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Estocolmo, otoño de 1978
Posiblemente hoy luzca el sol sobre Estocolmo, en este día de principios de verano en Suecia, en el Año Internacional del Niño, el año de las elecciones de 1979. Reina la calma y todo parece refulgir con una especie de calidez. Sin embargo, este vasto apartamento sigue tan frío y sombrío como siempre. Las cortinas y los visillos han permanecido echados durante semanas, tal vez meses.
«Sé mi Boswell» era una de las exhortaciones más habituales de Henry Morgan cuando estábamos sentados frente a la chimenea en las butacas Chippendale -¡cuántos fuegos habríamos encendido y visto morir durante ese invierno!-, y al decirla saboreaba las palabras, disfrutaba escuchando su propia voz, la de una persona de mundo y un maestro en el arte de la conversación, embriagado por sus magníficas cualidades y por un buen vino o un coñac barato. Aquello exigía de mi parte un ejercicio de paciente escucha. Yo permanecía sentado dejando que mi vista se posara sobre la pareja de figuras de porcelana de Fábricas Gustafsberg que flanqueaban la chimenea. No sabía a cuál de las dos debía prestar más atención, si a la Verdad o a la Mentira. Una era hermosa, la otra divertida, por decir algo.
Por fortuna puedo encomendarme bastante a mi memoria, ya que soy tan bueno escuchando como Henry mintiendo. Él salpicaba sus historias con fantasías que pertenecían a otro mundo, tal vez a una época ya desaparecida. Los dos hermanos Morgan eran auténticos anacronismos. Si hubiera existido una Revista del Caballero como en los tiempos del doctor Johnson, yo podría haber ejercido sin duda como corresponsal. Sin embargo, ya no hay lugar para tales pretensiones. Como tampoco lo hay para Henry ni Leo Morgan.
Siempre he sentido cierta admiración por los mitómanos mentirosos, de los cuales hay muchos tipos. Hay mitómanos que se van creciendo, y comienzan contando una pequeña anécdota inocente que se expande hasta convertirse en una historia totalmente inverosímil; y luego hay mitómanos más modestos, que viven una existencia llena de pequeñas mentiras piadosas y cotidianas que no lograrían impresionar ni a un chiquillo dado al embuste. A nadie le apetece llevarles la contraria, y mucho menos a mí.
El escritorio de caoba de esta magnífica biblioteca en penumbra empieza a estar atiborrado de libros, pequeñas notas y montones de folios que literalmente han salido rodando de mi máquina de escribir. Apenas quedan a la vista unos pocos fragmentos de la superficie de madera de apagado brillo bajo el polvo, las manchas de café y la ceniza de los cigarrillos. La papelera, decorada con misteriosas cartas de Tarot, está llena de paquetes de Camel vacíos y arrugados. La sala hiede a una improblable mezcla de inmundicia animal y gran literatura. T. S. Eliot se hubiera encontrado a sus anchas.
Hace ya mucho que soy incapaz de distinguir en qué día o qué fecha vivo, o cuánto tiempo llevo recluido en mi exilio autoimpuesto. El teléfono está silencioso, desconectado. La puerta de entrada al apartamento sigue parapetada. El vestíbulo está inundado de propaganda y periódicos que debo sortear cada vez que tengo que ir al baño o simplemente plantarme frente al espejo dorado con querubines para examinar mi imagen, que ha sufrido una espectral transformación.
Repulsivo es lo que sigo siendo. Mi pelo bajo la ridícula gorra inglesa de tweed ha vuelto a crecer y ha empezado a salirme una barba rala, que parece que en cualquier momento fuera a desprenderse de mi demacrado rostro. Pero soy incapaz de controlar los leves tics bajo los ojos. En ocasiones pueden resultar encantadores; en otras desfiguran por completo mi rostro, lo cual me desquicia enormemente, ya que me recuerdan el precio que he tenido que pagar por todo este asunto. Pero apenas tengo veinticinco años. Creo que soy demasiado joven para darme por vencido o para constatar con resignación que ya he hecho todo lo que tenía que hacer, que ha pasado mi momento, que estoy acabado.
En medio del revoltijo de la correspondencia se distinguen algunos sobres blancos y marrones. Me interesan tan poco como el verano que se respira afuera. Las personas a las que van dirigidos siguen ausentes, desaparecidas sin rastro, sin que nadie se moleste siquiera en buscarlas. Ellos viven solo a través de esta respiración artificial mía, una especie de bolsa literaria con bolas de naftalina para su eterna conservación. Tengo que continuar mientras pueda hacerlo, incluso aunque me desmorone, mientras aún pueda verlos con relativa claridad en medio de la febril neblina que se alza frente a mí, mientras todavía logre escuchar sus voces y mientras aún pueda sentir su amor y su odio centelleando a través de este apartamento tan lúgubre.
En uno de los periódicos que hay en el vestíbulo he descubierto recientemente una fotografía de alguien que guarda cierto parecido con Henry Morgan. Se trata de un lanzador de pesos de Alemania del Este que al parecer es el plusmarquista mundial de su especialidad. Algo en aquella repugnante bestia gargantuesca me recordaba al refinado caballero Henry Morgan. Tal vez fueran el peinado y su poderoso cuello. Por cierto, el récord mundial está establecido en 22,15 metros.
Podría llenar fácilmente todas estas estanterías de la biblioteca con escritos y relatos sobre los hermanos Morgan. Sería un monumento digno de ellos. Sin duda su enemigo está tras mi pista.
El almanaque de adviento era un modelo anticuado, polvoriento y descolorido, con el desvaído fulgor de la estrella que en la profunda y oscura noche sagrada mostraba el camino a Belén. Fuera del pesebre, en cuyo interior una exhausta María y un orgulloso José cuidaban del pequeño que aún no tenía nombre, se arrodillaban los tres reyes magos que habían llegado desde Oriente portando sus regalos: oro, incienso y mirra. Eran tres hombres buenos y sabios que muy pronto engañarían al despiadado Herodes para salvar al Hijo del Hombre. El rey burlado se enfurecería, se oiría el espantoso grito de las madres que lloraban a sus hijos asesinados, pero los reyes magos se marcharían libres. Su sabiduría los hacía invulnerables.
El almanaque de adviento colgaba en la cocina del enorme apartamento de la calle Horn de Södra Malmen, en Estocolmo, en 1978, donde tres hombres muy sabios seguían buscando alguna señal procedente del cielo. Se trataba de los hermanos Henry y Leo Morgan y de un servidor, su humilde y en muchos aspectos secreto biógrafo. A finales de noviembre de aquel sombrío otoño, Henry había encontrado el calendario en un viejo estanco que vendía restos de mercancías de los cincuenta, y lo clavó con alfileres en el tablón de la cocina. Dijo que era una imagen de nosotros. Éramos tres emisarios, tres caballeros que se habían prestado a llevar sobre sus espaldas la carga de dolor que aliviaría a la humanidad de sus sufrimientos. Pero nosotros no seríamos destruidos, porque también éramos invulnerables en nuestra sabiduría.
Era cierto que Henry Morgan podía predecir el tiempo a través del reúma de sus articulaciones, que leía su propio destino en sus rugosas manos, que tenía presagios, que vaticinaba buenas premoniciones y malos augurios. Sin embargo, nunca llegaría a ser un buen profeta. No éramos invulnerables, como pronto descubriríamos.
Tras el regreso de Leo «de América», Henry y yo intentamos mantener en lo posible la rutina que nos habíamos impuesto: era nuestra única oportunidad de sobrevivir, de hacer algo útil, de pretender que teníamos alguna misión en el mundo. Todas las mañanas Henry colgaba en el tablón de la cocina una hoja de cuaderno con un horario detallado de las actividades de la jornada. La lista podía enumerar: «desayuno, ensayo, excavación, pausa para café, ensayo, almuerzo, hacer la compra, llamar a tal o cual, periódico, cena…», junto con las horas en que debían realizarse dichas actividades. Como observación práctica, diré que en casi todas estas listas había siempre alguna falta de ortografía, porque era disléxico: como el rey, solía consolarse Henry. En cualquier caso, aquel horario de trabajo confería al día un ritmo apacible y una sensación de importancia, como si en realidad estuviéramos contratados o siendo utilizados por alguien, ya fuera un poder superior o un jefe de inferior rango, no importaba.
Leo no podía ni quería estar sujeto a aquel régimen de horarios. Detestaba la idea de que se pudiera asignar a la jornada un plan de antemano. Tras su estancia institucionalizada, abrazaba el día tal como venía, aunque cada día le llegara como una ominosa carta certificada de alguna autoridad maligna. De sus dependencias salía un fuerte olor a incienso -su regalo para Jesús-, y nunca se levantaba por las mañanas. Podía quedarse todo el día en la cama, con las manos cruzadas detrás de la cabeza silbando monótonas melodías o mirando al techo, sin hacer absolutamente nada. Aquel era su régimen, y dejamos que siguiera con él. Podría haber sido peor, mucho peor.
Desde el repentino regreso de Leo nada volvió a ser como antes. Henry caminaba de puntillas por la casa, con mucho cuidado, como si temiera molestar al encamado y mostrando un respeto casi exagerado. Tal vez se sentía un poco ridículo por haber mentido diciendo que Leo estaba en América, cuando en realidad había estado internado en una institución psiquiátrica. Pero a mí aquello me traía sin cuidado, así que no hablamos del asunto.
Una tarde de finales de noviembre pude constatar satisfecho que llevaba escritas al menos unas ciento cincuenta páginas de mi moderno pastiche de La habitación roja. La narración había adquirido cierta solidez y los personajes actuaban y se comportaban con mucha naturalidad. Arvid Falk había logrado librarse de la señorita de escuela y había alquilado un pequeño piso en el barrio de Söder, donde podía disfrutar de tiempo para dedicarse de nuevo a escribir sin la gravosa sensación de estar descuidando algo o a alguien. Se había hecho muy amigo de Kalle Montanus, el hijo campesino de Olle, y corrían buenos tiempos para la camarilla del Berns.
Era una tarde de ambiente cargado y húmedo, y todo Estocolmo parecía bullir como un humeante caldero de bruja con hollín, azufre y maldiciones. Era uno de esos días en los que se sentía el frío sin importar lo mucho que trabajaras. Henry subió de los túneles con su mono de trabajo sucio poco antes de la cena, y le propuse que fuéramos al Club Atlético Europa para entrenar un poco. No era una de las actividades programadas en el tablón de la cocina, pero después de todo Henry no era una persona tan estricta. Siempre estaba abierto a negociaciones.
Preparamos nuestras bolsas de deporte y bajamos por la calle Horn hasta el Europa, que a esas horas empezaba a vaciarse aunque Willis siempre se quedaba hasta la hora del cierre. Henry le expresó inmediatamente sus condolencias. Willis estaba muy deprimido.
Gene Tunney había dejado este mundo en noviembre de 1978. Sin duda su vida no habría dado para escribir una novela de superación romántica ambientada en los rings: alumno aplicado, soldado de marina, con un refinado interés por la literatura y demás. No era la típica historia de boxeador salido de los bajos fondos como las de Jack Jonhson, Joe Louis o Rocky Marciano. Pero el caso es que Willis había conocido a Tunney en persona y tenía una foto en la que posaba con el púgil de brillante técnica que había hecho besar la lona a Jack Dempsey. La fotografía había sido tomada justo después de la segunda guerra mundial en Nueva York y estaba colgada en una pared del pequeño despacho de Willis en el Club Atlético Europa. Tunney era un hombre muy apuesto; también Willis. Eran dos hombres en la plenitud de la vida, y tal vez Willis sintiera que estaba envejeciendo ahora que su vital compañero de la foto en Nueva York había fallecido.
– Era una persona condenadamente culta -dijo Willis señalando la desvaída fotografía-. En ese sentido no era como los demás boxeadores. Pero todos los grandes boxeadores han sido filósofos, de un modo u otro; tienen que serlo. Aunque Tunney era especial. Tuvo la sensatez de saber retirarse a tiempo. En realidad nunca hablamos mucho de boxeo. Recuerdo que le interesaba Jussi Björling, y me preguntó si lo conocía. Y le gustaba la política.
– ¿No crees que nos parecemos mucho? -preguntó Henry, posando debajo de la foto de Tunney.
– Una cosa es saber retirarse a tiempo, Henry -dijo Willis-, y otra muy distinta ni siquiera haber empezado.
– Aún estoy a tiempo. Podría pelear con cualquiera en este país. ¡Cuando quieras!
– ¡Ten cuidado que no te oiga Gringo!
Pero Gringo no estaba aquella noche en el Europa, así que pudimos entrenar tranquilamente, sin peleas de gallitos. Al cabo de una media hora empecé a sentir punzadas alrededor del corazón, lo cual me dejó algo abatido. Siempre te sientes bastante inquieto cuando el corazón se acelera y la sensación no se te pasa, así que decidí tomármelo con tranquilidad. Henry seguía con su ritmo de siempre, y mirándolo de lejos pensé que tenía razón: podría pelear con cualquiera en este país. Al menos durante algunos asaltos.
El otoño había alcanzado su plenitud grisácea, y solo había viento y lluvia el día en que estalló la alarma. Yo estaba sentado en la biblioteca, trabajando; Leo estaba echado en la cama, respirando incienso, y Henry tecleaba en el piano cuando de repente llamaron al timbre y empezaron a aporrear la puerta. Henry fue el primero en levantarse y abrir.
– Ven… rápido… Greger… el túnel… -jadeaba un exhausto Birger-. ¡Tenéis… tenéis que bajar!
Birger había subido las escaleras corriendo y, como estaba un tanto rollizo, le fallaban las fuerzas. Iba completamente cubierto de tierra y su cara estaba negra como la de un auténtico minero.
– Tranquilo, Birger -dijo Henry-. ¿Qué ha pasado?
– Ha habido un… derrumbe -jadeó Birger, dándose media vuelta y empezando a bajar la escalera con sus pasitos cortos y afectados.
– ¡Hostia puta! -vociferó Henry, y salió corriendo tras Birger.
Intentó preguntarle más detalles sobre lo sucedido, pero lo único que logré entender era que Greger seguía allá abajo, atrapado por el hundimiento.
Había cedido una de las viejas vigas de madera situada al final de la pendiente que daba acceso al túnel. Al tomar impulso para subir con la carretilla, Greger había chocado con el pilar y aquel pequeño golpe había sido suficiente. Tierra, arena y piedras se habían desprendido y habían dividido el túnel en dos partes, una de ellas sin entrada ni salida. Allí dentro estaba Greger, si es que seguía con vida.
Sin más dilación, Henry comenzó a cavar con una pala. En cuanto hubo suficiente espacio, Birger y yo nos unimos a él.
– ¿No deberíamos llamar al menos a una ambulancia? -preguntó Birger, lleno de ansiedad.
– ¿Estás loco? -preguntó Henry-. ¿Y tirar por la borda diecisiete años de esfuerzos?
– Pero esto ya no vale la pena, Henry -repuso Birger-. ¡Este jodido tesoro no merece correr tantos riesgos!
– Calla y trabaja -masculló Henry entre palada y palada-. Tenemos que darnos prisa.
Cavamos y sacamos tierra durante más de una hora hasta que finalmente logramos extraer la vieja viga y despejar un pasaje de medio metro de diámetro.
– ¡Hola! -gritó Henry en la oscuridad-. ¡Greger! ¡Greee-geeer!
Apenas oíamos nuestra jadeante respiración, totalmente tensos, en espera de alguna respuesta, alguna pequeña, lastimera, aterrada señal de vida de Greger. Pero no oímos nada. Ningún sonido.
– Maldita sea -dijo Henry-. Tenemos que excavar por lo menos medio metro más para que pueda entrar.
– Condenado Greger… -dijo Birger-. Joder, es típico de él. Todo lo que toca acaba siendo un desastre. Y mira cómo ha quedado mi traje…
Al cabo de otra media hora habíamos excavado y extraído la suficiente cantidad de tierra, piedra y arena para acceder con relativa facilidad al interior del túnel. Henry agarró una linterna y se internó en el negro agujero.
– ¡Hostias! ¿Qué diablos…? -oímos decir desde la oscuridad-. ¿Qué…?
– ¿Qué pasa, Henry? -preguntó Birger-. ¿Qué ves?
– Calla -fue la respuesta, y el haz de luz de la linterna desapareció por completo.
Birger no paraba de dar saltitos de angustia y curiosidad y seguro que mi pulso iba a más de ciento cincuenta pulsaciones por minuto. Eso en el mejor de los casos.
– ¿Tienes tabaco, Birger? -pregunté.
El dandi sacó un paquete muy arrugado de Pall Mall. Encendimos sendos cigarrillos y fumamos en silencio. Birger no podía estarse quieto.
– Greger era un buen tipo -dijo Birger-. Era una persona sencilla, sin pretensiones, pero un tipo de primera. Su padre murió cuando él era un chaval, ¿sabías?, pero aunque suene extraño siempre se las supo arreglar.
Birger hablaba como si ya hubiera que empezar a olvidar a Greger. Pero no era el caso. Greger estaba vivo y probablemente mejor de lo que se había sentido en toda su vida. Tras esperar exactamente lo que se tarda en fumar dos Pall Mall extralargos cada uno, percibimos señales de vida más allá de la zona del derrumbe. Oímos voces, risas y murmullos, como si se tratara de dos pescadores satisfechos después de una buena captura de salmones.
Muy pronto volvimos a ver el haz luminoso de la linterna, seguido del pelo desgreñado de Henry Morgan. Parecía un chaval feliz después de haber pescado un ejemplar gigante.
– ¿Qué ha pasado? -gritamos Birger y yo al unísono.
– Entrad -dijo Henry-. De uno en uno.
Birger y yo apenas pudimos contenernos. Nos abalanzamos hacia la oscuridad y aterrizamos al otro lado del montículo formado tras el derrumbe. Allí estaba Henry, que nos recibió como el mismo Virgilio, compañero y guía del mundo subterráneo.
– Seguidme -dijo de forma concisa, y lideró la marcha.
El derrumbamiento había abierto una cavidad que antes había permanecido oculta y que conducía a otra galería subterránea más antigua que la descubierta por el abuelo paterno de Henry. Al final de aquella caverna había un portal formado por vigas de la altura aproximada de una persona, que conducía hacia el oeste.
– ¡Id con cuidado por aquí! -decía Henry de vez en cuando.
El túnel continuaba unos veinte metros hasta girar de forma abrupta en un ángulo muy cerrado que daba a otro portal, completamente cubierto de tierra y formaciones sedimentarias que parecían vetas de carbón. En la entrada estaba sentado Greger, fumando un cigarrillo con aspecto arrogante. Sostenía en la mano un objeto que parecía una copa metálica bastante deteriorada. Había raspado un poco el borde de la copa, que brillaba emitiendo inconfundibles destellos dorados que atravesaban la oscuridad de la antigua cueva como un telegrama de felicidad, prosperidad y un futuro resplandeciente.
– Brilla como… -dijo Birger con un nudo en la garganta.
– Oro -dijo Greger.
Spiderman era el nombre de una de las criaturas menos repulsivas creadas por el mago del cómic Stan «the Man» Lee. Se trataba de un pobre muchacho con seis brazos, con los que nunca sabía muy bien qué hacer. Henry Morgan siempre seguía muy atentamente las peripecias del joven héroe en el local del Estanquero. Y es que Henry el barman era bastante parecido a Spiderman. La única diferencia era que Henry sabía exactamente qué hacer con sus brazos: verter, medir, agitar, remover, mezclar, endulzar, sazonar, picar y servir. Fuimos testigos de su amplia gama de destrezas el día en que celebramos la resurrección de Greger.
El ánimo depresivo se transformó de pronto en alegre regocijo. No solo porque habíamos rescatado a Greger sano y salvo, sino porque estábamos mucho más cerca del Tesoro. Estábamos plenamente convencidos de ello.
– Esto es un regalo llovido del cielo, un augurio, un rayo de luz y esperanza ahora que nos adentramos en la oscuridad del invierno -declamaba Henry mientras sostenía la taza de metal dorado aún manchado de tierra-. Esta es una señal de esperanza y consuelo, mientras que este es un regalo que yo les brindo en persona -concluyó sirviendo cuatro espléndidas copas-. ¡Salud!
– Por nosotros, condes y barones -dijo Birger, tal como se esperaba de él.
En todas las catástrofes hay siempre un determinado número de víctimas y otro de héroes. Greger formaba parte de esta última categoría y su figura parecía haber cobrado una mayor prestancia allá abajo, en la galería recién descubierta. Greger había adquirido cierta categoría; recordaba un poco a Franzén y a Fälting mientras balanceaba en el aire su cóctel Vanderbilt. En un futuro no muy lejano, su hallazgo podría llegar a compararse con el rescate del buque real Wasa. A esa conclusión había llegado el propio Greger, y nadie pensaba quitarle aquella ilusión.
Henry sacó el mapa, el extraño documento que había desencadenado todo en 1961, y lo extendió sobre la mesa del salón. Los demás nos reunimos en torno para examinarlo.
– Tiene que ser el pasaje alternativo que indica esta línea de puntos en dirección oeste, en paralelo a la calle Horn. ¿No creéis?
Murmuramos nuestro asentimiento mientras contemplábamos fijamente los esfuerzos colectivos, las esperanzas, las ilusiones, los datos y los sueños del viejo historiador y miembro del club MMM, ahora manifestados en la forma tan venturosa como críptica que adquiere un mapa del tesoro cuando se reconstruye a partir de un nuevo descubrimiento. El camino que indicaba la línea de puntos conducía a una de las cuatro posibles cámaras del tesoro. Hasta el momento la expedición se había centrado en las otras dos, en dirección este. Por unanimidad, se decidió que la única alternativa viable era continuar excavando hacia el oeste.
– Propongo que bauticemos el nuevo hallazgo como la «gruta de Greger» -dijo Henry.
El rostro de Greger enrojeció de orgullo y nadie puso objeciones. Brindamos por la gruta de Greger y estábamos tan absortos por la solemnidad del momento que nadie se dio cuenta de que Leo había entrado en el salón. Apareció de repente allí, sin más, y no parecía en absoluto muy interesado por ningún nuevo descubrimiento.
– ¿Alguien tiene un cigarrillo? -preguntó bostezando, y se sentó en el alféizar de una ventana.
– Claro -dijo Birger complaciente, y le ofreció un Pall Mall.
– ¿Has estado a punto de morir, Greger? -preguntó Leo.
Greger cayó de repente de su nube.
– No, en absoluto -lo tranquilizó-. Solo fue un pequeño derrumbe, pero abrió un nuevo pasaje. Este, este de aquí -continuó señalando en el mapa-. Se llamará la gruta de Greger.
Leo no se molestó en mirar porque no le interesaba, no sentía la más mínima curiosidad. Permaneció frente a la ventana, mirando hacia la neblina gris sobre los tejados, las calles y todo Estocolmo.
– Ya, ya -suspiró-. Es un buen nombre.
– ¡Joder, qué bien me siento! -dijo Henry cuando Greger y Birger se marcharon tras varias horas de deliberaciones y buenos tragos.
Leo no había conseguido desanimarnos y regresó a su nube de incienso. Henry y yo nos sentíamos en plena forma.
– ¡Esto se merece toda una noche de fiesta!
– Y que lo digas -convino Henry-. Pero antes tenemos que ver lo que nos queda en caja.
Tras un cálculo algo dudoso, decidimos que nos daba para una pequeña juerga esa noche. A Henry se le ocurrió una idea genial: llamaríamos a Kerstin, la hija del rey de las quinielas, la que llevaba una furgoneta de reparto de Pickos. La única manera de calificar aquello era de idea genial, y yo me ofrecí a llamar a Kerstin. Ella estaba en casa y aceptó de muy buen grado venir a cenar, y todo parecía demasiado bueno para ser verdad, pero era verdad.
Fuimos a toda prisa al centro de la ciudad para comprar en Åhléns exquisiteces como cangrejos, angulas, salami, quesos para untar, surtido de patés y otros manjares que permitieran alegrar una noche fría y lúgubre, por lo que respectaba al clima, de finales de noviembre. Henry llevaba puesto aún su mugriento mono azul y yo ni siquiera me había lavado las manos después del derrumbe, de modo que la gente debía de tomarnos por dos reclusos desesperados que acababan de fugarse y estaban fundiéndose el poco dinero que tenían para comer decentemente antes de que la policía los encontrara y volviera a encerrarlos.
Después regresamos rápidamente a casa para lavarnos, afeitarnos y vestirnos con ropa más apropiada. Henry se sentía tan generoso que incluso le preguntó a Leo si quería unirse a nosotros, pero Leo había pensado ir al cine. Kerstin sería solo para nosotros, o eso creíamos.
Poco antes de las ocho Henri le gourmet ya había dispuesto otra gloriosa y artística mesa. Era todo un placer para la vista, y Henry no había omitido ningún detalle. El arreglo estaba coronado por un magnífico centro de mesa con forma de palmera y decorado con piñas pequeñas, que confería al conjunto un aire de La Riviera, de clásico casino mediterráneo.
Kerstin llegó con la preceptiva demora y de muy buen humor. Henry nos sirvió a cada uno un Palm Breeze a base de ron, Chartreuse y licor de cacao, una bebida que, según el barman, había ganado un certamen de cócteles en Londres en 1949.
– Seguramente habré preparado varios centenares de estos cócteles Palm Breeze cuando estaba en… -empezó Henry, y luego prosiguió con su perorata ante una impávida Kerstin, que desprendía un fuerte aroma a agua de colonia.
– Sea como sea, está muy bueno -dijo cuando despertó por fin del somnífero monólogo de Henry.
– Solo hay un pequeño detalle -repuso Henry-. Estás muy guapa esta noche, Kerstin, pero ¡no se masca chicle cuando estás tomando un cóctel!
– Perdón -dijo ella, avergonzada, y escupió el chicle en la mano-. Siempre estoy mascando chicle.
– Y lo haces de una manera encantadora. Hay mucha gente a la que no le favorece nada mascar chicle, pero no es tu caso.
– Bueno, ya está bien -me vi obligado a intervenir.
– Lo que tú digas, Klasa -dijo el anfitrión, y levantó las manos como si lo atracaran.
– Eso ha sido una grosería.
– No discutáis, chicos -dijo Kerstin-. ¿Puedo ver la casa?
– Klasa le enseñará la casa a la señorita mientras yo me encargo de todo en la cocina -dijo Henry, y desapareció.
La cena transcurrió de acuerdo a un ritual tal vez algo rígido pero aun así muy digno. Los manjares estaban exquisitos y los diversos vinos, soberbios. Sobre todo, contribuyeron a que el anfitrión se olvidara un poco de los formalismos.
Kerstin mascó chicle ya con los cafés, pero ni a Henry ni a mí nos apetecía seguir incordiándola. Los tres nos sentíamos bastante saciados después del ágape y nos sentamos en sendas butacas del salón para digerir la comida con los pies sobre un escabel. Entre la pareja de figuras de la Verdad y la Mentira, el fuego de la chimenea siseaba y crepitaba en un adormecedor y anestesiante concierto.
Sin duda Henry se sentía muy satisfecho consigo mismo. Siempre que se sentía satisfecho consigo y con sus actos, aparecía en su rostro una expresión especialmente bobalicona. Era como si sus ojos se alargaran, convirtiéndose en estrechas ranuras. Había conversado, servido y entretenido a sus invitados durante varias horas como un perfecto anfitrión, y ahora se merecía sentarse frente al fuego con una taza de café y una copa de coñac.
– Sois un par de pájaros raros -dijo de pronto Kerstin con un suspiro, sin venir a cuento.
– Pájaros, pájaros -repitió Henry-. No estoy de acuerdo en eso. Aquí arriba vivimos prácticamente como monjes.
– Monjes, monjes -repetí yo.
– ¡Maldita sea, Klasa! -exclamó Henry repentinamente-. ¿Sabes qué deberíamos hacer ahora, lo sabes?
– Quedarnos aquí tranquilos, diría yo.
– La canción… -susurró él-. «Muchacha con lentillas y brazalete de luto.»
– ¡Claro!
Nos acabamos deprisa el café y el coñac y engatusamos a Kerstin para que nos acompañara al salón con el piano de cola de Henry. Le pedimos que se sentara en el diván con borlas negras, encendimos un par de velas para crear ambiente y buscamos las hojas de aquella canción que habíamos compuesto el día de Todos los Santos en honor a Kerstin. Para entonces casi la habíamos olvidado, y cuando Henry carraspeó y tocó los primeros acordes al piano parecía un poco incómodo. En cambio, Kerstin se veía muy divertida.
Henry the entertainer interpretó toda la canción sin cometer un solo error. Tal vez sonara algo rígido, pero no le faltaba sentimiento. Kerstin se sintió profundamente conmovida por el tributo y aplaudió con los ojos vidriosos. Nos abrazó y besó a los dos, y sus labios sabían a chicle Stimurol.
– Otra vez… Me gustaría escucharla una vez más -rogó Kerstin-. Nunca antes me habían compuesto una canción, por favor…
Henry no pudo negarse y volvió a interpretar «Muchacha con lentillas y brazalete de luto». Nuestra musa saboreó cada una de las palabras sobre aquella maravillosa hija del rey de las quinielas de vista defectuosa y enlutada. Después regresamos al salón para beber whisky, echar más leña al fuego de la chimenea y charlar sobre amigos y enemigos comunes. No logramos encontrar a ningún amigo en común, pero sí descubrimos que los tres estábamos muy bebidos.
En ese momento Leo llegó a casa. Pasaba bastante de la una de la madrugada y venía del cine. Saludó a Kerstin con inusual cortesía y los ojos de la joven no se apartaron de él durante un buen rato. Leo se sirvió un whisky y encendió un cigarrillo junto a la mesa de ajedrez, porque de pronto había sentido el impulso de hacer la jugada de la semana contra Lennart Hagberg, de Borås.
Henry estaba francamente animado, y empezó a elogiar a su hermano hablando de sus poemas y de su asombroso dominio del ajedrez.
– Siempre he querido aprender a jugar al ajedrez -dijo Kerstin.
– Pues ahí tienes a un genio que puede enseñarte -dijo Henry, cabeceando en dirección a Leo.
Kerstin no era especialmente tímida y se dirigió hacia donde estaba el genio, que por una vez se mostró sociable y comenzó a explicarle cómo se movían las piezas. También le mostró la jugada de la semana, por qué había decidido ese movimiento y cuál podría ser la reacción de su oponente.
Henry bostezaba sonoramente mientras que yo seguía sentado en mi butaca, dando cabezadas. Había sido un día muy complicado, la cena estaba pasando factura y el whisky no ayudaba mucho. Muy pronto solo escuchaba el quedo siseo de Henry durmiendo y el de un fuego que crepitaba. Desde el rincón de la mesa de ajedrez llegaba un murmullo lejano, las voces de Kerstin y Leo que se oían como amortiguadas desde una casa vecina. El fuego proyectaba su cálida y serena luz sobre las butacas, y yo también caí dormido.
El salón estaba extremadamente frío cuando me desperté. Henry estaba frente a mí, dándome pataditas en los pies para que me espabilara. El alba se abría paso a través de la estancia como un fantasma, inundándola con aquel singular claroscuro que en ocasiones puede resultar tan deprimente. Sin embargo, en ese momento no resultaba desolador, sino más bien agradable.
– Kerstin… -murmuró Henry.
– Mmm… ¿Qué le pasa?
– Ella y Leo -dijo él, y chasqueó la lengua-. Al final han sido ellos los que se han enrollado.
– Mejor para él -respondí hoscamente.
– Es una manera de verlo -dijo Henry, encogiéndose de hombros malhumorado-. Voy a encender la chimenea.
Solo eran las siete de la mañana, y lo primero que hicimos fue entrar en calor antes de hablar siquiera de preparar algo de desayuno. Para entonces ya no tenía sentido acostarse, porque eso echaría a perder el resto del día. Lo mejor era iniciar ya la jornada, como si no hubiera pasado nada.
En la cocina estaban aún todos los platos sucios del día anterior, así que respiramos hondo y nos pusimos manos a la obra. Al cabo de una hora habíamos limpiado y preparado un desayuno monumental, con su correspondiente reconstituyente. Acabábamos de sentarnos a la mesa en paz y tranquilidad con nuestro periódico matutino en el regazo cuando oímos unas pisadas que salían del lavabo, y un instante después aparecía en la cocina una Kerstin con cara cansada y ojerosa. Parecía bastante avergonzada, pero nosotros tratamos de animarla porque lo que había sucedido no tenía ninguna importancia. Más bien al contrario. Se tomó el desayuno con un apetito voraz y luego tuvo que salir corriendo hacia su trabajo. Probablemente alguien la habría llamado por el busca.
– Sois los dos tan dulces… -repetía una y otra vez-. No estáis enfadados por lo que pasó, ¿verdad?
– ¿Enfadado? -dijo Henry con énfasis, como un actor herido-. ¿Yo, enfadado?
Kerstin sonrió alegremente y nos dio a cada uno un beso en el que se combinaban los buenos días, el agradecimiento y la despedida antes de recoger sus pertenencias, que estaban esparcidas por todo el apartamento. Solo Dios sabe lo que habrían hecho aquella noche.
– Ah, por cierto, me encantaría tener esa canción -dijo finalmente desde el umbral de la puerta-. En una cinta. ¿No podéis grabarla en un casete?
– Seguro que sí -dijo Henry.
– Así podré escucharla en la furgoneta y pensar en todos vosotros.
Kerstin desapareció y Henry me miró por encima del periódico con una sonrisa boba.
– Las pavas también son pájaros, ¿sabes? -dijo imitando a aquel estúpido ornitólogo del que la gente se reía unos quince años atrás.
Arrojé un pedazo de queso a la cabeza de aquel idiota.
Por una vez Leo se levantó antes de la hora del almuerzo, y fue recibido en la cocina con callados suspiros y silbiditos. Él también parecía avergonzado, pero también orgulloso y un tanto irritado. Había tenido problemas con el chicle de Kerstin. Se le había pegado en un lugar donde por nada del mundo debería haberse pegado.
Alguien cuchicheaba frente a la puerta de mi dormitorio, tan bajo que apenas se oía, pero lo suficientemente alto para despertarme. Lo cierto es que, desde la más corta infancia, uno se vuelve especialmente sensible a determinadas festividades y ocasiones especiales, y que ese sentimiento mágico te acompaña durante el resto de tu vida desde el calendario. Era la fiesta de Santa Lucía. Henry había abierto doce ventanillas en el almanaque de adviento de los reyes magos y yo acababa de abrir mis ojos nublados para mirar el despertador. Pasaban unos minutos de las seis de la mañana y había dormido solo unas horas porque la noche anterior había sido larga e intensa.
El cuchicheo continuaba en el corredor y yo trataba medio adormilado de distinguir las voces. Creo que oí una voz de mujer, una Lucía, pero si lo era no tenía ni idea de quién podía ser. Como ya he dicho, había sido una noche bastante ajetreada, que comenzó con una gran fiesta en Strandvägen en honor a los galardonados con el premio Nobel de ese año. Para mi enorme sorpresa, había sido invitado en calidad de joven literato y me sentía profundamente halagado, por no hablar de la reacción de Henry Morgan. Cuando llegó la invitación hacía una semana, el impenitente chismoso había leído cada una de las palabras de la tarjeta por encima de mi hombro, el mismo hombro que luego golpearía con toda su fuerza como muestra de felicitación. Esa era la confirmación, según él, de que yo formaba parte de lo más selecto, de la flor y nata de nuestra vida cultural, e insistió en que el mío era un nombre que tener en cuenta en el futuro. A mí no me sucedería como a Leo. Sin embargo, no conseguí averiguar quién me había invitado, porque, que yo supiera, el señor Isaac Bashevis Singer y yo no habíamos sido presentados.
En cualquier caso, fue una fiesta magnífica. Perdido entre el gentío y, por supuesto, escudado tras una copa de champán, me encontré con el editor Torsten Franzén, y entonces caí en la cuenta. Fue él quien me había invitado. Franzén iba acompañado por su elegante esposa, quien adoraba todo lo que yo había escrito y adoraba todo lo que el señor Singer había escrito.
– ¿Aún no has hablado con él? -exclamó la señora Franzén con un graznido y salpicando un poco de champán sobre la manga de mi chaqueta-. ¡Debes hacerlo! ¡Es una persona realmente fantástica, sencillamente maravillosa!
– Estoy seguro de ello -dije.
– Tienes que contarme cómo llevas La habitación roja -dijo el editor Franzén-. ¿Has avanzado mucho?
– Bastante.
– ¿Y cuándo podrás entregarlo?
– ¿Y cómo quieres que lo sepa? ¿Te parece este un buen lugar para hablar de negocios?
– Solo tengo noticias tuyas cuando necesitas un adelanto. ¡Y yo tengo que saber cómo va el libro!
– Va bien -respondí-. Condenadamente bien.
– Ya has recibido una suma considerable en concepto de adelantos y la gente empieza a ponerse nerviosa, ya sabes. Yo también tengo superiores a los que rendir cuentas.
– Eso ha sido muy ingenuo por tu parte, Torsten. Jodidamente ingenuo -repuse, mirándolo fijamente a los ojos-. Nunca he oído a un jefe reconocer que tiene superiores a los que rendir cuentas salvo si empieza a mascarse la tragedia.
– Klas, es que pronto va a ser una tragedia. El libro debería estar en las librerías en primavera, preferiblemente en abril, después de las grandes rebajas. Quedan cuatro meses.
Empecé a sentirme presionado, y hacía tanto calor allí dentro que el sudor empezó a rodar por mis mejillas y me había quedado sin champán en mi copa. Franzén me había arrinconado en una esquina sofocante y yo no podía defenderme más que con golpes desesperados en forma de falsas promesas y múltiples excusas, hasta que de pronto llegó mi salvación materializada en la figura de un embajador judío que, con el brillante vestido de la señora Franzén reluciendo detrás de él, se dirigió a mí en inglés.
– Es usted un joven escritor, ¿verdad? Entonces debe conocer al señor Singer. Todos los jóvenes escritores deberían conocer al señor Singer.
– Sí, claro. Me encantaría conocerlo.
El embajador me condujo a través del mar de gente hasta el anciano menudo y atento que miraba con ojillos curiosos desde una esquina. Se le veía bastante agotado después de haber atravesado un océano de manos estrechadas, desde la Costa Este de Norteamérica hasta el mar Báltico en Europa.
– Le presento a un joven escritor sueco -dijo el embajador en inglés, y me empujó frente al oráculo.
– Hola, señor Singer -saludé en el mismo idioma.
– Hola, joven escritor -dijo el Mago-. ¿Vive usted aquí? -continuó él, y sin darme tiempo a responder añadió-: Soy Isaac Bashevis Singer y vivo en Nueva York. Estoy encantado de conocerle.
Y eso fue todo, porque en el mismo instante en que nos estrechábamos la mano aterrizó un buitre con collar de perlas que clavó sus garras sobre el hombro del hombrecillo ratonil, al tiempo que lo colmaba de halagos y frases lisonjeras. Plantó un bolígrafo en la mano del escritor y deletreó su nombre, que posiblemente aparecía tanto en el registro de la nobleza como en el patrimonial. Quería tener un libro dedicado a toda costa.
Después de aquello, el resto de la fiesta se difuminó en champán, humo, cócteles y canapés israelíes de sabor exquisito aunque sin grandes extravagancias. Entre una cosa y otra, y después de hacer una ronda nocturna por los bares de la ciudad, me encontraba ahora echado en la cama, en aquella mañana de Santa Lucía, escuchando aquellos murmullos frente a mi puerta.
Muy pronto aquel nervioso cuchicheo se metamorfoseó en la bella canción de santa Lucía, hermosamente interpretada. La puerta se abrió y el dormitorio se llenó con aroma a velas, café recién hecho, bollos de azafrán recién horneados y galletas de jengibre. Henry hacía de niño de la estrella, con el cucurucho en la cabeza y la varita y demás, mientras que Kerstin hacía de Lucía. Resultó algo tan sorprendente como conmovedor. Me incorporé en la cama y recibí a la comitiva como un complacido maestro de escuela.
– ¿Por qué hacéis todo esto por mí? -fue mi pregunta lógica.
– ¿Y por qué no? -dijo Henry-. En realidad, yo no sabía nada de esto. No tenía ni idea.
– Quería hacerlo para todos vosotros -dijo Kerstin-. Pero no ha podido ser porque Leo no está.
– Vamos a la cocina -propuso Henry-. No creo que la vieja cama de Göring sea un lugar muy apropiado para una fiesta de pijamas.
Dicho y hecho. Una vez en la cocina tomamos café en honor a santa Lucía y hablamos del invierno que estaba ya a las puertas. Kerstin iba a pasar fuera las fiestas de Navidad, mientras que Henry y yo habíamos decidido pasarlas con el mejor de los ánimos en casa. No sabíamos demasiado acerca de los planes de Leo, pero sí sabíamos que a él no le interesaban mucho las festividades ni las ocasiones especiales.
Henry se puso muy pesado intentando averiguar si Kerstin se había enamorado de Leo.
– No estoy segura -dijo Kerstin con la boca llena con un bollo de azafrán-. Se le ve tan frágil… Pero no estoy segura.
– Nadie te está pidiendo que lo estés. En cualquier caso, al muchacho le irá muy bien una chica como tú. ¿Y a quién no?
El invierno llegó de golpe, y por lo visto iba a ser bastante crudo. En una sola noche Estocolmo se cubrió con el manto de la primera nevada, y después la helada hizo que cuajara. La palabra «leña» empezó a aparecer con insistencia en la programación de actividades de la jornada de Henry, y nos pasamos varias horas a la semana rastreando por los contenedores abandonados y arrastrando a casa todo tipo de maderos que pudiéramos subir al desván para serrar en trozos manejables.
En aquel invierno en particular había una especie de imponente y abrumadora persistencia -se prolongaría hasta bien entrado abril, aunque afortunadamente no lo sabíamos entonces, los vaticinios de Henry no llegaban tan lejos-, y siempre resulta agradable tratar con algo persistente. Un amigo pertinaz es cada vez más imprescindible, y un enemigo igual de pertinaz se va convirtiendo en algo que consecuentemente debería llamarse prescindible. El invierno llegó de la noche a la mañana, y llegó para quedarse.
Como ya he dicho, Henry era muy supersticioso, y confiaba ciegamente en aquel famoso lapón que revolvía en el estómago de los renos para predecir el clima. Hojeamos con avidez las páginas de todos los periódicos en busca de los vaticinios del lapón, pero nunca logramos encontrarlos, así que Henry tuvo que limitarse a confiar en lo que le indicaban sus sensibles articulaciones. Siempre había sido muy resistente a las inclemencias del tiempo, pero últimamente se quejaba de sus chirriantes articulaciones. Aseguraba que tenía reumatismo. Era cosa de familia, y los cinco años que había pasado errando por Europa central, en frías estaciones de tren y húmedas pensiones, no habían mejorado la situación. Era el precio que había tenido que pagar. Pero había merecido la pena.
– Mi madre también tiene reumatismo -afirmó-. ¡Mamá! ¡Mamá…!
– ¿Qué pasa con tu madre? -pregunté.
– ¿Cuándo fue la última vez que llamé a mi madre? ¡Debe de hacer semanas!
– No me digas.
– Pronto iremos a su casa para celebrar una comida navideña, así que ya lo sabes. Suele irse a pasar unos días a la isla de Storm por Navidad. Se sentiría muy dolida si no nos presentamos.
Así pues, estábamos todos invitados a una comida navideña en casa de la madre de los chicos Morgan, pero resultó una tarea ardua e inútil intentar encontrar a Leo. Llevaba fuera desde hacía más de una semana y nadie sabía dónde estaba. Henry trató de localizarlo en diferentes números de teléfono, pero sin ningún resultado. Finalmente tuvimos que ir a la celebración navideña sin Leo; era como si se lo hubiese tragado la tierra.
La señora Greta Morgan no era como yo la había imaginado. Era mucho más menuda y delgada, me saludó con un apretón de manos casi implorante y dijo que estaba encantada de conocerme. Había oído hablar muy bien de mí. Como toda madre que se precie, había preparado un gran festín para aquel sábado anterior a la Navidad. Incluso se había tomado la molestia de ir a la tienda estatal de bebidas alcohólicas para comprar media botella de aguardiente de casis. Iba a esa tienda como mucho una vez al año, en que aprovechaba para devolver el envase del año anterior. Henry pensaba que aquella era una medida estupenda. No había que devolver los cascos por dinero, sino por cuestión de principios. Las botellas no se debían tirar. Deberían formar parte del ciclo vital, al igual que los humanos. Mamá Greta escuchaba y asentía con la cabeza a lo que decía su hijo. Nunca iba a madurar.
Así que aquel era el hogar de infancia de los Morgan: un oscuro piso de dos dormitorios en la calle Brännkyrka, uno de los cuales permanecía casi siempre cerrado. Se trataba del cuarto de los chicos, lleno con las cosas que Henry y Leo habían abandonado al marcharse. Por algún motivo inexplicable, Greta había dejado el dormitorio tal como estaba, y había decidido no darle ningún otro uso. Una extraña atmósfera se respiraba allí dentro. En la pared junto a la cama había una gran estera para proteger el descolorido empapelado. En ella colgaban aún fotografías de los chicos cuando eran pequeños, junto con otras de Charlie Parker, Ingemar Johansson, los Beatles y los Rolling Stones. En las estanterías barnizadas de color marrón había un gran número de maquetas de aeroplanos, coches y barcos, así como viejos cuadernos escolares, libros infantiles y fotografías enmarcadas. Una de ellas mostraba a la feliz familia en algún momento de finales de los cincuenta. Allí estaba el Barón del Jazz, tal como lo había visto en una exposición fotográfica de la época de oro del jazz sueco. Allí estaba Greta, luciendo un bonito vestido que ella misma se había confeccionado en el taller municipal de la plaza de María. Allí estaba Henry, con una hinchazón en un lado de la cara que sin duda había adquirido en el Club Atlético Europa. Y allí estaba Leo, tan pequeño, pajaril y enigmático.
En un banco junto a la cama estaba la aparatosa radio Philips de Holanda, la que Leo había recibido de su abuelo paterno, y junto a esta había un acuario en el que unas insípidas burbujas eran la única señal de vida o movimiento.
Era como una especie de museo, un monumento a la concordia y la armonía fraternal que en realidad no era más que un sueño maternal. Se me antojaba que cada detalle allí presente podría conducir a su dueño sin necesidad de preguntarle a nadie que los conociera. Todos aquellos objetos tenían el sello inconfundible de uno de los dos hermanos, sus indelebles huellas dactilares. Casi se percibía su presencia en algún lugar, bajo las camas, unidos por toda la eternidad a través de las cosas que dejaron atrás.
Estaba observando el acuario cuando Henry entró en su dormitorio de la infancia. Una sombra vaga y borrosa se movió de pronto en el lodo del fondo, como un fantasma del pasado.
– Es uno de los peces de acuario más longevos del mundo -dijo Henry con aire presuntuoso-. Bueno… de Estocolmo. Creo que hay algunas bremas en Bromma que son más viejas. Pero este pez tiene por lo menos diecisiete años.
– Es de Leo, ¿no?
– Sí, se lo regalaron cuando era muy joven, si no recuerdo mal.
Henry daba vueltas por la habitación, fijándose de vez en cuando en algún objeto. Resopló un par de veces y entonces cogió la fotografía de la familia feliz de finales de los cincuenta. Señaló a cada uno de los miembros con la punta roma de su índice, uno por uno, y me contó exactamente lo que yo ya había supuesto. Yo le escuchaba con paciencia, porque aquello me pareció algo realmente importante. Nunca había visto a Henry Morgan tan serio, casi sereno, como aquella vez en que deambulaba haciendo comentarios sobre los objetos que poblaban su dormitorio de la infancia. Cada mueble tenía su marca, y cada marca tenía su historia. Los cuartos de los chicos tienden a deteriorarse bastante con el tiempo. Al igual que sus dueños.
El festín navideño resultó tan suculento como suelen serlo todos, especialmente al principio de las fiestas, cuando la gente aún no está harta de tanta comida. Henry cantó las típicas canciones de bebedores y el aguardiente nos entonó y nos animó. Al cabo de un rato Greta logró olvidarse de que Leo no se había presentado, o al menos lo aparentó; después de todo, ya estaba acostumbrada.
Al final nos regaló unos diez kilos de conservas y patés, salchichas y jamón, ensaladas y arenques, y no nos quedó más remedio que aceptar todo aquello entre reverencias de agradecimiento. Greta no quería que pasáramos hambre, y a la vista de todo aquello parecía que lo conseguiría.
Ya en la escalera, Henry decidió ir a ver a Verner. Era algo que solía hacer por navidades.
– Ahora ya sale un poco. Me refiero a Verner. Pero le gusta que alguien pase a saludarle de vez en cuando.
– Es terrible -dijo Greta, con una cara de tristeza como solo una madre puede poner-. No entiendo qué les ha pasado a nuestros chicos.
– No te preocupes, mamá -dijo Henry-. Solo necesitan un poco de paz y tranquilidad por un tiempo. Después todo se arreglará. Te lo prometo.
Greta sonrió y se alisó el delantal sin replicar.
– Bueno, bueno -dijo al cabo-. Lo que tenga que ser, será. En fin, muchas gracias por haber venido, a los dos. -Y en medio de aquella solemnidad, saltó de repente con uno de sus lapidarios dichos de la isla de Storm-: «Ha estado muy bien la fiesta, dijo la vieja después de enterrar a su marido».
Le deseamos felices fiestas y nos marchamos. Bajamos hasta el segundo piso y Henry llamó a la puerta de los Hansson con dos rápidos timbrazos, como lo había hecho siempre. Tardaron cerca de un minuto en abrir. Quien lo hizo fue la madre de Verner. Se la veía muy cansada y nos ofreció una sonrisa bastante rígida.
– Hola, Henry -dijo con una voz inexpresiva-. ¡Cuánto tiempo…!
– Más o menos un año por estas fechas -dijo Henry-. ¿Está Verner en casa?
– Verner… No, Verner no está en casa -dijo la mujer, e incluso un niño inocente habría descubierto que mentía.
– ¿Se ha ido a vivir solo? -preguntó Henry algo desconcertado.
– No… A veces está aquí, y otras en casa de amigos.
– Bueno, salúdelo de mi parte. Dígale que me llame.
– Lo haré… -alcanzó a decir, cuando se oyó un pequeño estruendo, un gemido y un sonido como de arañar procedente de la habitación que daba al recibidor-. Feliz Navidad y gracias por haber venido -dijo cerrando la puerta de golpe.
Henry no parecía muy sorprendido, pero cabeceó amargamente.
– Qué terrible es todo esto -dijo con un suspiro-. Verner permanece encerrado ahí dentro, bebiendo y resolviendo problemas clásicos de ajedrez. Tiene una de las mentes más preclaras de toda la ciudad. Pero es como un niño al que han castigado en un rincón. Resulta imposible llegar hasta él.
Verner era un hombre que una vez había sido un niño. De niño había sido protegido de este mundo asqueroso, pero de adulto sucedía todo lo contrario: el mundo debía ser protegido de él. Aquel fue su atroz destino.
Un día Henry escribió una única tarea en su planificación de actividades de la jornada: «Limpieza de Navidad». Teniendo en cuenta el tamaño del apartamento, más de doscientos metros cuadrados, daba la impresión de que aquello podría durar varios días si queríamos hacerlo a fondo. Cada alfombra debía ser sacudida abajo en el patio, los suelos fregados y encerados, y demás.
Empezamos inmediatamente después del desayuno, y Henry no paraba de maldecir furiosamente a Leo, porque el muy cabrón siempre estaba fuera cuando había que hacer algo útil en casa. Un poco de trabajo duro no le vendría nada mal. Henry se encargó de sacudir las alfombras, mientras yo me dedicaba a pasar una vieja aspiradora Nilfisk que sin duda había conocido mejores tiempos. Así transcurrió la mañana. Después nos concentramos en limpiar armarios, la biblioteca y algunos roperos que debían ser saneados de cualquier presencia indeseable.
En el pasillo del servicio había una larga hilera de armarios que solo se usaban para guardar trastos viejos, el tipo de objetos abandonados que un arqueólogo tardaría varios años en clasificar y descartar. Henry aseguraba haber hecho importantes esfuerzos en este último sentido, pero sin aparentes resultados. Allí estaba toda la ropa del abuelo Morgonstjärna, así como el vestuario y los zapatos de la abuela paterna, junto con cajas de sombreros llenas de cartas y varias cómodas que contenían de todo un poco. Henry me aconsejó no rebuscar en aquellos armarios porque, una vez que comenzabas a hurgar en ellos, no podías dejarlo por un malsano sentido de la curiosidad.
Fue justo en uno de aquellos roperos donde descubrí el fusil ametrallador. El último cajón de una de las cómodas estaba cerrado con llave, y eso bastó para despertar mi interés. En el llavero colgado en la cocina había llaves del desván y del sótano, junto con otras muchas que no se sabía muy bien para qué servían, como en la mayoría de los manojos de llaves. Henry estaba abajo en el patio, dirigiendo un auténtico concierto con el sacudidor de alfombras, así que aproveché para coger el llavero e ir probando hasta encontrar la llave que encajaba. Abrí el cajón de la cómoda y al instante me vi sorprendido por el rancio aroma de bolas de naftalina mezclado con olor a grasa y aceite. Levanté una tela gruesa de yute y allí estaba el viejo fusil, como una serpiente fría, congelada.
La ametralladora era un modelo anticuado, del tipo ligeramente más pesado y difícil de manejar que se usaba antes de 1945. Era de color gris, y su mecanismo parecía sólido y seguro. Como la mayoría de los suecos, no estaba muy familiarizado con las armas de fuego salvo por lo poco que se aprendía en el servicio militar obligatorio. Sin embargo, pude percibir que aquel fusil se mantenía en muy buenas condiciones. Estaba muy bien envuelto en su funda con naftalina, pero algo me decía que el contenido de aquel cajón en concreto no corría la misma suerte de abandono y olvido que el resto de las cajas y cajones polvorientos que había en aquellos guardarropas.
Una vez satisfecha mi curiosidad, y después de examinar a fondo el arma, cerré el cajón, volví a colgar el llavero en la cocina y proseguí con la limpieza. Cuando Henry regresó del jardín con un par de alfombras recién sacudidas, me sentí avergonzado, casi a punto de enrojecer. Claro que él no se dio cuenta. Y enseguida empecé a pensar en todas las cosas que me quedaban por hacer.
Muy pronto todo el apartamento empezó a oler a jabón y a cera abrillantadora, lo cual nos llenaba con la sensación del trabajo bien hecho. Encontramos dos cajas de cartón de los años cuarenta llenas de viejos adornos navideños, y casi tardamos dos noches en colocarlos por toda la casa. Competíamos en confeccionar los arreglos más exóticos a base de grupos de elfos, muérdago y candelabros. Una avezada ama de casa no lo habría hecho mejor.
Henry y yo habíamos llegado a un pacto entre caballeros: protestaríamos contra el consumismo compulsivo de las navidades negándonos a hacernos regalos, ni siquiera pequeños obsequios simbólicos. Aun así, teníamos que adquirir millones de cosas si queríamos sobrevivir a aquellas fiestas como solteros que se precien. Hicimos extensas listas de lo que debíamos comprar, de lo que nos gustaría comprar, y de lo que razonablemente podríamos comprar teniendo en cuenta el estado de nuestras finanzas. Gracias a nuestros esfuerzos combinados -sin siquiera consultarme Henry sacrificó una enciclopedia de historia universal en una docena de volúmenes con encuadernación en piel-, logramos reunir una respetable suma de dinero para gastar en comida, bebida y otros productos que hicieran más soportables aquellas fiestas.
El 23 de diciembre fuimos cada uno por nuestra cuenta a la ciudad para comprarlo todo. Regresé a casa a las seis de la tarde y comencé a preparar la cena. Oí un portazo y pensé que Henry había vuelto a casa. Sin embargo, se trataba de Leo, y tenía un aspecto bastante lamentable.
– ¿Dónde diablos has estado? -pregunté-. Te hemos buscado durante semanas.
– ¿Semanas? -repitió Leo, y se dejó caer en una silla de la cocina sin quitarse siquiera el abrigo.
Pensé en pedirle que al menos se quitara aquellos andrajosos zapatos llenos de tierra y sal antes de que dejara su rastro mugriento por nuestra casa recién limpiada, pero decidí no quejarme para no parecer tan quisquilloso como Henry.
– He estado con un par de colegas -dijo Leo.
– Pareces muy cansado.
Leo no hizo ningún comentario. Se limitó a mirarme muy fijamente, mientras yo preparaba alubias rojas hervidas y lomo de cerdo frito.
– ¿Tienes hambre?
– ¿Hay algo de comida?
– Pues claro.
Henry tardaba en regresar, así que no lo esperamos para cenar. Abrimos una botella de aguardiente Renat y algunas cervezas de Navidad para acompañar la carne de cerdo. Leo se bebió dos copas de aguardiente con el estómago vacío y sin decir palabra. No me apetecía iniciar ningún tipo de interrogatorio, así que permanecí también callado.
– Bueno… ¿y cómo estás? -me preguntó finalmente con aquel tono provocador y obcecado que solo una persona muy borracha puede adoptar.
– ¿Qué quieres decir con cómo estoy?
– ¿Cómo están las cosas por aquí… quiero decir, con Henry? ¿Lo soportas?
– Claro que sí. ¿Por qué no habría de soportarlo?
Leo masticaba lentamente, resoplando y cabeceando, como si hubiera algo fundamental que a mí se me escapaba.
– ¿Qué me quieres decir?
– No te conozco -dijo Leo-. No sé cómo funcionas. Nosotros no hemos hablado mucho.
– Nunca estás en casa. Así que no es extraño.
– Me tienes miedo porque he estado internado en un manicomio…
– No te tengo ni pizca de miedo, ya te lo dije.
Leo murmuró algo mientras comía y se sirvió otras dos copas.
– Aquí hay malas vibraciones. ¿No te das cuenta? -dijo Leo-. Siempre te estás defendiendo, a ti y a Henry. ¿No lo has notado?
– ¿De qué tendría que defendernos?
– Y yo qué carajo sé, pero lo haces.
– Bueno, si fuera así, ¿es algo de lo que se me pueda culpar? Te presentas aquí completamente borracho y a mí no me importa, pero, joder, podrías hacer un puñetero esfuerzo. Hemos estado limpiando y ordenando la casa durante varios días para hacernos la vida un poco más soportable. Además, habíamos contado contigo.
– Pues entonces, brindemos -dijo Leo con exagerado entusiasmo.
Nos bebimos la copa de un trago y yo ayudé a bajarla con cerveza. Leo saboreó su aguardiente durante largo rato.
– No quiero que pienses que quiero estropearlo todo, pero es que no soporto tanta afectación, ¿vale? -dijo Leo-. Henry tratando de aparentar ser tan jodidamente distinguido e inteligente, y tú igual. No lo soporto.
– ¿Qué quieres decir con «afectación»?
– Sientas aquí tu culo para escribir todo el día como si fueras un niñito aplicado. ¡Deberías salir! Sal y observa lo que está pasando en esta ciudad. Mira a la gente que camina por la calle. Mira sus caras y te darás cuenta de lo que está pasando.
Leo encendió un cigarrillo y la cerilla cayó sobre la mantequilla. La recogió inmediatamente y trató de limpiar la ceniza con la punta de un cuchillo. De momento, yo no tenía nada que agregar.
– ¿No ves lo que está pasando? -repetía-. ¿Qué carajo es lo que están haciendo? Los periódicos escriben sobre una puta cosa llamada muerte asistida. Uno puede quitarse la vida solo por ser viejo; lo único que debe hacer es firmar un papel. ¿De qué coño va todo esto?
– Cálmate, Leo. No tienes por qué gritar.
– Estoy tranquilo, joder. Me tienes miedo porque he estado en un manicomio.
– No te tengo ningún miedo.
– Vale, perdona. No era mi intención venir aquí para deprimirte.
– No estoy deprimido. Pero no tienes por qué mostrarte tan condenadamente agresivo todo el tiempo. Parece como si te sintieras amenazado.
Leo resopló otra vez y adoptó una actitud de superioridad.
– Me voy. Cuando vengo aquí lo estropeo todo.
– No, no lo haces. ¿Por qué no te acuestas y duermes un rato?
Leo bufó, o rió, o simplemente hizo algún ruido. Se levantó de la mesa y salió de la cocina. Lo llamé, pero no obtuve respuesta. Estaba furioso porque me sentía despreciado.
Después de la cena y de la discusión con Leo, me fui a la biblioteca a trabajar un par de horas antes de que comenzara el programa navideño en televisión. Dediqué bastante tiempo a describir cómo Kalle Montanus, el hijo campesino de Olle, permanecía acostado en el banco de la cocina de un edificio en la calle Ersta, en el distrito de Järnet, que iba a ser demolido. Kalle había participado en la ocupación general de Mullvaden y era uno de los últimos que resistían en el interior de aquel edificio. Corría el mes de diciembre y hacía mucho frío, y releí la escena del libro de Strindberg en la que el viejo Montanus estaba tendido en el estudio de Sellén, helado, y los tablones del suelo habían sido arrancados para hacer fuego, y el hombre leía sobre comida, sobre mayonesa, y trataba de dormir pero no podía, y pensaba en quitarse la vida por el condenado frío que hacía. Yo intentaba imaginarme cómo sería su hijo vestido con ropas de hoy día, y comencé a describir su cara, su pose, su encanto y aspecto personales, y pensé que había captado al personaje con bastante precisión hasta que, con gran horror y consternación, descubrí que no era más que un reflejo de Leo. Enfurecido de nuevo, arrugué con rabia el papel con el esbozo del personaje y lo tiré a la papelera. En aquel momento se oyó un gran estruendo en la puerta y salí al recibidor para ver qué pasaba.
Allí estaba Henry tirado en el suelo bajo una montaña de bolsas de papel, cajas y paquetes, y, coronando todo aquello, un enorme árbol de Navidad. Escuché una respiración agitada procedente de algún lugar bajo el soporte del abeto, y cuando logré desenterrar a mi amigo lo encontré borracho como una cuba. Entonces me enteré, entre un aluvión de disculpas y pretextos inverosímiles, de que Henry era muy amigo de por lo menos una docena de vendedores de árboles de Navidad, cada uno provisto de un termo lleno de vino caliente con especias, y que era tradición que todos los años Henry los visitara en busca de la más hermosa conífera perennifolia, también conocida como árbol de Navidad. Y, obviamente, aquel grado de afectado perfeccionismo pasaba factura.
La mañana resplandecía exactamente como debe hacerlo el día de Nochebuena, y cuando me desperté Henry ya estaba levantado. Había encendido las velas del abeto navideño, que habíamos decorado la noche anterior en medio de fuertes controversias. En el apartamento flotaba un agradable aroma a resina de bosque y a café recién hecho. Henry había preparado el desayuno y estaba sentado en la cocina, disfrutando de su soledad y contemplando todas las ventanillas ya abiertas del almanaque de adviento y las velas encendidas en los candelabros.
– Feliz Navidad, jovencito -dijo Henry.
– Feliz Navidad -respondí, y nos estrechamos la mano.
El fuego de la estufa chisporroteaba y crepitaba, y se estaba bastante caliente allí dentro, pese a que se veían rosas de escarcha colgando de las ventanas.
– ¿Has visto el árbol? -preguntó Henry después de que yo me hubiera servido café y sentado a la mesa con el periódico.
– Claro. Está fantástico.
Henry se aclaró la garganta y pareció un tanto desilusionado.
– Creo que deberías echarle otro vistazo.
Percibí que algo raro pasaba y, para no defraudar al elfo navideño, regresé al salón para admirar la magnificencia del árbol. Debajo del mismo estaba la típica cabra de paja con un paquete a cada lado. Suspiré, sintiéndome halagado y reprochándome al mismo tiempo no haber tenido el detalle de comprarle un regalo a Henry. Aunque habíamos hecho un pacto de caballeros, debía de haber sabido que él sería incapaz de cumplir con su parte del trato.
Uno de los regalos era para Leo y el otro para mí. En cada paquete había una tarjeta con unos versos, firmada por «Rimas de Guardia Birger», porque el bardo de Muebles Man había fundado un servicio de rimas que estaba de guardia todos los días, incluido el de Nochebuena. Había resultado ser un magnífico negocio. La gente le llevaba los paquetes y Birger les componía unos versos rimados por diez coronas. Hizo su buen dinerito, libre de impuestos. A Henry debía de haberle hecho un buen descuento, ya que la rima de mi paquete no podía calificarse de gran literatura: «Cuando el frío se apodere del escritor / se requiere algo que le dé calor. / Y si llegase a extrañar a una mujer / le bastaría con un buen jersey. / Rimas de Guardia Birger, 1978».
Aun así, me conmovió. Volví a la cocina con el obsequio y, con un apretón de manos, le di las gracias a Henry, que me miraba con ojos expectantes. Abrí el paquete. Era un cárdigan marrón oscuro Higgins, confeccionado en cachemira de primera calidad.
– Lo puedes cambiar si no te está bien, pero el color te pega con tus americanas -dijo Henry.
– Esto es demasiado, Hempa, demasiado. Y habíamos acordado que…
– Pero aun así quería comprarte algo. Ayer me sentía espléndido.
Me probé el cárdigan y me quedaba francamente bien.
– Me va perfecto -dije, de pie frente al espejo del vestíbulo-. Es justo lo que necesitaba.
– Y, puedes creerme, ese tipo de prendas calientan -dijo Henry-. Puedes ponértelo para escribir.
– Parece hecho a medida.
Henry pareció muy complacido con la acogida que le dispensé a su regalo, y anduve por la casa con el cárdigan Higgins puesto. Tenía la sensación de que el hombre lo tenía todo calculado y que esperaba algo a cambio de ese regalo. En mi casa paterna siempre nos daban los regalos en Nochebuena, pero cuando éramos más pequeños -tan pequeños que solo nuestra curiosidad era grande- solíamos recibir un «aperitivo» por la mañana que nos mantuviese ocupados hasta la noche. Pero ahora era justo lo contrario: yo tenía todo el día para encontrar un regalo acorde. Probablemente aquello era lo que Henry había tramado.
Así pues, esa mañana salí temprano «a comprar cigarrillos», que es lo que suele decirse en estos casos. Me dirigí a los almacenes NK y me abrí paso como pude entre el caos de hombres estresados que vaciaban sus carteras con las compras de última hora. Me quedaba muy poco dinero, así que decidí abrir una cuenta de crédito en el establecimiento. Tras varias revisiones y controles, recibí un bono adicional de cincuenta coronas como caído del cielo. En el departamento de ropa para hombres de la planta baja encontré una corbata muy sofisticada con dibujitos de jazz de Yves Saint Laurent, París. Era discreta y sobria, de color burdeos con diminutas notas musicales beis en la punta y más arriba varios pentagramas pequeños diseminados aquí y allá.
– Una corbata muy elegante -me dijo una dependienta-. ¿Es para su padre, un hermano, un cuñado…? -continuó, y emitió un silbidito encantador entre dientes mientras inspeccionaba entre la marea de compradores con ese aire de superioridad que solo pueden mostrar las dependientas realmente prestas y expeditivas.
– Es para un buen amigo.
Con los movimientos de un prestidigitador -pareció como si realmente lanzara descuidadamente la corbata al aire-, consiguió hacer un nudo clásico que hacía que se viera aún más elegante. Era una prenda realmente sofisticada, y pregunté el precio.
– Doscientas veinticinco -dijo la dependienta de forma sucinta, y volvió a emitir otro encantador silbido.
Me decidí por la corbata Yves y me entregaron un elegante paquete con el formato preciso que debe tener un regalo para un caballero en su mejor momento. Después me fui caminando por la ciudad, tomé una copa de vino con especias en la plaza Stort y llegué a casa justo cuando empezaba en la tele el especial navideño del Pato Donald.
Por la noche, después de los frutos secos y el vino con especias que tomamos viendo el especial del Pato Donald, preparamos la mesa para tres en el comedor. Presentaba un aspecto muy festivo, y la sala olía a jacintos. Leo aún no había aparecido y Henry respondía con evasivas cuando le preguntaba dónde podría estar.
– Si viene, viene -decía Henry encogiéndose de hombros.
Aun así, pusimos en la mesa todo lo que teníamos en la casa, que resultó ser mucho. Henry había hecho una ensalada casera de arenque que sabía mejor que la que pudiera preparar cualquier madre. Estábamos hambrientos y comimos con apetito y buen humor. Henry cantó algunas tonadillas alegres, pero, después de un par de brindis, comenzamos a lanzar ojeadas inquietas al plato vacío en la mesa, que, en cierto modo, distorsionaba la simetría.
– Se me ocurre algo -dijo Henry a mitad de bocado, cabeceando hacia el plato vacío.
Se levantó y fue a la cocina, abrió la ventana que daba al patio y llamó a Spinks. Para nuestra gran sorpresa, vimos cómo una sombra negra y flexible se deslizaba sigilosamente por el tejado cubierto de nieve. No habíamos visto a Spinks desde hacía días, al igual que a Leo. El gato se restregó feliz contra nuestras piernas y ronroneó como una segadora. Parecía en buen estado.
– Solo Dios sabe cómo consigue sobrevivir, el pobre -dijo Henry, cogiendo en brazos al gato para llevarlo al comedor.
El tercer plato le fue cedido a Spinks. Le dimos a probar de casi todo y el animal comió con ganas. Por lo visto compartía nuestra opinión de que la ensalada de arenque era uno de los mejores platos. Henri le chef de la cuisine no estaba muy satisfecho con el jamón, demasiado jugoso para su gusto. Por lo demás, resultó una cena espléndida.
Después del ágape nos sentamos en las butacas frente a la chimenea con un café y un coñac para digerir la comida. Henry parecía un poco decaído y pensativo, como si hubiera algo que no acabara de encajar. Primero supuse que tenía que ver con Leo, pero después me acordé de mi regalo de Navidad para Henry. Fui a buscar el elegante y sobrio paquete del NK y le entregué el regalo recitando un verso de rima absurda: «Un presente de París / para ahorcarse en una crisis».
Con ávida curiosidad, Henry rompió el papel del envoltorio y se emocionó profundamente con el detalle. La corbata era perfecta para él. Inmediatamente fue a cambiársela, se la anudó con un perfecto nudo duque de Windsor y luego regresó radiante. Los pentagramas, las diminutas notas beige en la punta y el color burdeos eran justo lo que necesitaba.
– Menudo diablillo estás hecho -dijo-. ¡A comprar cigarrillos! ¡ Ja! Y yo me lo creí.
A partir de ese momento las cosas fueron mejor. Encendimos el fuego en la chimenea, nos tomamos el café y el coñac y, cómo no, escuchamos «Noche de paz» en la voz de Jussi Björling en un viejo disco de la colección del abuelo Morgonstjärna. El crujir crepitante de los discos viejos hace que la música suene más solemne. Y, naturalmente, nos pusimos tiernos y sentimentales. Comencé a hablar de mi infancia y caí en la cuenta de que el abeto navideño era el único árbol que podría identificar en un bosque. Yo había sido un niño de ciudad; la única vez que había estado en plena naturaleza fue cuando fui con mi hermana a un bosque a robar un abeto.
Henry suspiró y masculló sobre la decadencia de la juventud actual, y luego me explicó largas historias de las Navidades que había pasado en el exilio, cuando había sido Henry el oficinista en Londres, Heinrich der Barmeister und Schlossdiener en los Alpes y Henri le boulevardier en París. Qué tiempos aquellos…
Las celebraciones resultan divertidas durante un par de días; a partir de ahí, comienza el tedio. Eso de dormir hasta bien tarde por las mañanas, comer, sentarse a hacer la digestión y leer distraídamente algún clásico durante más de dos días no era una buena idea, sobre todo cuando Henry había descubierto, ahora «en su vejez», a Don Quijote y se empecinaba en recitar de vez en cuando algunos de sus pasajes más brillantes. Muy pronto empezamos a sacarnos de quicio mutuamente, y al segundo día decidimos que ya estábamos hartos de tiempo sabático. Era hora de volver a colgar nuestra lista de actividades; haríamos frente a las exigencias de aquellas largas festividades por medio del trabajo.
Durante un par de días bajamos a excavar a la gruta de Greger, solo para ver si encontrábamos algún hallazgo más entre los detritos y sedimentos del portal occidental. La extraña copa que brillara refulgente, una vez rascada toda la mugre hasta llegar al metal, había perdido todo su lustre. Sin necesidad de plantear explícitamente el asunto, tanto Henry como yo comprendimos que tal vez aquel objeto no fuera demasiado valioso. Por eso no se atrevía a llevar la copa a un experto para que determinara la calidad y los quilates del oro. Así es como yo lo interpreté, aunque él aseguraba que era para no crear demasiado revuelo. Según él, la gente querría conocer la procedencia de la copa y eso podría atraer a un montón de periodistas entrometidos. Aquello significaría el final de toda la operación.
En cualquier caso, tampoco hallamos más objetos, así que regresamos a nuestras otras actividades. Henry daba los últimos retoques a su «Europa, fragmentos en descomposición» y yo continuaba trabajando en La habitación roja.
En algún momento entre Navidad y Año Nuevo, el hijo pródigo regresó a casa. Traía un terrible resfriado. Dijo que había celebrado la Navidad con unos viejos amigos en una cabaña en Värmdö y, aparte del resfriado, parecía estar bastante bien. Henry no pudo reprimir su alegría -aunque, por una cuestión de orgullo, trató de ocultarla-, y le entregó a Leo el paquete que estaba bajo el árbol de Navidad. Era un cárdigan Higgins igual que el mío. Leo se lo puso, sin parar de toser ni moquear, y pareció gustarle. Luego decidió acostarse y, en cuanto estuvo en la cama, Henry empezó a mimarlo con ponches calientes, un termómetro -de aquel extraño tipo de una tira de cristales líquidos que se colocaba sobre la frente- y distracciones tales como cómics de Spiderman y Superman. De repente, todo volvía a ser como antes.
Pero la felicidad duró poco. El resfriado se contagió rápidamente a los otros habitantes de la casa. Y no se trataba de un simple catarro, sino sin duda de alguna devastadora gripe asiática o rusa. Fuera lo que fuese, constituyó el peor resfriado de mi vida. Para finales de diciembre, los tres estábamos en cama con gorro, calcetines y calzoncillos largos, rodeados de bolsas de agua caliente, rollos de papel de cocina, aspirinas y latas de Nivea. De vez en cuando alguno de nosotros hacía acopio de fuerzas y lograba arrastrarse hasta la cocina para preparar un poco de té y hacer unos sándwiches con salchichas de Navidad y mostaza que no sabían a nada, para luego desplomarse nuevamente en la cama, exhausto.
Fue el Año Nuevo más insulso de toda mi vida. Minutos antes de las doce, Henry había reunido todas sus fuerzas para levantarse y destacar la importancia de la ocasión por el mero hecho de ponerse en pie. Había colocado tres palanganas de acero inoxidable con agua caliente y sales Scholls para baño de pies frente a la ventana del salón que daba a la calle. Había encendido el fuego de la chimenea y algunas velas, y sacó una botella de champán Opera. Insistió en que saliéramos a rastras de la cama y le hiciéramos compañía.
Colocamos nuestras sillas una al lado de la otra y nos sentamos allí, cada uno con los pies metidos en un baño de pies humeante, lo cual no resultó ser tan mala idea. Cuando sonaron las doce, descorchó la botella y los cohetes dibujaron sus parábolas pirotécnicas en la deslucida esfera de la noche de invierno. El champán burbujeante no nos sabía prácticamente a nada. Yo casi sufro un ataque al corazón, Leo se sentía culpable por haber llevado la enfermedad a la casa y Henry intentaba suavizar la situación.
– Hubiéramos enfermado de todas formas -graznó con voz ronca-. Una gripe como esta siempre se pilla, tarde o temprano.
– No es culpa tuya -dije tratando de que mi voz sonara alegre.
– Feliz Año Nuevo, muchachos -dijo Henry, y estornudó.
Brindamos y chapoteamos en nuestros baños de pies, y por un instante sentimos que los cohetes en el cielo invernal, el repicar de las campanas y nuestra calamitosa enfermedad nos unían como a tres hermanos de verdad.
En la solemnidad del momento, del nuevo año que hacía su entrada triunfal de una forma tan fatídica, como la obertura de una ópera trágica, Henry se sintió naturalmente obligado a pronunciar una especie de discurso de Año Nuevo. Con voz balbuceante y pastosa, habló sobre los nuevos tiempos, diciendo que nos acercábamos a una nueva década que sin duda sería muy buena para todos nosotros. Leo retomaría su carrera de poeta, yo alcanzaría la cima de mi capacidad creativa y él, por su parte, sería reconocido como un gran compositor. Mientras hubiera paz en el mundo, no tendríamos nada que temer. Era un magnífico vaticinio, y volvimos a brindar.
El nuevo año de 1979, año de elecciones y Año Internacional del Niño, empezó amargamente frío. Continuaban las heladas y nos recuperábamos muy lentamente de aquella terrible gripe que ni siquiera el jadeante y resoplante médico de cabecera, el doctor Helmers, era capaz de tratar. Henry Morgan iba de un lado para otro quejándose de que había recibido muy pocas tarjetas de Navidad. Sus mujeres lo habían olvidado. Llegó una postal rutilante de Maud desde la calle Frigga, así como una foto familiar de gusto bastante vulgar de Lana desde Londres, y eso fue todo. Las felicitaciones se expusieron sobre la mesa del salón, al lado de los jacintos. Leo y yo no recibimos postal alguna.
Las cosas mejoraron algo cuando se restableció el orden cotidiano, cuando los periódicos empezaron a llegar como de costumbre, cuando la gente a nuestro alrededor volvió a trabajar como de costumbre, y cuando finalmente nos sentimos con fuerzas para levantarnos de la cama, como de costumbre.
Sin embargo, los periódicos traían el tipo de noticias que te hacía desear realmente que las fiestas hubieran continuado. Eran de lo más desalentador. Skåne había sido azotada por una nevada devastadora. La nieve había sepultado literalmente casas y coches, y la gente había tenido que ser evacuada con la ayuda de contingentes militares para situaciones de emergencia. A eso había que añadir una serie de noticias en las que se mezclaban la tragedia y el fiasco. El presidente de la Volvo se vio metido en un buen lío cuando fracasaron las negociaciones con Noruega, e incluso se habló de escándalo financiero cuando los pequeños y mezquinos accionistas unidos en la Asociación de Inversores consiguieron obstaculizar el acuerdo. Empecé a pensar en cómo abordaría todo aquel asunto el editor Struve de La habitación roja. Y también en cómo Levin, el astuto zorro con toda su información de primera mano y sus numerosos contactos en el mundo de las finanzas, presentaría su sensacional interpretación de la debacle.
Aquella crisis y la consiguiente depresión a escala nacional e internacional tuvieron obviamente su correlato en nuestra existencia cotidiana, aun cuando nos esforzábamos por mantener el mundo exterior lo más alejado posible de nuestras vidas, a fin de no derrumbarnos. Al cabo de unas semanas, toda la comida de Navidad se había agotado. La despensa, el trastero y las carteras estaban vacíos, y no veíamos ninguna señal de que la situación fuera a mejorar.
Hacía una tarde fría y desapacible, y no teníamos ni un maldito céntimo para comprar comida. Y no lo tendríamos hasta que Henry recibiera su asignación -las dichosas fiestas lo habían retrasado todo-, mientras que yo seguía a la espera del pago de varios artículos que no llegaba nunca. Habíamos roto todas las huchas con la desesperación que da el hambre, nuestras cartillas del banco estaban totalmente agotadas y no había ni un solo conocido que no hubiera adoptado la actitud de un acreedor más o menos agraviado.
Pero de momento ni a Henry ni a mí -Leo no contaba en lo que respectaba a asuntos financieros- nos apetecía aceptar ningún empleo burgués más lucrativo, ya que ambos estábamos completamente inmersos en nuestros importantísimos proyectos artísticos, que en ningún caso podían verse afectados. El ritmo de trabajo era perfecto, las páginas salían de la máquina de escribir en un flujo continuo y desde la sala del piano llegaban unas secuencias musicales cada vez más exuberantes. La gruta de Greger resultaba fácil de excavar y la vida nunca había tenido una estructura más sólida y atrayente que durante aquel tiempo, que desde una perspectiva oficial no ofrecía más que frío y miseria, crisis y guerra.
Sin embargo, lo que más nos afectaba era no poder cocinar comida de verdad. La enorme reserva de vales de restaurante había sido esquilmada, y Henry lanzaba miradas suspicaces a Leo porque estos habían desaparecido a un ritmo vertiginoso coincidiendo con su regreso a la casa. Henry sospechaba que Leo había cambiado los vales de comida por dinero en metálico. Si no era eso, nadie sabía de qué podía estar viviendo. Leo no se preocupaba en absoluto por el dinero. En una ocasión había recibido veinticinco mil coronas de golpe, pero hacía tiempo que habían desaparecido: en borracheras, en fiestas o malgastadas de cualquier otra forma.
Así pues, aquella fría tarde estábamos en la cocina, procurando al menos mantener el calor en aquel apartamento lleno de corrientes de aire. Uno tras otro suspiramos profundamente, y Henry se masajeó su hambriento estómago mientras inspeccionaba la despensa y la nevera por quinta vez en dos minutos.
– Ni una corteza, ni un mendrugo de pan seco. Mil novecientos setenta y nueve. Esto no puede ser verdad. La nevera nunca ha estado tan vacía, ni siquiera cuando era nueva.
– Tenemos que visitar a alguna de nuestras madres -dije-. Es la única solución.
– Ya nos las arreglaremos. Hay que tener un poco de paciencia -contestó Henry-. Imagínate que a alguien de esta maldita ciudad le da por llamarnos para invitarnos a cenar. Aunque eso no va a suceder. Todo son desgracias en este puto país. Piensa por ejemplo en Italia. Allí siempre ocurren desastres, pero por lo menos hace calor. ¡Ah, tengo una idea! Bene, bene! ¡Qué bendito idiota he sido! ¡Fricadelli!
El hombre resplandecía como un sol gastronómico. Había tenido una idea. Se metió en la despensa y empezó a entonar una sugerente cancioncilla: «Niente pane / niente pasta / ma siamo tutti fratelli / per un po’ di formaggio…».
– Muy bonita -dije.
– Es una canción popular italiana -contestó Henry-. «No hay pan, ni espaguetis, pero seguimos siendo hermanos porque tenemos un poco de queso.» Realmente hermoso. Luco Ferrari, mil novecientos sesenta y cuatro.
– ¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?
– Tranquilo, amigo. Voy a hacer un plato del sur de Italia. Allí son más pobres de lo que podríamos llegar a ser jamás, o nunca, o como se diga. «Po’ di patata / pochino di formaggio / nella casa di Bacaccio…» -prosiguió en voz alta y estridente, como si fuera una especie de pizzero.
Y preparó una comida que sabía sobre todo a cebolla y a tomillo, pero que al menos sirvió para llenar un par de hambrientos estómagos. Y aquello ya fue algo admirable.
Después de comer nos retiramos a nuestras dependencias y tareas. Me senté en la biblioteca y empecé a hojear y leer pasajes de algunos volúmenes de Descripciones costumbristas célebres. La vida íntima a través de los siglos en relatos e imágenes. Los seis volúmenes de elegante encuadernación se encontraban entre las joyas más valiosas de la biblioteca del viejo Morgonstjärna y Henry afirmaba haber leído toda la colección de cabo a rabo. No había motivo para dudarlo. Confesiones de un inglés comedor de opio, de De Quincey, y La monja, de Diderot, tenían ambos claras huellas de la babosería curiosa de Henry. Decía haber buscado en vano la Vida de casadas y cortesanas de Brantôme, porque siempre le gustaba leer libros en los que pudiera reconocerse.
Ya tarde por la noche, el cortesano Morgan asomó la cabeza por la biblioteca, resplandeciente como un sol.
– Voy a dejarme caer por la calle Frigga para ver a Maud -anunció-. No sé cuándo volveré. Mañana, o quizá pasado. Tendrás que arreglártelas como puedas aquí solo.
– No dudes que lo haré -dije, imbuido de retórica erótica dieciochesca.
– Cuida de Leo si le da por aparecer por aquí. Cheerio, old chap!
– ¡Bombardea Bavaria, Biggles!
– I will -prometió Henry, y desapareció.
Con una previsión admirable, Henry estaba fuera cuando hubo que pagar los servicios de la lavandería. El chico de los recados de Egon estaba en la puerta con dos grandes cajas de madera con ropa de cama y una docena de camisas de algodón, blancas y a rayas, de Henry. A esas alturas ya me había convencido de los placeres de hacer que te laven la ropa -aquella maravillosa sensación de pureza y lujo sin adulterar cuando con el dedo índice rasgabas la delicada cinta de papel que sujetaba la camisa planchada y perfectamente doblada-, así que no podía eludir mi responsabilidad respecto a la factura. Henry había conseguido convencerme de bastantes cosas, y por tanto tenía que cargar también con las consecuencias.
Estaba en un buen aprieto, y lo único que se me ocurrió fue invitar al recadero a una taza de café y después escabullirme subrepticiamente a Muebles Man para pedir prestado un billete de cien de la caja.
Ese día tenía lugar una acalorada discusión en Muebles Man. Era jueves y estaban haciendo la quiniela. El personal de Muebles Man y Henry Morgan jugaban juntos y tenían un sistema de apuestas fijo que les había hecho ganar casi cinco mil coronas hacía un par de años, lo cual no estuvo nada mal. Por lo general Henry era el encargado de echar la quiniela, pero de momento seguía desaparecido y yo no sabía dónde guardaba aquel complejo patrón de apuestas. Les prometí que intentaría encontrarlo.
Sin embargo, la encendida discusión era por algo mucho más profundo; tenía que ver con asuntos puramente existenciales. Durante los últimos días los periódicos traían la noticia del perturbado joven de diecinueve años que trabajaba en el hospital del Este, en Malmö, y que había echado detergente Gevisol en el zumo de los pacientes geriátricos, causando la muerte a muchos de ellos. Y después de enormes sufrimientos. Se hablaba de entre veinticinco y treinta personas supuestamente asesinadas de aquella forma tan atroz, y Greger y Birger, allá en Muebles Man, no conseguían entender qué le estaba sucediendo al país.
– Suecia está enferma -decía Birger.
– Todo es por culpa de la bruja esa con lo de la muerte asistida -repuso Greger-. Ella es la que ha desencadenado todo esto. Sin ella, a ese muchacho no se le habría ocurrido algo tan horriblemente malvado.
– Dios -exclamó Birger-. Cuando nosotros éramos jóvenes nunca se nos hubiera pasado por la cabeza algo tan perverso.
Yo estaba completamente de acuerdo con ellos, pero me sentía bastante nervioso porque para entonces el recadero se estaría preguntando ya por el tema del cobro. No podía ponerme a debatir con ellos como me habría gustado, así que, con mucho tacto, les pregunté si podían prestarme un billete de cien.
Birger y Greger fueron comprensivos, y el primero me entregó el dinero tras hacerme firmar un pagaré. Luego salí corriendo hacia casa, le pagué la factura al chico de la lavandería y dejé escapar un suspiro de alivio.
Por alguna extraña razón, todo parecía complicarse y embrollarse cuando Henry estaba en la casa de Maud de la calle Frigga. Había conseguido hacerse imprescindible en todo tipo de situaciones, a pesar de que eso era lo último que quería, y en esa ocasión se había marchado sin echar la quiniela.
Fui a hablar con Leo. Había vuelto a casa después de una breve estancia en casa de unos amigos, y lo encontré frente a su escritorio. Parecía estar en buena forma, sentado allí garabateando en un cuaderno negro. Leo tampoco sabía dónde podría estar el patrón de apuestas, pero supuso que Henry llevaría la quiniela en la cartera y encontraría tiempo para echarla, estuviera donde estuviese. Nos tranquilizamos con aquella idea y dimos el asunto por zanjado.
Leo parecía estar atravesando por un buen momento. Tranquilo y sereno dentro de sus dependencias con olor a incienso, había retomado de nuevo el trabajo de su larga suite poética Autopsia. Aquello me puso contento. Por supuesto, yo había leído sus antiguos poemarios. Había varios ejemplares algo gastados en la biblioteca del abuelo -el viejo Morgonstjärna se sentía, como es lógico, enormemente orgulloso de los éxitos de su nieto-, y yo quería preguntarle a Leo algunas cosas acerca de su poesía. Pero a Leo ya no le interesaba hablar de aquellos libros. Estaban totalmente superados, eran inmaduros, poco elaborados e incompletos. Según él no tenía ni idea de lo que estaba haciendo cuando los escribió en los años sesenta. Solo ahora, tras sus inmersiones, tanto largas como breves, en el silencio de los manicomios, comprendía realmente las cosas.
Por lo que pude apreciar, había estado siguiendo el debate acerca de la muerte asistida. En la pared junto al escritorio había colgado con chinchetas varios recortes de artículos de prensa. Aunque, por otra parte, hacía tiempo que no leía los periódicos; en su opinión, era una estupidez. Si no lo entendí mal, Leo mantenía que la muerte era nuestra única verdad, y que solo quien haya experimentado su propia muerte podrá verse realmente a sí mismo y al resto del mundo. De eso era de lo que trataba su poema, y toda poesía debe ser paradójica.
Por mi parte, no tenía suficiente valor para darle muchas vueltas al tema de la muerte. Reconozco mi cobardía; me asustaba el tema y prefería hablar de otras cosas, como, por ejemplo, de hijas de reyes de las quinielas. Leo me entendió; además, tampoco tenía nada en contra de ese tema.
Solo una delgada y frágil membrana nos separa de la catástrofe. La gran tragedia entra siempre dentro de las previsiones, y cualquier proyecto cotidiano y trivial debe planificarse teniendo en cuenta diversos factores de riesgo: las grandes maniobras estratégicas militares, así como las empresas civiles y pacíficas, deben contemplar tanto la posibilidad del fracaso como la posibilidad del éxito. Pero lo que vuelve un tanto especial nuestra época es que se diría que existe una especie de liga internacional que no se preocupa más que de hacer cálculos basados en factores de riesgo y posibilidades de éxito, a fin de generar unas estimaciones terriblemente deprimentes que, llevadas a la práctica real, podrían conllevar de un solo golpe el fin de la vida en la tierra. Y los ciudadanos ya no necesitamos otear el firmamento en busca de señales, porque la amenaza pende sobre nosotros todo el tiempo, legislada, regulada y establecida con matemática precisión, de tal modo que cada individuo tendrá su parte correspondiente, su pequeña dosis de castigo. Ya nadie podrá esconderse cuando llegue el día del Juicio Final. Adán logró ocultarse de Dios, pero por desgracia sus hijos e hijas de hoy ya no podrán escapar; no importa cuán abandonados se sientan, siempre están bajo su mirada.
La delgada y frágil membrana que nos separa de la catástrofe se rompió por un breve instante una noche de mediados de enero de 1979, el Año Internacional del Niño. Era un sábado de mucho frío. Yo estaba sentado frente a la chimenea en el salón, leyendo sobre Cyrano de Bergerac. Leo estaba junto a la mesa del ajedrez, removiendo un vino de palma, y Henry todavía no había vuelto de casa de Maud en la calle Frigga.
De repente, todo se volvió negro. El apartamento entero quedó en silencio y a oscuras. Al principio, claro está, creímos que había saltado algún plomo en el sótano, porque era algo que solía ocurrir en esa época del año, cuando los inquilinos sobrecargaban la vieja red de suministro eléctrico. Pero la calle Horn también estaba oscura y silenciosa. De repente, toda la ciudad pareció quedar en suspenso. La gente encendía velas en las ventanas, miraba con curiosidad afuera buscando alguna explicación, pero de momento no había explicaciones. Abajo, los coches empezaron de pronto a conducir más despacio, con más precaución -la calle estaba oscura y era peligrosa-, como si estuvieran en territorio enemigo, en una parte ocupada de la ciudad.
– Debe de ser la guerra -dijo Leo muy tranquilo mientras contemplábamos la ciudad completamente a oscuras.
– Es posible -contesté, tratando de oír el zumbido lejano de los bombarderos enemigos.
En ese preciso momento entró Henry dando un portazo.
– Joder, vaya mierda -dijo-. Menos mal que he subido por las escaleras para hacer un poco de ejercicio. Si hubiera cogido el ascensor, ahora estaría atrapado. El país está en crisis, eso está claro. Encended algunas velas, carajo. No puedo verme ni las manos delante de la cara.
Fuimos a buscar velas al trastero e iluminamos todo el apartamento. Encendimos la radio a pilas para ver si podíamos enterarnos de lo que había ocurrido. Pero la música seguía sonando, como si no pasara nada. No cabía duda de que en aquello también había algo excitante y estimulante, como una especie de aventura que venía a interrumpir la vida cotidiana de un día normal de trabajo y rutina. Las fragantes velas iluminaban las estancias con su luz dramáticamente oscilante, insuflando vida y movimiento a toda la casa.
Por cierto, Henry olía a recién bañado y se le veía bastante descansado. Se sirvió también un vino de palma y se plantó frente a la ventana, mirando hacia la calle.
– Menudo trabajo van a tener los miembros de seguridad de la Björnliga. Con este apagón no habrá ni una sola alarma que funcione. Y los ladrones deben de estar aprovechándose de lo lindo.
– Tendríamos que salir -dijo Leo-. Debe de haber estallado el pánico por todas partes.
– El metro no funciona y todos los putos bares están a oscuras… ¡Ja! -dijo Henry-. ¡Ya me gustaría a mí verlo!
Henry tenía razón respecto a lo de los miembros de la Björnliga. Tras el gran apagón, cuando el suministro se restableció al cabo de una media hora, empezaron a sonar alarmas antirrobo por toda la ciudad. A la mañana siguiente, los periódicos informaban de que la causa había sido la avería en una línea de alta tensión en Norrland, y que el apagón se había extendido hacia el sur hasta Copenhague. Era como un anticipo de la Catástrofe. Por un breve período, la posibilidad había penetrado a través de la delicada burbuja, solo como un pequeño recordatorio, un leve aviso.
La nieve de verdad llegó en febrero, en masse: cayó copiosamente durante un par de días, y con ella volvió el caos. El departamento de quitanieves quedó colapsado y fue blanco de todas las críticas por no poder controlar la situación. Y, como era habitual, en los periódicos apareció la imagen de un contrito alcalde sentado en el banco de un parque cerca del ayuntamiento, hablando de que el presupuesto municipal había conocido tiempos mejores.
Tanto Greger como Birger de Muebles Man habían trabajado para el departamento de quitanieves, en los buenos tiempos en que los muchachos cogían una pala y se ponían a quitar nieve como si les fuera la vida en ello. Después de cumplir con la tarea, podían ir a cobrar su salario al estanco más cercano. Cada quitanieves tenía asignado su territorio y hacía un trabajo impecable, pero de eso hacía mucho tiempo; ahora Greger y Birger salían con la pala a quitar la nieve de las calles por razones puramente humanitarias. Estaba claro que tenían que palear las aceras, porque los dos eran buenos ciudadanos. Y la gente no tenía que estar sufriendo solo porque los del maldito departamento de quitanieves no aparecieran cuando debían.
Era una cuestión de responsabilidad, la responsabilidad que debían asumir en su calidad de caballeros a carta cabal, y también fue eso lo que desencadenó una gran discusión en casa durante la primera semana de febrero.
Leo y yo íbamos a ir a una gran manifestación contra la desastrosa situación medioambiental en Estocolmo. Varios grupos ecologistas habían unido fuerzas con otro establecido en el distrito de Järnet, en la calle Ersta, cuyo edificio iba a ser derruido por un fanático constructor amante de las demoliciones. Además, un reciente estudio había demostrado que la calle Horn era una de las más contaminadas de la ciudad. El contenido de plomo en el aire provocado por las emisiones de los vehículos superaba los límites aceptables, incluso en Norteamérica.
Intentamos que Henry se uniera a nosotros, pero estaba de muy mal humor y se negaba a acompañarnos.
– Por nada del mundo iría a esa manifestación -repetía una y otra vez-. Me encanta cómo huele el aire en esta ciudad. Siempre me han gustado las ciudades grandes.
– Pues entonces no deberías ir hablando de responsabilidad por aquí, responsabilidad por allá, cuando ni siquiera eres capaz de concienciarte públicamente -dijo Leo.
– No vengas tú ahora a hablarme de asumir responsabilidades -contestó Henry-. Tú eres la persona menos indicada para ello. Que me jodan si consiento que tú me hables de responsabilidades, cuando no eres más que un parásito que vive a nuestra costa y a costa de toda la sociedad. Ni siquiera puedes hacerte responsable de ti mismo.
– Eso no tiene nada que ver con…
– Oh, sí, claro que tiene que ver. Y déjame decirte algo -continuó Henry como un director de escuela encolerizado-: si no puedes hacerte responsable de ti mismo, no puedes ir por ahí manifestándote y gritando que te haces responsable de los demás.
Sorprendentemente, Leo mantuvo la compostura, mientras que era Henry el que estaba fuera de sí, probablemente porque se sentía atacado y tenía que defenderse a toda costa. Yo procuré mantenerme al margen de la discusión en la medida de lo posible, porque entendía que aquello era un conflicto personal que no tenía nada que ver con la contaminación medioambiental en Estocolmo.
– Muy bien, pues -dijo Leo-. Yo me quedo en casa si tú vas. Porque, por lo visto, tú puedes hacerte responsable de ti mismo y de medio mundo.
– Escúchame bien, jovencito -dijo Henry-. Yo me he hecho responsable de ti, y eso debería bastarte. He tenido que escribir varios cientos de documentos diferentes de tu parte, certificando y garantizando que íbamos a arreglarlo todo. ¿No crees que eso ya es suficiente?
– Siempre dando golpes bajos… -dijo Leo-. Solo me utilizas para después poder sentarte ahí cruzado de brazos en actitud displicente. Así es como has sido siempre. Eres un maldito filisteo, Henry. ¿Tú qué piensas? ¿No es un puto reaccionario?
– En este momento, Henry, me parece que te estás comportando como un típico y ridículo reaccionario -tuve que convenir con Leo.
– R-e-a-c-c-i-o-n-a-r-i-o -deletreó el pecador, pasándose los dedos por el pelo y mirando fijamente la mesa-. ¿Solo porque no tenga ganas de ir a todas las manifestaciones que se celebren? Esto sí que es absurdo, jodidamente absurdo.
– Pues en eso te equivocas. No se trata de ir a todas las manifestaciones sino de una sola. Siempre estás hablando y hablando de que eres un caballero y de que te las arreglas de maravilla sin tener un trabajo de verdad. Eso está bien. Tal vez seas capaz de cuidar de ti mismo, pero lo que no puedes es fingir que el mundo de ahí afuera es una especie de paraíso…
Leo había puesto el dedo en la llaga y, como siempre que las discusiones tomaban ese rumbo, Henry se marchaba hecho una furia a su habitación porque ya no sabía cómo replicar. Se veía obligado a retroceder hasta ser arrinconado por una gran conspiración dirigida contra su persona: una conspiración ingrata y parasitaria que nada sabía sobre la Vida ni el Mundo.
Aun así, Leo y yo nos encaminamos hacia Slussen. La manifestación fue un gran éxito, llena de música y festivitas, como un carnaval de invierno. La pequeña loma de la calle Horn fue pintada por una brigada de más de cien hombres, y cuando un agente de azul intentó actuar por su cuenta como el largo brazo de la ley contra la anarquía, salió completamente embadurnado de pintura azul. En ese preciso instante, por casualidad, miré hacia la ventana de nuestro salón, y naturalmente allí asomaba la cara fisgona de Henry Morgan. Parecía como si le reconcomiera no participar en aquello. Después la manifestación continuó por la vieja zona de Mullvaden hasta llegar al distrito de Järnet, que entonces fue declarado ocupado.
Leo desapareció entre la multitud y se encontró con algunos viejos amigos. Yo también me junté con varios conocidos y no volví a casa hasta bastante tarde. Henry ya se había calmado y corrimos un tupido velo sobre la cuestión. A mí no me apetecía reanudar la discusión. Henry sería un conservador hasta el día de su muerte, como un niño.
– ¡Arriba, nos vamos de excursión! -fué lo primero que oí el domingo por la mañana-. ¡Arriba, nos vamos de excursión!
Henry el monitor daba vueltas por la casa despertándonos a las siete y media porque había tenido otra de sus grandes ideas: íbamos a disfrutar de la vida al aire libre yendo a esquiar. Hacía un día espléndido, el día más hermoso de todo el invierno, con un cielo muy azul, sol y nieve resplandecientes. Perfecto para esquiar.
Había una auténtica batería de viejos esquís arriba en el desván, y después de desayunar el monitor y sus somnolientos jovencitos subieron para probarse botas gastadas pero bien engrasadas, esquíes con anticuadas sujeciones de cuero y pesados bastones de bambú. No tuvimos problemas en reunir tres equipos completos y también encontramos cera para esquís que aún estaba en buen estado.
El monitor preparó una mochila de color gris verdoso con sándwiches de huevo frito, salami, queso y pepino, además de fruta, un termo con chocolate y algunas prendas de repuesto. A regañadientes, nos pusimos ropa deportiva, mientras que Henry se veía francamente bien con unos pantalones bombachos del abuelo y un gorro de esquiar con visera y orejeras. Cuando finalmente estuvimos preparados y ya de mejor humor, cogimos el autobús para ir a Hellasgården.
Naturalmente, Henry era todo un profesional del esquí y, con la mochila balanceándose en la espalda, muy pronto le perdimos de vista. Leo y yo le seguíamos a bastante distancia, tomándonoslo con más calma, aunque él no paraba de quejarse de que los esquís se le iban hacia atrás, de que moqueaba sin cesar y de que la nieve se le colaba por la nuca.
– ¡Me cago en los putos esquís! -blasfemaba tan enfurecido que la nieve se derretía y los esquiadores que pasaban a toda pastilla en sus modernos esquís de competición tenían que girarse para echar un vistazo a aquel monstruo maldiciente que recorría la pista-. ¿Por qué demonios hemos tenido que venir aquí? -renegaba-. ¡Y estas malditas ropas me rozan y me pican por todas partes!
Nos arrastramos por la nieve a nuestro ritmo, sorteando como podíamos a aquellos resoplantes sabuesos embutidos en ceñidos trajes deportivos. Al cabo de media hora, después de pasar la zona helada del bosque y ascender la peor de las colinas, Leo dejó por fin de refunfuñar y ya no pudo negarse a la evidencia de que realmente hacía un día espléndido. Henry nos había indicado que siguiéramos la pista verde, que cubría unos diez kilómetros, y más o menos hacia la mitad del trayecto lo encontramos esperándonos sobre una peña, donde había dispuesto las cosas para el almuerzo. Estaba junto a una joven madre y su hijo, a los que había encontrado en la pista.
– ¡Bienvenidos, Sixten y Nils! -gritó cuando llegamos a la zona del picnic y saludamos a la mujer y al pequeño.
Henry había quitado la nieve de un tronco para convertirlo en un estupendo banco, donde nos sentamos a comer sándwiches, engullir chocolate caliente, pelar naranjas, recuperar el aliento y descansar al sol. La mujer era una animosa maestra de Nacka, mientras que a su hijo de nueve años aquello de deslizarse por la pista le parecía tan poco divertido como a Leo. No paraba de decir que quería irse a casa, y ni siquiera Henry, con su mejor humor, pudo hacerle cambiar de opinión. Intentamos explicarle lo mejor que pudimos que aquellas cosas serían las que más adelante le alegrarían la vida, cuando no pudiera esquiar porque ya no habría tanta nieve como cuando era niño. Pero el pequeño no le encontraba la lógica a aquello, porque podía ver con sus propios ojos que nosotros éramos adultos y que todavía había nieve, así que sin duda también habría nieve cuando él fuera adulto. Solo intentábamos engatusarle, pero él no tenía ningunas ganas de ser engañado. Lo único que quería era irse a casa, y cuando ya no nos quedó más chocolate caliente para sobornarlo, se puso realmente arisco. La joven y vivaz madre soltera decidió que era el momento de marcharse. Así que nos dio las gracias por el almuerzo, obligó al muchacho a despedirse y luego se fueron.
– ¡Lástima de jovencitas…! -suspiró Henry.
– ¿Es que no puedes relajarte?
– Si no hubierais venido a estropear las cosas y a confirmarle al chico en su creencia de lo aburrido que es esquiar, me hubiera ido con ella a su casa. Me habría invitado a cenar el domingo, yo le hubiera leído un cuento al pequeño monstruito y el resto ya os lo podéis imaginar…
– Pues nosotros nos limitaremos a disfrutar de la naturaleza y de la vida ascética -dije-. Henry, con su enorme y seductor encanto, puede ir por delante recogiendo jovencitas.
– Huy… -contestó Henry-. Parece que alguien está algo celoso. Solo porque uno tiene un poco de encanto…
– Debe de ser por los pantalones que llevas.
Probablemente solo los más ancianos de Suecia saben todavía lo que es el frío, lo que se siente al despertarse en medio de la noche embutido en medias y calcetines gruesos, calzoncillos largos, pijama y gorro de dormir en una cama con dos mantas, edredón y una botella de agua caliente, y aun así tiritar de frío. Cuando me desperté en la vieja cama de Göring a medianoche, pese a estar muerto de cansancio por la excursión a Hellas para esquiar, sentí como si la habitación estuviera bajo cero. La ventana estaba completamente escarchada y me pareció ver el vapor de mi propio aliento cuando me soplé en las manos. Tenía la punta de la nariz completamente entumecida y me escocía la piel.
Aquella noche fue probablemente una de las más frías que se vivió en Suecia y en Estocolmo después de la guerra. Aprendí lo que significaba realmente el frío. Incluso las hojas de periódico que había en el dormitorio estaban rígidas, casi congeladas. Arrugué unas cuantas páginas deportivas y las puse en el fondo de la estufa, y sobre ellas unos trozos de masonita, que prendía fácilmente y creaba una buena llama que permitía encender otros materiales más grandes y reacios.
El fuego empezó a arder bien y me acuclillé para mirar las llamas, calentándome los dedos y añadiendo a la lumbre algunos trozos de madera vieja y mohosa. Para entonces ya estaba completamente despierto -cuando hace frío el sueño es muy profundo-, y me acerqué a la ventana cubierta de escarcha para ver si había alguien despierto en el edificio al otro lado del patio. Pero todo estaba a oscuras, como si hubiese un nuevo apagón.
Acudieron a mi mente pensamientos extraños y oscuros sobre los hermanos Morgan, y empecé a preocuparme por ellos. Algo marchaba mal en aquella casa. Henry parecía cada vez más desesperado en sus intentos de hacer que todo pareciera estar bien, pero no era ningún maestro del encubrimiento. Podía disimular su propia fachada, pero no tenía control sobre la de Leo.
Todo en general parecía terriblemente frío y lúgubre, como si nuestro país estuviera atravesando alguna especie de crisis o depresión, como si todo se estuviera desmoronando y nosotros, pobres ciudadanos, hubiéramos sido abandonados a nuestra propia suerte y a nuestro ingenio para sobrevivir. Se necesitaba iniciativa, fuerza de voluntad y una gran disciplina para levantarse de la cama en plena noche a fin de comprobar que el fuego seguía ardiendo. Nunca he creído en la fortaleza del hombre, pero si el fuego no se mantenía vivo nada podía sobrevivir. El frío empuja al ser humano hacia el fuego, y solo aquel que haya estado en medio de la noche mirando las llamas puede entender algo de la vida.
Puedes deambular boquiabierto por las grandes explanadas de nuestra civilización, por sus bulevares y avenidas, sintiéndote enormemente impresionado ante los logros arquitectónicos de la humanidad. Hace tiempo que la tecnología ha rebasado los límites de la comprensión, y todo lo que puede considerarse como impresionante ha sido realizado en el período que va desde la construcción de la pirámide de Keops, hacia 2900 a. C., hasta la llegada del hombre a la luna, en el año 1969 d. C. Dicho período abarca unos cinco mil años de asombro extasiado ante las maravillas de la humanidad. Sin embargo, tras la llegada del hombre a la luna, todo parece haber accedido a otro nivel, al de lo incomprensible. Había demasiadas cosas que no sentía deseos de entender; prefería llamarlo, simple y llanamente, maldad.
No me sentía embargado por ningún banal primitivismo allí acuclillado, calentándome delante de la estufa en mitad de la noche. Más bien me sentía imbuido por una percepción fundamental de la fragilidad de la condición humana. Puedes aprender sobre muchas cosas, pero despertarse en plena noche en la vieja cama de Göring solo a causa del frío puro y duro me enseñó algo grande: probablemente estaba temblando tanto de terror como de frío.
Era la época de la semla, la bamba rellena de nata típica de Cuaresma, y parecía haberse desatado la locura por aquel dulce, con un consumo per cápita que podía alcanzar varios al día. Enviamos a Henry de peregrinaje a diversos rincones recónditos de la ciudad en busca de legendarias pastelerías que elaboraran la tradicional y celebrada masa de almendra, e incluso se pudo ver al enjuto Leo devorando algunos hetwäggen con sano apetito. Mientras comía, no paraba de discutir con su hermano sobre temas tan fundamentales como que la semla de Pascua era en realidad el pastel más fraudulento que había existido nunca, ya que se decía que originalmente el agujero del bollo era un escondite para dulces impíos. El hecho de que en la actualidad la nata rebosara de forma abundante y casi ostentosa por todas partes daba solo la medida de lo secularizada que se había vuelto nuestra sociedad.
Bueno, basta ya de escolástica gastronómica. Era Martes de Carnaval, y Henry llegó tarde de su expedición en busca de semlas. Estaba borracho, apestaba a cerveza y se quejaba del reúma. Sus dedos ya no le permitían tocar el piano. Hacía tanto frío que había tenido que beber, ya que podía oírse literalmente cómo le crujían las articulaciones, o eso aseguraba. Me dijo que podía escuchar si quería, y me dejó que apoyara la oreja sobre su hombro. Silencio sepulcral: no oí nada. Pero seguramente sería por mi principio de otitis.
A pesar de todo, había traído una caja de semlas, y pensé que era un milagro que hubiera conseguido mantener el equilibrio de su persona y el de la caja todo el camino desde Östermalm sin echar a perder los dulces. Por toda la ciudad se veía a gente que resbalaba, trastabillaba y caía sobre la nieve llevando bolsas o cajas llenas de semlas. Y todo el mundo parecía pensar de la misma forma decidida y resuelta. Una semla no puede ser maltratada. Una semla chafada, volcada o que haya sufrido cualquier tipo de deterioro es una visión lamentable. Incluso la pequeña marca de un dedo sobre el azúcar espolvoreado puede destruir todo el placer. La semla debe tener un aspecto de frescura ortodoxa e impecable. Henry era muy consciente de la ética de la semla, y había hecho todo el camino sin dejar de resbalar pero con la caja firmemente sujeta mediante una especie de suspensión giroscópica en sus manos. Estaba dispuesto a soportar cualquier tipo de golpe siempre y cuando las semlas llegaran sanas y salvas a casa. Era como la entrega de un cargamento de droga, sagrado y valioso.
A su regreso, calenté un litro de leche y nos comimos cada uno dos deliciosas semlas, con el perfecto y consistente granulado de almendra y una nata genuina y espesa. Después Henry se quedó dormido enfrente de la chimenea del salón y Leo y yo nos fuimos a trabajar a nuestras dependencias.
Empezó a oscurecer, y yo estaba tiritando en el escritorio de la biblioteca soplándome aire caliente en las manos para poder teclear. Había intentado hacerlo con guantes con la punta de los dedos cortada, pero resultaba demasiado incómodo y torpe. La máquina de escribir estaba tan fría que esa mañana había necesitado un calefactor para ponerla en marcha. Durante todo el día había funcionado con dificultades, y ahora por la noche, cuando el frío prácticamente paralizaba a toda Suecia, estaba claro que era imposible seguir. Mi capacidad para elaborar pensamientos también había alcanzado su punto álgido de congelación.
Tampoco esa noche le fueron mucho mejor las cosas a Henry. Después de dormir la borrachera, había intentado tocar el piano, pero dijo que habría necesitado un soplete para descongelar las cuerdas del interior. El instrumento estaba tan helado que sonaba como una espineta.
Nos encontramos en la cocina y preparamos un caldo para calentarnos. En la radio estaban dando un programa infantil. Niños de hasta trece años llamaban para solicitar una canción y luego tenían que contestar a una pregunta. Henry nunca se perdía una emisión de aquel programa y era la única persona que he conocido que se sabía entera la letra de la sintonía. Participaba activamente, respondiendo en voz alta y clara a cada una de las preguntas, como cuántas erres hay en la palabra «alrededor», cuál es la montaña más alta de Suecia y cosas por el estilo. Cuando no podía dar con la respuesta, se quedaba confuso y avergonzado. Luego se defendía indefectiblemente diciendo que había sido disléxico toda su vida, igual que el rey. En esa ocasión el programa era un poco más divertido que de costumbre, ya que el locutor estaba hablando con una niña de doce años de Värmland cuya única afición era la lucha. La chiquilla estaba muy enfadada porque siempre tenía que luchar contra críos más pequeños y eso no le parecía justo. Nunca había oído reír a Henry con tantas ganas como cuando escuchaba a aquella niña luchadora de Värmland. Remedó burlonamente cada una de las palabras que dijo la niña, y parecía arrepentirse de no haber tenido hijos: aunque estaba muy claro que habría sido un desastre como padre.
– Tenemos que salir a buscar leña -dijo una vez que nos tomamos el caldo y que el programa de radio había acabado con su incomprensible sintonía-. Tenemos que salir a buscar leña, en caso contrario no pasaremos de esta noche.
– All right -contesté-. De todas formas, me había encallado.
– No es bueno cerrarse al mundo de ahí fuera -dijo Henry amargamente.
Y, sin decirlo de forma explícita, reconoció que Leo tenía razón. No era bueno cerrarse al mundo exterior, aunque fuera eso precisamente lo que intentábamos hacer. Abrigábamos sueños sobre nuestras grandes obras, que solo necesitaban una fina labor de acabado, y para ello habíamos intentado aislarnos, recluirnos durante aquel crudo invierno a fin de alcanzar una perfecta concentración creativa. Pero tampoco aquello funcionó. Siempre había algo que se interponía; en ese momento, era aquel maldito frío. Solo se podía mantener a raya con fuego y ya no nos quedaba leña, así que estábamos obligados a salir a buscarla.
Nos pusimos unos maltrechos abrigos de piel de oveja y unos gorros de lana de cordero como los de los vendedores de árboles navideños, y bajamos por la calle Horn en busca del contenedor más cercano. Había uno en la calle Tavast, que estaba repleto de escombros porque habían derribado un par de edificios ruinosos. Encontramos unos tablones bastante buenos y sin clavos, un par de vigas de madera astillada y otros fragmentos que parecía que arderían bien. Henry encontró también un viejo y congelado sombrero de copa, que se empeñó en colocarse sobre el gorro de lana.
Cargamos y arrastramos la leña hasta la calle Horn, y conseguimos meterla casi toda en el ascensor. El viejo y chirriante cubículo subió a duras penas, planta tras planta, mientras conteníamos el aliento. Pero cuando alcanzábamos la quinta planta ambos dimos un grito de espanto. Al llegar a la altura de nuestro rellano vimos una cara rígida e inerte frente al ascensor. La luz se reflejaba en su pálido rostro como iluminada por un foco en una película de terror.
Justo delante de la puerta del ascensor había una joven tirada en el suelo. Abrimos la puerta como pudimos, salimos al rellano e intentamos despertarla zarandeándola un poco. En vano. Cuando le dimos la vuelta al cuerpo inconsciente vimos que se trataba de una chica de unos veinte años. Al parecer tenía algún enemigo en el mundo, ya que uno de sus ojos estaba completamente hinchado con un moratón y le salía sangre por la nariz.
– Maldita sea -masculló Henry-. Como si no tuviéramos ya bastantes problemas. ¿Qué hacemos? ¿Llamamos a la policía?
– Ni se te ocurra -contesté-. Luego solo tendríamos que esperar tranquilamente a sus treinta chulos y colegas que vendrían a darnos las gracias por chivarnos. Muy divertido. ¿Tienes alguna otra brillante idea?
En lo único en que nos pusimos de acuerdo fue en arrastrar el cuerpo de la chica al interior del apartamento, junto con los tablones, vigas y demás maderos. Resoplando completamente exhaustos, nos dejamos caer cada uno en una silla del vestíbulo para sopesar nuestro hallazgo.
– Me pregunto quién puede ser -dijo Henry.
– En cualquier caso, parece que duerme muy a gusto.
Henry se inclinó sobre la joven para ver si olía a alcohol, pero no era así.
– Otras sustancias -supuso.
– ¿Y si la llevamos a la clínica María?
– Ya he visto esto antes -afirmó Henry-. Se despejará dentro de un rato. Aunque antes deberíamos darle un baño.
– Lástima que Leo no esté en casa. Él sabría lo que hay que hacer en estos casos.
No sé muy bien qué nos sucedió, porque en realidad aquel invierno no nos habíamos comportado como muy buenos caballeros, pero ese Martes de Carnaval nos entró una especie de euforia caritativa o de frenesí samaritano. Sin pensárnoslo dos veces, empezamos a desnudar a la maltrecha joven mientras la bañera se llenaba de agua caliente. Henry contribuyó al compasivo ritual añadiendo aceites aromáticos y sales de baño.
– No… basta ya… basta ya… -balbucía la chica ya desnuda mientras llevábamos su delgado cuerpo hasta el baño-. Otra vez no… Déjame en paz… de una puta vez -continuó.
Henry le habló de forma tranquilizadora diciéndole que no le íbamos a hacer daño, pero ella no entendía nada: las palabras no penetraban en su mente. Parecía hallarse en un estado fetal y solo podía captar sensaciones puramente físicas. Cuando introdujimos cuidadosamente su cuerpo en el agua caliente, sus protestas empezaron a aplacarse y en su grotesco rostro apareció una expresión casi apacible.
Nos sentíamos a la vez algo torpes e incómodos porque no sabíamos hasta qué punto debíamos ser escrupulosos en el proceso de sanearla. No teníamos experiencia en tales asuntos. Henry masajeó sus pies con tanto cariño como si hubieran sido los suyos, afirmando que había profesionales que curaban las dolencias más diversas mediante el simple tratamiento de los pies. No obstante, en ese caso se trataba probablemente de que quería centrarse en aquello que sobresaliera de la espuma de baño. Me puse a limpiarle el ojo hinchado.
La chica ni siquiera se despertó cuando la secamos con una toalla grande y la acostamos en una cama en la habitación de invitados, entre sábanas nuevas y almidonadas.
– Está completamente ida -dijo Henry-. Joder, esto no pinta bien. Parece un mal augurio. Va a suceder algo realmente malo. Puedo sentirlo. Esta vez no es como lo de mi reúma de siempre.
Muy raras veces me tomaba en serio su machacona insistencia sobre el reúma, el horóscopo o los designios ocultos, pero esa noche, mientras Henry contemplaba el rostro magullado y aun así lleno de dulzura sumido en un profundo sueño, con el ojo amoratado como una brutal medalla sobre la mejilla, no pude dejar de sentirme un poco intranquilo. Henry sonaba condenadamente profético y, en un momento de debilidad, yo podía dejarme llevar, creer que se trataba realmente de una señal de que algo iba a ocurrir aquel invierno. La chica podía ser un ángel de las tinieblas, enviada a nosotros como un heraldo de malos presagios.
– Tenemos que cuidarla esta noche -dijo Henry-. Voy a encenderle una vela, una muy larga y hermosa, para velarla.
– Supongo que será lo mejor. Si se despierta, igual cree que ya está muerta.
– Le leeré algo de la Biblia -continuó Henry, sonando tan patético como un ferviente capellán del ejército.
– ¿La Biblia? ¿Y por qué diablos tendrías que leerle la Biblia? Podrías llamar también a Imsen o a Målle, de los pentecostales.
– No seas tan superficial, Östergren. Voy a leerle a la joven algo sobre la misericordia. Necesita un poco de misericordia, como todos nosotros. Voy a oficiar una misa por una monja.
– De acuerdo. Pues yo me desentiendo de tus jaculatorias. Vendré a relevarte a las dos.
Se había hecho muy tarde, y acordamos un horario para la noche de vela. Me metí en la cama con pijama, calcetines de lana y gorro de dormir, porque empezaba a sentir una infección de oído. Leí algunos fragmentos estimulantes y muy apropiados de Cervantes y pensé por un momento en España, pero hacía demasiado frío para mantener las manos fuera del edredón, así que decidí dormirme.
El despertador sonó a las dos de la madrugada, y necesité más valor que de costumbre para levantarme. Era una noche en que las ventanas estaban heladas incluso por dentro, y no me gusta jactarme, pero conseguí reunir coraje para salir de la cama. Cuando me puse la ropa y me di golpecitos por todo el cuerpo para entrar en calor, caminé de puntillas hasta la habitación de invitados y entreabrí la puerta. Henry el capellán del ejército dormitaba sentado al resplandor de la larga vela y las brasas ya casi extintas de la estufa. Tenía a la chica cogida de la mano, como si hubiera intentado leer su futuro en la oscuridad.
A sus pies había un libro de cuentos de Hans Christian Andersen. Por lo visto no había habido lectura de la Biblia ni se había oficiado una misa por una monja. En vez de eso le había leído un cuento, como a una hija enferma que no pudiera dormirse. A lo mejor el de la pequeña cerillera; parecía una elección muy apropiada y Henry era un sentimental incurable. La chica, claro está, no había escuchado ni una sola palabra.
Henry se despertó con una suave palmadita en el hombro, musitó algo incoherente y después se fue caminando como un zombi a su habitación. La noche transcurrió sin incidentes. El frío amanecer del Miércoles de Ceniza se alzaba lentamente sobre Estocolmo y la joven seguía durmiendo profundamente, con una respiración cada vez más regular.
El frío no liberó su garra de acero sobre Estocolmo, y casi todas las noches tuvimos que salir a buscar leña para alimentar el fuego. De no hacerlo, hubiéramos muerto, simple y llanamente.
Aunque suene absurdo, constituía un delito coger lo que la gente arroja en los contenedores, así que para asegurarnos siempre actuábamos después de oscurecer. Una noche en que estábamos en plena faena de búsqueda, nos vimos asaltados por una sed devastadora. Estábamos muy atareados clasificando maderas en Mariaberget, pero decidimos hacer una pausa y pasarnos por el Gropen para tomar una cerveza y desentumecernos al calor del bar.
En cuanto nos sentamos en un reservado, cada uno con su cerveza, Henry me dio un golpecito con el codo señalando con la cabeza la mesa de al lado. Miré hacia allí y, a la luz sombría y sucia del bar, pude ver nada menos que a nuestra pequeña protegida, el ángel de las tinieblas que habíamos cuidado como si fuera nuestra propia hija aquella noche terriblemente fría de hacía un par de semanas.
Se había recuperado bastante bien. Tenía una cara bonita y había engordado unos kilos, repartidos apropiadamente en su anatomía. Después de nuestra intensiva cura, había empezado a hablar de forma rápida y atolondrada como el locutor deportivo de un partido de hockey sobre hielo que nunca había tenido lugar, por así decirlo. Habló y habló sin parar y de forma incoherente sobre toda su vida, que podría haber resumido en una sola frase, ya que no era lo que podría llamarse una vida muy plácida. En cualquier caso, luego se marchó sin ni siquiera darnos las gracias por nuestra ayuda, aunque no nos importó ya que al final teníamos ganas de librarnos de ella.
Y ahora estaba allí sentada en el Gropen, con una cerveza delante. No es que ofreciera exactamente la imagen de una señorita de una revista femenina, pero al menos estaba viva y riéndose con las bromas que le hacía un boxeador con la cara picada de viruelas.
– Es él -susurró Henry por la comisura de la boca.
– ¿Quién?
– ¡El tipo que le pegó!
– ¿Y tú cómo diablos lo sabes?
– Ya me conozco ese cuento. Escúchalos.
Presté atención a lo que estaban hablando. La conversación estaba llena de promesas y esperanzas y de un montón de cifras frías e improbables. Por lo visto, el boxeador iba a empezar a ganar dinero de nuevo y la chica le decía que confiaba en él. Él le prometía que las cosas se arreglarían. La situación estaba muy clara.
Henry y yo no tuvimos mucho tiempo para reflexionar sobre el asunto antes de que los ojos de la chica se posaran en mí, clavándome al asiento como si tratara de recordar algo. Me observó fijamente y giró la cabeza para examinarme como un niño impertinente.
– Hola -saludé.
– Yo te conozco -dijo.
– Eso creo -contesté.
– Tú… Claro, joder… ¿Cómo es… cómo te llamabas? Tú sales en la tele, ¿verdad? ¡Te he visto un montón de veces!
Henry se encorvó en el asiento, intentando no echarse a reír. Procuré mantener la compostura, pensando que la ingratitud es la recompensa del mundo. Por otra parte, estaba acostumbrado a que me confundieran con otros… así había sido toda mi vida.
– ¿Cómo se llama ese maldito programa donde sales? -preguntó la chica-. Míralo tú -le dijo al boxeador de la cara marcada, que asomó su enorme cabeza desde el reservado y miró un buen rato sin poder identificar al famoso.
– Pídele un autógrafo -dijo, riéndose-. ¡Mierda! He vendido la tele. Pero te prometo que compraré una nueva.
Henry y yo acabamos nuestras cervezas y salimos a la calle para completar nuestra misión. Lo último que oímos decir a la chica fue:
– ¡Es una mierda que no recuerde en qué programa salía!
– Que se joda -dijo el boxeador-. Voy a comprar una tele nueva. Mañana mismo.
Tal vez fuera realmente una especie de heraldo la chica sin nombre que encontramos en el rellano. Quizá había sido enviada a nosotros como un mal presagio en forma de ángel de las tinieblas a quien debíamos cuidar y devolver al mundo. Porque se avecinaba una época difícil y turbulenta.
Habíamos establecido en la biblioteca nuestra propia oficina fiscal aquel fin de semana en que el ejército de China avanzaba sobre Vietnam y el mundo entero parecía desmoronarse. Henry Morgan no era ningún genio de las finanzas, y yo menos todavía, así que nos habíamos recluido en nuestra gestoría provisional en la biblioteca. No parábamos de maldecir y hacer cálculos, leyendo en voz alta los confusos impresos de declaración de la renta que traían los periódicos sin lograr sacar nada en claro. Yo había percibido ingresos de hasta dieciocho sitios diferentes, y Henry no andaba a la zaga. Además, él procuraba mantener cierta discreción y reserva acerca de sus datos y se negaba a darme una visión conjunta de sus negocios. El ingreso más importante procedía de la asignación mensual que recibía del fondo fiduciario. Después había un montón de pequeñas entradas de diversos y extraños trabajos, así como los salarios percibidos como figurante para distintas compañías cinematográficas. Básicamente, se trataba de la misma confusa mezcolanza que presentaban mis ingresos. Las finanzas no eran el punto fuerte de dos caballeros tan apartados del mundo como nosotros. Además, nuestra intención era amañar las cuentas con cierta elegancia, sin que ninguno de nosotros reconociera el fraude.
Sin embargo, cuando aquella mañana de domingo leímos que China había entrado en Vietnam y que la tercera guerra mundial era inminente, nos pareció terriblemente absurdo estar allí sentados intentando trampear cien coronas por aquí y cincuenta por allá. Por más que quisiéramos desentendernos, seguíamos formando parte del grupo con los ingresos más bajos de este país, y sentíamos que todo aquello era muy injusto.
Henry tal vez estuviera más angustiado que yo, porque él siempre tenía que quedar por encima sin importar cuál fuera el estado de ánimo general, ya fuera euforia o depresión. Por supuesto, la Unión Soviética había advertido muy seriamente a China, instando a sus tropas a retirarse de forma inmediata, ya que los rusos habían firmado un tratado de defensa con Vietnam y por tanto estaban obligados a intervenir de alguna manera.
– ¡Vaya puto aquelarre! -dijo Henry con un profundo suspiro-. Este mundo está irremediablemente enfermo. ¡Me entran ganas de vomitar!
– No hay duda de que resulta absurdo estar aquí con nuestros miserables ingresos queriendo declarar hasta el último céntimo -repuse de muy mal humor-. Esto es como Beckett, Samuel Beckett.
– Creo que hoy necesito ir a la iglesia -dijo Henry-. Ir a misa y escuchar un sermón y toda la parafernalia. Es lo único que se puede hacer tal como están las cosas.
– Pero no se lo digas a Leo -dije-. Hoy no podría soportar una discusión.
– ¡Por mí ya le pueden dar a ese bastardo y a sus amigos pacifistas del Este!
– Tampoco hay que ponerse así. ¡No hace falta decir burradas!
– Menudo follón va a liarse después de esto. ¿Cómo demonios puede arreglarse algo así? Primero los rusos fueron los malos durante mucho tiempo, y ahora los chinos son los malos y perversos. ¿A quién podremos acudir en busca de consuelo?
– A Dios seguro que no.
– No me tomes el pelo. Soy un hombre débil.
– No estaba siendo sarcástico -aseguré-. Pero no puedo entender por qué de repente te entran ganas de ir a la iglesia.
– No me vengas otra vez con tu odio a Lutero -dijo Henry-. Ya no me lo trago. No me importa que amenazara con el castigo eterno, siempre se puede obtener misericordia.
– ¿Y no te tienes que morir primero?
– ¡Pues claro que no! Joder, ¿qué os enseñan en la escuela hoy día?
– En cuanto te ves acorralado, Henry, te sales por la tangente. ¿Te das cuenta? Lo que haces es dar golpes bajos. Siempre haces lo mismo cuando se discute contigo de algo serio. Cuando no puedes dar una respuesta contundente a alguna cuestión, entonces das un golpe bajo.
– Haces demasiado caso de lo que dice Leo -dijo Henry amargamente-. Ese es su argumento estrella. Es lo que dice siempre que discutimos de algo, que doy golpes bajos. Pero, qué diablos, Klasa, ahora tenemos que mantener la calma. No empecemos a desquiciarnos solo porque los chinos se hayan vuelto locos. Yo te respeto y tú tienes que respetarme. All right?
– Claro, all right.
Así que Henry asistió a misa, y cuando volvió a casa estaba de bastante mejor humor. El cura había pronunciado unas palabras muy bien escogidas. Se trataba de un buen hombre de la congregación de María Magdalena y, contrariamente a lo que podría pensarse, no era nada ajeno a lo que ocurría en el mundo. Podía abordar un asunto de forma objetiva, considerarlo en su globalidad y dejar que sus palabras de esperanza fluyeran de forma tranquila y serena, que era exactamente lo que Henry Morgan necesitaba.
En cualquier caso, acabamos como pudimos nuestras declaraciones de renta en aquel domingo negro en que la tercera guerra mundial parecía a la vuelta de la esquina, y todos parecíamos esperar con el alma en vilo la noticia de su estallido.
Henry se mostró bastante animado e ingenioso aquella tarde, no sé si por las palabras confortadoras del cura o por nuestra discusión de la mañana. Tal vez todo aquello le había hecho recapacitar, porque realmente se esforzó en no parecer evasivo ni en eludir las cosas. Henry el cineasta era un gran admirador de Ingmar Bergman, cómo no, y dirigió mi atención hacia la escena de El huevo de la serpiente en que el inspector Bauer está interrogando a Abel sobre sus pecados, y Abel se pregunta por qué tanto jaleo por una persona tan insignificante como él cuando el mundo entero está en llamas. El inspector Bauer le dice que solo está haciendo su trabajo y que todo a su alrededor es un caos porque la gente no cumple con sus obligaciones. Solo intenta crear una pequeña parcela de orden en aquel espantoso caos del siglo veinte, y aquella es la única razón de que logre sobrevivir.
Había algo muy grande en aquel dilema, y Henry pensaba que era exactamente lo mismo que estábamos haciendo esa tarde: poner al día nuestras finanzas, dentro de nuestro privado e insignificante caos, tal vez para crear una pequeña parcela de orden en medio del gran Caos general que se cernía sobre nosotros y los demás ciudadanos desamparados del mundo.
Henry consideraba que en su calidad de hombre justo y cabal debía cumplir con su deber, pero esa no era razón para ser considerado reaccionario, como lo habíamos llamado Leo y yo. Pensé que comprendía a Henry, aunque toda aquella charla sobre deberes, obligaciones y demás hizo que mi mente retrocediera hasta los viejos tiempos de las monedas de una corona y de las expediciones de scouts.
Como de costumbre, Henry había pegado su programación diaria en el tablón de la cocina porque tenía la intención de seguir con su rutina, cumplir con su deber y crear su pequeña parcela de orden en medio del caos existente.
El lunes bajamos a relevar a Greger y Birger en los túneles y nos encontramos con un espectáculo ciertamente extraño. Greger estaba transportando unas grandes cajas de cartón llenas de conservas, comida envasada, ropa y mantas. Llevaba aquellos productos de primera necesidad a la gruta bautizada con su nombre, donde también había instalado iluminación eléctrica y algunas lámparas de queroseno.
– ¿Qué diablos estás haciendo? -preguntó Henry.
– Es cosa de Birger -dijo Greger lacónico.
– ¿Qué pasa con Birger?
– Ha sido idea de Birger, todo esto. Ha dicho que deberíamos hacer esto.
– ¿Hacer qué?
– La guerra -continuó Greger igual de críptico-. ¡La guerra!
Mientras contemplábamos atónitos los esfuerzos del hombre, empezamos a comprender que lo que realmente estaba haciendo Greger era construir un refugio antiaéreo bajo tierra. En ese momento apareció Birger para inspeccionar el trabajo, con un aire marcial de gran seguridad en sí mismo. Estaba completamente convencido de que la tercera guerra mundial estallaría en cualquier momento. En cuanto los rusos iniciaran el avance, el Oso podría llegar a Suecia de la noche a la mañana. Lo mejor era tomar precauciones, y la gruta de Greger era tan buena como cualquier refugio antiaéreo. Tenía buena ventilación y era un lugar seco, discreto y privado.
– Yo me hago responsable de esto, Henry -dijo Birger con algo de arrogancia-. Estamos almacenando provisiones para al menos dos semanas, suficientes para diez personas. He contado con vosotros tres.
– Muy bien, muchachos -balbuceó Henry-. Os dejo al cargo. -Intentaba mostrarse tan grave como exigía la situación-. Parece que ya habéis hecho un buen trabajo.
– Cuando hayamos acabado no faltará nada -aseguró Birger.
– Confiamos en que estará listo para esta tarde -anunció Greger solemnemente.
– Hacia las cinco -aclaró Birger-. Después, ya puede ocurrir cualquier puta desgracia en el mundo, porque nosotros sobreviviremos. ¡De eso me encargo yo!
– Está bien, Birger -dijo Henry-. Pues nos volvemos otra vez arriba.
– Perfecto -dijo Birger, y pareció a punto de saludar como un militar profesional.
Subimos al apartamento, sintiéndonos confiados y muy conmovidos.
– A-p-o-c-a-l-i-p-s-i-s -deletreó Henry en el ascensor.
Entonces cayó en la cuenta de que hacía un par de días que no veíamos a Leo. Quería decirle a su hermano que podía estar tranquilo, que había un lugar reservado para él en un refugio completamente privado, lo cual era todo un privilegio del que pocos podían disfrutar en aquellos tiempos tan convulsos.
Pero Leo se había esfumado. Se había marchado y no había dormido en casa desde hacía varias noches; incluso su cama estaba pulcramente hecha. En el escritorio de su habitación reposaba el cuaderno negro con el borrador de la suite poética Autopsia, en la que llevaba trabajando casi cuatro años aunque aún no había encontrado fuerzas para acabarla. Ahora parecía encontrarse en otro estadio, y muy pronto se descubriría que era mucho peor.
– ¿Así que tú no sabes nada? -preguntó Henry intranquilo.
– Nada. Me dijo hace un tiempo que pensaba llamar a Kerstin. Puede que lo haya hecho. A ella le gusta.
– Sí, por desgracia -dijo Henry-. Aunque lo cierto es que ella lo haría feliz. A ver si no mete la pata otra vez. No sabes cómo se puede llegar a poner. Nadie se emborracha como él, aunque no puede beber y él lo sabe muy bien. El alcohol activa en su mente un montón de procesos que solo hacen que empeorar las cosas.
Henry echó un vistazo en la habitación de Leo en busca de pistas, pero no había indicio alguno de que hubiera estado bebiendo allí.
– Espero no haber sido demasiado duro con él -continuó; parecía preocupado-. ¿Crees que lo fui? ¿Crees que fui demasiado duro con él?
– No. A mí no me lo parece. Si se siente deprimido es porque otros han sido duros con él.
– Me apetece pero que muy poco seguir haciendo de niñera de Leo. Pero tengo que serlo, al menos por un tiempo. Si no, acabarán dándole la pensión por discapacidad, y eso sí que sería su fin.
A principios de marzo parecía que la tormenta empezaba a amainar. La Unión Soviética había rebajado su tono belicoso y sus amenazas eran meramente verbales… o eso es de lo que pudimos enterarnos. Leíamos al menos cuatro periódicos al día y Henri le boulevardier se acercaba de vez en cuando a la estación central para comprar Le Monde a fin de conseguir un poco de información objetiva. Me leía en voz alta en francés, y no se podía negar que su pronunciación era perfecta, con una dicción hermosa y melódica. Podía convertir un artículo en francés totalmente desolador en un placer para los oídos, y ese es sin duda el gran dilema de cualquier músico.
Henry el pianista empezó a trabajar concienzudamente a principios de marzo del Año Internacional del Niño y de las elecciones suecas de 1979. Como ya he mencionado, el ritmo de trabajo se había visto interrumpido por algunos imprevistos, pero ahora ambos nos pusimos nuevamente en marcha siguiendo a pies juntillas el horario colgado con chinchetas en la cocina. La asignación y los honorarios llegaban de forma fluida a su debido tiempo, y yo conseguí un nuevo adelanto en concepto de royalties, que fue como una especie de aparato de respiración asistida.
El editor Franzén se armó de valor y me llamó un par de veces cuando ya había expirado el plazo de entrega. Naturalmente quería saber qué diablos estaba haciendo, dado que aquello empezaba a rozar el incumplimiento de contrato. Ya me había desembolsado cerca de quince mil coronas. Lo único que pude decirle era que estábamos atravesando una época difícil, dura e implacable, y que en tales condiciones las cosas llevaban su tiempo. Le costó bastante entender mi razonamiento, pero conseguí una ampliación del plazo de unas dos semanas, solo para acabar de dar los últimos retoques. La historia no estaba terminada ni mucho menos, pero no le dije ni una palabra al respecto. Franzén tendría que prepararse para hacer numerosos cambios en galeradas.
También a principios de marzo llegó a su fin la ocupación del distrito de Järnet, un suceso que incorporé inmediatamente a mi moderno pastiche de La habitación roja. No se llegó a los grandes disturbios de Mullvaden, y el asunto tuvo escasa repercusión pública. Henry y yo estábamos convencidos de que Leo tenía amigos en Järnet y que ahora volvería a casa, ya que la policía había precintado toda la zona y se habían iniciado los trabajos de demolición. Pero Leo continuó desaparecido y sin rastro. Poco a poco empezamos a inquietarnos, aun cuando antes ya había estado fuera durante tiempo sin que sintiéramos tal desazón. Pero en esa ocasión teníamos un mal presentimiento.
Henry iba frenético y angustiado de un lado a otro, porque pensaba que había sido demasiado duro con su hermano pequeño.
– ¿Crees que he sido demasiado duro con él? -me preguntaba una y otra vez.
Yo intentaba tranquilizarlo.
– Si se siente mal, no es por nuestra culpa. Hay muchas otras cosas que son peores, mucho peores.
Henry se tranquilizaba durante un rato, pero no le duraba mucho. Perdía totalmente la concentración y caminaba arriba y abajo arrastrando los pies con sus zapatillas, dando portazos y estuvo a punto de volverme loco a mí también.
Para relajarnos, decidimos ir a entrenar un poco al Club Atlético Europa, pero tampoco aquello funcionó. Veía a Henry dar golpes con más obstinación y energía que nunca, pero ya no quedaba rastro de aquella técnica desenvuelta, aquella improvisación impredecible que hacía que su boxeo fuera tan encantador, a falta de una palabra más precisa. Recordaba más a un peso pesado bruto y sin talento al que le importara un carajo ser bueno porque ya era grande y musculoso y lanzaba sus golpes como era debido, ni mejor ni peor.
Me percaté de que Willis también había notado el declive de Henry. Willis lo observaba a distancia con cara de preocupación, como si pudiera leer en los golpes pesados y resollantes de Henry que algo no iba bien. Había demasiada melancolía lastrando aquellos guantes y enmudeciendo sus golpes. El saco de arena ya no silbaba ni cantaba de aquella manera estridente en que solía hacerlo.
Después de ducharnos y sentarnos en los bancos del vestuario con los nudillos doloridos y la espalda humeante de vapor, Willis salió de su oficina y nos preguntó cómo nos iban las cosas.
– Se te ve un poco tieso, Henry -añadió.
– Bah, no es nada -contestó Henry quitándole importancia-. Es que tengo los hombros muy tensos. Hace un frío espantoso en la casa. Es por mi reúma.
– Chorradas -dijo Willis-. Un reumático no podría matar ni una mosca. No es eso lo que te pasa, Henry.
Henry empezó a buscar ropa limpia en su bolsa y gruñó.
– Me hace falta una mujer, Willis. Eso es lo que me pasa. Me hace falta una mujer de verdad.
– Pues búscate una -replicó Willis, guiñándole un ojo-. Tú no deberías tener problemas a ese respecto. Por el amor de Dios, estás hecho todo un seductor.
– Yo no tengo problemas con las mujeres. Son ellas las que tienen problemas conmigo.
Willis sacudió la cabeza. Conocía a Henry y sabía que aquella tarde no iba a sacarle nada más. Luego tuvo lugar la rutina de costumbre: peinarse delante del espejo, anudarse escrupulosamente la corbata y el consabido «Adiós, chicas» de siempre.
Cuando llegamos al apartamento, el teléfono empezó a sonar. Era algo que sucedía raras veces. En aquella ocasión se trataba de un saxofonista que saludaba de parte de Bill, del Bear Quartet, quien finalmente había realizado una respetable carrera como solista en el continente. El músico que telefoneaba era el líder de un cuarteto cuyo pianista era alcohólico. Quería que ese fin de semana Henry actuara con ellos en el Fasching. Serían un par de conciertos o «sesiones», como se decía en el mundillo. Henry le dio las gracias por haber pensado en él, pero le dijo que no tenía tiempo. Estaba muy ocupado con sus propios ensayos.
No pude entender por qué había rehusado la invitación, pero él se negó a hablar del tema. Eran sus asuntos y yo debía quedarme al margen, aunque le costaba bastante ocultar su satisfacción. Era un pianista solicitado que se veía obligado a rechazar una oferta.
Una atmósfera realmente desoladora se cernía sobre el claroscuro del apartamento, y yo ignoraba de dónde podía proceder, a no ser que se tratara del espíritu errante de Leo que se aparecía durante su ausencia física. En cualquier caso, no tenía que ver con el estado de nuestras finanzas, que eran escasas aunque no funestas. Tampoco se debía al frío, ya que habíamos aprendido las artimañas de mantener siempre encendido el fuego, meterse con pijama y bolsas de agua caliente en la cama y llevar puesto el cárdigan Higgins todo el día. Y tampoco tenía que ver con el trabajo, porque salíamos de nuevo a flote en una suave cacofonía del teclear de la máquina de escribir y los acordes exuberantes del piano de cola.
Henry se sentía muy optimista. Decía que se había puesto en contacto con el teatro Södra y que en principio le habían reservado un miércoles por la noche a primeros de mayo en el que no había ninguna obra de teatro programada. La dirección había reaccionado de forma muy positiva ante una velada pianística. Ahora solo faltaba que Henry Morgan pusiera la maquinaria en funcionamiento para decidir el repertorio que interpretaría de «Europa, fragmentos en descomposición», imprimir el programa y enviar invitaciones de elegante diseño a toda la élite musical. Enseguida me comprometí a vender como mínimo una sección entera de butacas de platea. Todo parecía sonreírle al compositor, que no tenía ningún motivo para sentirse desesperado. Pero, en el fondo, lo estaba.
La cosa llegó hasta el punto de negarse a levantarse de la cama una mañana de marzo. Cuando fui a la cocina, donde habitualmente él ya se habría preparado un monumental desayuno a eso de las siete de la mañana, no había nada sobre el hule de la mesa. Encontré al cocinero en la cama, completamente despierto pero apático.
– Hoy no tengo ganas de levantarme. Tengo fiebre y me siento fatal.
Me acerqué a la cama y le toqué la frente. Estaba más fría que una de aquellas farolas en cuyos postes se les quedaba pegada la lengua a los críos en los días más crudos del invierno.
– Lo mejor será que llamemos al doctor Helmers. Esto parece serio.
– ¿De verdad? -preguntó Henry posando la mano sobre su frente para notar la calentura-. No parece que sea muy grave.
– Aun así, lo mejor será que te vea el médico -contesté, y sonriendo fui en busca del termómetro de cristales líquidos.
Henry se presionó con avidez la tira contra la frente, y naturalmente su temperatura estaba por debajo de treinta y siete grados. Se quedó profundamente desilusionado y tranquilo al mismo tiempo.
– No hay razón para alarmarse. Solo es el reúma.
– ¿Y no estarías mejor si te levantaras? En la cama te quedarás demasiado rígido.
– Lo único que me sentaría bien ahora mismo sería una mujer.
– ¡Pues ve a ver a Maud!
– Qué fácil es decirlo… Está con otro hombre.
– ¿Y no hay nadie más?
– Hoy no pienso hacer nada. No habría ninguna mujer en toda Europa que quisiera estar conmigo en estas circunstancias. Incluso Lana, la de Londres, me despreciaría.
Le dejé en paz. Quería seguir tumbado en la cama compadeciéndose de sí mismo, como un niño pequeño. Tenía un par de cómics de Spiderman y Superman, y se comió hasta la última migaja de la bandeja del desayuno, así que al menos aquello no había afectado a su apetito.
El repentino frente de bajas presiones pareció remitir, y Henry se levantó de la cama para reanudar sus actividades con la resollante vitalidad, autoridad y energía que había acumulado bajo las mantas. No obstante, era como el púgil que se levanta de la lona con la cuenta en nueve, solo para recibir un nuevo aluvión de golpes. Las catástrofes reales, y de hecho esperadas, empezaron a llegar, una tras otra, como si estuvieran controladas por un demoníaco y despiadado boxeador.
A finales de marzo tuvo lugar la catástrofe en Harrisburg, Pensilvania, Estados Unidos. La planta nuclear Three Mile Island había sufrido una avería y se hablaba de escapes en los conductos del agua refrigerante. Técnicos y expertos, alcaldes y el presidente comparecieron ante la opinión pública en un gabinete elegantemente decorado con signos de interrogación dorados. Nadie sabía a ciencia cierta lo que había ocurrido; y, mucho menos, lo que podría ocurrir a continuación. Muy pronto empezaron a correr rumores de que una nefasta nube de gas se estaba expandiendo dentro de la central nuclear. Podría explotar con un efecto muchas veces más devastador que el de la bomba atómica. Los vientos podrían extender la radiactividad y habría que realizar grandes evacuaciones, centenares de miles de ciudadanos estarían muy pronto huyendo del Armagedón. A principios de abril empezaron a llegar informaciones más tranquilizadoras. La nube de gas estaba bajo control y el riesgo de fusión en el reactor había disminuido. Los socialdemócratas suecos dieron un giro radical en su política e impulsaron un referéndum nacional sobre la energía nuclear en el país.
Tras contener la respiración, el mundo dejaba escapar un suspiro de alivio esperanzado porque tal vez aún no fuera el final de la vida en el planeta, cuando de pronto llegó el siguiente mazazo: se había encontrado petróleo ruso flotando en el archipiélago de Estocolmo. El buque cisterna Antonio Gramsky había ocasionado la mayor catástrofe ecológica en el mar Báltico hasta la fecha. El buque había encallado a finales de febrero en las costas de Ventspils, en Letonia, y había vertido al mar unas cinco mil seiscientas toneladas de espeso petróleo. Ahora, a principios de abril, el crudo había alcanzado por fin el archipiélago de Estocolmo, donde se había depositado en gruesas capas debajo del hielo, amenazando las costas y las colonias de aves marinas. Unas veinticinco mil islas, entre las Svenska Högarna al norte y Landsort al sur, estaban amenazadas por el vertido, cuyos rastros empezaban a verse por todas partes. Llegaban informes desde los archipiélagos de Nassa y Björkskär, Sandhamn, Langviksskär, Biskopsön, Norsten, Utö, la isla de Storm… Y la lista seguía y seguía.
Henry estaba a punto de desquiciarse por completo. Eso resultaba patente cuando lo veía examinar como un miope frenético los artículos de prensa que hacían referencia al vertido -cifras, estadísticas, zonas afectadas-, sacudiendo la cabeza, suspirando, mesándose los pelos con desesperación.
– Esto es demasiado -decía una y otra vez-. Esto es demasiado.
Yo no podía hacer otra cosa que convenir.
– Voy a ponerme a hibernar, o a colgarme, o lo que diablos se me ocurra, joder. Solo sé que no quiero seguir en este mundo -se quejaba con amargura-. ¿Qué se supone que podemos hacer con el planeta? ¡La gente se ha vuelto completamente loca!
– La gente no se ha vuelto loca. Es la codicia de los que están al mando. El capitalismo es codicioso, y por eso suceden cosas como estas.
– Ese tipo de discursos me da alergia -dijo Henry-. Lo sabes, por Dios. Y además, ¡han sido los rusos los que han hecho esto!
– No son una excepción.
– ¡Gilipolleces! Esto va mucho más allá. Ya no se puede culpar al capitalismo de todo. Todos son igual de hijos de puta. En cuanto ponen sus manos sobre un pequeño artículo referente al Poder, lo convierten todo en enormes montañas de mierda. ¡Eso es lo que pasa, Klasa, créeme!
– Bueno, supongo que así es -dije con un suspiro-. Es posible.
– ¡Maldita sea! -continuó Henry, igual de amargado-. En cuanto me recupero un poco, empiezan a sucederse desastres, uno tras otro, solo para volver a machacarme. ¡Así nunca estaré listo!
– ¿Para el concierto?
– ¡El concierto y todo lo demás! No puedo vivir con esto…
Parecía completamente desesperado aquellos días, dando vueltas sin descanso por el apartamento, abriendo y cerrando puertas, bajando a la gruta de Greger -o El Refugio, como se llamaba en esos días al túnel-, para volver a subir después de excavar un poco de forma desganada e intranquila.
Así transcurrieron unos días hasta que llegó el fin de semana, y entonces Henry decidió marcharse al archipiélago para participar voluntariamente en las labores de saneamiento. En Stavsnäs se había instalado una base de barracones con radios, contenedores y muelles para el atraque de barcos de transporte de personal y equipamiento hacia las zonas afectadas por la catástrofe. Se necesitaba a mucha gente y Henry no era de los que dudaban. Cuando el asunto era realmente importante, él siempre daba la cara.
Con su mono azul de trabajo, Henry empaquetó algunas cosas que pudiera necesitar y partió el sábado por la mañana a Stavsnäs. Ese mismo día participé en una impresionante manifestación contra la energía nuclear que empezó en los Kungsträdgården y finalizó en la plaza Sergel.
Abril transcurrió en medio de un clima gris y desagradable. Iba a ser una primavera larga, desapacible y dura, que mantendría alejada la luz del sol y el verdor durante mucho tiempo. La gente empezaba a estar harta del frío, la nieve, la lluvia, la niebla y los informes de diversas catástrofes que llegaban un día sí y otro también. Era como si la gente en toda la ciudad se fuera desmoronando a cada día que pasaba. Greger y Birger se veían realmente abatidos en Muebles Man. Seguían con su trabajo a medio gas en la gruta de Greger, El Refugio, pero era difícil mantener el entusiasmo. Sobre todo cuando aquella extraña copa encontrada entre los escombros del derrumbe aún no había sido analizada apropiadamente, en palabras del jefe Morgan. El Estanquero tenía un aspecto gris y ceniciento en su pequeña tienda, mientras que el Botella y el Lobo Larsson permanecían encerrados en sus casas, encogidos y emborrachándose tras las cortinas echadas. Todo el mundo estaba entregado a su propia lucha por la supervivencia.
Henry estuvo varios días en el archipiélago haciendo tareas de saneamiento, y cuando llegó a casa a mediados de semana estaba tan satisfecho consigo mismo como desesperado con la situación. Se había instalado en la base de control de catástrofes de Stavsnäs, donde diversos empresarios de la industria de saneamiento se estaban haciendo de oro aquellos días. Había ido a la isla de Storm y había visto que cada peñasco, cada pequeña lengua de tierra y cada bahía estaban completamente cubiertos por una capa de petróleo gruesa, maloliente y pegajosa. Se había necesitado un grupo de doce personas durante dos días para sanear la peor parte. La población local tendría que limpiar con cepillo de púas durante todo el verano.
Los abuelos maternos de Henry parecían haber envejecido tan de repente que le costó reconocerlos. Era como si se hubieran quedado sin aire. Después de mucho tiempo de ausencia, Henry había ido a la isla de su infancia, Storm, como miembro de una brigada especial de catástrofes, y había encontrado a su abuelo y a su abuela como dos cañas temblorosas, dos inocentes aves marinas ignorantes de que sus vidas estaban en peligro. No entendían nada de lo que ocurría. Ni siquiera mencionaron el asunto del petróleo. Le invitaron a tomar café y hablaron como si no estuviera pasando nada. Henry no sabía si la senilidad les había golpeado de repente o si simplemente se negaban a aceptar la catástrofe.
Después Henry se había acercado hasta el cobertizo para ver el Arca. Debería haber estado allí, con su desnuda armazón, su esbelta quilla y las cuadernas que habían empezado a ensamblar haría ya unos quince años. Pero el Arca había desaparecido. Lo único que encontró Henry fueron cañizos sobre la roca. El implacable hielo se había abierto camino sobre la costa y se había apoderado de todo el cobertizo. Su lengua helada se había arrastrado sobre la isla de Storm y había derruido y destrozado por completo el cobertizo del abuelo.
Henry no podía creer lo que veían sus ojos. Lo único que quedaba del cobertizo y del Arca era un montón de cañas y tablones bajo grandes láminas de hielo, ennegrecidas de petróleo.
El mes de abril del año electoral de 1979 presentó muchas similitudes con una ópera trágica de Wagner: gris, interminable y lúgubre. Todo el mundo esperaba que llegara desde las alturas un rayo de luz redentor, salvador y liberador. Pero abril se resistía, negándose a la redención, die Erlösung. Todo aquel mes continuó como una melodía sin fin de tonos grises y sombríos.
Con vacilante determinación, proseguimos nuestra búsqueda de Leo. Tuvimos algunas discusiones -Henry seguía culpándose por haber sido demasiado duro con su hermano- sobre si deberíamos llamar a Kerstin, la hija del rey de las apuestas, ya que Leo había mencionado que pensaba ir a verla. Después de todo, parecía que había algo entre ellos. Y nuestras suposiciones fueron acertadas.
Después de una larga sucesión de conexiones con centralitas y teléfonos de vehículos ocupados, Henry consiguió contactar finalmente con Kerstin. Estaba en un atasco en Strandvägen, y lo que le contó fue que Leo había estado en su casa unos días hacía varias semanas, pero que habían acabado peleándose. Ella pensaba que se comportaba de forma demasiado pasiva y autodestructiva, todo el día en la cama tumbado y fumando. Leo empezó a sentirse irritado, dolido y ofendido, y se marchó. Desde entonces no había sabido nada más de él. Ahora ella también estaba preocupada, ya que había dado por sentado que Leo regresaría a casa con nosotros para lamerse las heridas. Quedamos en que nos mantendríamos alertas y en contacto.
Con determinación igualmente vacilante, leímos nuestros cuatro periódicos diarios. En la prensa se empezaba a hacer especulaciones sobre las elecciones municipales y generales, para las que quedaban apenas seis meses. En relación con este asunto cada vez más candente, un día encontré un artículo a página completa sobre el presidente de la Corporación Griffel, Wilhelm Sterner. Aparecía en el periódico conservador de la mañana, que informaba sobre los candidatos para un posible gobierno de derechas. Entre estos se incluían, por supuesto, las habituales y viejas glorias, ya gastadas y arrugadas, mostrando los estragos de demasiadas discusiones y compromisos. Pero también había una galería de figuras nuevas y totalmente desconocidas para la opinión pública: hombres poderosos e influyentes que actuaban entre bastidores, forjados en la escuela de Wallenberg, donde habían aprendido la importancia de estas sabias palabras: Non videre sed esse.
Wilhelm Sterner, el presidente de la Corporación Griffel, era presentado en un tono ligeramente irónico como «un caballero intachable de sesenta y cinco años», un hombre con una larga e interesante trayectoria profesional antes de alcanzar la presidencia de uno de los mayores consorcios de Suecia. En los años cuarenta, el joven abogado había iniciado su carrera como diplomático. Tras pasar por varios puestos, en los que demostró sus grandes aptitudes en el mundo de la diplomacia, consiguió el cargo de consejero en la embajada en Viena, Austria. Durante un tiempo estuvo destinado en Yakarta, Indonesia, pero a finales de los cincuenta decidió abandonar su brillante carrera diplomática para pasarse al sector privado.
Muy pronto se liberó de la sombra de Wallenberg y escaló a un ritmo vertiginoso el escalafón jerárquico de la Corporación Griffel. Estaba lleno de ideas y energía, y conocía bien el terreno. La única vez que su carrera estuvo en un grave apuro fue a principios de los años sesenta, cuando las autoridades de Alemania del Este lo acusaron de ayudar a pasar a gente a través del Muro, el Telón de Acero. El incidente estuvo a punto de dar al traste con su brillante carrera, y aquello sin duda resultó terriblemente incómodo tanto para las autoridades suecas como para los accionistas de la Corporación Griffel. No era habitual que los grandes cargos se involucraran de una manera tan flagrante en asuntos diplomáticos de otros países. Suecia ya había tenido bastantes problemas con el tema de la ayuda a los refugiados. Mediante algunas maniobras astutamente ejecutadas -probablemente dirigidas por el propio Sterner-, se corrió un tupido velo sobre el asunto, que quedó relegado a unas pocas columnas en letra pequeña. El caso se silenció y todo volvió a ser aquí paz y después gloria. Sterner había salvado el pellejo.
Después de aquello, Wilhelm Sterner no volvió a mezclarse en más aventuras diplomáticas. Trabajó siempre en las sombras, forjándose una imagen de hábil e implacable negociador, que nunca subestimó a un contrario. Era un «eterno solterón con el encanto de las sienes plateadas», aunque «las escasas fotos que aparecen en los tabloides confirman que se encuentra muy a gusto en compañía femenina».
Como todos los presidentes al frente de grandes corporaciones, Wilhelm Sterner también trabajaba un mínimo de quince horas diarias, pero daba buen ejemplo absteniéndose del jet privado y otros lujos extravagantes. Habitualmente jugaba al tenis con otros conocidos ejecutivos corporativos, y no se había perdido ni un solo torneo de Båstad desde su gran despegue en los años sesenta. Apoyaba activamente el atletismo sueco, financiaba un campo de golf cerca de Estocolmo y había conseguido el bronce en lanzamiento de peso en un campeonato de distrito en 1935.
A pesar de que haber alcanzado la edad de jubilación, no encontraba razón alguna para bajar el ritmo. Wilhelm Sterner se encontraba en su mejor momento. Si la derecha ganaba las elecciones en otoño, su nombre sonaba con fuerza para algún cargo ministerial, pese a estar considerado como «un conservador apolítico». La cartera de Industria parecía un cargo lógico; el adecuado para sus valiosas aptitudes, su larga trayectoria en el mundo empresarial y su amplia red de contactos internacionales.
Nadie temía que Sterner rechazara la oferta. Se daba por sentado que se encargaría de «limpiar» su pasado, como se esperaba de un ministro respetable, a fin de evitar las enormes posibilidades de corrupción que ofrecía un puesto como la cartera de Industria. No era infrecuente que personajes ilustres relacionados con las altas finanzas usaran la manipulación para medrar en política.
Con toda probabilidad, Wilhelm Sterner aceptaría la oferta y se desvincularía de sus actividades en la Corporación Griffel y sus quince subsidiarias, entre ellas Skandiaplaster, EKO Cementos, Astilleros Hermanos Bogren, Pesqueras del Báltico, Construcciones Hammars, así como la Compañía de Mecanismos de Precisión Zeverin S. A., en el muelle de Sickla del puerto de Hammarby.
Alguien considerado como el próximo ministro de Industria debía estar limpio y ser invulnerable.
Contrariamente a lo esperado, Henry demostró una fortaleza bastante admirable en aquella situación. Al cabo de unos días en que llegué a pensar que iba a mandarlo todo al infierno, se recompuso y confirmó su actuación para la noche prevista de mayo en el teatro Södra. Ahora todo lo que tenía que hacer era enviar el programa del evento y acabar de pulir su versión final de «Europa, fragmentos en descomposición». De repente parecía que su gran consagración estuviera a la vuelta de la esquina.
Entusiasmado, impetuoso y obstinado, se presentó en la biblioteca, donde yo intentaba trabajar. Me hallaba en medio de lo que se podía llamar las últimas fases de mi moderno pastiche de La habitación roja. Sabía exactamente cómo debía acabar la historia y lo único que tenía que hacer era teclear las decisivas y, para Arvid Falk, desoladoras cincuenta últimas páginas. Podría hacerlo en un par de días si lograba coger un buen ritmo de trabajo, pero estaba claro que no lo conseguiría. Me limitaba a mirar a través de la ventana la grisura uniforme de la calle Horn y a contemplar allá abajo la nieve medio derretida y el tiempo espantoso, y eso me quitaba cualquier estímulo. Un trabajo arduo y virtuoso no significa nada en un mundo que solo es maldad y grisura. Nadie esperaba nada de mí, nadie me echaría de menos si no me levantaba por la mañana y nadie expresaría una profunda preocupación por mi bienestar. A propósito de cuentas, el editor Franzén era el único que hablaba de «mi cuenta». Había estado apretándome durante meses en relación con el manuscrito, y por lo visto ahora empezaba a tener dudas y a contemplar la posibilidad de haber sido estafado. Llevaba gastadas ya unas quince mil coronas.
Así pues, Henry entró de forma intempestiva en la biblioteca, preguntándome si molestaba. Aquella era una pregunta retórica, ya que siempre me estaba molestando.
– Quería pedirte un favor, Klasa -dijo con fingida humildad-. Como eres un homme de lettres… Es por lo del programa. He conseguido una imprenta barata.
– ¿Qué pasa? -pregunté irritado.
– Teatro Södra… -dijo Henry, mirándome con sus inocentes ojos azules.
– Sí, eso ya lo sé.
– Quisiera disponer de un texto… algo lírico, que sonara refinado.
– ¿Algo lírico y refinado sobre qué?
– Sobre mí, y sobre mi música, claro -dijo Henry con aire ofendido.
– ¿Y crees que yo podría escribir algo así? Yo no sé nada de música.
– Eso no importa. Es el sentimiento lo que cuenta. Tiene que ser un texto que capte el sentido de la música. No necesitas explicar mucho sobre Henry Morgan o las claves musicales y ese tipo de cosas. Es mejor si intentas captar el espíritu del conjunto.
– ¿Y ya has acabado?
– Prácticamente. Entonces, ¿qué? ¿Lo harás?
– Pues claro que lo haré -contesté-. Pero antes necesitaría escuchar la pieza completa un par de veces.
– Cuando quieras -se ofreció Henry magnánimo, con una reverencia.
– ¿Qué tal ahora? De todas formas, me había encallado.
Henry se retorcía pensativo sus hinchadas manos. Habíamos estado en el Europa la noche anterior, había peleado un par de asaltos contra Gringo y todavía se sentía un poco dolorido. Dibujó unos cuantos compases en el aire.
– Muy bien… No creo que haya ningún problema.
Nos dirigíamos hacia la sala del piano para escuchar el concierto de «Europa, fragmentos en descomposición» cuando oímos los estridentes timbrazos del teléfono. Era Kerstin. Iba en la furgoneta de reparto de Pickos número 17 y llamaba desde la plaza Kungsholm. A través del auricular se oía ruido de sirenas y gritos, y tampoco ayudó mucho que la hija del rey de las quinielas estuviera bastante alterada. Leo la había llamado varias veces en las últimas veinticuatro horas, farfullando con voz pastosa y completamente fuera de sí. Se había negado rotundamente a decir dónde se encontraba y lo que estaba haciendo. No había logrado sacarle ni una palabra coherente antes de que él colgara sin previo aviso.
Kerstin estaba lógicamente muy preocupada y Henry intentó tranquilizarla. Le dijo que Leo se comportaba así a veces, que pasaba por ese tipo de fases o episodios pero que luego se ponía bien. De todas formas, le pidió a Kerstin que intentara enterarse de la procedencia de la llamada la próxima vez que Leo se pusiera en contacto con ella. A partir de ahora no se andarían con contemplaciones.
– Ya ha jugado bastante a este juego -dijo Henry, encendiendo un cigarrillo.
– ¿Es que se trata de un juego?
– El juego más peligroso de todos -afirmó Henry.
Aquel día no hubo ningún concierto privado. Henry había perdido toda la inspiración con la llamada de Kerstin. Se disculpó diciendo que tenía los nudillos doloridos y que no hubiera logrado que sonara bien. Tendríamos que dejarlo para más adelante.
Sin embargo, nunca llegaría esa ocasión más adelante. Al día siguiente me tocó a mí quedarme en la cama. Me negué a levantarme para desayunar, leer un deprimente periódico matutino y luego sentarme ante el escritorio que se estaba convirtiendo en el testigo mudo de una suerte de fracaso. La habitación roja se parecía cada vez más a una derrota, y el trágico final de Arvid Falk empezaba a reflejar mi propia destrucción. Me había encallado. Sabía perfectamente lo que quería escribir, pero no podía sacar toda aquella mierda de mi interior; algo dentro de mí se resistía a hacerlo y yo me limitaba a echar la culpa al mal tiempo. En aquellos días se podía culpar al tiempo de casi cualquier cosa. El clima nos estaba afectando a todos, y cualquiera podría entender que un escritor fuera especialmente susceptible a las bajas presiones y al maldito siroco que se había abierto paso hasta nuestras latitudes, o que era perfectamente natural que un alma sensible quisiera echarse a morir tosiendo en el Lido, o escapar del mundo a través de las montañas hasta las nubes, como un Hans Castorp cualquiera, el personaje de novela más melancólico de todos los tiempos.
Mi sueño sobre una muerte liberadora en el Lido llegó a su fin cuando Henry Morgan entró en mi habitación, se sentó en el borde de la vieja cama de Göring y me despertó. Kerstin había llamado. Sabía dónde se encontraba Leo. La había telefoneado a medianoche y ella había dejado descolgado el auricular para ir corriendo a casa del vecino a fin de localizar la llamada. Resultó que estaba en una cabaña de verano por la zona de Värmdö.
– No tengo ni idea de dónde coño puede estar eso -dijo Henry-. Al parecer en un pueblo llamado Löknäs. Cerca de una zona militar de maniobras. ¿No fue allí donde estuvo la pasada Navidad con algunos amigos?
– Creo que sí -dije.
– En fin, supongo que tendremos que ir a echar un vistazo. ¿Puedes acompañarme esta noche?
– Claro.
– Kerstin se ha ofrecido a llevarnos.
– Muy amable de su parte. Espero que no surjan más problemas, pues me derrumbaría del todo.
– No hay riesgo alguno -dijo Henry con firmeza-. Leo no es de esa clase.
Ese día transcurrió como uno más de los días grises de aquella época. La única noticia luminosa fue que el cajón del aparador del recibidor volvía a estar de repente lleno de talonarios con vales de restaurante. Naturalmente no pregunté de dónde habían salido -me habían ordenado que no lo hiciera-, pero tenía mis sospechas. A esas alturas tenía mis sospechas de bastantes cosas, pero caminábamos en círculos alrededor de ellas, como el gato en torno al balde de agua hirviendo, intentando no salir escaldados.
En cualquier caso, comimos un almuerzo reconfortante en el Costas de la calle Saint Paul con ensalada griega y souvlaki, pinchos de deliciosa ternera de primera especiada, con cebolla y paprika. El Botella y el Lobo Larsson habían salido de su encierro y se les veía bastante bien. Habían pasado un largo período con las cortinas echadas y provistos de un auténtico arsenal de botellas, pero ahora aquello había pasado: se olvidarían del alcohol durante un tiempo y volverían a excavar en la gruta de Greger, El Refugio; recogerían cascos vacíos y trabajarían afanosamente como dos auténticos caballeros, arreglándoselas como solían hasta la primavera que se aproximaba. Los dos querían ponerse al tanto de lo sucedido últimamente y Henry les hizo un escueto resumen. Fiel a su costumbre, les prometió a cada uno una entrada para el teatro Södra cuando llegara el momento. Los hombres le dieron las gracias de antemano y le desearon suerte, sin estar muy seguros del orden en que debían expresarlo.
Tal como había prometido, Kerstin vino a buscarnos después de acabar su trabajo. Conducía la furgoneta de reparto de Pickos número 17 y se la veía bastante alterada. De forma hosca e implacable masticaba un pequeño trozo de chicle y mascullaba cortas y rápidas réplicas por la comisura de la boca, como un gángster norteamericano.
– ¿Sabrás cómo encontrarlo, Henry? -preguntó.
– Eso espero -contestó, sacando del bolsillo de la trenca un mapa que él mismo había hecho-. Debe de quedar más o menos por aquí.
– Oh, eso será de mucha ayuda -dijo la muchacha.
– ¡Maldita sea, estás de un humor de perros!
– He tenido un día muy complicado. Nada ha salido como debía.
– Al menos quiero que sepas que serás recompensada por esto -prometió Henry.
Kerstin murmuró algo inaudible y puso la radio. Estaba hablando uno de esos locutores tremebundos y terriblemente anodinos de Värmland, con una programación que combinaba música y estado del tráfico. Advertía a los oyentes de las condiciones del firme en la mayor parte de la red de carreteras del reino. Había llovido mucho por la mañana y la caída de las temperaturas provocaría la formación de placas de hielo por la noche. Después puso una larga canción del último elepé de Elton John, una canción densa, absorbente y realmente mágica.
– Súbelo un poco -dijo Henry.
Kerstin subió el volumen y el interior del vehículo se inundó con las notas de aquella luminosa canción de Elton John, que se prolongó casi todo el trayecto desde Danvikstull por la nueva autovía hacia Gustavsberg. Apenas dijimos palabra mientras sonó la canción. No sé quién tenía la culpa o el mérito de aquello: si Leo Morgan o Elton John.
Henry dirigía meticulosamente a la conductora hacia el norte de Värmdö, a través de un sinfín de pequeñas y resbaladizas carreteras, hasta llegar un momento en que no sabíamos dónde estábamos. El mapa de Henry parecía más un gráfico científico de la forma en que una lombriz se movía por la tierra durante veinticuatro horas de lluvia, y ya no nos servía de nada. Tuvo que bajarse del vehículo para preguntar a algunos lugareños por el camino hacia Löknäs y la zona militar de maniobras.
Poco a poco se fue haciendo de noche, mientras atravesábamos todo tipo de pequeñas poblaciones y campos de cultivo, hasta que nos metimos en una carretera boscosa que conducía hacia el este y parecía ser el camino correcto porque estaba completamente solitario y desierto. En el interior del bosque todavía quedaba nieve y la calzada estaba cubierta por brillantes placas de hielo negruzco, por lo que Kerstin tuvo que extremar las precauciones, utilizando todos sus conocimientos de conducción en terreno peligroso.
– Pat Moss -dijo Henry-. Estás hecha toda una Pat Moss, piloto.
– ¡Cierra el pico! -gritó Kerstin, y apagó la radio. Necesitaba concentrarse.
Henry bajó la ventanilla, pero al instante se percató de que hacía un frío espantoso y de que las temperaturas habían caído bajo cero. En la carretera no se veía un alma.
– Joder, qué desolado está esto -dije tiritando.
– Deben de haber ocupado alguna vieja cabaña de verano -dijo Henry.
– ¿A qué te refieres con «deben»? -pregunté.
– No pensarás que mi hermano está aquí solo, emborrachándose, ¿no? -dijo Henry; no parecía muy convencido de sus palabras. O tal vez supiera bastante más que los demás.
– A mí me pareció que estaba solo -dijo Kerstin-. Aunque la verdad es que se le oía como si estuviera muy ido.
– Leo se pone realmente borde cuando bebe.
– ¿Y por qué lo hace? No debe de ser muy divertido estar en medio del bosque, emborrachándose.
– Kerstin, cariño -dijo Henry-, eres una conductora fantástica, pero no tienes demasiadas luces.
– ¿Qué quieres decir? -espetó Kerstin enojada, frenando en seco en una curva helada.
– Nada. Lo siento -contestó Henry-. Pero ¿qué demonios sabes tú? ¿Crees que cuando Leo se comporta así lo hace por diversión?
– No, claro. Ya veo… -respondió Kerstin un poco avergonzada-. Pero a veces me planteo qué hago yo con una panda de tarados como vosotros.
– ¡Eh, a mí no me mezcles con estos! -exclamé-. Los hermanos Morgan son famosos, y a los hermanos famosos se los conoce por estar un poco locos.
– That’s life -contestó Henry.
Las gracias se acabaron enseguida, porque al cabo de unos cinco kilómetros por aquella resbaladiza carretera boscosa llegamos a una pequeña cabaña de verano de aspecto solitario. Se encontraba en un lugar bastante agradable, sobre una colina frente a lo que debía de ser la bahía de Löknäs.
– Aparca ahí -dijo Henry, señalando la verja.
Kerstin aparcó, apagó las luces y tiró del freno de mano. Luego salimos a la oscuridad.
– Parece completamente abandonada -comenté.
– Creo que he visto luz en una de las ventanas -dijo Henry.
– ¿Estás seguro de que esta es la casa?
– ¿Y cómo diablos voy a saberlo? Solo confío en mi intuición, y otras veces me ha ayudado.
– Este sitio parece muy bonito -dijo Kerstin en un susurro, como si estuviéramos haciendo algo prohibido.
La pequeña cabaña de verano estaba sobre una colina con vistas sobre la bahía de Löknäs, donde el hielo todavía no se había fundido. En la orilla opuesta se alzaba otra colina, formando una magnífica ensenada sobre la bahía. Debía de ser un auténtico paraíso en verano, con ondeantes cañaverales, nenúfares y sol todo el día.
Henry iba un par de pasos delante de nosotros, y se le veía tan ansioso como vacilante. Probablemente no estaba muy seguro de lo que estaba haciendo en aquel momento, pero ya no había marcha atrás. Lo único que podía hacerse era seguir adelante y averiguar qué había dentro de aquella casa.
Nos dirigimos por el suelo resbaladizo hacia la entrada. No hacía mucho que alguien había quitado la nieve del porche, por lo que el lugar no debía de estar completamente abandonado. Henry subió los escalones hasta la puerta y llamó con la mano. A través de una ventana que daba a la bahía se veía un poco de luz, pero no parecía iluminación eléctrica normal; era como una pequeña llama vacilante.
Oímos un ruido dentro de la casa y Henry volvió a aporrear la puerta. No había señales de vida. Esperamos durante un par de minutos en un silencio profundo y expectante, pero solo oímos el viento frío que susurraba entre las copas de los abetos. Luego Henry giró el pomo de la puerta y abrió.
– ¡Hola! -gritó dentro de la casa.
– Echemos un vistazo -dije, animando a Henry.
Él entró primero, y de golpe sentimos el hedor: el olor rancio a sudor, queroseno, restos de comida y excrementos. Después de atravesar una sala gélida y con corrientes de aire, encontramos, por fin, al desaparecido Leo. Estaba tumbado durmiendo sobre una cama bajo tres gruesas mantas. Todo el suelo a su alrededor estaba lleno de botellas vacías, todas de la misma marca de whisky: Johnnie Walker, muy elegante con su abrigo rojo de doble abotonadura, quevedos, bastón y sombrero de copa. Al lado de la cama había una caja con botellas aún sin abrir. En aquella cabaña se había consumido alcohol por valor de diez mil coronas.
– Me salgo fuera -me susurró Kerstin al oído, con lágrimas en los ojos. No logré discernir si era por compasión o por la repugnante peste a amoníaco.
Henry se acercó a la cama y empezó a zarandear a Leo. De pronto había abandonado todos sus miedos y se comportaba audaz y arrogante como un scout. Había que solucionar aquello, y no tenía sentido quedarse pasmado y perplejo ante la repulsiva situación solo porque Leo hubiera sufrido una pequeña recaída. Con un poco de mala suerte, eso podía ocurrirle a cualquiera. Sacudió a Leo y lo llamó por su nombre, pero no obtuvo respuesta. Sin embargo, sí que hubo reacción en la cama que había junto a la de Leo. Algo se movió y Henry dio un respingo de aterrada sorpresa cuando vio aparecer una cabeza de debajo de un rebujo de mantas asquerosas.
Era una chica terriblemente delgada y demacrada que no debía de tener más de veinte años, pero a la que las drogas le habían dado el aspecto de una anciana decrépita.
– ¡Qué demonios…! -gruñó la chica restregándose desganadamente los ojos-. ¿Qué coño estáis haciendo vosotros aquí? -dijo, como si nos hubiera reconocido de golpe.
Y resultó ser que, efectivamente, nos conocía.
– Iba a preguntarte lo mismo -dijo Henry irritado-. ¿Quién eres?
– ¡Que te den! -contestó la chica.
Henry la agarró y arrastró el escuálido cuerpo de la chica fuera de la cama, pero a punto estuvo de dejarla caer por la sorpresa.
– ¿Ves lo que estoy viendo? -me preguntó.
– El mundo es un pañuelo.
– ¡Al menos este mundo sí!
– Basta ya… basta ya -decía la chica, al igual que aquella noche en que la encontramos completamente destrozada en nuestro rellano, le dimos un baño caliente y la velamos durante toda la noche-. Dejadme en paz -continuó el ángel de las tinieblas con su voz monocorde, rasposa y gastada.
– Muy bien, muy bien -dijo Henry-. Soy el hermano de Leo y hemos venido para llevárnoslo de vuelta a la ciudad.
La pequeña y delgada criatura se sentó en el borde de la cama y se frotó los ojos. Parecía no entender lo que estaba ocurriendo. Allí sentada, con los ojos vueltos hacia arriba, se mecía adelante y atrás como si todo le diera vueltas.
– ¡Que te den! -dijo de nuevo-. Ahora no.
– ¿Qué quieres decir con «ahora»? -preguntó Henry-. ¿No ves que os estáis matando con la bebida?
La chica gimió y se desplomó en el suelo. La incorporé y la apoyé contra la cama, y luego recogí de alrededor algunas botellas vacías y mohosos botes de conservas de judías y raviolis que olían a vómito, por decirlo sutilmente.
Henry continuaba intentando devolver a Leo a la vida, levantándole los párpados y dándole bofetadas, pero sin respuesta.
– ¿Solo habéis bebido? -preguntó Henry volviéndose hacia la chica en el suelo-. Joder, no os habréis metido nada más, ¿no?
La chica seguía aturdida, con los ojos vueltos hacia arriba y obviamente sin comprender nada.
– ¿Tenéis alguna jeringuilla? -le gritó Henry al oído.
– ¿Yo? -dijo con voz pastosa-. Yo tengo la mía -añadió casi con orgullo.
– ¿Y Leo? ¿Se ha drogado?
– Ese -masculló la chica-, ese solo bebe.
Henry salió afuera a buscar un poco de nieve. Volvió con un puñado y con Kerstin, que no tenía muy buen aspecto. Su rostro estaba surcado por las lágrimas que había estado derramando.
Frotamos la cara de Leo con nieve, y solo entonces empezó a dar señales de vida. Comenzó a gruñir por el frío y a escupir. Con una repentina sacudida, apartó la cabeza que yo le sostenía y con mucho esfuerzo abrió un poco los párpados. Murmuró algo completamente inaudible y suspiró intentando darse la vuelta hacia la pared, pero no lo consiguió.
De repente, la chica del suelo dio un respingo, se puso de pie y empezó a hablar desaforadamente como lo había hecho cuando por fin se despejó aquella vez en nuestra casa, como un subastador, con una voz alta, estridente y forzada. No parecía estar de mal humor; más bien, al contrario.
– ¡Tenéis que verlo! ¡Tenéis que ver lo que hemos hecho! -gritaba-. Tenéis que venir conmigo para ver, ver, ver a lo que nos hemos atrevido…
Henry, Kerstin y yo nos miramos primero los unos a los otros, y después, perplejos, a la chica, que con respingos y movimientos espasmódicos intentaba que nos interesáramos por algo a lo que ellos se habían atrevido.
– Tranquilízate -dije-. No vamos a haceros daño. Ahora nos iremos a la ciudad…
– Tenéis que… ¡Todo es una mierda, todo! -continuó la chica, y luego, literalmente, se precipitó a través de la puerta abierta.
– Klasa -dijo Henry-. Ve con la chica para vigilar lo que hace. Mientras tanto, nosotros llevaremos a Leo al coche.
– Muy bien -contesté, y salí corriendo detrás de la chica en la oscuridad.
Pude oír su furioso parloteo bajando por la colina hacia el hielo, y logré encontrar un sendero con una barandilla que probablemente haría muy buen servicio en verano, pero que ahora, debido a la gruesa capa de nieve, solo me llegaba a la altura de los tobillos. El camino llevaba hasta la bahía, y estaba helado y resbaladizo, así que tuve que hacer grandes esfuerzos para evitar caerme y lastimarme seriamente. Sin embargo, la chica drogada bajaba la pendiente como si volara, con la fuerza y la capacidad sobrehumana que parecen poseer durante un tiempo algunas personas perturbadas.
Una vez abajo en el suelo helado conseguí alcanzarla y agarrarla por el escuálido brazo, pero se zafó enseguida y continuó corriendo hacia el centro de la bahía de Löknäs. Yo siempre le he tenido mucho respeto al hielo, y no soy ningún experto en saber dónde puede aguantar y dónde quebrarse, pero en ese momento no podía detenerme a cuestionar mis miedos. Tenía que alcanzar a la chica, pero ella siguió corriendo hasta llegar al centro de la bahía. Allí se detuvo; ni siquiera le faltaba el aliento.
– ¿De qué diablos va todo esto? -pregunté.
– Tienes que verlo… Tienes que verlo… -dijo.
Entonces descubrí un agujero que alguien había hecho en el hielo en medio de la bahía. Tenía el tamaño suficiente para meterse en el agua y darse un baño helado, y la escuálida joven podía saltar en cualquier momento. Yo estaba en completa tensión, preparado para impedírselo si eso era lo que pretendía que presenciara.
Pero la chica parecía totalmente fuera de sí. Sin previo aviso, empezó a dar saltos sobre el hielo al lado del agujero. Saltaba con ambos pies, haciendo toda la fuerza de la que era capaz, arriba y abajo de forma frenética.
– Salta… Salta… -me animaba, resoplando.
Yo tiritaba por el frío, y notaba los zapatos empapados. No tenía intención alguna de saltar como un idiota sobre un suelo helado que, en cualquier momento, podía quebrarse. Me negué a hacerlo, lo cual la puso furiosa y me soltó un bofetón en plena cara.
– All right -dije, y empecé a saltar. Pensé que lo mejor era seguirle la corriente.
Saltamos y pateamos sobre el hielo todo lo que fuimos capaces, y poco a poco pude percibir que la alegría asomaba a su rostro. El crudo frío de la noche hacía que el hielo rechinara entre las grietas. El hielo silbaba y chirriaba, crepitaba y chasqueaba como cuerdas rotas, y el eco se expandía y reverberaba en la lejanía, sobre las montañas y la bahía. La luna proyectaba su luz azulada sobre el hielo, que gritaba y aullaba en su quejumbrosa miseria, y cuando su eco alcanzaba la infinitud bajo el oscuro cielo azul, el aullido de dolor metálico del hielo se hacía de sangre y de carne, de pieles y de vibraciones en gargantas animales: ¡los zorros contestaban al aullido del hielo! Cada vez que el hielo gritaba su tormento y proyectaba su elegíaco eco sobre el paraje, un zorro respondía con un largo aullido. Y cada vez que un zorro respondía, la chica salvaje encontraba más fuerzas para saltar y patear frenéticamente, con lo que el hielo volvía a gritar y los zorros a replicar en aquel diálogo furioso entre la luna, el hielo torturado, la chica demente y los zorros asustados.
Me sentí como si me encontrara al borde del límite de lo que era posible.
Como en una ópera trágica, cualquier relato que se precie debe tener una especie de clou, es decir, un punto culminante o peripeteia, un momento crucial, aunque hoy día prefiera utilizarse un término más popular: clímax. Sin hacer grandes alardes ni esfuerzos para clasificar y estructurar la realidad con la que estábamos luchando en el apartamento de la calle Horn, puedo afirmar que el clou de nuestra historia tuvo lugar durante varios días frenéticos y ajetreados de finales de abril de 1979, año electoral y Año Internacional del Niño.
– ¿Qué hora es? -fue lo primero que dijo Leo Morgan tras su regreso del valle de las sombras de la muerte donde había pasado el último mes.
Henry lo tomó como una señal definitiva de que su hermano se estaba recuperando.
Él y yo habíamos permanecido junto a su cama, observando cómo Leo despertaba gradualmente de su niebla. De vez en cuando, guiñaba los ojos entornados a causa de la molesta luz de un importuno rayo de sol, tras lo cual caía de nuevo en el trance, agotado por el esfuerzo, exento de toda fuerza y vitalidad, su conciencia perdida, inaccesible.
– ¿Qué hora es? -preguntó Leo un día en que estábamos velándole.
Sin tener en cuenta los aspectos metafísicos -quizá había bebido hasta perder la noción del tiempo y el espacio-, Henry le contestó de forma muy concisa:
– Las doce y media del mediodía del veinte de abril de mil novecientos setenta y nueve.
Leo pareció entender la respuesta y soltó un gemido. Se revolvió en la cama hasta ponerse de lado en una postura cómoda y abrió los ojos para mirar la habitación.
– Estás en casa, Leo -dijo Henry con voz alta y clara-. Te hemos traído a casa.
– Mmm… -murmuró Leo. No parecía tener objeciones.
– Has estado bastante mal últimamente -dijo Henry-. Pero ahora ya ha pasado todo. Klasa y yo nos encargaremos de que te recuperes pronto. ¿Verdad, Klasa?
– Pues claro -dije, un poco irritado por el tono de Henry. Sonaba como si le estuviera hablando a un moribundo en un hospital.
El paciente volvió a dormirse enseguida, y Henry y yo regresamos a nuestras ocupaciones en completo silencio, muy despacio y con cuidado de no molestar al convaleciente en su profundo sueño. En cualquier caso, Leo parecía estar en vías de recuperación, y la peor parte del síndrome de abstinencia había pasado con sorprendente facilidad. Había esperado delirios, desquiciamiento, terribles gritos por la noche y cosas así, pero no ocurrió nada de eso.
Habíamos regresado a Estocolmo con los dos náufragos rescatados de la cabaña de verano de Löknäs, en Värmdö. Muy a regañadientes, la chica dejó que la metiéramos en la furgoneta y Leo permaneció tumbado como un gran saco en el asiento de atrás, durmiendo todo el camino. Dejamos al ángel de las tinieblas en la clínica María y desde entonces no hemos sabido nada de ella. Supusimos que la atenderían bien.
Inmediatamente Henry se puso en contacto con el médico de la familia, el doctor Helmers, que se presentó enseguida con una gran batería de inyecciones -vitamina B y otros tratamientos especiales contra la abstinencia- que podrían hacer la vida un poco más soportable tanto para nosotros como para el paciente. El jadeante y resoplante doctor Helmers era el único médico de cabecera que conocía que presentaba el aspecto que debía tener un viejo médico de cabecera. Llevaba gafas bifocales y tenía el pelo canoso y una dentadura perfecta. De sus hombros emanaba un aire de grave autoridad y se manejaba de forma aún vigorosa y flexible para su edad. Naturalmente sabía todo lo que se debía saber acerca de la familia Morgonstjärna; conocía al dedillo las enfermedades de la infancia de los muchachos y fue él quien había estado junto al lecho de muerte de la abuela materna, en el dormitorio que pronto se convertiría en la más distinguida sala de billar del club MMM. El doctor Helmers aseguraba que la anciana había delirado con la luz, como el mismísimo Goethe, cuando la muerte llamaba a su puerta; estaba claro que él también, como hombre muy viajado, muy leído y muy mundano, había sido miembro del club.
El doctor Helmers estaba totalmente de acuerdo en que Leo fuera cuidado y atendido en la casa en la medida de lo posible. No le inspiraban mucha confianza las nuevas formas de terapia y los experimentos de penetración en la psique humana. Leo estaría mucho mejor si recibía la atención esmerada y diligente que un buen hogar podía ofrecerle. No obstante, tal vez la casa de Henry Morgan no fuera un lugar especialmente apropiado para cuidar de un paciente en estado de mutismo o catatonia. Por eso había ocurrido lo que había ocurrido, y en el pasado habían sido precisas un par de estancias en el hospital de Långbro. Pero en esa ocasión en que «solo» se trataba de una cuestión de alcohol, no había discusión posible. Leo se recuperaría y, si la situación se ponía crítica, debíamos llamar al doctor Helmers, en cualquier momento del día o de la noche.
El proceso se desarrolló de forma relativamente indolora. Leo permanecía sumido en su estado de trance, empapado en sudor y delirando de vez en cuando. Sufrió convulsiones, posiblemente algún tipo de espasmos vasculares, pero la cosa no fue a mayores y tras los ataques caía en un profundo sueño, tranquilo y apacible como el de la Bella Durmiente. Al cabo de cuatro días Leo nos preguntó qué hora era, y entonces Henry consideró que lo peor había pasado: Leo había llegado a buen puerto, la tormenta había amainado y los dos celosos cuidadores se podían estrechar la mano y sentirse orgullosos de sus esfuerzos.
– No está mal para ser dos aficionados -dijo Henry.
– No cantes victoria tan pronto… -dije, como el escéptico que era.
– ¡No me hundas! -masculló Henry-. ¡No me deprimas en cuanto empieza a verse la luz!
– Sí, perdona. Lamento haber dicho eso -admití-. Hemos hecho un buen trabajo y tenemos que sentirnos satisfechos.
Siguieron un par de días de cuidados intensivos para Leo, también de trabajo intenso para nosotros y de un anhelo igual de intenso por que llegara una primavera que nunca llegaba. El doctor Henry & Co. nos turnábamos afanándonos por los largos y lúgubres corredores del servicio entre la cocina y las dependencias de Leo, llevando infusiones para Leo, papilla especial para Leo, néctares de productos naturales para Leo, y todos los mejunjes mágicos, medicinas y preparados habidos y por haber que pudieran reactivar su devastado organismo. Hacíamos constantes progresos y anotábamos todo lo referente a su evolución, desde su apetito y la forma y el olor de sus deposiciones hasta una gráfica de temperaturas que habíamos colgado en el tablón de la cocina.
Tampoco nuestro Arte pareció verse muy afectado por lo ocurrido. Yo llevaba un ritmo de unas cinco páginas diarias y parecía acercarme con precisión y determinación al momento de la caída en desgracia de Arvid Falk. Detrás de aquel montón de cuadernos, notas en papeles sueltos, frases, diálogos y descripciones lúgubres de un invierno deprimente, podía vislumbrar el fin: una coda contundente, un acorde final arrollador que iría más allá de la sátira y trascendería lo patético para convertirse en una profunda y genuina tragedia.
Lo mismo le sucedía a Henry, según sus propias palabras. «Europa, fragmentos en descomposición» emergía después de quince años tocando en clubes de jazz de Estocolmo, en un sibilante órgano de escuela de una granja cuáquera de Dinamarca, en un piano de un pub londinense y de un bar de Munich, en un piano de cola en la residencia Mossberg en los Alpes y en el Bop Sec de París. Era como una grandiosa síntesis de la experiencia integral de una persona a través del sufrimiento de la historia europea. En cualquier caso, era así como lo expresaba el propio compositor. Yo todavía no había podido escuchar la obra.
Iba a celebrarse el campeonato mundial anual de hockey sobre hielo, y decidimos bajar un poco el ritmo de trabajo en beneficio de nuestra salud anímica y para dar apoyo a la selección nacional, Tre Kronor. Corrían rumores malintencionados de que se trataba de un equipo débil, demasiado joven y poco preparado, que no había entrenado lo suficiente para el torneo de ese año. Antes del primer partido, nos proveímos nerviosamente de gran cantidad de cacahuetes, patatas fritas, palomitas y agua mineral Ramlösa -en una muestra de solidaridad con Leo- y nos sentamos ante el enorme aparato de televisión del salón. Acercamos las butacas hasta convertirlas en asientos de primera fila, y Henry había logrado convencer a Leo de que era imperativo que se levantara de la cama para ver el hockey sobre hielo. Leo había transigido y ahora estaba sentado en una butaca, con los pies sobre un escabel y las piernas envueltas en una manta. Sus ojos cansados y turbios miraban fijamente la rutina preparatoria del equipo soviético.
Tre Kronor no era en absoluto una selección tan débil como los malvados rumores habían hecho creer. Como de costumbre, cada pequeño éxito coronaba a nuevos héroes, y el joven portero fue elogiado de forma entusiasta por todo el país. Sin embargo, Henry gritó y rugió hasta quedarse afónico cuando el Oso Ruso aplastó a nuestros héroes, que ya no parecieron sino adolescentes tullidos.
Como era habitual, ese eufórico interés se mantenía en pleno auge durante los primeros partidos, pero ya hacia la mitad del campeonato el entusiasmo daba paso a un sentimiento de obligación, y casi por cumplir había que proveerse de cacahuetes, patatas fritas, palomitas y agua mineral Ramlösa para ver a unas selecciones cansadas y diezmadas por las lesiones cuyos miembros solo parecían querer volver a casa con sus mujeres y novias. Pero Henry se negaba rotundamente a reconocer que todos los campeonatos de hockey eran igual de tediosos -solo en el tramo final conseguía reavivarse un poco el interés-, y seguía entusiasmándose como un niño siempre que sonaba el himno nacional sueco, «Tú antigua, tú libre…», y contemplaba sobre el hielo a nuestros sudorosos caballeros. A veces se le veía incluso al borde de las lágrimas, embargado por una apacible euforia.
Después del tercer partido, Leo arrojó la toalla y ya no se molestó ni siquiera en levantarse de la cama. Permaneció en su sección del apartamento, respirando incienso. Para él el hockey era una práctica absurda carente de sentido y, sin duda tenía razón, aunque su observación no fuera muy original. Era un juego basado en reglas engañosas, y en la vida había otras muchas cosas basadas en el artificio.
Fue durante uno de esos partidos insulsos y aburridos a mitad del campeonato cuando Henry alcanzó enormes cotas de profundidad al empezar a despotricar contra lo que definió como el «nihilismo del hockey» de Leo. Según Henry, Leo veía la vida como un juego. Siempre había sido así. El juego era excitante, fascinante y por lo general provechoso siempre y cuando aceptaras las reglas, las directrices que debías asumir en cuanto entras en el juego. Mientras acataras las reglas, podías poner en práctica todas tus aptitudes y extender los límites de las normas dentro de lo permitido, aprendiendo a dominar lo posible y haciendo que lo imposible pareciera lo posible llevado a un grado extremo. Pero cuando un jovenzuelo salta a la pista de hockey con chanclos rompe la magia de las reglas, sabotea el espectáculo y el juego se convierte en absurdo, pueril y sin sentido. Leo siempre calzaba chanclos con suela de goma porque nunca había hecho el esfuerzo de dominar los patines. Y lo mismo sucedía con el ajedrez. La única amistad duradera que Leo había mantenido a lo largo de los años era con Lennart Hagberg, el contable de Borås, porque su amistad estaba basada por completo en códigos breves, concisos y crípticos que casi nadie más aparte de ellos dos podían descifrar. Su lealtad era completamente abstracta, y si aceptaban el juego, podían continuar así hasta que la muerte finalmente los separara, o tal vez incluso más allá. Leo era un «nihilista del hockey» y un «fascista del ajedrez».
Aquello era muy típico de Henry. Permanecía allí sentado, pareciendo totalmente abstraído en un aburrido partido de hockey, mientras con un oído escuchaba los agrios comentarios que Leo y yo hacíamos sobre lo jodidamente inútil que era lo que estaba ocurriendo sobre el hielo. Fingía no haber oído ni una sola palabra de lo que decíamos para impedir que aquello pudiera hacer mella en su ánimo. Pero, más tarde, Henry digería todo lo que había oído para elaborar lo que a sus ojos era una defensa irrefutable del hockey sobre hielo o de lo que fuera, incluso del mal hockey sobre hielo. Y de repente, todo aquello surgía de su interior en un breve torrente retórico en el que realmente podía mostrarse brillante, solo para más tarde volver a caer en el olvido.
La primavera vivía dentro de nosotros tan solo como un concepto, un anhelo y un sueño. Todas las mañanas nos veíamos obligados a admitir que había una clara disociación entre el sueño metafísico y la realidad meteorológica, lo que a su vez causaba una frustrada tensión que no encontraba una salida natural. Aquella desalentadora situación climática, conocida como baja presión, combinada con los intermezzos políticos y ecológicos a escala mundial, conocidos como desastres, abonaba el campo para una primavera suicida que reclamaría sus tributos, sus hecatombes, al igual que la Verdad.
Impulsado por una ráfaga repentina, volví a coger el ritmo de escritura y llegué por fin al último capítulo de La habitación roja, tras lo cual me instalé en una calma chicha. Es la gran paradoja del prosista: oscilar incesantemente entre una feroz euforia creativa y la inseguridad paralizante de la duda. Pero como era bastante joven, me faltaba práctica, experiencia y fortaleza para capear el temporal. De pronto me encontraba yendo a la deriva, en la apática depresión del invierno, lanzando profundos suspiros.
Aquello derivó en un exceso de libido, por decirlo refinadamente. Empecé a dedicar cada vez más atención a la gruta de Greger, El Refugio, y a la monumental resaca de Leo. El Botella y el Lobo Larsson habían regresado a los trabajos de excavación, y en abril habíamos vuelto a unir nuestras fuerzas en un equipo de seis hombres en tres turnos. Avanzábamos a un ritmo aproximado de unos tres metros diarios, hacia el oeste, y cada día establecíamos un nuevo récord. La tierra estaba suelta y seca y resultaba fácil de cavar. Y estábamos absolutamente convencidos de que nos encontrábamos sobre la pista correcta para encontrar el Tesoro.
Leo tardó mucho tiempo en recuperarse y poder valerse. Llamaron del hospital para saber cómo evolucionaba, y Henry les mintió diciéndoles que solo era cuestión de encontrarle un buen trabajo y que con eso se le pasaría todo.
Pero resultó que no solo en el hospital seguían interesados por Leo Morgan, el poeta Leo Morgan. En una revista literaria a la que yo estaba suscrito, un joven crítico literario había lanzado un virulento ataque contra toda la literatura contemporánea, especialmente la poesía. Había llegado el momento de hacer balance de la creación literaria de los años setenta, que, según el autor del ensayo, podía compararse con la labor de un barrendero que aquí y allá encuentra alguna cagada de perro entre todas las botellas vacías de cerveza y los condones desechados: tanto si estaban impolutos como usados, causaban la misma repugnancia. El resultado era lo que podría considerarse un ataque generalizado contra la literatura «comprometida» y contra el reciente despertar del «surrealismo», significara lo que significase eso. El método prevaleciente consistía en el opresivo mecanismo de la ignorancia, la desidia y la indolencia, que reprimía a los jóvenes y brillantes talentos y les impedía desplegar las alas: no por miedo a las alturas, sino porque les asustaba que luego no les dieran permiso para aterrizar.
El joven y airado crítico literario de Uppsala veía muy pocos indicios de mejoría -muchas gracias, pensé yo-, pero concedía su clemencia a algunos escritores que trágicamente ya no estaban en la arena literaria, por así decirlo. Daba algunos nombres y se preguntaba, no muy sorprendentemente, qué había sido de Paul Andersson y… Leo Morgan, «que de hecho se había adelantado diez años a su tiempo en su solitario camino con una bomba, con Artaud, Genet y un eterno Eliot cargados en su mochila durante sus expediciones botánicas a través de los terrenos pantanosos de la angustia de la posguerra…».
Naturalmente, me dirigí entusiasmado hacia las dependencias impregnadas de incienso de Leo, agitando la revista literaria en el aire a fin de alentar un poco al poeta. Lo echaban de menos, exigían su retorno, y si reanudaba su trabajo en el cuaderno negro con el borrador de Autopsia yo podría encargarme de la labor de marketing. Cualquier editorial estaría ansiosa por publicarlo.
– ¿Tienes un cigarro? -dijo Leo apáticamente.
– No deberías fumar en la cama -le recriminé.
Leo ya no estaba interesado en ningún debate literario. Leyó por encima las palabras elogiosas del joven crítico y dejó caer la revista al suelo con un bostezo. Se levantó de la cama y se puso un albornoz. Fuimos al salón para fumar y contemplar la impresionante grisura a través de la ventana. Encendimos cada uno un cigarrillo mientras Leo tiritaba. Yo sufría un absoluto bloqueo de escritor.
– ¿Por qué diablos te has quedado en esta casa de locos? -me preguntó.
– Porque supongo que yo también estoy bastante loco -contesté.
– Podría ser… -dijo Leo-, podrías acabar así si no andas con cuidado.
Me dirigió una de aquellas miradas largas, oscuras y penetrantes con las que cualquiera podía sentirse inseguro y desconcertado.
– Deberías andarte con cuidado, muchacho -dijo dándome unas palmaditas en el hombro-. Sin duda llegarás a ser alguien importante, y deberías tener más cuidado. Hay tantas cosas que no sabes de todo esto…
– Tal vez hay muchas cosas que no quiero saber.
– Pero no podrás evitarlo.
– ¿A qué te refieres? -pregunté-. ¿Qué es lo que no podré evitar?
Leo dio una calada y exhaló el humo por la nariz.
– No lo sé -dijo de forma evasiva-. La locura, quizá. Está por todas partes.
– Pues intentaré protegerme.
– No se puede. Se cuela a través del cemento.
– Todavía me quedan algunos sueños -dije-. Y también atisbo algunos rayos de luz. Pronto será primavera, y van a ocurrir cosas buenas.
Leo resopló, aunque no con absoluta condescendencia.
– ¿Qué clase de rayos de luz?
– Resistencia. Ciudadanos a contracorriente que rechazan aceptar la maldad: punkis que defienden a los kurdos, jóvenes que se enfrentan a los nazis en los institutos de la clase alta de Östermalm, grupos activistas… ¡Joder, siempre hay algo!
Leo se quedó un rato mirando la alfombra persa, en cuyo dibujo se veía un largo y gastado sendero entre las mesas y las butacas del salón hasta la mesita del ajedrez.
– Mmm -dijo en voz baja, asintiendo con la cabeza-. Supongo que siempre hay algo. Pero hay tantas cosas que no ves. Solo se ve lo que se quiere ver…
– ¿Y tú qué quieres ver?
– Siempre es más fácil establecer lo negativo. No necesito utopías para sobrevivir. Puedo permitirme ser pesimista.
– No lo creo. No creo que las utopías sean inalcanzables.
– Has hecho demasiado caso de las palabras de Henry. Todo él es como una gran utopía de ojos azules…
– Pero es completamente inocuo…
– No estés tan seguro. No tienes ni idea de cuántas mentiras y mitos se ha creado a su alrededor.
– Y tampoco quiero saberlo. Siempre me han gustado los mitómanos.
– Algún día lo descubrirás -dijo Leo-. Así que es mejor que estés preparado.
El enorme y oscuro apartamento se llenó con todos los olores de la Semana Santa: desde los brotes frescos de lilas y narcisos hasta el ajo y el tomillo del cordero de Pascua. Seguíamos sufriendo el frío embutidos en nuestros cárdigans Higgins, y sufríamos el interminable Viernes Santo. Sufríamos con Jesús y sufríamos con Leo. Vimos en televisión todas las películas sobre la crucifixión y la resurrección, y en una de las noches más sombrías de la semana emitieron un programa sobre el colega de Henry, el compositor Allan Pettersson.
– Maldita sea, Allan lo ha pasado muy mal -dijo Henry.
– ¿Le conoces? -pregunté.
– Conocer, conocer… -dijo Henry-. Nadie conoce realmente a Allan, pero he estado en su casa un par de veces. Estuvo echándole un ojo a algunas cosas que yo había compuesto. Pero fue mucho antes de que se hiciera popular…
– ¿Y qué le parecieron?
– Bah, Allan es un tipo bastante difícil. No dijo nada en especial.
El programa dejó bastante pensativo a Henry, quien no podía dejar de silbar el plañidero tema para cuerda de la séptima sinfonía. Luego dijo que pensaba escribirle una carta a Allan para decirle que le había parecido un programa muy bueno. Pero enseguida decidió que no lo haría, que no sonaría sincero, no suficientemente auténtico. Era muy difícil mostrarse positivo sin parecer adulador.
Por lo demás, había muy poco que invitara al optimismo en el ambiente. Dábamos vueltas por el apartamento, lanzando suspiros a cual más profundo. Ninguna noche nos sentíamos lo bastante estimulados para salir, y ningún trabajo nos parecía lo bastante interesante para mantenernos alejados del mundo.
Henry propuso que nos diéramos un trago a escondidas, para que Leo no percibiera los vapores etílicos, y sacó del ropero una botella de whisky que estaba a medias. Nos encerramos en la sala de billar y jugamos una insulsa partida en un silencio casi total. De vez en cuando Henry emitía un ruidito para atraer mi atención hacia algunos de sus mejores golpes. Yo no tenía ninguna posibilidad frente a él, y le echaba la culpa al taco. A pesar de la depresión, Henry no había perdido su sentido de la disciplina y el rigor, y cualquiera que lo viera habría creído que se trataba de un hombre que atravesaba su mejor momento: la corbata meticulosamente anudada, el afeitado impecable, la raya perfecta y la americana con algunas arrugas informalmente estudiadas.
Derrotado, me hundí en una silla de la sala de billar, mirando apáticamente a través de la ventana y fumando un cigarrillo. Tosí, y luego le pregunté a Henry cuánto pensaba realmente que podría aguantar aquello.
– ¿El qué? -replicó al momento-. ¿Aguantar el qué?
– No te hagas el tonto -dije mientras colocaba el palo en el soporte de la pared.
Henry se dio cuenta de que estaba hablando en serio y se inclinó sobre el alféizar de la ventana para contemplar los tejados. Tal vez buscara alguna pequeña estrella, un rayo de luz, algo con lo que soñar.
– Todos tenemos un límite. Quizá yo pueda estirar el mío bastante. Tal vez demasiado. Al menos, eso es lo que parece a veces.
– ¿Has hablado con Leo? Me refiero a hablar en serio con él.
– ¿De qué? ¡Pues claro! ¡He hablado con él todos los días!
– Hay tantas cosas sin… explicar. ¿De dónde sacó todo aquel whisky en la cabaña? ¿Qué clase de amigos son esos que quieren que se mate con la bebida?
– Amigos… -dijo Henry abriendo los brazos y encogiéndose de hombros como quien no tiene ni idea.
– No podemos seguir como si no pasara nada y sin hablar claro, ¿no crees? He intentado hablar con él sin entrometerme demasiado, pero no funciona. Se cierra en banda como una ostra, y lo vuelve todo contra sí mismo como un bumerán.
– Así es como ha sido siempre. Leo es todo un experto en defender causas imposibles. ¡Por Dios santo, si hasta estuvo a punto de doctorarse en filosofía!
– Pero tú puedes resultar igual de imposible, Henry.
– ¡Ja, ja, ja! Ya había oído eso antes, hasta la saciedad. No tienes por qué repetirme como un loro todo lo que dice Leo.
– Los dos habláis exactamente igual. Siempre echándole la culpa al otro.
Henry estaba junto a la ventana de espaldas a mí, y volvió a encogerse de hombros como un niño rebelde que no tiene excusa para sus actos.
– ¿No entiendes que solo quiero saber lo que piensas, cómo consigues soportar toda esta mierda? Personalmente no sé si voy a poder soportarlo.
– ¡Pues vete a vivir a otra parte! -replicó Henry airado.
– No es mi intención hundirte aún más, te lo aseguro. Lo que pasa es que me tomo todo esto muy en serio.
– ¿Y crees que yo no?
– A veces lo parece.
– Escúchame bien. Déjame decirte algo -dijo Henry, y ahora se lo veía francamente enfadado-. Voy a decírtelo: si yo no me tomara todo esto en serio, Leo estaría ahora en algún manicomio como un jodido pensionista discapacitado, encerrado en algún agujero sin un solo amigo en el mundo, y que me jodan si alguien se atreve a decirme que yo me tomo todo esto a la ligera. Y permite que te diga algo más -continuó, apuntándome con su dedo índice-, si yo realmente me hubiera dejado llevar por todas esas depresiones, este invierno nos hubiéramos muerto de hambre…
Estaba a punto de responderle que era más correcto decir «habríamos» que «hubiéramos» cuando Henry, de pronto y sin avisar, salió corriendo de la sala de billar, desapareció por la zona de la cocina y regresó al poco rato con Spinks ronroneando en sus brazos.
– Hay una cosa que tienes que saber, Klasa -dijo-. Yo no soy ningún maldito intelectual, ni sé formular frases tan bien elaboradas como vosotros dos. Lo que a mí me gusta son cosas como esta -añadió, dejando a Spinks en medio de la mesa de billar.
Spinks dejo de ronronear al instante para acuclillarse en una posición juguetona, entre curiosa y tensa, con la gruesa cola moviéndose adelante y atrás muy despacio, barriendo el fieltro verde.
Henry el domador le señaló a Spinks una esquina de la mesa de billar y cogió un par de bolas. Hizo rodar las bolas con cuidado hacia Spinks, que las paró con la pata, las empujó hacia el agujero correspondiente y luego esperó a las siguientes. El juego se repitió varias veces sin que yo captara del todo su sentido, al menos no en aquel momento. Solo ahora, mucho tiempo después, es cuando puedo comprender lo grandioso de aquella escena: el atribulado y siempre algo azorado Henry Morgan en su papel de domador, y su siempre devoto amigo Spinks haciendo lo que le habían enseñado a hacer porque sabía que sería recompensado. ¡Cuántas horas habrían invertido para conseguir dominar aquel truco! Un juego totalmente absurdo y sin sentido, que sin duda habría tenido fascinado a Henry durante días y noches y que aún seguía dejándolo igualmente embobado, casi feliz.
Me gustaría recordarlo justo así: un hombre de inagotables recursos y talentos desperdiciados en cosas totalmente absurdas, en hazañas puramente simbólicas realizadas por el simple acto en sí.
– Vamos a darnos un respiro, Klasa -dijo Henry-. Tomémonos un descanso y bajemos al centro. Puede que hoy incluso salga el sol.
Hacía un par de días que había empezado a deshelar. La nieve y los carámbanos caían bruscamente desde los tejados y las calles estaban secas y llenas de grava polvorienta. De forma ocasional, más allá de la cubierta de nubes grises, era posible atisbar que el sol existía y que podría salir de un momento a otro.
– Bajemos al centro a ver cómo están las cosas -dijo Henry-. Seguro que ya debe de respirarse la primavera en el ambiente.
Caminamos tranquilamente en dirección a la ciudad, pasando por Slussen y por el puente de Skepp, donde soplaba un viento cortante. En el puente de Ström nos detuvimos un momento para contemplar la corriente turbulenta.
Era una tarde de finales de abril y había bastante gente paseando por las calles. Probablemente todos buscaban indicios de la primavera y, aparte de algún que otro croco, comprobamos con satisfacción que las mujeres ya habían dejado las pieles en casa. Era una buena señal de que empezaban a suceder cosas. La pista de hielo del Jardín Real se veía desierta, gastada y desnivelada, carente ya de interés por esa temporada.
– Este año no he ido a patinar ni una sola vez -dijo Henry.
– Yo tampoco -repliqué-. ¿Qué hemos hecho realmente este invierno?
– Buena pregunta. Pero ¡al carajo con todo! Tenemos muchas cosas entre manos, muchacho. A partir de ahora van a empezar a pasar cosas.
– Puede que a ti, pero a mí no.
– No digas tonterías. Venga, vamos al Wimpy’s.
– ¿Al Wimpy’s? ¿Qué diablos vamos a hacer ahí?
– Tomarnos un café expreso y sentirnos como en casa, como si estuviéramos en Londres -dijo Henry.
Me dejé convencer, cruzamos la calle Kungsträdgård y entramos en el bar justo cuando sonaba aquella canción de Elton John que escuchamos durante nuestro trayecto a Värmdö. Nos encaramamos a un taburete cada uno, nos desabrochamos los abrigos, guardamos las gorras en los bolsillos y miramos alrededor.
– Aquí me siento como en casa -dijo Henry-. No te puedes imaginar la de horas que pasé en el Wimpy’s de Londres. En todas partes tienen el mismo vinilo…
Cuidadosamente Henry desdobló un pañuelo de tela y se sonó con fuerza. Después volvió a doblarlo con el mismo esmero y se lo guardó en el bolsillo de la americana. No había pensado en ello antes, pero era la primera persona que había visto en años que se sonaba siempre con pañuelos de tela.
Pedimos un expreso doble para cada uno. Silbando al son de la canción de Elton John, Henry sacó la pequeña navaja de su estuche de piel color burdeos. Empezó a limpiarse las uñas con aire distraído, y de vez en cuando interrumpía su manicura para mirar a la gente que iba entrando. Aquello me parecía un hábito de lo más desagradable.
Cuando nos sirvieron los cafés, sacó la pitillera de plata con las iniciales W.S. en la tapa y me invitó a un Pall Mall. Encendió los cigarrillos con un viejo Ronson y continuó silbando al ritmo de Elton John.
El café nos produjo una sensación cálida y agradable en el estómago. Esa maravillosa combinación de cafeína y nicotina tenía sabor a gran ciudad, a horas muertas pasadas en un café hojeando tranquilamente un periódico extranjero y a diálogos vacuos a la espera de algo que nunca ocurrirá: con solo la posibilidad ya bulle la sangre en las venas.
Un adolescente de cara granujienta entró en el bar sobre unos patines de ruedas y se deslizó hasta la barra para pedir una hamburguesa. A Henry le encantaron aquellos patines y le preguntó al muchacho todo lo que había que saber acerca de ellos: fabricante, precios, tecnología, condiciones climatológicas y pistas. El muchacho contestó educadamente a todas las preguntas, engulló la hamburguesa y desapareció. Así era como Henry se las arreglaba siempre para conseguir información; podría haberse convertido en un eficiente y sagaz detective si hubiera querido.
El tambaleante muchacho con acné y patines fue sustituido por una mujer muy elegante que debía de tener la edad de Henry. Se sentó con agilidad en el taburete contiguo y, al desabrocharse la trenca, se le cayó el fular de seda al suelo.
– Permítame -dijo Henry muy atento, y se inclinó para recogerlo.
– Thank you very much -dijo la mujer con un claro acento americano.
Henry frunció inmediatamente el entrecejo y adoptó su pose de seductor irresistible. Sus ojos parecieron estrecharse con aquella mirada absurda. Ya había visto antes esa expresión y estaba bastante familiarizado con el ritual.
Siguió tarareando la monótona melodía de Elton John, sacó otro cigarrillo de su elegante pitillera y lanzó una furtiva mirada a la norteamericana. Esta pidió una hamburguesa y una Coca-Cola, y luego sacó un plano de Estocolmo del bolso y lo desplegó cubriendo parcialmente la taza de café de Henry. Él no mostró inconveniente alguno por la invasión, y fue siguiendo con interés el recorrido del índice de la mujer desde el ayuntamiento a través de la plaza de Gustaf Adolf, pasando por el Jardín Real hasta la esquina de la calle Hamn con Kungsträdgård, que era donde estaba ubicado el Wimpy’s.
– ¡Bonito paseo! -se aventuró a decir en inglés.
– Ajá -contestó la norteamericana sonriendo.
La conversación prosiguió en el mismo idioma.
– ¿Está buscando algo en especial?
– ¿Acaso no buscamos todos algo en especial?
– Muy agudo -contestó Henry el seductor-. Realmente muy agudo. Pero yo soy un tipo muy sencillo, y me refería a una casa, una dirección…
– Bueno, ¿dónde vives? -preguntó la mujer con la boca llena de hamburguesa, sin por ello perder un ápice de estilo. Seguro que había probado antes aquel ardid.
– Vivo aquí. En Söder. -Henry puso su grueso índice en medio de la calle Horn-. ¿Y tú dónde vives?
– En Nueva York.
– Qué agradable -dijo Henry.
– Nueva York no es agradable. Puede ser muchas cosas, pero no agradable.
– Ah, comprendo -contestó Henry poniendo cara de muy interesado.
– ¿Te importaría enseñarme el casco antiguo? Aún no lo he visto.
– Cómo no, tienes que ver el casco antiguo. Será un placer acompañarte. Oye -Henry se dirigió a mí en sueco-, creo que voy a hacer un poco de turismo. Nos vemos esta noche. O tal vez por la mañana.
No podía poner ninguna objeción. Tan solo desearle buena suerte de todo corazón. Nos despedimos con un apretón de manos y un guiño. Como dos pilotos ingleses a punto de hacer una incursión aérea en el frente alemán.
– ¡Buena suerte, camarada! -dije en inglés.
Volvía a lloviznar. En la calle, Henry Morgan, pianista, boxeador y seductor, se subió el cuello del abrigo, se caló la gorra y ayudó a la norteamericana a sortear un charco de la acerca sin parar de charlar. Así es como debía ser. Me quedé un rato en el Wimpy’s, escuchando la interminable canción de Elton John y seguí a Henry con la mirada hasta que desapareció por el Jardín Real, sin dejar de gesticular. Solo podía desearle suerte de todo corazón a aquel incorregible caballero. Fue la última vez que vi a Henry Morgan.
Luego todo sucedió muy deprisa. Tras dar un largo paseo por la ciudad bajo la llovizna sin encontrar en mi deambular una sola alma conocida, me dirigí a casa para cenar sin sentirme especialmente desanimado. Compré algo de comida y pensé en continuar con mi trabajo. Había llegado la hora del sprint final para la condenada Habitación roja; pretendía librarme de todos mis compromisos antes del verano.
Cuando llegué a casa hacia las cinco, encontré a Leo sentado a la mesa de la cocina, con la parte superior de su cuerpo desplomada sobre el hule y profundamente dormido. Se había metido entre pecho y espalda media botella de aguardiente Renat, probablemente de una sentada. No conseguí despertarlo. Furioso y al borde del llanto, maldije hasta desgañitarme. Todos nuestros esfuerzos habían sido en vano. En cuanto se le dejaba sin vigilancia tenía que rebelarse, como un niño.
Con toda la fuerza de mi rabia, lo agarré por las axilas y arrastré el cuerpo hasta su habitación. En ese momento recuperó el sentido, murmuró, balbuceó algunas palabras, se rió, gruñó, me dio las gracias por ayudarle y me dijo que me quería. Después cayó en un sueño profundo.
Me preparé una cena ligera a base de albóndigas y espinacas congeladas, llené un termo con café y me retiré. Cerré la puerta de la biblioteca, me senté al escritorio y empecé a ordenar todos mis papeles. Enseguida estuve inmerso en la escritura de La habitación roja, que en su nueva encarnación parecía por fin estar bien dispuesta y amueblada.
No tenía ni idea de que había visto a los hermanos Morgan por lo que cada vez más empezaba a parecer que sería la última vez.
Aproximadamente veinticuatro horas más tarde intenté abrir los ojos para fijar la mirada en algo que me permitiera averiguar dónde me encontraba, pero no lo conseguí. No podía hacerlo. No podía mantener los ojos abiertos porque me hería la vista la fuerte luz del techo, un brillante y lacerante fluorescente. Así que tuve que limitarme a lo que percibía con los oídos, lo cual resultó algo más soportable: oía ruidos de zuecos de madera por el suelo de linóleo, pasos rápidos y diligentes que recorrían pasillos; puertas que se cerraban, el tintineo de instrumentos metálicos sobre bandejas metálicas y voces, tanto masculinas como femeninas, que hablaban de apellidos, números de la seguridad social y otros datos.
Aproximadamente veinticuatro horas más tarde me había despertado en un lugar que supuse que era un hospital, la unidad de cuidados intensivos de un hospital, con un terrible dolor de cabeza. En el interior de mi cráneo solo había ruidos que se agolpaban, retumbaban y estallaban, y comprendí que estaría mejor si mantenía los ojos cerrados.
Pero alguien, probablemente una enfermera del turno de noche a la que habrían asignado mi delicado caso, se había percatado de mis denodados esfuerzos y dijo:
– Hola, Klas. ¿Puedes oírme?
– Creo que aún no me he muerto ni me he quedado sordo -murmuré balbuceante.
– No, no estás muerto -dijo la auxiliar alzando la voz.
– Ni sordo -repuse irritado-. ¿Te importaría cogerme la mano? -dije a continuación, y enseguida noté cómo una mano cálida me tomaba la mía-. Cuéntame qué ha pasado.
– Yo no sé nada -dijo la auxiliar-. Acabo de llegar. Pero me han dicho que te caíste y te diste un buen golpe en la cabeza.
– ¡Que me caí! -grité intentando incorporarme, con lo que la cabeza volvió a estallarme de dolor-. ¡Aaay! -grité, y me hundí de nuevo en la almohada-. ¡Y una mierda me caí!
Oí como si la enfermera intentara sofocar una risa.
– Eso fue lo que dijo tu amigo.
– ¿Quién? ¿Quién era? ¿Qué amigo?
– El que vive contigo.
– ¿Henry? ¿Henry Morgan?
– No sé cómo se llama, pero el hombre…
– … lleva corbata y miente y habla sin parar y lleva la raya a la izquierda y va muy bien afeitado, ¿verdad?
– Sí, tiene que ser él -dijo la enfermera-. Ha estado aquí hace un rato y te ha traído flores. También te ha dejado una carta. Está aquí…
– ¿Una carta?
Mi conversación con la enfermera no fue más allá porque de repente me entró un acceso de náuseas que me hizo incorporarme y vomitar; la mujer estaba convenientemente preparada para esa eventualidad, y sostenía un recipiente de cartón en forma de riñón que llené con un fluido bastante repulsivo. Después me secó el sudor frío de la frente, y volví a sumirme en un profundo sopor.
Me desperté de mi semiinconsciencia a la mañana siguiente. Debía de ser la mañana del 29 de abril y no parecía que hiciera muy mal tiempo, porque un fuerte sol se filtraba a través de las persianas de una de las muchas ventanas de hospital de Söder, y en esa ocasión fui capaz de contemplar todo su esplendor con los ojos bien abiertos. El dolor de cabeza había remitido un poco y conseguí reunir fuerzas suficientes para incorporarme y recostarme contra el cabezal. Incluso tuve presencia de ánimo para tantear en busca de la palanca para subir y bajar los extremos de la cama, pero no la encontré.
Fue entonces cuando noté el aire frío que me corría alrededor de las orejas. Era como si una brisa suave y fresca soplara por toda la habitación, aunque estaba claro que eso no podía ser. Con un escalofrío, y sin necesidad de llevarme la mano a la cabeza, me di cuenta de que no tenía pelo: yo, Klas Östergren, estaba de repente calvo, o si se prefiere con la cabeza rapada. Libré una terrible lucha interna pero al final no logré contenerme y alcé la mano para descubrir que era cierto: algún cabrón hijo de puta me había afeitado la cabeza. ¡Mi espesa melena, envidiablemente densa y hermosa, mi magnífico cabello había desaparecido! Joder, pensé, realmente me he rodeado de malas compañías. Por si fuera poco, después descubrí tanteando con la mano que una parte del cuero cabelludo, libre completamente de cualquier atisbo de pelo, estaba terriblemente hinchada y cubierta con una compresa. Empezó a dolerme en cuanto me percaté de su presencia. Tenía que ser ahí donde me habían golpeado.
En el momento en que llegué a esa conclusión, entró una nueva enfermera en la habitación. Empujaba un carrito con un teléfono.
– Una llamada para el señor Östergren -anunció.
– Un servicio de lujo… -dije, y esperé a oír la voz del imbécil de Henry Morgan ofreciendo mil disculpas y excusas, pero no era él quien llamaba.
Era mi madre, que estaba muy preocupada y bastante enfadada al mismo tiempo. La enfermera reía para sus adentros, al parecer ante la vista de mi humillante rapado, mientras yo me esforzaba por usar palabras tranquilizadoras -en el sagrado nombre de la calma- para reconstruir exactamente el infortunado resbalón y la caída en el umbral de la puerta que había hecho que me golpeara en la cabeza hasta quedar tendido inconsciente sobre el fino suelo de mármol con ortocerátidos y otros excitantes vestigios de tiempos remotos. Pero no tuve mucho éxito. Por supuesto, mi madre estaba absolutamente convencida de que su querido hijo se había caído estando borracho y nada ni nadie conseguiría que cambiara de opinión. Ella solo creería lo que quisiera creer. Aun así, logré convencerla de que me estaba recuperando y de que en general mi mente no había sufrido grandes daños, y luego le dije que agradecía su llamada, pero que estaba muy cansado y me costaba mucho hablar. Lo último que le dio tiempo de decirme fue que debería volver con ella a casa durante un tiempo, que era lo que se esperaba que dijera una madre. Esa es la conclusión que preferí sacar de nuestra conversación.
Más tarde tuve el placer de conocer al buen doctor, que me estrechó la mano y me explicó que había sufrido una fuerte conmoción cerebral. Primero habían hecho un diagnóstico diferencial de algo denominado «hematoma subdural», es decir, una hemorragia justo debajo de la membrana cerebral, algo que suele presentarse en alcohólicos y que suele requerir neurocirugía de emergencia. Ese había sido el motivo del ultraje contra mi cabello, solo por si acaso.
Pero el pelo crecería rápido y yo podía darle gracias a mi buena estrella por no haber sufrido daños mayores. Mi accidente se había saldado con una conmoción cerebral, que solo requeriría reposo y tranquilidad durante al menos un par de semanas, y me recomendó que en el futuro tuviera más cuidado al subir y bajar escaleras.
Fue aquel último comentario el que realmente me enojó. Sentía ganas de golpear al doctor y a cualquier maldito imbécil que entrara en la habitación con insinuaciones de lo jodidamente fácil que era sufrir una caída durante esos días, cuando yo, estaba muy seguro, no me había caído, ¡maldita sea!
Una y otra vez intenté telefonear a Henry y a Leo para que me dieran algún tipo de explicación, pero no contestaba nadie. Llamé al menos treinta veces, y la enfermera que traía el carrito con el teléfono estaba ya de tan mal humor que me dijo que tenía otras cosas más importantes que hacer. Después del trigesimoprimer intento, me rendí. Los muchachos habían desaparecido.
Esto es lo que debía de haber sucedido: llegué a casa del Wimpy’s y encontré a Leo completamente borracho sobre la mesa de la cocina. Arrastré al despojo humano hasta su dormitorio, donde, entre sollozos y patéticas risas, cayó medio muerto.
Después me preparé la cena a base de albóndigas y espinacas congeladas, me llené un termo de café bien fuerte y me encerré en la biblioteca. Tras un concienzudo repaso de todo el material, me di cuenta de que La habitación roja empezaba a cobrar bastante enjundia y todo lo que necesitaba era cierto trabajo de revisión y modulación para llegar a consumar el gran acorde final de la tragedia. La escritura empezaba a fluir a buen ritmo y pensé que todas las piezas podrían llegar a encajar correctamente hacia la madrugada, si no perdía la concentración. Solo necesitaba mantener la cabeza fría y no precipitarme, así como fumar menos cigarrillos y beber más café. Y que me dejaran tranquilo.
Y fue precisamente eso lo que no sucedió. Hacia las once de la noche -acababa de hacer un descanso para escuchar las noticias de la radio- llamaron a la puerta. Oí algunos timbrazos amortiguados a través de varias puertas cerradas, y, como sabía que Leo no se iba a despertar, me dirigí al recibidor. Henry seguía fuera con aquella elegante norteamericana que estaba buscando algo, al igual que todo el mundo.
Encendí la lámpara del recibidor y a través de las puertas acristaladas puede ver la silueta de dos hombres en el rellano. Sin sospechar nada, abrí.
Aproximadamente veinticuatro horas después, sufriendo un espantoso dolor de cabeza, intentaba abrir los ojos en una de las unidades de cuidados intensivos del hospital de Söder. Intenté recordar lo que había visto, pero no me dio tiempo a ver mucho antes de que todo se volviera completamente negro y estrellado. Tal vez recuerdo un ruido de algo que crujió y una especie de sonido sibilante y quejumbroso en el interior de mi cráneo. Era como algo que había oído en mi niñez, cuando me caí de mi primera bicicleta y me golpeé la cabeza contra la acera.
Aunque estaba seguro de que en esta ocasión no me había caído.
Sin duda me encontraba bastante cansado y confuso, porque mis pensamientos no eran nada lúcidos. Hacía constantes revisiones del estado de mi cerebro, formulándome complejos problemas matemáticos que resolvía con más rapidez que nunca. También recitaba de corrido la lista de los reyes suecos sin encallarme en ningún momento, ni siquiera con algún desgreñado vikingo. Era como si mi cerebro se hubiera vuelto más ágil y despierto después de haber sido tan maltratado. Ahora, a toro pasado, me doy cuenta de que no debía de estar tan bien de la cabeza como creía, ya que la carta de Henry había permanecido sin abrir durante unos días hasta que finalmente me decidí a leerla.
La carta de Henry había sido entregada el día después de recibir el golpe. Había vuelto a casa después de haber «tomado un revitalizante afrodisíaco en un bar» y de que la elegante norteamericana le hiciera su cura especial en una suite del hotel Sheraton. Henry se enteró de que Greger, de entre toda la gente posible, me había encontrado inconsciente en el rellano y me había llevado a urgencias del hospital de Söder. Greger, ingenuo y crédulo como era, había dado por supuesto que me había caído en la escalera y me había golpeado en la cabeza.
Sin embargo, Henry era lo suficientemente inteligente para ver que existía una relación entre mi lamentable estado y la conspicua ausencia de Leo. Para más inri, durante su habitual ronda nocturna, el Lobo Larsson había visto cómo dos señores de aspecto muy pulcro se llevaban a rastras a un aturdido Leo hasta un coche que los esperaba. Se habían marchado con absoluta calma y tranquilidad, como si se tratara de un asunto completamente legal, una misión de transporte prevista de regreso al paraíso protector y cerrado de un pabellón.
En cualquier caso, aquella era la versión oficial: por alguna razón el ciudadano Östergren se había caído de bruces en el rellano del apartamento, y el ciudadano Leo Morgan había sido retirado de la circulación porque resultaba peligroso tanto para sí mismo como para el resto del mundo.
Pero la carta de Henry confirmaba mis sospechas. Afirmaba categóricamente que «ellos» se habían llevado a Leo y que yo no me había caído por accidente. «Ellos» habían hecho un buen trabajo, seguramente utilizando una especie de porra: una pequeña bolsa de piel llena de perdigones que no dejaba cortes profundos y que hacía que el ataque pareciera una caída normal provocada por un torpe traspié.
También había escrito que tenía una idea bastante clara y definida de adónde se habían llevado «ellos» a Leo, y que esta vez no pensaba esperar y rendirse. Estaba ya muy harto de toda aquella situación y estaba dispuesto a solucionarla, de una vez por todas. No decía quiénes eran «ellos», ni tampoco qué es lo que tenía que solucionar, ni dónde.
En general, aquella carta resultaba bastante extraña. No cabía duda de que Henry sabía hablar y de que con su oratoria podía llegar a donde quisiera, pero era incapaz de plasmar sus ideas en un papel. Era disléxico, al igual que el rey, como se apresuraba siempre a recordar.
Sin embargo, en cuanto se ponía a escribir, la conciencia de su dislexia le llevaba a esforzarse en exceso para intentar parecer lo más refinado posible. Utilizaba numerosas expresiones anticuadas, solemnes y anacrónicas, como si estuviera dirigiéndose a Su Alteza Real, a un jurado o alguna autoridad sujeta a estrictos formalismos.
Debido a esa lucha denodada por la coherencia lingüística y sus esfuerzos por escribir con un estilo pulcro y refinado utilizaba palabras cuyo significado evidentemente desconocía. Era probable que las hubiera oído en alguna parte y era demasiado vago para averiguar su verdadero significado.
Así pues, la extraña carta dirigida a su maltrecho amigo acababa con unas líneas bastante equívocas: «Te pido enconadamente que, puesto que la policía no debe hallar acceso a esta información, quemes esta carta y hagas que el contenido de la susodicha quede entre nosotros hasta que aparezca una mayor información o hasta que la muerte nos separe. Con todo mi afecto, lloro y te deseo lo mejor, tuus, Henry Morgan».
Durante un tiempo todo pareció quedar en suspenso. Después de pasar un par de días en observación, me dieron de alta en el hospital con algunas advertencias: nada de fiestas, excesos o esfuerzos y, sobre todo, reírme solo lo imprescindible. Por lo demás, podía hacer lo que quisiera. Cogí un taxi hasta casa y conseguí entrar en el portal del edificio sin ser visto, ya que la cabeza afeitada y vendada me daba un aspecto bastante sospechoso.
El apartamento de la calle Horn estaba como de costumbre, aunque todo lo que habíamos intentado construir parecía haberse esfumado. Deambulé por el enorme piso sin encontrar signos de vida de los hermanos Morgan. Decidí esperar su regreso, que nunca se produciría.
Durante un tiempo todo pareció quedar en suspenso. El primer día estaba como si caminara sobre ascuas, esperando oír en cualquier momento el redentor timbre del teléfono o un liberador portazo. Ver presentarse a Henry diciendo que todo el asunto se había solucionado y que podíamos olvidarlo. Pero no ocurrió nada. Todo permanecía tranquilo y en silencio, y empezaba a sentirme angustiado.
Toda mi vida había empezado a girar en torno a algo realmente triste: el gran espejo del recibidor. Más o menos cada media hora salía al vestíbulo, encendía la lámpara y contemplaba mi maltrecha imagen en el espejo, examinando los puntos debajo de la venda y probándome diversas gorras que pudieran encubrir mi aspecto bochornoso. Me decidí por una inglesa de tweed.
Estaba plantado frente al espejo -majestuoso, de cuerpo entero y con un marco dorado coronado por querubines- cuando oí la algarabía de una banda de militantes activistas abajo en la calle. Sentí curiosidad y fui hasta el salón, descorrí las cortinas y vi una gran manifestación que discurría por la calle Horn. En ese momento debía de estar pasando una organización política menor, ya que la cifra de manifestantes tras las pancartas debía de rondar los dos o tres mil participantes.
Era el Primero de Mayo. No lograba entender cómo podía haber olvidado por completo esa fecha. El enorme apartamento estaba sumido en la oscuridad tras los grandes y pesados cortinajes -me protegía de la luz porque me dañaba a la vista y me producía dolor de cabeza-, y aquel deprimente claroscuro resultaba más asfixiante que nunca. Aun así observé que, pese a ser Primero de Mayo, la primavera aún no había hecho su aparición. Parecía hacer bastante frío y soplar viento abajo en la calle. Abrí un poco la ventana, pero no sentí ningún deseo de salir. Me pregunté por un momento en qué lugar me habría colocado este año, qué bando de la manifestación habría elegido si me hubiera encontrado en posición de elegir, pero no lo estaba. Ya no tenía posibilidad de elección, o eso pensaba.
Así que me dediqué a contemplar aquella manifestación hasta que la sección de vientos y los tambores de la banda se desvanecieron en el infinito. Lo último que vi fue un gran estandarte con varias cabezas -una amarilla, una negra, una blanca y una roja-, que supuestamente representaban a la gente oprimida. Las cabezas descansaban sobre unos hombros, los hombros alzaban unos brazos con manos, y las manos portaban armas que serían utilizadas contra los opresores.
De pronto, se me ocurrió una idea. Fui a la cocina, cogí el viejo manojo con todas aquellas llaves misteriosas y me dirigí hasta el ropero del corredor del servicio. En la parte inferior de la cómoda, había un cajón cerrado. Abrí la cerradura y tiré de él. Pero el cajón estaba vacío. El arma había desaparecido.
Lo único que quedaba del fusil ametrallador era la basta y grasienta tela de yute. El cargador y la munición tampoco estaban. Si no hubiera sido porque el cajón olía a grasa podría haber rechazado la idea de haber visto nunca aquella arma. Sin embargo, el olor era inconfundible: el fusil había estado encerrado en aquel cajón como un frío y reluciente reptil que finalmente se había escapado.
Fuera lo que fuese lo que Henry pensaba solucionar, era muy probable que lo hiciera de una vez por todas. Ya no cabía ninguna duda al respecto: aquello iba muy en serio.
Después de una semana de descanso total, empezaba a sentirme bastante inquieto. Al amparo de la oscuridad y luciendo un gorro de pescador de lana, había salido para comprar provisiones en las tiendas que abrían hasta tarde. Aquello era lo único que había visto del mundo que me rodeaba. Había leído minuciosamente todos los periódicos de arriba abajo, con la esperanza de que arrojaran algo de luz sobre aquellos misterios, pero no encontré nada. También examiné todos los anuncios de la sección de «Personales», intentando descifrar códigos tan crípticos como «79.04.28. Espera como siempre, muelle 12». Pero llegué a la conclusión de que aquello no tenía nada que ver conmigo. También había visto todos los informativos de televisión, pero solo hablaban de revoluciones en continentes completamente diferentes del mío. Nada sobre posibles ministros de Industria y su limpieza de imagen primaveral. Estaba en medio de una pesadilla, una alucinación. Me pellizcaba, respiraba profundamente, corría y boxeaba por el pasillo del servicio, y probé todos los métodos habituales para confirmar que estaba completamente despierto, aunque eso sí, muy inquieto.
Después de una semana de ascetismo, ya había tenido suficiente. Me calé la gorra de pescador de lana y bajé a Muebles Man para hablar con Greger y Birger. Habían estado trabajando en la gruta de Greger, El Refugio, y se preguntaban qué habría sido de nosotros allá arriba.
– Quería darte las gracias, Greger -dije-. De no haber sido por ti, probablemente ahora estaría muerto. Al menos eso es lo que dijo el médico.
– Bah, no fue nada -repuso Greger orgulloso-. Mi único mérito fue encontrarte en el umbral de tu piso. Nada más faltaría…
– Supongo que estaba totalmente inconsciente.
– Desde luego que lo estabas, muchacho. ¡Una caída con muy mala pata…!
– No me acuerdo de nada.
Estreché la mano de Greger e hice que se sintiera como si fuera un auténtico salvador. Casi se le saltan las lágrimas.
– ¿Y cuándo vuelve Henry? -preguntó-. No dijo cuánto tiempo estaría fuera. Estamos empezando a ponernos un poco nerviosos por lo de la quiniela.
– No lo sé -contesté-. Pero no tenéis que preocuparos por la quiniela. Prometió encargarse de todo como siempre.
– Estamos acostumbrados a que desaparezca de vez en cuando -dijo Birger, guiñando un ojo-. Tiene a esa muchachita a la que le gusta visitar…
– Claro -asentí, siguiéndole la corriente-. Después de todo, es un hombre.
– Es lo que siempre digo -dijo Greger-. Henry es un artista, y un artista necesita el apoyo de una mujer. Es probable que esté algo asustado por el concierto y necesite un poco de consuelo femenino.
– Seguro -contesté-. ¿Y quién no?
Ya no podía aguantar más. Notaba cómo el sudor me caía por la frente debajo del gorro de lana y me pareció que iba a desmayarme en cualquier momento. Dejé a Greger y a Birger con sus ideas erróneas. Descubrí que había empezado a mentir, a fanfarronear y a lanzar falsos testimonios de forma deliberada, al igual que Henry Morgan. Era incapaz de decir la verdad.
Me había visto obligado a convertirme en un fraude.
Llegó una carta de Lennart Hagberg, el contable de Borås, dirigida a Leo Morgan. El hombre había hecho su movimiento de ajedrez y yo tenía que responder. Hasta el último momento Leo había mantenido la cabeza fría y había ido matando pieza tras pieza de su adversario blanco. A Hagberg solo le quedaban cuatro peones, una torre y un caballo, además del rey y la reina. Leo había perdido únicamente tres peones y un caballo. Sobre el tablero quedaban unas veinte piezas, y si no cometía ningún error garrafal la partida podría continuar hasta bien entrado en el verano. Hagberg había realizado un movimiento defensivo, desplazando su caballo, amenazado por un peón negro, a una casilla segura. A mí nunca se me había dado bien el ajedrez, así que tardé bastante en decidir mi jugada. Tras varios cigarrillos y paseos nerviosos y reflexivos entre la mesita del ajedrez y las butacas frente a la chimenea, consulté algunos manuales de ajedrez que encontré en la sección de juegos y pasatiempos de la biblioteca. Estudié algunas partidas clásicas que poco tenían que ver con la que estaba sobre el tablero, hasta que al cabo de unas horas me decidí por lanzar una ofensiva en diagonal con un alfil que amenazaba de nuevo la posición del caballo de Hagberg. Cerré el sobre con la jugada y lo dejé en el estante del correo saliente del recibidor.
Los periódicos seguían llegando a diario a través de la ranura de la puerta para la correspondencia, y en cuanto oía el ruido -a veces se me concedía la indulgencia de unas breves horas de sueño-, me levantaba de la vieja cama de Göring para coger los diarios y leerlos detenidamente. Cazadores de fortunas y gentes de mal fiar publicaban sus anuncios cifrados en la sección de «Personales», pero no logré encontrar nada de interés.
Nada escapaba a mi examen crítico y minucioso: noticias, anuncios, compromisos matrimoniales u obituarios. Muy pronto me sabía de memoria los horarios de todos los espectáculos. Y fue entonces, en la primera semana de mayo, cuando me dio por pensar en el teatro Södra. Se suponía que Henry tenía que dar un concierto allí a mediados de mayo, pero estaba claro que la actuación podría haberse visto amenazada por acontecimientos imprevistos.
Una mañana me desperté al alba, cavilando angustiado. No sabía si haría un favor o un flaco servicio si llamaba al teatro para cancelar la actuación. La fecha mágica se acercaba inexorablemente, como suelen hacerlo los días no deseados, y las perspectivas de que se celebrara el concierto eran, cuando menos, escasas.
Utilizando una lógica reflexiva para enumerar todos los factores de riesgo, llegué a la conclusión de que lo mejor sería llamar al teatro y cancelar la actuación. En el caso de que Henry regresara, lo más probable es que no estuviera en las mejores condiciones para realizar su debut como compositor y pianista ante la élite de la escena musical sueca. Además, las invitaciones y el programa con mi presentación lírica aún no habían sido impresos, ni siquiera escritos.
Así pues, consideré que lo mejor era llamar. Expliqué el motivo de mi llamada a la telefonista de la centralita, que me pasó con el director de programación. De forma muy educada me presenté como un amigo personal del pianista Henry Morgan y, mediante frases corteses y refinadas, le hice saber que su actuación prevista para mediados de mayo tenía que ser suspendida.
– ¿Henry Morgan? -preguntó el director-. ¿Henry Morgan? ¿A mediados de mayo, dice? -continuó, al parecer hojeando una agenda con la programación.
– Lamentablemente no recuerdo la fecha exacta. Pero la actuación se programó hace bastante tiempo…
– ¿Henry Morgan? -repitió el director-. Nunca he oído hablar de ningún Henry Morgan. Vamos a ver… mediados de mayo. Representación del ballet ruso… el doce y el trece… Alumnos de la Escuela Nacional de Arte Dramático… el quince… Ópera bufa… el dieciocho… ¿Por casualidad no formará parte del elenco de la ópera bufa?
– ¿Ópera bufa? No, que yo sepa…
– Mmm… bueno, veamos. Diecinueve… veinte… veintiuno… Representación benéfica por el aniversario del Höstsol… Veinticinco… -prosiguió el director de programación enérgicamente, enumerando los espectáculos previstos sin encontrar a ningún Henry Morgan.
– Creo que era un miércoles -dije algo confuso.
– Un miércoles, dice… No, aquí no aparece ningún Henry Morgan, y si estuviera programado ya lo habría encontrado. ¿Está completamente seguro de que era en el teatro Södra? Hay muchos teatros en la ciudad -añadió, como si yo fuera idiota.
Colgué sin despedirme, sin siquiera darle las gracias por su ayuda. Me he sentido estafado y engañado muchas veces, pero aquella fue la peor.
El fuego de la estufa proyectaba su vacilante luz en la penumbra de la habitación donde estaba la vieja cama de Göring, los grabados de cobre con motivos de varias obras de Shakespeare, las fotografías de mis familiares y una en la que estamos Henry, Leo y yo en la calle, y que ahora parecía pertenecer a un pasado remoto, así como otros objetos que de repente se me antojaban terriblemente extraños, como si los acabara de encontrar por ahí.
Hoja tras hoja, página a página, fui introduciéndolas en la estufa, y prendían bastante bien. La habitación roja ardía resplandeciente. Lo quemé todo, el esfuerzo y la dedicación de todo un invierno, como si estuviera sumido en un trance o en una especie de estupor, muy consciente de lo que estaba haciendo pero sintiéndome totalmente ajeno.
La habitación roja ardía resplandeciente, y de vez en cuando interrumpía mi actividad pirómana para salir al recibidor y mirarme en el espejo. Quería que me viera alguien, no importaba quién, yo mismo o cualquiera. Después regresaba y continuaba metiendo en la estufa hoja tras hoja, página a página, en perfecto orden secuencial. Ya no significaban nada para mí.
El editor Franzén no pareció muy sorprendido cuando lo llamé para decirle que no habría libro. La habitación roja había ardido hasta convertirse en cenizas. Si quería podía entregarle un saco de cenizas. Pero no quiso. Me dijo que haría correr el rumor de que me había vuelto loco, y le contesté que adelante. También dijo que me enviaría un contrato de cancelación de proyecto y que no quería volver a verme en la vida. Luego, de forma muy clara y directa, me mandó a la mierda.
La idea se había estado fraguando durante mucho tiempo en algún lugar recóndito de mi maltrecha cabeza, y por fin iba a hacerse realidad: iba a erigir un monumento a los hermanos Morgan.
Fuera soplaba un viento cálido y húmedo. La primavera había llegado al otro lado de los gruesos cortinajes que cubrían hasta los más pequeños resquicios del apartamento. En el transcurso de un solo día demostré una extremada eficacia y una gran frialdad en la planificación de mi gesta.
Fui al hospital de Söder a que me quitaran los dos puntos de la cabeza, intentando comportarme como un convaleciente normal. Después recibí algo más de mil coronas de la Seguridad Social y me acerqué a la tienda más cercana a comprar latas de comida como para una guerra corta: raviolis, albóndigas, salchichitas Bullen, hojas de col rellenas, sopa de guisantes, verduras, patatas y otras provisiones envasadas. Lo llevé todo al apartamento y guardé cada cosa en su sitio. Luego bajé a Muebles Man para seguir contándoles mentiras a Greger y Birger. Les dije que Henry me había llamado. Pensaba estar fuera todo el verano; después regresaría y todo seguiría como antes. Lo que teníamos que hacer era continuar excavando en la gruta de Greger según el camino que indicaba el mapa. Teníamos su bendición. Greger, Birger, el Botella, el Lobo Larsson y el Filatélico parecieron muy conformes con la noticia, y me marché de allí con el honor intacto, según lo planeado.
Luego fui a ver al Estanquero. Con aquel zorro resultaría más difícil.
– Bonita gorra -me dijo al verme, mientras la mujerona de detrás del mostrador me dedicaba su sonrisa más seductora-. Se han puesto muy de moda. Nidos de cuco las llaman, ¿verdad? Pero no parecen muy apropiadas con este calor, je, je.
– No creas -dije-, qué va.
– Bueno, bueno. ¿Y dónde se ha metido Morgan? Hace tiempo que no lo vemos por aquí.
– Está fuera. Ha vuelto a marcharse de viaje.
– Vaya, vaya… ¿Y adónde ha ido esta vez?
– De vuelta a París. París y Londres.
– Ah, ya veo… Allí está como pez en el agua -dijo el Estanquero entornando los ojos y dirigiéndome una sonrisa recelosa y repulsiva.
De pronto cambió totalmente de registro y dijo en tono serio y afectado:
– Una lástima lo de Leo…
– ¿El qué?
– Que tuvieran que encerrarlo otra vez -dijo el Estanquero trazando círculos con el índice en su sien-. Que no lograra salirse…
– Así son las cosas -repuse escuetamente-. En fin, quiero cinco cartones de Camel, sin filtro.
– Cinco cartones de Camel -repitió mecánicamente el Estanquero como si fuera algo muy normal-. ¡Cinco cartones!
– Eso es. Cinco cartones.
El Estanquero le hizo un guiño a la mujerona, que se apresuró a meterse en el almacén con su vestido largo y muy escotado. Regresó enseguida con los cinco cartones y el Estanquero me dirigió una mirada desconfiada.
No le di ningún tipo de explicación. Pagué los cinco cartones, sin filtro, le di las gracias y me marché. El Estanquero se quedó cabeceando, y estoy seguro de que en cuanto salí volvió a trazar círculos con el índice en la sien y empezó a correr el rumor de que me había vuelto loco y de que iba a fumar hasta matarme.
Pasó el tiempo, y los días se sucedieron sin apenas distinguirse entre sí, perdiendo sus contornos; basura y platos sucios se amontonaban en la cocina en pilas repugnantes, mohosas y pestilentes; el recibidor estaba inundado de periódicos matutinos sin leer y sin tocar; y, debajo de la gorra inglesa, el pelo me había crecido hasta alcanzar una longitud decente.
Me puse manos a la obra con el frenesí y la precisión que solo un monomaníaco primero traicionado, luego agredido y finalmente rapado puede alcanzar. Había cerrado y parapetado la puerta de entrada, había corrido todas las cortinas en el apartamento ya de por sí pobremente iluminado, había desconectado el teléfono y me había aislado del mundo en la biblioteca de la calle Horn en la ciudad de Estocolmo, a mediados de mayo del Año Internacional del Niño y de las elecciones de 1979.
Pude despejar el escritorio sin dificultad. Todo lo relacionado con mi ingenuo y moderno pastiche de La habitación roja había sido pasto de las llamas. Los libros y demás papeles garabateados los apilé en el suelo para quedarme sobre la mesa únicamente con mis talismanes: un cráneo de zorro que encontré en el bosque, el caparazón de un cangrejo que me dieron unos pescadores en las islas Lofoten, algunas rocas y un cenicero en forma de sátiro con la boca abierta, por donde se tiraba la ceniza. Necesitaba aquellos objetos para no perder el contacto con mi propio ser.
Después me puse a trabajar como si estuviera poseído, al menos unas veinte horas al día con ocasionales pausas para comer y descansar. Me fumé prácticamente los cinco cartones de Camel sin filtro, sin ningún remordimiento.
Narré todo lo que sabía y había logrado averiguar acerca de los hermanos Henry y Leo Morgan porque sentía que era mi deber hacerlo. Se puede decir que pertenezco a una generación que tiene un concepto bastante inapropiado del sentido del deber: es una noción tan terriblemente abstracta que debe aplicarse casi siempre al ámbito individual y privado para que sea tangible y comprensible. Como mucho, una persona puede cumplir su deber para consigo mismo. Pero, en este caso, sentía que era un deber imperioso y absoluto explicar la verdad sobre Henry y Leo Morgan. Tal vez fuera también una especie de terapia para poder seguir adelante, la única manera que tenía de soportar toda aquella espera y angustia, signos inequívocos de nuestro tiempo.
Ahora no sé más de lo que ya he narrado, quizá incluso menos, ya que a veces me he visto obligado a extrapolar y a recurrir a la imaginación para intentar rellenar algunas lagunas narrativas. El resultado de mis esfuerzos han sido más de seiscientas páginas que están sobre el escritorio de la biblioteca. Nadie me había molestado, el resto del mundo había desaparecido, las palabras simplemente brotaron y los hermanos tenían ya el monumento que merecían. Ahora ya no importaba lo que ocurriera: eran invulnerables.
Ahora ya estaba totalmente preparado para leer cualquier día en los periódicos algo relacionado con Henry y Leo Morgan. Algo como que los cuerpos de dos hombres de treinta y cinco y treinta años, respectivamente, habían sido encontrados en la cuneta de alguna carretera del país; o que los cadáveres desfigurados de dos individuos de sexo masculino, imposibles de identificar, habían emergido tras el deshielo de algún maldito riachuelo en algún rincón de Suecia. O tal vez el Estanquero, que se leía todas las publicaciones semanales de cabo a rabo, irrumpiera agitando una revista con un amplio reportaje en el que Henry el idiota explicara ingenuamente sus múltiples aventuras en los bajos fondos desde la seguridad que le brindaba una remota isla del Caribe. Siempre había deseado ir allí, y ahora por fin lo habría logrado gracias a las ingentes cantidades de dinero que había obtenido por vías poco convencionales.
Pero también era probable que hubiera escrito todo aquello en razón de otra posibilidad: la de que ambos se encontraran en serios apuros y Henry se hubiera visto obligado a utilizar aquel viejo fusil. Quizá había hecho por fin lo que siempre había querido hacer contra la ilimitada Maldad que tenía a Leo preso en sus garras. Quizá todo esto fuera un discurso en defensa de un crimen que ya se había cometido, que iba a cometerse o que simplemente debería haberse cometido. No lo sabía a ciencia cierta, pero existía la posibilidad de que tuviera que presentar ante un tribunal mis más de seiscientas páginas como un plaidoyer d’un fou et son frère, un testimonio de la defensa de los hermanos Henry y Leo Morgan, porque era más que probable que debieran rendir cuentas ante algún tipo de jurado.
Así estaban las cosas el día en que, incapaz de saber en qué fecha vivía, tuve que rebuscar entre los periódicos amontonados para averiguar cuál había sido el último en llegar. En el diario me enteré de que faltaba poco para el solsticio de verano y que Suecia estaba sufriendo los efectos de una ola de calor. Pero todo aquello me traía sin cuidado.
De pronto, llamaron a la puerta. Aquel maldito timbrazo rompió el denso y compacto silencio que había reinado en la casa durante más de un mes. Al oírlo, un estremecimiento recorrió mi espina dorsal.
La puerta de la entrada estaba parapetada con un pesado armario de caoba, y no lograba entender como había tenido fuerzas para arrastrarlo hasta allí. A través de la barricada y la puerta cerrada, grité preguntando quién era. Mi voz sonó rota y quejumbrosa después de tanto tiempo sin ser utilizada.
– Lavandería, lavandería Egon… -se oyó en el rellano.
Haciendo acopio de todas mis fuerzas y de algunas más, conseguí retirar el armario de caoba para poder abrir la puerta. El chico de la lavandería dio un respingo cuando vio aparecer mi cabeza con la gorra puesta, y me dirigió una mirada larga y recelosa, como si nunca nos hubiéramos visto. Tampoco hablamos mucho. Metí la caja en el recibidor, fui a buscar dinero y le pagué. Acepté titubeante el bolígrafo que me ofrecía para firmar el albarán, y lo sostuve apoyado contra la puerta. En ese momento no estaba seguro de qué nombre debía escribir. Finalmente acudió a mi mente mi propio nombre y sentí como si lo hubiese recuperado. Lo garabateé y me despedí del recadero.
En cuanto cerré la puerta, me detuve frente al espejo dorado de cuerpo entero del recibidor para examinar mi aspecto. Hacía mucho que no me afeitaba, y nunca había tenido una barba tan espesa. Tal vez el golpe hubiera alterado mi equilibrio hormonal; quizá estuviera haciéndome por fin más hombre, más maduro.
Para entonces el cabello ya me había crecido lo bastante como para deshacerme de la gorra, que lancé sobre el estante de los sombreros. La cara se me veía completamente demacrada bajo aquella barba, y además sufría unos ridículos espasmos, como tics, debajo de los ojos. Las sacudidas eran constantes, aunque tan leves que resultaban casi imperceptibles. Aun así, me parecía que los tics desfiguraban todo mi rostro, y eso me irritaba. Pero seguramente aquel era el precio que debía pagar por todo aquel asunto, un defecto que debía aprender a soportar. Tal vez los espasmos tuvieran el grado justo de exasperación y me darían un aire más interesante, más experimentado y maduro. Era el tipo de cosas que las mujeres solían apreciar.
Tras el examen general de mi estado físico en el espejo del recibidor, fui al baño, me quité el apestoso mono azul y me metí en la ducha. Después me afeité con dedicación casi devota, sintiéndome liberado, iluminado y bautizado.
A continuación me dirigí hacia el ropero para ponerme ropa limpia y decente. Encontré una camisa en la caja de la lavandería. Era de finas rayas azules y blancas, con las iniciales W.S. bordadas por dentro bajo la etiqueta del fabricante. Me quedaba perfecta. Extrañamente, en aquel período mi cuello también parecía haberse hecho más grueso y recio. Nunca había tenido esa talla de cuello. Como no tenía ninguna corbata a juego con la camisa, fui a la habitación de Henry y abrí su armario. Encontré una corbata fina de color burdeos que quedaba muy bien sobre la pechera de la camisa, debajo de la cual mi corazón libraba una batalla bastante más dura de lo habitual.
Para mí ya no quedaba más que un profundo silencio y una larga espera, o eso es lo que creía. Mi principal interés volvió a centrarse en el espejo dorado con querubines de la entrada. Podía pasarme horas examinando mi propia imagen, tratando de averiguar lo que había ocurrido. Mi pelo había recuperado su aspecto habitual, mis mejillas se veían hundidas, aunque dentro de los límites de lo aceptable, mi piel estaba muy pálida y cetrina, y seguía teniendo aquellos tics bajo los ojos.
Pronto cumpliría veinticinco años, había pasado un cuarto de siglo en esta tierra y tal vez permaneciera otro cuarto de siglo más. Parecía mucho tiempo, pero yo no lo sentía de ese modo. Era como si no hubiera aprendido nada durante todo ese período, nada durante estos veinticinco dramáticos años entre la guerra fría de los cincuenta y la revolución iraní de los setenta. Todavía me sentía ignorante e inexperto, aunque la imagen del espejo se empeñara en afirmar algo completamente distinto. Mostraba a un joven delgado de mirada algo estrábica que parecía haber atravesado el fuego aunque sin llegar a quemarse.
Practicaba anudándome la corbata una y otra vez, intentando aprender a hacer un nudo Windsor impecable como el que solía hacer Henry Morgan. Pensé que estaba haciendo progresos y que mi aspecto iba adecentándose. Me parecía lujoso y refinado ir todo el día vestido con traje y corbata sin tener nada que hacer. Fingía no darme cuenta de que estaba a punto de desmoronarme, de enfermar gravemente. Pero si me derrumbaba sería con dignidad; es algo que hubiera aprobado Henry Morgan.
No había pasado ni siquiera un año desde que conocí a Henry, y a Leo apenas seis meses. Todo había ocurrido tan rápido que sentía como si hubiéramos sido hermanos toda la vida. Un simple y miserable año, pensé. Hacía justo un año yo era una persona completamente distinta, mucho más joven, mucho más ingenuo y notablemente más crédulo. Había aceptado aquel trabajo en el campo de golf que me había conseguido mi amigo Errol Hansen, de la embajada danesa. Había pasado todo un verano montado sobre diversas máquinas cortacésped y tractores, y por las noches alternaba con el barman Rocks en el bar del club de campo. Me había embarcado en grandes proyectos que eran tan dignos como ampulosos, al igual que cualquier joven y airado agitador literario. Pero me vi obligado a reconocer con amargura que el arte y la historia podrían sobrevivir perfectamente sin mí.
Cuando más tarde conocí al editor Franzén, consiguió convencerme de lo contrario. Me aseguró que tenía un gran talento como escritor satírico y me encargó la elaboración de un gran pastiche basado en La habitación roja de Strindberg, con motivo del centenario de la publicación de la novela. Mi obra también había atravesado el fuego, pero había quedado reducida a cenizas. Parecía que había sido ayer, aquella noche de finales de verano junto a la piscina del campo de golf cuando el editor Franzén y yo llegamos a un acuerdo tomando unas copas. Estuvimos trazando grandes planes de futuro mientras contemplábamos al magnate Wilhelm Sterner, el secreto benefactor del club de campo -Non videre sed esse-, que luciendo su impecable traje de verano surcaba el espacio de la gran fiesta como una especie de zepelín irreal, sin contacto con el suelo. A su lado, en la sombra, la cortesana Maud mostraba una soberana indiferencia. Nunca tuve la oportunidad de examinarla más de cerca.
Y luego empezó mi gran desgracia: robaron en mi apartamento. Durante el concierto de Bob Dylan en Gotemburgo, los ladrones aprovecharon para llevarse prácticamente todas mis pertenencias, excepto mis dos máquinas de escribir y algunos objetos de escaso valor. Y a partir de ahí empezó todo. Fui al Club Atlético Europa para desfogarme y quitarme la depresión boxeando, y allí conocí al fabuloso Henry Morgan y me mudé a su apartamento en la calle Horn. Apenas un año más tarde me encontraba envuelto en una gran tragedia, un escándalo de gran alcance. Había pagado un precio muy alto: había desarrollado extrañas manías, sufría espasmos bajo los ojos y había escrito una especie de testamento de más de seiscientas páginas mecanografiadas con el que intentaba desagraviar a los hermanos Morgan y erigir un monumento a la Verdad. Aquello se había convertido en una bomba, y permitir que saliera a la luz equivaldría a cometer un suicidio público.
El secreto permanecería sin duda encerrado entre las lúgubres paredes de este enorme apartamento, al menos de momento. Por mi parte, solo quedaba un profundo silencio y una larga espera, o eso pensaba yo.
La espera resultó no ser tan larga, fuera lo que fuese lo que estaba esperando. Me encontraba frente al espejo con querubines, examinando los tics debajo de mis ojos, cuando sonó el timbre. Me recorrió un escalofrío. A través de la barricada y de la puerta cerrada, grité preguntando quién era. No hubo respuesta, así que arrastré un poco el enorme armario de caoba para ver el rellano a través de las puertas acristaladas. Parecía tratarse de una mujer, así que me aventuré a abrir sin ir armado.
En ese momento se produjo uno de esos silencios largos y eternos, en los que te da tiempo de pensar en muchas cosas: formular tus últimos deseos en verso, contar hasta diez mil o comerte todas las uñas, si es lo que quieres. Yo me quedé en el umbral, agarrando el pomo de la puerta. Ella estaba quieta en el rellano, sin decir nada.
Supe al momento quién era ella, y ella supo al momento quién era yo. La odiaba, y se me ocurrió que debería matarla. Hubiera sido la única venganza justa. Pero la muerte era imposible. Me bastó con una simple mirada superficial para entender que aquella mujer era absolutamente invulnerable. No importaba cuánto pudieras odiarla, tenías que estar dispuesto a perdonarla y nunca te atreverías a tocar un pelo de su resplandeciente cabellera.
Seguía teniendo el mismo aspecto con que la recordaba, una hembra de bandera ya algo madura a la que había visto de lejos en el club de campo y en un par de fotografías muy gastadas que Henry llevaba siempre en la cartera. Realmente había algo en su aspecto que le daba un aire oriental. Con toda probabilidad era la mujer más hermosa que había visto en mi vida. Llevaba sus cuarenta años con la elegancia madura que haría a un rey renunciar a su trono. Su larga melena de color castaño, con algunas mechas más claras, el arco de las cejas, la nariz, la boca, la barbilla: todos sus rasgos parecían haber sido esbozados por un Dios y Creador en un momento de suprema inspiración. Aquel era Su homenaje a la humanidad. El traje negro con dos cerezas rojas realzaba su intenso bronceado, bastante inusual en aquella época del año, sin por ello resultar vulgar o exagerado. Había en sus ojos un brillo de desazón, de ardor y pasión reprimidos, que confería a su perfección una humanidad delicada y conmovedora. Olía a pachuli, y su aspecto resultaba tan equilibrado y elegante como requería su papel. Los zapatos y el bolso lucían el anagrama de un diseñador de fama mundial, y era evidente que en el vestuario de aquella citoyenne du monde solo había diseños exclusivos adquiridos en los lugares pertinentes. Se la veía familiarizada con las grandes metrópolis del mundo, ya que prácticamente había crecido en las embajadas de Nueva York, Londres, París, Viena, Munich, Tokio, Yakarta, etcétera.
Es probable que estuviéramos varios minutos en la puerta observándonos en completo silencio, como dos pesos pesados sobre la báscula antes del combate, evaluando el menor movimiento del adversario. Pero allí no iba a librarse ningún combate, al menos entre nosotros. Nadie se atrevería nunca a tocar un solo cabello de aquella melena. Yo ya estaba completamente perdido, noqueado.
Fue ella la primera en hablar, rompiendo el tenso silencio.
– Tú debes de ser Klas -dijo con voz profunda, probablemente de contralto.
– Así es. Y tú debes de ser Maud.
Le di la mano y noté la suya algo flácida y húmeda. Por lo visto, estaba nerviosa.
– No podemos quedarnos aquí todo el día. ¿Quieres pasar?
– Si no molesto…
– ¿Cómo ibas a molestarme?
– Pensé que podrías estar trabajando. Como eres escritor…
– En este momento no. Ahora mismo no tengo trabajo.
– Parece como si te dispusieras a celebrar algo especial, vestido con ese traje. ¡Oh… así que este es el lugar!
– ¿Es que no habías estado aquí antes?
– Nunca -dijo Maud-. Henry quería guardárselo para sí mismo.
El perfume de Maud desprendió su fragante aroma por el vestíbulo, lleno de basura y realmente apestoso.
– ¿Tenías miedo? -preguntó Maud, señalando con la cabeza el imponente armario de caoba que hacía de barricada en la puerta de entrada.
– ¿Miedo? Oh, solo estaba limpiando, como puedes ver…
– ¿Te importaría enseñarme la casa? Siempre he tenido curiosidad por saber cómo es.
La conduje hacia el oscuro salón y de pronto me encontré hablando como un poseso, como una especie de maníaco o un vigilante de museo bajo el efecto de las drogas, sin pensar realmente en lo que decía. No había hablado con nadie desde hacía más de un mes, y Maud escuchaba educadamente. Pasamos por el salón con las butacas, el mobiliario Chippendale que el viejo Morgonstjärna le ganó al póquer a Ernst Rolf en los años treinta, la chimenea con la pareja de esculturas de la Verdad y la Mentira, las alfombras persas, las lámparas con pantallas agrietadas y largos flecos ondulantes, la mesita de ajedrez de Leo, el cenicero con pie, las mesas con el sobre de mármol africano giallo antico, las palmeras en sus pedestales y todo cuanto llenaba la estancia confiriéndole cierta cualidad de museo.
Después recorrimos los oscuros y lúgubres corredores del servicio hasta llegar a la habitación del piano de cola con el diván de borlas negras. Allí examinamos la composición musical de Henry Morgan en las hojas con pentagramas que solían estar desperdigas por el suelo y que permanecían allí como si Henry fuera a recogerlas en cualquier momento para proseguir su obra. Maud quiso ver también su dormitorio, y yo le mostré todo cuanto me pidió, incluidas las dos dependencias de Leo, que aún olían a incienso. También habían sido abandonadas a toda prisa, como ante una sirena de bombardeo aéreo o de terremoto.
Yo hablaba sin parar acerca de todo, del tiempo, del apartamento, de algunos pequeños detalles, de Henry y Leo Morgan, y también de mi persona. Maud escuchaba con interés, sin hacer comentarios. Tras la larga visita guiada por todas las estancias de la casa, la mujer se quejó de la luz, más bien de su ausencia.
– Se ve todo tan oscuro y tan triste -dijo Maud-. ¿Por qué tienes corridas las cortinas? ¿Es que crees que estamos en guerra?
– Así es como deben estar -dije escuetamente-. La noche existe en este apartamento como una posibilidad perpetua…
– ¡Pero si estamos en pleno verano! Con lo pálido que estás, te sentará bien un poco de sol.
Haciendo caso omiso de mis palabras, se acercó a las ventanas del salón y descorrió las cortinas. La luz entró a raudales, deslumbrándome y obligándome a entrecerrar los ojos. De repente el apartamento apareció en toda su decrepitud, terriblemente desordenado y sucio. La vivienda estaba en un completo proceso de degradación, y de la peor clase. Henry habría estallado en un ataque de furia si hubiera llegado al apartamento y lo hubiera encontrado en tan lamentable estado, y seguramente me habría echado a la calle. Incluso en un rincón se podía ver todavía una marchita y ajada rama de la decoración de Pascua.
– Ahora empieza a parecer otra cosa -dijo Maud-. Aunque no es exactamente como lo describía Henry.
– ¿Y cómo lo describía?
– Vulgar. Terriblemente vulgar…
A la nueva luz, el salón parecía muy diferente. Ante mis ojos aparecieron cosas y objetos en los que no había reparado hasta entonces, probablemente porque siempre había estado demasiado oscuro. Maud iba de un lado a otro contemplando las obras de arte. Parecía estar haciendo grandes descubrimientos, un Lundquist aquí, un Nordström allá. Yo la seguía por el salón escuchando a sus muy brillantes comentarios, como si hubiera realizado mil y una veces el agradable recorrido oblicuo entre la galería Bukowski de la calle Arsenal y el Svenskt Tenn en Strandvägen… supongo que lo habría hecho.
– Bric-à-brac -decía una y otra vez, señalando expresivamente con la cabeza un reloj aquí y un jarrón art nouveau allá-. Bric-à-brac.
Era innegable que Maud estaba muy familiarizada con el arte, y detrás de una puerta encontró un objeto muy extraño que nunca había visto. Se trataba de un antiquísimo bastón de madera con una cadena en cuyo extremo pendía una esfera con clavos afilados. De hecho aquel objeto correspondía al apellido de la familia, los Morgonstjärna, un mangual, una maza caballeresca. No lograba entender cómo Henry se había podido resistir a alardear sobre aquello.
Maud iba de habitación en habitación descorriendo visillos y cortinajes y dejando que el sol entrara a través de las ventanas. La luz reverberaba sobre los cristales de la vitrina que contenía la porcelana de las Indias Orientales; la luz espejeaba en la oscura madera de los muebles; la luz refulgía sobre los suelos de parquet encerado. Y, a mi pesar, tuve que reconocer que aquello era mejor. El apartamento se veía más hermoso con aquella luz.
Llegamos a la biblioteca, que apestaba terriblemente a sudor, tabaco y café. Maud pasó junto al escritorio, que casi parecía doblarse bajo el peso de mi obra magna, y descorrió las recias cortinas de terciopelo color burdeos impregnadas por el humo. La luz rasgó la penumbra de la estancia, reverberó sobre los varios millares de valiosos tomos. Y Maud abrió una ventana para dejar salir todo aquel aire viciado. Una leve brisa de verano se coló en la sala, una ráfaga que barrió suavemente el escritorio y agitó las más de seiscientas páginas de mi manuscrito.
– ¿Es un libro nuevo? -preguntó Maud mirando la pila de hojas.
– No sé bien lo que es. Puedes llamarlo un work in progress.
– He leído todos tus libros -dijo Maud.
– Bromeas…
– Henry hablaba mucho de ti, así que sentía curiosidad. Me gustaron todos. Pero sobre todo el último. Lo encontré más elaborado, más completo… Y este… ¿qué tal?
– No te lo puedo decir. Aún no.
Maud miró la pila y, sin pedir permiso, empezó a hojear el manuscrito de forma distraída. La dejé que lo hiciera, que averiguara por ella misma de lo que se trataba. Tan solo necesitaría leer algunas líneas por encima para comprender qué era lo que había escrito.
– Tú también sales -dije-. Aquí y allá.
Maud sonrió, no sé si por una especie de orgullo contenido al verse convertida en heroína literaria o por un sentimiento de incertidumbre o miedo. Me pidió un cigarrillo y le ofrecí mi último paquete de Camel sin filtro.
– ¿Te apetece tomar algo? Tal vez un Gimlet. Ayer encontré una botella de Gilbey’s debajo de la mesa de billar.
– No quiero nada, gracias -dijo. Philip Marlowe no era su estilo-. Hay muchas cosas que no puedes saber -prosiguió-. Hay muchas cosas que nunca podrás averiguar…
– Hay muchas cosas que no quiero saber -repliqué.
Había dejado el montón de papeles encima del escritorio y ahora estaba de espaldas a mí, mirando por la ventana. Fumaba de forma rápida y enérgica, y solo cuando apagó el cigarrillo aún a medias me di cuenta de que estaba llorando. Lo apagó en la boca abierta y rebosante de colillas del sátiro, y sacó un pañuelo del bolso para sonarse. Luego extrajo un espejito y se retocó el maquillaje alrededor de los ojos. Yo no sabía qué hacer. La odiaba, y resulta difícil consolar a alguien que odias. Además, supongo que no podía ofrecerle ningún consuelo.
– Creo que yo sí tomaré algo -dije.
Me dirigí a la sala de billar en busca de la botella de ginebra escondida con tanto descuido. Luego fui a la cocina y cogí un vaso, lima Rose’s y un par de cubitos de hielo. Debía ser mitad y mitad. Pero al verter el líquido me di cuenta de que el pulso me temblaba, y la proporción acabó siendo de sesenta a cuarenta a favor de la Gilbey’s.
Maud me había seguido y estaba apoyada en el quicio de la puerta, mordiéndose el labio inferior.
– Ni siquiera tengo… una foto, alguna imagen que me ayude a recordar a… Henry -consiguió decir entre sollozos.
– Yo puedo darte una -dije, y probé el Gimlet. Me había quedado muy bueno-. Tengo una foto colgada en la pared de mi habitación.
Maud me miró con los ojos anegados de lágrimas, y entendí por fin por qué Henry Morgan y Wilhelm Sterner habrían hecho cualquier cosa por ella. Era tan asombrosamente bella que algo te dolía muy adentro solo con mirarla. Me sentí asustado y turbado.
Recorrí el pasillo en dirección a mi habitación y Maud me siguió como un niño pequeño deseoso de compañía. El olor a pachuli me provocaba un temblor en las rodillas. Casi la mitad de mi Gimlet salpicó las paredes.
En la pared de mi habitación, entre los grabados de cobre con motivos de las tragedias de Shakespeare, había clavado con chinchetas algunas fotografías mías, de familiares y amigos. También estaba la foto de Henry, de Leo y de mí que nos habíamos hecho en la calle Horn una tarde de hacía unos meses. Estábamos apoyados unos contra otros, como los tres mosqueteros a punto de correr nuevas aventuras: tres caballeros rebosantes de vida dispuestos a comerse el mundo. Tuvo que haber sido un buen día, un día excepcional.
Cogí la foto, dejando que las chinchetas cayeran por el suelo, y se la entregué a Maud.
– Aquí tienes. Guárdala como recuerdo.
Maud se sentó en la antigua cama de Göring para examinar la imagen. Se la veía contenta, o cuando menos algo parecido a una sonrisa iluminó sus rasgos, y tuve que darle las gracias a Dios por no haberme hecho pintor. De lo contrario, probablemente habría consagrado el resto de mi vida a intentar captar aquel rostro.
– Por cierto, dentro de poco podremos verlo en el cine -dije-. Ya sabes que ha rodado una película.
– Sí, es cierto. -Maud volvió a sonreír-. En la película -añadió sin atisbo de ironía. No era momento para ironías ni sarcasmos.
Sintiéndome confuso, me dio por pensar que seguía sin saber por qué aquella cama de madera de nogal se conocía como la vieja cama de Göring. Era otra de las historias que Henry había olvidado contarme.
– Resulta extraño pensar que la cama en la que estás sentada se llama la vieja cama de Göring y todavía no sé por qué.
Maud apartó la mirada de la fotografía de los tres mosqueteros con expresión de no entender nada.
– Göring era un nazi y un imbécil, y también estuvo recluido en el hospital de Långbro, como Leo -dije, y le di un sorbo a mi bebida-. El mundo es un lugar muy extraño.
«The day is ours, the bloody dog is dead», «La jornada es nuestra, ha muerto el perro sanguinario», ponía en uno de los grabados de cobre correspondiente a Ricardo III. Sonaba hermoso pero ingenuo. La maldad siempre sobrevive a sus tiranos.
– No tengo ni idea de por qué se llama la vieja cama de Göring, y tampoco tengo ni idea de cuál es tu apellido. Nomen nescio…
– Nomina sunt odiosa -contestó Maud.
– Qué cultos somos -dije riéndome. Me di cuenta de que había cierto deje irracional en mi tono. Y, como ya he dicho, no era momento para ironías.
De pronto, Maud se tendió en la cama alisándose el vestido. Muy sorprendido, me senté en el alféizar de la ventana y encendí el último de mis Camel sin filtro, arrugué el paquete y lo arrojé a la papelera con motivos británicos de caza.
– Dentro de poco será el solsticio de verano… -dijo Maud sin venir a cuento-. ¿Puedo quedarme un tiempo?
A punto estuve de caerme por la ventana, y tuve que agarrarme como pude.
– Si es lo que quieres… -contesté-. Aunque no creo que este sea un buen lugar para esconderse.
– Ya no importa -dijo Maud-. Voy a explicarte todo lo que sé, aunque eso signifique la muerte.
– ¿Está dispuesto ese hombre a hacer lo que sea con tal de convertirse en ministro de un gobierno corrupto?
Maud asintió con la cabeza.
– Pero es mucho más que eso. He empezado a odiarle… Me ha arrebatado toda mi vida.
No dije nada. Seguí fumando y me bajé del alféizar.
– Probablemente ya todo haya acabado para mí -dijo Maud, sin que sonara patético-. Quítate esa camisa. Era suya, la reconocí en cuanto la vi. Pero ahora lo que importa eres tú. Eres muy joven. Tú al menos tienes que salir con vida de todo esto. Dame una calada. No sabías dónde te estabas metiendo, ¿verdad?
– No -dije sentándome junto a Maud en el borde de la cama, asombrado ante mi propia audacia-. No tenía ni idea de dónde me metía.
– ¿Qué es eso? -me preguntó, pasándome un dedo por la mejilla donde los tics eran más fuertes.
– Gajes del oficio.