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(Henry Morgan, 1964-1965)
«¡Sé mi Boswell!» era una de las exhortaciones más habituales de Henry Morgan, y un escritor no puede renunciar a un par de buenas historias que se le ofrecen de forma totalmente gratuita. Como se ha visto, en el camino de Henry hacia París se presentaron varios obstáculos y extraños retrasos que en algunos casos traspasaban completamente los límites de la razón. Pero también era evidente que tarde o temprano acabaría en Londres, la mismísima ciudad del doctor Jonson, donde todo maestro en el arte de la conversación tiene que apagar su sed y humedecer su lengua. La historia de Henry el oficinista comienza hacia finales del año 1963.
La señora Dolan nunca llamaba a la puerta: la empujaba con la punta del zapato por la sencilla razón de que siempre llevaba dos o tres bandejas de desayunos una encima de la otra, sin posibilidad alguna de soltar siquiera una mano. La verdad es que nunca logró estar mano sobre mano, ya que el conserje de la pensión era inusualmente vago. Había adoptado a Andy Capp como su dios del hogar, y aunque se levantaba muy temprano solo era para tumbarse en un sillón frente al televisor de la sala de estar.
– Buenos días, señor Morgan -dijo la señora Dolan-. ¿Qué clase de mundo es el que os vamos a dejar a los jóvenes? -Suspiró-. Ya han asesinado al mismo asesino. Bueno, supongo que para el caso es lo mismo. No parecía tener muchas luces.
– Oh, cielos -dijo Henry, soñoliento.
– Que desayune bien, señor Morgan.
La señora Dolan desapareció con la misma rapidez con la que había llegado. Era muy habladora, pero nunca se entrometía innecesariamente. A Henry le gustaba la señora, y el sentimiento era mutuo. Para entonces ya le había permitido mudarse a una de las mejores habitaciones. Estaba ubicada en la planta superior del edificio con vistas sobre los tejados, e incluso era posible atisbar algunos árboles del Hyde Park si te inclinabas sobre el alféizar de la ventana y estirabas el cuello. Henry lo había hecho.
Llevaba dos semanas en Londres. Había buscado trabajo pero aún no había encontrado nada. Todavía le quedaba algo del dinero que el manco Franz le había dado en Berlín. Aunque sentía como si fuera dinero ensangrentado que no se había ganado. No era dinero limpio.
La estancia de Henry el agente secreto, alias Bill Yard, en Berlín, así como su marcha de allí, habían sido cuando menos caóticas. Siguiendo el desconcertante aviso de W.S., había huido como alma que lleva el diablo. No había entendido nada de aquello, ni tampoco quería. Incluso había arrojado la imagen con la silueta de Verena Musgrave al canal. Fue una de las escasas ocasiones en que Henry reconoció haber temido por su vida. Para él era inconcebible regresar a Copenhague convertido en un gran fracasado y un estúpido que no podía explicar algo que resultaba inexplicable. El ocultismo y la rinoplastia nunca fueron los fuertes de Bill Yard.
Así pues, lo mejor era subirse al primer tren que saliera de la ciudad, que resultó ser el expreso de Londres. Al cambio de moneda había recibido unas quinientas libras esterlinas, dinero suficiente para sobrevivir durante un tiempo. Pero el señor Morgan era un joven emprendedor de veintiún años que no tenía intención de dormirse en los laureles. Quería trabajar, hacer algo. Se sentía inquieto; ya estaba harto de hacer turismo o de estar tumbado con los brazos cruzados bajo la cabeza y silbando monótonas melodías con la mirada puesta en el techo de la pensión.
Aquella mañana engulló rápidamente el desayuno y se puso la gabardina blanca y amplia que había comprado en una tienda de segunda mano en Kensington. Bajó la bandeja del desayuno a la señora Dolan, que estaba en la cocina. Ella le agradeció su ayuda. Le dijo que el señor Morgan era el huésped más gentil que había tenido desde el noruego, que había llegado justo después de la guerra. A sus ojos, todos los escandinavos eran héroes como Dag Hammarskjöld en mayor o menor grado. Sentía lástima por todos los escandinavos. Dinamarca y Noruega habían sido ocupadas por Hitler, los finlandeses tenían a los rusos acechando a sus espaldas, mientras que los suecos siempre parecían estar tristes.
– Alguien tuvo que haberle hecho daño a su gente en el pasado -dijo la señora Dolan-. Por eso se les ve siempre tan melancólicos. Aunque usted no, claro está, señor Morgan. Usted no parece nada triste. Usted tiene un brillo especial en la mirada y pronto va a encontrar trabajo. Todo saldrá bien, ya lo verá.
Una ciudad irreal. El humo amarillento se deslizaba por los callejones, rozando contra los cristales de las ventanas, y «bajo la neblina parduzca de un amanecer invernal / una muchedumbre avanzaba por el puente de Londres». «La bóveda del río está rota: los dedos de las últimas hojas / se aferran y se hunden en el húmedo cauce.» La música ascendía lentamente hacia él desde las aguas. «Dulce Támesis, fluye suavemente hasta que acabe mi canción…»
Allí pasó cerca de un año, y no tengo intención de hablar de todos los partidos de fútbol con Bobby Charlton que vio, ni de sus paseos solitarios por el Támesis mientras la niebla cubría las barcazas sobre el agua y la lluvia suspiraba apacible sobre las calzadas y él se metía en un bar para calentarse con una Guinness y un whisky, que es precisamente lo que se tiene que hacer cuando se es un héroe en Londres y al mismo tiempo en una novela.
Y desde luego que hay tiempo para hablar de todo ese humo amarillento que se deslizaba por los callejones, como por supuesto también lo hay para hablar del hombre apropiado en el momento oportuno que se mete en un pub y habla sobre la vida y la muerte y todo ese humo amarillento. Henry entró en un pub mucho después de que dispararan a Kennedy y se perdió la retransmisión televisiva -eso solo eran algunos datos-, y lo mismo le sucedería con Oswald. Pero Henry era avispado y las cogía todas al vuelo, y enseguida se vio envuelto en una discusión sobre la CIA, Kennedy, Cuba y Jruschov. Y los tipos del pub bien podrían haber creído que aquel sueco encorbatado era un ministro del gabinete o como mínimo un adusto académico especializado en ciencias políticas.
Su excepcional capacidad para convencer de lo que fuera a cualquier interlocutor hizo que pronto consiguiera permiso de trabajo en Londres y un buen empleo en un despacho, donde debía encargarse de la correspondencia con Escandinavia. Los ingleses se movían a sus anchas por las oficinas de Smiths & Hamilton Ltd., una empresa dedicada al negocio del papel, principalmente de Finlandia y Suecia. Y aquel trabajo le venía a Henry como anillo al dedo. Por añadidura, en S &HLtd. había al menos media docena de chicas que, a sus ojos, no estaban del todo mal.
No es que hubiera mucho que hacer durante la jornada. La correspondencia fluía tan lentamente como el Don, y Henry trabajaba un poco en esto o en aquello, dependiendo de su estado anímico. Los jefes consideraban que era un auténtico hallazgo y que había aprendido rápidamente los entresijos del negocio. Le daban golpecitos en la espalda y le prometían el cielo y las estrellas si continuaba aprendiendo a ese ritmo. Pero Henry carecía totalmente de ese tipo de ambiciones que los jefes suelen esperar de sus empleados. Aquello no era más que una estación de paso, un alto en su camino a París.
Pero Londres era el Swinging London, y esa primavera de 1964 en que Cassius Clay se convirtió en campeón mundial de boxeo, los Beatles se convirtieron en campeones del mundo por derecho propio. Todo Londres, Gran Bretaña y el mundo entero vivían la beatlemanía. «She Loves You» sonaba en todas las gramolas y en los cines daban A Hard Day’s Night, que a Henry el oficinista le parecía bastante frívola. Toda la escena pop era bastante frívola. Aunque no pudo resistirse a enviar a casa un par de vinilos y algunos accesorios que le gustarían a Leo. Se trataba de camisetas y pósters de John, Paul, George y Ringo. Henry se preguntaba si Leo estaría muy alto, si es que había crecido algo. En ocasiones le entraba una tremenda añoranza, sobre todo durante algunas festividades. Pero nunca dejaba de guardar el Sabbat. Henry siempre observaba el Sabbat e incluso la menor de las fiestas señaladas en el calendario descansando, comiendo y añorando.
El pop nunca fue santo de su devoción. Henry era un pianista de jazz y, como otros muchos amantes del jazz espantados y desesperados, frecuentaba los sótanos donde escuchar y seguir las nuevas tendencias de vanguardia. Era una tropa cada vez más diezmada la que seguía acudiendo a los clubes de jazz, y Henry comprendió que de alguna extraña manera había perdido el paso respecto a los nuevos tiempos. Henry Morgan se había quedado rezagado: él era de hecho la persona menos moderna que se pudiera imaginar. Mientras toda la gente de su edad se encaminaba a Carnaby Street para vestirse con los atavíos del pop, Henry Morgan seguía moviéndose por ahí con su vieja chaqueta de tweed -bueno, se había comprado una nueva en Londres-, su jersey y su corbata. Las chicas de la oficina le insistían para que se modernizara un poco, diciéndole que su forma de vestir estaba muy anticuada, pero sin resultado alguno.
Henry era y sería siempre un alegre outsider, un inconformista. Gracias a la obra de Colin Wilson, un outsider era un tipo de persona que se había puesto de moda entre los intelectuales y los músicos de jazz, pero estaba claro que un outsider no podía ser una persona alegre. Tenía que ser alguien atormentado, que nunca encajaba en ningún lugar; era alguien que se mantenía apartado, en la periferia, y que cuando las cosas se ponían realmente mal se alejaba tanto que llegaba a quitarse la vida, como hizo el antiguo pianista del Bear Quartet. Aquel sí que fue un auténtico outsider.
Pero la odisea en la que Henry se había embarcado a lo largo y ancho de Europa no tenía nada que ver con la búsqueda de algo o con intentar encontrar el verdadero sentido del ser y la existencia, como dirían los profundos pensadores sartrianos. Henry no estaba buscando nada: estaba huyendo de algo. Pero incluso aquella huida había llegado pronto a su final. En Londres ya había olvidado prácticamente su condición de desertor y de amante eterno de Maud. En suma, había aprendido a vivir, y era tanta su curiosidad respecto a todo que tenía que seguir adelante. Quería ver más, ver cuanto pudiera hasta quedar saciado. Quería ver, oír, oler, catar y arrasar con todo lo que encontrara en su camino. Por esa razón muchos lo percibían como un joven audaz y singular, que en cualquier momento podría convertirse en un héroe, cuando se presentara la ocasión. Se equivocaban. Henry era simplemente como Sven Dufva, el personaje de Runeberg, con una insaciable sed y un hambre voraz por la vida.
Así pues, Henry escuchaba grandes dosis de buen jazz, pero también entró en contacto con la tradición del music-hall. Era una feliz combinación de viejas canciones de los días de la Gran Guerra y melodías de corte totalmente moderno con letras descaradas, estúpidas y absurdas. Henry se quedó totalmente fascinado por un hombre alto y enjuto, que parecía un travesti y cantaba en falsete. Se llamaba Tiny Tim, y tocaba el ukelele en uno de los clubes favoritos de Henry. Este también empezó a escribir canciones. Se sentaba al primer piano que le dejaban y escribía canciones que luego vendía por una pinta de Guinness.
Henry también aseguraba -algo que nunca se pudo refutar ni probar- que el original de «Mrs. Brown You Got a Lovely Daughter» de Herman’s Hermits había sido escrito por el propio Henry Morgan. Un día estaba sentado en el despacho de Smiths & Hamilton Ltd., mirando a una secretaria de belleza despampanante, de la que siempre se burlaba por tener en su mesa una foto de los Beatles. Ella le devolvía la pulla, diciéndole que era un raro y un anticuado. La chica se llamaba O’Keen y era del norte. Era ella a quien Henry tenía en mente cuando escribió «Miss O’Keen You Are a Naughty Daughter», con el mismo estribillo del que Herman’s Hermits se apropiaría más adelante. Henry había tocado la canción con gran éxito en una fiesta de la empresa. Más tarde la presentó a una discográfica, que le pagó cincuenta libras esterlinas y le dijo que no era un buen momento para su lanzamiento. Varios años más tarde apareció la canción, convenientemente remozada, pero para entonces Henry ya se había marchado. Tampoco es que le interesara armar mucho revuelo. Era un hombre de naturaleza generosa. En su opinión, los ingleses le habían tratado bien.
La más encantadora de todos ellos había sido Lana Highbottom. Henry no gozaba de mucho predicamento entre las chicas jóvenes de Smiths & Hamilton Ltd., porque todas estaban locas por los Beatles. Y cualquier joven que no se pareciera a los Beatles podría considerarse descartado.
Pero Lana Highbottom era diferente. Era ya una mujer madura, casi demasiado madura. Recientemente había llegado a Estocolmo una felicitación navideña para Henry el oficinista, con fotografías de la mujer y de sus dos hijos pálidos, típicamente ingleses. Las fotografías no explicaban el entusiasmo de Henry por Lana. Según él, no la favorecían en absoluto. Además, sus cualidades no se apreciaban en la superficie, y eso, a largo plazo, era lo único que importaba.
En la oficina Lana Highbottom tenía fama de ser bastante exasperante. Hablaba casi tanto como Henry. Era una mujer de cuarenta años, viuda de un motorista que había conducido demasiado rápido. Vivía en Paddington con su anciana madre, que también se había mudado desde Liverpool, y eso era lo único que la redimía, según las chicas jóvenes de la oficina. «Liddypoool…», decían con ojos brillante de regocijo.
Cuando había que quedarse trabajando horas extras en el despacho, Lana siempre se ofrecía, y además sin quejarse. Y como Henry era el novato de la empresa, a veces también tenía que quedarse hasta tarde haciendo algún tipo de inventario en el archivo, y así fue como empezó todo.
No habían pasado más de dos minutos desde que Henry empezara a hojear algunas carpetas de la sala de archivos cuando Lana entró y le besó en la boca. Le arrebató los papeles de las manos, puso los brazos de él alrededor de su rollizo cuerpo y le metió el muslo entre las piernas.
En ese tipo de situaciones a Henry no le importaban mucho las formas, pero aun así pensaba que aquel no era el lugar más romántico del mundo. Olía a polvo de archivo, goma de borrar, tinta, papel secante y carbón. Así que mientras Lana le metía los dedos entre el pelo y le daba mordisquitos en la oreja, él trató de detenerla.
– No, Lana -logró decir en medio de los ardientes besos-. Aquí no. No… podemos… hacerlo aquí…
– Oh, sí… podemos -jadeaba Lana-. No hay nadie en todo… el edificio -continuó ella, empujando al joven sueco contra los archivadores metálicos, que retumbaron como un trueno.
Lana Highbottom cruzó los brazos apasionadamente alrededor del cuello de Henry, y aun así, como si fuera una actriz experimentada, logró deshacer el nudo de su corbata para darle unos tórridos besos en el cuello. Entonces Henry estuvo perdido. Ya no podía parar; no quería parar. No había estado con una mujer desde hacía quién sabe cuánto y Lana sabía qué artimañas usar. Ella era cuando menos lasciva, y Henry era un depravado, y así es como pasó lo que tenía que pasar.
– Ahhh, Henry… -suspiraba Lana-. Eres mi tigre, mi minero… -jadeaba sobre un informe anual de 1957.
El hecho era que Lana creía que Henry era exactamente igual a Tom Jones, el minero, el tigre de Gales. Henry se sintió muy halagado.
A aquello siguió un breve período de felicidad para Henry el oficinista. Lana se pasaba por su pensión un par de veces por semana. Él disfrutaba mucho de su tratamiento terapéutico, aunque tuviera que tragarse lo de Tom Jones. Lana se abalanzaba sobre él como una hambrienta amazona, y después, cuando ella lo dejaba para irse a su casa con sus dos pálidos hijos y su anciana madre de Liverpool, Henry se quedaba en la cama durante un buen rato, fumando. Luego se iba a un pub para tomar un trago y disfrutar de su soledad.
Fue más o menos por esa época, hacia finales de 1964, en medio de la efervescencia juvenil pop, cuando Henry comenzó a trabajar en su oeuvre majeur, «Europa, fragmentos en descomposición». Aún no sabía que la pieza llevaría ese título; no lo sabría hasta regresar a Suecia a finales de los años sesenta. Pero había tenido la visión de una composición larga y unitaria que describiera su periplo europeo. La idea le sedujo: le acompañaría como un auténtico y leal camarada de viaje.
Como se ha mencionado, el período de felicidad de Henry el oficinista fue breve. Con el tiempo la historia con Lana Highbottom fue convirtiéndose en algo extremadamente fastidioso, ya que a Lana le costaba mucho reprimir su pasión y tampoco era capaz de diferenciar una cosa de otra: no podía comprender que cada actividad tenía su lugar. La mera presencia de Henry Morgan era superior a sus fuerzas. Lana lo veía en el despacho todo el día, y mientras el joven sueco iba por allí silbando canciones de moda sin prestarle atención, ella lanzaba largas, anhelantes y apasionadas miradas a su viril amante, su Tom Jones. Ella devoraba literalmente a su minero.
En cuanto Henry se acercaba al despacho, empezaba a dolerle el estómago. Cuando se beneficiaba a Lana Highbottom en la pensión todo iba sobre ruedas, pero en la oficina las cosas empezaron a ponerse complicadas. A Henry le importaba mucho qué pensaría la gente, y siempre estaba muy angustiado por el que dirán. Si de pronto se corría la voz por Smiths & Hamilton Ltd. de que se estaba acostando con Lana Highbottom, se convertiría en el hazmerreír de todos.
El breve período de felicidad tuvo un final desastroso. Lana Highbottom había ido a visitar a Henry en su habitación de la pensión de la señora Dolan para suministrarle su cura. Como de costumbre, cuando se marchó bajaba las escaleras entre risitas sofocadas de gozo. Henry se quedó en la cama desnudo y aturdido, fumando. No era especialmente tarde. Lana solía irse pronto porque tenía hijos y una anciana madre de los que cuidar en Paddington.
La noche aún era joven. Henry se vistió rápidamente y bajó al pub, donde ya era un habitual. Si el piano estaba libre, solía sentarse al teclado y tocar algunas canciones de moda. A cambio, le invitaban a un par de cervezas. Esa noche en concreto se sentó ante el maltrecho piano y comenzó a tocar una versión jazzy de «A Hard Day’s Night». Era lo que la gente quería escuchar.
Todo el mundo disfrutó mucho con su revisión del «A Hard Day’s Night», a excepción de un individuo gigantón picado de viruelas. Parecía como si un autobús le hubiera pasado varias veces por encima de la cara. Tenía la frente hundida, las cejas destrozadas, y quién sabe qué le habría pasado a la nariz. Sus puños velludos casi rozaban el suelo y toda su fisonomía parecía directamente sacada de las ilustraciones de los libros de texto sobre los albores de la humanidad.
Es probable que el pianista del pub Henry Morgan no reparara en aquel prehistórico ejemplar de Cromagnon, y ya estaba calentando con los dedos cuando fue interrumpido de golpe. El individuo había dejado caer sobre el teclado su manaza de tapa de letrina, cubriendo cerca de cuatro octavas. Apestaba a whisky barato, y a Henry le bastó con mirar de reojo al monstruo de rostro enrojecido y lleno de cicatrices para comprender que buscaba bronca. A no ser que él asestara el primer golpe. Pero un caballero como debe ser nunca usa los puños sin tener una buena razón que lo justifique.
Sin embargo, esa razón no tardó en llegar. Sin mediar palabra ni prolegómenos superfluos, el gigantón levantó bruscamente uno de sus puños como mazas y lanzó un golpe con la determinación de quien da un hachazo en un tronco. Henry tuvo tiempo para reflexionar sobre su vida y para esquivar el proyectil, que pasó como un rayo rozándole la barbilla. Entonces, el puño izquierdo del sujeto cayó desde arriba en diagonal y le agarró del hombro. Henry ya tenía suficiente.
El camarero permaneció detrás de la barra y le gritó a Henry que escapara. Algunos clientes borrachos se hicieron lentamente a un lado, entre murmullos callados. Nadie hizo ademán de intervenir.
Henry se protegió de la artillería pesada de duros pero totalmente desatinados proyectiles que el gigantón lanzaba con el peor de los estilos callejeros. El pianista y boxeador se apartaba a un lado, se agachaba y retrocedía alternadamente, como si estuviera jugando con el hombretón, como si aquello fuera muy divertido.
Cuando Henry había retrocedido a lo largo de la barra, con todo el mundo apartándose a su paso, quedó acorralado contra una mesa. Algunos clientes asustados salieron a la calle, solo para mirar a través de la ventana. Henry no se lo pensó mucho. Apretó los dientes y pasó a la acción. Lanzó un potente golpe de izquierda que atinó en la frente y la mejilla del bruto. Este apenas pareció sorprendido, pero se descentró. Sacudió la cabeza y, al intentar lanzar atropelladamente un nuevo mazazo, Henry le propinó un poderoso golpe de zurda en la barbilla, seguido de una serie de explosivos ganchos de derecha por encima de la oreja del gigantón. Y ahí acabó todo.
El hombre cayó al suelo con un ruido estrepitoso, arrastrando consigo una mesa y lanzando un terrible gemido. Trató torpemente de incorporarse de nuevo, pero sin éxito. Algunos tipos del bar se acercaron para estrechar la mano de Henry y agradecerle la exhibición. Después se llevaron a rastras al gigantón para dejarlo en algún callejón apartado.
Henry se sentó en un taburete de la barra, envuelto por esa bruma irreal que rodea a los héroes después de la batalla. El camarero le sirvió un whisky abundante para sus nervios, y trajo hielo y una venda para sus nudillos, magullados y sangrantes.
– Un pianista debería tener más cuidado con sus manos -dijo el camarero-. Pero eres un buen boxeador, Henry.
– ¿Quién diablos era ese? -preguntó Henry.
– No estoy seguro -contestó el camarero-. No viene mucho por aquí. Lo único que sé es que antes solía llevar una moto. Acabó debajo de un camión. Se llama Highbottom o algo así.
– ¡Highbottom! -gritó Henry-. ¡No puede ser verdad! ¡Pero si está muerto…!
– No te preocupes, Henry -dijo el camarero-. Ya lo han apalizado otras veces…
«Lana’s Left in London» es el nombre de una canción que Henry compuso en homenaje a su madura amante. También he podido escucharla, una agradable cancioncilla sobre una mujer embustera que solo callaba cuando la besaban. No creo que fuera una canción despectiva hacia las mujeres, más bien al contrario. Lana le gustaba de verdad a Henry, pero ella lo había engañado y él estaba de camino hacia París.
Llevaba ya más de un año en el Swinging London, conocía bien la ciudad y había aprendido una lección. Lana pronto le perdonaría, porque él nunca le contó lo de la pelea con su difunto marido. Ella nunca dejaría de enviarle puntualmente una brillante postal navideña, deseándole unas felices fiestas y preguntándole cuándo pensaba regresar. Pero nunca volvió.
El día en que Henry se encontraba con su maleta en la estación Victoria, los vendedores de periódicos anunciaban a pleno pulmón que sir Winston Churchill había muerto. La angustiosa espera de toda la nación había acabado de repente con el último suspiro del gran hombre. Toda una época de la historia reciente recorrió la estación como una ráfaga de viento, arrastrando consigo a toda una generación de patriotas y serviciales inválidos de guerra impregnados en agua tónica, mientras los titulares de la prensa se arremolinaban en su corriente: «HA MUERTO».
Era primera hora de la mañana de un domingo de enero de 1965. Henry encendió un Player’s y arrojó el humo hacia las sucias vidrieras de la cubierta de la estación, donde la lluvia dibujaba lúgubres líneas sobre el hollín adherido a los cristales. Una anciana sentada en un banco se echó a llorar, algunos distinguidos caballeros trajeados se quitaron el sombrero en honor al más inglés de los ingleses, e incluso los trenes parecían suspirar de tristeza. Los ciudadanos de duelo comenzaron a hacer fila a lo largo del Támesis. El propio Henry se sentía profundamente afligido: siempre le había caído bien Churchill. No sabía por qué, ya que sus conocimientos sobre el papel histórico de Churchill eran bastante limitados. Se trataba probablemente de una cuestión de estilo, y de sentimentalismo.
Henry sentía tristeza, y también indecisión y esperanza. No sabía adónde ir, pero ya no tenía por qué sentir remordimientos por abandonar a una Lana desconsolada por su traición. Ahora que toda Gran Bretaña estaba de luto, Lana no tenía por qué sentirse sola. El duelo era el duelo.