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Notas histórico-arqueológicas

CAPÍTULO I

La caliga. El calzado -reproducido en un sinfín de bajorrelieves y estatuas triunfales- que llevó a cientos de miles de conquistadores a los más lejanos confines del imperio y que inspiró a los legionarios del frente del Rin el afectuoso y divertido sobrenombre de Calígula, es decir, «zapatito», para llamar al pequeño Cayo César, era realmente muy sólido. Todavía hoy se conserva en el Museo de Cluny un ejemplar, perdido por algún legionario en lo que entonces era la Galia romana, y han aparecido otros incluso en Britania.

Las copas de plata del tribuno Cayo Silio. Diecinueve siglos después del día en que Silio envió su regalo a un amigo de tierras lejanas, se encontraron, excavando en una remota isla danesa la tumba de un antiguo guerrero llamado Hoby, dos preciosas copas de plata en las que estaba grabado en griego el nombre del artista, «Chirisopos», y escrita la sorprendente dedicatoria de un tribuno romano: Cayo Silio. El bárbaro Hoby quiso tenerlas en su tumba como símbolo de una difícil paz.

La isla de Planasia. En la pequeñísima isla -actualmente Pianosa- donde el adolescente Agripa Póstumo fue retenido y ejecutado, se Ivan descubierto los restos de una villa de la familia imperial. Sin embargo, algunas inscripciones muestran que no tardó en ser transformada en desolado lugar de exilio. Después, durante siglos, siguió siendo una cárcel.

CAPÍTULO II

La Nikéde Samotracia. En 1863 alguien desembarcó en esa isla abandonada, exploró las ruinas desiertas de la ciudad de las negras murallas ciclópeas y descubrió una admirable estatua, precisamente la Niké de Samotracia que Germánico no había conseguido ver. Pero la arqueología era aún, en gran parte, una actividad de exhumación desordenada y de apropiación sin control de los objetos descubiertos. La Niké de grandes alas de mármol acabó en el Museo del Louvre.

El retrato de Sócrates. La casa de Éfeso y el revoque sobre el que había sido pintado, al fresco, el retrato de Sócrates eran muy sólidos ya que fueron encontrados, aunque con los habituales desperfectos, después de veinte siglos. Y nuestros ojos todavía pueden ver en aquella pared la enigmática sonrisa del filósofo contemplando su muerte.

Los lagos sagrados entre el desierto de Egipto y las misteriosas naves isíacas. Tras milenios de abandono, excavaciones arqueológicas desenterraron junto al templo de Sais -donde el anciano sacerdote reveló a Cayo César los antiguos misterios- una amplia depresión circular, invadida por la arena, y alrededor un embarcadero embaldosado. Y lo mismo junto al inmenso templo de Karnak, y en las grandiosas ruinas de Busiris -antiguo imperio de Menfis-, donde se descubrió una nave sagrada, modelada en la piedra. Y en Behbeit al-Hagar, hacia el Nilo de Damieta, donde lo que se había tomado por una colina resultó ser un espléndido edificio de granito gris y rosa, de cuatrocientos metros por trescientos sesenta, o sea, el Iseum de Pi-Hebit; y aparecieron el bajorrelieve de una nave ritual, después la imagen de la diosa Isis y por último los cobertizos de las naves sagradas en la orilla del lago. Y asimismo en el Delta, donde la cuenca del antiquísimo lago -de Pi-Bastit yacía bajo una montaña de escombros. También frente a los templos de Ab-du aparecieron los perfiles de dos lagos sagrados y restos de las naves isíacas. Y al pie de las pirámides, y en otros lugares. Sin embargo, hicieron falta muchas discusiones y mucho tiempo para comprender qué significaban los misteriosos lagos nilóticos y tener una idea más clara y quizá más profunda de ese antiguo culto.

Las estatuas sepultadas en el mar de Alejandría. Durante una apasionante búsqueda en las aguas del puerto de Alejandría, aparecieron inesperadamente restos de unos edificios lujosísimos. Entre ellos se encontró una impresionante cabeza de granito que representa a Marco Antonio y el pedestal de la estatua, en el que todavía resulta legible la inscripción: «amante incomparable». En cuanto al joven hijo de Julio César y Cleopatra, Tolomeo César, al que Augusto mató a traición, es posible que también emergiera su retrato de las aguas, actualmente fangosas, del puerto de Alejandría: un rostro regular, de facciones dulces, un poco indefenso, muy joven. Si es él, así era en sus últimas semanas de vida.

En cuanto a Cleopatra, la pintura del suicidio -realizada por encargo de Augusto para celebrar su victoria-, celebérrima en aquellos días, alimentó durante siglos la imaginación de historiadores, dramaturgos y novelistas. Sin haberla visto nunca, decenas de pintores y escultores han hecho réplicas: la Cleopatra tendida, con los ojos cerrados, que ase con fuerza entre los dedos al reptil, pintada diecisiete siglos más tarde por Artemisia Gentileschi; o la cansada Cleopatra sentada, con un delicado pecho al aire, esculpida en mármol blanco por William Wetmore Story y expuesta en el Metropolitan Museum de Nueva York; o la Cleopatra desnuda, y también con unos pechos admirables, ordenando a la ancila que le dé la cesta de fruta en la que está enroscado el áspid, imaginada por el pintor Henri Dejussieu en los mismos años y actualmente en el Museo de Chalon-sur-Saône; o la reina tendida en la cama que, volviendo la cabeza a causa del asco, acerca a su pecho como siempre bellísimo, en un gesto inevitable, la boca abierta del áspid, imaginada por Reginald Arthur; o el pesado cuerpo de la mujer ya muerta, representado por Jean André Rixens y actualmente en el Museo de Toulouse, en el que de su sutil elegancia solo ha quedado la bella mano abandonada sobre el borde de la cama.

En cambio, han sobrevivido a la destrucción muy pocos retratos suyos tomados del natural, y los historiadores discuten si ese rostro era realmente el suyo: una cabeza en el Vaticano, otra en el Altes Museum de Berlín y una tercera en el British Museum de Londres. Se encontró un admirable mármol en la gran villa en ruinas de los Quintilio, en la vía Apia; evidentemente, alguien había desobedecido la orden de destrucción. La más extraordinaria, por la pose, es la preciosa estatua esculpida en basalto negro, que la representa magníficamente desnuda; el único adorno es el esotérico uraeus, la espléndida diadema faraónica, sobre los largos y ordenados cabellos. Actualmente está en Nueva York.

El hambre en Alejandría y el edicto de Germánico. En 1910 se encontró en Egipto, se restauró y se descifró un antiquísimo papiro en el que estaba transcrito el admirable edicto de Germánico en defensa de la población de Alejandría, es decir, el edicto que este pagó con la muerte.

CAPÍTULO III

El templo isíaco de Benevento. El templo isíaco de la ciudad donde Agripina, después del asesinato de Germánico, vio en sueños la luz fue suntuosamente enriquecido en la época de Cayo César. Más tarde quedó sepultado bajo la catedral cristiana. En la Edad Media suscitó un gran número de oscuras leyendas. Tuvieron que pasar siglos antes de que reaparecieran, para encontrar la paz en un museo, las decenas de estatuas y los suntuosos objetos decorativos escondidos bajo tierra.

El mausoleo de Augusto. El mausoleo donde Agripina, arropada por una clamorosa emoción popular, depositó las cenizas de Germánico sufrió con el paso del tiempo una suerte lamentable. Tras la caída del imperio, los muertos famosos reunidos allí dentro ya no importaron a nadie. El primer saqueo lo perpetró en octubre del año 410 Alarico el Balta, temerario general visigodo. De lo que sucedió después, en medio de desastres colectivos mucho más sangrientos, nadie dejó constancia escrita. En torno al año 950, en la cima del monumento -quién sabe adónde había ido a parar, mientras tanto, la estatua colosal de Augusto- construyeron una capilla que la confusa memoria popular llamaba Sant'Angelo «de Agosto». En la Edad Media, la poderosa familia Colonna transformó aquella mole en una sólida fortaleza. Luego, esta se convirtió, como muchos otros edificios imperiales, en cantera de mármol y ladrillos a bajo precio; y sobre la muralla se levantaron casas. En el Renacimiento, sobre la gran estructura se instaló un jardín, tras lo cual el vasto espacio circular interno se convirtió en palestra para celebrar combates y hasta en plaza de toros, donde tuvieron lugar corridas que provocaron la excomunión papal. Por último se transformó en teatro, sede de célebres operetas francesas. Hasta el siglo xx las estructuras imperiales no volvieron, y de forma incompleta, a la luz.

El amor y el odio por Germánico han dejado testimonios arqueológicos. En 1963, por ejemplo, se encontró en Amelia, en Umbría, entre viejos escombros, un bronce de aproximadamente dos metros de alto, salvajemente hecho añicos. Tras ser recompuesto con paciencia, resultó ser una estatua de Germánico: la lanza en la mano izquierda, la capa recogida sobre un brazo, calzado militar y la derecha extendida, el jefe dirige un discurso, una adlocutio a sus hombres. Su rostro transmite serenidad y seguridad. Quizá evoca el día en que, con un gesto de fidelidad extrema, apaciguó a las ocho legiones que querían ir del Rin a Roma. Viste la ligera lorica de gala, un trabajo de gran calidad con decoraciones damasquinadas. Pero la coraza no lleva escenas de guerra, sino que representa una antigua tradición: Aquiles, armado, protegido por el escudo, agarra del cabello al joven Troilo, que va desarmado, lo derriba del caballo y lo mata. Tal vez por ese fuerte significado acusatorio, la estatua no permaneció mucho tiempo sobre su pedestal. Todavía nueva, fue rota en mil pedazos con violencia deliberada, pues era un sólido bronce, pero no para fundir de nuevo el metal. La tiraron, la enterraron, y así continuó hasta la actualidad.

El proceso de Julia, la hija de Augusto. La cruel maniobra de desinformación política en torno a los asuntos de Julia, la hija de Augusto -una de las primeras, y con más éxito, de la historia clásica-, se mantuvo durante siglos. Escribir sobre historia era casi siempre una pesada cuestión de mitos preestablecidos, citas y copias. Era, además, una empresa masculina; las voces de la otra mitad del mundo permanecían despreciativamente sometidas. Decenas de solemnes y austeros historiadores, ciegos a todas las incongruencias, describieron esa perversa tragedia como un castigo necesario, infligido por un noble padre a una hija «disoluta».

La villa de la isla de Pandataria. Se ha descubierto que para construir el puerto de la isla donde más tarde Agripina fue condenada a morir -actualmente Ventotene-, su padre, Agripa, el gran marino, había retirado sesenta mil metros cúbicos de roca excavando hasta una profundidad de tres metros bajo el agua. En la planicie llamada hoy punta Eolo quedan los restos de una monumental escalinata, mosaicos y mármoles coloreados, con nichos que albergaban estatuas de jardín. Apareció también un pórtico, y los restos de las termas y de un templete espectacular. La villa fue saqueada durante siglos, además de sacudida por terremotos. Poco a poco, casi todo fue cayendo al mar. Los Borbones de Nápoles instalaron allí una torre de vigilancia y utilizaron como durísima galera una enorme cisterna que conservó el nombre de Gruta de los Presidiarios. Sir George Hamilton, que vivió treinta y cinco años en Nápoles como embajador británico, llevó a cabo la última expoliación devastadora. Pero la nave, cargada con estatuas, bronces y mármoles, se hundió en algún lugar desconocido del Tirreno. Los objetos que se salvaron están en el British Museum.

La villa tiberiana de Sperlonga. La villa y la spelunca fueron abandonadas y devastadas a partir del siglo IV. En un refugio situado en mitad de la cuesta se instaló un célebre anacoreta cristiano. Y como Tácito, hablando de ese lugar, lo había llamado con imprecisión nativo in specu, gruta natural, cayó en el olvido y nadie se sintió tentado de buscarlo. Ese espacio tan revelador desde un punto de vista psicoanalítico salió de nuevo a la luz por casualidad en el año 1957, ante la mirada atónita de los ingenieros que estaban construyendo una autovía. Los arqueólogos acudieron inmediatamente y se constató lo incompletas o desorientadoras que son a veces las informaciones de los historiadores, incluso de los famosos. De la arena se recogieron los siete mil trozos en que alguien, con histérica brutalidad, había roto el titánico grupo marmóreo de Escila. Mientras lo reconstruían con exquisita paciencia, se vio que era el más grande de la antigüedad romana, y contemplarlo de cerca corta la respiración todavía hoy.

Los pretorianos. Los soldados pretorianos organizados por Elio Sejano se ganaron rápidamente una peligrosa fama de tener tendencia a revueltas y conspiraciones, y se mantuvieron como cuerpo durante tres siglos. Los disolvió Constantino, pero para sustituirlos por milicias devotas a él y al nuevo poder que estaba naciendo. Han llegado hasta nosotros algunos retratos suyos en mármol. El casco es tan ajustado que les forma arrugas en la frente, de manera que presentan una expresión ceñuda. Los cubremejillas y el protector de la barbilla son anchos y pesados, encierran el rostro con una dureza invulnerable, intensa como un voto religioso. De hecho, Tiberio eligió como distintivo para ellos el escorpión africano, de aguijón largo y curvado, fatalmente decidido a morir con tal de matar al enemigo.

La residencia del monte Vaticano. Tras la detención de Agripina, la residencia fue abandonada. La ocupó brevemente, y la amplió, el último emperador de la dinastía Julia-Claudia, Nerón. Más tarde, las terribles leyendas medievales sobre el emperador asesino de cristianos, suicida y condenado, fantasma sin sosiego, dejaron en torno a ese lugar un aura de miedo. Después, la zona fue en gran parte ocupada por los edificios cristianos del monte Vaticano. Por último, los restos de la villa se perdieron bajo otras construcciones: un solemne criptopórtico, fragmentos de mosaico en algunos sótanos, una columnata en el claustro del Hospital del Espíritu Santo… Ya en nuestros días, aparecieron espléndidos frescos, entre ellos la victoriosa batalla naval de las Égates: Augusto está de pie en la orilla con el manto púrpura: desde las naves, los suyos llevan ante él un prisionero. Se ve también a su hija, Julia, y la imponente figura de Agripa victorioso a su espalda. Se dice que otra parte de la residencia -no sabemos cuánta- fue destruida a finales del segundo milenio para construir un espacioso aparcamiento. Al parecer, entre los escombros aparecieron fragmentos de mármol, ladrillos antiguos, trocitos de frescos…

Res gestae. Casi todos los bronces y los mármoles en los que Augusto había querido grabar su historia para la eternidad y de los que, por orden suya, se habían hecho réplicas en todas las provincias del imperio, desaparecieron a causa de la inconsciente avidez material de muchos en el transcurso de los siglos. Para empezar fue despedazada, y probablemente depositada en un horno de cal, la inmensa losa de Roma, de la que quedan pocos fragmentos. Pero afortunadamente se salvó la copia esculpida en una piedra durísima en la ciudad de Ancira, en Galacia, que es la actual Ankara; olvidada durante mil quinientos años, fue redescubierta por un culto y curioso embajador alemán acreditado ante el imperio otomano. Apareció otra copia, nada menos que después de diecinueve siglos, en la antigua Apolonia, en la Anatolia turca. Y una tercera, por último, en Antioquía de Pisidia. Estaban todas muy dañadas, pero, cotejándolas, se ha recuperado la formidable inscripción entera y se ha descubierto una sutil diferencia. El texto de Ancira dice: «Post id tempus, dignitate omnibus prestiti», es decir, «Desde aquel momento fui superior a todos en dignidad». En cambio, el texto de Antioquía cambia una palabra, solo una; en lugar de dignitate pone auctoritate: «superé a todos en autoridad», que es una férrea declaración de poder. Y nos preguntarnos: ¿cuál fue la palabra. que utilizó Augusto?

Forma Imperii. De este glorioso mapa esculpido en mármol, el primero del mundo occidental, solo poseemos la descripción del geógrafo griego Estrabón, que lo vio entero y nuevo. Sin embargo, en torno a 1480, llegó a manos de un anticuario de Augsburgo, Konrad Peutinger, la copia utilizada en los últimos tiempos del imperio por un general romano desconocido. Peutinger lo imprimió, y eso es cuanto nos queda. Se conoce con el nombre de Tabula Peutingeriana.

El teatro de Sertorio Macro en Alba Fucense. Conocemos la sorprendente iniciativa artística de aquel rudo marso únicamente por una placa encastrada en una puerta monumental y porque tres siglos más tarde, en la época en que el emperador Teodosio declaraba fuera de la ley todos los cultos no cristianos, alguien -que esperaba en vano que vinieran tiempos mejores- bajó del pedestal la pesada estatua del dios Hércules y, para salvarla, la enterró en el templo, donde permaneció intacta hasta que un afortunado arqueólogo se puso a excavar.

CAPÍTULO IV

Villa Jovis en Capri. Sus dimensiones eran realmente imperiales. Los sucesivos pisos del edificio, hasta la exedra, alcanzaban una altura de más de sesenta metros. El trazado para el paseo imperial diario, el ambulatio, medía noventa y dos metros, la dieciseisava parte de un milliarius <strong>[3]</strong>, la milla romana, y permitía -según los dictados higiénicos- calcular con exactitud el ejercicio físico realizado. Sin embargo, desde el día que Tiberio, moribundo, partió de Capri, la deslumbrante y odiada Villa Jovis cayó en el abandono. Dieciocho siglos después, en 1793, Fernando de Borbón dio permiso para «excavar» y personajes insaciables escarbaron, devastaron y vendieron cuanto pudieron encontrar. Incluso arrancaron los grandiosos pavimentos en opus sectile, y el rey de Nápoles compró las más preciosas taraceas para el palacio de Capodimonte. En 1860 las pobres ruinas -nido de las depravaciones de Tiberio según los excitantes relatos de personajes como Suetonio y Dión Casio, reproducidos con pasión pornográfica por sus sucesores- fueron confiadas a un eremita del lugar.

La villa de la esposa adolescente en Antium. Sus ruinas se encontraron después de muchos siglos: fragmentos de columnas, las estructuras de un puerto sumergido, piscinas de agua marina. Con elegante fantasía, un largo puente había unido la villa a una pequeña isla, artificialmente ampliada para convertirla en un delicioso triclinio rodeado por el mar. Pero en la Edad Media, sobre los cimientos de aquel pequeño paraíso de erotismo levantaron una torre, que se convirtió en atalaya, defensa costera y prisión. Al parecer, allí vivió sus últimos días, antes de ser decapitado a los diecisiete años en la plaza del Mercado de Nápoles, Conradino de Hohenstaufen.

La villa de Miseno y el golfo de Baia. La villa desde la que se dominaba el golfo y a la que el joven Cayo subió el día que sintió cerca el imperio, acogió más tarde a Nerón y a Adriano, y finalmente se desintegró en el marasmo general del declive. Renació como fortaleza bajo la casa de Aragón, pero tuvieron que pasar cinco siglos más para que fuera transformada en el mágico Museo del Tirreno.

El lago Averno. El poder del mito que rodeaba aquel lago siniestro era tal que, once siglos después, un religioso, Gervasio de Tilbury, profesor de derecho canónico y gran viajero, escribió al verlo que «en el fondo de sus aguas venenosas» se entreveían las puertas de bronce del infierno. Más adelante, una precisa observación geológica localizó alrededor más de setenta pequeños cráteres dormidos, redondos como ojos de Cíclopes. Mientras tanto, poco a poco, el bradiseísmo convertía en mar el lago de Baia y la clamorosa procesión de villas. La grandiosa residencia de los Pisones, situada en el lugar que hoy llamamos punta Epitaffio, quedó sumergida en el mar y su espectacular nymphaeum es en la actualidad una maravillosa aventura de arqueología subacuática.

Los retratos. De los años juveniles que marcaron tan duramente la vida de Cayo César -llamado más tarde por los historiadores enemigos Calígula-, quedan, dispersos por los museos, varios retratos. El fundador de la dinastía, Julio César, aparece, quizá en su expresión más auténtica, en un finísimo mármol que está en el Museo Pío Clementino. ¿No tiene aún los cincuenta? ¿O ya había conocido a Cleopatra? Sus mejillas están hundidas como debido a las fatigas de una guerra, mientras que su famosa calva es todavía casi inexistente. Tiene la boca cerrada y las mandíbulas apretadas, pero los labios están bien perfilados, son vivos y sensuales. Parece que esté mirando a alguien, un poco más abajo: ¿es tal vez la jovencísima Cleopatra, que -para llegar hasta él superando los controles- sale inesperadamente, despeinada, de la alfombra enrollada donde se ha escondido? Lo cierto es que en ese mármol hay una confusa mezcla de sensualidad y de poder.

Antonia está en el Museo Nacional Romano: los cabellos recogidos y sujetos alrededor de la cabeza, en ondas cuidadosamente entrelazadas que parecen una diadema; una imperceptible sonrisa en la boca cerrada, que borra la rigidez del mármol en torno a los labios; una tierna inclinación de la cabeza, como escuchando a alguien que habla poniéndose de puntillas. Actualmente hay otro retrato suyo en mármol en el British Museum, en el que también aparece con la cabeza levemente inclinada y el cabello recogido. También vemos a un joven de espesos y ondulados cabellos y mirada profunda; se parece al retrato imperial de Cayo César que se encuentra en el Museo de Nápoles, por lo que se supone que es uno de sus hermanos asesinados.

También en Nápoles, en el Museo Arqueológico, está el rostro de Octavia, la sumisa hermana de Augusta, que acoge a los huérfanos egipcios de Cleopatra y Antonio. Y Agripina, sentada, no muy joven ya; se dice que fue esculpida, después de morir por rechazar la comida, por orden de su hijo cuando fue elegido emperador. Hay algunos retratos más, todos llegados de Roma con la inmensa colección de los príncipes Farnesio.

Un largo y extraño viaje, el de la colección Farnesio. Los descendientes de Paulo III, el 222.º papa -el que excomulgó a Enrique VIII de Inglaterra, aprobó la Compañía de Jesús y estructuró la Inquisición-, muerto en 1544, habían acumulado en Roma y en sus numerosas villas las más espléndidas obras maestras del arte grecorromano descubiertas en excavaciones o encontradas entre las ruinas abandonadas de la época imperial. Pero la última de los Farnesio, Isabel, con la que se extinguía la dinastía, se casó con un Borbón de Nápoles. Por eso, en 1787, en vísperas de la Revolu ción francesa, la prodigiosa colección tomó el camino de Nápoles y fue depositada sin muchos miramientos en un inmenso edificio que había servido de caballerizas reales, luego había sido ampliado y reestructurado para convertirlo en universidad, y por último transformado en museo. Y así fue como Octavia, Agripina, Tiberio y Cayo César continuaron contándonos desde allí su historia.

En Roma, en cambio, en los Museos Capitolinos, encontramos a Augusto, muy digno y todavía bastante joven, con una corona de mirto. Del admirable y pulido trabajo del mármol emerge una apacibilidad voluntaria, calculada. El hombre está como detrás de una pantalla. La boca está cerrada, pero sin contracciones; el único rasgo de dureza es el pliegue prominente de la barbilla. Mientras posaba, debía de estar concentrado en quién sabe qué pensamientos, y el artista advirtió el distanciamiento imperial. Se percibe la reserva desconfiada y orgullosa de su elevada mente, hecha para alimentar únicamente proyectos a largo plazo y, para su época, planetarios. Los ojos, en efecto, miran hacia un punto remoto. La concentración está expresada por las arrugas en el entrecejo, y resulta visible, bajo la piel, la tensión constante de los músculos.

De la despiadada y longeva Livia, la Noverca -que despejó el camino del imperio a su hijo Tiberio-, se descubre su rostro afilado, con los labios cerrados, absorto en largas reflexiones, bajo un peinado rígido y compacto, sin gracia; sus ojos miran sin ver.

Pero después nos sale al encuentro un rostro de Agripina extraordinariamente bello. Lleva un peinado distinto del de las otras mujeres célebres de la familia: el cabello está repartido hacia ambos lados de la cabeza y sobre la frente alta, casi viril. Tiene las cejas rectas y los ojos de mirada profunda, coleo su hijo Cayo César. En los lados y en la nuca, los ondulados cabellos están bien peinados, y algunos mechones caen sobre los hombros. La boca está bien perfilada y podría ser apasionada si no fuera por la línea decidida y firme de la barbilla. Parece todavía joven, pero quizá no tenga edad, pues el mármol delata cansancio. Está de frente y mira como si, después de tanto tiempo, olvidado el odio, siguiera denunciando algo.

De los días en que muchos de estos sucesos aún no habían ocurrido, los días de la gloria victoriosa, quedan los paneles de mármol que revisten los costados del Ara Pacis Augustae, en Roma: en un cortejo ritual pero a la vez familiar y espontáneo, avanzan Augusto y Livia, senadores y sacerdotes, Germánico todavía jovencísimo y el comandante Agripa, que desaparecería en aquellos meses. Su pequeño hijo Lucio -que moriría misteriosamente en la desembocadura del Ródano- va agarrado de su toga, y Antonia, desde el fondo, le acaricia la cabeza. Les sigue Julia, que todavía es joven y sonríe. Detrás de Julia camina Tiberio, idéntico a sus retratos de cuando sería emperador. Todos avanzan ordenadamente, de un panel al otro, en la suave blancura del mármol.

CAPÍTULO V

El recuerdo de la madre. El joven emperador que llevó a Roma, entre sus brazos, las cenizas de su madre despertó una inmensa emoción popular. La arqueología -placas, inscripciones, monumentos, monedas- ofrece un testimonio más imparcial que los historiadores: muchas ciudades construyeron en honor de la familia perseguida cenotafios o monumentos conmemorativos, como el dedicado a Druso que se encontró en Bergomum, la actual Bérgamo. O el cenotafio, con espléndidos retratos en mármol, erigido en la isla de Pantelleria y que alguien salvó de la destrucción escondiéndolo tras una pantalla de tejas. O, en la antigua Velleia, junto a Piacenza, una bellísima estatua de Agripina que María Luisa de Austria, la mujer de Napoleón, encontró y llevó a su museo.

Pero el resto arqueológico más emocionante de esta historia es un cubo de mármol hueco por dentro. Pertenecía al monumento fúnebre de Agripina y contenía su urna con las cenizas, porque tiene grabada una inscripción seguramente dictada por su hijo. Arriba, grande, dramáticamente desproporcionada, hay una sola palabra esculpida: «HUESOS…». Eso es todo lo que queda de tanto injusto sufrimiento, de una muerte por hambre, como nos susurra esa única palabra de indignación. A continuación la vida de la mujer es evocada a través de los nombres de todos sus vínculos imperiales, incluido el hijo que estrechó contra su pecho aquel peso:… de Agripina, hija de Agripa, nieta del divino Augusto, esposa de Germánico, madre de Cayo César Augusto Germánico». Nada más, ni la condena, ni el asesinato, ni la forma en que murió; la mitad inferior del espacio quedó vacía. Siglos después -devastado y saqueado el mausoleo-, ese contenedor de mármol con su incisiva inscripción peregrinó largamente por Roma. En el siglo XIV ampliaron su cavidad interna y la emplearon para medir el grano en los mercados. Nadie entendía ya la antigua inscripción ni le interesaba: se estaba olvidando el latín y la historia. Finalmente, ese mármol encontró un lugar en los Museos Capitolinos.

Las monedas imperiales. La lista de las monedas imperiales acuñadas por Cayo César Augusto Germánico en cuatro años es, con mucho, superior a la de los veintitrés años de Tiberio. Y si no fuera por estos restos y las inscripciones conmemorativas que llevan, quizá solo conoceríamos de su imperio las venenosas habladurías de sus detractores y no las numerosas leyes libertarias y civiles, precursoras del futuro. Pero las monedas nos dicen también que nunca lo abandonó la obsesión por los afectos familiares. En el British Museum se conserva la primera, y rarísima, de sus innumerables emisiones: conmemora el día que recogió en Pandataria las cenizas de su madre. Hay una serie de cuidadas grabaciones dedicada a las víctimas: Germánico, Agripina y los dos hermanos, Nerón y Druso. También está representada la diosa Pietas, símbolo de los afectos familiares y de la patria. Y en una pequeña moneda de bronce aparecen las mujeres de la familia: en el inverso, la madre, sentada con la cabeza cubierta; en el reverso, las tres hermanas, la queridísima Drusila en el centro y las otras dos, de perfil, a los lados. Monedas con los padres juntos y otras con los dos hermanos muertos son mencionadas en el Dessau. Cohen enumera catorce monedas con la efigie de Germánico.

El refinamiento. Hasta 1896, cuando Albert Gayet descubrió, a orillas del Nilo, la ciudad sepultada de Antínoe con sus diez mil tumbas intactas en la arena, no pudimos hacernos una pálida idea del refinamiento que embriagó a los romanos en la época del joven emperador. Una idea pálida y probablemente limitada, pues la mayor parte de los tejidos de Antínoe pertenecen a los días de la decadencia. Buenos testimonios nos ofrecen, en cambio, los retratos en mármol, los pocos que no fueron diligentemente destrozados. Por ejemplo, la fascinante escultura expuesta en el Museo de Villa Albani, en Roma, con el severo traje de pontifex maximus. Pero la tela que le cubre de modo ritual la cabeza es, como se ve por los drapeados, muy ligera y suave, claramente distinta de aquellas, más toscas, representadas en las estatuas de otros emperadores contemporáneos. La amplitud del pliegue sobre la cabeza, junto a la mejilla y sobre el pecho está calculada por una cuidadosa y experta mano: no despeina y no oculta el rostro. La tela, después de haber bajado junto a la cabeza, sube de nuevo, con tensiones perfectamente calculadas, hasta la clavícula izquierda, donde un cierre redondo, una joya, la engancha con suavidad al extremo posterior. Más abajo, desciende una túnica perfectamente plisada y bien sujeta en torno al cuello; nada más. O ese busto, actualmente en la gliptoteca Ny Carlsberg, en el que se aprecian las hombreras, los adornos, los hilos de oro de una elaboradísima coraza imperial. Y sobre el cabello, siempre cuidadosamente cortado, peinado hacia la frente y las sienes, y ligeramente ahuecado con ayuda del calamistrum, descansa una corona en forma de cinta, una obra de joyería de época antigua, casi bárbara.

El obelisco del Circo Vaticano. El inmenso monolito traído de Egipto fue erigido donde quería el emperador. En 1586 fue tras ladado no muy lejos, a la que actualmente es la plaza de San Pedro. Sin embargo, el recuerdo de aquella civilización desarrollada entre el desierto y el Nilo había quedado tan profundamente sepultado que hasta la noche del 20 de octubre de 1883 un estudioso, Orazio Macchi, no consiguió descifrar, en uno de esos obeliscos, el nombre de Ramsés II, el faraón que había vivido treinta y cinco siglos antes, abriendo así, ante los estupefactos y obstinadamente incrédulos romanos de su época, una puerta vertiginosa hacia el pasado. Y todavía hoy, muy pocos de los que visitan la famosa columnata de Bernini y contemplan la gigantesca estela saben cómo y por qué hace veinte siglos esta fue transportada de Egipto a Roma atravesando medio Mediterráneo. El puente de cuatro arcadas, en cambio, se hundió como consecuencia de una de las numerosas crecidas del Tíber. Después de diecinueve siglos fue sustituido por el solemne puente que lleva en la actualidad a San Pedro. Y una insólita sequía estival sacó un día a la luz, pocos metros río abajo, los cimientos del «puente de Calígula».

Palatino. Para quien recorra hoy las grandiosas y terriblemente saqueadas ruinas del monte Palatino -donde el joven emperador se detuvo para imaginar su nueva Roma-, es casi imposible creer que allí se alzaran imponentes edificios de muchos pisos, inmensas columnatas y salas vertiginosamente vastas. Y que todavía en el siglo vi, el ostrogodo Teodorico, Dietrich von Bern, hubiera podido habitarlos confortablemente. El palacio imperial de Cayo César, todavía perfectamente habitable, fue escogido incluso por los papas de los sombríos siglos vii y viii como residencia que, desde lo alto del Palatino, afirmaba su poder temporal sobre Roma.

Pero pronto llegaron los años medievales del odio ideológico y del saqueo demoledor de piedras, ladrillos y tejas. De los espléndidos edificios augustales quedaría muy poco, aparte de las descripciones de los historiadores y el fatigoso reconstruir de los arqueólogos. De los cincuenta hermas de mármol negro antiguo que decoraban el santuario de Apolo, por ejemplo, fueron desenterrados tres, actualmente expuestos en la humillante penumbra de una pequeña sala, no muy lejos, con otros pobres restos. De la gigantesca estatua del dios, solo han aparecido fragmentos de mármol amontonados desordenadamente que esperan una posible reconstrucción. La mole del palacio de Tiberio, despojada de los mármoles, las columnas y las paredes de los pisos superiores, y en gran parte inexplorada, lleva siglos enterrada bajo una maraña de árboles y matorrales. Sobre las ruinas de la colina se construyeron numerosos conventos y pequeñas iglesias. En el Renacimiento llegaron los días de las expoliaciones seudoarqueológicas. Se excavaron aberturas devastadoras en los edificios sepultados por los derrumbes y las zarzas, para penetrar en el enorme laberinto enterrado de palacios comunicados entre sí. Se sustrajo todo lo que se podía sacar, hasta los canalones. Y durante mucho tiempo la administración pontificia fue vendiendo «los materiales de construcción recuperados». En el siglo XVI, el papa Paulo III Farnesio demolió una parte del palacio de Tiberio y construyó allí una villa con parque, que su familia llamó jardines Farnesinos y que en 1731, por herencia de matrimonios, pasó a manos de los Borbones de Nápoles. Estos no encontraron tiempo para ocuparse de ella ni tuvieron interés en hacerlo, y como estaba lejos dejaron que se fuese deteriorando. En 1861 Napoleón III compró la cima del Palatino por la modesta cantidad de 50.000 escudos. Hasta 1870 el joven estado italiano, con pacientes expropiaciones y adquisiciones de parque, conventos y diversas villas, pudo poner en marcha en la colina imperial las primeras confusas tentativas de investigación arqueológica.

Lacus Nemorensis. En 1840 el pintor inglés John Turner pintó con sensibilidad romántica las ruinas de la gran caverna, el odeion, y las esculturas semiocultas por las zarzas. El estudio de las misteriosas ruinas nemorenses fue complicado y desviado por una fantasiosa leyenda sobre la que un abogado inglés llamado James Frazer escribió, con pasión de etnólogo y mitólogo, muchas páginas: decía que en los tiempos antiguos un esclavo fugitivo podía encontrar la salvación en aquel nemus que rodea el lago si, después de haber arrancado una rama de oro de cierto árbol sagrado, combatía en tin duelo sanguinario y vencía. Parecía una historia ab surda y cruel, pero quizá la leyenda de ese duelo escondía la historia de antiguas y desesperadas rebeliones de siervos.

Sin embargo, durante todo el bajo imperio y la Edad Media había sobrevivido un confuso recuerdo popular de las dos naves sumergidas. Nadie conocía la historia; solo se sabía que los restos yacían allí abajo, porque las redes de los pescadores se enganchaban y algunas veces arrastraban hasta la superficie trozos de viga, de teja o de mármol.

En el Renacimiento despertó una atención erudita en torno al enigma del lago. Después de siglos de sorda negligencia, se empezaba a descubrir que lo que los antiguos libros contaban sobre la grandeza de la Roma imperial no era nada en comparación con lo que estaba enterrado bajo tierra: ruinas, columnas, templos, estatuas, tumbas, joyas. Así pues, muchos se propusieron seriamente inspeccionar las naves y planearon su recuperación. Nadie lo logró. Tan solo recogieron algunos desordenados, aunque bellísimos, fragmentos de piezas decorativas.

En el siglo XIX hubo tentativas carentes de escrúpulos por parte de anticuarios y de submarinistas audaces. Se extrajeron del agua bronces de buena factura, cabezas de viga y ruedas de timón, estatuas, objetos que parecieron indescifrables y que acabaron, dispersos, en los museos de Londres, Nottingham, París, Berlín e incluso en Rusia, en el Ermitage. Quedó algo en el Museo Nacional de Roma. Se arrancó de los restos de las naves, con ganchos y cuerdas, una gran cantidad de magnífica madera que acabó en los Museos Vaticanos, en el Museo Kircheriano de San Ignacio y como parte de la decoración del palacio de uno de los Torlonia. Y como muchas pesadas vigas se habían quedado pudriéndose en la orilla, expuestas al sol y a la lluvia, alguien las utilizó para hacer fuego.

Las naves del emperador. Cuando, en 1930, el nivel del lago estuvo lo suficientemente bajo, las naves que sobresalían del agua fueron arrastradas hasta la orilla y trasladadas a un nuevo museo. La empresa, entre dificultades y peripecias, llevó cinco años y fue vivida a escala mundial como una aventura fascinante. Nadie imaginaba que en la primavera de 1944, una de las últimas noches de guerra en los Castella Romani, un gratuito y devastador incendio reduciría a cenizas lo que veinte siglos no habían conseguido destruir. Quedaron muy pocos restos, trasladados anteriormente a otros lugares o escapados casualmente del fuego, para documentar una de las aventuras arqueológicas más singulares.

En el puente de la nave que emergió primero, a partir de la sexagésimo segunda cuaderna, es decir, la sexagésimo segunda enorme viga transversal, se encontró un bloque de grosor excepcional, un solidísimo amasijo de calx -cal de piedra calcárea cocida- y harena fossitia, puzolana. Sobre esa base descansaba una masa de ladrillos de diferentes formas, conglomerado y trozos de baldosas de mármol. Eso demostraba que se había construido realmente un edificio de obra sobre una nave de madera. Y alguien escribió que parecía un templo: «… una capilla con nichos…». La mayoría de los estudiosos no llegó a prestarle atención. Pero cuando en nuestros días la Ma-ne -yet fue diligentemente reconstruida a escala, siguiendo los restos encontrados, la semejanza con el templo que apareció bajo la lava de Pompeya resultó pasmosa. Se había construido realmente un templo sobre el agua.

La plataforma giratoria para la estatua de la diosa se construyó de verdad, como todo lo demás. En la primera nave se encontró una resistente plataforma de madera, de casi un metro de diámetro, con cavidades en la cara inferior. En cada cavidad, forrada de metal, estaba alojada una pequeña esfera de bronce. Era un sorprendente sistema de traslación y rotación por medio de rodamientos de bolas, todavía desconocido en aquella época. E incluso aquellas invisibles esferas -al igual que muchas otras partes escondidas de la magnífica nave- habían sido sumergidas en un baño de oro. Pero se observó que cavidades y esferas no estaban gastadas; habían sido utilizadas poquísimas veces.

Las naves habían sido construidas para que duraran siglos. Pero cuando, el 20 de mayo de 1930, las aguas del lago descendieron más de catorce metros, del fondo fangoso emergieron poco a poco dos grandes anclas, y era evidente que estaban a unos trescientos metros de las naves, una distancia que no tenía ninguna lógica.

Después aparecieron también las gúmenas de las anclas, que siglos de inmersión no habían desgastado, y se observó que estaban cortadas de un hachazo limpio, como se hace en el mar cuando hay que abandonar un ancla. Emergió asimismo una amarra que partía de la orilla; también estaba cortada y se encontraba lejos de las naves. El viscoso fango las había tenido aprisionadas durante siglos y al darles el sol se desmenuzaban.

Luego, del fondo emergió una pequeña barca que contenía un botín cogido a la buena de Dios: vasijas de cerámica y de cobre, restos de muebles, un montón de resistentes tejas… Entonces se dedujo que alguien, una vez cortadas gúmenas y amarras y soltadas las anclas, había sacado a toda prisa las naves -condenadas a no navegar nunca más- a una zona de la orilla llana y accesible a los carros, para saquearlas rápida y desordenadamente. Más tarde se descubrió que los objetos y las monedas que habían quedado en las naves pertenecían a la época del emperador Cayo César. No había nada de épocas posteriores. Las naves habían sido hundidas en el lago inmediatamente después de su muerte. Por último se constató que habían vertido en su vientre una mezcla de arena y piedras, un pesado lastre, y que habían abierto a hachazos en los cascos grandes brechas, a fin de que se sumergieran rápida y definitivamente.

Así pues, el hundimiento de las naves no había sido un accidente fortuito, ni un ciego y burdo acto de vándalos, ni la descomposición producida por el paso del tiempo. Había sido la imperiosa acción destructora de quien disponía de medios técnicos y de poder para llevar a cabo una operación complicada. Y quizá la brusca interrupción de las obras del templo y del teatro, el odeion, guardaba relación con el hundimiento de las naves. Lo que significa que había actuado una poderosa voluntad política. Pero ¿por qué? Durante muchos años nadie se preocupó de buscar los motivos.

CAPÍTULO VI

La deliciosa estatua de Drusila, que murió antes de cumplir veinte años.

Un día, de las aguas de lago Nemorensis fue rescatada una teoría de estatuillas de bronce, un cortejo procesional que actualmente se conserva en el British Museum. La más bella y refinada es Drusila, la hermana del emperador que murió siendo muy joven: viste una túnica ritual, bajo la cual se entrevén una sandalia y un fino tobillo. Bajo el pecho juvenil lleva anudada una cinta; el pallium se enrolla con gracia sobre un hombro y alrededor de las caderas. El escote es discreto. En el cuello y en las muñecas lleva collar y pulseras rituales, de red de oro elástica. Los cabellos, cortos, están bien peinados; la boca tiene una expresión enfurruñada; las cejas son rectas. En las manos, de delicadas muñecas, sostenía objetos rituales isíacos que se hicieron añicos.

El retrato del poeta Fedro. El herma bifronte (Fedro-Esopo) que el emperador quiso para su poeta fue realizado realmente. Ese mármol tan bello y singular ha sobrevivido al paso del tiempo, aunque hasta hace muy poco no se ha interpretado correctamente su significado.

La mujer que fue madre de Nerón. De la hermana traidora del emperador tenemos una estatua, actualmente en el Museo Lateranense. Dado el volumen del pecho y de las caderas, no debía de ser muy joven cuando posó. Quizá ni siquiera hubo conexión psíquica e intelectual con el artista que la esculpió, porque el rostro es inexpresivo y las diferentes capas de tela caen pesadamente sobre el cuerpo, sin ninguna armonía. Se observa, en cambio, una materialidad instintiva, quizá también una notable fuerza física. Las manos son asimismo muy fuertes. Casi aflora un anuncio de la energía con la que, años después, luchó desesperadamente cuando su hijo Nerón mandó matarla.

El ajuar votivo para la Diosa Madre Isis y la pequeña Bastet. Cuando vació la hija del emperador, en Lugdunum, el inventario del suntuoso ajuar votivo fue grabado en una placa y colocado en el templo nemorense: collares, pulseras, vestidos de seda, sistros, pebeteros. Fue encontrado después de muchos siglos, aunque en ese momento nadie conocía su origen.

Los desconocidos edificios egipcios. El sueño no cumplido del viaje a Egipto dejó huellas arqueológicas. En torno a 1830, un estudioso llamado Girolamo Segato viajó al alto Egipto y encontró un templo que los griegos habían llamado Tentyris y nosotros llamamos Denderah, pero cuyo nombre místico era Iunit Tentor. Las paredes exteriores estaban recubiertas de enormes bajorrelieves. Cleopatra, la última reina, estaba allí con su hijo Tolomeo César. Junto a ella aparecía sorprendentemente un emperador romano que llevaba los antiquísimos emblemas faraónicos: la cobra sagrada y el disco solar a modo de corona, el cetro con cabeza de lebrel, la fina fusta y el jopesh de hoja curva en la cintura. Vestido de este modo, el emperador ofrecía a la diosa de los mil nombres, Isis Mirionima, la nave sagrada. Pero el bajorrelieve no estaba terminado, la cara no era reconocible, en los cartuchos no había sido grabado el nombre imperial.

Girolamo Segato vagó por las inmensas ruinas. La arena había cubierto suelos, escalinatas, bases de pilares y columnas, se había amontonado formando dunas contra las paredes y bajo los pórticos. La desmesurada altura del templo parecía aplastada, pero su longitud era colosal. En el antiguo Egipto, si se añadía a un templo -por devoción o como agradecimiento por una victoria- un vestíbulo, una sala o un pórtico, este se construía siempre en el lado de la entrada. Girolamo Segato, hundido en la arena, entró y enseguida vio una vastísima sala hipóstila, sostenida por dos grupos de doce columnas. Y se quedó atónito, porque no eran pilares de estructura egipcia, sino columnas de la época imperial romana. Así pues, un desconocido emperador romano no solo se había hecho representar en aquellos bajorrelieves, sino que había añadido al templo un gran vestíbulo, un nuevo jont. ¿Quién podía haber llegado hasta allí? Los emperadores del siglo n, sobre todo Adriano, habían dejado monumentos importantes, pero se conocían; eran citados, como una gloria, en sus biografías. En este caso, en cambio, el silencio era absoluto.

En una esquina donde el viento no había acumulado demasiada arena se veían los basamentos de las veinticuatro columnas; Segato levantó los ojos y calculó que tenían quince metros de alto. Después vio un impresionante techo de piedra, dividido en gigantescos cuadrados. Allí arriba -intactos los deslumbrantes colores en la aridez del desierto- habían pintado un magnífico ciclo de imágenes. Era un misterioso texto de astronomía mágica: las treinta y seis regiones celestes y los treinta y seis decanos del año egipcio, los nombres divinos de los treinta días de cada mes y los cinco días sin nombre que inician el año; los cuatro puntos cardinales y las constelaciones; y las doce deslumbrantes barcas de las doce horas de la luz y las barcas oscuras de las doce horas nocturnas, los catorce días de la luna creciente y los de la luna menguante. Pero después aparecieron las figuras del zodíaco romano, que el antiguo Egipto no había conocido. Por lo tanto, la existencia de aquella maravillosa pintura y del edificio se debía a la voluntad de un emperador romano.

Sin embargo, sobre el constructor de esa enorme obra, que ascendía de la arquitectura a la filosofía, ningún historiador conocido por nosotros había escrito nunca una palabra. Y por fin, un día, en una esquina del techo de granito, alguien vio que, encerrado en el cartucho como el nombre de un phar-haoui, estaba esculpido el nombre del emperador romano Cayo César Augusto Germánico, conocido entre nosotros como Calígula. Se hallaba colocado en el punto en el que Isis Tiché protegía el cuadrante de Virgo, «el de su nacimiento». Entonces algunos empezaron a preguntarse por qué estaba ese nombre inscrito allí.

Más tarde, en la isla de File se descubrió un grandioso pórtico de época romana: sostenido por treinta y dos inmensas columnas, se extendía a lo largo de todo el lado occidental, hasta la entrada del antiguo templo dedicado a la diosa Isis. Pero en el lado oriental la gigantesca construcción había quedado interrumpida: enormes bloques de granito yacían en el suelo desde hacía siglos. Con todo, alguien había esculpido en la piedra el nombre del constructor: el joven emperador Cayo César Augusto Germánico. Y nadie había llegado hasta aquella lejana isla para ejecutar la sentencia de los senadores y borrarlo. «Te saludo, Isis, te saludo, reina…», decía.

Durante cinco siglos después de su muerte, el antiquísimo culto isíaco encontraría en ese templo tan lejano el último refugio. Los blemios, guerreros negros de Nubla, lo defenderían desesperadamente contra las intolerantes persecuciones de la nova religio que, desde Alejandría, remontaban el valle del Nilo. En el año 544 el emperador Justiniano decretaría en Constantinopla la muerte del pensamiento antiguo, convencido de conseguirlo: cerraría las termas públicas en todo el imperio -poniendo en marcha el inicio de la Edad Media también desde el punto de vista higiénico- y disolvería la escuela de Atenas, donde había enseñado Platón. Transformaría en iglesia incluso el templo de la isla de File y enviaría a un obispo para ocuparlo. En esos días, la última sacerdotisa de Isis Hator sería sacada del templo, despojada de las vestiduras sacerdotales, violada, arrastrada por los inmensos patios mientras era cubierta de insultos y finalmente arrojada desnuda a las rocas de la isla y allí -último demonio pagano- lapidada, enterrada bajo un montón de piedras. Ochenta años después el islam llegaría a todo Egipto.

CAPÍTULO VII

Damnatio memoriae. Un museo romano alberga el bajorrelieve de un joven emperador del siglo I, con las vestiduras y los objetos rituales del culto isíaco. Pero lo miramos sin saber quién es. La figura se halla intacta, pero las facciones están completamente borradas a golpe de cincel, y el nombre también.

Hasta nuestros días no se descubrió la exquisita sala isíaca, la misteriosa obra maestra del emperador llamado Calígula, y se constató con escándalo que, estando todavía nueva, había sido bárbaramente utilizada como cimientos de edificios sucesivos. Con un insolente desprecio hacia su refinada decoración, incluso habían construido allí una cisterna.

Hemos sabido asimismo las dimensiones de la nave que transportó a Roma el obelisco de la plaza de San Pedro. Para hundirlo y que se perdiera su recuerdo, lo rellenaron con una masa de cemento que, al solidificarse bajo el agua, conservó su forma gigantesca.

El inmenso templo isíaco de Roma, en cambio, reapareció a trozos en diferentes siglos y de forma desordenada, mientras se excavaban los cimientos de palacios, iglesias y conventos, en un espacio indeterminado que va desde lo que hoy es la plaza de San Ignacio y la calle del Seminario hasta la iglesia de Santo Stefano, por un lado, y por el otro, desde la plaza del Colegio Romano hasta la plaza de Minerva y quizá pasada esta.

A mediados del siglo XV, un jardinero que estaba plantando un árbol encontró una gigantesca cabeza de mármol y, como los curiosos le molestaban, volvió a cubrirla de tierra. Más tarde se encontró una enorme masa de bronce, en forma de piña, y fue llevada a un patio del Vaticano al que le pusieron su nombre. En torno a 1515 aparecieron dos enormes estatuas tumbadas: el Nilo y el Tíber. El Nilo fue llevado al Vaticano, mientras que el Tíber se encuentra en el Louvre, en París.

Otro día aparecieron dos imponentes leones de basalto negro, que fueron utilizados para adornar las fuentes que hay al fondo de la escalinata del Campidoglio. Pero no se entendía qué significaba todo eso. La zona donde aparecían los restos era tan vasta como la actual San Pedro.

Cerca de Santa María sopra Minerva se descubrió un cortejo de animales sagrados, traídos de Egipto, con inscripciones jeroglíficas y nombres de antiguos phar-haoui que nadie supo leer: un gran león agazapado, con las patas cruzadas, una poderosa esfinge en diorita y otra, al final de la calle de San Ignacio, esculpida en el granito rojo con vetas grises del alto Egipto. Luego, también de granito, am babuino, símbolo de Tot, dios de los filósofos, y dos cinocéfalos sentados, con las palmas de las manos apoyadas en las rodillas, símbolos de la meditación. Después apareció un pie masculino de mármol, de dimensiones colosales (no queda nada más de la estatua que sostenía). Que fue fue dejado, sobre un pedestal, en el lugar donde se encontró, y que hoy se llama calle del Pie de Mármol.

En otro momento apareció un torso femenino, de mármol blanco, con vestiduras drapeadas según el rito egipcio, quizá la estatua de la diosa. La retiraron de allí y la colocaron en uno de los lados del Palacio Venecia, junto a la iglesia de San Marco. Era bellísima, grande y misteriosa, y no tenía nombre. La gente de Roma la llamó Madaura Lucrezia.

Después la tierra restituyó los obeliscos derribados. Uno procedía del lago sagrado de Sais y actualmente puede verse, con fantasía barroca, sobre la grupa del elefante de la plaza de Minerva. Otro fue encontrado junto a la plaza de San Macuto; sus jeroglíficos dicen que lo esculpió el gran Ramsés II. Lo trasladaron frente al Panteón de Agripa, que mientras tanto se había convertido en una iglesia.

Otros obeliscos yacían aún bajo tierra. Cuando aparecieron, fueron llevados uno a los jardines de la estación ferroviaria, otro a Villa Celimontana y otro al jardín de Boboli, en Florencia, mientras que otros dos acabaron en Urbino.

Para comprender cómo un conjunto de edificios tan gigantescos desapareció hasta el punto de que ya no se encuentra absolutamente nada de ellos, es preciso excluir las invasiones de los bárbaros, los aluviones y los terremotos. Hay que tener en cuenta, en cambio, que durante la Edad Media este, al igual que toda la Roma antigua, se convirtió en una cantera de refinadísimos mármoles, estatuas y frisos que eran arrojados a diario a los hornos para hacer cal. Pórticos, salas y columnatas no cayeron solos; fueron concienzudamente demolidos, trozo a trozo, para obtener materiales de construcción ya listos para usar. A principios del culto siglo XVI, por ejemplo, echaron el ojo a un gran pórtico con muchas columnas derruidas y lo utilizaron para llevar a cabo unas obras en San Pedro. E incluso en 1597 quedaban aún tantas piedras que fue posible reconstruir la Nave Clementina de San Juan de Letrán.

Alrededor de 1650 Athanasius Kircher, un jesuita originario de Fulda, de cultura enciclopédica, estudió los restos del templo, se quedó asombrado de su grandiosidad e hizo dibujos de cuanto en aquellos anos aún se podía ver. Siglos después aparecieron más restos de arcos y de grandes muros, así como impresionantes bloques de travertino.

Hasta que no se reconstruyó y estudió el enorme plano de Roma esculpido en piedra por el emperador Septimio Severo no se comprendió que aquel espacio sembrado de ruinas había sido, a mediados del siglo I, el grandioso templo isíaco. En la actualidad, sus reliquias irracionalmente dispersas constituyen uno de los itinerarios más sorprendentes de Roma.

Altar isíaco. El senador Saturnino quería destruir el mágico altar isíaco, pero evidentemente no lo consiguió, porque en 1527 -mientras palacios e iglesias de Roma eran saqueados, ante los ojos del papa, por los lansquenetes bajo el mando de Carlos de Borbón, mientras los nobles huían a los castillos del campo y mientras tesoros de arte, joyas, objetos de plata y estatuas eran insolentemente vendidos por la soldadesca- apareció una extraña mesa de bronce, una mensa de unos seis palmos de largo, en la que parecían relucir incrustaciones plateadas y doradas.

Nada se sabía de su historia, de qué palacio o sótano había salido. No era un terroso y deteriorado objeto de excavación; se había conservado intacta y en secreto. ¿Durante cuántos siglos? ¿Dónde? Los saqueadores la pusieron en venta y un herrero llamado Bruno, atraído por su fascinante extrañeza, la compró. La limpió y bajo el polvo vio aparecer una serie de escenas damasquinadas en oro y plata auténticos: personajes que llevaban vestiduras nunca vistas; posturas que nadie sabía explicar pero que parecían rituales; y alrededor, signos que quizá eran escritura pero que nadie era capaz de descifrar. En el centro, sobre un trono, estaba sentada una figura arcana: una divinidad desconocida, coronada por la luna, con una serpiente a los pies.

El herrero presentó la mensa -esperando que le diera una explicación- al hombre que en aquellos días era conocido como el anís experto coleccionista de arte: el veneciano monseñor Pietro Bembo, humanista, noble, amante de la buena vida, embajador de la República véneta, secretario del refinado papa León X y futuro cardenal. Bembo la contempló, no explico nada porque nada ha bía entendido, pero dijo que quería comprarla. Pagó el precio que se le pedía y la expuso en sus salas del palacio Venecia.

La feliz aparición, después de tantos siglos, de la enigmática mensa abrió de golpe una ventana a un mundo sin nombre. La pasión mistérica del Renacimiento se encendió. ¿Eran extravagantes imágenes de un artista antiquísimo o tenían un sentido coherente? En el segundo caso, ¿qué representaban? ¿Una página de la historia? ¿Un mito de milenios de antigüedad? ¿Un ritual religioso? ¿Eran quizá un instrumento adivinatorio? ¿O representaban de modo incomprensible para los profanos, la ceremonia de una iniciación a lo oculto? ¿Indicaban el recorrido de un adepto al interior de una sociedad secreta, desde el más bajo y callado nivel de aprendiz hasta el más alto, esotérico y exclusivo de sumo sacerdote? ¿Eran el origen de las cartas adivinatorias y mágicas del tarot?

Durante siglos, la mensa continuó siendo un enigma, y pasó de mano en mano hasta llegar, finalmente, al Museo Egipcio de Turin. En el siglo XIX se descubrió que es una obra romana del siglo I, la época de Cayo César. Fue realizada, con gran habilidad manual, en estilo egipcio para ilustrar las fases del rito secreto isíaco, pero el desconocido artista romano copió la misteriosa escritura jeroglífica sin saber leerla.

Calixto. La atención de los historiadores pasó demasiado deprisa sobre este personaje. Suetonio, que expresa lo mejor de su talento en los chismorreos, solo dice que la conjura se formó «non sine conscientia potentissimum libertorum», no sin que ciertos libertos muy poderosos lo supieran. Sin embargo, Calixto no fue sino el necesario instrumento en el duelo soterrado, pero mortal, entre poder senatorial y poder imperial. Este duelo iba a proseguir largo tiempo y dejó rastros devastadores en las crónicas de la dinastía Julia-Claudia y luces glorificadoras, casi hagiográficas, en las sucesivas. Con esas crónicas, los historiadores construyeron más tarde el esqueleto de sus obras. Suetonio, por ejemplo, dedicó decenas de páginas a excitantes chismorreos de alcoba sobre Tiberio, Cayo César y Nerón; pero después, al relatar el atroz asedio de Jerusalén bajo el mandato de Tito, reservó una línea y media a un millón de muertos.

Y sobre todo iba a dominar la censura. Desaparecieron, o están gravemente mutilados, los testimonios contemporáneos más objetivos: Valerio Mesala, Agripa, Cilnio Mecenas, Trasea, Elvidio, las fundamentales Memorias de Augusto, de Tiberio, de Agripina, del joven Druso. Nos faltan, total o parcialmente, los escritos de Tito Labieno, historiador, cuyas obras fueron quemadas por orden del Senado; del mordaz Casio Severo, desterrado por Augusto; de Cremucio Cordo, que se dejó morir porque Tiberio había destruido su trabajo; de Pompeyo Trogo, al que conocemos solo por los epítomes de Juba y Marco Justino; de Aufidio Basso, que había tomado nota día a día de los sucesos hasta el año 49; e incluso aquellos escritos de Plinio Cayo Segundo, el Viejo, muerto durante la erupción del Vesubio, que tratan de historia. Nos falta íntegramente el libro de Tácito que habla del joven emperador, como si una mano lo hubiera retirado. Todos estos nombres constituyen para nosotros una imponente biblioteca con las estanterías devastadas. Además, los escritores supervivientes han viajado a través de los siglos, no esculpidos en piedra, sino en copias de copias de copias, hechas sin control o mal traducidas durante los oscuros siglos medievales, en bibliotecas bizantinas o en monasterios de Occidente, cuando el recuerdo del antiguo imperio estaba marcado por el odio.

Así pues, en la mayoría de los casos, para recoger fielmente una historia antigua es preciso luchar contra la incompetencia o la parcialidad de los testimonios escritos. En cambio, los hallazgos arqueológicos -edificios, inscripciones, monedas, tumbas, ostraca, mármoles y bronces, frescos, joyas, tejidos, monumentos… -irrumpen desde el pasado como la voz de un testigo incorruptible.


  1. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> El texto del libro de tinta escribe miliarus, que no existe: También se ha corregido anteriormente el nombre del barrio romano de la Subura, que aparece escrito reiteradamente como “Suburra”[Nota del escaneador]