37495.fb2 Caballeros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

Caballeros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

El caso Hogarth

(Leo Morgan, 1968-1975)

En Estados Unidos cientos de miles de personas se reunieron en Woodstock como una manifestación de lo que aún podía considerarse una especie de contracultura, un antídoto contra el imperialismo agresivo y la mentalidad colonialista de la sociedad occidental. Suecia tampoco iba a ser menos, y en 1970 se celebró el primer gran festival en el parque Gärdet. Quienes estaban ese día tumbados en el césped sobre sus mantas, en sus tiendas de campaña provisionales y sus hamacas, pasándolo bien y escuchando música, tal vez recuerden a un hombre muy extraño que iba por ahí vendiendo un libro de poemas. Vestía como un pirata, con una bufanda atada a su largo pelo, un parche en el ojo y una sucia camisa a rayas que le llegaba por las rodillas. Estaba borracho y colocado, pero aun así podía recitar todos sus poemas de memoria y sin cometer un solo error.

La colección de poesía se titulaba Escalada de fachadas y otros hobbies, y estaba escrita por John Silver. El nombre del viejo pirata era, claro está, un seudónimo de Leo Morgan. Nunca explicó por qué había realizado aquella colección de poemas con una máquina multicopista y la había editado él mismo bajo seudónimo. Quizá fuera porque los poemas no eran suficientemente buenos, o porque así parecerían más agresivos e insidiosos que si se tratara de un libro publicado por el establishment.

Escalada de fachadas y otros hobbies no era un libro bueno, pero tampoco podía ser calificado ingenuamente como «pura poesía contestataria». Más que ejemplos de poesía lograda, los textos de la antología estaban caracterizados por la dificultad de escribir poesía política o, por así decirlo, «versos panfletarios».

El título del poema «Escalada de fachadas» es un tributo a Harold Lloyd y a todos los hombres que se atrevieron a asumir riesgos, hombres que, forzados por diversas circunstancias, se vieron obligados a correr auténticos peligros mientras su heroísmo era puesto constantemente a prueba. No resulta del todo paradójico que el rascacielos más alto de América acabe estando en Bolivia, donde un héroe se vio obligado a subir cada vez más alto, a un ritmo cada vez más rápido, hasta encontrar el límite del cielo. Se trata de una alusión al Che Guevara, y puede que el recurso de compararlo con un cómico como Harold Lloyd no fuera muy acertado, pero el poema tiene fuerza, cierta carga sugestiva que va enlazando los versos. Se lee de un tirón. Está muy bien construido.

El texto más conseguido de Escalada de fachadas y otros hobbies recibe su nombre del pirata y, por tanto, también poeta: John Silver, pirata, poeta, cigarrillo.

Fuma tus cigarrillos lentamente, camarada,

podrían ser los últimos.

Canta tus canciones serenamente, camarada,

ellos nunca nos harán callar.

Para esta marcha no existe mapa alguno.

La tierra carece de un mando.

Nadie habla tan claro para que obedezcamos.

Los puntos cardinales son siempre militantes.

Los puntos cardinales nunca son verticales.

Podemos llegar tanto a Dios como a Satán

sin saber dónde estamos.

Leo Morgan, alias John Silver, utiliza aquí la magia de los códigos secretos. Las estrofas recuerdan en ocasiones a las contraseñas utilizadas por los movimientos de resistencia y los rebeldes en puestos de control: preguntas, respuestas y sentencias a las que había que contestar de un modo determinado, solo conocido por los iniciados. En realidad todo el poema es una especie de largo conjuro, y esta parte de frases rítmicas se convirtió pronto en una especie de cántico popular que se recitaba en los círculos de bares y clubes. «Los puntos cardinales nunca son verticales» podía leerse en las pintadas de los retretes masculinos de las universidades durante los primeros años de la década de los setenta.

John Silver logró preservar su identidad secreta, y fue clasificado con numerosas etiquetas, desde «anarquista incongruente» hasta «pacifista militante». Era comparado indistintamente con D’Annunzio y con Ginsberg, y todos los rasgos que se le atribuían no eran más que un testimonio de la dificultad de definir a alguien como Leo Morgan.

Personalmente creo que Leo -tal vez mediante un proceso de autoanálisis- trataba de orientarse en el abismo que existía entre sus acciones públicas y su persona privada, una cuestión que siempre le había afectado mucho desde que, de niño, viera aquel acordeón rojo sobre una roca cerca de la orilla. Resulta evidente que había empezado a escribir el poema con la intención de dirigirse a sus camaradas de infatigable espíritu combativo en un tono íntimo y sosegado. Pero, al cabo de un par de versos, alcanzaba un vigoroso staccato entremezclado con un profundo simbolismo que ya nada tenía que ver con «versos panfletarios». El resultado está más cerca de Dylan-Cohen que de Hill-Brecht. John Silver podía elogiar al Che Guevara, su carácter combativo y su capacidad de sacrificio, y aun así recriminarle -y tal vez con razón- que fuera un egoísta, un individualista arrogante que se negó absolutamente a someterse ante nada.

Quienes estuvieron en aquel primer festival en el parque Gärdet en el verano del setenta y no se acuerden de aquel extraño pirata que declamaba poemas, tal vez sí recuerden al grupo Harry Lime, que actuó muy entrada la noche y al que algunos calificaron como el grupo underground más auténtico de Suecia. Aquel primer festival en el Gärdet fue una triunfal manifestación de hasta qué punto la buena música estuvo subordinada a la pura alegría de tocar. La política de la voluntad era lo que contaba. En otras palabras, nadie pudo evitar que Harry Lime tocara. La vida musical de Harry Lime se limitó a esa noche. El grupo estaba compuesto por Verner Hansson y Stene Forman a las guitarras, Nina Negg, voz y pandereta, Leo Morgan como poeta solista, y además una sección rítmica a la que no logré identificar. Muchos han desaparecido ya de la escena. El grupo había nacido por iniciativa de Stene, cuando se enteró de que se iba a celebrar el festival. Harry Lime fue creado para una única actuación, como correspondía a un auténtico y exclusivo supergrupo compuesto por estrellas irreconciliables, como si los Beatles hubieran resucitado por una sola noche.

Fue probablemente a principios de primavera cuando Stene, el antiguo provie de exuberante risa, se puso en contacto con Leo para ver cómo iba la cosa, como él mismo dijo. La voz de Stene le sonó como Lázaro levantándose de la tumba. No se habían visto ni habían sabido nada el uno del otro durante años. Leo vivía con Henry porque su abuelo paterno había fallecido dos años atrás y Henry se había hecho cargo del apartamento de la calle Horn. Leo estudiaba filosofía, y durante un corto pero intenso período había logrado llevar una vida bastante normal.

Stene le informó del festival que se iba a celebrar en el parque Gärdet y de su intención de formar un grupo, lo que se podría denominar una auténtica banda underground. Stene trabajaba en una de las tres revistas semanales de su padre, llamada Blixt, que ya no se publica en la actualidad. También estaba muy al día de lo que salía en las revistas norteamericanas sobre la nueva hornada de grupos underground. Stene quería que Leo escribiera unas cuantas letras buenas, porque aquello requería algo un poco intelectual. Y Leo no pudo negar que tenía bastante material escrito.

Pero solo había un escollo: tenían que encontrar a Verner Hansson y Nina Negg. Leo creía que seguirían viviendo en el enorme apartamento de Stene en Karlbergsvägen, pero ambos se habían marchado. Las cosas no les habían ido muy bien ni a Verner ni a Nina.

Dos años antes Nina había mandado a Leo a la mierda: solo tenía que elegir cómo hacerlo. Era la primavera del sesenta y ocho, aquella legendaria primavera en que el mundo estaba en plena convulsión y estadistas, reyes, presidentes y ministros no podían conciliar el sueño pidiéndole a Dios que castigara a todos aquellos estudiantes revoltosos. Leo se había matriculado en la universidad para estudiar filosofía. Verner se había inscrito en otra facultad y, por alguna extraña razón, ambos habían aprobado los exámenes de ingreso sin apenas estudiar. Eso pareció incitarles a profundizar con mayor frecuencia en la dialéctica de cafés y bares, donde criticaban las reformas docentes del U-68, el sistema político, las formas de producción y todo aquello susceptible de ser cuestionado. Aquello le encantaba a Nina Negg. Por pura intuición, ella siempre había estado en contra de todo y de todos. Nunca había necesitado ser intelectual para ello, y tampoco ahora pensaba convertirse en una.

Todos vivían en un enorme apartamento que Stene Forman había conseguido en Karlbergsgätan, muy cerca de Corso, Norrås y la Residencia de Estudiantes, donde muy pronto se llevarían a cabo las famosas ocupaciones. De hecho, el cuarteto estaba viviendo su época dorada. Stene acababa de empezar a hacer colaboraciones en Blixt, la revista de su padre, y ganaba bastante dinero. Nina Negg hacía trabajos esporádicos aquí y allá, mientras que Verner y Leo se encargaban de tareas más «profundas». Generalmente, esas profundas meditaciones se convertían en juergas que podían durar varios días.

En realidad, Nina era la única de ellos que hacía algo pragmático, que desempeñaba una labor práctica en esa lucha supuestamente conjunta de trabajadores y estudiantes. Cuando las alentadoras noticias de Tokio, Berlín, San Francisco y París empezaron a llenar las páginas de los periódicos, ella recortaba las fotografías y empapelaba con ellas las paredes del enorme piso. Iba a todas las manifestaciones, mantenía las multicopistas en permanente funcionamiento, repartía panfletos y asistía a conferencias en las que se planteaban nuevas líneas de acción. Pese a que el futuro de la reforma de los estudios superiores, UKAS, no la afectara en lo más mínimo, ella simpatizaba con todos los que se oponían porque, después de todo, el Poder siempre era el Poder. Las continuas maldiciones e improperios habían desaparecido de su vocabulario, siendo sustituidas por proclamas revolucionarias, que gustaba de meterle en la cabeza a Leo con gran maestría.

Pero él seguía siendo fiel a su deslealtad. Eso era lo que los había llevado a estar juntos hacía tiempo en un viejo y destartalado sofá en el frío trastero de un ático. Leo nunca se identificó con la lucha organizada. Él se dedicaba «a lo suyo», como solía decir, y prefería emborracharse y leer a Hegel antes que seguir las enseñanzas dialécticas de los seguidores del pensador alemán. La deslealtad como un hermoso arte: ese era el lema de Leo.

Cuando finalmente se produjo la ocupación, ni Leo ni Verner estaban presentes. En un par de ocasiones se habían juntado con los criptofascistas en el parque Spök, y, cosas del destino, Stene Forman, Verner y Leo acabaron apareciendo en una foto en la portada de un periódico vespertino, al fondo, detrás de uno de los principales ideólogos de la ocupación. Pero, durante la ocupación real, ellos atravesaban por un período de consumo etílico totalmente desenfrenado. El abuelo de Leo, el viejo Morgonstjärna, se había desplomado muerto en la escalera de su edificio, dejando una pequeña herencia a su nieto, que hacía lo posible por despilfarrarla rápidamente. La colección de sellos de Verner había perdido todo su valor hacía tiempo. Se había bebido y fumado hasta la más pequeña rareza filatélica, una tras otra, con la misma precisión que emplearía un experto jugador de ajedrez. Nadie intentó nunca averiguar a qué se dedicaban realmente los dos durante aquel período. Se alejaron de todo el mundo, a veces solos y a veces juntos, provistos de una cuantiosa batería de botellas que vaciaban sumidos en un profundo silencio, en una especie de recogimiento desesperado, una misa de réquiem demoníaco para el círculo más íntimo.

Nunca se avergonzaron de sí mismos, se dedicaban «a lo suyo» y contemplaban el mundo won oben, desde arriba, o así lo veía Nina. Ella pensaba que eran unos viles traidores, los dos. Ninguno de ellos había hecho el servicio militar y habían quedado exentos; se libraban de todo. Habían heredado dinero y podían ir a comer a casa de mamá cuando se quedaban sin pasta. No eran más que un par de mocosos malcriados, especialmente Leo. Todos sus malditos poemas, así como sus hermosas palabras sobre países subdesarrollados, imperialismo y conciencia global, no eran más que retórica vacía. Toda su cháchara sobre celebraciones navideñas alternativas y amor cósmico no valían más que una mierda. No le preocupaba otra cosa en la vida que no fuera él. El pequeño niño prodigio se amaba a sí mismo, sin darse cuenta de que aquel niño prodigio había muerto hacía tiempo y que su mito había perdido toda validez. Era tiempo de despertar, ahora que el mundo entero estaba despierto y en pie. Aunque eso no era toda la verdad; incluso Nina Negg podía verlo. Era demasiado tarde para despertar. La fiesta ya había terminado.

La gran separación se produjo a finales del sesenta y ocho, cuando la ocupación había terminado, la revuelta de París había concluido con la increíble victoria de De Gaulle y todos se sentían terriblemente cansados. Nina Negg se había enamorado de Stene Forman, y cuando Leo siguió yendo por la casa con una mujer diferente cada vez, ella no lo pudo soportar. Nina estalló y literalmente arrojó a Leo a la calle. Se vio obligado a mudarse con su hermano Henry a la calle Horn. Verner se puso de parte de Nina y Leo no quiso saber nada de ninguno de los dos. Pensaba dedicarse «a lo suyo».

El resultado de tan dramática confrontación, descrita aquí en una versión extremadamente fragmentada, fue que Nina se marchó ese verano a Amsterdam, la meca de la cultura de las drogas. Se había encaminado en esa dirección durante mucho tiempo, y finalmente lo había conseguido. Había comenzado su peregrinaje hacia el Hades. Verner sufrió diversos descalabros y, según los rumores, durante uno de esos confusos períodos intentó ser aceptado en una comuna rebelde -cuando el movimiento rebelde estaba aún en su apogeo-, de la que pronto sería expulsado por individualista. Y aquel episodio supondría el definitivo final de su muy turbia carrera política. Verner también descubriría, poco después de la huelga minera del sesenta y nueve, que sus estudios no le conducirían a ninguna parte. Tenía que aventurarse por los caminos de la vida. Un fuerte temporal estaba a punto de caer.

Quienes se quedaron hasta tarde en el festival del parque Gärdet en 1970 presenciaron la actuación de una auténtica banda underground llamada Harry Lime Group, en honor a Graham Greene y su héroe nº 1 de las alcantarillas en los años cuarenta.

Bien entrada aquella noche, Stene Forman, el incansable creador de inolvidables happenings, subió al escenario para unirse a varios músicos de acompañamiento, junto con Verner a la guitarra, Leo como poeta solista y la enloquecida Nina Negg como vocalista. Había ocurrido un milagro. Al más puro estilo BadenPowell, Stene, acompañado por Leo, había rastreado en la tupida y abyecta jungla conocida como el viejo Pantano y había rescatado a Nina Negg y Verner Hansson de su asqueroso cuchitril de la calle Tunnel, un lugar que apestaba a cloaca por culpa de un retrete roto, a comida podrida y a colchones putrefactos. Se llevó a aquellos dos despojos humanos a casa, les dio de comer y logró que dejaran las drogas con ayuda de expertos del sector privado. Como hombre de prensa, Stene conocía todos los recursos que había en el mercado. En su apartamento de Karlbergsvägen se produjo una especie de reconciliación. Los cansados ojos de Nina parecían menos cansados, y al cabo de pocos días se inició un lento renacer de su exuberante batería de improperios. El delirio de Verner fue dando paso a un período de intensa creatividad; aunque nunca había tenido una guitarra en sus manos, aprendió a tocar como nadie tres ásperos acordes. Las cosas parecían volver a ser como antes, y Leo no dejaba de escribir un buen tema tras otro. Stene se encargaba de las tareas administrativas.

Yo estuve aquella noche en el parque Gärdet, y recuerdo muy bien al Harry Lime Group, especialmente a su cantante de ojos cansados. Se movía de una forma singular, espasmódica y desmadejada, como una marioneta con los hilos enredados. La música de acompañamiento sonaba fuerte y bronca, discordante y atroz, pero eso no importaba.

De hecho algunas de aquellas canciones disfrutaron de cierto éxito. «Military Service Minded» era una canción protesta en inglés a lo Country Joe & The Fish. El estribillo rezaba: «Los generales siempre pueden comprar / a algún tipo grande y fuerte y sanguinario / pero haremos que les cueste encontrar / a algún partidario del servicio militar…», y entre el público podía oírse gente aquí y allá cantando la letra.

«Figuras de goma» era un tema alucinógeno, con un singular trasfondo que era indicativo de la vida de Leo durante el período que transcurrió entre Vacas santurronas y Escalada de fachadas y otros hobbies. Debía de ser hacia finales de otoño de 1967, y Leo acababa de comenzar sus estudios de filosofía en la universidad. Se trataba de una elección coherente, ya que la filosofía era su elemento natural. El positivismo científico parecía cada vez más una ramificación del Poder, y Leo quería ser subversivo. Poesía y filosofía son en muchos sentidos la misma cosa. La verdadera y gran poesía es una subcontrata de la filosofía: los poetas suministran la materia prima, una especie de cemento teórico que los constructores de sistemas filosóficos usan para unir los ladrillos conceptuales de sus catedrales y sus escaleras al cielo. Leo Morgan se sentía como un arquitecto sin planos: tenía que convertirse en filósofo.

Pero un frío y desapacible día de ese otoño se sintió hastiado de todo lo que tenía que ver con los libros. Se puso su chaleco afgano comido por las pulgas y fue a sentarse a la Terraza de Estocolmo, sobre la plaza Vergel, donde se divertía observando los coches. Muy despacio y con cautela, los conductores trataban torpemente de mantenerse en su derecha mientras rodeaban la rotonda de la plaza, pero a veces se despistaban y chocaban. Aquello se había convertido, cómo no, en una diversión popular. Leo se encontraba visiblemente mal ese día, abrumado por el hachís y consumido por el alcohol; no lograba hallar paz en nada. Él y Nina habían estado «meditando» juntos y leyendo el Bhagavad Gita, Hesse y otras lecturas plácidas relacionadas con Oriente, pero nada captaba la atención de Leo. Nina estaba fumando bastante, pensando que Leo era impasible. Ni siquiera se alteraba cuando se emborrachaba. No soportaba ver cómo sus ojos se oscurecían y se perdían en algún punto lejano, desapareciendo en un limbo inalcanzable. Era algo que la estaba volviendo loca. Habían entrado en un horrible círculo vicioso.

Aquel frío y desapacible día ella lo encontró sentado en la Terraza de Estocolmo, temblando de frío y sintiéndose exhausto. Nina vio enseguida que estaba realmente deprimido y trató de engatusarlo para que tomara un poco de té, café, aspirina o lo que fuera. Pero no había manera de convencerlo. Finalmente sacó una diminuta pastilla verde y le ordenó que se la tomara. No le explicó qué era, pero aseguró que le ayudaría. Se sentiría muy cool si la ingería; era material de confianza.

Por una vez, Leo aceptó y engulló la pastilla. Se recostó en su asiento, cerró los ojos y esperó a que la droga hiciera efecto. Tardó bastante. Fijó su mirada en el tráfico que circulaba por la derecha, y notó que los coches rodaban cada vez con más lentitud, como peces dando vueltas en un acuario soleado. Las luces de los faros recordaban a las que se veían en las postales que Henry enviaba de Londres y París by night: fotografías tomadas de noche y con una larga exposición, que convertían las luces en haces alargados, como filamentos de neón que serpenteaban por calles oscuras y resbaladizas. Estocolmo estaba en silencio y el tráfico fluía tan lentamente que su movimiento parecía imperceptible. Era como si toda la ciudad latiera al ritmo de su propio corazón, el asfalto y el cemento se sentían calientes, silenciosos y totalmente inmóviles. Leo parpadeaba, pero no logró mantener los ojos abiertos. Desapareció en un sopor cálido y agradable.

Puede que él mismo hubiera salido por su propio pie a la calle, o puede que alguien llamara a la policía y lo hubieran arrastrado afuera. Tal vez la gente se había sentido contrariada ante su desagradable aspecto de pelo largo y sucio, bigote fino y caído, y raído chaleco afgano. Lo único que recordaba con claridad era que una pareja de agentes lo habían obligado a sentarse en un banco dentro de un furgón, y que al parecer él se había resistido, ya que un agente le había doblado un brazo a la espalda para que se quedara quieto y tranquilo. Y él permaneció tranquilo: no sentía nada. No notaba dolor, pero sí un calor sofocante. Había recobrado el olfato y percibía un desagradable olor a goma, asquerosa, pegajosa, sudorosa y sucia goma. La goma repugnante solo puede oler de una forma repulsiva. Leo aspiró ese olor y regresó a su agradable estado de sopor.

Cuando se despertó de nuevo volvió a sentir el olor a goma, pero aún más intenso. Tumbado e inmóvil, aspiró el hedor a goma y abrió los párpados con infinita cautela. Vio una pared, y se notó prácticamente desnudo bajo una manta. Lentamente comprendió que se encontraba en un calabozo para beodos en la comisaría de Klara.

Esta experiencia de reclusión temporal bajo custodia de la policía -lo habían tratado mucho mejor de lo que él creía que solían tratar a gente como él- se convertiría un par de años más tarde en la letra de «Figuras de goma».

Sois las figuras de goma de las SS Suecia,me obligáis a meterme en vuestra incubadora social,vuestras porras levantadas son una orden invertida,una señal blanca de llamada,pero jamás volveré a entrar,pero jamás volveremos a entrar.

Aquella profesión de incorregible individualismo seguramente fue recibida tanto con agrado como con rechazo por el público de Gärdet. A mí, personalmente, la letra me impactó bastante, y recuerdo cómo Nina se unía a Leo para cantar la parte de «Pero jamás volveremos a entrar» con una voz fiera y convulsa que no daba lugar a dudas. Había un profundo sentimiento de tragedia en esa voz, tan orgullosamente decadente, porque ella nunca volvería a entrar. A Nina la esperaba un breve futuro; era un despojo total a merced de los intereses diabólicos que se alimentaban de su vehemente ansia.

En cualquier caso, el Harry Lime Group consiguió terminar su actuación con el honor intacto. La banda no volvería a actuar jamás. Ni siquiera un entusiasta como Stene Forman lograría que Nina y Verner se mantuvieran en pie.

En 1974 se celebró otro festival de música, un pequeño Woodstock, en el parque Gärdet de Estocolmo. El evento fue acusado de ser demasiado convencional. Aquel espíritu pionero de experimentación había desaparecido; en esta ocasión, lo que contaba eran las letras estandarizadas y un seco profesionalismo. Lo que en sus inicios constituyó una entusiasta opción contracultural había sido absorbido por el establishment, convirtiéndose en algo estereotipado, conformista y aburrido. El movimiento se había dispersado en varias direcciones: algunos se habían integrado en el mundo institucional, mientras que a otros se les negaba «volver a entrar», usando las palabras de Harry Lime. El grupo no volvió a unirse para aquel festival, y nadie sabrá nunca si habría existido alguna posibilidad de que se reunieran. Habían pasado cuatro crueles años, y ese tiempo había imposibilitado sencillamente el resurgir del Harry Lime Group.

Unos años antes, en 1971, Leo se había encontrado con Nina en la manifestación para la conservación de los olmos del Jardín Real, y también se vieron algunas noches en el club Fregatten, pero luego ella volvió a desaparecer. Leo estaba inmerso en sus estudios e ignoraba qué habría sido de ella. En la primavera de 1973 se enteró de que la habían encontrado muerta por sobredosis en un callejón en el barrio de Söder. Ese mismo día Leo debía participar en un gran certamen de poesía en el Antiguo Parlamento. Un nutrido grupo de poetas más o menos conocidos leerían sus poemas, y le halagaba mucho que se hubieran acordado de él, pero Leo no asistió. Nadie sabe dónde estuvo. Permaneció desaparecido varios días y regresó en un estado lamentable. Fue su forma de despedirse de Nina Negg.

Por aquella misma época, en la primavera de 1973, Verner fue obligado a someterse a tratamiento en un centro de desintoxicación para alcohólicos. Allí lo limpiaron y lo alimentaron, lo rehabilitaron y lo reinsertaron, solo para que al cabo de unos meses se le pusiera bajo arresto domiciliario. Su estricta madre fue a buscarlo a la puerta de la institución y le dijo que ya había tenido bastante de tanta estupidez. Se llevó a rastras a su despojo de veintiocho años y literalmente lo encerró en su cuarto de infancia, lleno de sellos postales sin valor alguno. Se rumorea que aún hoy sigue allí.

La gente caía como moscas, a diestro y siniestro, y muchos ya no estaban en el festival del Gärdet en el verano de 1974. El único motivo para hablar de ese evento es que significó un cambio fundamental en la vida de Leo Morgan. Nadie podría determinar con certeza a qué se dedicaba Leo durante aquel tiempo. Todavía estudiaba filosofía en la universidad, pero las clases y el programa curricular se ajustaban a sus propias reglas. Leo Morgan siempre se dedicaba «a lo suyo», independientemente de lo que estuviera haciendo. Había polemizado tanto con los seguidores de Marx como con los de Wittgenstein, y nadie sabía dónde situarlo. Durante un tiempo en que estuvo bajo las alas protectoras de un excéntrico profesor, se entregó a la tarea de establecer una especie de nomenclatura sobre los cien conceptos más importantes de la filosofía occidental, desde el arché de Tales hasta el être de Sartre. Parece ser que aquella empresa jacobina acabó en una total confusión, lo que llevó a Leo a retraerse y desaparecer de nuevo, retirándose hacia una periferia en la que solo tenía cabida él y nadie más. Al menos la mitad de los seis años que pasó en la universidad podrían considerarse como parte de ese tiempo muerto. Días, semanas y meses transcurrieron en un estado de pasividad total, tumbado en la cama, silbando monótonas melodías y viviendo apenas del aire. Tal vez estuviera practicando algún tipo de meditación oriental que lo transportaba a otro mundo en que el tiempo y el espacio carecían de sentido.

Había arreglado su parte correspondiente del gran piso de su abuelo en la calle Horn, lo cual quería decir que se había deshecho de la mayoría del antiguo mobiliario. Compartía con su hermano el vestíbulo y la cocina. Había logrado así un pequeño y acogedor apartamento de dos habitaciones, con ventanas que daban a la calle. Aun así, Henry sentía que había perturbado su tranquilidad. Se hallaba en pleno proceso de concluir su «Europa, fragmentos en descomposición» y necesitaba toda la paz del mundo para lograrlo. Era el fruto de sus cinco largos años en el exilio, la oeuvre majeur de Henry Morgan.

Henry se mostraba más afectuoso y considerado cuando Leo permanecía tumbado en la cama, silbando. Puede que esa indulgencia no fuera tan desinteresada como parecía. Henry era un hombre de acción, un tipo emprendedor en la flor de la vida, y no solía transigir con aquellos que dejaban pasar la vida sin hacer nada. Tal vez se sintiera amedrentado por la actitud inaccesible de Leo, como si estuviera asustado ante un niño de mirada penetrante y misteriosa. Henry deambulaba por el piso hablando para sí durante todo el día, y por las mañanas colgaba una lista, una hoja de papel con las faenas que debía hacer punto por punto esa jornada. Habría podido emplear papel carbón, ya que sus listas de tareas diarias eran idénticas. A ojos de Leo, la cotidianidad de Henry estaba llena de una serie de trabajos inútiles y repetitivos, y habría sido suficiente con una única lista elaborada el primero de enero que serviría para los trescientos sesenta y cuatro restantes días del año.

Henry había regresado a Suecia y a Estocolmo como un hombre totalmente irreconocible, y a la vez un poco más adulto. Su deserción de la armada sueca había prescrito de manera no oficial. Había vuelto a un Estocolmo donde todo parecía escapársele de las manos. Le hubiera gustado creer que todo había permanecido en suspenso, esperando con impaciencia el regreso de Henry Morgan, pero nada de eso había sucedido. El Estocolmo que recordaba como su ciudad natal había cambiado drásticamente. Manzanas enteras, barrios enteros, habían sido demolidos; el distrito de Klara parecía una ruina, grandes arterias viarias atravesaban el centro urbano, y hacía un año que el último tramo de tranvía había dejado de circular. Todos sus amigos habían sentado la cabeza. Algunos de ellos habían acabado sus estudios y estaban casados y con hijos, disfrutaban de un buen salario, una vida estable y brillantes perspectivas de futuro. El jazz prácticamente agonizaba, y si alguien hablaba del dixieland lo hacía con una sonrisa nostálgica e irónica en los labios. Incluso el Bear Quartet era una sombra del pasado: uno de sus miembros había muerto, otro se había convertido en músico de estudio de los grupos suecos de pop más populares, y el propio Bill seguía en el continente, en medio de lo que podría considerarse su lanzamiento internacional.

Estocolmo era una ciudad traicionada y despersonalizada; trataba de adaptarse a unos parámetros que Henri le citoyen du monde no acababa de comprender. Él había visto las auténticas metrópolis en Alemania, Inglaterra y Francia. Estocolmo nunca llegaría a ser como ellas, incluso intentarlo era ridículo. Henry nunca conseguiría volver a formar parte de aquella vida. Se sentía passé, un anacronismo. Cuando se encontraba con viejos amigos, no podía aceptarlos tal como eran ahora; se empeñaba en verlos como habían sido antes. Eso los desquiciaba, y acababan alejándose de él. Solo Willis, del Club Atlético Europa, continuaba siendo el mismo de siempre.

Henry se negaba a aceptar el cambio y la renovación, y se aislaba cada vez más en el viejo piso de la calle Horn, donde el olor a puro del abuelo se había quedado impregnado en las pesadas cortinas. Trataba de contarle a su hermano historias sobre el gran mundo, pero Leo se aburría. Opinaba que Henry vivía en un mundo de fantasía, una pseudoexistencia. Henry nunca pudo convencerle de lo contrario.

Los hermanos Morgan se sacaban de quicio el uno al otro. Leo se dedicaba «a lo suyo» y Henry cumplía con sus obligaciones. Este intentaba finalizar su «Europa, fragmentos en descomposición» -una música que dejaba a su hermano totalmente indiferente- y continuaba con su excavación en el sótano, un proyecto tan ingenuo que Leo sentía incluso deseos de llorar. Pero Henry estaba obligado por cláusula a seguir con ello para no perder el derecho a su asignación. Puede que Leo se sintiera algo resentido al pensar que él había quemado hasta el último céntimo de su herencia en unos pocos meses. No conseguía entender cómo Henry podía creer a ciegas en que hubiera algo valioso que desenterrar. Leo intentaba que su hermano abriera sus soñadores ojos azules y cayera en la cuenta de que todo aquello era una farsa, de que a fin de cuentas era tan crédulo y necio como el Filatélico, el Lobo Larsson, el Botella y los demás compadres que se reunían en la tienda de la Reina de los Peristas. Henry se ponía furioso; se negaba a tolerar aquellos golpes bajos y a seguir hablando del tema. Existían ciertas reglas, ciertas cosas que simplemente había que aceptar. Fin de la discusión.

Las peleas eran constantes. Henry estaba siempre dándole la lata a Leo como una vieja casera refunfuñona, señalándole cada fallo u omisión en su parte de mantener la limpieza y el orden en la casa. Lo mejor sería que Leo cogiera su mochila y se largara. Se gritaban uno al otro… se gritaban e insultaban, y Henry acababa siempre vociferando entre sollozos. Se sentía muy solo. No quería vivir allí tan solo. Después de todo, era un artista.

Sin embargo, cuando Henry veía a su hermano el pequeño niño prodigio tumbado allí, como paralizado por su talento, cambiaba totalmente de actitud y se volvía de lo más agradable y afectuoso. Le llevaba té a la cama y le preguntaba qué le apetecía para comer y para cenar; cuidaba de su hermano como si fuera una amada y enferma esposa. Se sentaba al borde de la cama y le contaba historias, como un brahmán relatando narraciones y aventuras del Gran Mundo. Estaba pensando en volver a embarcarse en nuevos viajes, porque el aire de Suecia resultaba irrespirable para un artista. Pero Leo sabía que Henry se quedaría. Henry nunca volvería a marcharse de Suecia.

A esos períodos de pasividad absoluta solían seguirles otros totalmente opuestos: largas temporadas de trabajo frenético, lecturas, juergas y copulación. Durante los períodos de extroversión de Leo, la actitud de Henry cambiaba por completo. Trataba de ser moralista, estricto y aleccionador, y se sentía aún más disgustado cuando se daba cuenta de que sus prédicas no surtían ningún efecto en Leo. Ni siquiera servían sus viles artimañas y vacuas amenazas de echarle de casa.

Durante ese verano de 1974 Leo se encontraba en un brillante período de productividad e incluso cierta extraversión socializadora. Había escrito un tratado, que se publicó en una pequeña editorial especializada en filosofía, llamado Curiosidad, inquisitividad y conocimiento, título que no resultaba muy incendiario. Más adelante habrá ocasión de volver sobre esta modesta obra, ya que presumiblemente fue su último gran logro literario. En un par de ocasiones se había visto con Eva Eld, su devota admiradora de la época del colegio, y es más que probable que aún mantuvieran relaciones sexuales. Leo Morgan vivía el desenfreno de su juventud siempre que se le presentaba la ocasión, lo cual era bastante a menudo, ya que conseguía despertar en las mujeres un singular instinto protector… que duraba hasta que se daban cuenta de que él no necesitaba de su protección. Al contrario, eran ellas las que necesitaban ser protegidas de él.

Pero volvamos al festival en el Gärdet. Es presumible que Leo se sintiera un poco solo. El viejo grupo de antaño se había dispersado, sus miembros habían muerto o se habían echado a perder. El tiempo se había cobrado un duro peaje, y había caído gente a diestro y siniestro. Pero nadie podía con Stene Forman. Este se movía entre el gentío con la altivez de un águila, cansado y ojeroso, agobiado por los malos negocios, los elevados costes y las constantes discusiones dentro de la revista Blixt, obligada a descender a territorios cada vez más escabrosos para mantener la tirada.

Así pues, Leo se encontró con Stene Forman entre los tenderetes del festival y las guitarras, los bongos y las pipas de la paz, y la alegría del reencuentro hizo que Stene casi se arrojara sobre Leo. Su célebre carcajada había desaparecido -ahora parecía más un ronquido pesado-, pero, como él mismo dijo, se alegraba de ver a Leo aún vivo. Leo no pudo ocultar su júbilo, y ambos procuraron no hablar de los viejos tiempos. Ahora eran más mayores, maduros y sensatos.

El semanario Blixt -que dejó de salir al mercado en el otoño de 1975- era la típica revista masculina a la sombra de las publicaciones que sacaban las grandes editoriales de prensa. Como dato curioso, en ella no había nada de sexo o pornografía. Por eso las cosas empezaron a ir mal. La revista, el trabajo de toda una vida del padre de Stene Forman, no llegó a celebrar su trigésimo aniversario por apenas un año. El padre -que contra viento y marea había llegado a fundar tres publicaciones- era un lobo solitario que navegaba a contracorriente y que se negaba a sucumbir a las exigencias de los nuevos tiempos mientras él estuviera al mando. No obstante, a principios de los setenta el hombre se sentía viejo y cansado, y finalmente en 1973 su hijo se hizo con el control de la revista. Stene había crecido en ese ambiente, persiguiendo la noticia desde que llevaba pantalón corto, y había demostrado un talento natural para la profesión. Siguió los pasos de su padre durante la que fue una de las épocas más propicias para la prensa. El año 1973 resultó excepcionalmente bueno para las revistas semanales. No había que ir en busca de noticias: llegaban por sí solas y en abundancia. Stene obtuvo cierta repercusión con sus reportajes sobre la muerte del viejo rey, el dramático robo del banco de la plaza Norrmalm y una serie de artículos acerca del escándalo de espionaje del IB. Él mismo escribió una serie de reportajes del tipo «Yo estuve allí» sobre el robo de Norrmalm, que obtuvo cierto reconocimiento incluso en círculos periodísticos alejados de la poco respetada prensa semanal. Un extracto fue traducido para los lectores de la revista estadounidense Esquire, un honor que muy pocos periodistas suecos habían merecido y que resultó muy alentador para el nuevo periodismo, el new journalism o como quiera calificarse a ese género decimonónico de estercolero. La tirada de Blixt aumentó notablemente ese año, alcanzando su récord de ciento cuarenta y siete mil ejemplares en noviembre de 1973. Los éxitos de la revista se celebraban, como correspondía, dándose grandes homenajes en conocidos restaurantes y bares, y Stene Forman, como todo hijo de papá, no escatimaba a la hora de pedir. Había entrado a formar parte del sistema.

Había sido provie y hippie; lo había probado prácticamente todo. Y, en suma, el resultado de todo aquello había sido un número considerable de hijos con una cantidad menor de mujeres, y una carcajada en sordina. Las carcajadas exuberantes, salvajes y casi dementes de su juventud en los años sesenta se habían convertido en un ronquido pesado que denotaba complicaciones. Su crítica situación era conocida y utilizada sin escrúpulos por las fuerzas del mercado, que, a cambio de algunas compensaciones, podían publicar en Blixt «noticias» dirigidas a desacreditar los productos de la competencia -como aparatos de ejercicios, viajes organizados y nuevos modelos de coches-, dando a entender que resultaban mortalmente peligrosos o de pésima calidad. Se trataba de una artimaña recurrente: vilipendiar el nombre de un producto mediante información manipulada.

En otras palabras, Stene Forman se había convertido en un corrupto, aunque no más corrupto que otros redactores jefe, señalaba él con vehemencia. Si querías entrar en el juego, tenías que aceptar sus reglas. Devorar o ser devorado. Entre todos los contables, interventores en situaciones corporativas críticas y expertos en medios de prensa llamados a reflotar aquella pequeña revista, el redactor jefe era considerado una persona de arrojo casi demencial.

Los triunfos fueron, como presagiaron los expertos con sus cálculos y pronósticos científicos, meramente ocasionales. El estanque para patos que era Suecia no podía ofrecer muertes de reyes, dramas de robos de bancos ni escándalos de espionaje más que una vez cada decenio, y tan pronto como las burbujas del champán se evaporaban las tiradas caían en picado hasta cifras catastróficas. La sombra amenazante del cierre se cernió sobre los locales de redacción de la calle Norr Mälarstrand y las deudas con las imprentas crecieron hasta unos niveles que auguraban la bancarrota. Pero Stene Forman estaba dispuesto a ir a por todas, de ser necesario hasta el naufragio. Las otras dos revistas fundadas por su padre, especializadas en electrónica y antigüedades, podrían salvarse gracias a las subvenciones a la prensa. Blixt, en cambio, era como un animal indefenso sin garras, vulnerable en una jungla de dragones y bestias fabulosas. Forman se resistía obstinadamente a capitular -es decir, a apostar por la pornografía- porque no podía traicionar los ideales de su padre, al menos mientras el anciano siguiera vivo. Era una cuestión de honor y conciencia, aseguraba. Stene Forman se convirtió en una especie de modelo ético para ciertos grupos radicales que apoyaban las iniciativas de la empresa privada frente al monopolio. Stene fue objeto de una gran entrevista en la revista radical FiB/Kulturfront, en la que se quejaba de la desidia del mundo periodístico y de la decadencia moral. Él tenía las manos limpias y blancas como un lirio, unas manos que mostraba con las palmas levantadas, como si le estuvieran robando, en la gran fotografía que acompañaba al reportaje, aparentemente sin un ápice de autoironía. Su corazón estaba con la izquierda, siempre lo había estado. Pero en el mundo de la prensa imperaba la ley de la selva, así como el ensayo y el error. Había que abrirse camino con nuevas armas, ideas innovadoras y frescas. Durante las caóticas e interminables sesiones de lluvia de ideas en las oficinas de redacción de Blixt en Norr Mälarstrand -para las que había contratado a un equipo multidisciplinar de varios ámbitos profesionales en su búsqueda de nuevas ideas salvadoras-, Stene Forman intentaba formular una nueva y dinámica imagen, un innovador enfoque que lograra salvar a la publicación de su lenta asfixia. Sin embargo, todos estaban agotados; la revista parecía haber perdido su fuelle. No es que Stene careciera de magnetismo, pero eso no era suficiente. En cualquier caso, fue durante una de esas sesiones cuando Stene, por iniciativa propia, tuvo la brillante idea que, como tantas otras, podría haber acabado en la papelera, de no haber sido porque involucraba a dos viejas glorias de su pasado: Leo Morgan y Verner Hansson.

El restaurante Salzer estaba situado en la calle John Ericsson, entre las calles Hantverkar y Norr Mälarstrand, no muy lejos de la redacción de la revista Blixt. Leo Morgan se presentó allí el día de Año Nuevo de 1975, y el maître le indicó muy gentilmente la mesa que había sido reservada a nombre del redactor jefe Stene Forman. Estaba ubicada en un lugar discreto, idóneo para conversaciones confidenciales, y Stene lo esperaba frente a un cenicero medio lleno de colillas. Al ver a Leo se levantó para saludarle con entusiasmo.

Se trataba de una invitación por todo lo alto, y Stene animó a Leo a pedir lo que quisiera de la carta. Cuando hubieron pedido, Leo hojeó distraídamente el último ejemplar de Blixt, en el que aparecía un reportaje sobre un coche con un incontable número de defectos. El titular rezaba: «LA SEGURIDAD MATA A LOS POBRES». Aquella historia le había reportado a Stene una buena cantidad de dinero.

Stene parecía estar de muy buen humor, y Leo sentía una manifiesta curiosidad porque el hombre le había llamado para decirle que se trataba de algo urgente. Tenía una idea que quería contarle. Leo era la única persona en cuyos consejos confiaba, ya que era el único que no estaba comprometido con una sarta de fracasados del ramo editorial.

Eso también era cierto en el caso de Verner, pero llevaban años sin verlo. Seguía bajo estricto arresto domiciliario en casa de su anciana madre; no podía salir, y tampoco le apetecía. Ella no podía prohibirle que bebiera, pero estaba claro que prefería que lo hiciera bajo su tutela. Era la relación más extraña que cabría imaginar. Al más puro estilo Bergman, decía Stene.

Lo más sorprendente de todo era que, desde hacía un tiempo, Verner Hansson telefoneaba casi todos los días a Stene completamente borracho para mascullar algo acerca de su padre, «Hansson», como él lo llamaba. Verner nunca lo había visto; el hombre había desaparecido justo antes de que Verner naciera, en 1944, pero el chiquillo nunca había dejado de fantasear con su padre y lo más probable es que esa fuera la causa de su estado actual. La madre se había negado toda la vida a pronunciar una sola palabra al respecto, callada como una tumba. Se limitaba a decir que su padre había desaparecido, y eso era todo. Cuando Verner era pequeño, fantaseaba con que su padre era dueño de una isla en los mares del Sur, a la que algún día iría cuando fuera mayor. Pero Verner se había hecho mayor hacía ya unos diez años, y aún no había ido. En cambio, había alimentado un creciente interés por desapariciones similares y, al parecer, en su actual situación, había retomado sus labores de investigación. O tal vez su madre hubiera revelado algo que hasta entonces había mantenido en secreto, y sin querer hubiera incitado a Verner a retomar los antiguos y trillados caminos.

Así pues, Verner había estado telefoneando a Stene casi a diario, porque este tenía muchos contactos, y había balbuceado algo sobre un viejo periodista llamado Hogarth, quien al parecer disponía de importante información sobre el caso. Stene había tratado de tranquilizar a Verner, siempre muy ebrio, asegurándole que se encargaría de investigarlo, agradeciéndole la pista y prometiendo mantenerle informado. Stene Forman no había prestado demasiada atención a esas llamadas hasta que de repente tuvo su brillante idea.

Resultaba que él conocía al tal Hogarth -el viejo prócer de la prensa existía en realidad-, y sospechaba que lo que Verner decía podía tener algún fundamento. El viejo Edvard Hogarth había sido una especie de leyenda de la prensa seria. Fue una gran estrella del periodismo en los años treinta y cuarenta hasta que, en un auténtico alarde de previsión, abandonó la profesión mucho antes de que esta se viera mancillada por la sucia depravación de los tiempos.

Leo no podía entender qué tenía que ver él en toda aquella historia, ni cuál podía ser la brillante idea que había detrás de aquel encuentro. Hacía tiempo que sabía que Verner se emborrachaba en su arresto domiciliario, que hojeaba sus álbumes de sellos sin valor y que trataba de resolver problemas clásicos de ajedrez. Tampoco era noticia que siguiera intentando formular teorías sobre viejos casos de personas desaparecidas. Por lo demás, si à la bonne heure Verner había encontrado una pista sobre el paradero de su padre, era algo que traía a Leo sin cuidado.

Stene Forman carraspeó, y estaba apagando su quinta colilla cuando trajeron a la mesa una exquisita trucha asalmonada junto con un generoso cóctel de camarones. Ambos saborearon el pescado, brindaron con un suave vino blanco, y entonces Stene Forman explicó que su idea consistía en iniciar una serie de artículos sobre esas personas desaparecidas. Todos esos casos y misterios sin resolver que ni los más experimentados inspectores de la policía, ningún detective ni investigador, habían logrado solucionar. Por supuesto, no se trataba de una idea muy original; este tipo de material podía encontrarse en cualquier revista semanal. A los lectores les encantaban los enigmas, los misterios y los relatos de casos policíacos sin resolver. El público apreciaba ciertas dosis de especulación, y con eso bastaba. Pero la diferencia estribaba en que Blixt no solo se limitaría a especular: Blixt sería tan audaz que publicaría la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Además -y ahí estaba el factor humanitario del asunto-, podrían llegar a descubrir cuál había sido el verdadero paradero del padre de Verner Hansson, reparar los daños causados a gente inocente, restablecer contactos aparentemente perdidos para siempre, liberar a personas injustamente condenadas, y así hasta el infinito.

Y ahí es donde Leo entraba en escena: ¡él se encargaría de la redacción! Leo se atragantó con la trucha y estalló en el clásico ataque de tos. Ayudó a pasar el bocado con un poco de vino y miró consternado a Stene Forman, que encendió un cigarrillo – no tenía mucho apetito- con una expresión entre orgullosa y suplicante. Esperó nervioso, lleno de ansiedad, la respuesta de Leo.

El año 1975 había comenzado con muy buenos presagios para Leo Morgan, sobre todo para el poeta. El filósofo debería mantenerse en la retaguardia por tiempo indefinido para ceder el paso al poeta, que presentía los estertores de una nueva eyaculación lírica. En un cuaderno negro, que aún se encuentra entre los escombros de su apartamento, escribió el primer borrador de una suite poética llamada Autopsia, primera serie, enero, 75. La palabra, procedente del griego, significa «autoexamen», «disección», «postmórtem», lo cual permite anunciar ciertas asociaciones. En el borrador se intercalan citas y joyas literarias de antiguos documentos filosóficos junto con otras de El hombre sin atributos de Robert Musil. Hasta donde soy capaz de juzgar -eso de leer a hurtadillas el cuaderno de trabajo de otra persona resulta un placer dudoso, y uno no se permite examinar tranquilamente y a fondo el material-, tengo la impresión de que Autopsia podría haber sido el auténtico espaldarazo de Leo y su reconocimiento incluso entre los más recalcitrantes árbitros del gusto. Un tema recurrente es la relación sujeto-objeto, la tozudez del ser humano en considerar, por ejemplo, un cadáver como una «persona», una criatura con determinadas características, lo que en el fondo implica la persistente incapacidad de verse a sí mismo como un objeto. Un ser humano se convierte en un cadáver: una distinción semántica que Leo elevó a una perspectiva globalizadora. «Formas de vida, una infinitud de combinaciones, / revoluciones predestinadas, / se deslizan silenciosas en la roca, / con el agua espumeando alrededor como dolor. / La muerte es una y el mismo cristal / en la profundidad de la montaña más alta…». Esta es una estrofa que no pude resistirme a plagiar.

Probablemente Autopsia habría sido concluido durante ese invierno a principios de 1975 si el demiurgo Stene Forman no hubiera irrumpido en escena y planteado su idea en torno a la misteriosa desaparición del padre de Verner Hansson. El piso de la calle Horn ofrecía mucha paz y tranquilidad para el trabajo de Leo, y Henry lo alentaba con ciertas prerrogativas, como eximirlo de responder al teléfono y un horario de comidas más flexible. Pero Autopsia nunca llegó a concluirse; a día de hoy sigue siendo un fragmento en un cuaderno de trabajo, que Leo abandonaría pronto en favor de algo totalmente diferente.

Stene Forman poseía sin duda un toque de carisma que no dejó indiferente a Leo después de su almuerzo en Salzers. Leo no había dado una respuesta concreta; mantuvo una actitud básicamente escéptica, y le costaba mucho imaginarse convertido en un colaborador de la revista Blixt. Sería una mancha que lo avergonzaría el resto de su vida, y él quería mantenerse impoluto.

Sin embargo, se sentía bastante atraído por la idea. Stene no paraba de hablar de que aquello era pura dinamita y del gran bombazo periodístico que podrían conseguir juntos si funcionaba. Serían reconocidos con los más importantes galardones del mundo de la prensa sobre periodismo de investigación de servicio público, con tiradas astronómicas, suculentos ingresos y demás. No obstante, habría que mantener todo en el más estricto secreto; se trataba de hot stuff y era absolutamente off the record, como solían decir en la Casa Blanca. Leo no era un profesional, y tenía que comprender que las informaciones que se manejaban en este ámbito eran off the record y había que tener la boca cerrada. Todo lo que Stene le había dicho debía quedar entre ellos. Si a Leo se le escapaba una sola palabra, sería el final de todo el asunto.

A pesar de su extremo cansancio, Stene seguía siendo un gran productor y escenógrafo de montajes más o menos escandalosos. Tenía la innegable capacidad de presentar las cosas de modo que adquiriesen proporciones imponentes y grotescas, siempre con el guiño encantador del típico embaucador. Leo no tardó mucho en llamar a Stene para expresarle su deseo de intentarlo. Se pondría en contacto con ese tal Hogarth, off the record, no en busca de gloria o de dinero, sino por el bien de Verner Hansson. Quizá Verner se recuperase si averiguaba qué había sido de su padre. ¿Quién sabe? Tal vez fuera eso lo que necesitaba.

Así pues, un día de marzo de 1975 Leo Morgan, cual Jesucristo, llamó al número de teléfono que le había proporcionado Stene Forman y que no figuraba en ninguna guía, del viejo periodista Edvard Hogarth. Leo lo hizo únicamente por el bien de Verner, el hijo pródigo que debía ser redimido.

Pero la voz que respondió balbuceante, repitiendo las cifras de su propio número de teléfono dígito a dígito, como un ladrón nervioso en el proceso de memorizar el código de una caja fuerte, sonaba como si la batalla ya estuviera perdida. Edvard Hogarth era obviamente un hombre muy anciano, y cuando Leo se presentó y explicó el motivo de su llamada mostró poco interés, o más bien un desinterés total, en encontrarse con él para intercambiar unas palabras.

Leo hizo un gran esfuerzo por mostrarse muy educado al teléfono y le explicó que Stene Forman le había hablado maravillas de las valiosas contribuciones periodísticas del señor Hogarth. Oh, sí, claro que conocía a Stene Forman, sobre todo a su brillante padre. Hogarth señaló que el hijo parecía bastante prometedor, pero que no había seguido su trayectoria desde hacía tiempo. El nombre de Blixt no era ninguna garantía de un saneamiento a gran escala de la ética periodística, pero ofrecía un importante contrapunto al monopolio.

El anciano daba la impresión de estar a punto de despedirse y colgar cuando Leo mencionó algo sobre el «caso Hansson», que era el verdadero motivo de su llamada.

Aquello destapó la caja de los truenos. El anciano permaneció un instante totalmente mudo al otro extremo de la línea. Aquel era un asunto muy espinoso, pensó Leo. De forma tranquila y serena, le dijo que conocía a Verner Hansson, el hijo del hombre desaparecido, quien durante todos aquellos años había intentado averiguar qué sucedió en 1944, cuando aquel hombre súbitamente pareció esfumarse. Leo continuó con su relato, mostrando una rara elocuencia, hasta que el viejo lo interrumpió.

Edvard Hogarth había permanecido al aparato, por lo visto digiriendo toda aquella información, porque de repente se lanzó a pronunciar un airado e incisivo discurso sobre el hecho de que él había estado trabajando en aquel «caso» durante más de diez años, y que «usted» o «ellos» estaban pero que muy equivocados si pensaban que iban a hacerle callar. Aquello era una «extorsión», y «usted» o «ellos» tendrían que pasar por encima de su cadáver para que guardara silencio.

Y luego colgó bruscamente el teléfono.

«La muerte es una piedra preciosa, un pejesapo / un endurecimiento, con una seductora promesa de paz…», rezaba una de las anotaciones poéticas del cuaderno de Leo, perteneciente a su período de Autopsia. Esta es una historia llena de cosas extrañas, y la alusión al pejesapo es solo una de ellas.

Stene Forman había lanzado el anzuelo y Leo Morgan había picado. Este, a su vez, había lanzado otro anzuelo y Edvard Hogarth lo había rehusado. Continuando con las metáforas marinas: probablemente se tratara más de una red que de un sedal. Leo no se había limitado a morder el anzuelo; había sido atrapado en una red enorme, con innumerables ramificaciones por todos los estratos sociales, y ni siquiera lo sabía. Esto es lo que hace la anotación sobre el pejesapo tan extraña.

El pejesapo responde al nombre científico de Antennarius commersoni, y de él se dice que «tiene una protuberancia en la parte frontal que utiliza como cebo para atraer a los peces pequeños, lo que permite a este torpe y lento nadador cazar activamente aun cuando esté bien alimentado». El pejesapo, como sugiere su nombre, es un pez de terrible fealdad, tal vez el más feo de los que habitan en nuestras aguas. Se posa sobre los fondos rocosos y cenagosos, y utiliza su antena, como una prolongación de la nariz humana, para atraer a los peces pequeños y engullirlos vorazmente con su repugnante boca. Si se observa un ejemplar de Antennarius commersoni -y Leo el naturalista lo había hecho-, se puede ver ilustrada en una sola imagen toda nuestra civilización occidental de sobornos y persuasiones por todos los medios posibles. El caso Hogarth presenta bastantes similitudes con los métodos de pesca del pejesapo. Los pececillos iban picando el anzuelo, solo para caer devorados al momento entre las venenosas mandíbulas. Commersoni no solo hace pensar en comer, sino también en comercio, negocios, ventas y capital. Y la alusión no se alejaba demasiado de la realidad. De hecho, tenía que ver con dinero y chanchullos financieros.

Pero Leo Morgan no estaba aquejado por la fiebre del oro. Siempre se había distanciado de todo cuanto tuviera que ver con el dinero. Era lo único que no coleccionaba de pequeño. Su actitud consciente ante la vida estuvo siempre marcada por un estoico distanciamiento. Esta filosofía también implicaba tomar distancia de todo lo que Henry representaba. Leo nunca abrigó sueños de gloria o de riquezas, mientras que Henry se dejaba la piel y el sudor de su frente en un húmedo, pestilente e insalubre túnel bajo el Söder, con un hipotético tesoro de oro como cebo. Leo no dejaba pasar una oportunidad de fastidiar a Henry por su sueño infantil, y así es como las cosas tomaron el rumbo que tomaron.

Leo andaba en pos de la verdad, a cualquier precio. Los enigmas existían para ser resueltos, la niebla para ser disuelta, los rituales para romperse. El misterio debía ser erradicado como el oropel de la opresión. Tras cada bastidor se escondía una verdad oculta, y Leo se había topado con una de ellas. Había dedicado toda su vida a derribar bastidores, y ahora parecía haber movilizado toda la potencia de su espíritu para derrumbar los bastidores que ocultaban al viejo periodista Edvard Hogarth.

Leo se obsesionó con aquel asunto. Caviló durante mucho tiempo y finalmente escribió una carta. Escribió una carta muy hermosa, en la que explicaba quién era, por qué había contactado con él y por qué valoraba tanto la verdad. Después de todo, el concepto de verdad es una de las piedras angulares de nuestra tradición filosófica, y a Leo le resultó fácil componer una carta extensa, sustanciosa y -para un profano como Edvard Hogarth- muy instructiva sobre la verdad.

El tranvía número 12 se deslizó por el paisaje nevado a través de los barrios de Äppelviken, Smedslätten y Ålsten, hasta detenerse en la plaza Högland, donde se apeó una sombría y enjuta figura. El hombre solitario se anudó la bufanda al cuello, mientras miraba las placas con los nombres de las calles para intentar orientarse, porque no había ni un alma a la que preguntar por una dirección.

Quien se apeó en la plaza Högland no era otro que Leo Morgan, ya que su estrategia había funcionado: la carta había sido muy bien recibida. Edvard Hogarth se había ablandado finalmente y había invitado al remitente de la carta a encontrarse con él en Bromma.

La silenciosa y resguardada calle era justo como Leo la había imaginado, con jardines bien cuidados, villas finiseculares y ostentosas verjas. Sin embargo, la de la casa del señor Edvard Hogarth presentaba un aspecto decadente y decrépito, con la pintura descascarillada y un buzón en el que sin duda entraba el agua cuando llovía. La verja se abrió con un sonido lastimero y pesado, lo que llevó a pensar a Leo que no se utilizaba con mucha frecuencia. El camino de grava que conducía a la puerta de entrada tampoco había sido rastrillado desde hacía mucho tiempo. Las hojas caídas del otoño se amontonaban bajo la nieve, que ya empezaba a derretirse y dejaba a la vista un jardín en estado lamentable, con arbustos de cincoenrama, rosas y lilas, y un par de manzanos muy crecidos y descuidados. La casa era bastante grande, un edificio de ladrillo con tejado negro. Parecía abandonada, salvo por una pequeña lámpara que alumbraba en una pequeña galería de la planta superior, como una de esas luces que se mantienen encendidas todo el año para ahuyentar a los ladrones.

El visitante caminó por el sendero de grava hasta la puerta. Tocó el timbre, que emitió un zumbido átono en el interior de la casa. Esperó bastante rato, pero no oyó ningún ruido. Volvió a llamar y aguardó.

Edvard Hogarth sorprendió a su invitado apareciendo por un lateral de la casa. Le explicó que la puerta principal estaba cerrada; nunca la utilizaba porque era demasiado pesada. Leo bajó los escalones y se estrecharon la mano. Edvard Hogarth tenía el pelo canoso y un rostro lleno de arrugas, con ojos vivaces y nariz aguileña. Caminando un poco encorvado, condujo a Leo al interior de la casa a través de la cocina. Llevaba las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta de punto, del mismo tono beige que los pantalones. Una bufanda de seda le daba un toque de elegancia, casi de coquetería. Recordaba a uno de esos actores que vivían en la residencia Höstsol para artistas de edad avanzada. La vanidad estaba librando una batalla muy igualada contra la sabiduría de la vejez.

El invitado colgó su abrigo en el vestíbulo y Edvard Hogarth procedió a enseñarle la casa increíblemente fría. El combustible de la calefacción era demasiado caro, y en los países árabes se avecinaban graves crisis; era algo que el viejo Hogarth sabía desde hacía tiempo, y por ello se había acostumbrado a ser prudente y frugal en lo referente a la calefacción. La crisis del petróleo de hacía dos años, que según Hogarth había sido presentada de forma tan engañosa por nuestros medios periodísticos, no fue una verdadera «crisis», sino más bien una advertencia que debía tomarse muy en serio.

La planta baja consistía en una espaciosa estancia, con mobiliario tapizado en piel auténtica y magníficas obras de arte que colgaban de las paredes. Leo reconoció cuadros de algunos artistas muy codiciados por los coleccionistas. Hogarth le explicó que en el pasado había sido amigo de muchos pintores y había comprado algunas de sus obras antes de que se cotizaran a precios astronómicos. Su favorita era un desolado paisaje marino de Kylberg. Sobre la repisa de la chimenea había una fotografía en un marco dorado, que mostraba a una rubia y hermosa joven luciendo un traje típico de los años cuarenta con grandes hombreras. Era su esposa, fallecida de forma prematura en 1958. Desde entonces vivía solo. Prácticamente la única persona que entraba en su casa era la asistenta, que venía todos los miércoles a limpiar la casa y a encargarse de las faenas.

El estudio situado en la planta superior recordaba enormemente a los que Leo y Verner habían visto en los museos que visitaban de pequeños: lugares de trabajo de hombres prominentes, donde se fraguaban las grandes ideas y se tomaban importantes decisiones. Una enorme alfombra persa cubría el parquet y en las paredes se alineaban estanterías con archivos y dossiers de recortes de periódicos, así como una extensa biblioteca que contenía desde las obras tradicionales de lectura obligada hasta rarezas literarias escritas en los grandes idiomas universales. Estaba claro que el anciano había leído mucho. Era sorprendente que no necesitara gafas.

Hogarth se hundió en su butaca tras el imponente escritorio, vació cuidadosamente una de sus siete pipas y procedió a rellenarla de nuevo. Fumaba una mezcla especial de tabaco, que emanaba un aroma denso y dulzón muy agradable. El humo azulado remolineaba en torno a la lámpara Strindberg, y durante un buen rato no dijo ni una palabra.

Leo no sabía muy bien cómo empezar. Carecía de la calculada informalidad que utilizan los periodistas profesionales para enfocar el asunto y hacer que el entrevistado se abra. Hogarth le había hecho sentarse en un sillón y Leo se sentía como en una visita a un médico o ante un jefe, que sitúa a la gente por debajo de él para poder mirarla desde una posición elevada cuando él habla.

Edvard Hogarth señaló con la mirada un aparador empotrado en el centro de la gran librería. Un whisky no estaría nada mal para un día frío y nublado como ese. Leo obedeció, sirvió dos copas y ofreció una al viejo. Hogarth tomó un trago, fumó un poco de su pipa y examinó a su invitado de pies a cabeza. Leo encendió un cigarrillo; extrañamente, no se sentía a disgusto.

Leo había crecido, dijo Hogarth. Leo se había convertido en un hombre hecho y derecho. Dio unas caladas a la pipa y sonrió. Leo no entendía nada. ¿Qué quería decir?, se preguntó. ¿A qué se debía aquella repentina familiaridad?

Hogarth soltó una carcajada, y entonces le explicó que al recibir la carta de Leo cayó de repente en la cuenta de que se trataba del nieto del viejo Morgonstjärna, el hijo del Barón del Jazz. El viejo Morgonstjärna había sido uno de los mejores amigos de Edvard Hogarth. Este había sido incluso miembro del club MMM, Muy viajado, Muy leído, Muy mundano. Hogarth había jugado a las cartas y al billar en el piso del abuelo de Leo hasta el mismo final, cuando Morgonstjärna falleció en la primavera de 1968.

Leo seguía sin entender, y es probable que tratara de recordar a todos aquellos caballeros canosos que solían visitar a su abuelo, oliendo a puro, tabaco de pipa y whisky, pero a los que en realidad nunca había conseguido diferenciar. Todos le parecían iguales. Hogarth chasqueó la lengua y afirmó que su encuentro con Leo tenía que ser cosa del destino. Se disculpó por haberse mostrado tan desagradable la primera vez que hablaron, pero se había visto obligado a protegerse.

Resultó que Hogarth había seguido la carrera literaria de Leo a distancia, y, si bien no compartía del todo su furia desmesurada, sí que admiraba plenamente la faceta lírica y filosófica de su obra. Era importante leer literatura, incluso para un periodista. Resultaba útil para cultivar el estilo.

Pero también le había gustado la carta de Leo. A lo largo de los años había recibido muchas cartas, muchas de ellas dignas de ser donadas a la Biblioteca Real. La de Leo resistía perfectamente la comparación con la correspondencia que le habían remitido ministros, profesores y literatos que no hacían otra cosa que redactar profundas misivas a sus colegas.

Leo había decidido convertir la verdad en el objeto de sus investigaciones y su discurso, y eso era algo que Hogarth tenía en muy alta consideración. Quien no reflexiona sobre el concepto de la verdad camina por un sendero peligroso. Él también había estudiado filosofía en su juventud. Había coincidido en múltiples ocasiones con Hägerström, un hombre tan cáustico como letal, pero esa era otra historia. El concepto de verdad no se reducía a una cuestión de lenguaje o de escala de valores; tampoco se trataba de una cuestión absoluta para todas las épocas. La verdad era la lanzadera, por así decirlo, que se movía entre la ley y la praxis, entretejiendo todas esas acciones humanas en el tapiz que llamamos moral. A largo plazo, el único calificativo que podríamos aplicarnos las personas civilizadas es el de «humanistas».

Edvard Hogarth seguía con su alocución desde el asiento de su escritorio, interrumpiéndola solo para dar algunas caladas a fin de evitar que se apagara la pipa. De vez en cuando tomaba pequeños sorbos de whisky, y el alcohol parecía darle un poco más de fervor. Ya nunca salía de casa; dedicaba todos los días a su trabajo -colocó la palma de su huesuda mano sobre el manuscrito que estaba en una bandeja y que resultaba más abultado por comparación- y los días eran cada vez más cortos. Ya no tenía la misma energía de antes, aunque, a estas alturas de la vida, tampoco la necesitara demasiado. Su proyecto era un trabajo de gran envergadura, y solo le faltaban un par de meses para acabarlo. Después, la bomba explotaría.

Iba a ser su legado. Como cualquier periodista, en su carrera se había encontrado con varios casos y escándalos que, por diversas razones más oscuras o más obvias, no habían salido a la luz durante un tiempo indeterminado, en ocasiones nunca. Cierto alto cargo de la administración pública se había sentido amenazado y había obligado a encubrir el asunto. Mediante una llamada a un redactor jefe o al editor, y en virtud de su cargo oficial, amenazaba con represalias que lograban que se parasen las máquinas. Pero cualquiera que indague en busca de la verdad va recopilando informes y material que tarde o temprano pueden saltar a la palestra, y cambiar de un plumazo la imagen pública de los héroes del pasado y los dirigentes del presente. Eso era justamente lo que pretendía hacer Hogarth. Había recopilado información sobre una docena de escándalos que habían sido silenciados por parte de las altas instancias. El «caso Hansson», el padre de Verner, era uno de ellos. Había otras historias mucho más conocidas, como las de Haijby, Enbom y Wennerström, que Hogarth podría esclarecer como nunca antes se había hecho. Pero una persona no puede mostrarse timorata; ni tampoco pensar en su futuro profesional cuando lo que pretende es desenterrar viejos fantasmas y sacarlos a la luz. Edvard Hogarth ya era viejo, estaba al final de su vida. Quería despedirse haciendo mucho ruido, y por esa razón había escrito su sensacional testamento: Cincuenta años de escándalos políticos en la Suecia del Estado de derecho.

Fue la infatigable terquedad de Edvard Hogarth la que le había permitido llegar hasta el fondo de todos aquellos casos, recopilados en un manuscrito que ahora llenaba aquella bandeja hasta el borde, dando testimonio de un grado tal de coraje y autosacrificio que rozaba la locura. Que el resultado pudiera tener un desenlace fatídico era algo que ya había presentido.

Estuvieron conversando durante varias horas sobre los más diversos temas, desde el abuelo Morgonstjärna, el Barón del Jazz, el talento pianístico de Henry o la situación actual de la prensa, hasta vagas ideas filosóficas acerca del bien y el mal. El timbre del teléfono los devolvió de nuevo al presente. Edvard Hogarth, visiblemente molesto por la señal, hizo una mueca y se excusó para dirigirse a la habitación contigua. Contestó recitando su número de teléfono, y Leo notó cómo Hogarth fingía de inmediato ser una persona mucho más vieja, senil y descentrada de lo que era.

Sin pensar realmente en lo que hacía, Leo tomó de la bandeja unas cuantas páginas del manuscrito y empezó a hojearlas por encima. Leyó frases como: «… la posición oficial sueca era políticamente neutral, pero extremadamente leal desde un punto de vista económico…», «… que en los años treinta convirtió la industria bélica alemana en una de las más poderosas del mundo…», «… la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A., una de las filiales más lucrativas de la Corporación Griffel, poseía exactamente los recursos suplementarios que el Tercer Reich necesitaba adquirir…», etcétera.

Hojeó las páginas de atrás adelante y de adelante atrás, sintiéndose cada vez más confuso. Lo único que entendía era que todo aquello tenía que ver con la industria armamentística y con envíos de suministros para el Tercer Reich. No había logrado averiguar mucho más cuando oyó cómo Hogarth colgaba el auricular en la habitación de al lado. Inmediatamente devolvió las páginas a su lugar en el escritorio.

Hogarth parecía preocupado y abstraído cuando regresó. No se sentó, sino que apoyó sus brazos sobre el respaldo de la silla y miró a través de la ventana, para a continuación volver a dirigir lentamente la atención hacia su invitado.

Leo debía marcharse, dijo. Era algo muy inusual, pero Hogarth tenía que salir para acudir a una cita urgente. Se trataba de su hermana. Estaba enferma, moribunda. Una situación realmente triste, desde cualquier punto de vista. Habían pasado una tarde de lo más agradable y le encantaría volver a hablar con Leo. Podía regresar cuando quisiera.

Se despidieron de manera apresurada y el anciano, sacudiendo la cabeza y murmurando frases ininteligibles, volvió al piso de arriba. Un tanto aturdido, Leo tomó el tranvía número 12 para regresar a la ciudad. Había dejado de nevar y la grisura lo envolvía todo.

Llegó Semana Santa. Leo asombró a todos los que le conocían acompañando a su madre a la isla de Storm, en el archipiélago. No había vuelto allí en Dios sabía cuánto tiempo, y Leo odiaba viajar más que nada. Nunca había salido del país, ni siquiera había cruzado el estrecho de Åland hasta Finlandia. Había llegado incluso a decir, tanto para sí como a los demás, que no salir de Suecia se había convertido en una especie de rasgo distintivo. Y sin duda no se trataba tanto de perderse algo que pudiera suceder allí como del miedo a recobrar su sentido de la curiosidad.

Hacía mucho tiempo que Greta no experimentaba tal felicidad; era algo que saltaba a la vista con solo mirarla. Parecía diez años más joven. Elogió el saludable aspecto de Leo. Se sentía enormemente orgullosa de visitar a sus parientes en la isla de Storm en compañía de un hijo que irradiaba tanto vigor y lozanía. Él también se sentía muy feliz de estar allí. El antiguo niño prodigio recorrió las casas del lugar, preguntando a todos cómo se encontraban. Era muy probable que los isleños recordaran al pequeño y enclenque chaval con su latita de hojalata y su herbario, y se sorprendieran al ver a aquel joven alto y gallardo que parecía mayor, sombrío y autoritario, como una especie de fiscal público en un recorrido de inspección.

La población de la isla se había reducido hasta la deplorable cifra de diecisiete habitantes. Algunos de los más ancianos ya habían exhalado el último suspiro, mientras que otros se habían negado en redondo a trasladarse a una residencia para ancianos en la isla de Kolholma. Los abuelos maternos de Leo no perdían la fe en que los tiempos cambiarían, que la gente volvería y que el tiempo finalmente les daría la razón. Así había sucedido siempre. Se haría justicia. La tierra de Storm había demostrado ser suficientemente buena en el pasado para proveer a cientos de personas, y ahora no tenía por qué ser diferente.

En cuanto a Leo Morgan, algo sucedió en su interior durante aquella Semana Santa en la isla de Storm. Totalmente sereno y acicalado, recorrió la isla de su infancia sin sentir los escalofríos, la angustia y los espasmos de las febriles alucinaciones ocasionados por la visión del acordeón rojo sobre una roca de la playa, desinflado y silencioso, inerte para siempre. Visitó las cuevas rocosas en cuyas paredes había grabado con objetos puntiagudos runas como en la edad de piedra; recorrió los prados algo cenagosos donde en verano crecía la campana de la tormenta en toda su majestuosa altura; echó un vistazo al cobertizo donde seguía el Arca, con sus cuadernas desnudas cubiertas de telarañas desde la quilla, igual que había estado durante los últimos quince años: todo permanecía estancado, toda actividad humana parecía detenida, en un impasse. Pero las flores seguían creciendo y el mar continuaba rugiendo como si nada hubiera pasado, como si solo se tratara de un sueño hermoso que lo anula todo, un paréntesis nocturno que pronto caería en el olvido.

Según una fuente fiable, Leo continuaba trabajando en el borrador de Autopsia, que iba recopilando en su cuaderno negro. Uno de sus fragmentos resulta especialmente interesante, ya que trata del «retorno» y sin duda hace referencia a su propio retorno a la infancia. Dice así: «El pescador regresa, fascinado por el inmenso mar, / como sucede siempre la primera vez /… una nueva especie se arrastra hacia la roca / y se agarra, para siempre volver a comenzar…». El pejesapo, el origen de la vida, el pescador… tal vez todas esas metáforas marinas surgieron durante su visita a la isla de Storm. Resulta bastante plausible, ya que gran parte del borrador parece escrito con el mismo bolígrafo, con el mismo tipo de caligrafía uniforme y hermosa, como en un sereno arrebato lírico.

En cualquier caso, el Leo Morgan que regresó a la calle Horn justo después de la Semana Santa de 1975 era un hombre relajado, inspirado y, en muchos sentidos de la palabra, equilibrado. El deseo había retornado a su cuerpo: el deseo de escribir, el deseo de reproducirse, como si hubiera estado en un buen balneario.

Por iniciativa propia se vio con Eva Eld unas cuantas veces. Ella, la joven candorosa e ingenua de esta película, se había convertido con el tiempo en una rubicunda y sensata maestra de escuela, con una programación de actividades muy restringida en la que el erotismo también tenía un espacio limitado. Sin embargo, no era tan limitado como para que no cupiera en él su viejo amante Leo, del que, según informes posteriores, afirmaría que nunca había estado en tan buena forma como en aquella época.

Pero aquello no duraría mucho. El cruel destino iba a llamar a su puerta, en medio de la noche, para que se descarriara y se perdiera en un absoluto mutismo.

El timbre de la puerta sonó en plena madrugada. Leo no sabía cuántas veces habría sonado antes de despertarse. Todo resultaba muy confuso. Sintiéndose bastante aturdido, se dirigió al recibidor para contestar al furioso timbrazo. Se encontraba solo en su sección de dos habitaciones del apartamento. Henry estaba fuera, en medio de un rodaje en Skåne.

Al llegar a la puerta acristalada, a través de la cual se veía la borrosa silueta de un hombre con gabardina y sombrero, preguntó quién era y qué quería. Edvard Hogarth masculló su nombre con enojo, y Leo abrió la puerta. El anciano entró; tenía un aspecto demacrado y cansado. Dejó su portafolios sobre una silla en el recibidor y dijo que no tenía intención de pedir excusas, que se trataba de algo urgente y que sería breve.

Después de ponerse algo de ropa y constatar que eran las cuatro de la madrugada, Leo regresó con su huésped y le dijo que se sentara, pero este declinó el ofrecimiento. Edvard Hogarth deambuló por el gran apartamento, a través de los salones y los corredores, y se asomó a la sala de billar, que en un pasado sirviera de dormitorio a la abuela paterna de Leo. Por un instante, pareció que hubiera olvidado el motivo de su visita. Con el pelo de punta y revuelto, Leo seguía al hombre sin entender absolutamente nada. Hogarth murmuraba y mascullaba viejos recuerdos, y Leo empezó a sospechar que el viejo sufría demencia.

Hacía frío en el piso, y Leo se estaba helando. Aún conservaba el calor de la cama en el cuerpo, pero debía reconocer que se había despertado en él una curiosidad que le producía escalofríos. El anciano regresó por fin al recibidor, donde había dejado su portafolios.

Dijo que había un taxi esperándolo abajo, así que sería breve. Luego abrió el portafolios y rebuscó entre una maraña de documentos y dossiers, sin cesar de quejarse del completo desorden en que estaba todo, hasta encontrar un fajo de papeles atado con una goma elástica. Aquello era para Leo; el anciano quería que conservara aquellos papeles hasta nueva orden. Leo debía leer aquellos informes, que contenían información importante. Tal vez le ayudaran en sus pesquisas. Algo iba a suceder. Aunque no podía decir de qué podría tratarse. Quizá no fueran más que alucinaciones o invenciones de su imaginación. Los viejos solían alarmarse sin necesidad.

Edvard Hogarth soltó una risa que tenía cierto matiz demencial y todo lo que Leo logró hacer fue aceptar aquel fajo de papeles con un asentimiento de cabeza, incapaz de pronunciar palabra alguna. Leo simplemente asintió y escuchó, y después se estrecharon las manos. En aquel apretón de manos hubo algo enigmático. Estaba lleno de solemnidad y tal vez se prolongó un segundo más de la cuenta, un insignificante y exiguo segundo que aun así duró demasiado, como si el anciano se estuviera despidiendo de alguien que se marchara por largo tiempo.

Finalmente, Hogarth le dijo que confiaba en Leo. Era la primera vez en mucho, mucho tiempo que Leo escuchaba decir a alguien que confiaba en él. Luego Edvard Hogarth desapareció por la puerta, camino del taxi que lo esperaba abajo en la calle Horn.

El mismo maître de la vez anterior le indicó a Leo Morgan la misma mesa ubicada en un lugar discreto del restaurante Salzers. En esta ocasión Stene Forman ya había llenado casi hasta arriba un cenicero mientras esperaba ansiosamente. Incapaz de ocultar su excitación, desplazó hacia atrás una silla con el pie, extendió su untuosa mano y se inclinó con aire conspiratorio sobre la mesa. Leo había hecho un buen trabajo. Era todo un placer para él invitarlo de nuevo a comer.

Mientras degustaban un contundente almuerzo regado con vino, café y copa, un Leo tranquilo, tal vez exageradamente tranquilo, narró todo lo ocurrido. Se repetía y luego añadía cosas que había olvidado, volvía a recuperar el hilo narrativo y así llegó a aquella extraña noche, justo después de Semana Santa, cuando Edvard Hogarth le entregó aquel fajo de papeles como si se tratara de un dossier altamente confidencial en una mala película de espías.

Stene dijo que aquello era muy típico de Hogarth. El viejo no era ningún don nadie, y tenía reputación de ser un poco excéntrico, por así decirlo. Si se trataba de una vulgar manía persecutoria, o de una imaginación desmesurada, o de lo que fuera, nadie podía saberlo a ciencia cierta. Edvard Hogarth se dedicaba «a lo suyo», lo cual podía confundir un poco a cualquier interlocutor, pero no se podía hacer nada al respecto.

A estas alturas sería preciso dar ya algunas pistas sobre a quién concernía todo aquel asunto. El dossier recibido por Leo Morgan aquella noche, con algunas páginas mecanografiadas y otras a mano, consistía en una serie de documentos seleccionados a toda prisa por el propio Edvard Hogarth que no ofrecían mucho más que algunas claves sobre la línea general de su gran obra.

El caso Hogarth, como sería más tarde conocido en los círculos iniciados, se remontaba muy atrás en el tiempo. Zeverin & Co., una empresa que desempeña un papel central en esta trama, se convirtió en la década de los veinte en la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A. La firma se trasladó a una nueva planta, muy moderna para la época, en el puerto de Hammarby, cerca del muelle de Sickla. Hogarth se recreaba largamente en la descripción del presidente Hermann Zeverin, en su trayectoria profesional y en la situación de la industria sueca de maquinaria de precisión en esa época. Sería prolijo y tedioso reflejar aquí todo el material minuciosamente recopilado por Hogarth, un trabajo que le había llevado varios años y que estaba trufado de pormenores y estadísticas.

En cualquier caso, durante los años treinta la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A. parecía obtener unos resultados inusualmente lucrativos para una empresa de su tipo y de su época. Mientras que muchas factorías en todo el mundo sufrían graves crisis y se hundían como barcos encallados, Zeverin contrataba a nuevos empleados y crecía a un ritmo tranquilo y continuado. El mercado de trabajo estaba en una situación tal que los empresarios podían elegir a sus anchas entre un ejército de profesionales muy competentes y con gran experiencia. Algo que puede parecer un tanto curioso, pero que obedecía a una estrategia fríamente calculada, era el especial sistema de entrevista de trabajo utilizado por la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A.: un cuestionario que debía ser rellenado por los aspirantes. Se trataba de un formulario muy elaborado que obligaba a dar respuestas que revelaban desde el número de calzado y el estado civil del solicitante hasta su afiliación a sindicatos y sus opiniones sobre la situación política mundial, si es que las tenían.

A finales de los años treinta, la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A., ubicada en el puerto de Hammarby, cerca del muelle de Sickla, tenía una plantilla de cien empleados, así como una veintena de oficinistas bajo el mando directo de la administración. Durante la última década la producción había aumentado y se había diversificado notablemente. Se fabricaban desde componentes de maquinaria -además de máquinas completas para fines específicos- hasta pequeñas piezas de acero inoxidable para utensilios de cocina. La compañía tenía clientes en toda Escandinavia, principalmente grandes talleres a los que suministraba mecanismos de precisión que requerían mucho tiempo de trabajo.

La pequeña empresa experimentó un gran crecimiento con el estallido de la segunda guerra mundial. Resulta significativo que los trabajadores de la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A. recibieran salarios muchísimo más elevados que los empleados de, por ejemplo, las grandes factorías de reciente implantación en Hammarby como Hermanos Hedlunds o General Motors.

Aquí Hogarth intercala una exhaustiva estimación de costes que demuestra que el traslado de la compañía al puerto de Hammarby fue posible gracias a generosos préstamos bancarios obtenidos a cambio de diversas contraprestaciones. Al mismo tiempo, y tal vez por esa misma razón, se llevó a cabo otra transacción que requeriría toda una disertación académica para ser explicada con propiedad. En cualquier caso, el quid de la cuestión es que, en una brillante maniobra, la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A. se asoció con la ya vasta Corporación Griffel. Esta asociación, que aún sigue vigente, no tuvo carácter oficial, y a Hogarth le llevó al menos cuatro meses de obcecada investigación, como menciona en un apunte de carácter personal, encontrar las pruebas que apoyaran su teoría. La verificación se encontraba enterrada bajo kilos de polvo de archivo, «ofuscación» histórica y renuencia funcionarial. No resultaba nada sorprendente -al contrario, era de esperar-, ya que este hecho revela que la gran actividad de Zeverin durante la segunda guerra mundial no obedeció a ninguna infortunada coincidencia, o a una consecuencia impredecible de la avaricia de algunos capitalistas sin escrúpulos. Se trataba de un negocio frío y calculado, que respondía por completo a las directrices del gran consorcio, y por esa razón el asunto sigue teniendo consecuencias a día de hoy, cuando la Corporación Griffel ha adquirido las dimensiones de un imperio que toda administración gubernamental debe tomar en consideración.

El traslado desde el pequeño taller cerca de Norrtull hasta las enormes instalaciones del muelle de Sickla en el puerto de Hammarby se realizó con mucha pompa y ostentación. La fábrica fue inaugurada por el ministro de Finanzas del entrante gobierno de coalición, y el presidente Hermann Zeverin pronunció un largo discurso en el que daba las gracias y elogiaba a sus diligentes empleados. Los casi ciento veinte empleados aplaudieron y luego fueron invitados a tomar café y bollos.

Las gigantescas factorías de Hermanos Hedlund, General Motors, Luma y Osram dejaron caer sus sombras sobre los, en comparación, modestos locales de Zeverin. Sin embargo, todo es relativo. Por su parte, la bota alemana dejó caer su sombra amenazante sobre todas ellas, aunque el peligro fue solo mencionado de pasada por los oradores. «Estamos viviendo tiempos inquietantes -dijo el ministro entrante, e incluso se atrevió a mencionar las profundas huellas que había dejado la bancarrota del financiero Kreuger-, pero debemos dar gracias a que las cosas nos vayan como nos van.» El presidente Zeverin habló en términos elogiosos de los contratos de trabajo AK -empleos comunitarios para personas que recibían ayuda social- y de su efecto beneficioso para la industria sueca. No sin cierta satisfacción, el presidente destacó la posición preeminente de su empresa, lo que arrancó los aplausos de los aduladores oficinistas.

Cierto espíritu de fraternidad, confianza mutua y lealtad presidió la fiesta de inauguración al más puro estilo de los años treinta. El fabricante también dejó entrever que iba a haber cambios en algunos aspectos de la producción, para lo cual se organizarían cursos de capacitación. Pronto se destacarían algunos empleados, de eso podían estar seguros. Resultaba fácil leer entre líneas: algunos trabajadores cuidadosamente seleccionados, cooperadores y serviles, serían los elegidos.

Es aquí donde Tore Hansson entra en escena. Tore Hansson, el padre de Verner, solo se mencionaba de pasada en el informe, lo cual lo hacía todo aún más irritante. Tore Hansson tenía que desaparecer.

En la copia que le había pasado a Leo, Hogarth había subrayado el nombre de Tore Hansson cada vez que aparecía. Pero la presión del tiempo le había obligado a concluir apresuradamente su trabajo. La intención, si es que existía alguna, tal vez fuera orientar a Leo en la pista correcta. Pero el único efecto que había producido era irritación.

Stene Forman apenas podía contener su excitación. Durante este segundo almuerzo en Salzers había conseguido llenar el cenicero hasta el borde y las gotas de sudor resbalaban por su frente. Leo había hecho un buen trabajo, aunque tan solo hubiera recibido un montón de papeles con información muy incompleta.

Pero aquello no era más que el principio, según Forman, y su ánimo se iba enardeciendo más y más conforme lanzaba ideas sobre cómo empezar a investigar todo aquel asunto. La Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A. todavía tenía su sede en el muelle de Sickla, y la Corporación Griffel seguía siendo uno de los mayores consorcios del país. Allí había mucho que escudriñar: condiciones de propiedad, clientes, transacciones internacionales y así sucesivamente. En todo aquel entresijo encontrarían a Tore Hansson, de eso no cabía duda. Debía ser un trabajo hecho con gran meticulosidad, sin dejar nada al azar, en palabras de Forman, quien se reía casi del mismo modo que en épocas anteriores. El maître parecía preocupado y les dejó la cuenta.

Leo no podía comprender el desmedido entusiasmo de Stene. Lo único que había hecho era relatar una historia fragmentada que acababa con un gran interrogante.

Una persona normal estaría seguramente muerta de curiosidad tras haber llegado a este estadio de la intriga, del mismo modo en que Stene Forman lo estaba por algo que a simple vista parecía curiosidad pero que más adelante se revelaría como codicia. Mas no así Leo Morgan. Debía admitir que sentía un desasosegante cosquilleo en el cuerpo, pero no era suficiente para calificarlo de curiosidad. Como se mencionó anteriormente, había escrito un breve tratado al respecto llamado Curiosidad, inquisitividad y conocimiento. Quien no se espantara ante aquel académico e insípido título -qué lejos estaba de sus brillantes y sublimes títulos de los sesenta: Herbario, Vacas santurronas y Escalada de fachadas y otros hobbies-, podría disfrutar de una excitante, instructiva y entretenida disertación sobre la curiosidad, que, desde la perspectiva de su autor, era uno de los peores vicios del ser humano.

El tratado acaba con una argumentación epistemológica que naturalmente escapa a mi capacidad de comprensión. No obstante, por lo que puedo captar, Leo rechaza el tipo de deducción en que la verdad se convierte en el manifiesto intuitivo de la tesis; el ser humano no puede adivinar o suponer nada, sino solo examinar cada cosa por separado, elaborar categorías y conceptos, y someterlos una y otra vez a examen.

Para un filósofo avezado esto no serían más que perogrulladas, por no decir banalidades, pero en conjunto adquieren un halo de comicidad por el hecho de que Leo Morgan confronta continuamente esas afirmaciones y teorías con nuestra existencia humana cotidiana en este planeta, a fin de demostrar que el cotilleo y la lectura de revistas no nos hacen ni más sabios ni vuelven nuestras mentes más agudas e inquisitivas; al contrario, lo que buscamos es una perpetua confirmación y en absoluto la sorpresa. La salida a esta lamentable situación -y aquí el autor se torna de repente pragmático y didáctico- pasa por un sentido de la serenidad estoico y elevado. Los cotilleos que nacen de la curiosidad son un vicio; la serenidad que produce la indiferencia es una cualidad. Es muy probable que él no quisiera decir esto, pero así lo interpreto yo. Nunca encontré el momento de preguntárselo, pero de algo estoy seguro: el autor de Curiosidad, inquisitividad y conocimiento debía menospreciar, cuando no despreciar, a uno de los más célebres e inveterados chismosos de todo Estocolmo: Henry Morgan, su propio hermano.

Curiosidad, inquisitividad y conocimiento fue publicado como un pequeño folleto por una editorial especializada en filosofía, y resulta prácticamente inencontrable, ni siquiera en librerías de viejo. Me atrevería a afirmar que esta fue la última obra publicada por Leo Morgan.

Conviene tener muy en cuenta este paréntesis que Leo hace en su obra para adentrarse en el terreno de la filosofía. Uno de los médicos del hospital de Långbro hace referencia a los estudios y los trabajos filosóficos de su paciente a fin de establecer una conexión entre el estoicismo como virtud y la catatonia como diagnosis. Nuevos hallazgos en el campo de la psiquiatría aseguran que los síntomas de una enfermedad pueden entenderse muchas veces como mera prolongación del comportamiento de un individuo totalmente «sano». Es natural que a los niños les asuste atravesar una gran plaza desierta, estar en un ascensor lleno de gente, quedarse encerrados en un armario o toparse con una serpiente entre la hierba. Pero, en los adultos, esos miedos y fantasías se manifiestan en forma de fobias: enfermedades que reciben el nombre de agarofobia, claustrofobia y herpetofobia.

Uno de los doctores afirmó que ese era el caso de Leo Morgan. Su pasividad y resignación totales se correspondían plenamente con sus conclusiones filosóficas, desarrolladas desde un punto de vista puramente intelectual. Sus teorías se habían anclado en la praxis.

De forma involuntaria acuden a mi mente los grabados de cobre que cuelgan sobre este escritorio, aquí en la biblioteca. Representan a algunos de los escritores más importantes de la literatura, como Dante, Cervantes, Rabelais, Shakespeare y otros, entre ellos el poeta español renacentista López y Ortega. Su obra Fernando Curioso ha sido calificada como el Hamlet español. Su magnífico monólogo final, justo antes de que las puertas del monasterio se cierren detrás del héroe, concluye con esta autoirónica observación:

El loco del poemano es una invención;es, en su mayor parte,mera prolongación.

Teniendo en cuenta que esto fue escrito por un antiguo conquistador, ciego y sifilítico, hace más de cuatrocientos años, los arrogantes y sobrevalorados médicos de nuestros días deberían ser contemplados bajo una luz más objetiva.

Lo que más ansiaba Leo Morgan era continuar trabajando en Autopsia. La revista Bonniers Literary Magazine había enviado una carta a un selecto grupo de poetas con la pregunta: «Mediados ya los setenta… ¿qué ha sucedido hasta ahora?». Se pedía una respuesta por escrito, y Leo estaba encantado de haber sido incluido entre los grandes pesos pesados de la lírica. Pero la respuesta de Leo Morgan nunca les llegaría.

Stene Forman estaba que se subía por las paredes, siempre off the record, como solían decir en la Casa Blanca. ¡Joder!, gritaba por teléfono. Leo tenía que mover el culo de una vez. Tenía que escribir cartas, juiciosas y respetuosas misivas, para espolear al viejo a punta de correspondencia. Y, si eso no diera resultado, presentarse en su casa, patear la puerta y preguntarle a qué diablos estaba jugando. Cómo tenía la desfachatez de hacer cosas como aquella, aterrorizar a medianoche a ciudadanos honrados para luego simplemente desaparecer. No, maldita sea, según Forman había que llegar hasta el fondo de todo aquello. Verner Hansson conseguiría justicia, Stene una gran tirada y Leo una buena cantidad de dinero.

Pero Hogarth estaba en paradero desconocido y nadie respondía a las llamadas de Leo. Para entonces estaba dispuesto a desentenderse de todo -no tenía motivo alguno para guardarle lealtad ni a Stene ni a Verner-, pero había algo en aquel asunto que no podía apartar de su mente. Hogarth tenía algo especial. Le había estrechado la mano de una forma muy extraña, como si Leo hubiera sido infectado o elegido.

Así que Leo siguió las indicaciones de Stene: escribió al anciano un par de cartas juiciosas y serviles, esperó una respuesta que nunca llegó y entonces decidió hacerle una nueva visita. Lo mejor era llegar al fondo del asunto de una vez por todas.

Era un día muy soleado de principios de abril. El tranvía 12 realizó su recorrido normal y Leo se apeó en la plaza Högland. La calle parecía aún más muerta que la vez anterior. Salía humo de unas pocas chimeneas y se oía el lastimero ladrido de un poodle procedente del patio trasero de alguna casa; por lo demás, todo estaba desierto. La nieve ya se había derretido totalmente en el jardín de Hogarth y el panorama que quedaba a la vista no resultaba muy grato para alguien que antaño había sido botánico. El jardín se encontraba en un estado deplorable, y la verja chirrió con un sonido quejumbroso.

Leo echó un vistazo a la casa. La lámpara de trabajo del piso superior estaba encendida como de costumbre. El timbre resonó en el interior de la casa, pero no sucedió nada. Todo parecía muerto allí dentro. Leo volvió a llamar y luego rodeó la vivienda en dirección a la puerta de la cocina. Silencio total. Leo miró a través de una ventana de la pequeña galería cerrada y contempló el interior frío y desolado. En el amplio salón podían verse perfectamente el mobiliario tapizado en piel y las valiosas obras de arte… un botín atractivo para ladrones cultivados.

Leo desistió. No tenía ningún sentido permanecer allí tocando el timbre. Solo conseguiría llamar la atención de los vecinos, que empezarían a preguntarse quién era. Aunque, por otro lado, no parecía que hubiera muchos vecinos curiosos; la calle se veía muerta. Pero aun así desistió, totalmente decidido a marcharse a su casa y telefonear a Forman para decirle en términos nada equívocos que podía coger su caso Hogarth e irse al infierno.

Leo se dirigió hacia la plaza Högland para coger el 12 de vuelta al centro, pero a mitad de camino cayó en la cuenta de un detalle: podía echar un vistazo al buzón del correo. Desanduvo sus pasos hasta llegar a la desvencijada y chirriante verja donde se hallaba el buzón. Efectivamente, en su interior había folletos publicitarios y los periódicos empapados de los últimos cuatro días, así como las cartas de Leo, tan humedecidas que parecían a punto de desintegrarse.

Miró a su alrededor y no vio a nadie, así que se guardó las cartas en el bolsillo y volvió a encaminarse hacia la parada del tranvía. No iba a preocuparse más de todo aquel asunto… o eso es lo que pensaba.

De hecho, fue Henry quien comenzó a preocuparse por lo acontecido, algo de lo que más tarde se arrepentiría. Había estado en el sur, en Skåne, filmando una película. Su trabajo más importante hasta la fecha. Se trataba de un papel de verdad, con varias líneas de diálogo. Regresó a casa en abril, enormemente satisfecho de su actuación.

Al llegar Henry se encontró a un Leo cariacontecido, preocupado y anormalmente inquieto. Dado lo inusual de las circunstancias, Leo no pudo resistirse a explicarle a su hermano toda la historia, comenzando por lo que había contado Verner sobre su padre desaparecido, pasando por la inminente bancarrota de Stene Forman, y concluyendo con lo acontecido con el viejo Edvard Hogarth, allá en Bromma. Henry afirmó acordarse de Hogarth del club MMM. Su descripción del anciano fue la de «un hombre con dos piernas, dos brazos y una cabeza entre los hombros». Para tener la fiesta en paz, Leo le dijo que se trataba del mismo.

Pero, maldita sea, Henry pensaba que estaba muy claro que Leo debía intervenir y ayudar al anciano. Después de todo, descendían de una estirpe a la que no podían defraudar. El viejo Morgostjärna nunca se hubiera amilanado. Leo tenía que asegurarse de que a Hogarth no le había ocurrido nada malo. Además, si el resultado final era que Verner Hansson se convertía en alguien más sensato y Leo recibía un buen dinerito, ¿dónde estaba el problema?, concluyó Henry silbando entre dientes. Leo no podía quedarse allí sentado, barruntando; debía convertirse en detective y dedicarse a husmear. Henry sabía exactamente cómo funcionaba aquello: después de todo, él mismo había sido agente secreto en Berlín. Todo era cuestión de simular y no dejar entrever tu juego en ningún caso. ¡Dios! Henry no podía evitar sentir una mezcla de envidia y orgullo. Nunca se habría esperado algo así de Leo. De una u otra manera, el pequeño niño prodigio podría acabar convirtiéndose en un héroe.

Sin ninguna sensación de estar realizando algo heroico, Leo se encontró una vez más sentado en el tranvía número 12. No sentía ningún deseo de convertirse en héroe, pero sí de alcanzar la suficiente tranquilidad de ánimo para continuar escribiendo su suite poética Autopsia, tarea que resultaría imposible mientras toda aquella disparatada historia siguiera dando vueltas en su cabeza. Tal como se vio forzado a confesarse, era como si hubiera sido infectado; había sido elegido para algo, aunque no sabía el qué.

Así pues, el tranvía número 12 siguió su ruta, la plaza Högland continuaba suspirando bajo su pesado manto de silencio y Leo se encaminó en busca de su objetivo. Avanzó a paso rápido, sintiéndose un poco excitado, hacia la casa de Hogarth. La pequeña calle no solo estaba silenciosa y desierta, sino también oscura y lúgubre a última hora de la tarde. Pero Leo no podía permitirse asustarse, aunque hubiera bastantes razones para ello. Traspasó la chirriante y obstinada verja, avanzó por el crujiente camino de gravilla y pulsó con insistencia el timbre. La señal resonaba estridente más allá del vestíbulo, pero sin ningún resultado.

La lámpara del piso de arriba permanecía encendida, pero por lo demás la casa parecía igual de desolada que antes. Sin cuestionarse si actuaba de forma correcta o incorrecta, el visitante se dirigió hacia la entrada de la cocina y giró el pomo de la puerta. Estaba cerrada. Examinó el pomo, la cerradura y las bisagras. Era una puerta vieja de madera de pino con una cerradura bastante sencilla, una nimiedad para un experto cerrajero que en su día abriera las puertas de tantos desvanes.

Y así fue. La cerradura cedió mediante una fina pieza de metal que encontró en el cubo de la basura. Seguía actuando sin pensar en ningún momento en lo que estaba haciendo. Se sentía muy agitado y respiraba profundamente, casi jadeante. Sus manos temblaban por el nerviosismo. Era probable que supiera que, al primer momento de vacilación, tomaría de nuevo el 12 y volvería a casa. Ese tipo de acciones requieren coraje, y el coraje a menudo presenta rasgos de estupidez, audacia o, como mínimo, temeridad. La posibilidad de que el anciano estuviera sentado allá arriba como si no pasara nada, o acostado en la cama creyendo que Leo era un vulgar ladrón, resultaba terriblemente embarazosa. Incluso podría dispararle en defensa propia. Pero Leo no podía pensar en eso ahora. No podía pensar en nada.

El interior de la casa estaba totalmente a oscuras, pero Leo no se atrevía a encender ninguna luz. Entró sigilosamente en la amplia sala con el mobiliario de piel y las valiosas obras de arte. Solo oía su respiración agitada y los latidos de su corazón. Para romper el silencio y su terror, gritó: «¡Hola! ¡Hola!».

Ninguna respuesta, ninguna reacción. Se dirigió hacia la escalera que conducía al piso de arriba y subió con sigilo los escalones, agarrándose al pasamanos. Una cosa había aprendido ya: nunca sería un buen ladrón; aquello era demasiado para sus nervios.

Por fin vislumbró la luz de la lámpara en el escritorio de arriba. La luz proyectaba largas sombras sobre la escalera, y Leo volvió a llamar. Ninguna respuesta. No había nadie en la casa. El parquet crujía bajo sus pies mientras revisaba todas las estancias de la segunda planta: los tres dormitorios, vacíos, agradables y muy limpios; y el estudio, con los archivos, los libros y el escritorio. Todo estaba muy ordenado, y Leo se sintió un poco decepcionado. No sabía realmente qué había esperado o confiado en encontrar, si un cadáver o a un Hogarth vivito y coleando.

La luz mortecina del anochecer cayó sobre el escritorio y la lámpara Strindberg resplandeció con su luminosidad amarillenta. Leo se dirigió hacia la mesa donde se alineaban las siete pipas, una para cada día de la semana, junto a la bandeja del manuscrito. La vieja máquina Remington, la lata de tabaco y el estuche de los lápices estaban en el mismo lugar en que recordaba haberlos visto en su primera visita.

Sin embargo, había algo distinto: el manuscrito sobre la bandeja. Leo se inclinó sobre el escritorio y tomó dos folios de la delgada pila de hojas, que parecían distintas. Leyó fragmentos como: «Sin poder contener su excitación, Charlie le bajó la falda y halló lo que buscaba: un valle húmedo en el cual saciar sus deseos…», o «… tras acostarse juntos por primera vez, él encendió un cigarrillo y le preguntó su nombre…».

La bandeja estaba llena con las páginas de una novela pornográfica barata, un serial por entregas propio de la publicación más sórdida. Fue en ese momento cuando Leo se sintió realmente conmocionado. En un arrebato de ira, comenzó a rebuscar entre los papeles del escritorio, en las estanterías, en los archivos y allá donde hubiera papeles. Las carpetas de los archivadores etiquetadas con cifras estaban vacías o contenían copias sin ningún interés de diferentes instancias de la administración pública. Las pilas de papeles que llenaban las estanterías, lo que fueran los archivos intelectuales de Hogarth, no eran otra cosa que propuestas estatales sobre estudios referentes a atención sanitaria.

Leo estaba completamente empapado en sudor y resollaba con fuerza cuando, de pronto, creyó oír ruidos procedentes de la planta baja. Contuvo el aliento y permaneció inmóvil durante unos segundos interminables, mientras la sangre parecía gritar y rugir en su cabeza y el mundo a su alrededor permanecía en suspenso. Durante un breve y confuso instante, todo se volvió blanco y su cuerpo perdió las fuerzas, como si lo hubiera alcanzado un rayo. Sus piernas flaquearon cuando ya bajaba las escaleras y, como a cámara lenta, extendió los brazos para protegerse en su caída. Tendido en el suelo de la planta baja, trató de escuchar, pero no oyó nada.

Varios minutos después estaba en la estación de la plaza Högland, esperando impaciente el tranvía 12.

El buen samaritano que una vez llamara a la casa del periodista Edvard Hogarth deambulaba ahora perdido en un páramo. Ya no se trataba de la salud mental de Verner Hansson, de las cifras de tirada de Stene Forman o de la supuesta compasión de Henry Morgan hacia los antiguos miembros del club MMM: lo que ahora estaba en juego era simple y llanamente el propio bienestar de Leo Morgan. Necesitaba tener una prueba fehaciente de lo que habían experimentado sus sentidos, quería retornar a la realidad anterior a aquel «caso» que lo había arrastrado a una especie de nebuloso paisaje onírico que no sentía como propio. Leo siempre había buscado pruebas tangibles de sus vivencias, como si a menudo tuviera razones para dudar de ellas. Probablemente todo lo que escribía se basara en esa falta de contacto con la vida real. Había sido un outsider desde que tenía uso de razón, y solo cuando escribía se sentía completamente real, un participante en lugar de un observador.

En contra de su voluntad, se había visto envuelto en una historia en la que no faltaban elementos de irrealidad. Un hilo conductor que partía del desaparecido padre de Verner Hansson, pasaba por el abuelo paterno de Leo y por Edvard Hogarth, hasta llegar a Stene Forman y a él mismo. Ya fuera capricho del destino o como quisiera llamarse, lo cierto es que todo aquello tenía completamente desquiciado a Leo. Se encontraba en un continuo estado de shock.

Leo debía de tener el aspecto de un sonámbulo desorientado o un zombi drogado cuando entró en el restaurante Salzers para comer de nuevo con Stene Forman y contarle las últimas noticias off the record, como solían decir en la Casa Blanca.

Stene Forman no pareció nada sorprendido ante el giro que habían tomado los acontecimientos. Daba largas caladas a sus cigarrillos, carraspeaba de vez en cuando y hacía breves anotaciones en un bloc mientras Leo trataba de recordar todos los detalles, olores y sonidos. Forman había cavilado largamente sobre el asunto, y aseguró haber llegado a algunas conclusiones. Lo que pudiera haberle ocurrido a Hogarth podía esperar. El anciano era un zorro astuto; sin duda aparecería tarde o temprano. Lo más probable es que se hubiera ocultado en algún lugar seguro, simple y llanamente, y hubiera eliminado cualquier indicio que permitiera seguir su rastro. Hogarth se habría visto forzado a tomar algunas precacuciones, según la hipótesis de Forman. Pero Leo no tenía ninguna idea al respecto. Se limitó a permanecer sentado en estado de aturdimiento, hojeando los documentos sobre la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A. -su única prueba de haber mantenido algún tipo de contacto con el antiguo miembro del club MMM-, y parecía totalmente ausente. En los últimos días había dormido muy mal.

Pero Forman no era ningún botarate. Se le había ocurrido una nueva idea y se reprochaba no haber pensado en ello antes. No dudó en calificarla como golpe de genialidad.

Había una vía de investigación por la que aún no habían transitado: la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A.

Aquella conversación en Salzers tuvo lugar una semana antes de que se descubriera una muerte que convertiría definitivamente aquella historia en un verdadero affaire, en el sentido clásico de la palabra.

Pero mi propia labor de investigación, que era como buscar las piezas de una bomba desactivada hacía mucho tiempo, requiere algunos comentarios previos en torno a la Compañía Zeverin S. A.

Debió de ser hacia el 20 de abril de 1975, en una fría y nublada tarde, cuando Leo Morgan tomó el autobús en Slussen con dirección a Skanstull y se bajó en el puerto de Hammarby, una sucia zona industrial de asfalto, ladrillo y ceniza, que muy probablemente aquel día se le antojara más desoladora que nunca. Leo se sentía cansado y febril. No había dormido bien ni una sola noche en las dos últimas semanas. Había tomado somníferos que solo le permitieron conciliar el sueño apenas un par de horas por las mañanas, cuando las pesadillas eran peores. Se sentía completamente inmerso en aquella historia que cada vez adquiría más tintes de tragedia clásica, abocada sin remedio a un desenlace funesto. Cada paso que daba era por su propia voluntad, pero aun así se sentía absolutamente forzado a darlo para no encaminarse hacia una vida de incertidumbre total. Podría haber salido de escena y retirarse hacía tiempo, pero si lo hubiera hecho se habría sentido un miedica, un cobarde y un pelele ignorante. Henry nunca se lo hubiera perdonado. No pararía de incordiarle con aquel maldito asunto del honor y el orgullo, que exigía su tributo a quien se considerase un hombre de verdad; aquello era, de hecho, lo que convertía al muchacho en hombre. Palabras realmente extrañas viniendo de Henry: el eterno desertor, cobarde y perdedor.

El propio Leo confesaba no poseer ni un ápice de orgullo, pero aun así se sentía atraído hacia la verdad como la polilla hacia la luz. Tenía sed de verdad como el nómada que busca el agua en el desierto, aunque todo aquello no fuera más que un voraz fuego devorador o un oasis pútrido y venenoso.

Sea como fuere, Stene Forman había dado instrucciones a Leo de acudir directamente al origen del asunto. El redactor jefe de Blixt había pensado en todo y, con falsos pretextos, había llamado a la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A. para averiguar si había algún empleado que llevara trabajando en la empresa más de treinta años. Un expeditivo y servicial jefe de personal le informó con aire complacido de que un tal Berka, que aparecía en nómina como Bertil Fredriksson pero al que todos conocían por aquel apodo, llevaba trabajando en sus talleres todo ese tiempo, desde que la compañía se trasladó al muelle de Sickla. No había ninguna duda: Leo debía dirigirse al puerto de Hammarby para averiguar todo lo que el tal Berka pudiera saber sobre Tore Hansson.

Así que hacia allí se encaminó el enfebrecido Leo Morgan, dejando atrás las instalaciones de General Motors, Hermanos Hedlund -que en la actualidad pertenecía a la Corporación Gränges-, Luma, Osram y otras pequeñas fábricas, hasta llegar a la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A., que había sido absorbida por la Corporación Griffel. Era un edificio de ladrillo visto, con una cubierta en zigzag cuyas sucias cristaleras se abrían sobre cuatro largas naves donde soldadores, torneros y unos cincuenta técnicos y fabricantes de maquinaria de precisión producían un ruido ensordecedor con martillos, limas, sierras, tenazas, tijeras, máquinas pulidoras y soldadoras. Leo retrocedió ligeramente ante el fragor y se tapó los oídos con las manos. Algunos jóvenes en mono de trabajo con el emblema «Zeverin» en la espalda no parecieron percatarse de su presencia y continuaron martilleando al ritmo de su arduo trabajo. Un hombre con delantal azul, una placa de encargado de control y un bolígrafo detrás de la oreja se afanaba de un lado a otro enseñando un nuevo plano. Reinaba un ambiente de actividad febril. Leo se sintió al instante como un intruso, un bacilo, un elemento perturbador en aquel rugiente organismo.

Haciendo acopio de todo el coraje que pudo reunir, se dirigió a un tornero de cierta edad y le preguntó si conocía a un tal Berka. El hombre soltó una risa desganada, sacudió la cabeza y señaló hacia los vestuarios. Allí es donde podría encontrar a Berka.

Pegándose a la pared cuanto pudo para no atraer la atención de nadie, atravesó una de las naves hasta llegar a la zona de vestuarios. Allí encontró una máquina expendedora de café y, delante de esta, a un hombrecillo encorvado y desgarbado de rostro arrugado y piel morena. Llevaba una gorra de pintor en cuya visera levantada se leía «Beckers». Leo le preguntó por Berka y el hombrecillo asintió y gritó que era él, que no era otro que el mismo Berka. Olía a licor rancio.

Berka no mostró la más mínima reticencia. Con gusto concedería una entrevista sobre cómo se sentía ante su inminente jubilación, pero a los jefes no les gustaba que hubiera nadie fisgando por los talleres, así que sería mejor que se retiraran a algún lugar más discreto. Berka tosió como si fuera a echar los pulmones, escupió una flema verde amarillenta en el suelo de asfalto y luego la recogió con una mopa. Señaló hacia el final de la nave, donde se veía una pequeña caseta. Más privado, dijo, intentando guiñar un ojo con aire astuto; pero no lo consiguió, y cerró los dos al mismo tiempo.

Berka iba delante, adoptando de pronto una actitud pomposa y arrogante. Iba a ser entrevistado por la prensa. ¿No había fotógrafo? Bueno, eso podría solucionarse más adelante. Él era jodidamente fotogénico. Cargaba la mopa al hombro y se contoneaba como un chiquillo camino del campo de fútbol. Trató de silbar, pero empezó a toser y solo volvió a salirle esa flema repugnante. Era un resfriado lo que tenía. Había hecho un tiempo asqueroso esa primavera y todo el mundo andaba moqueando. Joder, maldito resfriado de primavera.

Una vez en la caseta, encendió una bombilla desnuda y cerró la puerta detrás de su invitado. Allí dentro había algo menos de ruido, pero aun así Leo tenía que gritar para que el hombre le oyera. Le ofreció tabaco a Berka y se presentó como Peter Erixon. El hombre aceptó el cigarrillo y se presentó a su vez, con total propiedad, como Berka.

Por pura formalidad, Peter Erixon le hizo un par de preguntas sobre su experiencia laboral en la compañía Zeverin, el tipo de cuestiones que supuso que haría un periodista de verdad. Berka hizo un gran esfuerzo de concentración y, cuando por fin procedió a responder, intentó sonar como un político en televisión, empleando palabras que nunca usaba y cuyo significado desconocía. Leo, alias Peter Erixon, intentaba mantener el tipo e iba tomando notas de vez en cuando.

Efectivamente, Berka llevaba trabajando para la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A. desde los tiempos en que la fábrica estaba situada en la calle de Norra Station, en Norrtull. Por aquel entonces se llamaba Zeverin & Co. y producía también otros muchos artículos, entre ellos piezas de madera. Berka había seguido en la compañía cuando esta se trasladó al muelle de Sickla, y también estuvo presente en la inauguración de los grandes y modernos talleres. Eso fue justo antes de que estallara la guerra, pero el negocio no se resintió. Hermann Zeverin, el presidente, pareció manejar bien la situación. No despidieron a nadie; al contrario. Berka era tornero y había ejercido su oficio hasta principios de los años setenta, pero últimamente las manos le temblaban tanto que se había visto obligado a dejarlo. Debería haberse jubilado hacía un año, pero se negó. Sabía muy bien lo que le pasaba a un hombre cuando se jubilaba y se quedaba en casa: a los seis meses ya estaba senil, seis meses después se le detectaba un cáncer y luego se moría. Todo ese asunto de la «edad de jubilación» estaba astutamente calculado. Pero eso no estaba hecho para Berka. Cuando alguien llevaba todos los días levantándose a las cinco y media desde que era un chaval, no iba a cambiar solo porque a algún capullo se le hubiera ocurrido la dichosa idea de la jubilación. Berka seguiría trabajando hasta los ochenta años, si es que llegaba a aquella edad. Volvió a toser y de nuevo arrojó una cantidad considerable de aquella flema verde y amarillenta, que escupió en una lata de café medio llena que estaba en el suelo. No parecía muy probable que llegara a los ochenta años, al menos en aquellas circunstancias.

Leo, alias el periodista Peter Erixon, le ofreció a Berka otro cigarrillo para calmar sus pulmones. Berka encendió una cerilla y dio dos profundas caladas mientras murmuraba algo, y luego se lanzó a una larga perorata sobre que aquel maldito trabajo en el taller tal vez no hubiera sido muy bueno para su salud. Pero, como todo muchacho normal y sencillo, tuvo que tomar el primer empleo que se le presentó, y nunca había desatendido sus obligaciones y desde hacía más de cincuenta años jamás le había faltado trabajo.

El entrevistador escuchaba muy atento y tomaba notas de vez en cuando. Se sentía bastante tenso y no sabía cómo reconducir la conversación. No podía dejar a aquel hombrecillo divagar durante horas. Era evidente que Berka podría seguir hablando sin parar mucho tiempo. Pero, tarde o temprano, Leo debería poner las cartas sobre la mesa y sacar el tema de Tore Hansson. Y, si no conseguía nada, se limitaría a darle las gracias, marcharse a su casa y olvidarse de todo el asunto.

Berka empezó a ponerse un poco nervioso después de llevar una hora dentro de su caseta privada. Puso la excusa del encargado y salió un rato a pasar la mopa, más que nada por guardar las apariencias. Debía simular que estaba bastante cansado al final de la jornada. Acababan de dar las cuatro y tenía que dar cuenta de su esfuerzo, ya que, después de todo, no estaba allí por caridad; no habría razón para mantenerlo en su puesto si no hacía nada para ganarse su mísero salario.

Cuando Berka regresó a la caseta, había sobre la mesa una botella, grande y sin abrir, de vodka Absolut, y, debajo de la misma, cinco billetes muy nuevos de cien coronas. Berka entró fingiendo no percatarse de nada, metió las manos en los bolsillos del mono buscando tabaco y finalmente aceptó otro cigarrillo de Leo. Trató de silbar, pero tan solo consiguió toser de nuevo.

Se le veía tan intrigado que a punto estuvo de estallar, pero se sentó sin mirar a Leo, ni a la botella ni al dinero. Se volvió a levantar. Finalmente, no pudo contenerse. Agarró la botella, la escondió rápidamente bajo la mesa, luego cogió los billetes y empezó a contarlos: uno, dos, tres, cuatro, cinco… Miró a Leo, alias Peter Erixon y se metió el dinero en el bolsillo.

Berka preguntó de qué iba todo aquello. No se trataba de una entrevista normal, hasta él podía darse cuenta. Leo asintió con la cabeza, arrojó el humo hacia el techo y permaneció en silencio. Berka preguntó si tenía algo que ver con Leffe, Leffe Gunnarsson, y aquel maldito coche. En ese caso, no tenía nada que decir, nada en absoluto. Él era inocente. Leffe Gunnarsson simplemente se había largado. Nadie sabía adónde.

Leo negó con la cabeza. No se trataba de Leffe Gunnarsson. Berka fumaba nervioso su cigarrillo. Si tenía que ver con Stickan y había cometido algún delito, Berka era también completamente inocente. No sabía nada de Stickan desde hacía un año y ya no se relacionaba con él.

Leo volvió a negar con la cabeza. Dijo que tenía que ver con Tore Hansson, un tipo que había trabajado allí hacía mucho tiempo. Tore Hansson, que había desaparecido en 1944.

– ¡Joder! -fue la respuesta de Berka-. ¡Joder, joder!

Pidió permiso para abrir la botella y Leo asintió. Berka bebió dos grandes tragos de vodka y se pasó la lengua por los labios. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

– ¡Joder, joder! -repitió Berka.

Otra vez Tore Hansson. Así que, después de todo, Peter Erixon no era ningún poli.

No, no era ningún poli, le aseguró Leo.

A un par de kilómetros al este de la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A., al otro extremo de la calle industrial de Hammarby, había una destartalada cabaña. Una estrecha carretera conducía al lago Sickla, y allí se alzaba el cobertizo, una vieja barraca abandonada que había sido utilizada antes por obreros de la construcción. Debió de haber sido de un color azulado en su tiempo, pero la pintura había ido desapareciendo, y a menos que supieras de su presencia podría pasar desapercibida, ya que parecía fundirse con la colina rocosa que descendía hasta el agua.

Berka se había hecho con aquel cobertizo hacía mucho tiempo, y lo utilizaba más como cabaña de veraneo que como parcela para cultivar. Iba allí los fines de semana, donde se dedicaba a pescar y a responder a las preguntas de los concursos radiofónicos.

Leo encontró la cabaña sin dificultad, ya que Berka le había descrito el camino con gran detalle. Se reuniría con él en cuanto sonara la sirena de la fábrica, porque no podían quedarse en su lugar de trabajo hablando de Tore Hansson. Eso sí que no. Berka se había visto involucrado ya en muchos asuntos, y ya no confiaba en nadie.

La llave estaba exactamente donde Berka le había indicado, en el tapacubos de un neumático abandonado. Leo abrió la puerta y entró. En su interior había una cama pulcramente cubierta con una vieja manta militar, una mesa de comedor, un hornillo de butano, un baúl de madera con candado y un calentador de queroseno. La cabaña era bastante acogedora, y al descorrer las cortinas podía contemplarse una hermosa vista del lago Sickla, e incluso tal vez se disfrutara de la puesta del sol sobre la ciudad al noroeste. Pero el día era gris y nublado, y no había ningún crepúsculo que contemplar.

Leo esperó durante cerca de una hora, y luego se sirvió un trago e hizo café. El alcohol le ayudó a tranquilizarse, ya que había pensado que aquello podría ser una encerrona. Si alguien quisiera deshacerse de él, aquel era sin duda uno de los mejores lugares en todo el reino para hacerlo. Si quisieran, podrían torturar a su víctima sin preocuparse por el ruido, arrojar su cuerpo al lago Sickla y borrar cualquier posible rastro para siempre. Pero él confiaba en Berka. El viejo parecía honesto. Y Leo no llegaría a ninguna parte si no corría algún riesgo. De hecho, era la primera vez en su vida que estaba corriendo un riesgo real en pos de la Verdad. Aún más, era la primera vez que hacía algo que tuviera que ver con la realidad, y era consciente de que una acción así se cobraba su precio. También es muy probable que él percibiera algo más profundo en todo aquel asunto, conexiones mucho más extensas de lo que yo pueda captar en este momento.

En cualquier caso, Berka se presentó tal como había prometido. Llegó casi sin aliento porque había «corrido como un arenque», como él mismo dijo, y en cuanto entró en el cobertizo empezó a toser de nuevo aquella flema verde y amarillenta. Leo elogió su acogedora cabaña de veraneo y Berka explicó orgulloso todos los arreglos que había hecho para poder utilizarla también en invierno si le apetecía. Todo le había salido gratis. A nadie parecía importarle que él estuviera allí, y tampoco sabía a quién debería pagar por el usufructo del terreno si el asunto se planteara alguna vez. El cobertizo llevaba allí quince años y podría estar otros quince más, si es que Berka vivía tanto tiempo. Como se ha mencionado, las posibilidades eran bastante escasas, y él mismo era consciente de eso desde hacía mucho tiempo. No tenía nada que temer, ni siquiera si contaba lo que sabía acerca de Tore Hansson.

Berka encendió la lámpara de queroseno que colgaba sobre la mesa, sacó algunos bizcochos de jengibre y se sirvió un café con un chorrito de aguardiente. Mientras la oscuridad se cernía sobre el bosque, el lago y la ciudad allá al noroeste, explicó todo lo que sabía sobre Tore Hansson, la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A. y el año de 1944. A Leo le entraron escalofríos, ya que resultó ser un asunto de lo más desagradable.

Quien alguna vez haya descolgado el teléfono para revelar alguna información a la agencia de noticias sueca TT, y unas horas más tarde haya puesto la radio y escuchado la voz de la TT, la indiscutible voz de la Verdad, leyendo esas mismas palabras convertidas en noticia, en un nuevo dato para archivar en el inmensamente rico banco de datos de la cultura humana, quien haya experimentado eso debe de haberse sentido embargado tanto por un imperioso sentimiento de importancia como por una liberadora sensación de irrealidad. Todas las noticias tienen que haber recorrido el mismo intrincado camino hacia la conciencia colectiva. Las noticias se crean, implantadas por diversos intereses, y luego se retransmiten a través de las agencias de todo el mundo para recalar finalmente en la mente de la gente y hacer que los ciudadanos alcen sus brazos al cielo en señal de grave indignación o de profundo agradecimiento a Dios. Quien haya intervenido en la creación de una noticia de tal envergadura puede acabar sintiéndose vacío, como después de un acto sexual fallido, vacío y aturdido, como si la repentina exaltación hubiese tenido lugar únicamente durante el sueño de una noche.

Stene Forman parecía casi feliz en su febril excitación. Estaba hablando absolutamente off the record, como decían en la Casa Blanca. Mencionaba de forma incoherente el Washington Post y el Watergate, el Fib/Kulturfront y el escándalo de espionaje del IB. De hecho, no fue hasta entonces cuando se bautizó todo aquel asunto como el «caso Hogarth». Fue aquel día cuando hubo auténticas razones para calificar aquella historia como «caso» o «affaire», y Stene Forman no lo dudó ni un momento. Por supuesto, debería ser conocido como el caso Hogarth.

Cuando Leo abrió más tarde el periódico de la mañana en la cocina, donde Henry, vestido con su albornoz y completamente desorientado, preparaba café, tuvo la oportunidad de experimentar aquella paralizante sensación de irrealidad. En una nota necrológica acompañada de una gran foto, leyó que Edvard Hogarth había sido encontrado muerto en su casa hacía tres días.

Uno de los periodistas más prominentes y avezados de la redacción, coetáneo del fallecido Edvard Hogarth, había sido el encargado de escribir el obituario sobre su antiguo amigo y compañero de armas. No sorprendía que Hogarth fuera descrito como «un viejo luchador en la búsqueda de la verdad» y «uno de los últimos grandes periodistas enciclopédicos que ha tenido nuestro país». Como es habitual en estos casos, la necrológica se desarrollaba como un panegírico menor en el que, con frases concisas y términos brillantes, Leo pudo enterarse de muchos datos que desconocía acerca del viejo miembro del club MMM.

Edvard Hogarth había nacido con el siglo veinte, hijo único de un jurista. Había estudiado en Uppsala en los años veinte, y pronto se labró cierto renombre dentro de la facultad gracias a su excelente dominio del estilo en el periódico estudiantil, donde publicaba artículos ligeros de contenido humano y social. Tras graduarse con brillantez, dirigió sus pasos profesionales al campo del periodismo y en los años del crac bursátil ya era redactor de uno de los periódicos más importantes de Estocolmo, donde demostró perspicacia y vastos conocimientos publicando artículos que abarcaban desde la historia, el arte y la literatura hasta la economía y la ciencia moderna. Muy pronto se convirtió en un elemento incómodo para quienes no soportaban que la verdad saliera a la luz y su entrevista en exclusiva con Kreuger, justo antes del desmoronamiento de la bolsa, sirvió como modelo para generaciones de futuros periodistas. Hogarth poseía una capacidad única para lograr que la gente confiara en él. A raíz de esa observación venía a colación la descripción como «un viejo luchador en la búsqueda de la verdad», ya que prefería luchar antes que huir. Siempre presentaba batalla, y casi siempre salía victorioso. Pero también era en esa infatigable y comprometida lucha donde había que buscar el origen de la tragedia de Hogarth.

Con la muerte de su esposa, poco después de acabar la segunda guerra mundial, su espíritu se volvió incluso menos servilista. Tras una serie de artículos sobre la guerra fría, ante la cual adoptó una posición que no complació en absoluto al legendario redactor jefe, se convirtió en una persona de trato difícil y abandonó la escena pública. Hogarth estaba muy descontento con la evolución de la ética periodística en su país. A la edad de cincuenta años optó por el silencio, lo cual se interpretó como una retirada tan prematura como altamente reprochable. En numerosas ocasiones el autor de la necrológica había pedido a Hogarth que entrara en razón, se tragara su orgullo y regresara al periódico que tanto necesitaba de hombres de su talla, con su pasión por la verdad y sus colosales conocimientos. Pero Edvard Hogarth perseveró y continuó fiel a su silencio… y en eso radicó su «tragedia». Un epitafio apropiado podría ser «Melius frangi quam flecti», mejor morir de pie que vivir de rodillas.

Aquella necrológica causó una fuerte impresión en Leo. Entre el resto de obituarios respetuosos, aquel hombre peculiar había adquirido de pronto un perfil, un pasado que él desconocía. De repente, después de su muerte, Edvard Hogarth parecía estar más vivo, mucho más presente.

Leo se acostó en la cama para reflexionar. Podía imaginarse perfectamente la escena: el cuerpo de Hogarth tendido en algún lugar de la casa cuando la asistenta llegó el miércoles y lanzó un grito desgarrador. Llamó a la policía y, entre sollozos, se arrojó a los brazos de algún desconcertado agente. El señor Hogarth había sido un noble caballero y nadie podría comprender cómo había podido escribir toda aquella basura repugnante que llenaba todo su estudio, porque estaba claro que la novela pornográfica no habría escapado a la atención de la mujer. Así es más o menos como tuvo que desarrollarse la escena, y con esos pensamientos Leo llegó a la conclusión definitiva de que aquello era realmente un caso: el caso Hogarth.

El hierro ya estaba caliente y ahora había que empezar el trabajo de forja. Acuciado por la asfixiante presión de Stene Forman y la revista Blixt, Leo Morgan, en una especie de coma creativo, debía compilar toda la extraña información que había logrado reunir procedente de diversas fuentes, a fin de obtener una visión de conjunto coherente que le permitiera escribir el relato del escandaloso caso Hogarth. En un insólito estado de furia candente, tuvo que escudriñar en diversas bibliotecas, archivos y colecciones de registros públicos para completar los datos fragmentarios que el propio Hogarth y el peculiar Berka le habían suministrado.

Como Henry el actor había tenido que regresar a Skåne para rodar tomas adicionales de la película en la que tenía un papel, en el apartamento de la calle Horn reinaba una gran calma. Leo disponía de paz y tranquilidad para trabajar, y había convertido su sección de dos habitaciones en una redacción provisional con línea directa con la revista Blixt. El redactor jefe Forman lo llamaba un par de veces al día para mantenerse informado sobre cómo avanzaba el trabajo. Aquello ya no era dinamita, como decía Forman, ahora ya era pura nitroglicerina. Después de aquel asunto Leo sería conocido a nivel mundial, Verner obtendría justicia y el semanario Blixt lograría tener tanto renombre como el Washington Post.

Hacia finales de abril -Leo había perdido la noción del tiempo y el espacio-, había logrado reunir toda la información en una pulcra carpeta que contenía unos cincuenta folios mecanografiados. Stene Forman emitió ruidos guturales y resolló, a punto de explotar por la curiosidad; le pidió a su sabueso que se presentara en la redacción a última hora de la tarde. Todo sería off the record, y la nitroglicerina tenía un mayor efecto en la oscuridad de la noche.

El pertinaz crepúsculo de abril se cernía sobre la bahía y el paseo de Norr Mälarstrand, desde donde se divisaban a lo lejos los rascacielos de los grandes periódicos con sus letreros de neón giratorios. Leo caminaba como en una nebulosa, en un estado de trance extenuado, y en su febril fantasía se imaginó a los cientos de profesionales que estaban allí y que se morirían de envidia si supieran que la pequeña revista Blixt, de inminente quiebra, preparaba su espectacular resurgimiento.

Leo saludó al adormilado guardia que estaba en la portería, quien lo dejó entrar sin ningún problema ya que lo estaba esperando el mismísimo Forman, el redactor jefe en persona. Toda la cuarta planta de la redacción se veía oscura y desierta, y las puertas de cristal al salir del ascensor estaban cerradas. Leo llamó a un timbre y al momento Stene Forman surgió de la oscuridad y le abrió. Saludó a Leo con un golpecito en la espalda, le estrechó la mano y le condujo hasta su oficina, una dependencia aislada del paisaje diáfano de la redacción, con mesas y áreas de trabajo que permanecían en apático silencio en la oscuridad.

Forman parecía al menos tan cansado como Morgan. Disponía de una espaciosa oficina con magníficas vistas al parque Rålambshov y a la bahía de Riddarfjärden. Detrás de su escritorio había un estrecho diván en el que muchas noches se quedaba a dormir. Últimamente su vida privada se había convertido en tal desastre, con todas sus ex mujeres, las pensiones y los expertos financieros, que prefería ocultarse; allí se sentía «inaccesible». Pero la vida era así, y todo acabaría arreglándose tarde o temprano.

El redactor jefe invitó a Leo a sentarse en el sillón de las visitas, le tendió un estuche de cigarrillos y le ofreció un generoso vaso de whisky. Se lo merecía. Leo le respondió con igual displicencia depositando sobre la mesa la pulcra carpeta con los documentos que muy pronto explotarían con un estallido cuya onda expansiva alcanzaría hasta el mismo gobierno.

Las noticias de la radio informaban de que los últimos yanquis habían abandonado el sur de Vietnam tras una evacuación relámpago y que con toda probabilidad el régimen de Saigón capitularía y aceptaría una rendición incondicional. Sin duda era un día de victoria y triunfo para la verdad y la justicia.

Leo temblaba por la fiebre y las noches de insomnio. Bebió un trago de whisky y siguió fumando su cigarrillo. Hojeó de forma distraída un par de ejemplares atrasados de Blixt, probablemente pensando en futuros titulares para su sensacional material. Podría empezar con algo así como «LA CORPORACIÓN GRIFFEL AL DESCUBIERTO: VENTA SECRETA DE ARMAS DURANTE LA GUERRA», el siguiente podría ser «CLIENTES DE LOS NAZIS AYER, IMPERIALISTAS HOY», para culminar en la definitiva tercera parte: «EL ENCUBRIMIENTO», donde se explicaba la desaparición de Tore Hansson y de Edvard Hogarth. Probablemente no fueran buenos titulares. Leo no era hábil escribiendo titulares; se requería un arte especial dentro del ámbito periodístico que él no había aprendido. Leo era un aficionado y lo sería siempre. Sería un caballero y un gentleman hasta el día de su muerte.

El Anno Domini de 1929 es conocido como el año en que se produjo el gran colapso de los mercados bursátiles y la gente enloqueció presa del pánico y se suicidaba. Pero la bolsa no fue lo único que se desmoronó. En la sombría y lúgubre calle Heleneborg de Södra Malmen, en Estocolmo, el andamiaje de un edificio -en la investigación subsiguiente se descubrió que por negligencia en el montaje- se desplomó con un estruendo monumental. Un trabajador se rompió una pierna, mientras que un joven peón fue sepultado bajo el amasijo de tablas, tubos y maderos. Cuando tras una media hora de arduo y frenético trabajo los obreros lograron retirar los escombros y encontraron al muchacho vivo, todos los vecinos y curiosos del barrio profirieron un gran suspiro de alivio y dieron gracias al Señor por su misericordia.

El peón apenas tenía catorce años y se llamaba Tore P-V. Hansson. Aunque los corpulentos carpinteros y albañiles lograron rescatarlo vivo de entre los escombros, su vida quedó marcada para siempre. Una enorme viga le había destrozado el pie derecho y un grueso tablón le había golpeado en la cabeza. El pie sanó sorprendentemente deprisa: a los dos meses ya caminaba de nuevo, aunque le quedó una ligera cojera. Lo de la cabeza no fue tan bien. El chico comenzó a tartamudear y a sufrir espasmos, síntomas de cierto retraso mental según los menos indulgentes, pero que en realidad no lo eran.

Cuando al cabo de unos diez años Tore P-V. Hansson tuvo que cumplimentar el original y muy astuto formulario de solicitud de empleo para acceder a la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A., lo hizo de forma brillante. Quedó demostrado que su cerebro no sufría retraso alguno. Como era natural, el muchacho había dejado de trabajar en la construcción. Su limitada movilidad lo hacía más apto para desempeñar una tarea sedentaria, y así fue como se convirtió en técnico en maquinaria de precisión, en tornero. Con el tiempo se convirtió en uno de los trabajadores más competentes de la empresa, incluso excesivamente meticuloso, aunque entre sus compañeros era más conocido por ser un fácil blanco de burlas, una especie de bufón. Pero aquello no le preocupaba a Tore P-V. Hansson, porque estaba contento por tener un trabajo estable, dada la situación mundial a finales de los años treinta.

Así pues, Tore P-V. Hansson se encontraba entre el grupo de empleados recién contratados por los que decidió apostar la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A. cuando, con mucha pompa y circunstancia, inauguró las nuevas instalaciones en el muelle de Sickla, en el puerto de Hammarby. Junto con otro muchacho llamado Berka, Tore P-V. Hansson compartía la fortuna de haber eludido el reclutamiento. Las cosas les iban bastante bien: podían seguir el desarrollo de la guerra a una distancia prudente. Y Tore leía los informes sobre el conflicto con la misma minuciosidad con que hacía todo en la vida.

Tal vez aquel exagerado sentido de la meticulosidad fuera resultado del golpe recibido en la cabeza. Estaba obsesionado por realizar continuos controles y revisiones de todo lo que llevaba a cabo; con frecuencia tenía que volver sobre sus pasos para comprobar si había cerrado el gas, apagado la luz o echado la llave de casa, y además lo tenía todo impecablemente limpio y ordenado.

El piso de la calle Brännkyrka en el que vivía con su novia y futura esposa parecía un local de exposición sobre cómo debería ser un hogar modelo del año 1939. Tore P-V. Hansson no soportaba el desorden ni la suciedad. Limpiaba el piso dos veces por semana con el celo de una consumada ama de casa, y pasaba el dedo por todas las repisas, marcos y molduras para comprobar si quedaba algún rastro de polvo.

Su esposa aceptaba todo aquello porque amaba de verdad a aquel hombre cojo, tartamudo y un tanto excéntrico. Él, a su vez, la amaba con todo el esmero con que ella quería ser amada. Nunca se olvidaba de ninguna fecha importante y aprovechaba la más mínima ocasión para hacerle regalos, hasta el punto de que ella llegó a preguntarse si el amor no sería simplemente una cuestión de concentración. Tore podía concentrarse y dedicarse a ella como ningún otro hombre podría hacerlo nunca. Por lo general los hombres jugaban al fútbol, iban a los cafés y se buscaban cualquier excusa para no estar en casa. Por razones obvias, Tore no jugaba al fútbol y no tenía muchas aficiones aparte de su trabajo y de su casa escrupulosamente ordenada. A los ojos de ella, era el marido perfecto.

Todas las mañanas Tore P-V. Hansson era de los primeros en estar frente a su torno en Zeverin, en el muelle de Sickla. Tenía sus propias herramientas, cortafríos, ganzúas, calibradores, limas y llaves, todo muy ordenado según su minucioso sistema de trabajo. Seguía un patrón laboral fijo en su memoria, de tal modo que era capaz de encontrar cualquier herramienta sin necesidad de mirar, lo que le permitía trabajar con más eficacia, rapidez y precisión que a los demás. Los encargados lo veían con muy buenos ojos y lo consideraban un modelo a seguir para toda la fábrica… especialmente para Berka, que solía llegar tarde por las mañanas y apestando a cerveza de la noche anterior.

Tore P-V. Hansson permanecía junto a su torno, fabricando piezas para máquinas, pequeños cilindros, pistones y otros componentes que exigían gran precisión. Era la persona perfecta para aquella delicada tarea y era muy consciente de su valía, sin sentirse por ello superior o llegar a ser arrogante. Se había convertido en blanco fácil de las burlas de sus compañeros simplemente por la forma en que llegaba cojeando nerviosamente y se plantaba frente a su torno, evitando cualquier contacto con el resto. Solo estaba interesado en el trabajo y no hacía ninguna pausa para descansar. Tore P-V. Hansson era condenadamente leal.

Una mañana lluviosa y embarrada de marzo de 1944 Tore se plantó renqueante frente a su torno; como de costumbre había llegado a la fábrica entre los primeros. El ambiente era húmedo y frío y temblaba un poco, probablemente pensando que sería agradable comenzar a trabajar para entrar en calor. Tan pronto como todas las máquinas entraban en funcionamiento, la temperatura empezaba a subir en la fábrica, y para cuando la sirena sonaba anunciando el final de la jornada, después de que todos los herreros, torneros y soldadores hubieran trabajado a un ritmo casi frenético, una densa nube de humo parecía sobrevolar sus cabezas y el calor en el interior casi podía ser descrito como tropical.

Así pues, aquella mañana Hansson llegó cojeando hasta su torno, y se disponía a comenzar por donde había terminado el día anterior cuando se dio cuenta de que todas sus herramientas estaban desordenadas. Nada estaba en su lugar en el banco de trabajo. Los calibradores y los cortafríos estaban diseminados sin ningún orden ni criterio. Él nunca habría dejado así sus herramientas el día anterior; era prácticamente una cuestión de honor. Se encogió de hombros y comenzó a trabajar, aunque sin duda un tanto irritado. Aquel era su torno, y si alguien tenía que hacer horas extras podía hacerlas en otra parte.

Encontrar sus herramientas desordenadas no era algo por lo que hubiera que preocuparse tanto; podría haberle pasado a cualquiera en una fábrica tan grande como Zeverin. Sin embargo, aquella no fue la única vez que ocurrió. De haberlo sido, tal vez las cosas hubieran seguido como estaban.

Cuando Tore P-V. Hansson llegaba al taller a finales de aquel invierno de 1944 y a diario encontraba sus herramientas en un confuso batiburrillo en su banco de trabajo, desbaratando el ingenioso sistema de organización en que las había dispuesto para su uso, empezó a sentirse realmente molesto. De haber sido un tipo diferente de persona, menos escrupulosa, el incidente no le hubiera importado. Pero él era como era, un hombre al que le había caído encima todo un andamiaje, y una persona así podía llegar a ser o alguien muy descuidado o muy meticuloso. Tore P-V. Hansson se había convertido en lo segundo. Y aquello selló su destino.

El patrón se había repetido durante varias semanas seguidas y Tore consideró oportuno preguntarle al encargado si se estaba llevando a cabo algún tipo de trabajo nocturno y, en tal caso, por qué tenía que realizarse en su torno. Le resultaba muy complicado reorganizar todas las herramientas por la mañana. El encargado se limitó a reírse ante el fuerte tartamudeo de Hansson, sacudió la cabeza, le dio una palmada en la espalda y le dijo que no debía preocuparse tanto por detalles y pequeñeces. Tore era uno de los trabajadores mejor considerados en la compañía. Eran muy escasos los torneros con sus aptitudes, por lo que no querían perder a un hombre de su talento. Pero, al mismo tiempo, no debería obsesionarse tanto con los pequeños detalles: Hansson tenía que centrarse más en el trabajo de conjunto y no dejarse cegar por nimiedades. No se estaba realizando ningún trabajo nocturno, y si sus herramientas estaban desordenadas por la mañana lo más probable era que sus compañeros quisieran gastarle alguna broma.

A decir verdad, Tore P-V. Hansson era consciente hacía tiempo de que sus compañeros, tal vez llevados por cierta envidia, se burlaban de él porque siempre iba a lo suyo, trabajaba duro y era condenadamente leal. Pero, por otra parte, tampoco había percibido miradas expectantes cuando, por las mañanas, constataba que todas sus herramientas estaban desordenadas. Cuando uno hace una broma a alguien se queda acechante a la espera de comprobar su reacción; de lo contrario, la cosa no tiene gracia. Pero Tore no observó la más mínima mirada jocosa cuando reorganizaba escrupulosamente sus herramientas en el banco de trabajo. Así que descartó por completo esa posibilidad.

No había muchos compañeros en los que pudiera confiar. De hecho, Berka era el único. Berka era el polo opuesto de Hansson: un pertinaz juerguista poco amante del orden. Pero, en cualquier caso, era un buen amigo, un colega que trataba a todos exactamente con el mismo franco escepticismo. Tore le preguntó a Berka si sabía que se estuviera realizando algún turno nocturno de torneros, pero Berka no pareció mostrar mucho interés. Él no había notado nada y ni siquiera había pensado en ello. Era bastante desorganizado en su trabajo, y su banco de herramientas no había sido ordenado ni limpiado desde hacía mucho tiempo. Podría haber un cadáver bajo el amasijo de herramientas que se apilaban en el banco de Berka y nadie lo hubiera notado. Además, por lo que a él respectaba podían hacer lo que les viniera en gana. A él solo le preocupaban sus asuntos y con eso le bastaba.

Debió de ser hacia finales de marzo de 1944 cuando Tore P-V. Hansson decidió averiguar de una vez por todas qué era lo que estaba sucediendo con la cuidadosa disposición de las herramientas de su banco de trabajo junto al torno. Se había obsesionado con el asunto y no se lo podía sacar de la cabeza. Era un maniático del orden y del control, un obseso de la limpieza, y además tartamudeaba y sufría espasmos en una pierna. Así que, tal vez, no resultara tan extraño lo que hizo.

Cuando sonó la sirena aquel infortunado día, Tore P-V. Hansson dejó sus herramientas como de costumbre y se dirigió al vestuario. Se sentó en un banco y empezó a cambiarse de ropa, tomándoselo con mucha calma. No quedaban muchos empleados en el vestuario cuando Hansson simuló marcharse a casa, aunque en realidad regresó al taller. Allí las luces ya estaban apagadas, porque la gente tenía prisa por salir y los autobuses rugían en el patio atestados de cansados trabajadores.

Tore P-V. Hansson permaneció agazapado durante un buen rato en un rincón junto al vestuario hasta que por fin se atrevió a dirigirse sigilosamente hacia el extremo de una de las naves. Allí había una escalera que conducía a una pasarela elevada, paralela a la viga transversal de la fábrica. Caminando por la pasarela se llegaba a un espacio entre dos columnas, donde quien quisiera podía sentarse horas enteras sin ser molestado.

En silencio y con mucho cuidado, renqueó por la pasarela hasta llegar a la primera columna, se encaramó a la viga y se sentó. Estaba muy oscuro dentro de la fábrica y había bastante humo donde él estaba, pero desde allí tenía una buena visibilidad de todas las naves y se sentía bastante satisfecho. Muy pronto el misterio estaría definitivamente resuelto.

De forma ineludible, con el tiempo las personas en la historia se van fragmentando y diluyendo cada vez más y más hasta que, salvo en contadas e ilustres excepciones, acaban convirtiéndose en un nombre y unos pocos datos en una lápida, e incluso eso debería considerarse casi un privilegio en nuestros días. Todos los descendientes de Hansson se habían mostrado muy reservados y probablemente no hubiera mucho más que saber acerca de aquel hombre. En cualquier caso, en aquella primavera Hansson tenía veintisiete años y estaba casado con una buena mujer, aunque tal vez algo ingenua, que a aquellas alturas ya había desarrollado cierto grado de severidad y determinación. Muchos años atrás un andamiaje se había desplomado sobre él, dejando las secuelas de una cojera, tartamudeo y varias manías compulsivas. No había otra manera de explicar por qué aquella infausta noche de marzo de 1944 se le ocurrió encaramarse a una viga de la fábrica Zeverin en el muelle de Sickla, solo para intentar descubrir por qué todas las mañanas sus herramientas aparecían completamente desordenadas.

Así que permaneció allí sentado, tratando de mantenerse despierto, escondido detrás de una columna en el centro del techo de la fábrica. Probablemente pensaba en su esposa, que lo estaría esperando en casa con la cena lista y empezaría a preocuparse porque no llegaba exactamente a las 17.55 como de costumbre. Pero su mujer iba a tener que esperar. Aquello era más importante.

Y realmente lo era. Tore P-V. Hansson había cabeceado un par de veces a lo largo de la tarde cuando, de pronto, lo desvelaron unos ruidos procedentes de abajo y que resonaron en toda la fábrica: puertas que se abrían y cerraban en los vestuarios, tintineo de manojos de llaves y pisadas de zapatos de suela gruesa. Hansson el espía dio un respingo y se despertó por completo, como un cazador al acecho, escuchando en tensión cada sonido y movimiento provenientes de la densa oscuridad.

Podía oír voces, graves y amortiguadas, así como las pisadas de un número considerable de gente. Aquello duró un par de minutos hasta que de pronto un ruido sibilante, como de algo arrastrándose, se impuso sobre todo lo demás. Al principio Tore Hansson no lograba identificar el sonido. Parecía proceder de todas partes y de ninguna en concreto. Se retorció cuanto pudo tratando de ver algo, pero no logró vislumbrar nada. Aquel sonido llenaba toda la fábrica hasta que, de repente, cesó y se encendieron varias lámparas.

Hansson, guiñando los ojos deslumbrado, disfrutaba ahora de una visión completa del taller: todo el interior de la planta había sido cubierto con unas enormes cortinas negras. Estas habían sido desenrolladas desde unos nichos ocultos en el techo, y Tore recordó entonces que alguien le había comentado una vez que la fábrica Zeverin podría seguir en funcionamiento aunque toda Suecia se quedara a oscuras. Se trataba de una medida de seguridad muy moderna, considerada como un avance tecnológico muy sofisticado.

En el mismo momento en que se encendieron las luces empezó a entrar gente en el interior de la fábrica, y Tore P-V. Hansson no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Tuvo que pellizcarse para convencerse de que estaba despierto. Entraron al menos unos cincuenta hombres jóvenes en el taller, un taller completamente a oscuras visto desde fuera, donde se pusieron a trabajar de inmediato, como si se tratara de un turno nocturno clandestino y altamente secreto.

Escudriñó a los hombres que se movían abajo para ver si reconocía a alguno de ellos, pero no logró identificar a ninguno. No tenía ni la más remota idea de quiénes podían ser aquellas personas que trabajaban en plena noche en unas instalaciones cubiertas. Como era lógico, escrutó su propio torno con especial interés. Vio cómo un fornido hombre de unos treinta años ajustaba la máquina para montar en ella unos pequeños cilindros con protuberancias, cuyas medidas controlaba después de haberles fresado una brida en uno de sus extremos. Parecía como si todos estuvieran fabricando el mismo tipo de piezas, de aproximadamente un decímetro de largo y una pulgada de diámetro.

Por razones obvias, Tore P-V. Hansson había sido eximido del servicio militar. Ni siquiera fue requerido para realizar tareas administrativas, situación de la que nunca tuvo queja alguna. Pero si hubiera hecho el servicio militar y estuviera familiarizado con el manejo de armas de fuego, no habría tenido que especular tanto sobre lo que realmente estaban fabricando aquellos obreros en los tornos. Por esa razón le llevó bastante tiempo averiguar de qué se trataba, y no llegó a comprenderlo hasta que apareció una especie de técnico controlador que se situó en el centro del taller y empezó a examinar las piezas, introduciendo cada cilindro en un fusil ametrallador y haciendo una serie de movimientos enérgicos con el arma, para después retirar el cilindro y colocar la pieza que hubiera pasado el control en cajas protegidas con virutas de madera.

Estaban fabricando cerrojos para ametralladoras, y fue ese descubrimiento el que llevó a Tore P-V. Hansson a firmar su propio certificado de defunción… o a poner el primer clavo en su ataúd, para usar términos de película de espías.

Tore P-V. Hansson permaneció sentado durante horas en las alturas de la fábrica Zeverin, espiando con ojos enrojecidos cómo los obreros torneaban cerrojos para ametralladora, que después eran examinados y aprobados para ser introducidos en cajas protegidas con virutas. Ya era bien entrada la noche cuando concluyó el eficiente turno de trabajo clandestino y el taller empezó a vaciarse de trabajadores que se marchaban murmurando entre sí. Se apagaron las luces y, al ser recogidas, las cortinas produjeron un ruido susurrante que inundó toda la fábrica.

El tullido y tartamudo espía debió de sentirse henchido de un sentimiento triunfal. Él tenía razón: había podido comprobar que efectivamente se trabajaba por la noche en la fábrica, y que el desorden de sus herramientas se debía a causas muy diferentes a una simple broma de mal gusto. Describir aquí las implicaciones de su descubrimiento exigiría demasiado espacio. El texto original que Leo Morgan había escrito llenaba unas cincuenta páginas, en las que había incluido largas disertaciones sobre el período histórico, la situación de la industria, el Tercer Reich y demás. En otras palabras: había tratado de imitar a Edvard Hogarth.

Tore P-V. Hansson se sentía tan satisfecho como confuso por todo lo presenciado aquella noche encaramado en la viga. No tenía ni idea de a quién debería dirigirse, tanto si eran asuntos secretos de carácter nacional como si detrás de aquella actividad se escondían intereses criminales. Se trataba de algo clandestino que quería mantenerse oculto a toda costa… hasta ahí llegaba. Sin embargo, lo más importante para él en ese momento era transmitir la información, en primer lugar a su esposa. Ella estaría convencida de que esa noche se había ido de juerga con Berka o con cualquier otro, y por eso, cuando finalmente llegó y se desplomó en la cama, lo recibió con alegóricos golpes de rodillo. Al principio no se tragó nada y le dijo que inventara una excusa mejor, pero cuando sus dudas se disiparon comprendió que Tore había descubierto algo realmente espantoso. El mundo estaba viviendo tiempos terribles. Europa, África y Asia ardían por los cuatro costados, y la gente era capaz de cualquier cosa. La mujer tenía muy buenas razones para que Tore callara, dejara el asunto de lado y se olvidara de lo que había visto. Había otros hombres que podían combatir en lugar de él. Tore estaba lisiado y no podía luchar… aunque ella sabía que él no haría caso de sus palabras. Tore era demasiado escrupuloso para olvidar una noche como aquella. Ni siquiera el anuncio de que Tore iba a ser padre le hizo cambiar de opinión. Al contrario, aquello lo empeoró todo. Ahora que Tore P-V. Hansson sería padre, no podía comportarse como un cobarde.

Así que poco después de aquella noche en la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A., Tore Hansson se puso en contacto con un periódico importante. Edvard Hogarth escribió que un día de la primavera de 1944 había recibido una llamada muy extraña en la redacción. Un joven tartamudeante y muy alterado le había explicado lo que había visto una noche en la fábrica en la que trabajaba de día. Y Hogarth añadió: «Si no hubiera tartamudeado, le habría tomado por un loco más…».

Pero Edvard Hogarth no tenía un pelo de tonto, y le pidió al joven trabajador que se presentara en la redacción del periódico al día siguiente. El encuentro nunca tuvo lugar. El 4 de mayo de 1944 el tornero tartamudo y cojo Tore P-V. Hansson desapareció sin dejar rastro. Dejó tras sí una esposa que vivía en la calle Brännkyrka, y que en noviembre de ese mismo año dio luz a un niño llamado Verner. El embarazo había sido una pesadilla, plagado de interrogatorios policiales que no condujeron a nada. Aquello convirtió a la señora Hansson en una mujer adusta y frustrada, que cuando nació su hijo decidió olvidar por completo a su marido desaparecido. Nunca lograría que se hiciera justicia.

Para entonces era bastante tarde, y Leo se había bebido ya varias copas una tras otra. Estaba celebrando su gran triunfo en la oficina de Stene Forman. El redactor jefe se hallaba sentado al otro lado del escritorio, fumando sin descanso mientras leía muy concentrado los cincuenta folios del documento de Leo. Forman murmuraba, suspiraba y gruñía, pero parecía satisfecho. Se le veía terriblemente exhausto y desmejorado al fuerte resplandor de la lámpara de mesa. De vez en cuando, la extenuación era reemplazada por una expresión de sorpresa, al tiempo que hacía algunas anotaciones en los márgenes. En la redacción todo estaba en completo y absoluto silencio. Leo salió un par de veces a estirar las piernas entre el desolado paisaje de mesas, acercándose a las cristaleras panorámicas para contemplar la ciudad y el parque. Estaban totalmente solos en el edificio, salvo por el guardia de la entrada. El caso Hogarth debía tratarse completamente off the record.

Tras un sonoro resuello, que recordaba bastante a aquella carcajada que le hizo famoso entre los provies de los años sesenta, Forman cerró la carpeta y bajó los pies de la mesa. Ya había acabado. Se sujetó el puente de la nariz con el pulgar y el índice y permaneció callado largo rato.

Lleno de ansiedad, Leo se sirvió otro trago y pasó un dedo por el dossier como un angustiado aspirante a un puesto de trabajo. Por fin Forman rompió el silencio con otro ruidoso resoplido y le preguntó a Leo si estaba cansado. Este, un tanto sorprendido por la pregunta, respondió que sí. Se sentía realmente cansado, agotado, destrozado. La gran excitación provocada por el descubrimiento lo había mantenido en vela durante varias noches seguidas, pero ni siquiera se había permitido plantearse si estaba cansado o no. La fatiga se revelaba básicamente como una nube de calor febril, un dolor en las sienes controlado in extremis. Pero se sentía demasiado alterado para pensar en el sueño y el descanso. Lo que importaba ahora era la batalla, y lo único que quería Leo era pensar en titulares, titulares contundentes y atronadores que difundieran entre la gente la noticia del escándalo en nombre de la verdad y la información. Nunca antes se había consagrado con tal pasión a algo, nunca se había embarcado con tal entrega a una misión que hacía que todo lo demás pareciera vano y fútil. Ni siquiera en sus épocas de intensa creatividad había experimentado nada similar. Ni tan solo había tocado el cuaderno negro donde su poemario Autopsia esperaba a ser completado. En ese contexto se le antojaba como mera terapia, una nimiedad de introversión. De alguna manera extraña, el caso Hogarth había permitido a Leo recuperar el mundo con el que había perdido contacto hacía mucho tiempo.

Sin embargo, los pensamientos de Stene Forman parecían no encaminarse por la misma senda. De repente, no mostraba la avidez excitada y entusiasta que Leo habría esperado después de tener entre sus manos aquella nitroglicerina. Al contrario, Stene Forman parecía un tanto contrito y abatido, como si intentara controlar algo que exigía la mayor gravedad, una amenaza de catástrofe.

Leo daba sorbos a su copa, y el alcohol comenzaba ya a disipar aquella nube ardiente de cansancio que le presionaba la frente, diluyéndose en una especie de precipitación anestesiante sobre su cerebro. Se dejó caer en la butaca que había frente al escritorio del redactor jefe, encendió un cigarrillo y dio un par de profundas caladas.

Stene Forman comenzó a hablar sobre el periodismo en general, lo difícil que se había puesto la profesión, lo frustrante que podía resultar intentar discernir entre verdades y mentiras, entre difundir noticias y encubrirlas, y así sucesivamente. La mayoría de las veces era un auténtico infierno. Leo no entendía adónde quería llegar. Forman hablaba de forma fragmentada e incoherente, unas veces sobre sí mismo, los enormes gastos en pensiones para alimentos y su agotamiento, y luego sobre Blixt, los desastrosos consejeros financieros, los implacables acreedores y la inminente quiebra.

No era más que la misma tonada de siempre. Leo seguía sin comprender de qué iba aquello. Quería que Forman hablara claro. Todo el mundo sabía cuál era la situación económica, no hacía falta que se explayara en aquello precisamente esa noche. Lo que debería hacer era celebrar su gran triunfo, el hecho de que por fin se haría justicia a Verner Hansson, que Blixt empezaría a venderse como rosquillas y que el caso Hogarth saldría finalmente a la luz pública.

Muy bien, dijo Stene Forman, hablaría claro. Ante todo reconoció y agradeció los esfuerzos de Leo y el hecho de que hubiera actuado con tal eficacia. El asunto en su totalidad parecía estar aclarado, aunque faltaban algunos detalles que Leo desconocía, pero Forman no. El redactor jefe Forman, que de pronto se mostraba como si hubiera sido el redactor jefe del Washington Post durante cincuenta años, recapituló toda la historia conocida como el caso Hogarth. Repasó punto por punto el descubrimiento que Tore P-V. Hansson había hecho de que durante la segunda guerra mundial la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A. fabricaba componentes de armas en turnos nocturnos secretos. El tornero cojo y tartamudo había desaparecido de forma repentina -y las pesquisas de la policía habían tenido un final abrupto a causa de «órdenes de arriba»-, pero el misterio proseguía. El hilo de la madeja llegaba seguidamente hasta Edvard Hogarth, por entones periodista en activo, quien durante treinta años estuvo investigando el caso hasta descubrir que la compañía Zeverin mantenía un intenso intercambio comercial con el Tercer Reich, violando la política sueca de neutralidad. El hecho de que todas sus actividades se hubieran realizado a espaldas de las autoridades fiscales contribuía a añadir aún más leña al fuego. El hilo que partía de Edvard Hogarth y la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin Finmekaniska se extendía hasta la enorme Corporación Griffel y su sede principal en la calle Birger Jarls, en pleno corazón de Estocolmo. En realidad era allí donde se encontraba el verdadero centro del escándalo. A día de hoy, treinta años más tarde, la Corporación Griffel era uno de los consorcios financieros más poderosos del país. Una de sus actividades seguía siendo la de exportar componentes de armas que, por separado, no presentaban mayor interés, piezas que llegaban a los ejércitos de países africanos, donde eran montadas y convertidas en armas completamente funcionales. El pasado intercambio comercial con la Alemania nazi se había desplazado en la actualidad hacia regímenes dictatoriales como, por ejemplo, el de Uganda. Era exactamente así como funcionaba la Corporación Griffel, aunque, visto desde fuera, su presidente Wilhelm Sterner ofreciera una imagen tan irreprochable como la de Gyllenhammar, Wallenberg y otros. Nadie podría sacar a la luz nada que pudiera enturbiar la reputación de la Corporación Griffel; cualquier elemento discordante debía ser silenciado, a toda costa. La verdad exigía sus «hecatombes».

Mientras Stene Forman hablaba largo y tendido, Leo recobró de repente la sobriedad y se despejó por completo. Aquello que al principio había parecido un gran triunfo se veía ahora empañado por serias objeciones, aunque aún no comprendía muy bien lo que quería decirle Forman. De acuerdo, dijo Leo, tal vez hubiera algunas lagunas en su exposición; después de todo, él no era un profesional. Pero eso no cambiaba nada. Lo importante era el asunto principal, y eso estaba muy claro. Lo de Wilhelm Sterner era una historia aparte.

El redactor jefe suspiró profundamente y de nuevo pareció mucho más viejo de lo que era. Al parecer no había bastado con hablar claro. Tendría que acudir a métodos más drásticos para que Leo comprendiera la auténtica magnitud del asunto.

Se levantó de la mesa y se dirigió con paso cansino y los hombros caídos hacia una caja fuerte empotrada en la pared. Aquel era el sanctasanctórum de la revista Blixt, donde se guardaba todo aquello que en cierto modo era estrictamente confidencial: registros, fuentes que no debían ser reveladas y dinero en metálico. Forman giró muy despacio la rueda con la combinación y después abrió la caja con un enérgico tirón. Revolvió entre dos montones de papeles en el estante inferior, situados detrás de otras pilas menos importantes, y luego sacó dos sobres cerrados y sin membrete.

Stene Forman le entregó uno de los sobres a Leo, le dijo que lo abriera y volvió a sentarse detrás del escritorio. Leo abrió el sobre y sacó un par de fotos que le revolvieron el estómago. Eran imágenes de una autopsia, y solo una de ellas, un primer plano, permitió a Leo identificar al muerto. Era Edvard Hogarth. Las fotos mostraban un cuerpo pálido y en sorprendente buena forma, con una serie de cortes realizados con indiferente delicadeza que lo habían convertido en un deforme amasijo de carne. La piel del rostro había sido desprendida del cráneo y enrollada como una máscara flácida en torno a la garganta, los órganos y las vísceras se entremezclaban como en una ensalada sanguinolenta y costras de sangre seca manchaban la piel velluda. Una serie de primeros planos de la pantorrilla derecha revelaban dos puntos muy pequeños separados entre sí a una distancia de unos dos centímetros. Estos habían sido rodeados con círculos mediante un bolígrafo, con el que también se habían escrito algunas anotaciones en latín.

Acompañando a las fotografías había una copia del informe de la autopsia, que establecía que Edvard Hogarth había fallecido a causa de un paro cardíaco producido por una descarga eléctrica, probablemente ocasionada al aplicar sobre su pantorrilla un cable enchufado a la red eléctrica. En otras palabras, había sido un asesinato.

Tras lograr recuperarse de la primera oleada de náuseas y secarse el sudor de las manos, Leo empezó a comprender cuál era la realidad oculta en todo aquello. Forman no necesitaba dar mayores explicaciones. Leo había sido su chico de los recados. Todo aquel asunto no tenía nada que ver con descubrir la Verdad, hacer justicia a Verner Hansson ni ninguna otra noble causa. El redactor jefe y antiguo amigo de Leo había actuado por su propia cuenta, y en principio había descubierto el mismo material, la misma fórmula explosiva. Él tenía los contactos apropiados y solo había utilizado a Leo cuando le convenía. Nada de aquello iba a ser publicado, nunca había sido esa la intención.

La intención estaba perfectamente clara, pero Leo se sentía demasiado cansado para mostrarse enfadado, sorprendido o utilizado. Asimiló los hechos con calma, y cuando el segundo sobre llegó a sus manos desde el otro lado del escritorio y resultó que contenía veinticinco mil coronas en billetes nuevos, ni siquiera tuvo que preguntar por qué.

Aquel era un asunto muy peligroso, según Forman. Era pura nitroglicerina: si se utilizaba apropiadamente podía ser beneficiosa, pero el más mínimo error podría significar la muerte, como había sucedido en el caso de Edvard Hogarth. No valía la pena pretender mostrar orgullo. El juego tenía sus propias reglas. Forman las respetaba, y Leo debería hacer lo mismo. Leo debería olvidarse de todo; había llevado a cabo un buen trabajo y debía sentirse satisfecho. Ahora podría dormir, descansar y emplear el dinero para hacer un largo viaje o lo que le viniera en gana, lo que fuera para desconectar y olvidarse del caso Hogarth. Era lo mejor que podía hacer. Forman aseguraba que «ellos» le dejarían en paz. Había estado en contacto con «ellos» desde hacía mucho tiempo. El mismo Wilhelm Sterner le había prometido que no habría ninguna represalia mientras el asunto permaneciera encubierto; él sabría cómo manejar la situación. En cierto sentido, Forman admiraba a Sterner; había una lógica absolutamente implacable en su frialdad. Forman nunca mencionó hasta qué punto había estado involucrado en aquel asunto. Había muchas cosas que Leo no llegaría a saber. Blixt iba a declararse en bancarrota la próxima semana, y el último ejemplar ya estaba listo. Forman se marcharía pronto al extranjero con su nueva esposa. Tal vez al cabo de dos semanas. El caso Hogarth permanecería para siempre off the record.

Pasada ya la medianoche de aquel día de abril de 1975, dos hombres salieron de las oficinas de la revista Blixt, que muy pronto sería clausurada, en el paseo de Norr Mälarstrand. Subieron al nuevo coche del redactor jefe Stene Forman, un sofisticado vehículo que debía de haber costado una suma considerable. No era un vulgar coche de empresa.

Stene Forman llevó a Leo Morgan a su casa en la calle Horn. Ambos permanecieron en silencio, fumando un cigarrillo y observando el movimiento continuo de los limpiaparabrisas. Forman le tendió varias veces el pequeño sobre marrón con veinticinco mil coronas en billetes nuevos, sin que Leo demostrara ningún interés en cogerlo. Entonces el redactor jefe empezó a hablar sin parar durante un buen rato. Lo que se dijo allí quedó entre ellos dos. Tal vez le ofreció promesas y garantías acerca de la seguridad personal de Leo, diciéndole que nadie le tocaría un solo pelo de la cabeza siempre y cuando aquellos documentos permanecieran bajo llave en la caja fuerte de la redacción. Estos irían muy pronto a parar a manos de los que pagaban. Nada era gratis. Incluso la verdad tenía su precio.

Finalmente Leo cogió el sobre marrón, salió del coche y cerró la puerta. El encubrimiento se había completado. De momento.

Esa misma noche se produjo un atentado terrorista con bombas en la embajada alemana. Toda Suecia se vio conmocionada.

Al cabo de unos días Henry Morgan llegó de su rodaje en Skåne. En cuanto atravesó las altas puertas de cristal del vestíbulo percibió un repulsivo olor a inmundicia y excrementos. Encolerizado, echó un vistazo al apartamento y luego entró en las dependencias privadas de Leo.

Leo yacía como paralizado en su cama, mirando al techo. Todo el dormitorio estaba lleno de billetes que habían sido utilizados como papel higiénico. Veinticinco mil coronas esparcidas por el suelo… toda una fortuna untada en heces. El hedor era indescriptible, y Henry abrió la ventana tratando de no pisar los billetes. Fracasó en su intento y algunos billetes de mil coronas se quedaron pegados a las suelas de sus zapatos. Henry empezó a vociferar entre sollozos furiosos. Le gritó a Leo que al menos tuviera la consideración de responderle, porque sabía perfectamente en qué andaba metido. El propio Wilhelm Sterner se lo había contado todo, y él se había visto obligado a interrumpir el rodaje de su película para regresar y ocuparse de su jodido hermanito, que siempre se estaba metiendo en problemas.

Pero Leo no reaccionó. No movió un músculo. Henry lo zarandeó, le abofeteó con fuerza, pero sin resultado alguno. Leo ni siquiera parpadeó. Su respiración era tranquila y el pulso bajo. A pesar de la relativa calma, parecía que en su organismo se hubiera producido un terrible proceso de combustión metabólica que había consumido su cuerpo. Era como si fuerzas psicológicas imponderables combatieran ferozmente en su interior y le exigieran enormes cantidades de energía.

Henry telefoneó al médico de la familia, el doctor Helmers, que llegó resoplando al cabo de dos horas. Sabía lo grave que podía ser la situación. Pero el doctor Hermers tampoco logró establecer contacto con Leo. Había visto todos los cuadros somáticos del chaval durante treinta años y creía conocer a fondo el protocolo. Pero esa vez era algo de más envergadura. Explicó que había sido testigo del mismo fenómeno en la abuela paterna del muchacho. A pesar de todos los intentos y esfuerzos, a principios de los sesenta la mujer se había echado prácticamente a morir, y su aspecto había sido el mismo que ahora presentaba Leo. Parecía como si su deseo de vivir se le hubiera escapado por el trasero, para nunca más volver. El doctor Helmers se reconoció impotente y dijo que aquello escapaba a su área de competencia. Era tarea de expertos y requería cuidados especiales. Prometió arreglarlo todo para que fuera admitido en el hospital de Långbro.

Henry se pasó varios días maldiciendo, lavando y planchando billetes antes de que se decidiera el internamiento de Leo en el hospital. Por ironías del destino, aquello ocurrió justamente el 1 de mayo de 1975. El taxista fue de gran ayuda, y Leo dejó que entre ambos lo bajaran hasta el coche sin protestar. Por desgracia, el taxi quedó atrapado en un embotellamiento por una manifestación que en ese momento pasaba por la calle Horn. Era primero de mayo y más de cincuenta mil personas se dirigían hacia la plaza de Norra Bantorget para celebrar la victoria en Vietnam. Era un día histórico.

Leo Morgan, estrella infantil, poeta, provie, filósofo y reportero fracasado, no se percató de la manifestación. Ya estaba sumido por completo en su silencio.

Duraría más de un año.