37495.fb2
(Leo Morgan, 1965-1967)
Después de Herbario (1962) aparecería el segundo volumen de poesía de Leo Morgan. Se titulaba Vacas santurronas y llegó a los escaparates de las librerías más o menos por la misma época en que en Suecia comenzamos a conducir por la derecha, que fue en septiembre de 1967.
Vacas santurronas mostraba una faceta totalmente distinta. Los críticos llegaron a la conclusión de que algo trascendental le había ocurrido al poeta. Su silencio de cinco años -siempre se habla de «silencio» para referirse a poetas que no están sacando constantemente poemarios; los poetas que nunca se han visto afectados por ese singular «silencio» deberían probarlo: suele ser bueno para la poesía- había sido como la calma que precede a la tormenta. Prácticamente todo el círculo de críticos vio en Leo Morgan al portavoz de una nueva generación, como el Bob Dylan del parnaso sueco, un poeta excéntrico que conjugaba un lenguaje moderno con un modernismo clásico, significara lo que significase.
Es de suponer que el poeta reaccionaría a esos comentarios con un silencio despectivo. Nunca reconoció a dios alguno. Había puesto a aquellos ídolos en un pedestal solo para poder escuchar el placentero estruendo que producía su caída. La blasfemia se convirtió en el sello distintivo de Leo Morgan.
Pero había sido un largo camino hasta llegar allí, hasta el otoño de 1967, y no resultaba difícil hacer un minucioso y extenso inventario de la formidable bolsa de valores, citas e influencias -todas las corrientes literarias desde Baudelaire hasta Ekelöf y Norén, todos los discos desde los Beatles hasta Zappa- que sacudieron y zarandearon la mente del poeta. Al igual que le sucedió a toda la juventud de mediados de los sesenta, Leo Morgan fue objeto de una inagotable corriente de impresiones y sensaciones, cuya única finalidad era consumir ideas, ropa, drogas y personas como cíclopes de un solo ojo.
Así pues, Vacas santurronas fue una gran erupción poética, que en cierto modo anunciaba la erupción política que culminaría en la primavera del sesenta y ocho. Desde un punto de vista literario, los sismógrafos acusaron un gran impacto. Muchos críticos reconocieron estar impresionados ante el furioso ímpetu, la energía poética liberada que ardía en cada sílaba. Tuvo que ser alguna especie de ángel Rilke el que susurraba al oído de Morgan.
En este caso el método poético consistía en alimentar un volcán hasta colmarlo con las figuras del culto de la sociedad occidental -algo así como una suerte menor de los Cantos- solo para dejar más adelante que todo aquel magma explotara en una erupción aniquiladora de invectivas que hacían que Dante apareciera como el más cobarde panegirista.
En oposición a la representación «tradicional» del Bien -personificado por Dag Hammarskjöld, Winston Churchill, John F. Kennedy y Albert Schweitzer, todos del siglo veinte, todos muertos-, el poeta ofrece un fértil y creciente Caos. Escudriña y castiga a sus víctimas, haciéndolas aparecer como simples e ingenuas figuras que solo aspiraban al Bien. Detrás de sus fachadas se escondían los motivos más bajos y las perversiones más abyectas -Hammarskjöld era un pervertido reprimido, Churchill pintaba a modelos desnudas, Kennedy abusaba de sus secretarias y Schweitzer propagó la sífilis entre las tribus nativas-, oscilando entre la rumorología general y las puras invenciones de la imaginación. Pero lo peor de aquellos embajadores del Bien era su corrupta Lealtad.
En contraposición a esa noción de aparente lealtad, Leo opone el éxtasis altruista, el fuego de la combustión espontánea que es cualquier cosa menos leal. Por primera vez en su vida, Leo deja que la deslealtad irrumpa en el sistema. Ese orden que intentó establecer en Herbario aparece ahora como una quimera, un orden falso. Se trata de una revelación tan amarga como perturbadora y dolorosa.
De hecho, resulta asombroso que una editorial respetable, y además sueca, se atreviera a publicar un libro tan desmesurado y blasfemo como Vacas santurronas. Tal vez fuera por pura inconsciencia o descuido. Quizá el editor preveía una tirada corta y un exiguo número de lectores. El poeta ya no era ningún prodigio: tenía dieciocho años y su momento de gloria había pasado. No era más que una antigua estrella de El Rincón de Hyland, merecedora apenas de alguna breve mención en las revistas, que reseñaron que «ahora al dulce poeta le ha salido pelusa en la barbilla y ha escrito algunos poemas coléricos…», y cosas por el estilo.
Mientras estoy aquí sentado en el maltrecho escritorio de este apartamento siempre lúgubre, hojeando Vacas santurronas diez años después -es el ejemplar de su abuelo paterno, muy usado y con signos de admiración aquí y allá en los márgenes-, solo puedo constatar que la fuerza y la energía de la lava poética de Leo todavía perduran. Por derecho propio, el título del poema debería aparecer en alguna antología escolar, pero, que yo sepa, aún no se ha hecho. Puede que sea por una grave negligencia de los responsables de educación o, más probablemente, por la carga demasiado impactante de su contenido.
El punto de vista es brillante. Ya desde el título, Leo escudriña a sus vacas santurronas a través de la mira telescópica de un rifle máuser. El poema es una especie de largo monólogo en boca de un asesino a sueldo cuya misión es disparar contra el mojigato coro de hipócritas. Para poder matar, se ha provisto de pastillas y de la perspectiva limitada que le brinda la mira del rifle, a fin de garantizar que las víctimas nunca sean sujetos en un ambiente específico, individuos en alguna especie de contexto. Las personas vistas a través de la mira telescópica se convierten en muñecos, figuras silueteadas, casi abstractas. Esa es la condición lógica y necesaria para el asesinato: para poder matar, la víctima debe ser algo abstracto a lo que llamar enemigo, y quizá luzca uniforme para poder diferenciarlo de otras víctimas. El asesino y verdugo no puede ver al ser humano: tiene que ver un organismo abstracto, a quien él, con toda su profesionalidad, su destreza y su precisión, pueda inyectar una buena dosis de plomo que garantice su indefectible muerte.
La filosofía del asesino constituye el prólogo y preludio de Vacas santurronas, y, en mi opinión, ese pasaje se encuentra entre los más feroces, crudos y brutalmente descarnados que se hayan escrito jamás en este país.
Después de haber establecido la filosofía del asesino, las víctimas empiezan a aparecer en la mira de su rifle: «Hammarskjöld duerme en su habitación de hotel / Génesis 38 tiene orejas de perro / la vergüenza tiene ojos…», piensa el asesino, y apunta a Onan que derrama su esperma sobre la tierra. «Churchill, quién es la chica en Funchal / que se agarra a la balsa salvadora del puro…», piensa el asesino, y apunta a la pintura del ministro en Madeira. Y el poema prosigue en ese tono, hasta que el verdugo concluye finalmente su misión y limpia el mundo de esos santos, nuestras vacas santurronas. La gente está indignada y se siente abandonada; el enviado de los dioses ha dejado la tierra y cualquier cosa puede sobrevenir: el Mesías, Zaratustra o un nuevo Hitler. Ningún verso revela quién encargó su misión al asesino: podría ser un Dios desdeñado, indignado por la veneración idólatra de los humanos, o el mismo Satanás, furioso por la misma razón.
En contraposición a ese culto vacuo a las vacas santurronas, y como consuelo en medio de la total confusión, el poeta ofrece su artillería pesada de éxtasis, la embriaguez globalizadora del rock en la que germinará lo nuevo, en la que ya ha nacido lo nuevo… la esperanza que lo abarca todo y solo puede manifestarse en ese éxtasis incendiario, la Unio mystica con el universo.
Así pues, la destrucción total del orden se constituye como la única esperanza del mundo, un cataclismo, una catarsis para los impuros. En una irónica estrofa dirigida contra sí mismo, Leo dice adiós para siempre a ese orden, a ese sistema que con tanto ardor se empeñó en establecer en Herbario: «Mis plantas eran los secos / ardientes arbustos del desierto / clamando, como todos los fuegos al sol…». Estos versos tienen un triple sentido. Son al mismo tiempo una broma irónica contra sí mismo, una alusión bíblica y una paráfrasis de Dylan. Las plantas secas de Herbario están en llamas; el sistema, el orden, pronto se convertirá en ascuas. Pero fue justamente bajo ese disfraz -la zarza ardiente- con el que el Todopoderoso se apareció ante Moisés y lo exhortó a conducir a su pueblo lejos de la opresión hasta una tierra donde manaba la leche y la miel. La imagen en sí, su ingeniosa agudeza, es dolorosa y estremecedora.
En general, Vacas santurronas rebosa de tal número de metáforas, alusiones, parodias críticas y citas, que requiere conocer las claves de una especial conciencia para poder penetrar en toda su significación. Es un libro para outsiders que habían formado parte de la manada.
Puede que Vacas santurronas fuera un gran éxito de crítica, pero no se vendió especialmente bien. La obra se convirtió en una presa codiciada por intelectuales mods y provies que robaban libros en las librerías. Leo Morgan tal vez no se convirtió en una auténtica figura de culto, pero en algunos círculos disfrutó de una gran reputación como conciencia torturada.
Había introducido la deslealtad en el sistema, y eso constituía todo un logro para algunos. La lealtad era un arma de clase, algo a lo que los poderosos, los socialdemócratas y la Federación Patronal SAF se referían durante sus negociaciones. Los trabajadores debían ser leales a sus empresas, leales a Suecia. La lealtad era ponzoña, una planta cizañera, una cosecha envenenada a traición. El éxtasis de la música rock predicaba la solidaridad, que era algo completamente distinto.
Eso incluía también la solidaridad con el pueblo de Indochina, cada vez más sometido al terror de Estados Unidos y cuya resistencia testimoniaba una fuerza admirable. Una concienciación sobre fenómenos globales como el imperialismo comenzaba a penetrar en la poesía sueca en general y en la de Leo Morgan en particular. La revista Bonniers Literary Magazine causó un pequeño escándalo y perdió a numerosos suscriptores tras la publicación del poema sobre Vietnam de Sonnevi, y Leo también adoptó una postura clara, aunque nunca pretendió ser considerado como un poeta de pancarta o contestatario.
Leo Morgan estaba sincera y genuinamente indignado… no dudaría en jurarlo. El niño que recorría aún los antiguos laberintos de su cerebro sabía bien cómo se desencadena el pánico, cómo el terror se retuerce para abandonar el cuerpo entre sudores fríos, vértigo y aullidos cuando la tierra tiembla bajo las bombas. Leo había pasado por ese Inferno, y tal vez por eso escribió un poema salvaje e iracundo llamado «Ángel de fieltro», un título que en sí mismo podría recordar a docenas de poemas modernistas -firmados «Breton ‘22» o por cualquiera de sus epígonos suecos cincuenta y cinco años más tarde-, pero que en realidad no busca el efectismo. De hecho la balada es lo que habitualmente suele llamarse «un ataque acerbo» contra esos ángeles de fieltro, es decir, las hermanas de la Cruz Roja que de forma constante y perseverante envían mantas a las regiones del Tercer Mundo asoladas por alguna catástrofe.
La sombra de las aventuras del piloto Biggles planea sobre cada estrofa, quien sirve -exactamente como el asesino a sueldo del título del poema- tanto al Bien como al Mal. Él es solo un profesional que hace su trabajo. De hecho, es el más peligroso de todos nosotros, porque, según Leo Morgan, cualquiera que permita al deber ciego traficar con su conciencia se perderá en esa jungla donde ya no podrá ser visto -¿por Dios?- ni tampoco podrá ver.
Las «damas antiviviseccionistas» de la Cruz Roja resultan no ser más que esposas de generales, el superego femenino de lo militar, madonas penitentes cuyas obras de caridad solo producen el efecto de un eco, retribución en lugar de contribución al servicio de Dios. No representan más que un bálsamo para la conciencia occidental. Como puede imaginarse, no resulta fácil describir el camino recorrido por Leo Morgan desde su estadio del visionario soñador y fatalista que escribió Herbario hasta convertirse en el chamán airado de Vacas santurronas. Aquella época, los dorados sesenta, se contempla ahora envuelta por una mística y unas leyendas tan desconcertantes y distorsionadas que resulta inútil intentar llegar a su verdadera esencia. Se necesitaría, como ya he mencionado, una infinita bolsa de valores para poder confirmar todas las presunciones y conjeturas. El monumento del mayo del sesenta y ocho aparece ahora como un carnaval sobredimensionado que solo produce decepción entre los turistas de la historia, o como un cuadro sobrevalorado por las aseguradoras que permite a la víctima de su robo recibir una fortuna que no merece: lastimero y patético.
Pero Leo Morgan nunca aulló con los lobos ni deambuló errático por los años setenta sintiéndose decepcionado por una rebelión que no sirvió para nada. Leo nunca fue un poeta al uso ni un rebelde al uso: estaba demasiado obcecado para ello. Su camino era absolutamente personal. Apenas podía ser llamado camino: era más bien un sendero peligroso a través de un paisaje de rencor y abominación lleno de trampas y minas.
Como un Jano bifronte, el bardo nunca se sintió plenamente partícipe ni comprometido. Una especie de velo o aura de irrealidad cubría su existencia. Las palabras nunca lograron atravesar ese velo. Las palabras eran llaves, contraseñas mágicas que jamás conseguirían su propósito. Tras la expulsión del Jardín del Edén, la humanidad no solo se vio apartada de Dios, sino que las palabras -sobre todo la palabra «amor»- empezaron su larga y sangrienta marcha hacia la carencia total de significado. Las palabras eran frágiles llaves que se portaban a través de la historia cultural sin encontrar nunca la cerradura apropiada en la puerta correcta. Esa abundancia de connotaciones comprimidas en cada término, como las diferentes muescas de una llave, prometían algo que la humanidad, después de la expulsión, nunca pudo cumplir. Hay palabras para el amor, pero no hay amor. Existe la maldad, pero ninguna palabra puede expresar ese odio. «Las llaves prometen una puerta / en algún lugar de esta tierra. / El bautismo promete la paz / pero nadie encuentra las palabras…»
Así pues hay que descomponer el lenguaje, fundir los metales de las llaves, verterlos en nuevos moldes, en formas libres. Lo único que Leo sabía era ser libre, completamente libre de toda responsabilidad, de todos los lazos y compromisos. Nadie podía exigir nada de él. La responsabilidad que cargaba sobre sus hombros era la responsabilidad de la libertad, que pesa más que todos los yugos colocados sobre los hombros de los esclavos. El momento en que una persona comprende que es libre… es un instante aterrador, cuando el abismo se abre como un agujero negro de materia vacía comprimida. Ya no hay nada a lo que aferrarse, ni rituales ni ceremonias ni procesiones. Ningún concepto tiene otro significado que el que decidamos darle en el momento. No tiene sentido leer libros antiguos, porque los libros pueden arder, y arden muy bien.
Si puede decirse que los años sesenta estuvieron imbuidos por cierta solidez en las creencias, Leo fue la excepción que confirmaba la regla. Simpatizaba con algunas ideas -lo más alejadas posible de su origen aristocrático-, pero fue como un predicador iracundo sin iglesia cuando su poesía alcanzó sus más altas cotas.
«Estaba tan oscuro que no había pruebas / ella era apátrida, y el sofá forrado de piel de gallina. / Nadie cree en un asesino si no hay cadáver…», decía Leo en Vacas santurronas. Habría que buscar durante mucho tiempo para encontrar una imagen más sombría de un encuentro amoroso. Es lo más remotamente alejado que se puede estar de la lírica clásica amorosa.
Ella se llamaba Nina, y había asistido a todos los conciertos que merecían la pena de verdad. Había visto a los Beatles en el Kungliga en el sesenta y cuatro, había escuchado a Bob Dylan y su guitarra en el Konserthuset, y había visto a los Rolling Stones. Algunos la llamaban Nina Negg porque era muy negativa. Hablaba como no lo hacía nadie, y maldecía con ardiente ferocidad.
Nina Negg era en cierto sentido la cabecilla de una pandilla que solía rondar por la plaza Hö. Era mod, y había incitado algunos tumultos porque odiaba todo lo que tuviera que ver con la ley y el orden. A la mierda con todo. Nadie decía aquello de manera más convincente que Nina Negg. Siempre llevaba consigo un aerosol de pintura roja para escribir al instante lo que le viniese a la mente, ya fuera sobre las paredes, las aceras o donde estuviera. Así fue como Leo y Nina se conocieron: como es bien sabido, al unirse dos cargas negativas se convierten en positivas.
Probablemente habrían estado en casa de Nina -sus padres siempre estaban fuera- escuchando el gran bombazo del año, «Satisfaction» de los Stones, un sencillo con un éxito sin precedentes en el mercado musical. La pandilla ya debía de estar bastante colocada, y decidieron salir a tomarle el pulso a la calle. Ya fuera, Nina dijo que se había olvidado el tubo de aerosol en casa. Le pidió a Leo que la esperara, y los demás siguieron adelante. Cuando Nina regresó, caminaron un par de manzanas y luego se detuvieron a hacer algunas pintadas en una pared. Nina sacudió el tubo, pero no se le ocurría qué escribir. Le pidió al jodido poeta que se inventara algo. Él no podía pensar en otra cosa que no fuera «Satisfaction». Perfecto, dijo Nina y comenzó a escribir con grandes letras en la pared «satisfact». Se disponía a escribir la “i” cuando un coche patrulla de la policía dobló la esquina de la calle. Dos mods de pelo largo con chaquetas de la armada de Estados Unidos, vaqueros y zapatillas deportivas eran un buen botín: dos gamberros pillados en pleno acto de vandalismo. Leo se percató de que se acercaban, agarró a Nina y echaron a correr. Corrieron como perros enloquecidos. Un policía trató de alcanzarlos, pero no hubo manera: las zapatillas deportivas de baloncesto eran demasiado rápidas. Leo conocía bien la zona y, sin pensarlo, entró en una portería y cerró la puerta detrás de Nina. Allí trataron de recuperar el aliento.
Qué hostia, hostia, joder, joder, joder: Nina Negg había perdido el aerosol rojo. Leo no tenía forma de consolarla. Se quedó mirándola mientras trataba de recuperarse tras la huida. No sabía qué pensar de ella. Nina Negg aparentaba más edad de la que tenía. Tenía unas ojeras muy profundas, pequeños pliegues bajo los ojos que eran de nacimiento, o eso aseguraba ella. Y su intenso estilo de vida tampoco ayudaba mucho. Le conferían a su rostro una expresión extrañamente suplicante, que desaparecía en cuanto abría la boca. Es imposible suplicarle a alguien cuando lo estás insultando y maldiciendo. Pero en medio de ese torrente de improperios, mostró por un instante una desesperada gravedad, como si en realidad fuera muy mayor.
Fue entonces cuando Leo se dio cuenta de dónde estaban. Se encontraban jadeando y resollando dentro de un edificio que él y Verner habían usado como uno de sus escondites preferidos de pequeños. Ambos conocían la ubicación de cada puerta en aquel ático. Habían abierto todas las cerraduras habidas y por haber allí arriba, donde se les había permitido actuar a sus anchas. Le sugirió a Nina que subieran para contemplar las vistas. No le contó que él sufría de vértigo: aquello habría desencadenado un nuevo aluvión de imprecaciones contra su persona.
Nina Negg pensó que la propuesta era de puta madre, y se sintió visiblemente impresionada cuando Leo, con un par de simples trucos, abrió la puerta del magnífico ático. Una escalerilla conducía a través de la oscuridad hacia una trampilla en el techo. Leo subió primero, sin decir palabra. Seguramente tuvo que tragarse el gran nudo que se le había hecho en la garganta mientras ayudaba a Nina a acercarse al borde del tejado, desde donde se divisaba toda la ciudad. Stockholm by Night. Nina lanzó unos cuantos improperios sobre la impresionante vista que ofrecía aquel agujero de mierda llamado Estocolmo. Su oleada de invectivas la llevó a cruzar los mares, hasta Amsterdam, Londres, ciudades mucho más divertidas que Estocolmo. En cuanto reuniera algo de pasta se marcharía de allí; si quería podía ponerlo por escrito el jodido gran poeta.
Nina Negg se estaba helando en aquel tejado, así que descendió por la escalerilla y desapareció en la oscuridad. Todo estaba en completo silencio y a oscuras cuando Leo bajó. Trató de escuchar algún ruido que le ayudara a localizar a Nina, pero fue en vano. Se deslizó a lo largo del muro resquebrajado, y esperó junto al cañón de la chimenea aguantando la respiración. Trató de recordar la estructura del ático y se situó en la encrucijada por la que tarde o temprano debería pasar quien se moviera por allí arriba. Se quedó quieto en esa intersección, respirando y escuchando solo los latidos de su corazón. Nina no aparecía por ningún lado. Por un momento tuvo la sospecha de que tal vez Nina se hubiera largado dejándolo solo allá arriba. Nina no era una persona de fiar, y eso era sin duda lo que más le gustaba de ella.
De repente se encendió una cerilla a solo unos metros de Leo. Era Nina. Se había cansado del juego: era condenadamente aburrido. Nunca reconocería haberse asustado. Encendió un cigarrillo y se lo pasó a Leo. Le preguntó si iban a quedarse allí de pie toda la noche, en aquel maldito ático. De pie, de pie… dijo Leo. Si querían, podían sentarse en un sofá, porque allí cerca había un viejo trastero con un sofá, una mesa y dos sillones. Nina no le creyó hasta ver la habitación con sus propios ojos. Se sentó en el sofá y Leo encendió una vela que estaba pegada a la mesa con su propia cera.
Aquel era el sofá «forrado de piel de gallina», como lo bautizó en su mundo poético. Se trataba de una imagen ciertamente sombría para describir un encuentro amoroso, pero es que no había nada de romántico en iniciarse como amante en un viejo sofá comido por las polillas en un frío y tétrico desván de la calle Timmerman. Especialmente cuando las palabras más cariñosas que escuchas son eres la hostia puta… para ser poeta.
Es posible percibir un tinte de profunda decepción, aunque parcialmente negada, en esas palabras sobre el sofá forrado de piel de gallina. Tanto Leo como Nina tenían el monopolio sobre su propia libertad personal, y tras su estreno en el ático ninguno de los dos quería reconocer al otro, por así decirlo. Ninguno de los dos creía en relaciones duraderas. Pese al hecho de que, al menos Leo, no tenía ningún tipo de experiencia en este campo, despreció con altiva arrogancia todo aquello que recordara mínimamente a un matrimonio. Y ambos coincidieron en asumir las consecuencias.
Con todo, parece existir cierta amargura y desesperación en esos versos sobre el sofá. «Estaba tan oscuro que no había pruebas», como si el amor mismo necesitara algo más tangible que la memoria. «Ella era apátrida», no era una ciudadana normal. Nina Negg era una contestataria a la que nadie podía reclamar nada, y a la que tal vez, en el fondo, Leo quería reclamar para sí. Amaba la repentina seriedad en sus ojos cansados; quería compartir aquello con ella.
Pero también había quienes querían reclamar, exigir algo de Leo Morgan. Estaba por supuesto su madre Greta, que no había permanecido sentada en silencio contemplando los cambios experimentados por su hijo en los últimos años… o, como ella lo veía, el modo en que se echaba a perder. Se podía acusar a Henry de muchas cosas. Era un tarambana y un desertor, pero al menos era limpio y aseado. En cambio Leo, el antiguo hijo modelo, parecía cultivar muy deliberadamente una tremenda dejadez y desaliño, que consistía en descuidar tanto su dormitorio como su aspecto. Greta ya no entendía a su hijo.
De vez en cuando llegaban fotografías del continente que Henry el aventurero se hacía tomar delante de monumentos célebres. Siempre abordaba a esos fotógrafos que rondan por las calles de Copenhague, Berlín, Londres y otras grandes ciudades, haciendo fotos desenfocadas y mal encuadradas. Pero una madre se conforma con poco, y no cabía la menor duda de que se trataba de Henry, siempre elegante, posando ante el ayuntamiento de Copenhague, las avenidas de Kurfürstendamm, Picadilly Circus, el canal del Danubio o las Tullerías.
Greta colgaba una foto tras otra en un tablón que tenía en la cocina, mientras suspiraba y se preguntaba cuánto tiempo pensaría Henry estar fuera. Las autoridades parecían haberse olvidado de su caso hacía mucho, y estaba muy claro que no iría a prisión si volvía de su largo exilio. Pero nunca regresaba: siempre encontraba nuevos destinos. Sin embargo, ella no tenía por qué preocuparse. Aquellas fotografías daban testimonio de que se encontraba bien y las cosas no le iban nada mal.
No sucedía lo mismo con el otrora niño prodigio. Nunca hubiera imaginado que algún día aquel chico pudiera darle problemas, pero en el transcurso de unos años se había transformado en alguien totalmente irreconocible. Era imposible sacarle una sola palabra sensata. Lo intentó todo para sonsacarle afectuosamente algunas palabras que la ayudaran a comprenderlo, pero sin ningún resultado. Y tampoco quería agobiarlo demasiado, porque el destino del Barón del Jazz aún estaba fresco en su memoria. Una madre que reniega de su hijo tiene que pagar por su crimen. Eso es lo que le pasó a la anciana señora Morgonstjärna. Después de que el Barón del Jazz dejara este mundo sin haberse reconciliado con su madre, la dama fue consumiéndose lentamente por la aflicción. El médico de la familia, el doctor Helmers, la visitaba todas las semanas y le recetaba todos los tratamientos posibles, desde misteriosas dietas de remotos sanatorios hasta vino de oporto. Pero nada pudo salvar a la anciana dama. El mismo día en que los Beatles tocaban por primera vez en Suecia, ella exhalaba su último suspiro, apenas audible hasta para su propio esposo. Un mes después de su muerte y de su funeral, la mesa de billar volvió al lugar que ocupara anteriormente en el dormitorio de la anciana. El viejo dandi, libertino y secretario permanente del club pudo evitar pensar con cierta amargura en su vida de hombre casado y padre de familia como un paréntesis de casi cuarenta años entre dos partidas de billar. El club MMM envió sus condolencias y pronto volvieron a reanudar el juego como si nada hubiera pasado.
Greta no quería abandonar este mundo dejando una imagen tan amarga. Ella tenía que estar a buenas con Leo. Después de todo, podría haber ser peor.
Además de Greta, había otras personas que reclamaban su parte de Leo Morgan. Eva Eld parecía consumirse de amor por su poeta, su bohemio, su George Harrison, y cuanto ella imaginaba que representaba para ella. Sabía muy bien que salía con la pandilla de mods que iban con Nina Negg, pero no le importaba.
Vestida con falda, medias escocesas hasta la rodilla y una blusa recién planchada, tenía un asombroso parecido con la actriz de cine Rosemary Clooney, y era esa imagen prístina la que encandilaba a Leo. Ahora llevaba en su cartera una foto de la actriz porque le recordaba a Eva. Era una mujer ardiente y llena de pasión, y poseía todo aquello de lo que carecía Nina Negg.
Sin un murmullo de protesta, Eva permitía que todos los mods a los que Leo conocía acudieran a sus fiestas, donde alguno de ellos se las arreglaba para abrir el mueble bar de su padre y acceder a los licores más selectos. Los jóvenes más esnobs, de traje azul oscuro y corbata, estaban en cierto modo fascinados por esos mods pendencieros sin ningún respeto hacia nada. Sus novias también estaban muy interesadas: salían tantas cosas en la prensa sobre sus trifulcas y disturbios, y encontraban todo aquello muy excitante.
Después de una fiesta en casa de Eva Eld, Leo se había quedado dormido en su cama, y allí seguía cuando, sin previo aviso, llegaron los padres de la muchacha. Resultaba evidente que no podían encontrar a un mod en la cama de su hija, por lo que Eva consiguió empujar como pudo a su poeta debajo la cama, y más tarde se le uniría allí en el suelo. La joven le hizo el amor con tanta pasión que Leo llegó a cuestionarse una vez más lo que le dictaban sus propios sentidos.
A principios del otoño de 1967, una solemne procesión desfilaba por las calles de Estocolmo: un grupo de elementos subversivos portaba un ataúd hasta la plaza de Kungsträdgården, el Jardín Real. Allí alguien sacó un trapo con un emblema especial pintado, lo empapó en gasolina, lo prendió y dejó que sus cenizas se esparcieran sobre el ataúd mientras se entonaban unos sosegados himnos. Así fue como el movimiento provie, de apenas un año de existencia, celebró su propio entierro. Es muy probable que Leo Morgan participara en aquella procesión. Tal vez, en cierto sentido, aquel día también estuviera enterrando su propia juventud en la plaza de Kungsträdgården.
Justo el año antes de que se aboliera oficialmente el examen general de graduación, Leo consiguió graduarse aprobando todas las asignaturas con calificaciones bastante buenas, presumiblemente gracias a la predisposición favorable de los profesores, convertida ya en una vieja costumbre. Hacía tiempo que Leo había dejado de ser el genio de la clase, y es muy probable que en el último claustro docente surgieran ciertas discrepancias en torno al alumno Leo Morgan a la hora de ser evaluado por sus maestros y el director. En los últimos años se había comportado de forma perezosa, apática e indiferente. Los maestros pensaban que era como si al niño prodigio no le llegara suficiente oxígeno. Como venía siendo habitual, tampoco tenían ni idea de lo que le había ocurrido.
Como dos demonios, Verner y Nina Negg habían llegado al instituto y habían arrancado de sus garras a su poeta con pelusa en la cara, lo habían rescatado de la enseñanza conformista, que limaba el más pequeño elemento divergente hasta producir una mediocridad general. Verner había comenzado a ir por la universidad -era el matemático más perezoso de la facultad- y Nina trabajaba cuando le venía en gana. Durante el día comían cualquier cosa, y luego se encontraban en casa de ella para fumar marihuana y escuchar a Jimi Hendrix antes de pasar por el instituto para buscar a Leo, que insistió en seguir asistiendo a clases hasta graduarse. Verner se fumó uno tras otro sus sellos de correos. Bajaba hasta el Filatélico de la calle Horn -uno de los hombres involucrados también en el equipo de excavadores-, y vendía ejemplares de especial rareza, uno tras otro. Su madre no tenía ni idea, porque cambiaba sellos valiosos por otros sin ningún valor y que ella no podía distinguir. Verner sentía que su idea era de una genialidad hilarante: viejos pedacitos de papel podían colocarlo tanto como quisiera… solo era cuestión de vender el apropiado.
A veces Nina se preocupaba por Leo cuando estaban allí sentados, fumando sus pipas de la paz. Su mirada parecía congelarse, se volvía oscura y totalmente inescrutable. A diferencia del resto, él nunca se ponía alegre cuando fumaba. Al contrario, era como si nada a su alrededor le afectara ni le importara. Se volvía cada vez más introvertido y reservado, incluso casi inaccesible, y eso la preocupaba. Nina sospechaba que él la odiaba porque ella sabía que iba con aquella jodida y asquerosa burguesa llamada Eva Puta-Eld. Un día le había cogido la cartera a Leo y había encontrado aquellas fotografías que supuestamente representaban a su rival. Nina las rompió frente a él, las quemó y las pisoteó, solo para hacerlo reaccionar. Pero él no se inmutó. Ella podía fingir que estaba furiosa, pegarle puñetazos y arañarle la cara con sus uñas mordidas, pero él no reaccionaba. Podría haberle prendido fuego como a un monje del Lejano Oriente, y él no habría hecho nada para evitarlo. Leo siempre buscaba una explicación, siempre estaba dándole vueltas y exprimiendo cada idea y cada palabra hasta que no quedara nada de ellas. Todo se volvía vacuo, retórica sin contenido. Toda su vida era como una partida de ajedrez en la que las piezas habían desaparecido, una tras otra, hasta que lo único que quedaba era Leo: siempre ganaba, por más marihuana que hubiera fumado.
Pero Nina Negg no se preocupaba solo de declarar oficialmente la muerte de todo y de todos: ella también era capaz de participar en la lucha por la vida. Era amiga de una de las figuras preeminentes del movimiento provie, si es que puede hablarse de líderes y bases en relación con este fenómeno. De ser así, Leo habría estado probablemente entre las bases.
El conocido de Nina había recorrido toda Europa en autoestop. Se llamaba Stene Forman y era hijo de un barón de la prensa, aunque en un grado menor si se compara con los magnates de los grandes periódicos. Stene tenía una risa con la que ninguna otra podía competir. Cuando soltaba una carcajada, la gente que la oyera podría llamar a la ambulancia, al cuerpo de bomberos o a quien fuera, porque sonaba realmente peligrosa. Su risa parecía estar poseída, y llevaba a pensar en una fuerza de la naturaleza o un deseo salvaje y reprimido. Pero en el fondo Stene Forman era una persona muy positiva, y posiblemente por eso el movimiento recibió en Suecia el nombre de «Pro Vie».
En Holanda se llamaba «Provo», de provocación, y en Amsterdam sus integrantes habían desencadenado casi una guerra civil al unirse con los trabajadores en huelga. La versión sueca era mucho más moderada, modesta y positiva, y no tan desesperada o desilusionada como en el resto del continente.
Probablemente fue Stene Forman quien logró persuadir a Nina Negg de que era jodidamente crucial realizar happenings, y Leo empezó a sospechar que Nina se había enamorado de aquel tipo: no había otra explicación. No es que se estuviera celoso; se negaba a aceptar la existencia de los celos, porque habían sido erradicados de su mundo, como por una especie de peste negra de la propiedad.
Los provies llevaron a cabo una serie de happenings y manifestaciones: desalojaron un autobús arrojando botellas desechables delante del Riksdag, el edificio del Parlamento; cantaron en el túnel de Brunkeberg, e hicieron varias representaciones de teatro callejero. Sus acciones no dejaban de ser un tanto inocentes, pero fueron reprimidas brutalmente por parte de las fuerzas del orden. Los provies estaban expandiendo los límites de lo que estaba permitido, y esa fue una de las razones que atrajeron a Leo.
Se necesitaban bastantes participantes para una manifestación en contra de la bomba atómica que tendría lugar en la plaza Hö, y fue en esa ocasión cuando Leo se convirtió temporalmente en provie. Era un sábado por la tarde, y las calles del centro estaban llenas de gente haciendo compras. Dos procesiones de manifestantes, provistas de sendas bombas atómicas confeccionadas con papel de aluminio, iniciaron la marcha desde dos puntos opuestos hasta encontrarse en el centro de la plaza. Los transeúntes, curiosos, empezaron a congregarse a su alrededor. Los dos ejércitos se iban acercando hacia la confrontación final cada vez con mayor agresividad. Gente inocente que estaba haciendo sus compras se vio arrastrada a la batalla y, finalmente, las dos bombas estallaron, causando la muerte de ambos ejércitos.
A Leo se le había asignado el papel de un soldado que llevaba una máscara de gas. Mientras la policía intentaba averiguar de qué iba todo aquello, Leo permaneció allí tendido mirando los rostros estupefactos del gentío que contemplaba aquel mar de cuerpos dejados por la tremenda explosión, hasta que vio a Eva Eld. Estaba allí plantada con una bolsa llena de compras, mirando a los provies. Evidentemente no reconoció a Leo con la máscara de gas, pero imaginó que su amor por él no habría disminuido si lo hubiera reconocido. Por una vez en su vida había participado en algo. Había sido visto. En medio de aquel enjambre de cuerpos, Nina Negg no paraba de lanzar exabruptos porque ese día hacía un frío de la hostia para estar tirada muerta en el suelo.
Si se puede afirmar que Herbario constituyó la despedida de la infancia del poeta, podría asegurarse sin lugar a dudas que Vacas santurronas -presentado al público durante el otoño en que los suecos comenzamos a conducir por la derecha y los provies celebraron su propio funeral en la plaza de Kungsträdgården- representó el balance final de cuentas de su propia juventud. Aquella erupción volcánica, aquella explosión, tal vez adquiriera su monumental potencia del mismo modo en que lo hace una bomba atómica: un campo de fuerza, una onda expansiva creada por la fisión, un Big Bang que genera un nuevo universo basado en leyes completamente nuevas, en todo un código moral diferente.
Sin duda alguna, todo aquello tenía que ver con la imperiosa necesidad de establecer cierto sentido de unidad, equilibrio y -aunque resulte paradójico- orden en aquel caos. Tal vez la poesía fuera para Leo el único refugio en el que la incoherencia era la norma. Su hermano Henry, el aventurero, se había largado al extranjero, mientras que él empezaba su propio exilio interior. El mundo estaba a punto de destrozarle, y aun así no podía marcharse: aquí estaban Eva Eld, con su adoración maternal y asfixiante, y Nina Negg, con su seductora y adorable decadencia; aquí estaban el pacifismo no comprometido contra el mal y el amor justiciero hacia los movimientos de lucha armada y de liberación; aquí estaban su dedicación a la palabra escrita y su ansia desesperada de gracia sensual.
Era un mundo sediento de verdad. Leo debía permanecer en él un tiempo más, al menos para intentar acorralar y acabar con el mal. Pero se perdería en el camino.