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(Henry Morgan, 1966-1968)
Cuando los grandes elefantes bailaban, solo podían hacerlo en las mejores pistas. París lo era, incluso para un citoyen du monde como Henry Morgan. Transcurrían los prodigiosos sesenta, y todavía quedaban elefantes grandes con ganas de bailar. Henri le boulevardier siempre estaba en el lugar y en el momento justo. Por ejemplo, en una gran manifestación en el bulevar Michel estuvo tan cerca de Jean-Paul Sartre que incluso llegó a hacerle al filósofo una pregunta que nunca obtuvo respuesta. Nadie sabe aún cuál pudo haber sido la pregunta. Henry no dominaba el arte de la retórica. Era un hombre de acción y de acciones.
Sartre, por su parte, era un hombre muy bajito. Lo pueden atestiguar todos los que lo conocieron. Minou también era bajito, considerablemente bajo sin llegar a ser enano o cretino. Simplemente, era muy pequeño. Minou trabajaba de camarero en el café Au Coin de la rue Gareau, donde Henry se pasaba el día. Se le podía ver allí sentado, saboreando un pastis y disfrutando con la contemplación de la vida callejera. Se trataba de Montmartre, y allí siempre estaba pasando algo, sobre todo a ojos de alguien como Henry, tan dado a alardear de los personajes que ha visto o conocido.
Un día de otoño de 1967 un Lincoln Continental negro avanzaba por la calle. Llovía y el pavimento estaba resbaladizo. El coloso yanqui circulaba demasiado rápido y chocó contra un diminuto y oxidado Citroën 2CV que, con un pequeño impacto, pasó de tener una forma ruinosa a otra más comprimida aún.
El francés del Citroën salió como pudo del coche destrozado y empezó a gritar y a vociferar, como era de esperar. Se dirigió como un loco hacia el flamante Lincoln Continental, aparentemente con la intención de destruir con sus propias manos aquel vehículo de cincuenta mil dólares. Pero se detuvo cuando vio salir del coche a dos personas: un hombre grande y gordo de piernas encorvadas y sombrero vaquero de ala ancha, en compañía del mundialmente famoso pintor Salvador Dalí.
Se hizo un silencio pesado y una quietud monumental. Un elefante grande se disponía a bailar y, por un instante, el mundo pareció quedar en suspenso. El francés, tan encolerizado hacía solo un momento, empezó a rascarse la cabeza. Estaba claro que había reconocido al famoso pintor. Este se retorció su célebre bigote y tocó distraídamente el Citroën con su bastón.
De pronto, el desconcertado francés tuvo una idea. Es algo que suele suceder con los franceses. Entró como un rayo en el café donde Henry se estaba bebiendo su pastis y donde Minou trabajaba. La víctima pidió un cubo, pintura y un pincel, algo que por suerte había en el local, y regresó junto a su destrozado Citroën. Todo el asunto se resolvió amistosamente, sin necesidad de gendarmes. El cotizadísimo surrealista firmó gustosamente la chatarra con su singular autógrafo, y la víctima se convirtió así en el orgulloso propietario de un original, Citroën détruit par monseiur Salvador Dalí. Más adelante el coche sería vendido por una cuantiosa cifra a un excéntrico coleccionista estadounidense.
Pero ahí no terminó la historia. A estas alturas todo iba bien y todos estaban de buen humor. El americano gordo con sombrero vaquero de ala ancha estaba entusiasmado por todo aquello. En compañía de su amigo Dalí y de la Víctima, entró en el café donde estaba sentado Henry Morgan y donde Minou trabajaba. Con arrogantes palmoteos y bramidos, el americano pidió champán. La ocasión tenía que celebrarse como si se tratara de la inauguración de una escultura en un lugar público.
Minou inclinó la cabeza educadamente, indicó al grupo una mesa y fue a toda prisa a buscar una botella de champán muy frío y seco. Cuando la descorchó, el yanqui pareció reparar en la baja estatura de Minou. Se echó el sombrero hacia atrás y anunció a la atenta clientela del bar que acababa de comprar un fantástico castillo «abajo en la Lorena», lo cual constituía de por sí un tremendo error ya que la Lorena queda hacia el este. Planeaba hacer que lo transportaran a través del Atlántico hasta su rancho en Texas, donde volverían a erigirlo. Era uno de aquellos excéntricos coleccionistas estadounidenses.
– Merveilleusementable… -dijo Dalí con un suspiro, y se retorció el bigote.
Y ahí es donde Minou entró a formar parte de la historia.
– Tú quedarías muy bien en el lugar -bramó el vaquero en inglés, evaluando a Minou con la mirada-. ¿Cuánto, monsieur?
Minou no contestó y trató de escabullirse. Era tímido y no le gustaba atraer la atención.
– Quiero decir… -insistió el americano, y añadió gritando en un pésimo francés-: ¿Sobre cuánto?
Minou ya había escuchado aquella pregunta más de una vez, y pensó que lo mejor sería mostrarse un poco amable, ya que aquello solía traducirse cuando menos en una buena propina y en una rápida restauración de la tranquilidad.
– Uno veinticinco -dijo Minou, porque esa era su altura.
– No, monsieur -gruñó el americano-. ¡En dólares!
Esa fue la gota que colmó el vaso de Henry Morgan, el leal Sven Dufva de ojos azules. Irrumpió en escena, dirigiéndose hacia el vaquero y lanzándole un certero gancho de derecha que impactó entre los ojos de aquel cerdo.
Se armó una trifulca. Dalí se puso en guardia y propinó a Henry un bastonazo digno de un viejo maestro de escuela. Minou intentaba separar a los combatientes, pero sin éxito. De hecho, era muy pequeño para tal cometido. Fue necesaria la presencia de gendarmes para restablecer la paz en Au Coin. A Henry se lo llevaron para tomarle declaración.
Tras su valiente intervención, al boxeador y bohemio Morgan nunca volvieron a dejarle entrar en Au Coin. La vida, Jean-Paul Sartre y Minou eran demasiado cortos; no así el arte, que era realmente largo. Eso fue lo que aprendió.
Hay dos clases de personas: las que van a los museos y las que van a los cafés. Algunas personas visitan museos, mientras que otras no lo hacen nunca. Este podría ser un buen tema para un historiador, investigar cuándo y en qué circunstancias el ser humano había comenzado a coleccionar y conservar cosas relacionadas con la historia y qué importancia había tenido eso para la propia conciencia de la humanidad. Tal vez se trate de un fenómeno específicamente occidental, no estoy seguro. Los museos son nuestro pasado desangrado, exponen los vestigios de nuestra vida; son una especie de conciencia, capturada en vitrinas equipadas con cierres y alarmas antirrobo. En realidad, todo el arte es museístico, a excepción de la música. Henry Morgan era músico y, por lo que he podido ver, carecía de toda noción del tiempo y del espacio.
El París en el que Henry pasaría su última primavera en el exilio era el corazón de la revolución mundial, una ciudad en ebullición, igual que en los días de la Comuna noventa y siete años atrás, igual que en los días de «La Internacional» cincuenta y cuatro años atrás, e igual que en los días de Blum, unos treinta años antes. No eran tiempos para ir a museos, y mucho menos alguien como Henry. Él pertenecía al tipo de los que iban a los cafés.
Henri le boulevardier leía todos los periódicos que caían en sus manos, repasaba a conciencia las densas columnas de Le Monde, descifraba todos los folletos y panfletos que repartían las fuerzas revolucionarias. Tuvo la oportunidad de ver en acción en las calles a todos los que se convertirían en héroes legendarios: a Geismar, el físico bajito; a Cohn-Bendit, con su cara colorada, e incluso a Sartre. A sus oídos llegaba todo lo que se decía en la calle y, cómo no, se involucraba en todas las escaramuzas allá donde se produjeran. La gente se dejaba engañar gustosamente: todos lo tomaban por una especie de héroe.
Recibía con avidez y entusiasmo lo que le deparaba cada día, y no me resulta difícil imaginar a Henri le boulevardier despertarse en una cama angosta, restregarse los ojos y lanzar una cansada mirada más allá del alero del tejado, donde reposaban las palomas que, con su gorjeo, lo habían sacado de su inconsciencia. Se levantaba, se aseaba con agua fría, y luego preparaba un desayuno continental.
El hombre se encontraba en su elemento. Por fin había llegado al final de su viaje. Ahí fuera estaba París, esperándolo con sus castaños, bulevares, alamedas, cafés y clubes; mujeres hermosas, mujeres feas, ricos plutócratas y miserables vagabundos, bohemios desaliñados, oportunistas y estrellas en ciernes. Todo aquello de lo que Bill del Bear Quartet, Maud y Hemingway habían hablado con tanto entusiasmo. Henry se sentía como pez en el agua: París era la ciudad para los exploradores curiosos. Henry se convirtió pronto en Henri le boulevardier, el hombre que había caminado más de tres mil kilómetros en menos de un año, que había gastado cuatro pares de zapatos caminando calle arriba y calle abajo embutido en su larga gabardina blanca -la que compró en la tienda de segunda mano en Kensington, Londres, en 1964-, con su gastada gorra de visera y los bolsillos llenos de revistas y prensa diversa.
Por las mañanas, se sentaba y bebía lentamente una taza de café de achicoria disuelto en leche caliente mientras contemplaba los tejados de cinc y se empapaba del nuevo día con sus cinco sentidos antes de decidirse a hacer algo de más provecho. Había alquilado una pequeña habitación en la rue Garreau, en medio de la amalgama de edificios situados entre el cementerio de Montmartre y la iglesia de Sacré-Coeur, no muy lejos de la place Clichy, donde Henry podía deambular durante horas imaginándose si así lo quería que era Miller. No le faltaba de nada. Algunas veces se subía a su habitación a chicas de la calle. Había árabes que le enseñaron singulares juegos de cartas, había gente de todas las partes del planeta que le enseñaron las mejores artimañas para sobrevivir. Y él sobrevivió.
Después del desayuno se afeitaba, y lo hacía meticulosamente. Examinó su rostro en el espejo colgado sobre el lavabo resquebrajado, y tal vez percibió que se estaba haciendo viejo. Los años pueden tener efectos variados sobre cada persona: a algunos les salen michelines y tripa cervecera, a otros bolsas debajo de los ojos, arrugas y nódulos, cicatrices, o unos ojos de mirada vacía carentes de sueños.
Henry había envejecido. Cuatro años de exilio habían dejado su huella. Su pelo seguía estando bien cortado, con raya en medio o al lado. En realidad parecía un chaval grande que se resistía con denuedo a crecer, que no quería ser adulto. Sus ojos eran de un azul atemporal. Aun así, había envejecido, y lo había hecho de una manera muy especial. Su cuerpo había ganado peso y solidez. Su caja torácica parecía más erguida y prominente, lo que confería a sus hombros un toque de dignidad del que carecía el joven cachorro. Había visto tanto, y había estado metido en tantas cosas, que resulta casi milagroso que hubiera escapado sano y salvo de todas ellas, aunque no siempre con su honor intacto.
Llega un momento en que todos los que han recorrido mundo se hacen por fin la pregunta: ¿dónde estoy? Te despiertas de pronto en una habitación extraña de algún lugar, en una cama en la que caíste muerto la noche anterior, y por nada del mundo puedes recordar dónde estás. Ciudad tras ciudad y habitación tras habitación van sucediéndose por tu mente hasta que finalmente consigues visualizarte soñoliento y con el cuerpo machacado en esa cama en particular. A esas alturas, Henry había dormido en casi todas partes: en estaciones de tren en Copenhague, en una granja en Jutlandia, en casas de conocidos ocasionales o de amigos que de pronto se convertían en enemigos, en pensiones baratas en Alemania y en prostíbulos en Roma. Sin embargo, rara vez lo asaltaba el pensamiento angustioso de sentir que iba un paso por detrás, que había perdido el tren y que veía su cuerpo alejarse mientras su alma se quedaba en el andén de la estación. Casi nunca se había hecho la pregunta: ¿dónde estoy?, porque sencillamente no le interesaba el asunto. Henry era una especie de soldado a la fuga, en excelentes relaciones con su propio nombre y con su cuerpo, que los demás -principalmente mujeres- admiraban, y otros -principalmente hombres- atacaban a bastonazos o con los puños. Ahora, en el suelo de una habitación barata de la rue Garreau, descansaba su maleta gastada, cubierta de restos de etiquetas y pegatinas que gritaban: ¡Copenhague! ¡Esbjerg! ¡Berlín! ¡Londres! ¡Munich! ¡Roma! ¡París! Y la lista podría haber continuado. Era algo que habría llenado de orgullo al abuelo Morgonstjärna, trotamundos y secretario permanente del club Muy viajado, Muy leído, Muy mundano.
Henry hacía del afeitado un gran Arte. Usaba jabón, brocha y navaja de afeitar como un auténtico barbero. Disponía de mucho tiempo para hacerlo: tenía tiempo suficiente para convertir cada ritual cotidiano en un acto artístico. Sus movimientos eran precisos, minuciosamente calculados. Cada pequeño gesto tenía su significado, como en el teatro Noh japonés, totalmente incomprensible para los no iniciados. El movimiento, el gesto, se habían convertido en su idioma. Había aprendido a describir las más sutiles emociones mediante el puro movimiento; era su forma de hacerse entender. El gesto en sí puede ser una forma de música; se mueve a través del aire como una onda, al igual que las palabras y el sonido. Henry había trabajado en una sala de billar cerca de Ponte Umberto en Roma, así como en incontables bares en Munich, y había adquirido un excepcional control de sus manos. Había aprendido a manejar con maestría cada grifo, botella, copa, trapo y cepillo, a conocer su textura y su ubicación, y podía hacer cualquier tipo de maniobra con los ojos vendados. Todo aquel que haya visto en acción a un barman -me refiero a un auténtico maestro, que se toma su trabajo en serio- sabrá de lo que estoy hablando. Sabía convertir en verdadero Arte incluso el más insignificante cóctel.
Henry, el Marcel Marceau de los licores, se sentía enormemente orgulloso de la destreza de sus dedos, de «sus flexibles manos», lo cual también beneficiaba a su técnica pianística. Había algo grande en todo aquello, y parecía como si se esforzara cada vez más por hallar una perspectiva fundamental del arte de vivir, una profunda ética cotidiana. Henry creía plenamente en todos esos rituales; se entregaba en cuerpo y alma a todo lo que era cotidiano, trivial y banal, tratando de convertirlo en gran Arte. Henry había llegado a una conclusión: su exilio no había sido tiempo perdido. O tal vez hacía todo aquello para superar la melancolía. El exilio puede ser terriblemente tedioso. Hamlet lo supo ya hace mucho tiempo, y Odiseo también.
Quienes saben cuidar de sí mismos, como Henry Morgan, no pasan nunca hambre. Con una lengua mendaz como la suya se puede llegar muy lejos. Consiguió sobrevivir gracias a trabajos esporádicos aquí y allá, en bares y hoteles, en la calle y en elegantes salones, y de vez en cuando utilizaba «sus flexibles manos»… eran muy rápidas y podían apropiarse de algún que otro objeto de valor cuando se presentaba la ocasión. Pero nunca las utilizó para robar a ningún pobre.
Henri le boulevardier era un bohemio, y multitud de bohemios pululaban bajo la bóveda medieval del Bop Sec. Era uno de los clubes de jazz con más solera de la Rive Gauche, y sus dueños mantenían una línea musical con un objetivo muy concreto: continuar con la tradición y ennoblecer el bop. El jazz festivo y el dixieland estaban vetados en el Bop Sec. Era un lugar para una clientela culta e introspectiva, que gustaba de escuchar sentada cabeceando suavemente tras sus oscuras gafas de sol mientras fumaban cigarrillos, saboreaban un demi y, tal vez, en un inesperado arranque de éxtasis, chasqueaban los dedos para seguir el ritmo. El Bop Sec era el último baluarte del jazz auténtico.
De vez en cuando, aquella introspección se veía interrumpida por la irrupción de algún poeta que, como un reloj de alarma, recitaba sus versos, como una especie de termómetro de la actualidad revolucionaria: comunicados sobre las revueltas en Berkeley, Berlín, Tokio, Madrid, Varsovia, Estocolmo… Los poetas solían terminar sus prédicas líricas con consignas que podían leerse en las paredes de París como «Sé realista, pide lo imposible», «El sueño es realidad», y frases por el estilo. Los poetas abandonaban el escenario entre calurosas ovaciones.
Henry se había hecho amigo de los dueños -un gordo enorme y su muy delgada esposa argelina-, y noche tras noche se quedaba allí, escuchando música. Quería demostrar su talento. A finales de mayo, durante aquella primavera convulsa en que toda Francia estaba paralizada por una huelga general y todos esperaban la caída de De Gaulle, el Bop Sec fue uno de los escasos lugares que se libraron de la conmoción. En otros locales la policía realizaba redadas constantes, pero de alguna forma misteriosa el propietario del Bop Sec disfrutaba de carta blanca y nadie le molestaba.
Henry por fin demostró su talento, y le ofrecieron unirse a un grupo de músicos para el mes de junio. En esa época tocaban con frecuencia artistas invitados, y aquella noche en concreto de finales de mayo se sentó como de costumbre en su taburete de la barra, pidió un demi, encendió un cigarrillo y escuchó un sonido de saxofón procedente de la sala contigua al bar. Sonaba extrañamente familiar.
Dio una profunda calada al cigarrillo y se concentró en el sonido de aquel instrumento. Era como si el saxo tenor hubiera ensayado con una almohada colocada en su garganta; el sonido tenía una fuerza inusual y explosiva, que bajaba por la médula espinal y se aferraba a ella firmemente, vibrando. La batería se acoplaba al ritmo que imprimía el saxo, el bajo se deslizaba a continuación y luego la guitarra, con su terso acompañamiento en staccato.
Era la gran ciudad, con todo su bullicio rugiente, lo que se escuchaba entre los compases con que el batería golpeaba literalmente su bombo. Era la gran ciudad, con sus ladrillos, sus edificios ruinosos con sus trifulcas en cada rincón y candidatos al suicidio en cada ventana; eran las candentes, trepidantes y destartaladas calles con sus cubos de basura, sus colillas y sus letreros luminosos, los coches y los rostros refulgiendo a la luz del neón rojo; era todo aquel gemido evocado por los riffs que se superponían y entrelazaban cada vez más hasta que el ritmo se intensificaba y se volvía insoportable, acercándose al umbral del dolor donde todo estalla con la lírica indulgencia de la piedad, que no solo pedía belleza sino que exigía belleza y hacía temblar y estremecerse al público, como una confirmación de que lo divino existía, allí, en ese mismo instante, totalmente tangible y aun así tan fugaz y efímero. Lo divino exigía lo imposible, el sueño era la realidad.
Aquel saxo tenor había escuchado a Coltrane una noche invernal delante de una estufa en Odenplan, en Estocolmo. El público estalló en un entusiasta aplauso. Henry había terminado de fumar su Gitane y sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo. Estaba allí sentado, temblando. El sueño era realidad, la vida un sueño.
– ¿Te encuentras bien esta noche? -le preguntó el corpulento propietario del bar.
Henry se lo quedó mirando mientras el hombre seguía secando los vasos.
– ¿Te ocurre algo?
– No… no -balbuceó Henry-. No, no es eso…
Henry se sentía muy afectado. Había estado escuchando cada simple nota de ese saxofón, reconocido cada trino, cada pequeño ataque de su terso y típico riff de combustión espontánea. Sonaba como si el saxo tenor hubiera soplado por última vez en su vida, como si hubiera tenido que expandir cada tono a lo largo y ancho de su onda hasta casi hacerlo estallar. Pero sonaba muchísimo mejor ahora. Bill se había convertido en un gran saxo tenor. Su sonido se acercaba al de los grandes de verdad, al de los constantemente perseguidos y en ocasiones heridos elefantes. Aquellos que bailaban en París.
Tal vez el héroe perseguido se había dado cuenta de que el tiempo le había alcanzado, de que no podía seguir huyendo, porque no había adónde huir. El monograma -con toda su carga de deseo e impotencia- grabado en su pitillera no correspondía a su persona, pero lo perseguía y lo acosaba como un fatídico anagrama por toda Europa. Las iniciales estaban grabadas como un Kilroy en cada estación central a la que llegaba. Nunca se atrevió a borrarlo por respeto al destino.
Es posible que ambos hombres se sintieran amenazados, como si los dos hubieran invertido en Maud un importante capital, que ahora, a través de este encuentro del destino, se hubiera visto súbitamente sometido a ciertos riesgos inesperados. El amor y la pasión tienen mucho en común, por lo que respecta a cálculos de riesgo, con los asuntos estrictamente económicos.
En cualquier caso, Bill estaba agresivo, como si se hubiera drogado. Henry sintió el golpecito en la espalda, apagó su Gitane en el cenicero de la barra del bar, se dio la vuelta y se encontró frente a frente con el demacrado y cansado rostro de Bill. No parecía el mismo de siempre: se había dejado crecer el pelo hasta los hombros, sus pómulos se veían hundidos y la piel pálida y reseca. Nunca aprendería a apreciar la luz del día, y seguía usando gafas de sol pese a encontrarse en las profundidades de una bóveda medieval.
– ¡Hey, viejo colega! -exclamó Henry abrazando a su amigo-. Sabía que eras tú. No podía verte y no me atrevía siquiera a asomarme, pero he podido escucharlo. Te has hecho grande, Bill. ¡Te has hecho jodidamente grande!
Bill intentó reprimir la risa. Era agresivo, pero de una manera tranquila. Aun así no pudo evitar reírse, como un niño que trata de contener la risa fingiendo estar descontento.
– ¡Esto es too much! -dijo Bill-. Te reconocí al instante. Por mi madre que no has cambiado nada. ¿Cuántos años hace?
– Casi cinco -dijo Henry.
– ¡Cinco años! Eso es too much. Estoy en plena forma esta noche. ¡Todo me sale a la perfección!
– Ahora eres condenadamente bueno. No he sabido nada de ti en mucho tiempo. Maud me escribió hace un par de meses…
– Maud está aquí, Henry. ¡Maud está aquí!
– ¿En el Sec?
– Aquí en París -gritó Bill.
– ¿Así que ahora sois pareja? -preguntó Henry.
Bill estaba colocado y todo parecía irle bien aquella noche en el Bop Sec, pero sus gestos no parecían tan ampulosos como antes, cuando en Estocolmo iba por ahí fanfarroneando sobre París y el gran jazz. Puede que el largo camino de su carrera lo hubiera depurado y endurecido, convirtiéndolo en una unidad indisoluble con su dura, cruel y al mismo tiempo hermosa música. O simplemente se sintió molesto cuando el rostro de Henry, al oír que Maud estaba en la ciudad adquirió aquella extraña expresión. La mirada de Henry se tornó turbia. Bill empezó a explicarle las andanzas del Bear Quartet, sus actuaciones en Dinamarca y Alemania, y hablaba de todo aquello de lo que uno quiere hablar cuando se encuentra con un viejo amigo. Pero notó que Henry no le escuchaba. Henry estaba muy lejos. Había algo turbio en su mirada.
– ¿Así que ahora sois pareja? -repitió-. Maud y tú…
– ¡En fin…! -dijo Bill-. Bueno… a veces lo somos y a veces no.
– ¿Qué quieres decir con a veces sí y a veces no? -repitió Henry.
– Hasta hoy, por ejemplo.
– ¿Os habéis peleado?
– Ya sabes cómo es antes de tocar -dijo Bill-. Estás más irritable… Ella salía a cenar esta noche, con algún jodido embajador. Siempre tiene que hacer acto de presencia allí donde ocurra algo. Si se quema París, ella tiene que ver el fuego; así es siempre con esa mujer. Por cierto, acaba de cumplir los treinta.
– El tiempo pasa volando -comentó Henry.
– Pero a estas horas ya debe de estar de vuelta en el hotel -dijo Bill-. Hotel Ivry, en la rue de Richelieu. Pásate por allí y salúdala, Henry. Debes hacerlo.
Henry seguía con una expresión totalmente impertérrita, y tomó un trago largo de cerveza.
– ¿Por qué?
– Porque ella es la mujer más hermosa del mundo, y tú lo sabes.
– ¿Qué ha sido de Eva?
– Casada y con hijos, con un cabrón con corbata como tú.
– Bájate de esa cruz -dijo Henry-. No va contigo.
– Shit! -dijo Bill-. No soy ningún jodido mártir… ¿Tienes tabaco?
Henry le ofreció el estuche con las iniciales W.S. grabadas en elegante caligrafía. Bill leyó el monograma y se echó a reír.
– ¿Le has visto? -preguntó Henry.
– Sterner es ahora todo un gángster. Es uno de los grandes mafiosos del mundo. Maud es su chica. Y yo soy su chulo. -Bill estalló en una gran y estridente carcajada. En su dentadura manchada parecía haber huecos, como en el resto de su persona-. Pero es la mejor puta del mundo, y tú lo sabes. Solo va con magnates y con gentuza. Magnates como Sterner y gentuza como nosotros.
Bill volvió a reír con aquella risa hueca y estentórea, y Henry se sintió al borde del desmayo. El sueño era realidad, y la realidad una pesadilla.
– Henry, tienes que ir -insistió Bill-. Hotel Ivry, en la rue de Richelieu. Es el destino. Estabas predestinado a volver, y ha ocurrido esta noche. No hay nada que pueda detenerte.
Henry se tambaleaba aturdido, mientras murmuraba algo sobre telefonear.
– Habría que… habría que llamar primero.
Bill parecía un director de cine perverso.
– ¿Qué quieres decir con llamar?
– Habría que llamar primero -repitió Henry.
– ¡Pues hazlo!
– Te lo estoy pidiendo. Llama y asegúrate.
Bill echó el humo hacia el techo, bebió un par de tragos de la cerveza que el corpulento propietario del local le había puesto delante y le dio a Henry una palmada en la espalda.
– Muy bien, colega. Voy a llamar.
Con las rodillas aún temblorosas, confuso y ofuscado, Henry pidió otra cerveza. La mera idea de que Maud estuviera sentada en la habitación de un hotel en la rue de Richelieu, totalmente sola y esperándolo, se le antojaba casi aterradora; era demasiado perturbadora para resultarle atrayente. Todo París y toda la nación francesa estaban en plena convulsión, en medio de una revolución promovida por las masas de trabajadores en huelga y los estudiantes que en cualquier momento podían hacerse con el poder y forzar la caída de De Gaulle. Toda aquella ebullición hacía estremecerse a París como una máquina de teletipo traqueteante, y allí estaba Henry Morgan, en medio de todo aquel caos, Henri le boulevardier, en un sótano medieval de techo abovedado, sintiéndose también convulsionado, pero por causas estrictamente privadas. El mundo en el que bailaban los grandes elefantes ya no le interesaba.
Bill regresó de la cabina telefónica sonriendo, más calmado y mesurado.
– Luz verde, colega -dijo apoyándose en el hombro de Henry-. Todo lo que ha podido decir ha sido sí, sí, sí. Todo perfecto. Tenéis toda la noche para vosotros.
– ¿Y tú vas a quedarte colgado en la cruz toda la noche?
– No es asunto tuyo.
– Bueno, si es lo que quieres…
Le tendió la mano a Bill y este la recibió con la palma abierta, como suelen saludarse algunos negros. Esa noche lo estaba pasando de puta madre en el Bop Sec. Después de una velada como aquella en el Bop Sec, ninguna treintañera caliente de Estocolmo podía interesarle. Para Henry Morgan, en cambio, no había sido una noche especialmente buena en el Bop Sec.
Aquella noche de finales de mayo del sesenta y ocho, Maud y la nación francesa entera permanecían en vilo. De Gaulle estaba en paradero desconocido -se sospechaba que por razones tácticas se ocultaba en Colombey para acabar de ultimar su brillante y definitivo plan y lanzar una contraofensiva que permitiera desarmar al enemigo-, y Henry Morgan también se encontraba desaparecido.
Maud estaba en una habitación del hotel Ivry en la rue de Richelieu, sola y llena de ansiedad. Esperaba a un hombre que nunca llegaría. Cuando Bill llamó desde el Bop Sec le dijo que había encontrado a Henry en el club, que el muchacho estaba como siempre y que no había cambiado nada. Le dijo que pensaba ir a verla esa noche y ella le mandó a la mierda. Sin duda era el destino.
El público del Bop Sec estaba muy excitado cuando Henry abandonó el local. Un poeta leía una necrológica de De Gaulle entre estruendosas ovaciones, y Bill estaba teniendo una noche muy buena. Posiblemente estaba a punto de dar el gran salto internacional. Un productor ya había contactado con él. Se hablaba de grabar un disco. Henry no se sentía celoso, aunque sí un poco estafado. Se preguntaba qué habría sido de él si no se hubiera marchado y hubiera continuado con el Bear Quartet. Puede que también él hubiera dado el gran salto esa noche en el Bop Sec. Le habrían ofrecido un contrato de grabación, giras, entrevistas para Jazz Hot y Jazz Journal, tal vez incluso para Down Beat. ¿Dónde estaban los beneficios de esos cinco años en el continente, de su largo exilio? Había escrito unos cuantos míseros borradores de «Europa, fragmentos en descomposición», que tal vez representaran algo nuevo, único y original, pero también demasiados días y noches perdidos en medio del gentío de Londres, Munich, Roma y París.
Se sentía abatido y pensativo. Encontrarse con Bill de nuevo, en la cima de su carrera, hablando sobre Maud y oyéndole decir que no había cambiado ni una pizca en cinco años… aquello le hacía sentir como si hubiera desperdiciado todo ese tiempo; podría igualmente haber estado dormido, aunque el sueño era realidad. La vida carecía totalmente de sentido, y el Sena corría allá abajo, con sus aguas frías y oscuras. «El río ya no lleva botellas vacías, envoltorios de sándwiches / pañuelos de seda, cartones, colillas / ni otros testimonios de las noches de verano. / Las ninfas ya se han ido.» El Spree, el Támesis, el Isar, el Tíber, el Sena… todos los ríos eran iguales y todos se habían llevado a mucha gente. Muchas vidas anónimas habían acudido a esas aguas, y tal vez la muerte fue lo único en lo que realmente tuvieron éxito.
La noche de mayo era cálida y vibrante. Henry vagó sin rumbo por la orilla del Sena, mirando sus oscuras aguas… simplemente, no podía ir a la rue de Richelieu. Encendió un cigarrillo y se recostó contra el muro de piedra. Permaneció inmóvil durante mucho rato, tratando de reflexionar sobre su vida, que nunca le había parecido tan carente de sentido como en ese momento. Se sentía como el personaje trágico de una ópera, como el músico Schaunard al descubrir que Mimi no se ha quedado simplemente dormida: está muerta. Telón. Cuando Henry se encontraba abatido, estaba realmente abatido.
Trató de consolarse con la improbable idea de ser recibido por Maud en el hotel Ivry en la rue de Richelieu. Ella estaría en la puerta, vestida con su quimono negro con un pavo real estampado en la espalda. Quizá ya hubiera servido dos copas para borrar de un trago los pasados cinco años. Le diría a Henry que no había cambiado nada, tal vez se le veía un poco más delgado. Después harían el amor, de forma tranquila y sosegada, como dos adultos, sin ilusiones. Todo sería exactamente como antes: su exilio como un sueño, una huida completamente imposible, porque no había lugar en el mundo donde esconderse.
La furgoneta de la patrulla antidisturbios frenó muy suavemente junto a la calzada, por lo que Henry no tuvo tiempo de reaccionar antes de que cuatro policías salieran del vehículo y lo empujaran contra el muro de piedra. Tuvo que apoyar las manos contra el muro mientras los policías lo registraban, como si pensaran que llevaba cañones en los bolsillos. Le pidieron un documento de identidad, y afortunadamente Henry tenía sus papeles en regla, ya que conocía los métodos de la policía.
– ¿Dónde vive? -preguntó un agente.
– ¿Vivo?
– ¡No se haga el tonto!
Aquel solitario y trágico personaje de ópera estaba totalmente perdido en sus divagaciones y no logró sortear la difícil situación como otras veces, fue incapaz. Los policías le esposaron las manos a la espalda y condujeron a su víctima hasta la furgoneta, donde había otros cinco hombres de su misma edad. Todos vestían amplias gabardinas blancas, que también parecían haber sido compradas en una tienda de segunda mano en Kensington, Londres. Henry comprendió que su aspecto encajaba perfectamente con el tipo de gente que la policía buscaba aquella noche.
El interrogatorio duró toda la noche, y monsieur Morgan logró mantener la compostura bastante bien. Le permitieron fumar en el pasillo, vigilado por recelosos ojos policiales. Se comía las uñas mientras intentaba recordar todas las palabrotas que sabía en alemán, inglés, italiano y sueco. Pese a todo, había algo dulce en su derrota, una suerte de singular placer en su fracaso. Había sido liberado del hotel Ivry en la rue de Richelieu. Había sido liberado de la decisión y de la angustia. Afirmó que nunca había comprendido tan bien a Sartre como esa noche.
Pero en ese momento las fuerzas francesas de la ley y el orden tenían a Henry bajo su custodia y lo habían liberado de tomar cualquier decisión, exhibiendo la justa dosis de hostilidad en la calle. Henry no había sido capaz de responder a la pregunta: ¿Quién es usted, monsieur?, porque esa misma noche, después de su encuentro con Bill en el Bop Sec, se había visto por primera vez asaltado por la duda. Se había enfrentado a los grandes interrogantes y se había cuestionado a sí mismo. Y, precisamente entonces, tuvo la mala suerte de acabar siendo objeto de un interrogatorio policial, algo que en cualquier otra ocasión, estando en plenas facultades, hubiera resuelto espléndidamente, consiguiendo que incluso el más avezado interrogador pusiera en entredicho no solo su propia existencia, sino también la de la policía francesa, la Comunidad Europea, las Naciones Unidas, De Gaulle y todo el cosmos.
Pero aquella noche monsieur Morgan no se encontraba en buena forma, y contestó con respuestas vagas, evasivas y torpes a las intrincadas preguntas que le hicieron sobre su vida y sus hábitos. A la policía francesa no le gustaban ni los bohemios ni los personajes trágicos de ópera. Pero Henry tuvo algo de suerte en medio de toda aquella desgracia. Un diligente ratón de archivo logró desempolvar una carpeta que contenía un acta policial, en la que se informaba que el sueco había estado involucrado en una trifulca en el café Au Coin, en Montmartre, durante la cual el mundialmente famoso pintor Salvador Dalí había sido objeto de un intento de agresión seis meses atrás. También entonces monseiur Morgan había sido llevado a declarar, pero fue puesto en libertad cuando el surrealista mundialmente famoso explicó que toda aquella trifulca se trataba en realidad de un happening que había sido planeado de antemano. Naturalmente, Henri le boulevardier no tenía la más remota idea acerca de todo aquello, aunque no dijo nada a la policía.
Al tener noticia de aquel informe, el inspector jefe del interrogatorio alzó tanto las cejas como el bigote, y muy deferentemente presentó sus disculpas. Había comprendido que monseiur Morgan era en realidad un importante músico, un bohemio y gran amigo de Salvador Dalí, un pintor a quien había admirado siempre. Salvador Dalí ensalzaba el régimen español y a Franco, y eso estaba muy bien.
Sin comprender nada, Henry fue puesto en libertad y dejó la sala de interrogatorios en medio de un aluvión de disculpas, como si se tratara de un invitado de honor. Poco faltó para que el inspector jefe le pidiera un autógrafo, aunque no quiso llegar tan lejos. En cambio, le ofreció llevarlo hasta la puerta de su casa en el coche patrulla, pero Henry declinó cortésmente el ofrecimiento. A esas alturas ya no se sentía especialmente cansado ni sorprendido. En el gran mundo donde bailaban los grandes elefantes todo era posible, aunque él ya había agotado todas sus posibilidades. Se sentía vacío, sentía que su odisea había llegado a su fin. En los estratos más etéreos de la sociedad se había librado una lucha de fuerzas, mientras De Gaulle y Henry Morgan habían llevado a cabo una profunda búsqueda interior. Henry caminaba tranquilamente hacia la rue Garreau en Montmartre, donde se prepararía un desayuno continental mientras lanzaba furtivas miradas a su maleta. No había espacio para más etiquetas. Kilroy había estado en todas partes.
Su añoranza del hogar adquirió la forma de sello postal: el día en que el sistema de correos de un país deje de funcionar podrá hablarse de crisis grave. El servicio postal se mantiene gracias a un sentimiento del deber y de la devoción; representa un fin en sí mismo, un imperativo categórico, alimentado por franqueos y sellos simbólicos.
El día en que De Gaulle hizo su gran reaparición para pronunciar su discurso sobre la Guerra, el Orden y la Venganza, aunque sin dar la cara, ese caótico día llegó una carta dirigida a Henry Morgan, 31 Rue Garreau, París IXe, Francia.
Procedía de Suecia, y su remitente era Greta Morgan, de la calle Brännkyrka, en Estocolmo. Estaba muy preocupada, pero no sabía bien cómo expresarse. Había adjuntado un recorte de un diario vespertino con una fotografía sobre el final de la ocupación de la Residencia de Estudiantes en la calle Holländar. En ella aparecían los principales líderes revolucionarios, y, entre el tumulto, podía verse al mismísimo Leo Morgan, un tanto apartado.
Sin embargo, aquello no era lo que más preocupaba a Greta. Más bien parecía orgullosa de que su hijo apareciera en el periódico. El abuelo paterno había muerto. No encontraba una forma menos brusca de exponerlo. El viejo dandi Morgonstjärna nunca había estado enfermo ni mostrado otros síntomas de debilidad que los derivados de la edad. Era un hombre hecho de muy buena pasta, que hubiera podido resistir hasta los noventa años por lo menos. Pero durante aquella primavera turbulenta se había empecinado en subir a pie las escaleras hasta su piso en la quinta planta, hasta que un buen día se desplomó en el rellano con un hilo de sangre en la comisura de los labios. Edema pulmonar, dijo el médico de la familia, el doctor Helmers. Ataque al corazón, escribió Greta. Sería enterrado dentro de una semana.
El viejo Morgonstjärna no dejaba ningún hijo en vida. No tenía más que a su nuera y a sus nietos Henry y Leo. Como hombre previsor que era había pensado en todo, y en un secreter de la biblioteca guardaba una carpeta con la contundente inscripción «Para después de mi muerte». Contenía varios sobres dirigidos a un bufete de abogados, a Greta, a Henry y a Leo Morgan. El sobre de Henry aún no se había abierto.
Pero el sobre más sorprendente de la carpeta del viejo Morgonstjärna era el que llevaba la inscripción «El Equipo» en tinta, seguida debajo por «Para Henry Morgan» escrito a lápiz. Greta aseguraba que, a pesar de su tremenda curiosidad, no se permitía el derecho de abrir una carta dirigida a otra persona. Tampoco había tenido el coraje ni la tentación de enviárselo todo por correspondencia a París. Ya no se podía confiar en la gente. Los trabajadores de correos podían ponerse en huelga durante esos turbulentos tiempos.
Aquello fue suficiente para Henry. Resolvió sus asuntos pendientes en París y llegó a Suecia a tiempo para el funeral. Un desertor regresaba tras cinco largos años de exilio. El juego había terminado: había vivido una juventud de excesos, se había convertido en un hombre adulto y ahora debía dedicarse a algo serio.