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(Henry Morgan, 1963-1964)
Aquí comienza el relato de una aventura, algo que sin duda les puedo garantizar. Se trata de una gran aventura, un sueño terrible y hermoso que duró cinco largos años y al que no le faltan elementos de lo más singular.
Henry Morgan estaba de camino a París, pero para llegar a la capital francesa tenía que pasar por Copenhague, y una vez en Copenhague no estaba del todo seguro de poder llegar a París. En realidad, Henry estaba de camino a París en lo que le estaba pareciendo una eternidad.
La gente se quedaba prendada de aquel extraño muchacho que estaba en proceso de convertirse en hombre, aquel joven de veinte años de rara vestimenta, un caballero anacrónico, solo en el ancho mundo. La gente se prendaba, intentaba aferrarlo, usarlo de modos inimaginables; aun así, para su eterna decepción, lo veían desaparecer y huir, siempre camino de París.
Henry el goliardo, el estudiante del arte de la vida, tenía constantemente la clara visión de París ante él. Estaba huyendo para salvar su vida, escapando de algo indefinido que recordaba a una condena, a un destino. Durante su larga huida empezaría a componer lo que, quince años más tarde, sería algo único, una suite musical escrita por un hombre salvaje al que ninguna academia ni escuela había logrado disciplinar realmente. Llamó a su oeuvre majeur «Europa, fragmentos en descomposición». Y estoy seguro de que fue la mayor revelación de su vida cuando, con una perspicacia súbita y despiadada, surgió en su mente la visión de la obra completa. Quizá fuera también el sueño de este trabajo lo que lo sostuvo en pie durante sus largos años de exilio, a veces llenos de peligros y en ocasiones realmente áridos. Era a la vez un Gesualdo y un Chopin, como alguien dijo una vez… probablemente él mismo.
El silencio de los cuáqueros era absoluto, pesado, como el eco que deja tras sí un monumental susurro. Sus respiraciones ondulaban rítmicamente como el mar. Se trataba de una docena de personas inmersas en su propio respirar, meditando en un océano de silencio y quietud.
Henry comprendió que él también debía meditar, aunque no entendía muy bien para qué servía todo aquello. No podía evitar fijarse en cómo los rasgos de Tove parecían difuminarse al cerrar los ojos y sumirse en aquel extraño estallido reflexivo. Tampoco podía evitar mirar a Fredrik y a Dine, que tenían el mismo apellido y vestían igual, y podían ser esposos o mellizos. Le estaba costando mucho concentrarse. La luz, el cálido sol de principios de verano que penetraba a través de las ventanas, convertía las motas de polvo en indolentes luciérnagas que no bailaban sino que flotaban por la desnuda estancia sagrada en el último piso del edificio que daba al parque Örsted.
Pero pronto le embargó la relajación. Su propia respiración lo llenó de paz, y pudo meditar hasta el punto de ser capaz de organizar sus pensamientos, que empezaron a seguir una cronología razonable, un orden sensato y secuencial. El silencio se convirtió en un inocente papel de carta en blanco.
Henry Morgan llevaba ya dos semanas en Copenhague. Todo había ido bastante bien. Había bajado en autoestop hasta Helsingborg y había salido de Suecia como un desertor y como alguien que había sido anteriormente denunciado a la policía por asalto y agresión a un hombre que respondía a las iniciales W.S. Pero no se sentía culpable; se sentía exonerado por haber actuado siguiendo sin dudar su propia voz interior. Era un vidente y creía en sus visiones.
Había llegado a Copenhague sin saber adónde dirigirse. Quería encontrar a Hill, del Bear Quartet; se suponía que iban a tocar en el club de jazz Montmartre. Con solo mil coronas, no podría arreglárselas por su cuenta durante mucho tiempo. Pero las cosas con Bill no fueron como esperaba: la actuación del Bear Quartet había sido suspendida. Sin embargo, Henry había sido bendecido por lo que con frecuencia se llama suerte y que en realidad tiene que ver más con aprovechar las oportunidades que se les presentan a todos los mortales, aunque muy pocos lo hacen.
Por supuesto, Henry había oído hablar bastante de Copenhague. El Barón del Jazz le había contado cosas de la ciudad, de los clubes de jazz, los bares, el barrio de Nyhavn y el Tivoli. Bill le había hablado sobre el Montmartre y el Louisiana, y había leído en voz alta fragmentos de Los ángeles soplan fuerte, de Sture Dalhström.
Henry se hospedó en un pequeño hotel en Österport y localizó el club Montmartre, la meca escandinava de los amantes del jazz. Allí escuchó a Dexter Gordon tocar bebop como pocos se atrevían a hacerlo después de Parker. Henry acabó sentado junto a Tove. El lugar estaba muy concurrido, lleno de humo y ruido, y todos se apiñaban como podían. A nadie podía pasarle por alto su presencia: un sueco joven y fuerte con americana de tweed y corbata, que llevaba dos cervezas en la mano.
Henry sacó un cigarrillo de su pitillera con las iniciales W.S. grabadas en la tapa.
– Pareces un buen partido -le dijo la chica sentada a su lado-. ¿Puedes invitarme a un cigarrillo?
– Cómo no -contestó Henry magnánimo-. Aunque estás muy equivocada si crees que soy rico.
Ella le dedicó una amplia sonrisa, revelando unos dientes manchados de vino. Se llamaba Tove, y más tarde, a lo largo de la noche, empezó a asegurar muy decidida que necesitaban a Henry… que ellos lo necesitaban.
– Te necesitamos. Eres la persona apropiada -le repetía una y otra vez en diversos contextos-. Nunca me he equivocado hasta ahora. Eres el hombre perfecto para nosotros.
Escuchar que eres el hombre apropiado en el lugar oportuno no es algo tan malo cuando lo que en realidad eres es un desertor.
Tove le habló a Henry acerca de Dexter Gordon. Había estado escuchando al gran saxofonista muy atentamente, y sabía mucho de música. Era un par de años mayor que Henry, y le explicó que vivía con más gente en un piso grande cerca del parque Örsted. Tove era cuáquera. Henry tenía una noción muy vaga de lo que eran los cuáqueros, pero cuando Tove empezó a hablar sobre Fox con su sombrero y las reuniones silenciosas, recordó que su profesor el señor Lans había explicado en clase algunas cosas buenas de los cuáqueros, de los santos que hicieron milagros con los heridos durante la Gran Guerra, y cosas así. Según Henry, todo lo que tenía que ver con los cuáqueros era bueno, y además Tove le gustó desde el primer momento. Intentó discernir si sentía algo más por ella, pero llegó a la conclusión de que durante un tiempo lo mejor sería dejar a un lado aquel tipo de emociones.
– Eres justo la persona apropiada -seguía diciendo Tove, y Henry empezó a sentir cada vez más que era verdad.
De momento no le preocupaba saber qué significaba ser la persona apropiada. Ya había dejado muy claro que él era un sujeto imposible de ser convertido a nada. Aunque lo que buscaba Tove no era hacer proselitismo.
La música seguía sonando frenéticamente. Henry se tomó bastantes cervezas danesas de las fuertes y fumó demasiados cigarrillos. Pasada la medianoche, había olvidado sus buenas intenciones y decidió que estaba completamente enamorado de Tove. A esas alturas ya sabía mucho de las contribuciones de los cuáqueros a la historia del mundo y él mismo no dejaba de hablar atropelladamente. Se sentía en su salsa.
Tove estaba cada vez más convencida, si eso era posible, de que Henry Morgan era un auténtico hallazgo. Y cuando a altas horas de la madrugada él reconoció que en realidad había desertado del ejército sueco, ella no pudo evitar que afloraran a sus ojos lágrimas de alegría. Henry el desertor fue recompensado con un beso en los labios.
Se fueron del club y caminaron cogidos del brazo a través de la temprana mañana de principios de verano de Copenhague. Se reían con la increíble historia de su evasión del ejército, y Tove afirmaba estar profundamente impresionada por su valentía y su audacia. Henry también se sentía embargado por la solemne alegría del momento. Él había hecho todo un hallazgo y ella había hecho todo un hallazgo, y todos tan contentos. Así es como serían las cosas en Copenhague.
Tal como le había dicho, Tove vivía en un gran apartamento en un edificio viejo y ruinoso junto al parque Örsted. Hizo callar a Henry cuando entraron y caminaron de puntillas por un largo pasillo hasta su habitación. Vivía de forma muy espartana: una cama, una cómoda y una librería. Era todo lo que tenía. Era todo lo que necesitaba.
No llegó más allá en su meditación reflexiva acerca de su vida reciente aquel día en la estancia soleada y sagrada de la casa de los cuáqueros. Desde hacía un par de semanas era el amante bendecido de Tove: era el hombre adecuado para ella. Y lo mismo opinaban Fredrik y Dine, de idéntico apellido, y también toda la familia cuáquera.
Por qué Henry Morgan era precisamente la persona apropiada era algo que no comprendía muy bien. Pero tenía la sensación de que algo importante se estaba tramando. Los cuáqueros de la casa no solo se sentaban a meditar. Eran gente muy activa. Algunos eran maestros o trabajadores sociales, mientras que otros tenían profesiones completamente convencionales, y aun así seguían siendo cuáqueros.
A principios de junio Fredrik y Dine se marcharon al campo, a una granja de la comunidad cuáquera en Jutlandia, justo a las afueras de Esbjerg. Una semana más tarde llegaron Henry y Tove. A Henry le parecía una perspectiva magnífica. Podría quedarse allí en el campo completamente gratis, todo el verano si quería. También tenían planes para lo que tendría que hacer más adelante, en otoño, pero de momento aquello estaba aparcado.
La granja de Jutlandia era muy bonita. Era una casa grande de ladrillo blanco, situada muy cerca de la costa. Había cientos de ovejas, media docena de vacas y algunos cerdos. Fredrik, el padre cuáquero con su barba de Rasputín, era un hombre muy práctico y con buen ojo para la agricultura. La granja ofrecía buenos ingresos, y era allí donde planeaban asentarse permanentemente porque Fredrik, profeta como era, preveía que la prosperidad económica que estaba viviendo Europa tarde o temprano entraría en crisis.
Henry estaba muy contento y agradecido porque lo habían acogido a pesar de estar perseguido por la policía. Trabajaba y se afanaba todo el día para mostrar su agradecimiento. Su gratitud era sin duda tan grande y profunda que con todo el trabajo que hizo en poco tiempo habría saldado, en principio, su deuda. Había reparado la valla, encalado la casa, puesto un nuevo suelo, limpiado los establos y arreglado tantas cosas que los cuáqueros tuvieron que pedirle que se lo tomara con más calma.
Henry les hizo caso e intentó relajarse. Daba largos paseos por los páramos o a lo largo de la costa, contemplando el mar. Nadaba y tomaba el sol, pero no encontró una auténtica paz interior hasta que empezó a componer en un viejo órgano de escuela que estaba en una de las estancias de la casa. Decidió que escribiría algo sacro, algo meditativo y tranquilo que permitiría a los demás sumergirse en la música y utilizarlo en sus sesiones. El órgano de la escuela era bastante viejo y estaba muy desafinado. El sistema de fuelles hacía que las frases salieran como espiraciones de un aparato de respiración asistida. Henry no estaba muy acostumbrado a sentarse e insuflar aire mediante fuelles, pero con perseverancia se consigue cualquier cosa.
Puso a su composición el sencillo título de «Salmo 1963», y tuve la oportunidad de escucharla al piano más de quince años después. Era una pieza realmente hermosa. A los cuáqueros pareció gustarles. Entiendo el porqué.
Pasaron los meses. Henry el danés componía música en el viejo órgano de escuela, mientras que los demás trabajaban en la granja y celebraban sus sesiones. De vez en cuando acudía gente a visitarlos. Eran hombres muy serios y reservados, algunos venidos de Suecia, que hablaban principalmente con Fredrik en el despacho que tenía en una de las alas de la granja. Sus conversaciones eran de carácter confidencial, y Henry no quería verse involucrado. Procuraba mantenerse al margen, pero a la larga no lo conseguiría.
Tove parecía feliz la mayor parte del tiempo. Pero en ocasiones soltaba frases llenas de ambigüedad, como el hecho de que era tan feliz que «se arrepentía de todo». Henry quería que se lo explicara, pero ella prefería no hacerlo. A veces lloraba por las noches cuando creía que él estaba dormido. Hacia el final del verano, Henry quiso saber qué era lo que estaba sucediendo, qué era lo que le pasaba a Tove. Ya no podía aguantar más todo aquel secretismo en torno a su persona.
– Pronto lo sabrás -le dijo Tove una noche-. Dentro de muy poco.
Habían cenado de forma copiosa, un ágape de aquellos que han dado fama a la cocina danesa: jamón graso y suculento, paté de hígado, revoltillo de huevos con anguilas, todo regado con grandes cantidades de aguardiente Aalborg. A Henry el licor le había puesto de muy buen humor, pero después de hacer el amor Tove rompió a llorar de nuevo y él quiso saber qué estaba ocurriendo. Le dijo que había notado que pasaban cosas raras.
– ¿Es que no puedes tener un poco más de paciencia?
– Lo quiero saber ahora, esta noche -insistió Henry-. No soporto verte llorar.
– No puedo decirte nada -contestó Tove-. No me está permitido.
– Creía que los cuáqueros erais muy francos.
– Duérmete. Y ten un poco más de paciencia.
Henry no tenía sueño. Estaba muy alterado por toda la situación, y además muy mosqueado por la presencia de todos aquellos espías trajeados merodeando por la finca. Estaba paranoico porque era un desertor buscado por la policía. Se vistió y salió a fumar un cigarrillo para tranquilizarse, pero en cuanto estuvo fuera se puso a llover. Una llovizna suave y fresca empezó a caer sobre la costa, y el mar se rizaba indolentemente, como si anunciara el otoño, una partida y la libertad.
Henry se preguntaba en qué diablos estaba metido. ¿Qué estaba haciendo allí, en aquel llano páramo danés? Simplemente había permitido que lo deportaran a aquel lugar, como si fuera una especie de prisionero. La lluvia y sus pensamientos lo estaban poniendo furioso, y entonces vio que había luz en el despacho de Fredrik. Se acercó sigilosamente para echar un vistazo en su interior.
Fredrik, con su barba de Rasputín, trabajaba sentado a su escritorio. Estaba encorvado bajo la luz de una lámpara, leyendo documentos. Tenía un gran mapa desplegado ante él, y de vez en cuando escribía en un libro negro.
Henry llamó al cristal de la ventana y Fredrik dio un respingo como si hubiera oído un disparo. Se tranquilizó en cuanto vio a Henry. Abrió la ventana y le preguntó en el nombre de Dios qué estaba haciendo allí bajo la lluvia.
– He visto que había luz -dijo Henry-. Hay algo que necesito saber…
– No grites tanto -dijo Fredrik-. Vas a despertar a toda la granja. Anda, entra.
Henry entró en el despacho y se sentó frente al escritorio.
– Ya lo sé -dijo Fredrik-. Sé que Tove no es feliz. Está triste, muy desesperada. Te quiere, Henry. Eso no entraba en los planes…
Fredrik parecía profundamente preocupado, con el ceño muy fruncido.
– ¿Qué quiere decir? ¿Qué planes?
Fredrik mordía pensativamente la punta de su lápiz. Su mojado suéter desprendía un vago olor a lana de oveja.
– ¿Qué está ocurriendo? -preguntó Henry-. Aquí está pasando algo, ¿verdad? Lo quiero saber ahora, porque tiene que ver conmigo…
– Muy bien -suspiró Fredrik, retorciéndose un mechón de la barba de Rasputín-. Supongo que será mejor así… ¿Conoces el caso de Kjell Nilsson?
– ¿El tipo de Lund?
– Ese mismo. Tal vez también sepas que él y otro estudiante sueco han sido detenidos.
– Me lo puedo imaginar.
– ¿Te atreverías a hacer lo que hicieron ellos?
– ¿Ir a Berlín?
– Sabemos que eres el hombre adecuado, Henry. Tienes la actitud necesaria para afrontar las cosas y eres valiente.
– ¿Cómo puede saber cuál es mi actitud ante las cosas?
– Eso se sabe, se nota. Conozco bien a la gente. Y Tove también. Y además nos hemos encargado de comprobarlo.
Henry se recostó en la silla y empezó a morderse las uñas.
– Bueno, basta de marear la perdiz -dijo irritado-. ¿Qué quiere de mí?
– La policía te busca, Henry -dijo Fredrik tranquilamente.
– ¿Y qué? Tengo pensado volver a Suecia cuando sea el momento apropiado.
– Pero te iría bien tener un nuevo pasaporte, ¿no crees?
– ¿Es alguna especie de chantaje?
– En absoluto -dijo Fredrik sin perder la compostura-. En absoluto. Es solo una cuestión de favores y devolución de favores…
– Así pues, ¿cuál es el plan? Escuchémoslo.
– Es sencillo -dijo Fredrik-. Lo cierto es que tú no corres mucho riesgo.
El cuáquero exigió de Henry un voto de confidencialidad, jurando por su honor y su conciencia, y le explicó el plan, al menos la parte del plan en que participaría Henry Morgan, e innegablemente era muy sencillo. Provisto de un pasaporte falso, tenía que tomar el ferry hasta Sassnitz y luego continuar en tren hasta Berlín. Allí debía hospedarse en un hotel y esperar un mensaje con instrucciones para la siguiente fase. Se trataba de un corto viaje vía Checkpoint Charlie hasta Berlín Este para entregar una partida de pasaportes falsos. Los documentos servirían para que mucha gente pudiera pasar al oeste.
– No hay muchas cosas que puedan fallar -dijo Fredrik-. Llevarás contigo una maleta de aspecto impecable con un doble fondo. Tendrás que entregarla a un hombre en Berlín Este, y después marcharte.
– ¡Qué insulso…! -exclamó Henry-. Como una mala novela policíaca.
– Hay tantas cosas insulsas en la vida.
– Lo dudo -repuso Henry.
– Por cierto, se me olvidaba decirte que recibirás una sustanciosa cantidad de dinero.
– ¿Dónde? -preguntó Henry un poco más interesado.
– En Berlín Oeste.
– ¿Y si me cogen?
– Es bastante improbable. Pero si ocurriera, serías entregado a las autoridades suecas. Existen ciertas garantías. Pero eso no va a suceder. Tenemos buenos contactos con muchos e influyentes ciudadanos suecos. La Liga Girrman también está actuando del mismo modo y nos ayudarán si algo sale mal.
– ¿Y Tove? -preguntó Henry-. ¿Cuándo volveré a verla?
– En cuanto regreses, por supuesto.
A Henry le pareció que allí había gato encerrado. Nunca había creído que esa clase de cosas sucedieran en la vida real. Y, a pesar de ello, no dudó en ningún momento de que Fredrik hablaba completamente en serio. Un hombre con una barba como aquella no podía estar de broma. Aquellos cuáqueros se traían algo entre manos -ya se había dado cuenta desde el primer momento- pero nunca se habría imaginado que fueran asuntos turbios de tal envergadura. Después de aquello, siempre sentiría una cierta afinidad con James Bond.
– Creo que todo este asunto apesta un poco a caso Wennerström -dijo Henry.
– Wennerström estaba en el otro bando. Él era militar.
– Eso no tiene nada que ver.
– No es una cuestión de rojo o azul -dijo Fredrik, todavía tranquilo y seguro-. Es una cuestión de ética, sobre la libertad y la moral, familias que han sido separadas…
– Si dice la palabra «responsabilidad» creo que voy a vomitar -dijo Henry.
– ¿Y por qué? Es una cuestión de responsabilidad. Correrás el riesgo, Henry. Sé que lo harás. Te conocemos bastante bien. Fuiste capaz de desertar del ejército remando en una canoa. No tenemos ninguna duda de que te atreverás con algo tan seguro como esto.
– No soy un cobarde -dijo Henry orgullosamente-. Pues claro que me atrevo. ¡Nadie va a llamarme cobarde!
– Aun así piénsatelo -dijo Fredrik-. No podemos obligarte a hacerlo. Dame tu respuesta mañana. Sé que Tove apreciaría mucho que aceptaras.
La historia de Henry el agente secreto quizá sea la más insólita de todas. Tiene que ver con Bill Yard, quien llega a Berlín aparentando ser músico, aunque en realidad se dedica a ayudar a gente a pasar del Este al Oeste.
Todo empezó ya en el ferry. El ambiente en el bar del ferry era anormalmente insípido, silencioso y deprimente. Henry se sentía abatido. El joven desertor, viajando bajo la falsa identidad de Bill Yard, boxeador y pianista, estaba terriblemente melancólico. Había matado el tiempo con la correspondencia, escribiendo durante un par de horas: una carta a su madre para contarle que todo iba bien, que había sido acogido por una gente muy buena, a los que se conocía como cuáqueros, y que se le había presentado una ocasión única de ir a Berlín para escuchar a los grandes del jazz americano, que tocaban allí para los yanquis estacionados en la zona estadounidense.
Había pasado otra hora escribiendo una carta a Maud, en la que incluía lo que pensaba que eran delicadas alusiones a que había encontrado a alguien, una danesa a la que amaba apasionadamente. Aunque ni él mismo se lo creía.
Ahora estaba en el ferry con rumbo a Sassnitz y no podía evitar la tentación de buscar a otras chicas. Era como si ya hubiera olvidado a Tove. Ella le había hablado de que el sacrificio era la forma más auténtica de amor, el sacrificio de tus propios intereses en beneficio de una causa mayor, como ella y Henry estaban haciendo: aquella era la forma más elevada de amor. Aseguró que su partida la hacía feliz. Cuando se despidieron en el portal del edificio cercano al parque Örsted en Copenhague, ella le dio a Henry un amuleto para llevarlo colgado de una cadena alrededor del cuello. Ahora Henry se sacó el amuleto que llevaba por dentro de la camisa y leyó la inscripción latina en la pequeña medalla de plata: «HODIE MIHI, CRAS TIBI», hoy por mí, mañana por ti. Sumergió el amuleto en su vaso de whisky y después se lo llevó a la boca, y mientras lamía las gotas de licor británico se preguntó si a lo largo de su vida seguiría coleccionando trofeos de mujeres. Tenía una pitillera con las iniciales W.S. grabadas en la tapa, y ahora también un medallón en el que ponía «hodie mihi, cras tibi», hoy por mí, mañana por ti.
Henry empezó a ponerse sentimental y apático, y deseó estar lejos de aquel bar que ni siquiera hacía honor a su nombre. Al principio añoró estar junto a Tove y pidió otro whisky, pero entonces empezó a echar de menos volver a casa con Maud. No estaba resultando fácil.
Henry el agente secreto, es decir, Bill Yard, no quería hablar con nadie, porque cuando se es agente hay que mantener la boca cerrada y pasar lo más inadvertido posible. Cualquiera, ya fuera una hermosa y seductora mujer o algún charlatán de apariencia insignificante, podía ser un contraespía. Su gran arma en esta vida era saber juzgar a las personas bastante bien; esa era la razón por la que había logrado desenvolverse tan bien en el exilio. Henry afirmaba que era vidente y que podía distinguir claramente a las personas malas de las buenas. Pero tener aquella cualidad no era suficiente en el mundo del espionaje: allí había que estar constantemente alerta, ser desconfiado, escéptico. Aquello no iba demasiado con Henry. No encajaba para nada con su manera de ser.
Estaba en un bar lleno de humo, humedad y grasa en Fasanenstrasse. Henry había estado jugando al billar con un tipo de Kreuzberg. El alemán era increíblemente bueno, a pesar de faltarle un brazo, lo cual le había obligado a adoptar un estilo de juego realmente peculiar. Era demasiado joven para haber sido herido en la guerra, y Henry ya había escuchado su historia varias veces. Habían bebido bastante.
Le llamaban Franz por el héroe de Döblin, que también había perdido el brazo derecho. A Franz le gustaba jugar, y en el pasado había formado parte de un equipo de bolos bastante bueno. En el otoño de 1957 el equipo salió de gira para competir contra un par de clubes en Amsterdam. Una noche Franz y sus compañeros de equipo entrenaban en una bolera cuando de pronto irrumpió en el local un loco perturbado al que perseguía la policía. El hombre era un paranoico, y empezó a disparar uno tras otro contra todos los miembros del equipo de bolos. Cuando llegó el turno de Franz, tuvo la fortuna de que la bala impactara en su brazo. Entonces se encalló el revólver. Franz aprovechó la ocasión y mató al hombre con un bolo ornamental.
– Todavía conservo el bolo, Bill -dijo-. Puedes venir a casa para verlo.
– No, gracias -dijo Henry-. No tengo ningún interés en ver tu maldito bolo.
En cualquier caso, Franz había infligido una severa derrota a Henry en aquel bar lleno de humo, humedad y grasa de Fasanenstrasse, y el premio consistía en una ronda de cerveza y schnapps. Henry tuvo que pagar también la segunda ronda. Después Franz se empeñó en que quería seguir jugando y empezaron a discutir. Este manco del demonio no parece muy duro, pensó Henry. Además, Franz hablaba un inglés muy malo y estaban teniendo serias dificultades para insultarse.
Empezó a llover de nuevo, y esta vez no era una débil llovizna otoñal. Diluviaba sobre Fasanenstrasse y la basura era arrastrada en un feroz torrente por el borde de las aceras hasta desaparecer en las cloacas.
De pronto, sin previo aviso, Henry se puso muy furioso y empezó a empujar a Franz. Estaban al borde de llegar a los puños, y Henry no se dio cuenta de que una hermosa mujer de unos veinticinco años entraba en el bar, aparentemente para guarecerse de la lluvia. Supongo que así fue más o menos como debió de suceder.
– ¡Vete a la mierda! ¡No eres más que un jodido mentiroso! -gritó Henry en un mal alemán, y aquello ya fue demasiado para Franz.
El hombre al que llamaban Franz vació un vaso entero de cerveza sobre la cabeza de Henry y se marchó, muy consciente de su culpabilidad: él había tenido la culpa de toda aquella trifulca.
Una parte de la cerveza salpicó a la joven que acababa de entrar en el bar. Henry estaba borracho y enojado, y odiaba Berlín más que nunca. A pesar de todo, hizo un esfuerzo por disculparse.
– No tiene importancia -dijo la mujer.
– ¿Hablas inglés? -preguntó sorprendido.
– Soy inglesa -respondió la mujer.
Aquello cambiaba mucho las cosas, y así fue como Henry conoció a Verena, pues ese era su nombre, Verena Musgrave. Henry pensó que aquello era una feliz coincidencia.
Henry se sentó de nuevo en el taburete y la invitó a un cigarrillo Roth-Händle. La cerilla se encendió con una leve explosión tardía al rascar el fósforo.
– Hay muchos idiotas en esta ciudad -dijo Henry-. Un bolo…
– ¿Un bolo? -repitió Verena Musgrave.
Henry sacó a colación lo del perturbado de Amsterdam, el bolo y el impacto de bala en el brazo de Franz.
– Creo que no lo entiendo muy bien -dijo Verena.
– No hay nada que entender -repuso Henry-. Yo tampoco lo entiendo. Probablemente era un jodido mentiroso.
– Hace frío hoy -dijo Verena.
– Tómate un schnapps. Suele ayudar en estos casos. Si quieres puedo dejarte mi abrigo.
– No, gracias. Prefiero tomarme un schnapps.
Empezó a llover con más fuerza, y un malhumorado pastor alemán se coló dentro del bar para descansar y secarse en un rincón. Era un perro callejero, al igual que tantas otras criaturas en aquella ciudad.
– ¿Y qué tipo de asunto te ha traído a esta ciudad? -preguntó Henry, que había conseguido abrir sus enrojecidos ojos y fijarse bien en aquella joven.
– Trabajo de investigación. En el Archivo Estatal de Geheimes, en Dahlem.
– ¿Y qué hace allí alguien como tú?
– Buscar a gente. Gente que ha desaparecido, pero a la que aún no se puede dar por muerta.
– Vaya. No suena muy divertido.
– No lo es.
– Y entonces, ¿por qué lo haces?
– Es trabajo de investigación -repuso Verena tosiendo por culpa de los fuertes cigarrillos.
Henry el agente secreto intentó recobrar la compostura, centrarse y pensar un poco. Y, naturalmente, le vino a la cabeza Verner Hansson, el genio del ajedrez.
– Tengo un vecino allí en Suecia, en Estocolmo. Está un poco chiflado, pero está realmente fascinado por la gente desaparecida. De pequeño era un genio del ajedrez y fundó un club para jóvenes inventores…
Verena se echó a reír de una manera extraña.
– ¡Sí, ríete! -dijo Henry-. Pero es verdad. Se volvió un poco raro y empezó a interesarse por casos misteriosos de gente que desaparecía sin dejar rastro… muchachos que salían a buscar leña una noche fría de enero. No habría más de veinticinco pasos hasta la leñera, pero esa noche…
– ¿Desaparecían? -preguntó Verena volviendo a toser.
– Para siempre -dijo Henry encendiendo otro Roth-Händle-. Mi amigo Verner tiene un archivo entero de personas desaparecidas, que incluso codicia la policía. Seguro que te caería bien.
Pidieron otra ronda de cervezas y Henry, alias Bill Yard, siguió hablando, todo lo cortésmente que era capaz de ser cuando bebía, sin darse cuenta de lo lenguaraz que estaba siendo. Verena le explicó -como más tarde, con gran esfuerzo, conseguiría recordar- que vivía en una pensión regentada por una señora anciana, y que el edificio estaba lleno de pisos viejos cuyos propietarios habían desaparecido, la mayoría durante la guerra, pero nunca habían sido declarados oficialmente muertos. La pensión estaba ubicada en Bleibtreustrasse, no lejos de Savignyplatz.
Al agente secreto le gustaba Verena. Se la veía tan seria, de una extraña y vaga manera… Él estaba borracho, pero aun así era consciente de la situación hasta el punto de querer dar una buena impresión. Quería mostrar todo su poder de seducción allí en el bar. Así que se disculpó y fue al baño para mojarse la cabeza y quitarse la cerveza del pelo. Sentía que la cara le ardía, pero tenía frío.
Cuando volvió a la barra, Verena había desaparecido. Había pagado la última cerveza de él y se había marchado. Henry se derrumbó como un saco, completamente hundido. Salió del bar grasiento y lleno de humo de Fasanenstrasse, pensando que un montón de gente parecía haber desaparecido de su vida de repente.
Llevaba en Berlín más de dos semanas y no había recibido una sola señal, una sola indicación de cuál se suponía que debía ser su gran contribución a la libertad. Se había hospedado en el hotel que le habían ordenado. Todo había resultado perfecto y, que él supiera, no había despertado ninguna sospecha. Henry el agente secreto había interpretado el papel de un turista, y a esas alturas ya había paseado arriba y abajo por las calles de todos los barrios de la ciudad. Kreutzberg, Schöneberg, Tempelhof, Steglitz, Wedding, Charlottenburg… se los conocía todos by heart, como decían los ingleses. Y había visto el Muro, Die Mauer. Había visto el húmedo, chorreante y macizo muro que partía la ciudad en dos como una especie de terror arquitectónico. Atravesaba edificios, cruzaba por en medio de calles y plazas: los ladrillos eran mudos, y las lágrimas del silencio totalitario resbalaban por ambos lados.
Pero no había recibido la más mínima señal. Henry empezaba a sospechar que algo iba mal, que algo había ocurrido. Sin embargo, él era solo un pequeño engranaje en una maquinaria gigantesca. La Liga Girrman no era el único grupo dedicado a aquella forma de «beneficencia» y autosacrificio que consistía en ayudar a pasar personas de un bando a otro.
Al cabo del tiempo, Berlín se había convertido en un lugar bastante aburrido. Henry había escuchado suficiente buen jazz y había ido a todos los clubes de la ciudad, ya que oficialmente estaba allí para estudiar la escena musical. Pero incluso la música puede empezar a palidecer cuando uno se siente realmente abatido.
Aquel día en que salió del bar de Fasanenstrasse bastante ebrio después de la discusión con Franz y bastante defraudado después de la desaparición de Verena, Henry se tambaleó por las calles bajo la lluvia hasta llegar al hotel para acostarse. Se sentía borracho y enfermo, febril y débil a la vez, y lo único que quería era dormir.
– Buenos días, señor Yard -dijo el recepcionista en un pésimo inglés-. Hay una carta para usted -añadió, y le entregó un sobre.
Henry se puso muy nervioso, y se le pasó la borrachera camino de la habitación. Entró, se sentó con el abrigo mojado en la cama y abrió el sobre.
«Muy buena actuación, Bill Yard. Confiamos en ti. Tendrás noticias nuestras dentro de dos días. Dinero por adelantado. Franz.»
Henry leyó y releyó las palabras por lo menos quince veces. Después pasó sus dedos por los billetes nuevos de dólar, el equivalente a unas cinco mil coronas. No podía creer lo que veían sus ojos. Todo empezó a darle vueltas y se quedó dormido.
Al día siguiente tuvo que hacer grandes esfuerzos para recordar lo sucedido. Había dormido profundamente y sin soñar en toda la noche, con la ropa puesta, y ni siquiera recordaba qué aspecto tenía Verena Musgrave. Era pelirroja y pecosa, y tenía una nariz bastante grande, judía. Pero eso era todo. Había algo vago y difuso en ella. Le interesaba mucho más que aquel condenado Franz, con su dinero y sus hazañas de manco.
Después de almorzar, Henry bajó hasta Bleibtreustrasse para buscar la pensión que estaba cerca de Savignyplatz. El suelo temblaba y retumbaba bajo sus pies cuando los trenes del U-Bahn, el metro, pasaban por los túneles. Le costó bastante encontrar el camino, porque nunca usaba planos. Henry solía orientarse por el sol, pero estaba nublado. Berlín es una ciudad hundida y plana, con pocos monumentos que sirvan de referencia. Y lo de guiarse por el sol, ni soñarlo.
Andaba por las calles leyendo los carteles y preguntándose quién habría sido capaz de acordarse de los nombres de todas las calles bombardeadas después de la guerra. Algunas avenidas habían sido rebautizadas en homenaje a los nuevos héroes. Otras se habían restaurado, y tal vez sus nombres fueran la única indicación de la anterior existencia de unas calles que habían sido reducidas a ruinas y escombros humeantes, sin carteles ni números. La realidad eran ruinas y escombros humeantes, pero los nombres seguían vivos como las ideas, como los conceptos. En el subconsciente colectivo de los berlineses estaba la imagen de una ciudad con direcciones y plazas, y seguramente tras declararse la paz se sentaron con un plano en blanco para rebautizarlo todo de nuevo. Ni siquiera los órganos estalinistas pudieron acabar con un idioma.
Cierto es que aún había multitud de pensiones de aspecto ruinoso en Bleibtreustrasse. También había muchas señoras que las regentaban, entre ellas una anciana polaca muy parlanchina que llevaba su negocio con celo polaco. No tenía a ninguna Verena viviendo en su edificio, pero dejó caer que podía conseguirle otras muchas chicas con otros nombres.
Henry le dio las gracias por su consideración y desistió de su empeño. Se sentía decepcionado y abatido, un poco resacoso y malhumorado, así que entró en un bar. Pidió una cerveza y un schnapps como tentempié. En las paredes colgaban viejas placas de madera oscura que habían estado en las porterías de los edificios antes de la guerra. Henry leyó todos los nombres de una de las placas: Schultze, Hammerstein, Pintzki, Lange y Wilmers. Quizá también habían desaparecido, sin ser declarados muertos. Soldados desconocidos que seguirán siendo desconocidos.
Pasaron varios días en los que Henry no hizo nada en especial. Los días transcurrían como a menudo dejaba que pasaran. Permanecía tendido en la cama con las manos detrás de la cabeza, silbando monótonas melodías con la mirada fija en el techo. Así era como se tumbaban Leo y él de pequeños y jugaban a ver quién silbaba más desafinado. Leo ganaba casi siempre, con un sonido penetrante e insoportable que emitía inspirando el aire.
Henry permanecía allí tumbado, deseando estar en cualquier otro lugar. De repente se había visto con cinco mil coronas en billetes nuevos de dólar, pero no ocurría nada. Nadie contactaba con él, nadie quería que cruzara la frontera. Se sentía inútil.
Un día lluvioso y triste -el día más gris que había visto en su vida; decía que aquel día era como si no hubiera cielo sobre Berlín-, volvió a Bleibtreustrasse. Estaba decidido a buscar otra vez a Verena. No tenía nada mejor que hacer. Quizá lo único que quería era devolverle la invitación de la cerveza, o tal vez estuviera realmente enamorado de ella.
Hay momentos en la vida de una persona en los que busca algo: ya sea en el interior de una cajonera o inmerso en una gran metrópoli, la persona se dirige a ciegas hacia su objetivo. Aquel fue uno de esos momentos para Henry el agente secreto. Caminó por la calle neblinosa y entró en una pensión que no había visto la primera vez. La mujer que la regentaba era una anciana con aire de maestra de escuela, que llevaba un vestido negro y con el pelo gris rematado por un moño alto. Henry le preguntó si tenía una huésped llamada Verena Musgrave.
– ¿Se refiere usted a la inglesa? -dijo la anciana, y se le iluminó la cara.
– Sí, señora -contestó Henry.
– Último piso -indicó la mujer-. Habitación cuarenta y seis.
Henry subió las escaleras, sintiéndose algo nervioso. Todo el lugar exudaba un hedor rancio, mezcla de gasoil y ropa que ha estado colgada en un armario más de dos inviernos. Estaba oscuro y los escalones crujían. Aquí y allá se oían murmullos y fragmentos de conversación. Alguien estaba cocinando.
En la cuarta planta, una puerta grande y pesada daba acceso a un pasillo. Henry buscó la habitación 46. La puerta estaba entreabierta y se abrió un poco más cuando llamó con los nudillos. La habitación estaba vacía. Entró. Parecía como si su ocupante hubiera tenido que marcharse a toda prisa.
Henry supuso de inmediato que la anciana se había equivocado y bajó corriendo los cinco pisos para preguntarle si estaba segura de que se trataba de la habitación 46.
– ¿Está vacía la habitación? -preguntó la anciana, alarmada-. ¡No puede ser!
– Sí, está vacía -contestó Henry.
– Debe de haberse equivocado, jovencito -dijo la anciana, y miró en el libro de registros para asegurarse.
– Tal vez me haya equivocado allá arriba en la oscuridad -reconoció Henry-. Está tan apagado el día…
– Sí que está muy oscuro hoy -dijo la anciana-. Tiene que haberse equivocado.
Henry volvió a subir hasta el cuarto piso, completamente convencido de su error. Pero no era así. La habitación 46 estaba vacía, como si hubiera sido dejada a toda prisa. Tal vez se había ido simplemente sin pagar la cuenta.
Henry entró en la habitación. Las cortinas estaban echadas. Descorrió una, pero apenas se notó la diferencia. El armario estaba vacío y en su interior se balanceaban unas cuantas perchas. Olía a bolitas de naftalina.
Un espejo colgaba sobre el lavamanos que había junto al armario. Entre el cristal y el marco había un pequeño retrato. Henry lo cogió. Era una silueta, una de esas imágenes que algunos ancianos recortan al momento en los lugares concurridos por turistas. Aquella habría sido probablemente realizada por el hombre que se ponía cerca de los vagones de metro abandonados en Nollendorfplatz. Cobraba cinco marcos, un precio bastante barato.
Verena había vivido en aquella habitación. Henry reconoció al instante su perfil en la pequeña silueta de cartulina negra sobre fondo blanco: el pelo que le caía sobre la frente, la nariz con su graciosa protuberancia y el grueso labio inferior. Así era exactamente, pensó Henry. El retrato había sido recortado con pericia y sensibilidad.
Se lo guardó en el bolsillo y salió de la habitación. La anciana esperaba impaciente en el vestíbulo.
– ¿Y bien? ¿Se equivocaba usted? -preguntó con aire satisfecho.
– Sí -dijo Henry-. Me he equivocado por la oscuridad.
– Me lo imaginaba -contestó la anciana-. Se ve una chica muy decente.
Cruzó la calle, entró en un bar y pidió una cerveza. Encendió un Roth-Händle y empezó a elucubrar. Había algo muy extraño en toda aquella situación, pero no podía dilucidar qué era. Pensó en cada palabra que había dicho a las personas con las que había hablado, especialmente a Franz y a Verena. La conversación sobre los desaparecidos, el archivo de Dahlem, y aquella silueta. Guardó el retrato en su cartera, pensando en conservarlo como un recuerdo. Tal vez no estuviera realmente enamorado. No era más que un solitario agente secreto en Berlín.
Después de un duro mes de lluvia y niebla, de grasa y humo, de hollín y humedad en Berlín, Henry estaba a punto de desmoronarse. No había ocurrido nada, y ya ni siquiera le divertía salir por ahí a beber. Fue entonces cuando llegó otra carta, esta vez con matasellos de Estocolmo. Henry se quedó muy extrañado. Nadie en Suecia podía saber dónde se encontraba Bill Yard.
Abrió el sobre con angustiosa premura y leyó la carta totalmente estupefacto: «Sal de ahí, Bill. El juego ha terminado. Ve a ver a la señorita Verena Musgrave a la pensión Belleke, Bleibtreustrasse 15. Si encuentras su foto en el expositor de Kurfürstendamm 108, será el momento de marcharse. Eres muy valiente. Quema esta carta. W.S.».
Cuando una sensación de irrealidad se cierne en torno a alguien, o bien se vuelve totalmente paranoico por el shock o bien moviliza todos sus recursos físicos e intelectuales para intentar sacar el mejor partido de la situación. Durante un buen rato, Henry osciló entre la más pura paranoia y una absoluta lucidez. Después de leer y releer la carta una y otra vez, la quemó en el cenicero, se fumó cinco cigarrillos seguidos y empezó a meter desordenadamente su ropa en la maleta que contenía una docena de pasaportes falsos en el doble fondo. No veía razón alguna para sospechar de nadie en especial. Lo más desconcertante de todo era cómo diablos Wilhelm Sterner había llegado a involucrarse en todo aquello. Lo único que podía suponer era que W.S. era uno de aquellos importantes contactos que los cuáqueros tenían en Suecia, un hombre que había sido miembro del cuerpo diplomático. Pero Henry no entendía nada. Lo único que sabía era que tenía que ir a Kurfürstendamm 108.
Efectivamente, había un expositor publicitario en medio de la amplia acera. Contenía anuncios de tiendas de los alrededores, así como una serie de fotografías de mujeres del tipo «antes y después». Eran propaganda de la cirugía estética que se realizaba en un instituto de belleza: como aquellos anuncios de antes y después para culturistas en los que un escuálido oficinista se convertía en un bañista de poderosa musculatura.
Aunque, en este caso, era justo al contrario: aquí se eliminaban cosas en lugar de añadirlas. En las fotos aparecían dos mujeres cuya nariz presentaba la inconfundible protuberancia y que, paso a paso, adquirían un perfil ario. Según el texto, el instituto de belleza era famoso en todo el mundo.
Una de las mujeres de las fotos en el expositor era Verena Musgrave.