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Si estalla la guerra

(Leo Morgan, 1960-1962)

La noche era oscura y deprimente; fuera lloviznaba. Todo el mundo estaba en sus casas. Había empezado una nueva década, y al principio la gente no salía, hasta que pronto comprendieron que aquella sería una década célebre a nivel mundial y que no tenía sentido quedarse encerrado en casa.

Leo Morgan estaba en sexto curso y tenía bastantes deberes, tareas que siempre hacía meticulosamente por la noche después de cenar. Aquella noche en particular tenía que estudiar para un examen de matemáticas. Era una noche oscura, muy apropiada para ecuaciones complicadas. Había bajado al piso de Verner Hansson para que este le ayudara con algunos problemas, pero su madre no lo dejó entrar. Le dijo que Verner estaba enfermo. Leo pudo oír cómo Verner trasteaba por su habitación, lo que despertó su curiosidad, pero su madre estaba firmemente decidida y no había nada que hacer. La madre de Verner era la más estricta de todo el edificio. También estaba sola, como Greta, pero siempre había sido así. El padre de Verner había desaparecido hacía muchos, muchos años, y Verner aseguraba que era marinero y que vivía en una isla de los mares del Sur. Muy pronto se reuniría con él, en cuanto acabara la escuela. A Verner le gustaba «Hansson», como llamaba a su padre, a pesar de no haberlo visto nunca. Le gustaba la gente que simplemente desaparecía, como en aquellos casos que de vez en cuando salían en los periódicos y que explicaban que un niño había salido a buscar leña una noche, como solía hacer tantas noches, y simplemente desaparecía y no volvía a saberse más de él. Y siempre ocurría a cien kilómetros por lo menos del pueblo más cercano, y no dejaba ningún rastro…

A Verner Hansson le encantaba elucubrar sobre aquellos misteriosos casos. Ya tenía una buena colección de ellos, una especie de archivo de personas desaparecidas con toda la información que había salido en los periódicos. Era algo terriblemente inquietante. Verner era sin duda muy dado a los efectismos.

Pero aquella tarde de octubre de 1960 a Leo no se le permitió visitar a Verner porque su madre así lo había decidido y no había lugar a discusión. Por eso tuvo que dedicar más tiempo a las matemáticas, y le costó bastante empezar con los deberes de sueco. Leo tenía que escribir un pequeño tratado, como el profesor con especial devoción por el Antiguo Testamento llamaba a las redacciones, sobre su herbario. El tema lo había elegido él mismo, aunque la tarea era obligatoria. Ahora estaba sentado a la luz de la lámpara, hojeando las láminas de su herbario una y otra vez e intentando contar algo sobre su método de recoger plantas o explicar algunas anécdotas acerca de la campana de Storm, la flor más gloriosa de todas.

Describió las húmedas mañanas de junio en que se levantaba muy temprano e iba a los prados a buscar plantas. El rocío se notaba todavía frío y fresco, escribió. Pero le resultaba muy difícil redactar algo sobre el herbario de la isla de Storm, porque, no importaba cómo empezase, siempre acababa con aquella terrible noche de solsticio de verano, con el rojo acordeón brillando al sol de la mañana, los lamentos de la gente fundiéndose con los graznidos de las voraces gaviotas y Gus Morgan en la playa, ahogado. A Leo le entraba miedo y se ponía enfermo solo de pensar en aquello, y se le quitaban las ganas de escribir nada. Pero estaba obligado a presentar algo, y así fue como desembocó en la poesía. Leo escribió unos cuantos versos cortos sobre su herbario, aunque sabía que era totalmente ridículo escribir poesía. Era lo que hacían las chicas en sus diarios, y siempre hablando de algún chico del que estaban enamoradas sin ser correspondidas. Pero los poemas de Leo eran de otro cariz completamente distinto: eran en cierto modo anticuados y solemnes; no había amor en ellos, y eso era bueno.

Se sentía bastante satisfecho. Al menos ahora tenía algo que presentar al profesor devoto del Antiguo Testamento, que seguramente expresaría su aprobación a un muchacho que escribía poesía. Leo fue a la cocina para tomarse un vaso de leche. Greta estaba allí sentada, remendando calcetines y escuchando la radio. Estaban retransmitiendo un programa de tributo a Jussi Björling, y Greta parecía a punto de llorar. Era una gran pena, decía. Jussi tenía una voz hermosísima, como nunca más volvería a escucharse.

El mundialmente célebre tenor era conocido como «Jussi» por todos los suecos. Greta, como todas las demás mujeres, le lloraban con genuino amor. Sollozaba calladamente sobre la cesta de la costura, llena de un número infinito de medias y calcetines gastados, con los talones y las puntas agujereados. Estaba subyugada por la dorada voz de Jussi, que otorgaba a su mirada un aire remoto y soñador que Leo nunca había visto hasta entonces. Se preguntó con qué estaría soñando. Ella aún no podía saber que justo aquella noche había nacido un nuevo bardo en Escandinavia, un poeta a cuyos poemas se les pondría música y serían grabados en discos por una famosa cantante de ópera. Si Jussi hubiera seguido vivo, quizá también él los habría cantado… eso es algo que nunca se sabrá.

El programa de radio dedicado a Jussi Björling finalizó y empezaron las noticias. El noticiero no era tan agradable. Greta dijo que se alegraba de que Leo hiciera sus deberes y se quedara en casa por las noches. Todo el mundo parecía haber enloquecido. Había niños en las calles esnifando disolvente y cometiendo tropelías, peligrosos tanto para sí mismos como para quienes les rodeaban.

Leo sabía muy bien de lo que le estaba hablando. Se trataba del asesinato en el estadio de Hammarby. Aquella mañana habían encontrado el cuerpo de un niño de diez años detrás de un cobertizo, y se hablaba de un crimen sexual. El padre del chico había encontrado el cadáver. A Leo también le entraban escalofríos solo de pensar en aquello.

Greta siguió zurciendo calcetines, con aire ausente, y Leo volvió a su escritorio, a su herbario y a sus poemas secretos. Tal vez estaba puliendo el esbozo de «Tantas flores» cuando de pronto fue interrumpido por una piedrecita que dio contra el cristal de la ventana. Dio un respingo, asustado, y se asomó. Abajo, en la calle mojada por la lluvia, estaba Henry haciéndole señas. Se había olvidado las llaves, cómo no. A menundo se olvidaba de las llaves. Leo abrió la ventana y le tiró las suyas, y Henry cogió el llavero con la gorra. Estaba silbando «La cucaracha», y se dirigió hacia la entrada bailando unos elegantes pasos de chachachá. Leo se quedó sentado en el alféizar mirando la calle cuando oyó entrar a Henry, que se dirigió como una tromba hacia la cocina para vaciar la nevera con voracidad. Henry continuaba silbando «La cucaracha», siguiendo el ritmo con golpecitos en las puertas de los armarios de la cocina, que retumbaban por toda la casa.

Al cabo de un instante, un coche de policía se paró en la entrada. El vehículo había doblado la esquina a toda velocidad y había frenado en seco delante del edificio de la calle Brännkyrka. Dos policías de aspecto grave bajaron rápidamente del coche y de alguna extraña manera lograron entrar en el edificio sin llaves. Tal vez pasó un minuto -Leo permaneció sentado especulando sobre qué podría haber ocurrido, quién se habría peleado hoy, quién podría haberse emborrachado o puesto enfermo o algo así- hasta que los policías volvieron a salir. Flanqueado por los dos agentes, iba Verner.

Completamente tranquilo y sereno, Verner Hansson caminaba entre los dos fornidos policías, que abrieron la puerta del coche y empujaron a su presa al interior con bastante brutalidad. Leo comenzó a sudar de golpe; le ardía la cara, la sangre le golpeaba en las sienes, las piernas le empezaron a temblar. No entendía qué estaba pasando. ¿Qué podría haber hecho Verner Hansson para ser arrestado por la policía como un asesino?

Leo se dio una palmada en la frente, caliente y febril. Apoyó la cabeza contra el frío cristal de la ventana y trató de pensar racionalmente, intentar dilucidar qué tipo de espantoso crimen podría haber cometido Verner. Entonces a Leo le vinieron a la mente las llaves. Ambos coleccionaban llaves. Llevaban haciéndolo desde hacía mucho tiempo, y hasta ahora habrían reunido entre los dos más de doscientas. Eran de gran utilidad.

Había algo de mágico y de excitante en las llaves. Encontrar la llave adecuada entre todas las del manojo y descubrir cómo encajaba en una cerradura y sentir el ruido seco de grafito del cilindro cuando la llave giraba era siempre una experiencia sensual. Lo más emocionante era abrir una puerta que había estado cerrada desde hacía mucho tiempo, una puerta que no tenías derecho ni autorización para abrir. Existía una especie de vínculo indeleble entre cerradura y llave que no se podía deshacer, no importa dónde estuvieran ni cuántos océanos las separaran. Ambas partes, fija y móvil, se correspondían, se presuponían una a la otra. Mucho más adelante, en el poemario Escalada de fachadas y otros hobbies (1970), retomaría el tema del parentesco sanguíneo entre metales en un homenaje a Gösta Oswald, cuando hizo uso de sus palabras acerca de «la soledad manifiesta de la llave».

Pero todo aquello había ocurrido unos diez años antes, y en esos momentos Leo solo pensaba perplejo y confuso en que Verner Hansson y él habían reunido una considerable colección, como la de sellos de Verner o el herbario de Leo. Los chicos habían encontrado llaves por la calle, las habían robado de cajones secretos y las habían intercambiado con otros coleccionistas. Verner y Leo no tenían problemas para abrir la mayor parte de los trasteros de los áticos del barrio, e incluso en una ocasión un conserje acudió a ellos para que le ayudaran. Resultaba mucho más barato que llamar a un cerrajero porque aquella empresa trabajaba gratis, solo con la condición de tener carte blanche para acceder al ático del viejo.

Pero no todos los conserjes eran tan liberales. Muchos porteros tenían miedo de los robos y de los actos vandálicos. Muchos gamberros subían a los desvanes a fumar, esnifar disolvente y darse el lote con las chicas. Tal vez los conserjes pensaran que Verner y Leo estaban detrás de todos los asaltos a desvanes que se habían producido en los últimos años. Había gamberros que mataban gatos metiéndolos en las secadoras de las lavanderías comunitarias; otros encendían fuegos para calentarse.

Leo no le encontraba pies ni cabeza a nada de aquello. Se sentó a su escritorio y oyó a Henry, que seguía en la cocina silbando «La cucaracha» como un bobo. Henry había estado boxeando y seguro que se estaría metiendo entre pecho y espalda como mínimo quince sándwiches de queso blando Raket, sucedáneo de caviar Kalles y tres botellas de leche mientras bailaba chachachá. No se había enterado de lo que le había pasado a Verner. Y tampoco se lo iba a contar, porque su hermano no sabía tener la boca cerrada.

En el último cajón del escritorio había una caja de caudales metálica, con una cerradura con combinación. Leo cogió la pesada caja, la abrió y sacó un manojo con setenta y cinco llaves. Verner tenía otro como aquel. Probablemente la policía se lo habría confiscado, como prueba. Así que no había escapatoria. Ya era demasiado tarde. Pero aún no habían encontrado las llaves de Leo. Cogió el manojo y se subió a un taburete que había en un rincón de la habitación. Con manos sudorosas, desatornilló la tapa de la ventilación y dedicó una última y cariñosa mirada al voluminoso manojo de llaves que le había dado libre acceso a tantos sitios. Después tiró las llaves en el conducto de ventilación. Cayeron más de diez metros, hasta aterrizar en un lugar donde nadie buscaría.

Se había deshecho de una de sus pertenencias más preciadas. Sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo: era el fiero placer sensual de un acto de sacrificio y de repudio. No había vuelta atrás. Ya no podía andarse con chiquitas; algo le decía que ya no tenía sentido andarse con chiquitas.

El asunto de Verner Hansson y la policía continuó siendo un misterio hasta que la madre de Verner fue a ver a Greta unos días más tarde. Estaba teniendo problemas con Verner y necesitaba desahogarse con alguien. Después de todo, las dos estaban solas con sus muchachos; iban en el mismo barco, por así decirlo.

La señora Hansson explicó a Greta entre grandes sollozos que Verner había llamado a la policía y había confesado haber asesinado al niño de diez años en el estadio de Hammarby. La policía acudió rápidamente a buscar al asesino -aquello fue lo que Leo presenció desde la ventana-, pero lo habían traído de regreso al cabo de una hora. No decía la verdad. Verner solo había llamado a la policía para que lo llevaran a comisaría y ver «cómo era aquello», según sus propias palabras. El auténtico asesino era un chaval de diecinueve años que había estado esnifando disolvente. La policía le dijo a la señora Hansson que siempre aparecían «tipos» así, que confesaban asesinatos que no habían cometido; era incluso bastante habitual. También le explicaron que estaban sumamente impresionados por los conocimientos de Verner sobre personas desaparecidas, gente a la que buscaba la policía, todos aquellos casos sin resolver que ningún inspector podía explicar. También le dijeron a la madre de Verner que tuviera cuidado, porque Verner podía «resultar dañado» si seguía ocupándose demasiado de esas cosas: no era algo muy normal.

La señora Hansson lloraba, completamente desesperada, porque creía que su querido hijo estaba mal de la cabeza. No sabía qué hacer. Greta tampoco tenía ningún consejo que darle; lo único que se le ocurrió fue decirle que le levantara el arresto domiciliario a Verner. A ningún chico podía hacerle bien estar encerrado en su habitación. La señora Hansson dudó bastante rato antes de bajar y dejar libre a su pequeño doctor Mabuse.

Hay un poema en Herbario (1962) titulado «Excursión». Probablemente fue escrito en primavera o verano de 1961. El poema tiene una especie de estribillo -una vez más la magia de la repetición de la que Leo Morgan hace constantemente uso- que dice así: «Nos vestimos para la guerra/nos equipamos cuidadosamente/los soldados duermen en el bosque». A simple vista podría parecer que trata sobre un niño pequeño que le pide ayuda a su madre para prepararse para una acampada, una especie de salida al bosque. El estribillo viene precedido de elegantes imágenes florales, un canto a todo lo que brota y crece -como la mayoría de los poemas de Herbario-, pero esos versos en especial presentan una significativa carga cuando leemos: «bajaremos a una bóveda/donde nada crece/ni siquiera las flores del mal».

En esencia, el poema trata de una madre y su hijo que bajan a un refugio ante la alarma de un bombardeo aéreo. La mujer intenta desesperadamente darse prisa, mientras que el niño trata de calmar a su madre. Estos versos llegan al final como un mazazo, cuando el acto de vestir al niño, realizado con tanto amor, de pronto aparece claramente como un acto de pánico, con sirenas sonando sobre los tejados, llantos, gritos y gemidos. Quizá Leo recibiera ayuda para disponer de esta sofisticada manera el material de la composición: la explicación que no se expresa hasta que de pronto surge al final y lo cambia todo. En cualquier caso, se trata de un poema muy extraño, con alusiones a Baudelaire, a quien el poeta probablemente conocería gracias al profesor de su escuela. Leo Morgan se había convertido en un literato.

La idea de la sirena de ataque aéreo tenía su origen en el ejercicio de evacuación que se realizó en Estocolmo en 1961. El mismo simulacro en el que Henry, ignorándolo por completo, se vio involucrado aquel domingo en que salió muy temprano por la mañana para ir a ver a su querida Maud y desayunar tête-à-tête.

En el mismo momento en que Fredrik el Afónico empezó a aullar sobre los tejados, Verner llamó a la puerta de la familia Morgan. Verner Hansson se había levantado de madrugada para preparar el equipo, justo como se decía que debía hacerse en el folleto Si estalla la guerra. Había dejado su enorme mochila gris en el recibidor. Leo no estaba aún preparado y tuvo que soportar unas cuantas críticas de Verner, quien de forma apresurada se sacaba una espinilla delante del espejo del recibidor.

Al cabo de poco, los chicos salieron para tomar el metro y dirigirse a Hässelby, siguiendo a pies juntillas el programa. También oyeron lo de que el rey estaba por allí en algún lugar, aunque nadie sabía exactamente dónde. Aquello lo volvía todo aún más emocionante. Verner había leído un montón de libros sobre la segunda guerra mundial. Podía explicar historias absorbentes acerca de la Resistencia francesa y decía que pensaba unirse a la Resistencia cuando estallara la guerra. Era precisamente aquel uso del «cuando» lo que más desquiciaba a Leo. No le gustaba el hecho de que Verner asumiera con tanta frialdad que iba a haber un conflicto bélico. Verner nunca decía «si» estalla la guerra, sino «cuando» estalle la guerra.

Naturalmente Verner llevaba consigo el folleto Si estalla la guerra y durante el trayecto lo estuvieron hojeando. Lo habían repartido aquella primavera por todos los hogares, y la nueva versión estaba ilustrada con dibujos que mostraban exactamente lo que debía hacerse en diversas situaciones de emergencia.

En el prefacio podía leerse que nadie preveía que la guerra estallara, pero Verner no prestó ninguna atención a aquello. En su mórbida imaginación simplemente había decidido que la guerra ya estaba a las puertas. En otras palabras, Si estalla la guerra era una lectura absolutamente esencial. Verner leía en voz alta el catecismo de la guerra, al tiempo que imitaba el sonido de diversas señales de alarma. Silbó la sirena de emergencia con tonos cortos y repetidos; medio minuto de pausa, y después uno largo y continuo. Silbó la sirena de alarma aérea con un sugestivo aullido, con tonos subiendo y bajando, y por último silbó el final de situación de emergencia.

La lectura continuó con el apartado sobre el espíritu de resistencia y vigilancia. Bajo el encabezamiento «Vigilancia» había un dibujo de un tipo raro con sombrero y gabardina que tenía el típico aspecto malévolo y astuto. Estaba escuchando la conversación de una pareja de militares; tal vez fuera de Rusia. Leo podía pensar en al menos cinco hombres de su barrio que quizá fueran espías. También había bastantes párrafos que alertaban sobre la necesidad de guardar silencio acerca de informaciones que podían ser secretas, de extremar la vigilancia en tiempos de incertidumbre y avisar a la policía en cuanto hubiera alguna sospecha de espionaje o sabotaje. Nota bene, pensaron las dos ratas de biblioteca. No dudarían en informar ni siquiera a sus padres… en el caso de haberlos tenido.

Después de aquellas importantes directrices, venían un par de desagradables apartados acerca de buscar refugio en caso de ataque, protegerse contra la radiactividad y contra ataques con armas biológicas y gas nervioso. Los dibujos mostraban diferentes tipos de refugios, hombres con capuchas y cuellos subidos que supuestamente se protegían contra la radiactividad, y hombres con máscaras de gas que les cubrían la cabeza y que les hacían parecer tejones disfrazados.

El último apartado de Si estalla la guerra hablaba del movimiento de resistencia, y era allí donde Verner preveía que estaría su lugar «cuando» estallara la guerra. «Participar activamente en el movimiento de resistencia requiere valor y nervios de acero», ponía. Verner estaba muy seguro que él tenía tanto valor como nervios de acero. Por encima de todo, había sido extremadamente meticuloso con el equipo. Como si fuera un auténtico oficial, Verner enumeró todo lo que debía llevar en la mochila: una manta o saco de dormir, ropa interior, calcetines, ropa de cama, toallas, artículos de aseo, papel higiénico, pañuelos, un jersey de lana, zapatos, un plato, un vaso, cubiertos, un cuchillo con funda, una linterna y cerillas, así como comida para al menos dos días.

Leo había conseguido reunir la mayor parte de todo aquello, y además Greta había metido en su mochila comida para una semana como mínimo. Verner parecía muy satisfecho. Aunque, como era un auténtico profesional, además de todo el equipamiento requerido había cargado con un par de botas de agua, ropa para cambiarse, un termo, papel de carta, una radio que funcionaba a pilas y un plástico grande por si llovía. Verner estaba convencido de que estaba actuando como un auténtico héroe, y se llevaba muy bien con los otros héroes de mediana edad que también se tomaban todo aquello de la guerra totalmente en serio. Fue uno de aquellos héroes de pacotilla al que se encontró Henry y obligó al joven amante a acompañarlos hasta Hässelby, a pesar de que él había pensado bajarse en Odenplan y no tenía previsto para nada formar parte de toda aquella operación.

Henry también se había topado con Leo y con Verner. Se encontró con aquellos heroicos soldados en la estación de metro justo cuando se disponía a tomar el primer tren que volviera a la ciudad, donde por fin podría ver de nuevo a Maud. Verner y Leo pensaron que Henry era un traidor. Le recordaron que cualquier mensaje que ordenara la rendición era falso.

Cualquier mensaje que ordenara la rendición era falso, aunque aquel soleado domingo no es que se estuviera ofreciendo mucha resistencia. Los chicos regresaron a casa por la noche un tanto decepcionados, al menos así se sentía Verner. Las cosas no habían salido como él se había imaginado. Había esperado ver algunos cañones, humo, bombas y granadas, justo como debía de ser en el ejército. Pero no vieron ni rastro de cañones humeantes. La gente había estado jugando a fútbol y asando salchichas, como si hubieran salido de excursión con la escuela.

Leo tenía una opinión muy distinta. Nunca se había considerado tan valiente como Verner, que pensaba unirse al movimiento de resistencia. Aquello requería valor y nervios de acero, y Leo carecía de ambas cosas.

Durante la noche que siguió al simulacro de evacuación, Leo tuvo fiebre. Se sentía muy mareado, y estuvo en la cama quejándose durante mucho tiempo. Greta le puso paños de agua fría en los tobillos y las muñecas; había pensado que aquello le iría bien, del mismo modo que ayudaba a los chicos retrasados de la isla de Storm. Leo deliraba, y la mantuvo despierta hasta que se hizo de día. Henry estaba fuera, como siempre que se le necesitaba. Greta maldijo la guerra, a Henry y al mundo entero por todo lo que se veía obligada a soportar.

Aquella noche fue probablemente un momento crucial para Leo Morgan. La guerra no había sido una amenaza seria hasta aquella insoportable noche en que, en las alucinaciones del delirio, se apareció con toda su execrable maldad. De pronto, la guerra se había convertido en una realidad.

Fue a buscar el pequeño folleto Si estalla la guerra. Estaba en el recibidor, junto a las guías telefónicas, y lo leía a hurtadillas cuando volvía de la escuela y estaba solo en casa. En el folleto la guerra aparecía como algo que podía estallar en cualquier momento, algo que no solo atañía a los heroicos reyes de hacía quinientos años. Todos los primeros lunes de mes se comprobaban las sirenas que había en los tejados, y comprendió que sin duda la guerra estallaría un primer lunes de un mes porque nadie en toda la ciudad se tomaba la alarma en serio. ¡Qué terrible revelación! Leo se sentía inexorablemente solo en su terror infinito.

Al final llegó a saberse de memoria todo el folleto de Si estalla la guerra, sin duda incluso mejor que Verner. Había algunos dibujos que, en su simplicidad, le habían afectado especialmente. Entre ellos estaba la ilustración de una madre ayudando a vestirse a sus hijos cuando sonaba la alarma. La mujer le estaba poniendo los zapatos a uno de los niños mientras el otro, ya completamente vestido, esperaba junto al equipaje. Se disponían a bajar al refugio antiaéreo. Leo no tenía ni idea de adónde debía ir cuando estallara la guerra; no sabía dónde estaba el refugio, si es que había alguno. Aquella incertidumbre le sumió en el más profundo abismo del terror.

El miedo y la angustia se instalaron rápidamente en la poesía temprana de Leo Morgan. El profesor de sueco y entusiasta del Antiguo Testamento había establecido una relación de confianza con Leo el niño prodigio, quien constantemente le daba a leer nuevos poemas. Enseñó a su alumno favorito cosas que el niño no sabía: algunos recursos líricos que solo alguien muy experto podía notar. Cuando Leo le dio a leer el poema «Excursión», percibió inmediatamente de lo que en realidad estaba hablando el chico: comprendió que, debajo de su etérea capa de romanticismo naturalista, subyacía algo muy cercano al pánico y a un terror angustioso ante la desvalida fragilidad del ser humano. La humanidad había hecho tan mal las cosas que se veía obligada a excavar búnkers y profundas cuevas en las montañas para tener una pequeña posibilidad de sobrevivir a su propia maldad. El ser humano era el peor enemigo del ser humano.

El profesor, un hombre de grisura infinita que emitía a su alrededor un dulzón olor a sudor, tuvo finalmente una idea. A esas alturas había leído ya tantos poemas excelentes que pensó que Leo debería enviarlos a una editorial. Tenía que recopilarlos en un buen manuscrito. El profesor escribiría una carta de recomendación, en la cual daría fe de su familiaridad con la biología y la botánica así como de sus conocimientos de la gran literatura, desde los Edda hasta Ekelöf. La afirmación de que Leo estaba muy versado en literatura clásica era una gran mentira. Lo más remarcable de su vena poética era que no necesitaba cruzar regiones lejanas para alcanzar altas y poderosas cimas. Leo Morgan escribía siguiendo los dictados de su propia mente: no necesitaba referentes. Nunca se convertiría en un epígono. Era algo que se había propuesto mucho antes de aprender incluso cómo se pronunciaba aquella palabra. Pero plagiar una o dos frases a los viejos maestros era una cosa muy diferente.

Era algo que todo escritor debía hacer.