un reino al oriente de Bizancio, el país de Khadar, del que contaba que era el único en el mundo gobernado y habitado únicamente por judíos. Es posible que el reino de Khadar no existiera: Hasday ibn Shaprut escribió cartas a las comunidades hebreas del mar Negro y envió mensajeros en busca de noticias fidedignas sobre aquel país, y hasta el final de su vida alimentó el sueño de viajar alguna vez a él. En cuanto a Apolodoro, parece que renunció a volver a Bizancio cuando quedó concluida la traducción de la Materiamédica, y que se quedó en Córdoba cada vez más recluido y apartado de todo, consagrándose a la fracasada creación de un homúnculo según un procedimiento, también practicado por algunos médicos musulmanes, que consistía en guardar en un frasco de vidrio una gota de semen humano a la que se añadían ciertas sustancias a medida que avanzaba su putrefacción.

De Oriente procedía todo: de allí habían venido los árabes para establecerse en al-Andalus y siguieron viniendo hasta el final del califato sabios acogidos hospitalariamente en Córdoba para que enseñaran aquí sus disciplinas, como el poeta, lexicógrafo y gramático Abu Alí al-Qali, que había nacido en la remota Armenia y tuvo que abandonar Bagdad al cabo de veinticinco años de magisterio para no morirse de hambre, y al que Abd al-Rahman III, que lo nombró preceptor del futuro califa al-Hakam, le ofreció una casa y un salario tan espléndidos como los que había recibido Ziryab cien años antes. De Bagdad vino también el poeta al-Muhannad y de Qayrawan el erudito al-Jushaní, que escribiría una copiosa historia de los jueces de Córdoba. Hacia el Oriente los caminos eran ilimitados para los viajeros: por el occidente al-Andalus lindaba con el final de la Tierra, con el temible océano más allá del cual no había nada más que unas islas -las Canarias- a las que según los geógrafos sólo podía llegarse por casualidad, cuando una tormenta arrojaba a ellas a un navío perdido.

De Occidente, del mar de las Tinieblas, venían de vez en cuando unos salvajes piratas de pelo rubio y ojos azules -los árabes los llamaban Machus o magos- que asolaban las ciudades costeras e incluso se atrevían a remontar el Guadalquivir hasta Sevilla en sus ligeros barcos de remos que tenían en la proa figuras de animales fantásticos. Hacia el norte estaban las tierras de los rum, los cristianos, los politeístas, «pueblos a los que Dios ha dado un espíritu anárquico y tozudo y les ha concedido el amor al desorden y a la violencia», dice con desdén el historiador Ibn Said.

El viaje a Oriente conducía a La Meca y a las ciudades del saber. En un lugar de Oriente había creado Dios al hombre y establecido el Paraíso Terrenal, que según dice san Isidoro de Sevilla todavía permanece inalterable y vacío, defendido por espadas de fuego. En las regiones orientales del mundo vivieron los profetas y se inventaron todas las artes, desde la escritura y la aritmética hasta la astrología y la interpretación de los sueños, que gozaban de un firme prestigio en al-Andalus, donde hubo siempre excelentes adivinos: uno que se llamaba al-Dabbi le predijo al emir Hisham I que su reinado duraría exactamente siete años, y el poeta al-Gazal pronosticó en verso y con un año de antelación la caída en desgracia y la muerte por envenenamiento del eunuco Nasr, primer ministro de Abd al-Rahman II. Adivinar el porvenir mediante la interpretación de los sueños era una práctica lícita, porque, según la Biblia y el Corán, la había practicado José ante el faraón. Sabemos que en vísperas de una campaña contra el reino de León al-Mansur o Almanzor había soñado que un hombre le ofrecía espárragos y que él se apresuraba a comerlos. Al despertar consultó con su astrólogo, que al oír el relato del sueño le respondió sin vacilar: «Ve contra la ciudad de León. Te apoderarás de ella». Almanzor le preguntó cómo lo había sabido. «Los espárragos en Oriente se llaman al-halyun -dijo el astrólogo- y el ángel del sueño te ha dicho: Ha Lyun, “aquí tienes León”».

A pesar de su orgullo de vivir en un país próspero y privilegiado, los andalusíes sospechaban melancólicamente que estaban confinados en un extremo del mundo, en la frontera misma de la oscuridad y la barbarie. Abd al-Rahman I habría querido volver a sus jardines de Damasco. Hasday ibn Shaprut se pasó la vida imaginando que emprendía el viaje hacia el reino de Khadar. Un rey o un hombre poderoso podían viajar a Oriente por delegación, y pagaban a otros para que peregrinaran en su nombre a La Meca, cumpliendo así el mandamiento coránico sin moverse de Córdoba, sin soportar la incertidumbre de los caminos y del mar, la travesía de los desiertos del Magrib y de Libia, el miedo a los bandidos y a las tormentas de polvo. El sedentario califa al-Hakam, que se pasaba la vida en las estancias de Madinat al-Zahra y en su biblioteca del alcázar de Córdoba, ordenaba a otros que viajaran y que le trajeran libros de Bagdad y de El Cairo y le contaran lo que habían visto durante sus peregrinaciones, lo que él mismo imaginaba leyendo los relatos escritos por viajeros orientales.

Al-Hakam al-Mustansir billah, hijo de Abd al-Rahman al-Nasir y segundo califa de al-Andalus, es para nosotros el señor de los libros. Fue el más culto de los omeyas andaluces y seguramente el menos cruel, tal vez el único de ellos que nunca se complació en la violencia y en la sangre. Tenía cuarenta y seis años cuando subió al trono. Irónicamente, su padre, al-Nasir, con frecuencia le pedía disculpas por vivir tanto. Había madurado y casi envejecido a su sombra, presenciando desde una cercanía escéptica su poder y su ira. Desde muy joven supo que sería el sucesor del califa, y aguardó con paciencia, ocupándose de tareas laterales y oscuras, de los trabajos en Madinat al-Zahra, de la biblioteca y los jardines. Desde su infancia se había educado con los mejores sabios de Córdoba. Cuando era joven vio morir decapitado en el salón del trono a su hermano Abd Allah, que había conspirado para arrebatarle la primacía en la sucesión. Seguramente apartó los ojos cuando vio descender la cuchilla del verdugo, y si pensó algo, si aprobó la cruenta decisión de su padre o renegó de ella, se mantuvo en silencio, limitándose a heredar los libros de su hermano muerto, que era, como él, un reputado bibliófilo. Durante su reinado, que duró sólo quince años, defendió enérgicamente con las armas la primacía de al-Andalus sobre los cristianos del norte, pero a diferencia de al-Nasir desconoció el placer de las expediciones militares. «Aunque no era amante de la guerra y la hizo contra su voluntad -escribe Dozy-, la hizo tan bien que obligó a sus enemigos a pedir la paz».

En su templanza había un nervio de acero; en su silencio de tantos años, mientras su padre envejecía y reinaba negándose a morir, se ocultaba una solitaria voluntad de equilibrio, una tranquila aversión hacia el espectáculo y la ebriedad del poder. Cuando él lo tuvo en sus manos ya era demasiado tarde para que lo envenenara la soberbia. Después de pasarse media vida esperando, se había acostumbrado a la penumbra del segundo término, y no ignoraba, porque su salud era débil, que el trono sería para él una experiencia no muy larga. Murió de hemiplejia el año 976. Desde el 970 había estado en paz con los reinos cristianos. Así pudo dedicarse sin contratiempo a lo que más amaba, a administrar su país y su biblioteca. En una carta testamentaria a su hijo Hisham escribió: «No hagas la guerra sin necesidad. Mantén la paz, por tu bienestar y el de tu pueblo. Nunca saques la espada salvo contra los que cometen injusticias. ¿Qué placer hay en invadir y en destruir naciones, y en llevar el pillaje y la destrucción hasta los confines de la tierra? No te dejes deslumbrar por la vanidad: que tu justicia sea siempre como un lago en calma».

Añadió a la mezquita sus naves más resplandecientes. A costa de su propio tesoro -había heredado de su padre una fortuna calculada en veinte millones de monedas de oro, lo que lo hacía uno de los dos o tres monarcas más ricos del mundo- mandó reparar mezquitas y hospederías públicas, construir fuentes y caminos y levantar acueductos y puentes por toda la anchura de al-Andalus: «El califa convirtió espadas y lanzas en azadones y rejas de arado, y a los inquietos guerreros en labradores pacíficos» -dice una crónica-: «los más eminentes militares se enorgullecían ahora de cultivar sus huertos con sus propias manos; los magistrados y teólogos pasaban sus horas de indolencia bajo la sombra de las parras». Fundó veinticinco escuelas públicas en Córdoba. Dispuso que a los pobres se les suministraran gratuitamente las medicinas en la farmacia del alcázar. Favoreció a los mayores sabios de su tiempo: a Hasday ibn Shaprut, al filólogo al-Zubaydí, autor de una puntillosa monografía Sobre el habla de las gentes vulgares, al cirujano Abulcasis, cuyo tratado de cirugía, traducido al latín, se extendería durante siglos por las escuelas de Europa, al matemático y alquimista Maslama al-Majrití, que es el primer madrileño célebre del que hay noticia y que escribió un tratado de aritmética y un manual para la fabricación de astrolabios y tradujo por primera vez al árabe el Planisferio de Tolomeo, aparte de vaticinar, con treinta años de anticipación, el principio de la guerra civil y la ruina del Califato.

El sobrenombre que adoptó al-Hakam cuando subió al trono, al-Mustansir billah, significa «el que busca la ayuda victoriosa de Dios». Levi-Provençal lo llama «sabio impecable, mecenas fastuoso, amigo de las letras y de las artes». En Damasco, en El Cairo, en Constantinopla, hombres enviados por él indagaban en las bibliotecas y pujaban en los mercados de libros para obtener aquellos que no se encontraban en Córdoba. En Bagdad tenía un delegado permanente, un escribano llamado Muhammad ibn Tarjan, cuyo único oficio era copiar para él cualquier libro recién publicado. Pero su impaciencia era tanta que algunas veces no esperaba la aparición de un libro para apresurarse a comprarlo: en cuanto supo que el erudito Abul Farach al-Isfahaní, que vivía en Mesopotamia, acababa de concluir una vasta recopilación de la poesía y la música de los árabes -el Kitab al-Algani o Libro de Canciones-, le mandó a un mensajero con una bolsa de mil dinares para conseguir la primera copia del libro antes de que lo hubiera leído nadie en Oriente. No había ningún saber que no le importara: para al-Hakam, para cualquier hombre culto de su tiempo, no había fronteras entre las ciencias, sino una rigurosa jerarquía, presidida por la religión, dentro de la cual todos los saberes se enlazaban entre sí como los dibujos abstractos de las decoraciones vegetales. La escritura, la lectura, la lexicografía y la gramática son las ciencias sobre las que se fundamentan las demás, pues permiten el aprendizaje no sólo de las cosas de este mundo, sino también de las que conducen a la salvación eterna. Tras ellas vienen las ciencias de los números y de la astronomía, con el estudio de los eclipses, de la anchura y longitud del mundo, de la duración de los días y de las noches y la sucesión de las estaciones, lo cual permite fijar las fiestas canónicas y el orden de los trabajos agrícolas. La medicina descubre los vínculos entre la salud del cuerpo y la del alma: el estudio de la lógica lleva al conocimiento de la verdad y de la mentira, de las especies y partes de la naturaleza y de los elementos que la constituyen, revelando el plan de la creación divina. Pero la ciencia más valiosa de todas es la teología, porque las otras tratan de nuestra pasajera vida en el mundo, y sólo ella nos es útil aun después de la muerte y en la eternidad.

Detrás de los muros del alcázar de Córdoba, la biblioteca de al-Hakam II contenía un resumen abrumador del Universo. En las páginas de cada uno de los libros cuyo recuerdo ha llegado a nosotros latía una minuciosa voluntad de contarlo y entenderlo todo. El año 961, recién llegado al trono, al-Hakam recibió un presente ofrecido por el obispo Recemundo o Rabí, aquel que había sido embajador del difunto Abd al-Rahman III. Se trataba, desde luego, de un libro, porque los cortesanos sabían que ningún otro regalo podría ser más grato al nuevo califa: el Calendario de Córdoba, cuyo manuscrito, perdido durante siglos, fue encontrado hacia 1860 por Reinhart Dozy en la Biblioteca Nacional de París. Basta la lectura de su primera página para comprender, con un poco de nostalgia y de envidia, que hubo un tiempo en que la ciencia y la poesía se aliaban en una misma pasión por el conocimiento: «… he aquí un libro destinado a recordar los períodos y las estaciones del año, el número de los meses y de los días que cada uno cuenta, el curso del sol a través de los signos del zodíaco y de las mansiones, los puntos extremos en que se levanta, la medida de su declinación y de su elevación, el tamaño variable de las sombras que hace proyectarse en el momento de su paso por el mediodía, el regreso periódico de las estaciones, la sucesión de los días con el aumento y la mengua de su duración, la estación fría y la cálida y aquellas, templadas e intermedias, que las separan, la fijación de la fecha del comienzo de cada estación, el número de los días que contiene según la doctrina de los astrónomos que se ocupan de calcular la posición y el movimiento de los cuerpos celestes, y según la de los médicos antiguos que determinaron las estaciones y las naturalezas que se relacionan con ellas, pues en la división del año, aparecen entre las categorías de sabios divergencias que serán mencionadas en su lugar, si Dios lo quiere…».

La administración de la gran biblioteca no era menos complicada que la de un reino. La dirigía el eunuco Tarid, que tenía como secretaria a la poetisa Lubna, célebre por su belleza y por su erudición, y los jefes de sus encuadernadores y copistas eran Abul Fadal el siciliano y el calígrafo Zafr al-Bagdadí, que había venido de Oriente por invitación expresa de al-Hakam, trayendo consigo un valioso cargamento de papel de Samarcanda y de cálamos de las marismas del Tigris. Dice Ibn Hazm que el catálogo de aquella biblioteca llenaba cuarenta y cuatro cuadernos de cincuenta folios cada uno. Casi ningún rey del mundo poseía tantas monedas de oro como al-Hakam: ningún otro pudo enorgullecerse de poseer cuatrocientos mil libros. Su número aumentaba a tal velocidad que no bastaban las habitaciones del palacio para contenerlos. Llenaban hasta el techo las paredes de las habitaciones y de los corredores, y cuando ya no había sitio donde guardarlos se amontonaban en el suelo. Cuando se decidió cambiar de sitio la biblioteca duró seis meses la mudanza. No sólo era un coleccionista maniático: también un lector escrupuloso y voraz. Según iba leyendo anotaba sus reflexiones en los márgenes, y consignaba siempre la fecha en que concluyó la lectura y el nombre y la patria del autor de cada volumen. Recibía en los salones dorados de Madinat al-Zahra a embajadores de reinos lejanos que se humillaban a sus pies y gobernaba ejércitos y escuadras de navíos de guerra, pero al final de las interminables ceremonias, cuando el último de los poetas cortesanos acababa de recitar ante él sus versos adulatorios, prefería regresar, ya de noche, al interior de las murallas de Córdoba, a las estancias del alcázar donde estaban sus libros y donde los copistas seguían trabajando a la luz de los candiles de aceite. Contaba los lomos alineados, los rollos de papiro traídos de Alejandría, lo embriagaban tenuemente los olores dispares del pergamino y del papel, de la tinta fresca, del polvo, del aceite quemado. El ruido de los cálamos deslizándose sobre las hojas pulidas con un huevo de cristal era tan incesante y monótono como el de la lluvia en una tarde de invierno: lo alarmaba el rumor de una carcoma invisible, el de las uñas de un ratón moviéndose en las sombras donde no penetraba el brillo de las velas. Tenía miedo del fuego y de la sinrazón que exterminan los libros. Examinaba la irreprochable caligrafía de una página y encontraba en ella la misma hermosura que testimonia en la naturaleza la huella de un designio divino.

Como Ibn Rabbihi, cuya enciclopedia sin duda guardaba en su biblioteca, al-Hakam habría querido saberlo todo y poseer y leer todos los libros. Su reino se extendía desde las estepas despobladas del Duero hasta el norte de África, pero tal vez toda esa dilatada geografía le era más desconocida y ajena que su otro dominio, el imperio silencioso y dócil de las palabras escritas. Su devoción sin fanatismo le acentuaba el deseo de saber: una tradición profética dice que nadie es más importante para Dios que un hombre que aprendió una ciencia y la enseñó a las gentes. «Un musulmán no puede regalar a su hermano nada mejor que una palabra de sabiduría. Si Dios te conduce hacia un solo hombre sabio es mejor para ti que la posesión del mundo y de todo lo que contiene».

Pero el destino de la biblioteca de al-Hakam, y el de casi todas las de Córdoba fue tan cruel como el del palacio imaginado y construido por su padre. Algunos años después de la muerte del califa, el primer ministro al-Mansur, para congraciarse con el peligroso fanatismo de los alfaquíes, ordenó que la biblioteca fuera expurgada de todos los libros sospechosos de herejía. Miles de volúmenes fueron arrojados a los patios del alcázar y ardieron en hogueras que el mismo al-Mansur ayudaba a atizar. El fuego ya nunca se detuvo: durante la guerra civil en la que se hundió el Califato, a principios del segundo milenio, el alcázar fue saqueado, y los libros que no ardieron entonces acabaron malvendidos por los zocos a precios de papel viejo o se dispersaron sin remedio por las ciudades de al-Andalus y los países del Islam. Del edificio donde había atesorado sus libros el cadí Ibn Futais no quedaba nada a los pocos años de su muerte. Sus herederos, arruinados por los saqueos y motines de la guerra civil, subastaron aquella biblioteca que había sido la segunda de Córdoba, obteniendo un beneficio de cuarenta mil monedas de oro.

Cinco siglos después, recién concluida la conquista de Granada, el cardenal Cisneros ordenó quemar públicamente en la plaza de Bib Rambla millares de libros musulmanes. Tal vez en algunos de ellos habría anotaciones marginales escritas por al-Hakam II. De los cuatrocientos mil volúmenes que poseyó, sólo uno ha llegado a nosotros: lo encontró Levi-Provençal en 1938, en una biblioteca de Fez. Borges habla de unos bárbaros que quemaban todos los libros porque temían que contuvieran insultos a su dios, que era una espada de hierro: los inquisidores españoles, cuando veían los libros escritos en árabe-«rubricados con letras coloradas y azules, con curiosas pinturas y caracteres», dice Ribera- sospechaban siempre que tratarían asuntos de perjurios y encantamientos. En un manuscrito que se conserva en la biblioteca universitaria de Valencia hay una nota en catalán que dice: «Este libro me lo encontré yo, Jaime Ferrán, en el pueblo de Laguar, después que los moriscos subieron a la sierra, y como es letra arábiga, jamás he hallado quien sepa leerlo. Tengo miedo no sea el Alcorán de Mahoma». Ribera, que es quien cuenta la historia, lo leyó: el libro que tanto miedo daba a aquel hombre era una gramática.