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HermanosHerbario

(Leo Morgan, 1948-1959)

«Mi corazón ya no late/late hacia atrás…» Así rezaba un fragmento impregnado de incienso que encontré hace unos días en la sección de dos habitaciones de Leo. Y hay motivos para dudar de que su corazón siga latiendo hoy día. Como poesía, las palabras llevan el inconfundible sello de Leo Morgan, una impronta que garantiza Suministros Reales al Infierno: es la sangre vital de Morgan el demiurgo, el chamán y el brujo, grabado como un código revelador, la última señal para que todas nuestras fuerzas espirituales se lancen al ataque, blandiendo nuestras conciencias, cargadas con balas vitales, por las paredes de nuestras grutas más profundas, rezumando sudor frío de las estalactitas de nuestras lágrimas.

Como todos los magos de nuestros días, el hombre acabó pasando un tiempo en un manicomio. En el hospital de Långbro, en las afueras de Estocolmo, existe una ficha sobre el paciente Leo Morgan, nacido el 28 de febrero de 1948, con un presunto informe médico completo sobre su caso. Evidentemente no he tenido acceso a la documentación. A diferencia del informe histórico de aquel nazi imbécil de Hermann Göring, el historial de Leo sigue siendo confidencial, pero ni yo soy estúpido ni carezco de contactos. He tenido la oportunidad de constatar que se trata de algo que sin exagerar podría llamarse una «anamnesis maquillada», es decir, un informe médico corregido a posteriori y convenientemente censurado. Por esa razón me atrevo a llamarlo un «presunto» informe médico completo.

Naturalmente, revelar ahora por qué alguien tendría interés en cambiar el informe sería anticiparse a los acontecimientos, a la vez que daría a esta historia un anticlímax poco apropiado. Es cierto que esta no es una novela policíaca, pero tampoco un ensayo psiquiátrico. Por otra parte, solo tengo una vaga idea de quién podría haber tenido interés en censurar y corregir los datos de su historial, lo cual, tras un examen sumario, tampoco parecía motivo de grave sanción. Por aquel entonces, nada era lo que parecía tras un examen sumario.

Al parecer, Leo Morgan fue ingresado para recibir tratamiento psiquiátrico en el hospital de Långbro en mayo de 1975. El primer diagnóstico de los médicos fue catatonia. Esto significa, entre otras cosas, una total incapacidad para actuar, una especie de petrificación o mutismo, una completa falta de comunicación con el mundo exterior.

La catatonia presenta cierta similitud con el autismo que en ocasiones afecta a algunos niños. Bajo los síntomas puede subyacer una psicosis, algún tipo de trauma, una o más experiencias que nunca han sido explicadas de una forma sensata o razonable. El alma acumula preguntas, odios y pasiones, que finalmente lo canalizan todo a través de una pasividad absoluta o parcial.

Una serie de médicos habían dado su diagnóstico respecto al caso de Leo Morgan, y algunos de ellos afirmaban en el historial que en su infancia el paciente había padecido un autismo latente, pero que intuitivamente había encontrado canales para dar salida a la energía del trauma. Cuando esos canales dejaron de funcionar o, como un médico lo expresó, «cuando los canales volvieron a obstruirse con la morralla de la frustración» (algunos médicos son auténticos poetas), la enfermedad apareció con toda su fuerza.

Quizá existió algún motivo para ello. Los médicos suelen ser gente competente, y lo que he podido descubrir por mí mismo muestra algunas similitudes con la «anamnesis maquillada». Sin embargo, lo más extraño es que solo uno de cuatro médicos se dedicó a buscar las llaves de su puerta petrificada en la producción poética del paciente. Esto demuestra una total falta de imaginación a gran escala, así como grandes carencias en la atención mental. Personalmente considero sus poemas como muy ilustrativos de su personalidad, por no decir parte ineludible y esencial de un historial médico.

Aunque sin duda los elementos más importantes y cruciales fueron los datos que habían sido borrados y censurados desde arriba, por algún médico en manos del Poder descarnado. El caso Leo Morgan es solo un pequeño episodio de una poliédrica y, para un principiante como yo, extensísima historia que en los círculos más versados se conoce como el caso Hogarth. La historia de Suecia en el siglo veinte está llena de una serie de casos o affaires en que las intrigas reales, el espionaje militar o la manipulación corporativa fueron destapados, sacados a la luz -al menos en proporciones convenientes-, solo para después añadirlos a los sucesos calificados como «escándalos». Este tipo de casos y affaires aparecen de vez en cuando en todas las sociedades civilizadas y, por tanto, corruptas. Hay algo de inevitable en ello y, en cierto sentido, deseable. Y, cuando todo ha pasado -es decir, cuando los cabezas de turco apropiados han sido públicamente denostados o puestos entre rejas-, los grandes y celosos defensores de la justicia y la democracia empiezan a darse golpes en el pecho y a llenarse la boca hablando de la magnífica capacidad del sistema para auto-purificarse. Es algo que también forma parte de la imaginería del escándalo: una mano lava a la otra, preferiblemente con la música de fondo del himno nacional.

Sin embargo, el caso Hogarth se diferencia de otros casos por el hecho de no haber salido aún a la luz, y de haberse silenciado una y otra vez. Y, según algunas sospechas de las que he tenido conocimiento, el secreto se ha mantenido al coste de tres vidas humanas, un par de millones de coronas suecas en sobornos, y al menos un caso de enfermedad mental. Es ahí donde Leo Morgan aparece en escena, aunque, como ya he dicho, él estuviera en la periferia de todo el asunto.

Los principales protagonistas del caso Hogarth -que, por cierto, recibe su nombre de uno de los miembros del club Muy viajado, Muy leído, Muy mundano, el periodista Edvard Hogarth- son potentados y magnates del mundo de los negocios y la administración pública, algunos muertos y otros en plena actividad. Presumiblemente sería por ahí, por ese torbellino de corrupción y ocultación, por donde habría que empezar a buscar a las personas que intervinieron para censurar el informe médico de Leo Morgan. El rastro llevaría, sin ninguna duda, hasta el palacio de la Corporación Griffel, hasta la sala donde reina su presidente Wilhelm Sterner. Pero sería un trabajo para un periodista con mucho estómago y siete vidas; ciertamente, no para mí.

Lo que tengo que decir sobre mi amigo Leo Morgan empieza de un modo bastante inocente, como cualquier reverente biografía de un poeta. Pero la cosa se va reavivando, como diría un pirómano. Aunque también puede que todo sea solo un montón de mentiras.

Sarampión, escarlatina, rubeola, varicela, tos ferina, crup… interminables procesos de vacunación para las denominadas enfermedades infantiles, con sus alucinógenos picos de fiebre, sus irritantes erupciones, la comezón de las pústulas y sus devastadoras instrucciones… ¿No debería toda biografía empezar con una lista de todas estas enfermedades, cuando la pequeña criatura toma por primera vez contacto real con un estado diferente al que llamamos normal? La forma en que cada persona supera las enfermedades infantiles es sumamente individual. El paciente al que examinó el médico de cabecera -el sempiterno hombre de confianza de la familia, siempre resoplando y jadeando, el doctor Helmers-, es decir, Leo Morgan, presentaba exactamente los mismos síntomas para cada una de esas enfermedades: pulso irregular, debilidad extrema bordeando la muerte y una mínima voluntad de restablecimiento.

Por su parte, Henry requería correas y una camisa de fuerza para quedarse en cama; gritaba y aullaba como un loco durante exactamente veinticuatro horas hasta que la fiebre remitía, y después volvía a estar bien, no importa qué enfermedad hubiera padecido. Quería volver enseguida a la escuela, aunque nunca lograba recuperar las clases que había perdido.

Pero el pequeño Leo no tenía voluntad de sanar. Sin embargo, solía ir siempre dos semanas por delante de sus compañeros de clase en cuanto a tareas escolares, ya que era un niño prodigio extraordinariamente dotado. Sus ojos vítreos se encontraban con los del doctor Helmer sin atisbo de súplica, impaciencia o satisfacción. Simplemente era una mirada vacía y desolada, indiferente. Leo se encontraba en otro mundo, y ya con ocho años sabía lo que significaba la muerte. Diez años más tarde, en un célebre poema, definiría cada empresa y cada aliento humanos como «una guerra contra la muerte», en la que la muerte era tanto el fin como los medios. Entonces fue caricaturizado por un crítico como un «anarquista con bombas en los bolsillos», lo que probablemente constituiría el punto álgido en la carrera de aquel crítico.

Leo Morgan estaba marcado por la muerte, sentía fijación por la muerte, e indagaba en ella con un frenesí incansable que solo quien teme a la muerte puede exhibir. De hecho, el pequeño estaba asustado por el conocimiento que había tenido de ella. Toda su vida había sido un continuo esfuerzo para regresar del valle de sombras de la muerte, pero era un camino largo y a él le faltaba un buen mapa.

Una lluvia nostálgica, casi trágica, caía sobre la ciudad. Sonaba como un repiqueteo ausente y cauteloso, como si un pianista de gigantescas manos estuviera tocando las planchas del tejado.

Henry estaba sentado en la ventana de gablete de la lavandería comunitaria del ático. Greta tenía día libre de su trabajo municipal como profesora de costura en la plaza de María. Hoy le tocaba colada, y Henry le había prometido ayudarla a estirar las sábanas y tenderlas.

De las modernas lavadoras Husqvarna salía un vapor cálido y agradable. En invierno, los cristales de las ventanas se empañaban y podías conjurar la aparición de la calle de ahí abajo frotándolos con la mano, o escribir sobre el vaho de condensación letras, cifras, años. De haberlo hecho, Henry habría escrito probablemente el 7 de abril de 1959.

Fuera no hacía mucho frío, y Henry abrió hacia arriba la ventana para contemplar los tejados verdes, rojos y amarillos del distrito de la calle Brännkyrka, que se desplegaban como papel arrugado. Le gustaba la vista. Si se asomaba por la ventana podía ver más allá de los aleros y tener un atisbo de la calle. De pequeño le daba vértigo. Pero Henry ya no era pequeño, tenía dieciséis años, iba al instituto de Södra Latin, tocaba jazz estilo dixieland y era un boxeador decente.

En ese momento estaba sentado mirando por la ventana, silbando una canción que ensayaban con el grupo. Greta suspiró y preguntó qué había pasado con las sábanas. Las había metido en la centrifugadora y habían salido prácticamente secas pero llenas de diminutos pelos negros.

Preguntó en voz alta qué había pasado con las sábanas. Henry se acercó hasta la centrifugadora y miró dentro, con el debido respeto hacia la máquina. Nunca le habían gustado las centrifugadoras porque cuando era pequeño y miró dentro de una empezó a sentirse mareado, como ahora le pasaba cuando miraba hacia abajo, a la calle, a cinco pisos de altura.

Henry constató que dentro había unos pelos diminutos. Greta suspiró, pensando que aquello era muy extraño. Se puso a limpiar la centrifugadora.

Henry, de una forma casi embarazosa, tuvo conciencia de su virilidad allá arriba en la lavandería. No sabía qué había despertado en él aquella sensación, si había sido el aire tibio, húmedo y acariciador, o bien la fragancia de la ropa limpia. Fuera lo que fuese, se sintió lleno de lujuria. Le dijo a Greta que salía a la azotea a que le diera un poco el aire. Le prometió que volvería enseguida.

Henry había pensado encontrar algún rincón apartado para aliviar sus importunas apetencias. Había un lugar donde él y otros chicos del barrio, en el más absoluto secreto, habían escondido algunos ejemplares de revistas como Pin-Up, Top-Hat y Kavalkad. Se trataba de un rincón oscuro en un trastero vacío del ático, donde de forma individual o en grupo podían destrozarse el espinazo, debilitar sus sentidos y arruinar cualquier posibilidad de llevar una vida decente.

Sin duda aquel ático era uno de los más grandes de Estocolmo. Los corredores parecían abarcar todo el barrio, doblando ora a la derecha, ora a la izquierda, bifurcándose en varias direcciones y llegando hasta callejones sin salida y ramificaciones totalmente nuevas e infinitas. Casi necesitabas un mapa para orientarte en aquel laberinto si no lograbas seguir bien las flechas numeradas. Pero ya desde niño Henry odiaba los mapas; confiaba más en su instinto, en su intuición para los puntos cardinales. Había conseguido el primer puesto en el concurso de orientación, así que podría valerse perfectamente para guiarse a través de un simple ático.

Por el tortuoso camino que llevaba a aquel particular trastero del ático -es de suponer que el muchacho fuera corriendo y con el pulso bastante acelerado-, cruzó por otros trasteros también vacíos y abandonados. A su paso vislumbró una franja de luz que penetraba a través de una fina grieta entre unos tablones de madera. Naturalmente le entró curiosidad, se paró de golpe y se acercó con cuidado hasta el lugar de donde procedía la luz. Oyó voces que no le resultó difícil identificar: eran Leo y Verner, el genio del ajedrez. Henry no podía imaginar qué hacían allí.

Abrió ligeramente la puerta del trastero, y los dos muchachos dieron un salto, asustados: habían sido cogidos con las manos en la masa.

Verner era un genio del ajedrez, pero ya no era tan genial. Henry había crecido, así que ahora Verner tenía que contentarse con la compañía de Leo. Todavía se entretenían con juegos infantiles, aunque de forma seria y concienzuda, no alocadamente como otros críos. Coleccionaban sellos, jugaban al ajedrez, inventaban cosas y hacían experimentos. Verner tenía la madre más estricta del barrio, que protegía a su hijo como si fuera hemofílico. Muy rara vez lo dejaba salir a jugar después de cenar, no le permitía pelearse y tenía que saberse las lecciones de carrerilla. Le obligaba a estudiar incluso los domingos, y todo aquello, incluso ahora de jovencito, lo había convertido en alguien un poco raro. Había fundado en el instituto un Club de Jóvenes Inventores, pero de momento no tenían ningún miembro ya que por lo general se le veía siempre solo, hurgándose la nariz. Era como si no pudiera estar junto a otros muchachos si no se constituía inmediatamente una asociación que identificara lo que estaban haciendo. Tenía que estar todo organizado, con un presidente, una junta directiva y carnets de socio, así como con reglas que previeran cualquier contratiempo que pudiera surgir. Si no estaba todo organizado, Verner no podía soportarlo. Era casi tan espontáneo como el líder de un partido político.

Aquel día de abril del cincuenta y nueve, cuando Henry entró en el trastero secreto de Leo y Verner en el ático, sufrió una ligera conmoción. Los chicos habían construido allá arriba un pequeño laboratorio científico. En las paredes habían puesto mantas y trapos clavados para amortiguar el ruido e impedir que la luz de sus linternas se filtrara fuera y revelara su presencia. Con unas cajas de azúcar habían hecho unas mesas que, de momento, parecían servir para las autopsias. En medio de una de las cajas había una cría de gato muerta que Verner había abierto con un escalpelo. Leo examinaba pequeños trozos de carne a través de un microscopio.

Henry no tardó mucho en sumar dos y dos: los pelos del gato en la centrifugadora eran, naturalmente, los restos de la última juerga de aquellos gamberros. Había una banda que robaba gatos en primavera y, tras colarse en las lavanderías comunitarias, los metían en la centrifugadora para matarlos entre gritos salvajes. Verner y Leo se quedaron paralizados, hasta que el primero recuperó el habla para proclamar su inocencia. Juró que habían encontrado al gato muerto, que ellos no lo habían matado.

Henry los creyó, aunque seguía pensando que estaban mal de la cabeza. Empezó a gritarles que estaban locos, sentados allí mirando el cadáver de un gato muerto. ¿Por qué hacían aquello? ¡Era repugnante!

Henry estaba realmente furioso. Verner y Leo, estupefactos. No podían decir palabra. No podían explicar por qué era tan extraordinario ver tejidos muertos a través del microscopio. Eso era todo.

Pero el caso es que Greta había encontrado sus sábanas llenas de pelos… Finalmente Henry empezó a tranquilizarse, y de pronto recordó el motivo por el que se encontraba en aquella parte del ático. Le pidió a Verner que le dejara un matraz, casi incapaz de aguantarse la risa. Verner se lo entregó, avergonzado, tras lo cual Henry se dirigió a su trastero secreto. Lleno de rabia mezclada con lujuria, empezó a hojear un viejo y gastado ejemplar de Pin-Up hasta que el momento más dulce del divino acto sexual recorrió entre escalofríos todo su cuerpo y, como confirmación tangible y mundanal de su triunfo, diseminó por el suelo del trastero una considerable cantidad de líquido blanco pegajoso y consistente, una secreción, una esencia, el enigma mismo de la vida. Por fortuna, una pequeña parte de aquel magnético fluido acabó cayendo en el matraz. Muy satisfecho, Henry salió corriendo de vuelta con el resultado, en un estado de ánimo considerablemente más amigable.

Apartó a Leo de un empujón del microscopio, quitó el trozo de carne de gato y colocó en su lugar su propia muestra temblorosa. Ajustó el instrumento y enseguida vio los diminutos y altivos espermatozoides que nadaban alegremente de aquí para allá en nuestro mundo, serpenteando y abriéndose paso por el mar Báltico y bajando por el mar del Norte, a través del canal de la Mancha y del estrecho de Gibraltar hasta las cálidas aguas saladas del Mediterráneo, al este por el canal de Suez hasta salir al mar Arábigo, directo hacia el océano Índico, rodeando el cabo de Buena Esperanza, a través del océano Atlántico, alrededor del cabo de Hornos y subiendo por el océano Pacífico hacia el mar de Bering, donde el frío imprimió cierta rigidez a sus colas.

Henry se divertía enormemente con aquella odisea vertiginosa a través de los mares del mundo. Unos cuantos camaradas se veían cansados y débiles ya desde el principio, otros parecían deformados y con las colas maltrechas, pero la mayoría eran grandes, gruesos y fuertes muchachos que se dirigían alegremente hacia una meta inexistente. Habían sido engañados, como tantas otras veces.

Les gritó a Verner y a Leo que ahí tenían algo que mirar. Que aquello era mucho más emocionante que ver gatos muertos. Pero, cuando apartó la vista de la lente del microscopio, vio que estaba solo en el laboratorio secreto. Verner y Leo se habían ido. Se perdieron la oportunidad de tomar parte en aquel notable descubrimiento realizado por Henry el científico.

Naturalmente, Greta nunca supo la razón de que hubieran aparecido aquellos extraños pelillos en sus sábanas. Henry no era de los que se callan las cosas, pero consideró que ella ya había tenido bastantes muertes y desgracias, y no quería preocuparla sin necesidad.

Por el contrario, yo pude escuchar la historia unos veinte años más tarde, y se parecía mucho a otras cosas que sabía de Leo. La historia procede de Henry, está contada desde su perspectiva, porque Leo era un tipo callado, un profesional del silencio. Tenía una forma de hablar inusual, realmente extraña. Leo hablaba muy despacio, saboreando las palabras como caramelos duros antes de escupirlas. Utilizaba las palabras como un niño pequeño que encuentra un chicle aplastado en la acera, lo rasca con el palo de un polo y se lo mete en la boca. Lo mastica con expresión pensativa hasta que se reblandece, solo para escupirlo una vez que el sabor ha despertado de nuevo a la vida de su sueño fosilizado. Había que tomarse su tiempo para escuchar a Leo, cuando por fin se decidía a hablar. Lo pude constatar ya la primera noche, cuando vino a la fiesta del ganso en el sótano. Sospecho que aquella manera de hablar se debía a una especie de relación deteriorada con el idioma y las palabras en general.

Es muy poco probable que muchos recuerden hoy día al poeta Leo Morgan, a excepción de los más entendidos en la materia. Nunca fue un Evert Taube, aun cuando en una época de su tierna juventud estuvo bastante cerca de Gösta Nordgren, más conocido como Snoddas.

Son tres los libros que le han valido un espacio en la eternidad de las bibliotecas, ahora que la memoria humana empieza a flaquear. Debutó con Herbario (1962), al que siguieron Vacas santurronas (1967) y, finalmente, Escalada de fachadas y otros hobbies (1970).

Por lo general, tres colecciones de poesía tan poderosa e impenetrable hubieran otorgado al poeta una notable reputación entre los iniciados, pero Leo no era de los tipos que hacen relaciones públicas en su trabajo, de los que acuden a todas las fiestas o se llevan especialmente bien con los críticos apropiados. Es cierto que hay bastantes ejemplos de esos lobos solitarios e inconformistas, aunque, lamentablemente, hay muchos más ejemplos de lo contrario.

Los ciudadanos con buena memoria probablemente recordarán a Leo Morgan como el niño prodigio que leía poemas en El Rincón de Hyland. Tuvo que ser en el otoño de 1962, porque Henry aseguraba haber visto el programa por televisión cuando estaba haciendo la mili y se sintió tremendamente orgulloso. No se sabe quién «descubrió» a Leo, pero acababa de publicar su primer libro con apenas catorce años, la colección de poemas Herbario, y se había convertido en una pequeña celebridad. Muchos críticos se declaraban asombrados ante la manera en que un adolescente conseguía hacer esas rimas tan delicadas y sensuales, porque el muchacho se empecinaba, como otros muchos «amateurs», en escribir versos rimados. Nada de modernismo subversivo. Un crítico incluso había mencionado al también pueril Rimbaud, sin hacer mayores comparaciones, pero aun así… Tal vez fuera un tanto exagerado, aunque había en Herbario algo intangible e inclasificable que, a falta de una palabra mejor, podría calificarse como genial. Quizá se debiera a que a menudo había algunos defectos en los versos, un desliz, una ambigüedad que hacían que el lector se sintiera inseguro y vacilante: se cuestionaban si el muchacho conocía realmente todos los significados y connotaciones de las palabras.

En cualquier caso, las críticas eran muy favorables y quizá fue precisamente su éxito entre los críticos, así como la sorprendente corta edad del poeta, lo que hizo que el niño prodigio fuera invitado al famoso programa El Rincón de Hyland para un recitado en televisión. Las estrellas infantiles siempre han tenido mucho predicamento en el mundo del espectáculo.

En los ensayos antes de la retransmisión de El Rincón, Leo se comportó perfectamente. Iba muy bien arreglado y estaba muy concentrado, tal vez incluso demasiado correcto. Pero el equipo del estudio eran muy considerados, y cuidaron muy bien de su descubrimiento asegurándose de que estrechara las manos de las célebres estrellas televisivas Lill-Babs, Lasse Lönndahl y Gunnar Wiklund. Guardó sus autógrafos en la cartera, y se la metió en el bolsillo detrás del pequeño peine de baquelita.

Pero después de cenar, cuando llegó la hora de salir a escena y Leo se encontraba entre bastidores oyendo cómo Lennart Hyland vociferaba su nombre y presentaba al precoz descubrimiento como el hijo del Barón del Jazz, el popular pianista de jazz e invitado habitual en muchos programas de El Rincón, el muchacho se echó a temblar. Un tipo del estudio, de dientes enormes y luciendo una chaqueta blanca, le dio una palmada en la espalda y le deseó buena suerte. Y de golpe Leo se encontró allí en medio, deslumbrado por los focos, con las rodillas temblorosas y la boca seca. Greta estaba sentada en algún lugar entre el público y en sus casas había millones de personas mirándole fijamente. Verner, sus compañeros de clase, los maestros y otros conocidos de Leo estaban mirándole ahora mismo, en ese preciso instante, justo a él. No consiguió entender ni una sola palabra de lo que el Tío Hyland parloteaba allá en su butaca. Dijo algo, gesticuló con la cabeza y levantó un gran aplauso entre el público -seguramente dirigido a Leo- y, justo cuando se disponía a empezar a leer, el muñeco sorpresa saltó de nuevo y la gente volvió a aplaudir. Sin embargo, después se hizo el silencio, las cámaras se deslizaron por sus raíles y Leo entendió que había llegado el momento. Con manos temblorosas cogió el libro y pasó sus hojas varias veces, como si fuera la primera vez que lo veía o como si estuviera buscando una palabra en un diccionario. El público no parecía notar en absoluto el nerviosismo del chico -los periódicos del día siguiente destacarían «las elegantes pausas de Leo Morgan, su increíble dominio de la escena»-, quien, por fin, empezó a leer el poema «Tantas flores».

He elegido algunos extractos que considero las mejores estrofas del poema. Se trata de una balada muy larga y que adolece de cierta irregularidad.

Tantas flores he recogidoque nadie puede contarlas.Eran medallones de junio,el más primoroso de los tiempos.La más bella de las floresflorece para la eternidad.La más fuerte de las bellascrece en la soledad.Tantas flores he entregadoa aquellos que las guardan.Eran mis amigos de infancia,del más cruel de los tiempos.La más bella…Tantas canciones he escritoa aquellos que las cantan.Ya no queda nadie que conozcadel más banal de los tiempos.

El resto del poema se recrea en el mismo tema, que es también el de todo el poemario. No es más que un aparente panegírico de las flores, de la naturaleza. Bajo este esplendor floral subyacen los pensamientos del Artista, el protector de la naturaleza, el que enseña a la gente lo realmente hermoso que es el mundo. De acuerdo con el joven Leo Morgan, esas experiencias deben ser transformadas, recreadas por el artista para que la gente sea capaz de ver la realidad subyacente. Seguro que a cualquier erudito le viene a la mente una cita de Nietzsche: «El arte no es una mera imitación de la realidad de la naturaleza, sino en verdad un complemento metafísico de la realidad de la naturaleza, erigido a su lado para conquistarla». Que la cita fuera conocida por el joven Morgan era harto improbable, pero tal vez habría comprendido de forma completamente intuitiva que se trataba de una conquista: él debía conquistarla.

Así pues, el tema recurrente del poemario es la vegetación seca, el herbario que el joven había recogido en su cajita de lata durante sus largos paseos por los prados florecientes en las primeras horas de la mañana del mes de junio, «el más primoroso de los tiempos», cuando las flores son más bellas, el rocío cubre los campos y las plantas son más hermosas y frescas. Pero el bardo no disfruta nunca tanto de la belleza de la naturaleza como cuando ha aplastado y secado las plantas, ha determinado su especie y su nombre y las ha puesto en su herbario, organizado según el sistema de Carl von Linné.

La vida es más hermosa cuando se ha aplastado y secado hasta convertirse en un signo pálido y frágil sobre un basto papel. Cuando la vida acaba en un herbario es cuando adquiere sentido y significado; entonces se cataloga y registra como un lenguaje: las plantas se convierten en símbolos, caligrafía, palabras impresas.

Herbario es, por tanto, un poemario lleno de palabras en latín, observaciones precisas y apuntes que atestiguan un profundo conocimiento de la naturaleza. Lo extraño es cómo ese rigor, esa forma constreñidora y austera no se convierten en una prisión para la rima de un bardo tan joven e inexperto. Leo Morgan se mueve libremente por la sintaxis como un poeta avezado. Uno tiene que rendirse ante su encanto juvenil.

Por cierto, habría que añadir que las mágicas reiteraciones de «el más brutal», «el más banal», «el más primoroso» de los tiempos, etcétera, constituyen un rasgo estilístico que aparece a lo largo de toda la producción de Leo Morgan. Parece poseído por la magia de las palabras, las reiteraciones y las ambigüedades del mismo modo que algunas personas maníacas.

Pero retomemos la escena de El Rincón de Hyland… Leo Morgan recitó verso a verso «Tantas flores» con un convincente dominio del fraseo y de las pausas y con una hermosa dicción. El público del estudio estaba visiblemente encantado. Los ojos de Hyland centelleaban, mostrando todo su repertorio expresivo y lanzando gritos de júbilo como nunca. «¡Ha sido fan-tás-ti-co! ¡Leo Morgan, el niño prodigio!» Hyland gritaba, resplandecía y gorjeaba de satisfacción. Entre bastidores, el tipo de la chaqueta blanca le dio a Leo una palmada en la espalda y le dijo que había dado el gran salto. El hecho es que el hombre del estudio tenía razón: la aparición de Leo constituyó un gran éxito de audiencia. Suecia tenía un nuevo niño al que adorar, al que las revistas mimarían durante un par de semanas hasta que la gente se cansara de él, encontrara a alguien nuevo y arrojara al viejo ídolo a la basura.

Como consecuencia de esta aparición en El Rincón de Hyland, se reeditó el volumen de Herbario, un montón de estúpidos periodistas se presentaron en su casa de la calle Brännkyrka para entrevistar al joven poeta, e incluso un conocido compositor moderno puso música a varios de sus poemas, que fueron cantados por una gran diva de la ópera.

En otras palabras, había triunfado, aunque Leo Morgan no era de los que dejaban que la fama se les subiera a la cabeza. Mantuvo totalmente la serenidad. En ese sentido, ya antes en la escuela se había destacado como un auténtico ratón de biblioteca, a diferencia de su hermano, que apenas sabía escribir su nombre.

Pero Leo continuó siendo el muchacho que recogía plantas, incluso ahora que todas aquellas plantas se habían convertido en símbolos y palabras de un celebrado poemario. A pesar de mostrar lealtad a su propia infancia, el mero hecho de escribir aquello señalaba tanto su precocidad como una amarga despedida del «más banal de los tiempos». Leo se había dado cuenta de que nunca más recuperaría aquel tiempo. Era aquel amargo conocimiento el que le obligaba constantemente, mediante la magia de las palabras, a revivir lo que había perdido, porque sin duda había embrujo en las palabras. Tenía que ver con la creación del hombre, con el momento en que el niño se convierte en persona. En nuestra cultura, cuando llega el momento de la verdad, los niños no son considerados como personas. Los niños son enanos, criaturas, gnomos, misteriosos e inexplicables. Por esa precisa razón los adultos deben, a cualquier precio, hablar en esa artificial y desesperada especie de poliglotía prenatal, que se supone que tiene el efecto de congraciarse con los niños. Pero lo único que los niños quieren saber cuando hablan con los demás son nombres y datos, y por eso es importante darles a los niños esos nombres y datos para estimular su curiosidad: la adultez, al menos vista desde fuera, es una manera de ponerle un bozal a la curiosidad y a cualquier ansia de descubrimiento.

Leo había aprendido, quizá inconscientemente, a dominar su curiosidad, aunque aún le quedaba un largo trecho para dar el salto definitivo hasta lo completamente opuesto a la curiosidad: la indiferencia. Pero tarde o temprano Leo lo conseguiría, y tal vez eso servía para marcar aún más cuán diferente era de Henry, uno de los individuos más inquisitivos del mundo.

Herbario era solo un pequeño paso hacia la petrificación del mundo adulto, pero aun así era un paso. Leo había entrado en el mundo del lenguaje, en la esfera de los oyentes, y resultaba significativo que hubiese adquirido su propia radio unos años antes de que se editara Herbario.

Se trataba de una radio magnífica, una Philips con un lujoso panel frontal de roble y un montón de mandos y botones en baquelita blanco hueso. A Leo le encantaba sentarse en la cama por las noches, cuando todas las luces estaban apagadas, para mirar el dial iluminado con nombres de ciudades de todo el mundo: Lahti, Kalundborg, Oslo, Motala, Luleå, Moscú, Tromsö, Vasa, Åbo, Roma, Hilversum, Vigra, Bruselas, Irlanda del Norte, Londres, Praga, Athlone, Copenhague, Stuttgart, Munich, Riga, Stavanger, París, Varsovia, Bodö y Viena.

Su abuelo paterno le había regalado aquella maravillosa radio Philips. Aseguraba haber estado en casi todas aquellas ciudades porque era socio de un club llamado MMM -Muy viajado, Muy leído, Muy mundano-, el cual exigía a sus socios haber viajado por todas las partes del mundo que aparecieran en el dial radiofónico. Por la noche, Leo se quedaba allí sentado en la habitación a oscuras y hacía girar la rueda del dial con sus febriles dedos de chaval de once años, dejando que la aguja se desplazara hasta Hilversum -con un placentero deslizarse entre Roma y Vigra-, donde una mujer cantaba ópera. Siempre había una señora rolliza de voz nítida que cantaba ópera en Hilversum. Leo imaginaba que su abuelo había conocido a aquella oronda cantante de ópera de Hilversum y le había regalado flores por cantar tan bellamente. Todos los adultos creían que la ópera era hermosa. Al menos eso era lo que decían.

Los nombres del dial radiofónico sonaban mágicos, lejanos y exóticos. A lo largo de su vida, Leo ya nunca pudo ver aquellos nombres sin evitar pensar en su abuelo, en el club en largos y emocionantes viajes. Por extraño que parezca, Leo nunca saldría de Suecia, ni siquiera para poner un pie en la isla de Åland. Algunos de los nombres del dial, como Vigra o Moscú, sonaban a ruso, grises y tristes como Nikita Jruschov. Otros sonaban más festivos, como Copenhague y París. Allí había tocado el padre de Leo, el Barón del Jazz. Le había explicado muchas cosas de esas ciudades, del Tivoli, la torre Eiffel y los fantásticos castillos. Pero de eso hacía mucho tiempo, y Leo intentaba no pensar en su padre. Todos le decían que no pensara demasiado en su padre, y tal vez por eso le habían regalado aquella radio.

A veces la escuchaba hasta bien entrada la noche, y con frecuencia se quedaba dormido a la luz amarillenta y cálida del dial radiofónico. Henry tenía que levantarse a apagarla. Quizá Henry no estuviera lo que se dice celoso de Leo porque le habían regalado una radio Philips. Es más probable que sintiera una tremenda curiosidad por saber lo que contenía. Así que una tarde se le ocurrió la idea de convertirse en Henry el ingeniero, especialista en tecnología radiofónica, tan solo para impresionar a su hermano pequeño y para satisfacer su malsana curiosidad.

De improviso, Henry empezó a desmontar el magnífico aparato Philips con un destornillador. Afirmaba que solo quería echar un pequeño vistazo a su interior. Solo le quitaría el panel frontal de roble y echaría un vistazo. Leo estaba muy preocupado, por supuesto, pero sabía que ni por asomo tenía la más mínima posibilidad de detener a Henry.

El ingeniero se sentó allí, silbando, y empezó a quitar un montón de tornillos, tuercas y arandelas. Parecía mentira lo que podía haber dentro de una radio: tubos, cables, resistencias, circuitos soldados, altavoces, más resistencias y cables y tubos, hasta acabar finalmente con un amasijo de piezas sueltas. Henry estuvo al menos tres horas desatornillando, reajustando, chapuceando, examinando y extrayendo piezas para acabar descubriendo que una radio, al igual que un caja china, tenía cada vez más y más partes ocultas.

Leo sollozaba sentado en la habitación que compartía con su hermano. Lloraba en silencio, porque no quería que Henry se diera cuenta. Leo tenía su orgullo. Se guardó las lágrimas para sí, enterrándolas cada vez más en su interior y dejando un gran charco de baba en la almohada de Henry.

Cuando Greta volvió de su trabajo en la escuela de costura municipal de la plaza de María y encontró a Henry sentado a la mesa de la cocina, rodeado de cientos de piezas de lo que una vez fue una radio de la casa holandesa Philips, se puso hecha una furia. No dudó en echarle una tremenda bronca al muchacho, pero, cuando encontró a Leo en su cama deshecho en llanto, estuvo a punto de perder la compostura. Henry prometió que iba a montar la radio inmediatamente. En realidad solo había querido ajustarla un poco para que se oyera mejor. Las radios buenas siempre necesitaban una revisión. Pero estaba claro que el ingeniero estaba bastante perdido desde hacía un buen rato. Cuando Henry, el fracasado técnico de radio -después de que se hubiera hecho la hora de ir a dormir sin ni siquiera pensar en la cena-, finalmente hubo vuelto a meter todas las piezas en la caja y enchufado el aparato a la corriente, la magnífica radio Philips de Leo no emitió el más mínimo murmullo. Costó más de cien coronas repararla.

Del herbario cuidadosamente organizado por familias, géneros y especies -un sistema de clasificación minuciosa y primorosamente organizado por el joven Leo Morgan, quien, tras usar su método de examinación práctica, nunca dudó a la hora de determinar la pertenencia de la más extraña de las plantas-, surgió un magnífico ejemplar solitario cuya fuerza parecía brillar aún más tras días y semanas de secado en la prensa. Se trataba de la campana de la tormenta, el orgullo de la isla de Storm, una rara variedad de la gran campánula, Campanula persicifolia. Era la auténtica reina de los prados, una planta que se alzaba soberana por encima de las cretinas que siempre surgían allá abajo entre el humus y la maleza. Tanto en cuestión de color como de porte, la Campanula persicifolia era inmensamente superior a sus súbditas. La planta podía elevarse casi un metro y medio sobre el nivel del mar y su color era tan claro como el profundo azul del cielo. Desde tiempos inmemoriales, la gente de Storm sabía que esta rara especie de la gran campánula era algo realmente especial; después de todo, era en sus húmedos prados donde florecía mejor. Había venido a ellos para ampararlos: se decía que el azul celeste de la campana de la tormenta sonaba milagrosamente por toda la isla de Storm para avisar de los malignos vientos, el mal tiempo y el peligro. Muchos viejos del lugar aseguraban que se oía su repicar justo antes de las más terribles tormentas. Y, extrañamente, no solían equivocarse. Pero las alabanzas sobre las excelencias de la gran campánula no solo eran habladurías y alardes provincianos. Todo se confirmó cuando Häggdahl, el afamado botánico decimonónico, hizo su grand tour por el litoral del país para escribir su opus magnum, de orientación marítima, La flora a lo largo de las costas del Reino de Suecia. No pudo evitar fijar su atención en esta planta de Storm, «… una isla ventosa y escasamente poblada en el punto más oriental del archipiélago de Estocolmo, donde el clima parece especialmente propicio para la Campanula persicifolia, que allí crece hermosa y majestuosa en los prados algo cenagosos del centro de la isla, en un enorme y largo valle parecido a un cuenco que resguarda a la vegetación del viento, el cual azota libremente los arrecifes…».

Evidentemente, Leo Morgan había oído hablar de la leyenda de la campana de la tormenta y conocía la entusiasta descripción de Häggdahl. La primera vez que, embargado por un vergonzoso desconsuelo, cortó una de esas sagradas plantas, era casi tan alta como él. Pidió humildemente disculpas por su acto, pero por otra parte pudo prometer a aquella flor una forma de eterna belleza en su herbario. Por supuesto que había otras plantas hermosas en los ubérrimos prados de Storm. Entre sus favoritas estaban la atrapamoscas alemana de intenso color rosado y el orégano sueco, el nomeolvides azul y los dientes de perro, la amarilla jara y las violetas y, naturalmente, la más roja, bella, traicionera y mortalmente peligrosa de todas, la amapola del centeno. Los ejemplares coleccionados eran magníficos, cuidadosamente recogidos en plena floración y aplastados con todo el amor y la mayor piedad e insertados en su sistema linneo-darwinista. Los lugareños acudían a ver el herbario, aquel trabajo impresionante que documentaba toda la flora de Storm, desde el más simple hierbajo de la orilla de la playa hasta la monumental campana de la tormenta de los divinos prados que, del modo en que la había secado Leo, resplandecía con toda su fuerza, mientras que al decir de la gente desprendía un halo de magia y brujería. Aquel Leo Morgan era algo aparte.

La colección de poesía Herbario es también un homenaje a la vida en la isla de Storm, a los veranos de la niñez en una especie de paraíso alejado del archipiélago. No se pueden decir muchas cosas de Storm, aquellas rocas diseminadas en medio del mar Báltico, situadas aproximadamente en el ángulo recto del triángulo equilátero formado por Rödlöga, el archipiélago de Björkskärs y los Svenska Högarna. Quizá se podría hacer la observación puramente antropológica de que la isla -hasta el poco explotado siglo diecinueve- solo había servido como refugio para pasar la noche a los pescadores que vivían en el interior del archipiélago y que se dirigían hacia el este a la caza de la foca. Más tarde la isla fue habitada por unas cuantas familias; a principios de este siglo, alcanzó su mayor censo poblacional, que en nuestros días ha vuelto a disminuir hasta las cifras de población de la Edad Media, es decir, unos diecisiete habitantes.

Las familias vienen y se marchan. En 1920 nació en Storm una niña que recibió el nombre de Greta. Sus padres, tal vez no excesivamente entusiasmados -la niña era su séptimo hijo-, se apellidaban Jansson y descendían de lo que podría calificarse como población nativa. Una cierta endogamia había provisto a la isla de Storm de una desproporcionada cantidad de idiotas y bobos, aunque aquella niña no tenía defecto alguno. Creció bien, con la espalda fuerte, unos dientes bonitos y unos ojos de color azul claro. Nada se podía decir de ella salvo que era preciosa, y no solo por el nombre, que podía hacer volar la imaginación hacia Greta Gustafsson, que se había convertido en una gran estrella de Hollywood y cuyo esplendor recorría todo el globo terráqueo y llegaba incluso hasta la isla de Storm, en el archipiélago de Estocolmo.

Gracias a su mente abierta, Greta Jansson aprovechó los escasos conocimientos sobre el mundo que llegaban hasta aquella remota población, invariablemente bajo los auspicios de maestros siempre borrachos. Ya con dieciocho años se dio cuenta de que Storm se le había quedado pequeña; en aquellas rocas no iba a escribirse ningún capítulo de la historia de este siglo. Como la mayoría de sus hermanos mayores, un cálido día de mayo a finales de los años treinta fue llevada en barco de remo por la bahía hasta Kolholma, donde atracaba el barco de vapor. Allí embarcó hacia Estocolmo. Tras diversos y variados empleos, acabó como ayudante en la escuela de costura municipal de la plaza de María. Era el puesto de trabajo donde más a gusto se sentía. Con el tiempo sería ascendida a directora, y allí seguía trabajando hasta ese día.

Fue a esta costurera a la que el Barón del Jazz conoció en el Bal Tabarin una feliz noche de 1940. Era una noche tan feliz como podía serlo en aquel año, aunque el Barón del Jazz no consintió que aquello le preocupara. Él era un alma alegre y despreocupada. Y el hijo al que Greta dio a luz tres años más tarde parecía haber heredado toda aquella luz que el Barón del Jazz llevaba en su interior. Se trataba, naturalmente, de Henry.

Pero la vida que llevaron Greta y el Barón del Jazz en aquella primera época fue de todo menos despreocupada. Cuando el pianista de jazz se presentó como Gustav Morgonstjärna, la chica del archipiélago no creía lo que estaba oyendo: sonaba tan increíblemente noble… Y cuando el Barón del Jazz presentó más tarde a su prometida como Greta Jansson, de la isla de Storm, del archipiélago de Estocolmo, no era para nada lo que su muy esnob madre había previsto para su hijo. A sus ojos arios, el mismísimo Belcebú había puesto sus garras en su amado y único hijo. El muchacho que tocaba el piano había ido demasiado lejos, y nada estaba saliendo como esperaba. En aquellos días, a la señora Morgonstjärna le hubiera complacido ver aparecer a su hijo vestido como un elegante cadete; por el contrario, el muy descastado se presentó con una trenca desaliñada de cuyos bolsillos sobresalían hojas de pentagramas. Un músico para negros: en eso era en lo que se había convertido su hijo. Un mensajero del diablo que tocaba música que volvía loca a la gente. El señor Morgonstjärna, el antiguo dandi, libertino, vividor, trotamundos, así como secretario vitalicio del club MMM, era demasiado viajado, leído y mundano para que le importara un comino el tipo de chica que le gustara a su hijo y con la que quisiera casarse. Le bastaba con que fuera bonita y agradable, y que hubiera una saludable cantidad de amor entre ellos.

Esto podría parecer el principio de una almibarada novela ambientada en una casa solariega y protagonizada por un caballero de alcurnia y una joven del pueblo, a pesar de que el relato que me presentó Henry Morgan de la historia estaba despojado de alusiones de excesivo relumbrón. En su versión -llena de sentimentalismo, lamentos y banalidades-, la vida misma devenía un auténtico folletín de revista femenina.

La joven y dulce Greta Jansson de Storm se convirtió en una especie de línea divisoria familiar. El Barón del Jazz estaba enamorado de ella hasta la médula, y él recibió la bendición de su padre y la maldición de su madre. La señora Morgonstjärna, con un untuoso sermón de despedida, repudió a su hijo Gustaf, junto con el Diablo y Louis Armstrong. Su hijo ya no era bienvenido en aquella casa; solo por encima de su cadáver podría volver para reclamar su herencia que, desgraciadamente, no podía negarle. Tampoco es que tuviera ningún derecho legal para ello, ya que la modesta herencia que finalmente recibiría su hijo consistía en una carpeta procedente de la rama paterna de la familia.

Y fue en medio de todo aquello cuando el Barón del Jazz cambió de nombre definitivamente, para mayor disgusto aún de su orgullosa madre. Gustaf Morgonstjärna desapareció para siempre del registro nobiliario, y así se introdujo Gus Morgan, alias el Barón del Jazz, en el mundo del jazz sueco.

Así es como ocurrió. A principios del verano de 1940, cuando la engrasada maquinaria de guerra alemana ocupó Dinamarca y Noruega después de tomar París, la pareja se fue a Storm para pasar la noche del solsticio de verano. Un pastor llegado desde Kolholma celebró el matrimonio entre Gus y Greta Morgan y, en aquella noche de solsticio, se celebró una fiesta que probablemente requeriría a un titán del calibre de Strindberg para ser descrita.

Fue allá en la isla de Storm donde los chavales pasaron los veranos de su infancia. Aquella isla paradisíaca se convirtió para el poeta Leo Morgan en el mismo «ramo de flores en el mar» que había sido Kymmendö para Strindberg. Greta pasaba todas las vacaciones en su isla natal, mientras que el Barón del Jazz estaba casi siempre viajando a lo largo y ancho del país en giras que no parecían tener fin. A principios de los años cincuenta vivió su época de mayor gloria como músico. Existe una foto en la que aparece formando parte del grupo que rodea a Charlie Parker, que a principios de la década realizó una gira por todo el país. La imagen está tomada en un sótano en Gamla Stan, en plena jam session a altas horas de la noche, una actuación que se consideró entre las mejores de Parker. Probablemente también fue una de las mejores del Barón del Jazz. Él fue uno de los primeros en introducir el bebop en Suecia. Se entusiasmó cuando Gillespie vino en 1948, pero comprendió que aquel estilo de jazz tardaría en ser aceptado por el gran público y que no podría ganarse la vida tocando bebop en Suecia. Por el dinero y por el pan de cada día, tuvo que seguir haciendo giras con orquestas de baile y contentarse con tocar con las bandas locales en sesiones ocasionales. Además, siempre era bien recibido en aquellas actuaciones. Se le podía ver de vez en cuando en la periferia de los círculos que rodeaban a Hallberg, Domnérus, Gullin, Svensson, Törner, Norin y otros de los grandes. A menudo podía escuchársele por la radio, pues era un hombre de trato cordial, no del tipo de tantos músicos de jazz autocomplacientes y arrogantes. El Barón del Jazz era la alegría personificada, y eso se notaba en su tono; carecía de aquella vertiente agresiva. Tocó bebop en el festival del solsticio, más líricamente seductor que cruelmente demoníaco, una cualidad que no pasó por alto a Estrad, Orkesterjournalen y otras publicaciones importantes. Al Barón del Jazz se le auguraba un futuro espléndido; entonces todavía era joven, padre de dos chicos y estaba pletórico de energía.

Henry cumplió diez años en 1953, y para entonces el Barón del Jazz ya había empezado a instruir al chico. Henry tenía un enorme talento para el piano y recibía tanto formación clásica -con una señora de la calle Göt- como moderna, por parte de su padre. En ocasiones Henry se iba de gira con el Barón los fines de semana, lo que encantaba al muchacho. Se quedaba sentado durante horas escuchando música de jazz, aunque en realidad era mejor escuchar lo que hablaban que lo que tocaban. Los músicos de jazz tenían una forma de hablar distinta. Poseían un idioma propio, lleno de palabras extrañas y misteriosas que habrían hecho enrojecer a Henry si las hubiera entendido.

Eso era lo que Henry prefería recordar de su infancia, como parte del equipaje de las exitosas giras sin fin de su padre desde Ystad a Haparanda. Leo, por su parte, era demasiado pequeño para acompañarlos. Había nacido en 1948, era flaco, anémico, quejumbroso, siempre estaba enfermo y postrado en la cama, y no tenía ganas de escuchar a su padre ni de acompañarlo en los conciertos. Prefería quedarse acostado con algún pesado y polvoriento libro que parecía que iba a aplastar aquel tórax de pajarillo con el que ni siquiera hubiera podido llenar un dedal de aire, aún menos un instrumento.

Así que pasaban los veranos en Storm, donde los encargados de cuidar de los críos eran los abuelos maternos. Con Leo nunca había ningún problema: se quedaba en casa acurrucado, leyendo libros y coleccionando plantas. Peor era tener la responsabilidad de cuidar de Henry, ya que aquel chiquillo, solo haciendo acopio de toda la paciencia de que era capaz, podía quedarse quieto el tiempo que se tarda en beber un vaso de leche y comer un bollo de canela recién salido del horno.

El Leo que uno encuentra en Herbario es seguramente también el mismo del que sus abuelos cuidaron en Storm. Era un niño pequeño y delgaducho, que se levantaba temprano por las mañanas para vestirse corriendo e irse a los prados en busca de plantas raras. Naturalmente tenía una auténtica cajita de coleccionista, que era su joya más preciada. El pequeño botánico salía al campo mientras aún había rocío, y se pasaba fuera muchas horas recogiendo plantas con una tenacidad y una concentración propias de un adulto. Cuando Leo quería algo, lo quería profundamente. Henry, por el contrario, no podía concentrarse nunca en nada. Ni siquiera aprendió en toda su vida a escribir sin faltas. Pero Leo trabajaba callada y concienzudamente, y acababa siempre todo lo que se proponía. Llegaba a casa a la hora de comer con su bote redondo metálico lleno de flores, que después secaría en la prensa, montaría en unas carpetas de cartón en distintos álbumes y registraría en su catálogo de las diversas familias, géneros y especies.

La abuela de los niños veía en todo aquello algo religioso. Un niño normal y corriente no podría conseguir, con tal serenidad de ánimo, una colección de plantas tan maravillosa y singular. Leo estaba hecho «de otra pasta», como se decía en el norte. Era visiblemente diferente. Leo era divinamente talentoso: «estaba en contacto». Según la abuela, las personas que se distinguían de la masa por virtud de un exagerado celo o una beata devoción «estaban en contacto». Y ese contacto, naturalmente, era en vertical. Dios tenía a Leo bajo su amparo y la abuela no necesitaba preocuparse de él.

No salía a jugar ni aunque hiciera sol. De bebé a Leo le salían eccemas por el sol, y ya de niño le escocían los ojos con los fuertes rayos solares. Mientras los otros críos se zambullían en las olas desde el embarcadero, Leo se quedaba a la sombra leyendo. Detestaba nadar y nunca se metía en el agua. Había aprendido a odiar el agua ya desde la escuela. El agua y el terror instintivo del niño iban inextricablemente unidos.

En la escuela primaria la natación formaba parte de la enseñanza. Así había sido durante muchos años, todos los semestres, hasta que los chicos consiguieran nadar diez metros debajo del agua. Se trataba de una norma sin carácter oficial ni preceptivo, simplemente dispuesta por un profesor de natación fascistoide, con el pelo rapado y zuecos de madera blancos perforados, llamado Aggeborn. No se daba por satisfecho hasta que todos los chicos hubieran superado la prueba y les hubieran salido pelos en la entrepierna. El programa era una tortura terrible, incluso para los granujas de la clase. En las desapacibles, gélidas y tediosas tardes de invierno tenían que ir a la piscina, donde eran obligados a bañarse en un agua cuya temperatura rara vez superaba los quince grados. El proceso era tan despreciable como ritual. Después de desnudarse completamente en una sala enorme llena de bañeras diminutas, tenían que restregarse los flacuchos y tiritantes cuerpos hasta quedar limpios. Tras el momentáneo alivio del agua caliente de la bañera, los chicos debían ponerse en fila para rascarse la espalda unos a otros con cepillos de gruesas cerdas y un jabón que olía a animales. Leo siempre tenía la mala suerte de ponerse delante de uno de los chicos más gamberros de la clase, que le frotaba tan fuerte que le quedaba toda la espalda marcada durante días. La sala estaba fría y había corriente de aire, y los críos temblaban y solo querían irse a casa. Pero después eran conducidos en manada afuera hasta la piscina, con los pies sobre el frío suelo de afiladas baldosas que cortaban la piel, mientras el cruel profesor de natación controlaba los movimientos de las piernas. Los que lo hacían mal, los que no apoyaban bien la planta de los pies, recibían una patada de los zuecos de madera blancos. Durante toda su vida Leo relacionaría aquellos cuerpos tiernos y calientes de niños pequeños en habitaciones frías y alicatadas con las imágenes que por aquella misma época empezó a ver de los campos de exterminio nazis de Polonia. El patrón era exactamente el mismo: gente desnuda, privada de cualquier vestigio de dignidad, expuesta a los arbitrarios experimentos de sus presuntos superiores. En un poema, probablemente de mediados de los años sesenta, Leo Morgan escribió con su más cruel humor: «En alguna parte hay una radio/que solo emite cifras / quemadas en la piel / desde las claras salas / donde los nazis escriben a máquina/las actas inmaculadas del exterminio/del último baño de toda la raza…». Era lo que la desnudez y los baños significaban. Estar desnudo significaba ser vulnerable. Leo quería permanecer vestido. Necesitaba protección en este descarnado mundo.

«Parece que va a llover, dijo el chico metiéndose bajo su falda.» Ese era uno de los innumerables proverbios con que las mujeres de Storm afrontaban el mundo. Podría ser el epitafio para la lápida de Leo Morgan: prácticamente se pasó toda su vida al calor del hogar, inclinado sobre gruesos libros. El chico leía de todo. Ya con diez años dejó a un lado los cuentos y los libros juveniles rebosantes de suspense y aventuras que llenaban de asombro a Henry. Leo leía libros de ciencia. Quería saber cómo era el mundo, cómo era el espacio, cómo era el fondo del mar. Leyó a Brehm, astronomía, relatos de las expediciones de Heyerdahl, Bergman y Danielsson. Eran las cosas que interesaban a un botánico, filatélico y ángel divino como Leo Morgan.

Con Henry era peor. Por lo que respecta a la natación, ya se ha dicho que era el mejor de la región. Henry se movía como pez en el agua, incluso mejor que los lugareños acostumbrados a ella. En 1953 fue seleccionado por una compañía cinematográfica para protagonizar una película divulgativa sobre natación, Calle aprende el estilo crawl, una actuación que probablemente marcó el resto de su vida.

En cuanto empezaba a llover -en otoño podía llover en la isla de Storm durante semanas seguidas-, Henry el naturista salía en mangas de camisa a buscar lombrices para sus cañas de pescar y era necesaria más de una reprimenda para conseguir que volviera a entrar en casa. Tenía una especie de sistema camaleónico para regular su temperatura corporal, al igual que su abuelo, el constructor de barcos, que podía estar en pleno invierno cepillando tablas y cuadernas en el cobertizo de los botes sin guantes y solo con un gastado chaleco térmico sobre la camisa.

Henry era el protegido de su abuelo. Siempre había sido así. Era su ayudante en el cobertizo de los botes. Nos les afectaban en absoluto ni el viento ni el mal tiempo. Eran hombres, y el hogar de un hombre era el mar. Todos los veranos Henry salía a mecerse sobre las olas en el barco de vela que su abuelo el constructor de barcos había hecho. Nunca se sintió solo, nunca tuvo miedo ni se sintió perdido. Decía que, cuando estaba en el mar una semana seguida sin tocar tierra, siempre se encontraba con un montón de gente. En medio del mar abierto podía encontrarse con un remolcador de troncos o con una canoa rumbo al archipiélago finlandés. En una ocasión, aseguraba, había navegado tan lejos hacia el este que ya no sabía dónde se encontraba ni cómo orientarse. De pronto se encontró con un solitario pescador de arenques que hablaba ruso. Entonces tuvo que dar la vuelta. Lo peor de todo fue cuando Henry el navegante, sentado solo en uno de los arrecifes más alejados del archipiélago, vio una sirena nadando hacia una roca para limpiarse las escamas. Eso era lo que intentó hacerle creer a su hermano pequeño por la noche cuando debían estar durmiendo, después de que Henry regresase de surcar los anchos e infinitos mares.

Ya hacía tiempo que Henry y su abuelo habían decidido construir juntos un gran barco. Siempre estaban hablando de ello, y las pocas cartas que Henry redactó en su vida las escribió en invierno en su casa de la ciudad para explicarle a su abuelo las ideas que tenía para la construcción. Durante el verano se pasaban el día fantaseando con aquel maravilloso barco, diseñando detalles, ideando soluciones prácticas y planeando ambiciosas rutas para navegar por mares exóticos.

El abuelo no recibía muchos encargos en aquella época, básicamente sencillos botes de remos para los veraneantes. De vez en cuando construía pequeños esquifes para yates. Los grandes encargos habían desaparecido.

El abuelo esperaba tranquilamente a que llegara su jubilación, y aquel sería el momento en que él y Henry llevarían a cabo sus planes de construir el maravilloso velero. Los bocetos y dibujos iban convirtiéndose poco a poco en auténticos planos. Hacia finales de los años cincuenta los planos empezaron a adoptar la forma de un magnífico barco de quilla cuyas cuadernas se levantaban, una tras otra, con el rigor consumado de todo un experto constructor de barcos. La gente de la isla empezó a hablar de Jansson y su Arca. Pero para el abuelo no había nada de religioso en todo aquel asunto, sino más bien en su jubilación. Para Henry, por su parte, aquello era una especie de visión.

Herbario sería, no obstante, una especie de despedida de aquel idílico lugar llamado isla de Storm en el que Henry y Leo Morgan habían pasado los largos veranos. La ingenua dulzura de la infancia -que, en el caso de Leo, no había sido exactamente dulce- iba a ser reemplazada abruptamente en el verano de 1958 por la salobre amargura de la Vida.

Era la noche del solsticio, y en Storm se celebraba aquella fiesta pagana como en todas partes, con bailes y juegos alrededor de un tronco cubierto de hojas formando una cruz, de cuyos extremos, en lugar de las habituales coronas, colgaban dos peces hechos con hojas. Aquella era una tradición local a la que la gente de la costa no pensaba renunciar.

Contados a todos los veraneantes, en el prado habría cerca de un centenar de personas ataviadas para la fiesta, animadas y alegres. En varios puestos se vendían zumos, bollos y salchichas calientes, y los muchachos competían para ver quién podía engullir más salchichas. Leo no participaba nunca en esas pruebas de fuerza. No tenía ninguna posibilidad, ni tampoco le importaba. Estaba más interesado en el baile de los retrasados mentales. La población de Storm se había visto afectada por la endogamia y, cuando llegó el momento del baile de las ranas, un par de chicos retrasados empezaron a dar saltos frenéticamente, como si tuvieran que desfogarse de golpe de las ganas de jugar reprimidas durante todo un largo invierno. A los chicos se les caía la baba, locos de contento, y nadie interfería en su divertimento: podían disfrutar a su antojo. La noche del solsticio era su gran festival.

Más entrada la noche, cómo no, siguió la fiesta con arenques y aguardiente, y salchichas asadas para los pequeños. Se celebraba siempre en Norrängen, en una gran nave que pertenecía a NilsErik, uno de los pescadores más importantes de Storm. Las largas mesas quedaron en un momento como si hubiera pasado un tornado, y el Barón del Jazz empezó a tocar el acordeón formando parte de un trío. La noche estaba siendo tan mágica y seductora como debía ser. Los críos jugaban a perseguirse por el bosque y bailaban alrededor de las hogueras en que asaban las salchichas. Algunos pescadores viejos roncaban echados sobre la paja del granero, mientras que algunos veraneantes acababan peleándose entre sí y los niños retrasados seguían saltando como ranas entre las mesas de la nave.

En esos momentos Leo solía sentarse donde siempre, sobre un barril en un rincón de la destartalada nave. Le gustaba aquel sitio: desde allí podía tomar parte sin verse realmente involucrado. Podía observar sin participar, ver todas las caras, todas las manos que se movían cada vez más libertinas y llegaban a territorios prohibidos: hurgándose la nariz, acariciando pechos, rascándose la entrepierna, sobando muslos… Leo intentaba adivinar lo que ocurriría a medida que avanzaba la noche: quiénes se pelearían, se pegarían y discutirían cuando el acordeón del Barón del Jazz enmudeciera y la luz volviera a salir sobre los prados para revelar las escapadas nocturnas.

Esa noche, desde su viejo barril, Leo podía ver cómo Henry y uno de los rudos hijos de Nils-Erik se habían encaprichado de la misma chica. Nils-Erik era el mayor propietario de casas en la isla, que alquilaba a los veraneantes. Esa chica era forastera, y Leo sabía que los hijos de Nils-Erik empezaban a silbar en cuanto ella aparecía en bañador por las rocas. Aquellos muchachos estaban locos por las chicas. Había unas cuantas en Kolholma, pero se rumoreaba que se marcharían a vivir a la ciudad. Los jóvenes tenían que aprovechar cualquier ocasión que se les presentara.

El chico de Nils-Erik quería a toda costa echarse un pulso con Henry o hacer cualquier otra competición de fuerza en presencia de la chica para que esta se decidiera por uno de los dos. Se trataba simplemente de que uno de los muchachos eliminara al otro. Y la chica no puso ninguna objeción.

Leo observaba aquella representación desde su barril un tanto divertido. Temía que Henry estuviera abocado a una derrota segura, porque los hijos de Nils-Erik eran muchachos robustos y ya habían empezado a beber aguardiente. Más entrada la noche, la nave de Norrängen era un gran caos de pescadores borrachos, matronas parlanchinas, chicas que reían, veraneantes que peleaban y gente que ya se había dormido, apoyada sobre la mesa o confortablemente acurrucada en el granero. Henry y el hijo del pescador salieron afuera para arreglar entre ellos el asunto de la chica, y Leo no se atrevió a seguirlos para ver cómo acababan. Estaba casi seguro de que Henry sería derrotado rápidamente.

Cuando el Barón del Jazz tocaba el último vals de la noche -todavía había gente con fuerzas para seguir bailando, incluso hasta el último baile-, Leo, el pequeño botánico de diez años, salió de la nave. Se adentró en la brillante noche de verano, respiró hondo el aire sano, húmedo y saturado, y fue paseando hasta el bosque. Quería estar solo un rato, meditar y reflexionar sobre las cosas en las que piensa un chaval de diez años. Quizá intentaba descubrir cuál era el defecto que tenían los chicos retrasados, cuál era su enfermedad. Leo había visto en libros de medicina imágenes de gente deforme con enormes cabezas hidrocéfalas o mínimas como las de un alfiler, con narices grotescas o casi sin nariz, otros sin brazos o con las piernas larguísimas, gente con un solo ojo o sin boca. Había una gran cantidad de variantes y Leo conocía los nombres de muchas de esas enfermedades, bautizadas en honor de los eminentes médicos que habían descubierto la causa de la dolencia. Siempre eran nombres extranjeros, nombres alemanes. Tal vez Leo podría encontrar algún defecto especial en los chicos de Storm que se llamaría la enfermedad de Morgan, y lograr que se curaran. O quizá descubriría una flor hasta entonces desconocida, Morgana morgana, que haría que su nombre fuera célebre, eterno e infinitamente repetido mientras los estambres y los pistilos siguieran cumpliendo su función y la tierra fuera fértil.

Vagaba fantaseando con su ambicioso sueño infantil cuando oyó cómo el aire salía del acordeón allá en la nave. La gente se iría casi a rastras hasta sus casas y las sonrientes mozas recogerían flores para ponerlas bajo la almohada. Se dio la vuelta, y caminó despacio hacia la nave y al lugar de las celebraciones. Cuando llegó ya se habían marchado todos, el fuego en el patio estaba apagado y una delgada columna de humo se elevaba hacia el cielo despejado. Se fue completamente solo desde el prado hacia las casas de las rocas. Aquí y allá podía oír algunas risas y carcajadas, pero no les prestó atención. No se estaban riendo de él.

Se sentó en una roca para contemplar la salida del sol con su expresión de interés precoz, cuando vio a Henry y a la chica que se acercaban por el agua. Salieron de un embarcadero en un bote de remos embreado. Henry remaba y la chica sonreía indolentemente tendida en el suelo del bote. Por lo visto, Henry había vencido. El chico de Nils-Erik había sido claramente derrotado. Leo no pudo evitar sentirse un poco orgulloso. Henry no vio a su hermano en la roca. En aquellos momentos solo tenía ojos para aquella chica, e intentaba remar como todo un hombre. Iban rumbo a los islotes.

En aquella noche los niños podían estar fuera hasta la hora que quisieran. A algunos padres también parecía gustarles aquello, porque las paredes de las habitaciones eran muy finas. Leo permaneció allí un rato más, ya que no le apetecía irse a casa. Estaba despejado y lúcido, feliz en su soledad. Nadie le importunaba con preguntas molestas ni le decía lo que debía hacer. Era completamente libre. Podía quedarse sentado en aquella roca tanto como le apeteciera, sentir cómo el sol calentaba lentamente la piedra que había debajo de él y perderse en los sueños que quisiera. Pudo ver cómo la barca de Henry y aquella chica se deslizaba por la bahía… Dios, qué condenadamente deprisa podía remar de pronto, alejándose hacia algún lugar solitario ideal para chicos seductores como Henry. Había heredado todos los encantos de su padre. Al menos eso era lo que decían las mujeres de Storm. El Barón del Jazz era muy popular en la isla, y especialmente durante la noche del solsticio, cuando tocaba el acordeón y flirteaba con todas las señoritas.

Leo siguió la barca con la vista, que se dirigía hacia el tranquilo archipiélago, donde una delicada e incesante brisa rizaba el agua y algunas gaviotas iniciaban silenciosamente su pesca matutina. Tal vez planeaba refugiarse en algún escollo, pensó Leo. O quizá pensaba remar hasta la isla Orm, que estaba llena de víboras, para que Henry pudiera demostrar que se atrevía a tratar con reptiles venenosos, porque así era. Unos años atrás -Leo no podía recordar exactamente cuándo-, Henry había guardado unas víboras en una caja de cartón solo para demostrar que no mordían si se las trataba bien. A Greta casi le da algo cuando se enteró. Amenazó con arrojar la caja al mar, aunque nadie sabía cómo iba a hacerlo, ya que ni siquiera se atrevía a acercarse. Finalmente Henry le prometió que iría remando hasta la isla de Orm con las víboras, y eso fue lo que hizo. Leo también odiaba las culebras, y siempre tenía miedo de que hubiera alguna serpiente entre las hierbas del prado cuando iba a buscar plantas. Una vez le ocurrió, y Leo se quedó completamente hipnotizado por el reptil, que estaba adormecido al sol. Era una mañana luminosa y brillante, y la serpiente parecía removerse por el calor, pero Leo ni siquiera pudo echar a correr. Fue incapaz de dar un solo paso. Se quedó completamente inmóvil durante una hora, hasta que la serpiente se fue reptando por entre la hierba y desapareció. Entonces se rompió el hechizo, Leo echó a correr hacia la casa y no quiso salir en varios días. Henry le prometió que se encargaría de todas las serpientes que viera, y Leo se imaginó que su hermano tenía alguna especie de pacto secreto con las culebras, porque no le mordieron nunca. Muchos años después -cuando Leo iba al instituto de Södra Latin y había empezado a escribir poemas-, encontró algunas similitudes entre la vida de Stig Dagerman y la suya propia, y probablemente no fue casual que uno de los apodos con que firmaba en la revista del instituto fuera Ormen, «la serpiente». Era un seudónimo provocativo: es fácil transmitir miedo, pero difícil hacerlo con elegancia. La serpiente asusta por su precisión enigmática, su rigor misterioso. Es un lazo moteado, un cable cargado de terror venenoso que puede paralizar a un barracón entero de hombres hechos y derechos. La serpiente es silenciosa: nadie puede oír su corazón ni conmoverse ante su mirada, ya que no tiene ninguna necesidad de compasión.

Quizá fuera precisamente en aquella noche de solsticio cuando Leo juró a la serpiente su devoción llena de odio, porque de golpe entendió que él mismo era inconsolable. De repente -sin aviso, sin que una sola campana de Storm sonara para advertir a la gente de la catástrofe-, aquella noche de verano se vio iluminada por una luz terriblemente brillante, diáfana y despiadada, como lo es siempre lo inconcebible. Leo acababa de llegar a casa desde los escollos cuando sonó la alarma. De pronto la gente empezó a gritar con voces estridentes pidiendo ayuda. Leo oyó un gran lamento distante procedente de la playa, y se dirigió corriendo hacia allí. Pudo ver el acordeón rojo y cromado de su padre brillar al sol de la mañana sobre una roca cerca de la orilla. Pudo ver a su abuelo, a Nils-Erik y a algunas mujeres que arrastraban algo fuera del agua. No se veía a Greta por ninguna parte, pero Leo oyó cómo todos pronunciaban su nombre. Alguien debería ir a buscarla. Cuando el abuelo vio a Leo le gritó que se detuviera, que se quedara quieto donde estaba, que se marchara a casa o a donde fuera. «Pobre muchacho», oyó decir a una de las mujeres que se dirigía corriendo hacia él y lo tomaba entre sus brazos sollozando y diciendo que aquello era tan horrible, tan espantoso, y Leo notó que la señora olía a café, café recién hecho. Lloraba apoyándose en el pequeño hombro de Leo, apretando su rostro contra el de él, y entre sollozos hablaba del padre de Leo, el Barón del Jazz, y decía que «había sido» tan buena persona, tan alegre y demás. Y después Leo ya no oyó nada más. Leo no oyó nada y no dijo nada, pero vio todo lo que no debería haber visto tan claramente como si se hubiera tratado de una ilustración de Los viajes de Gulliver.

Exactamente veinte años después, Henry Morgan y yo estábamos en el cementerio de Skog encendiendo velas por los muertos. Era el día de Todos los Santos, y Henry me explicaba que durante el entierro había aullado y gemido como un becerro. Había intentado comportarse como un hombre y aguantar el llanto, pero sin éxito. Era el final de un largo período de sufrimientos y pesares infernales. De golpe, la noche del solsticio se había hecho inexplicablemente clara mientras remaba de vuelta con aquella chica desde el islote, donde habían hecho uso de un paquete entero de condones tumbados en una vela extendida sobre las rocas. En cuanto puso el pie en tierra, notó que en Storm pasaba algo. Se despidió de la chica, que, con el maquillaje estropeado y algunas manchas en el vestido se fue corriendo hacia su casa. Poco después descubrió lo que había ocurrido mientras él hacía el amor en el islote. Henry se sintió tan avergonzado que perdió por completo los estribos. Se dirigió como una tromba hacia el cobertizo y allí empezó a destrozar a golpes de hacha el Arca, que permanecía allí como un fragmento de un sueño realizado. Si el abuelo no lo hubiera empujado y tirado al suelo y le hubiera quitado el arma, lo habría destrozado totalmente. Tras aquel intermezzo, Henry pareció cambiar por completo de actitud y se dedicó aún con mayor ahínco a reparar los daños. Se pasó un día entero dándole al hacha, a la sierra y al formón sin descanso, para reparar el barco lo mejor que pudo. Todo aquel tiempo estuvo llorando, con las lágrimas rodando por sus mejillas, por lo que las medidas, cortes y líneas tal vez no quedaron tan precisos como los realizados por el abuelo.

Leo, el pequeño de diez años, refrenó sus emociones e intentó consolar a su madre cuanto pudo. Ella lo llamaba su ángel; se abrazaba fuertemente al pequeño y lo llamaba su ángel. Aunque había estado en el mismo centro de la tragedia, parecía que se hubiera encontrado en el ojo del huracán. Era como si nada de aquello le hubiera afectado, como si hubiera ganado una porción de perfección en lugar de perder algo frágil y perecedero. Todos coincidían en que aquel chico de cara fina y avejentada, de mirada triste y solemne, era digno de admiración.

El duelo se extendió rápidamente por todo el país y Greta se convirtió en una viuda célebre: había muchas personas que compartían su pesar. Naturalmente surgieron ciertas especulaciones referentes a la repentina muerte del Barón del Jazz. Algunas lenguas maliciosas dieron a entender que su muerte no había sido en absoluto fortuita, pero solo eran habladurías. De hecho, el Barón del Jazz estaba en su mejor momento: había atisbado la luz del amanecer de su vida y no tenía motivo alguno para caer en la desesperación.

«HA MUERTO EL BARÓN DEL JAZZ», rezaba el titular del periódico matutino más importante, y su conocido crítico musical dedicó una columna de no menos de treinta centímetros acompañada de una fotografía a la memoria de Gus Morgan. En el artículo elogiaba «su característico tono cálido y lírico, que para muchos ha simbolizado la esencia del jazz sueco; un encuentro entre la violenta nación del oeste y nuestra serenidad nórdica… lo que demuestra tanto la potente originalidad del Barón como la universalidad de la música…». El crítico acababa con unas palabras tan reverentes como conmovedoras: «El parnaso del jazz sueco ha perdido a su barón, a su príncipe heredero».