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Pelo

(Leo Morgan, 1963-1964)

Podría decirse que en el año 1963 estalló una crisis de ámbito mundial en el negocio de la peluquería, de la que aún no se ha recuperado completamente. Sin embargo, fue un año grande para Leo Morgan y para muchos otros que estaban encantados con su pelo al natural. El mundo estaba cambiando radicalmente. Leo era conocido como el hijo del legenderario Barón del Jazz, poeta y estrella infantil, recordado a partir de su aparición en El Rincón de Hyland y codiciado objeto de entrevista por parte de las revistas semanales. El precoz y muy tímido adolescente hacía declaraciones en muy raras ocasiones, pero cuando opinaba no se quedaba en la superficie y hablaba de todo, desde Imsen y el movimiento Maranata hasta los nuevos miembros de la Academia Sueca. En los muy contados días en que estaba de buen humor, incluso un mediocre periodista podía recoger pepitas de oro de alto quilate mediante una buena criba.

Naturalmente, la celebridad de Leo causó una gran impresión en la escuela. Se convirtió en un modelo para sus compañeros y el favorito de todos los profesores. Se esperaban de él las máximas calificaciones en todas las asignaturas, salvo en gimnasia, cuyo presionado y desesperado profesor tenía que comunicar al claustro su aprobado justo: una mancha insignificante en las por lo demás inmaculadas notas del joven Morgan.

Aquella fue la primavera en que Henry Morgan armó un gran escándalo al desertar. Huyó del ejército, atravesó la frontera sueca y se exilió en Copenhague. Lo cierto es que el escándalo no tuvo mucha repercusión, ya que se acalló de forma bastante efectiva. Todo el mundo hablaba de ello, aunque no públicamente. Henry se convirtió en una especie de héroe secreto. Pero como casi nunca paraba por casa, Leo fue incapaz de experimentar una sensación irreparable de pérdida. A Greta, claro está, se la veía en un permanente estado de preocupación, pero el joven muchacho conocía muy bien la naturaleza de su aflicción. No era el tipo habitual de quejas y lamentaciones. Era como si Greta, en el fondo, supiera que tarde o temprano Henry volvería, y no tenía ningún sentido retorcerse las manos amargamente por él. Henry siempre había vuelto.

Y este parecía arreglárselas bastante bien. Pronto empezaron a llegar cartas de Copenhague, en las que explicaba que un grupo de gente llamados cuáqueros lo cuidaban muy bien. Greta y Leo buscaron la palabra en el diccionario y lo que encontraron no sonaba nada mal. Había otros muchos que lo estaban pasando peor.

Las cosas iban indudablemente mucho peor en casa de los Hansson. Con los años Verner no se había vuelto menos raro. Ahora estaba en el instituto, al que pronto iría también Leo, y se habían distanciado un poco. Se acabaron los juegos, así como la colección de sellos, el club de las llaves y otras actividades. Verner había fundado el Club de Jóvenes Inventores -sin ningún éxito, ya que a esa edad los chicos están mucho más interesados en explorar el cuerpo femenino-, y seguía cada vez más obsesionado con sus investigaciones sobre personas desaparecidas. El archivo de Verner no dejaba de crecer y crecer al tiempo que elucubraba y conjeturaba, hacía gráficas y elaboraba hipótesis tanto para algunos casos individuales como para aspectos más generales. Una de sus teorías globales era que toda la gente desaparecida estaba reunida en alguna parte del planeta, pasándolo bien y divirtiéndose con los vanos intentos de los detectives que intentaban localizarlos. Todos habían desaparecido a través de una especie de grieta de nuestra realidad, una puerta hacia otro mundo solo conocida por los conspiradores elegidos.

La señora Hansson creía que el muchacho había perdido el juicio porque no tenía un padre al que admirar y respetar. En realidad ella nunca había intentado corregir su delirio de que su padre le estaba esperando en una isla de los mares del Sur. Las cosas tampoco mejoraron cuando aquella primavera se estrenó con gran éxito la serie de televisión Villervalle en los mares del Sur. Verner se sentaba frente al televisor y naturalmente era a sí mismo y a «Hansson» -como llamaba a su padre ausente- a quienes veía en la pantalla. Su madre continuaba negándose a explicarle lo que ella sabía acerca de su padre, y quizá aquello empeoraba las cosas. Tenía algo que esconder que podía dañar al muchacho, quería protegerlo de la realidad, y, como cualquier intento de proteger a alguien de la realidad, estaba abocado al fracaso.

Tras consultarlo con algunos profesores del instituto, aquel verano envió a su hijo a Inglaterra, a un curso de idiomas en Bournemouth. La señora Hansson tuvo que ahorrar hasta la última moneda a fin de reunir la cantidad necesaria para pagar el viaje, pero finalmente lo consiguió gracias a una beca del colegio. Verner no tenía ningunas ganas de ir, y su madre tuvo que convencerlo. Fue algo de lo que acabaría arrepintiéndose amargamente.

Cuando regresó a casa del curso de idiomas en Bournemouth, Inglaterra, en el otoño de 1963, lo único que permitiría identificar a Verner Hansson eran sus huellas dactilares. La intención había sido que un cambio le sentaría bien, así como respirar aire puro del mar y hacer nuevos amigos que desviaran la atención de Verner sobre todo lo que rondaba por su cabeza, que no era demasiado agradable.

La cura, innegablemente, había sido muy efectiva. El antiguo Verner había muerto. En un mes y medio -el curso consistía en un aprendizaje intensivo durante seis semanas en un ambiente alegre y juvenil, como rezaba el anuncio-, el muchacho había dejado de ser un empollón con granos y caspa para convertirse en algo que señalaba el comienzo de una nueva era en la historia de Occidente. El anodino y maloliente genio del ajedrez que se mordía las uñas y recababa información de lo más dispar, el presidente del Club de Jóvenes Inventores que dejó Suecia el día del solsticio de verano, volvió a finales de agosto como una persona completamente distinta. Su cabello graso y casposo se veía de repente limpio y clareado por las largas tardes pasadas al sol en las rocosas playas inglesas, y, lo peor de todo, se curvaba hacia delante en un flequillo, un flequillo Beatle. Además, se había deshecho de su vieja ropa -aquellos harapos grises y gruesos que picaban, remendados con parches y manchados con marcas de sudor- y se había comprado ropa nueva, cosas modernas, durante una visita a Londres.

Verner Hansson se presentó en el instituto dos días después de que empezaran las clases, y ya solo aquella tardanza hacía suponer que algo extraño había sucedido. El muchacho parecía avanzar flotando sobre unas botas de tacón alto que él llamaba boots a la manera inglesa, con aquel alucinante flequillo que le caía sobre los ojos y su pelo lavado con champú ondeando al viento. Había ocurrido un milagro.

Pero, en esencia, aquel milagro tenía una explicación. Verner Hansson había estado viviendo en casa de una familia con dos hijas adolescentes, que casi se mueren de risa al ver aparecer al palurdo sueco con granos que parecía tener unos cien años. Por lo visto, enseguida se vieron acometidas por una histérica alegría creativa que dirigieron hacia el pobre Verner, quien durante un período de varios frenéticos días sufrió en sus carnes un tratamiento de doctor Jekyll y míster Hyde sin parangón. Sumergieron al muchacho en una bañera y prendieron fuego a su asquerosa ropa en un barreño en el patio. Y, de paso, procuraron que el joven perdiera la virginidad. Y eso hicieron. Verner Hansson encontró una nueva grieta en nuestra realidad, una puerta hacia otro mundo solo conocida por los conspiradores elegidos. Y hay motivos para creer que durante las seis semanas que duró su estancia en Bournemout se dedicó en cuerpo y alma a aprovechar aquella oportunidad que le habían brindado, y que las chicas sacaron gran provecho de su inversión.

Naturalmente, el vikingo Verner se había traído consigo varios discos de sus conquistas en el Oeste. El primero y más importante era «Please Please Me» de los Vétales, y cuando aquel disco empezó a sonar a todo volumen en el edificio de Verner, ya nada volvió a ser igual. Claro que a la señora Hansson estuvo a punto de darle un ataque, y se arrepintió profundamente de haber pagado una pequeña fortuna para transformar a un muchacho un poco raro pero al menos sensato en un joven aún más raro y nada sensato. Lo miraras por donde lo miraras, había sido un mal negocio.

Pero la transformación era tanto inevitable como contagiosa. Muy pronto Leo y otros muchachos de la escuela escuchaban a los Beatles, y Verner incluso había empezado a fumar: parecía encajar a la perfección con su nuevo estilo de peinado y las boots en los pies.

La metamorfosis de Verner afectó profundamente a Leo, así como a todo el que lo conocía. De repente el joven Morgan empezó a pasar fines de semana enteros yendo de aquí para allá entre la radio -intentando sintonizar la canción en las emisoras de éxito- y el cuarto de baño, donde a escondidas se peinaba el flequillo sobre la frente, curvándolo a lo largo de las cejas, y se examinaba en el espejo desde todos los ángulos. Un día, sin previo aviso, salió del cuarto de baño con el flequillo peinado hacia abajo. El flequillo le caía sobre la frente, y se sentía un poco raro pero en cierto modo absolutamente esencial. No capitularía nunca. Elvis y Tommy no significaban ya nada para Leo. Él pertenecía a la nueva escuela. El pop era lo que se llevaba. Las piedras sueltas que pronto se convertirían en una auténtica avalancha empezaban a rodar.

«Repartamos alas /en cada esquina /siempre hay alguien que se atreve/a acariciar el cielo interior», escribió el poeta Leo Morgan, y eso era justo lo que había sucedido. Existía un infinito número de jóvenes almas que se atrevían a acariciar el aire interior que llenaba los pulmones de todos con el poder para gritar. Aquellas líricas frases eran en realidad la expresión de un inmenso éxtasis, que exigía su tributo en forma de flequillo cayendo sobre los ojos, chaleco negro, tejanos y zapatillas deportivas en las que ponía «BEATLES». Por entonces las palabras «BEATLES» y «STONES» estaban en casi todas partes, y en la primavera del sesenta y cuatro Leo Morgan metió su herbario en bolsas de plástico dobles y lo guardó dentro de un armario, porque ya no quería mirarlo más. Todo aquello pertenecía a su infancia, y la antigua estrella infantil se había convertido en un adolescente.

Henry el oficinista se encontraba por entonces en pleno ojo del huracán, en Londres, Inglaterra. Trabajaba en Smiths & Hamilton Ltd., en algo que Greta y Leo nunca entendieron muy bien. Tenía que ver con la correspondencia. También había estado en Berlín, donde había escuchado jazz, había visto el horrible Muro y solo Dios sabe qué otras cosas habría hecho durante su primer año de exilio. Greta se preguntaba si volvería pronto a casa, y al cabo de unas semanas Henry escribió contando que estaba viviendo con una «chica» llamada Lana, y que se sentía muy a gusto con ella. En realidad, la tal Lana tenía casi la misma edad que Greta y a duras penas podía considerársela una «chica», pero Henry mintió deliberadamente, como siempre hacía para tranquilizar a sus más allegados.

Como se ha dicho, Londres era el corazón desde el que se bombeaba sangre nueva a todos los jóvenes reprimidos del mundo con una asignación semanal bastante abultada. Había surgido toda una industria que producía artículos que de una manera u otra podían relacionarse con el pop, los Beatles y la nueva manera de ser. Había camisetas, bufandas, calcetines, ropa interior, pósters, libros, discos y álbumes destinados a los adoradores de ídolos, y Henry envió a casa todo un cargamento para alegría de su hermano pequeño.

Así fue como Leo se convirtió en el orgulloso poseedor de una camiseta de los Beatles de terciopelo naranja varios meses antes de que la moda se extendiera por Suecia. Aquello hizo que de pronto pasara a ser una presa muy codiciada por un buen número de chicas con instinto de caza. Además, Leo era un joven muy sensible; no era bruto ni cruel como la mayoría. Después de todo escribía poesía, y nunca parecía tener intenciones de «pasarse». Él y Verner empezaron a recibir invitaciones a fiestas, a las que acudían sin dudarlo. Antes no habría habido lugar a discusión: habrían preferido quedarse encerrados en sus clubes y en sus experimentos. Pero los tiempos habían cambiado. Las chicas los invitaban a fiestas con cerveza, palomitas y bailes en habitaciones oscuras. Era allí cuando la mayoría de los chicos intentaban «pasarse», es decir, meter la mano debajo del jersey de las chicas, sobarles los pechos y susurrarles al oído fragmentos de 491, la escandalosa novela de alto voltaje sexual de Lars Goerling.

Pero Leo no era así. Él era un poco como George Harrison. John era el más duro, Paul el más dulce, George el más romántico y Ringo era simplemente feo. Leo recordaba más a George, y cuando bailaba una lenta, como «Love Me Do», nunca intentaba hacer nada raro -tampoco es que fuera un gran bailarín, y nadie lo había visto nunca bailar el twist-, pero parecía un poco más sensible que los demás muchachos. Y era precisamente aquella sensibilidad la que hacía que las chicas se pelearan por él. Podría pensarse que cierta delicadeza de sentimientos o la modestia podían ser una desventaja para un chico, un obstáculo, pero no sucedía así en absoluto, porque lo mejor de los Beatles era que no eran como los tipos duros de las viejas bandas de rock and roll. Los Beatles podían ofrecer esa imagen un tanto desaliñada y potente en la superficie, pero en el fondo eran dulces y románticos, al igual que Leo.

Una de las más devotas admiradoras de Leo era Eva Eld, un nombre que sin duda debió de cautivar al poeta, ya que eld significa «fuego» en sueco. Eva Eld solía dar fiestas en su casa y, como sus padres eran de muy buena posición, eran fiestas por todo lo alto. Los muchachos más esnobs llevaban corbata y algunas de las chicas lucían vestido largo. Se bailaba foxtrot al compás de las mejores canciones de los Beatles, y la madre de Eva se encargaba de que hubiera grandes cantidades de rosbif, ensalada de patatas, cervezas y refrescos. Leo sabía cómo tener encantada a aquella mujercita, y también que el mueble bar de su padre estaba muy bien surtido. No importaba si llevaba consigo a otros cinco jóvenes majaderos; Eva siempre le perdonaría lo que fuera, ya que pensaba que podía ver a través de aquella coraza de dureza que Leo trataba en vano de crear a su alrededor. Ella estaba segura de que él la amaba y, cuando en un momento de descuido, le besó en la boca, él pareció sorprendido, como si nunca hubiera creído que alguien quisiera darle un beso en los labios. Una vez le pidió una fotografía de ella y se la guardó en la cartera, donde antes había llevado los autógrafos de las estrellas televisivas Lill-Babs, Lasse Lönndahl y Gunnar Wiklund. Aquellas aberraciones grafológicas habían desaparecido hacía tiempo. Eva Eld era mucho mejor: le recordaba un poco a la fotografía de una estrella de cine que Leo tuvo una vez. Solo que no podía recordar de quién se trataba.

Tenía una gran colección de fotografías de estrellas cinematográficas, y también pudo quedarse con los centenares que había reunido Henry hasta que se cansó de aquellas chiquilladas. Ahora estaban todas juntas en una caja de cartón en el desván del edificio. En algún momento de aquella cruel primavera debió de subir a hurtadillas hasta el ático completamente solo, encontrar aquella caja en concreto y empezar a buscar a la actriz de cine que se parecía a Eva Eld. Empezó a pasar de forma rápida y sistemática las fotografías apiladas en perfectos montones de veinticinco cada uno, sujetos por dos gomas elásticas entrecruzadas. Doris Day, Esther Williams, Ulla Jacobsson, Tyrone Power, Tony Curtis, Robert Taylor, Clark Gable, Catarina Valente, Aland Ladd, Brigitte Bardot, Humphrey Bogart, Scott Brady, Sophia Loren, James Dean, Burt Lancaster, Kim Novak, Gregory Peck, Pat Boone, Tommy & Elvis, Ingo & Floyd… todos aquellos extraordinarios nombres revolotearon por su mente trayendo a su memoria los primeros días de la primavera en que la nieve se fundía en las aceras, dejando tras sí riachuelos de arena y vapor que olían de una forma muy especial. Y en medio de aquellos regueros estaban todos los críos cambiando fotos de estrellas de cine, saltando a la comba, jugando a la rayuela o haciendo girar el hula-hop que habían comprado en Epa. Todo aquello parecía tan aburrido y pasado de moda… La nueva primavera olía de otro modo. Olía a humo de cigarrillos y a perfume. Y, por cierto, la estrella de cine que se parecía tanto a Eva Eld era Rosemary Clooney.