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Una vez hubo ejercido su voluntad para influirle, Mary se retiró y le dejó hacer. Él intentó varias veces recabar su colaboración, pidiéndole consejo y sugiriendo que le ayudara a resolver un problema difícil, pero Mary sé negó a aceptar aquellas invitaciones, como había hecho siempre, por tres razones. La primera era calculada: si estuviera siempre con él, demostrando continuamente su superior habilidad, él se pondría a la defensiva y al final rehusaría hacer cualquier cosa que ella le propusiera. Las otras dos eran instintivas. Todavía detestaba la granja y sus problemas y no quería resignarse a su pequeña rutina. La tercera razón, aunque Mary no lo sabía, era la más fuerte. Necesitaba pensar en Dick, el hombre con quien estaba casada irrevocablemente, como en una persona independiente cuyo éxito se debiera a sus propios esfuerzos. Cuando le veía débil e indeciso y le inspiraba lástima, sentía odio hacia él y entonces dirigía aquel odio contra sí misma. Necesitaba un hombre más fuerte que ella y estaba intentando crearlo en la persona de Dick. Si éste hubiera podido dominarla, simplemente por obra de un espíritu más emprendedor, se habría enamorado de él y dejado de odiarse a sí misma por haberse unido a un fracasado. Esto era lo que esperaba y lo que le impedía, aun contra su voluntad, ordenarle que llevara a cabo las cosas más evidentes. En realidad, se apartaba de la granja para salvar lo que ella consideraba el punto más débil del orgullo de Dick, sin darse cuenta de que su fracaso era ella. Y quizá su instinto tenía razón: habría respetado y se habría entregado al éxito material. Tenía razón, pero sus motivos eran erróneos. Habría tenido razón si Dick hubiera sido un hombre diferente. Cuando se dio cuenta de que volvía a obrar de manera insensata, gastando dinero en cosas innecesarias y escatimándolo en las esenciales, se propuso no pensar en ello. No podía; esta vez le importaba demasiado. Y Dick, desairado y decepcionado por su negativa a colaborar, dejó de acudir a ella y siguió tercamente su camino, sintiéndose en el fondo como si ella le hubiese animado a nadar una distancia superior a sus fuerzas y abandonado después a su suerte.
Mary se retiró a la casa, a las gallinas y a la incesante lucha con sus criados. Los dos sabían que estaban afrontando un reto. Y ella esperaba. Durante los primeros años había esperado y confiado, exceptuando cortos intervalos de desesperación, en la creencia de que al final la situación cambiaría. Ocurriría algo milagroso y saldrían adelante. Entonces huyó a la ciudad, incapaz de aguantarlo más, y al volver se dio cuenta de que no se produciría ningún milagro. Y ahora, de nuevo, existía una esperanza. Pero ella no haría nada; sólo esperar a que Dick pusiera en marcha la operación. Durante aquellos meses vivió como una persona que ha de vivir una temporada en un país que no le gusta: sin hacer planes definidos, dando por sentado que una vez trasladada a otro lugar, las cosas se arreglarían por sí solas. Todavía no especulaba sobre qué ocurriría cuando Dick ganara aquel dinero, pero soñaba continuamente que ella trabajaba en una oficina como eficiente e indispensable secretaria, vivía en el Club, convertida en confidente popular y adulta, y recibía invitaciones de amigos o «salía» con hombres que la trataban con aquella camaradería y aquel afecto tan sencillos y libres de peligro.
El tiempo transcurría velozmente, como suele hacer en aquellos períodos en que las diversas crisis que surgen y pasan en la vida aparecen como colinas al final de un viaje, marcando la frontera de una época. Como no existe límite para la cantidad de sueño a que puede acostumbrarse el cuerpo humano, dormía horas durante el día, a fin de dar alas al tiempo, de tragarlo a grandes bocanadas, y se despertaba siempre con la satisfacción de saber que se hallaba varias horas más cerca de su liberación. De hecho, casi nunca estaba despierta del todo, se movía de un lado a otro en un ensueño de esperanza, una esperanza que se fortalecía tanto a medida que pasaban las semanas, que se despertaba por la mañana temprano con una sensación de libertad y alegría, como si aquel mismo día tuviera que ocurrir algo maravilloso.
Vigilaba el progreso del bloque de graneros para el tabaco que se edificaba en la llanura como habría vigilado la construcción de un buque destinado a salvarla del exilio. Lentamente, fueron adquiriendo forma; primero un perfil irregular de ladrillos, como unas ruinas; después un rectángulo partido, como cajas huecas amontonadas; y por fin el tejado, una hojalata nueva y reluciente que lanzaba destellos al sol y sobre la que las oleadas de calor flotaban y rielaban como glicerina. Al otro lado de la cordillera, fuera del alcance de la vista, cerca de las pozas vacías de la llanura, se preparaban los plantíos para cuando las lluvias llegaran y transformaran en un torrente el erosionado fondo del valle. Pasaron los meses y llegó octubre. Y aunque se trataba de la época del año más temida por Mary, cuando el calor era su enemigo, la soportó con facilidad, sostenida por la esperanza. Dijo a Dick que el calor no era tan terrible aquel año y él contestó que nunca había sido peor y la miró con preocupación e incluso suspicacia. Nunca comprendería aquella fluctuante dependencia del tiempo, aquella actitud emocional hacia el clima que él no compartía. Él se sometía sin ningún problema al frío, a la sequía y al calor; se sentía parte de los elementos y no luchaba contra ellos como Mary.
Aquel año Mary sintió, excitada, la tensión creciente en el aire empañado por el humo, esperando la caída de las lluvias que harían brotar el tabaco en los campos. Solía preguntar a Dick, con indiferencia aparente que no engañaba a su marido, sobre los cultivos de otros agricultores y escuchaba con los ojos brillantes sus lacónicas respuestas acerca de uno que había ganado diez mil libras en un buen año y de otro que había podido saldar todas sus deudas. Y cuando señaló, negándose a respetar el disimulo de Mary, que él sólo había construido dos graneros, en lugar de los quince o veinte de un agricultor importante y que no podía esperar ganar miles de libras aunque el año fuera bueno, ella hizo caso omiso de su advertencia. Necesitaba soñar con un éxito inmediato.
Las lluvias llegaron -como no solían hacer- exactamente a su debido tiempo y continuaron cayendo hasta bien entrado diciembre. El tabaco estaba hermoso y verde, y henchido -para Mary- de promesas de abundancia futura. Solía pasear en torno a los campos de Dick por el mero placer de contemplar su fuerza y lozanía e imaginar aquellas hojas verdes y planas convertidas en un cheque de varias cifras.
Y entonces empezó la sequía. Al principio Dick no se preocupó; el tabaco puede resistir períodos de sequedad una vez que las plantas están bien enraizadas en la tierra. Pero las nubes se iban acumulando día tras día y el terreno se iba calentando más y más. Pasó Navidad y la mitad de enero. Dick estaba cada día más irritable y taciturno por la tensión y Mary guardaba un curioso silencio. De pronto, una tarde, descargó un ligero chubasco que cayó, perversamente, en sólo uno de los dos campos de tabaco. Y prosiguió la sequía y pasaron las semanas sin el menor indicio de lluvia. Al final se formaron unas nubes, se amontonaron y se disolvieron. Mary y Dick vieron pasar los nubarrones desde la veranda. Delgadas cortinas de lluvia avanzaban y retrocedían sobre el veld; pero ninguno cayó sobre su granja hasta varios días después de que otros agricultores anunciaran la parcial salvación de sus cosechas. Una tarde cayó una llovizna cálida, gruesas gotas relucientes contra la bóveda de un brillante arco iris. Pero no fue suficiente para humedecer la tierra. Las marchitas hojas del tabaco apenas se levantaron. Después siguieron días de un sol deslumbrante.
– Bueno -observó Dick, con el pesar escrito en el rostro-, en cualquier caso, ya es demasiado tarde. -Pero esperaba que pudiera sobrevivir el campo que había recibido el primer chubasco.
Cuando empezó a llover como debía, la mayor parte del tabaco se había perdido; muy poco se salvaría. Había resistido algún campo de maíz; aquel año no cubrirían gastos. Dick lo explicó a Mary en voz baja, con expresión doliente. Pero ésta vio al mismo tiempo cierto alivio en su rostro; el fracaso no era culpa suya, sino un golpe de mala suerte que podía haber tocado a cualquiera; nadie podía darle la culpa.
Una tarde discutieron la situación. El dijo que había solicitado un nuevo crédito para salvarse de la bancarrota y que el próximo año no confiaría en el tabaco. Por su gusto, no plantaría nada, pero le dedicaría una parcela si ella insistía. Otro fracaso como el que habían tenido significaría la ruina segura.
En un último intento, Mary le pidió que probara suerte un año más; no podían tener dos malas cosechas seguidas. Ni siquiera a él, Joñas (se obligó a sí misma a usar aquel nombre, esbozando una risa de complicidad) podían enviarle dos años malos, uno detrás de otro. Y a fin de cuentas, ¿por qué no endeudarse a lo grande? En comparación con otros, que debían miles, no tenían deudas dignas de tal nombre. Si tenían que fracasar, fracasarían del todo, en una verdadera tentativa para salir adelante. Construirían otros doce graneros, plantarían todas sus tierras con tabaco y lo arriesgarían todo a una sola carta. ¿Por qué no? ¿Por qué tener conciencia cuando nadie la tenía?
Pero vio aparecer en el semblante de Dick la misma expresión de cuando le había pedido que se marcharan de vacaciones con el fin de restablecer ambos totalmente su salud. Era una expresión de auténtico miedo que la paralizaba.
– No quiero deber ni un penique más de lo inevitable -replicó con voz categórica-. No lo haré por nada ni por nadie.
Estaba decidido; Mary no pudo sacarle de allí.
Y el año próximo, ¿qué pasaría?
Si era un buen año, respondió él, y todas las cosechas eran abundantes y no se producía una caída de precios y el tabaco era un éxito, podrían recuperar lo perdido aquel año. Tal vez significaría incluso algo más. ¿Cómo saberlo? Su suerte podía cambiar. Pero no volvería a arriesgarlo todo en un solo cultivo hasta que hubiera saldado todas sus deudas. Palideció al añadir: ¡Si se arruinaban, perderían la granja! Aunque sabía que aquellas palabras eran las que más le herían, Mary replicó que se alegraría de ello; así se verían obligados a realizar un verdadero esfuerzo para salir adelante, porque en el fondo la razón de su apatía era saber que incluso aunque llegaran al borde de la bancarrota, siempre podrían vivir de lo que cultivaban y sacrificando el propio ganado.
Las crisis de los individuos, como las crisis de las naciones, no se ven con perspectiva hasta que han pasado. Cuando Mary oyó aquel terrible «año próximo» del agricultor frustrado, se sintió enferma; pero la animada esperanza que la había sostenido no murió hasta el cabo de algunos días y entonces intuyó lo que les esperaba. El tiempo, en el que había vivido sólo a medias, absorta en el futuro, se extendió de pronto ante su vista. El «'año próximo» podía significar cualquier cosa. Podía significar otro fracaso; todo lo más, una recuperación parcial. La tregua milagrosa no iba a producirse. Nada cambiaría; jamás cambiaba nada.
A Dick le sorprendió que mostrara tan pocos signos de desengaño. Se había preparado para afrontar escenas de cólera y lágrimas. El, por costumbre de tantos años, se adaptaba con facilidad a la idea del «año próximo» y en seguida empezó a hacer los planes pertinentes. Como no había indicaciones inmediatas de desesperación por parte de Mary, dejó de buscarlas; al parecer el golpe no había sido tan duro como temiera en un principio.
Pero los efectos de los golpes mortales siempre se manifiestan lentamente. Pasó algún tiempo antes de que Mary dejara de sentir las fuertes oleadas de expectación y esperanza que parecían surgir del fondo de su ser, de una región mental a la que aún no había llegado la noticia del fracaso del tabaco. Su organismo entero tardó mucho en adaptarse a lo que ahora reconocía como la verdad: que pasarían años antes de que pudieran librarse de la granja, si es que se libraban alguna vez.
Siguió una época de triste apatía; sin los violentos accesos de infelicidad que la habían asaltado antes. Ahora sentí; un reblandecimiento interior, como si una insidiosa podredumbre le estuviera royendo los huesos.
Porque incluso soñar despierto requiere un elemento di esperanza para dar satisfacción al soñador. Solía interrumpirse en medio de una de sus habituales fantasías sobre lo: viejos tiempos, que proyectaba hacia el futuro, diciéndose í sí misma que no habría ningún futuro. No habría nada Cero. El vacío.
Cinco años antes se habría drogado con la lectura de no velas románticas. En la ciudad, las mujeres como ella viven indirectamente las vidas de las estrellas de cine. O se refugian en la religión, con preferencia una de las religiones orientales, con más carga sensual. De haber tenido una mejor educación y vivido en la ciudad con fácil acceso a los libros, habría encontrado tal vez a Tagore y vivido un dulce sueño de palabras.
En lugar de esto, pensó vagamente que debía ocuparse, en algo. ¿Y si aumentara el número de gallinas? ¿Y si se dedicase a la costura? Pero se sentía embotada y exhausta, sin interés. Pensó que cuando llegara la próxima estación fría y le infundiera nuevos ánimos, haría alguna cosa. Lo aplazó; la granja ya le producía el mismo efecto que a Dick: pensaba en términos de la próxima estación.
Dick, trabajando con más ahínco que nunca en la granja, se percató por fin de que parecía cansada y de que tenía unas curiosas ojeras hinchadas y manchas rojas en las mejillas. Su aspecto era realmente enfermizo. Le preguntó si se encontraba mal y ella contestó, como si no se hubiera dado cuenta hasta aquel momento, que sí, que sus dolores de cabeza y una laxitud general podían significar que estaba enferma. Él advirtió que parecía satisfecha de atribuir la causa a una enfermedad.
Le sugirió que, como no tenía dinero para enviarla de vacaciones, se fuera a la ciudad a pasar unos días con sus amigas. Mary se horrorizó. La idea de ver a otras personas, y en especial a quienes la habían conocido cuando era joven y feliz, la hizo sentir como si estuviera toda ella en carne viva, con los nervios al descubierto, a flor de piel.
Dick volvió al trabajo, encogiéndose de hombros ante su obstinación, esperando que fuese una enfermedad pasajera.
Mary pasaba los días moviéndose de un lado a otro de la casa, incapaz de permanecer sentada en el mismo sitio. Dormía mal por las noches. La comida no le repugnaba, pero comer se le antojaba un esfuerzo excesivo. Y continuamente tenía la sensación de que le habían rellenado la cabeza de algodón y que una presión sorda la apretaba desde fuera. Desempeñaba sus tareas como una autómata, cuidando por rutina de los pollos y de la tienda. Durante aquel período no se entregó apenas a sus antiguos accesos de cólera contra el criado; era como si, antes, aquellos furores repentinos hubieran sido la válvula de escape de una fuerza interior y, al morir ésta, ya no fueran necesarios. Pero seguía regañándole; aquello se había convertido en un hábito y no podía hablar a un nativo sin irritación en la voz.
Al cabo de un tiempo, incluso su inquietud pasó. Solía permanecer sentada horas y horas en el viejo y destartalado sofá, con las cortinas de cretona descolorida ondeando sobre su cabeza; parecía sumida en un letargo. Daba la impresión de que al final se había roto algo en su interior y de que se iría agostando lentamente hasta sumergirse en las tinieblas.
Sin embargo, Dick pensaba que estaba mejor.
Hasta que un día se dirigió a él con una nueva expresión en la cara, una expresión desesperada y apremiante que no le había visto nunca, y le preguntó si podían tener un hijo. Él se alegró: era la mayor felicidad que le había dado, porque lo pedía ella por propia iniciativa, acercándose a él… eso fue lo que Dick pensó. Creyó que por fin deseaba aproximarse a él y lo expresaba de aquella manera. Tan grande fue su contento, su satisfacción, que estuvo a punto de acceder. Era lo que más deseaba; aún soñaba que un día, «cuando las cosas fueran mejor», podrían tener hijos. Pero en seguida su rostro se nubló y respondió:
– Mary, ¿cómo podemos tener hijos?
– Otras personas los tienen, pese a ser pobres.
– Pero, Mary, no sabes lo pobres que somos.
– Claro que lo sé. Pero no puedo continuar así. Necesito tener algo. No sé qué hacer.
Dick vio que deseaba un hijo para sí misma y que él seguía sin significar nada para ella, nada en un sentido verdadero, y replicó tercamente que sólo tenía que mirar a su alrededor para ver qué ocurría con los niños que crecían como crecerían los suyos.
– ¿Dónde? -inquirió ella con expresión vaga, mirando en su torno en la habitación, como si aquellos infortunados niños fueran visibles allí, en su casa.
Dick recordó el aislamiento en que vivía, su falta de participación en la vida del distrito. Pero aquello volvió a irritarle. Había tardado años en interesarse por la granja; al cabo de tanto tiempo, aún no conocía a las personas que vivían a su alrededor y apenas sabía los nombres de sus vecinos.
– ¿No has visto nunca al holandés de Charlie?
– ¿Qué holandés?
– Su ayudante. ¡Trece hijos! Con doce libras al mes. Slatter es muy duro con él. ¡Trece hijos! Corren de un lado a otro como cachorros, vestidos con harapos, y viven de calabazas y maíz como los cafres. No van a la escuela…
– Pero, ¿y uno solo? -persistió Mary con voz débil y plañidera. Fue un gemido. Sentía que necesitaba un hijo para salvarse de sí.misma. Le había costado semanas de lenta desesperación llegar hasta aquel punto. Detestaba la idea de tener un hijo cuando pensaba en su indefensión, su dependencia, el trabajo, la preocupación. Pero la mantendría ocupada. Consideraba extraordinario haber llegado a aquello: a suplicar a Dick que tuvieran un hijo, cuando sabía que él los deseaba y ella los aborrecía. Pero después de pensar en un hijo durante todas aquellas semanas de desesperación, se había acostumbrado a la idea. No sería tan malo, tendría compañía. Pensó en sí misma cuando era niña y en su madre y empezó a comprender por qué su madre se había aferrado a ella, usándola como una válvula de escape. Se identificó con ella, sintiendo cariño y piedad hacia ella después de todos aquellos años, comprendiendo por fin algo de sus sentimientos y pesares. Se vio a sí misma, una niña silenciosa, sin medias, con la cabeza descubierta, entrando y saliendo del gallinero, siempre cerca de su madre, dividida entre el amor y la piedad hacia ella y el odio hacia su padre; e imaginó a su propia hija, consolándola como ella había consolado a su madre. No pensaba en su hija como en una niña pequeña; aquélla era una edad que tendría que soportar del mejor modo posible. No, quería una hija que fuese a la vez su compañera y se negaba a considerar la posibilidad de que pudiera ser un niño. Pero Dick preguntó:
– ¿Y qué me dices de la escuela?
– ¿Qué quieres que diga? -replicó, irritada, Mary.
– ¿Cómo la pagaríamos?
– No hay que pagar nada. Mis padres no la pagaban.
– Pero los.internados se pagan, y también los libros, los viajes en tren, la ropa. ¿Acaso el dinero bajaría del cielo?
– Podríamos pedir una subvención estatal.
– No -respondió Dick, dando un respingo- ¡Ni hablar de eso! Ya estoy harto de entrar con el sombrero en la mano en las oficinas de hombres gruesos para pedirles dinero mientras ellos te miran de arriba abajo con el culo gordo pegado al asiento. ¡La caridad! No quiero ni pienso hacerlo. No quiero ver crecer a un hijo sabiendo que no puedo hacer nada por él. No lo quiero en esta casa ni viviendo de este modo.
– Supongo que vivir de este modo está muy bien para mí -dijo Mary con acritud.
– Tendrías que haberlo pensado antes de casarte conmigo -replicó Dick y ella se enfureció ante aquella cínica injusticia. O. mejor dicho, casi se enfureció. Su rostro se cubrió de un rubor violento y sus ojos lanzaron chispas… pero en seguida se calmó, cerró los ojos y enlazó las manos temblorosas. Su ira se esfumó; estaba demasiado cansada para enfadarse de verdad.
– Pronto cumpliré cuarenta años -murmuró-. ¿No comprendes que dentro de poco tiempo ya no podré tener hijos? Y menos si continúo así.
– Ahora no -respondió él, inexorable. Y aquélla fue la última vez qué se mencionó el tema de un hijo. En realidad, Mary sabía tan bien como él que se trataba de una locura. Pero era típico de Dick alegar que era demasiado orgulloso para pedir prestado como último recurso para salvaguardar su dignidad.
Días después, cuando vio que ella había vuelto a su terrible apatía, le pidió una vez más:
– Mary, te lo ruego, ven a la granja conmigo. ¿Por qué no? Podríamos hacerlo juntos.
– Odio tu granja -contestó Mary con voz áspera y remota-. La odio. No quiero saber nada de ella.
Pero a pesar de su indiferencia, realizó el esfuerzo. Le tenía sin cuidado lo que hacía. Durante varias semanas acompañó a Dick adondequiera que fuese e intentó sostenerle con su presencia. Y más que nunca la embargó la desesperación. Era inútil, inútil. Veía con enorme claridad los defectos de Dick y los errores que cometía con la granja y no podía hacer nada para ayudarle. Era demasiado obstinado. Le pedía consejo y parecía puerilmente satisfecho cuando ella cogía un almohadón y le seguía hasta los campos; pero en cuanto le hacía alguna sugerencia, se encerraba en su terquedad y empezaba a defenderse.
Aquellas semanas fueron terribles para Mary. Durante aquel breve período, lo miró todo con imparcialidad, sin ilusiones, a sí misma, a Dick, la relación que existía entre ambos, su posición frente a la granja y su futuro; lo vio todo sin falsas esperanzas, honesta y lúcida como la misma verdad. Siguió a Dick de un lado a otro en un estado de ánimo soñador pero clarividente y terminó diciéndose a sí misma que debía dejar de hacer sugerencias y renunciar a cualquier intento de imbuir en él un poco de sentido común. Era inútil.
Empezó a pensar en el propio Dick con una especie de ternura desapasionada. Era un placer para ella desechar cualquier sentimiento de amargura y odio hacia él y acogerle en su mente como lo haría una madre, con ánimo protector, considerando sus debilidades y sus orígenes, de los que no era responsable. Solía llevarse el cojín a un rincón del chaparral, a la sombra, y sentarse en el suelo con las faldas bien recogidas, vigilando las garrapatas que se arrastraban por la hierba y pensando en Dick. Le veía de pie en medio de los dilatados campos rojizos, inmóvil entre las gigantescas glebas, una silueta delgada, tocada con un gran sombrero y vestida con ropas anchas, y se preguntaba cómo podían nacer personas sin aquel rasgo de determinación, sin aquella voluntad férrea que soldaba la personalidad. Dick era bueno, ¡demasiado bueno!, exclamó para sus adentros, con exasperación. Era decente, no había en él ningún asomo de maldad. Y Mary sabía muy bien, cuando se obligaba a mirar de frente aquella cuestión (lo cual era capaz de hacer en aquel estado de desapasionada piedad), que como hombre había sufrido una larga humillación con ella. Sin embargo, nunca había intentado humillarla; se encolerizaba, sí, pero no intentaba vengarse. ¡Era tan bueno! Pero le faltaba cohesión, una fuerza en el centro que le convirtiera en un hombre de una sola pieza. ¿Habría sido siempre igual? En realidad, lo ignoraba; sabía tan poco acerca de él. Sus padres habían muerto y él era hijo único. Había crecido en los suburbios de Johannesburgo y Mary intuía, aunque él no se lo había dicho, que su infancia había sido menos sórdida que la de ella, aunque pobre y llena de sinsabores. Dick había exclamado con amargura una vez que su madre lo había pasado muy mal, y la observación la hizo sentir más cerca de él, porque amaba a su madre y aborrecía a su padre. Cuando tuvo la edad, probó una serie de trabajos. Fue empleado de la oficina de correos, mecánico en el ferrocarril y por último, inspector de los contadores de agua del municipio; entonces decidió ser veterinario. Estudió durante tres meses, descubrió que no podía pagarse la carrera y, obedeciendo a un impulso, se marchó a Rhodesia del Sur para dedicarse a la agricultura y «vivir su propia vida».
Y ahora, aquel hombre bueno y desafortunado se hallaba en su «propia» tierra, que pertenecía al gobierno hasta el último grano de arena, vigilando el trabajo de los nativos mientras ella descansaba en la sombra, mirándole y sabiendo a la perfección que estaba condenado; nunca había tenido la menor posibilidad. Pero incluso mientras pensaba esto, a Mary le pareció imposible que un hombre tan bueno estuviera condenado al fracaso y se levantó del cojín y fue hacia él, decidida a intentarlo una vez más.
– Escucha, Dick -le dijo con timidez no exenta de firmeza-, escucha, he tenido una idea. El año próximo, ¿por qué no talas otras cuarenta hectáreas y plantas un gran campo de maíz? Planta maíz en todos los campos, en lugar de todos estos pequeños cultivos.
– ¿Y qué pasará si es un mal año para el maíz? Ella se encogió de hombros:
– No pareces haber llegado muy lejos con este sistema.
Entonces los ojos de él se inyectaron en sangre, su rostro se crispó y las dos profundas arrugas que surcaban sus mejillas hasta el mentón se marcaron todavía más.
– ¿Es que puedo hacer más de lo que hago? -gritó-. ¿Y cómo talaré otras cuarenta hectáreas? ¡Qué fácil es hablar! ¿De dónde sacaré la mano de obra? La que tengo no me basta para hacer lo más imprescindible. Ya no puedo comprar negros a cinco libras por cabeza; tengo que fiarme de los jornaleros voluntarios y apenas si se presenta alguno, lo cual es en parte culpa tuya. Me hiciste perder a veinte de mis mejores peones y nunca volverán. Andan por ahí en estos momentos hablando mal de mi granja por culpa de tu maldito carácter. Ya no vienen amp; ofrecerse como antes. Todos se van a las ciudades, donde holgazanean impunemente.
Y entonces se dejó llevar por su antiguo resentimiento y empezó a insultar al gobierno, que estaba bajo la influencia de los defensores de los negros en Inglaterra, los cuales no querían obligar a los nativos a trabajar la tierra y se negaban a enviar camiones y soldados para llevárselos a los granjeros por la fuerza. ¡El gobierno no había comprendido nunca las dificultades de los agricultores! ¡Nunca! Y atacó a los nativos que se negaban a trabajar como era debido y eran insolentes y holgazanes. Habló mucho rato, con una voz furiosa y amargada, la voz del agricultor blanco que parece tener en el gobierno a un contrincante tan invencible como las estaciones y los cielos mismos. Pero en aquella explosión de ira olvidó los planes para el año próximo. Volvió a la casa preocupado y sombrío y regañó al criado, representante en aquel momento de la especie de los nativos, que le atormentaban de modo insoportable.
Mary estaba preocupada por él hasta donde podía estarlo en aquel período de letargo. Regresaba con ella al atardecer, cansado e irritable, y se sentaba a fumar un cigarrillo detrás de otro. Ya era un fumador en cadena, aunque consumía cigarrillos nativos, que eran más baratos pero que le causaban una tos perpetua y manchaban de amarillo las articulaciones de sus dedos. Y se removía inquieto en la silla, como si sus nervios no pudieran relajarse. Después, por fin, su cuerpo se distendía y esperaba, inmóvil, la cena para poder acostarse en seguida y dormir.
A veces el boy entraba para decir que unos jornaleros querían verle o pedir permiso para ir de visita o algo parecido, y Mary volvía a ver en su rostro aquella expresión tensa y la explosiva inquietud de sus miembros. Daba la impresión de que ya no soportaba a los nativos. Y gritaba al boy que se fuera y le dejara en paz y mandara al infierno a los peones. Pero media hora más tarde volvía el criado para repetir, imperturbable, dispuesto a afrontar la irritación de Dick, que los peones seguían esperando. Y Dick apagaba el cigarrillo, encendía otro inmediatamente y gritaba con todas sus fuerzas.
Mary solía escuchar con los nervios en tensión. Aunque aquella exasperación le era bien conocida, le molestaba que Dick la expresara. Le causaba irritación y, cuando él entraba de nuevo en la casa, le decía:
– Tú puedes pelearte con los nativos y en cambio a mí no me lo permites.
– Ya te he dicho -replicaba él, mirándola con ojos ardientes y atormentados- que no podré soportarlos mucho más tiempo. -Y se desplomaba en la silla, temblando como una hoja.
Sin embargo, Mary se desconcertaba cuando, a pesar de aquella perpetua corriente de odio subterráneo, lo veía hablar en los campos con el capataz, por ejemplo, y pensaba, con desazón, que ya empezaba a parecerse a un nativo. Se sonaba con los dedos, como hacían ellos, detrás de un matorral; a su lado, parecía de su misma raza, ni siquiera el color era muy diferente, porque tenía la piel requemada y de un tono marrón oscuro, y adoptaba las mismas posturas. Y cuando se reía con ellos, bromeando para mantenerlos de buen humor, parecía como si estuviera fuera de su alcance, en un mundo de humor burdo que la escandalizaba. ¿A dónde irían a parar, al final? Y entonces la invadía un inmenso cansancio y pensaba vagamente: «Después de todo, ¿qué importa?»
Un día le dijo que no veía ninguna razón para pasar todo su tiempo sentada bajo un árbol, mirándole, mientras las garrapatas le subían por las piernas, sobre todo teniendo en cuenta que no le prestaba la menor atención.
– Pero, Mary, me gusta que estés allí.
– Pues yo ya me he hartado.
Y volvió a sus antiguas costumbres y a no pensar en la granja más que como el lugar de donde Dick volvía para comer y dormir.
Y entonces empezó a languidecer. Permanecía todo el día sentada en el sofá con los ojos cerrados, sintiendo e] calor abatirse sobre su cerebro. Tenía sed; era demasiado esfuerzo irse a buscar un vaso de agua o llamar al boy para que se lo llevara. Tenía sueño; pero levantarse y meterse en la cama era un trabajo agotador, así que se dormía donde estaba. Notaba al andar que las piernas le pesaban demasiado. Formar una frase era un esfuerzo enorme. Durante semanas enteras sólo habló con Dick y el criado, pero a Dick no le veía más que cinco minutos por la mañana y medie hora por la noche, antes de que cayera exhausto en la cama.
El año fue avanzando hacia el calor a través de los meses claros y fríos y, a medida que transcurría, el viento transportaba hasta la casa una lluvia de polvo fino que dejaba las superficies rasposas al tacto; y en los campos se levantaban espirales del mismo polvo maligno que arrastraban consigo una brillante estela de hierba y brácteas de maíz, suspendidas como motas en el aire. Mary pensaba con espanto en e; calor que se avecinaba, incapaz de hacer acopio de la energía suficiente para luchar contra él. Tenía la impresión de que un solo roce le haría perder el equilibrio y la desintegraría en partículas; y pensaba con añoranza en una oscuridad total y completa. Cerraba los ojos e imaginaba que el cielo era tenebroso y frío, sin ni siquiera estrellas para interrumpir la negrura.
Fue aquel período, cuando cualquier influencia la habría dirigido hacia un nuevo derrotero, cuando todo su ser estaba en suspenso, por así decirlo, a la espera de algo que lo inclinara hacia uno u otro lado, el momento elegido por el boy para decir que se iba. Aquella vez no hubo una pelea por un plato roto o una bandeja mal lavada; sencillamente, quería volver a su casa, y Mary se sentía demasiado indiferente para luchar. Se marchó, dejando en su lugar a un nativo que Mary encontró tan intolerable que lo despidió al cabo de una hora. Se quedó sin criado, pero esta vez no intentó hacer nada más que lo esencial. No barría los suelos y comían alimentos enlatados. Y no se presentaba ningún boy. Mary se había labrado una reputación tan pésima como ama de casa que cada vez era más difícil reemplazar a los que se marchaban.
Dick, incapaz de soportar más la suciedad y la mala comida, dijo que llevaría a uno de los jornaleros para entrenarlo como sirviente doméstico. Cuando el hombre se presentó en la puerta, Mary le reconoció como el que había pegado con el látigo dos años antes. Vio la cicatriz en su mejilla, una marca fina y más oscura que cruzaba el rostro negro, y se quedó indecisa en el umbral, mientras él esperaba fuera, con la mirada baja. Pero la idea de enviarle a los campos y esperar a que viniera otro, incluso aquella dilación la cansó. Le dijo que entrara.
Aquella mañana, a causa de alguna prohibición interior que no intentó explicarse, no pudo trabajar con él como era su costumbre en tales ocasiones. Le dejó solo en la cocina y cuando llegó Dick, le preguntó:
– ¿No hay ningún boy para la casa?
Dick, sin mirarla y comiendo como siempre comía últimamente, a grandes bocados, como si no hubiera tiempo, replicó:
– Es el mejor que he podido encontrar. ¿Por qué? -Su voz era hostil.
Ella no le había contado nunca el incidente del látigo, por miedo a un estallido de cólera, de ahí que se limitara a decir:
– No me parece muy bueno. -Pero cuando vio el gesto de exasperación de él, se apresuró a añadir-: Aunque a lo mejor sirve.
– Es limpio y cumplidor-dijo Dick- y uno de los mejores peones que he tenido. ¿Qué más quieres? -Habló en tono brusco, casi brutal, y se fue sin decir una palabra más. Así que el nativo se quedó.
Mary inició la habitual rutina de instrucción, metódica y glacial como siempre, pero con una diferencia. No podía tratar a aquel boy como había tratado a todos los demás porque siempre, en el fondo de su ser, persistía aquel momento de terror que experimentara después de pegarle con el látigo, cuando pensó que iba a atacarla. Se sentía inquieta en su presencia. Sin embargo, el comportamiento del nativo era igual que el de los demás; riada en su actitud daba a entender que recordaba el incidente. Escuchaba el torrente de explicaciones y órdenes en silencio, con paciencia y atención. Siempre mantenía la mirada baja, como si le diera miedo mirarla. Pero ella no podía olvidarlo, aunque él lo hubiese hecho; y en su manera de hablarle existía una sutil diferencia. Era todo lo impersonal que podía, tanto que durante un tiempo su voz careció incluso del habitual matiz de irritación.
Solía permanecer muy quieta, observándole mientras trabajaba. La fascinaba su cuerpo macizo y atlético. Le había dado las camisas y los pantalones cortos blancos que los anteriores criados llevaban en la casa, pero eran demasiado pequeños para él y cuando barría, fregaba o se agachaba para encender el fogón, los músculos le abultaban, llenando el fino género de las mangas hasta dar la impresión de que iban a rasgarse. Parecía aún más ancho y alto de lo que era a causa del exiguo tamaño de la casa.
Era un buen trabajador, uno de los mejores que había tenido. Solía repasar las cosas detrás de él, intentando encontrar alguna deficiencia, pero rara vez le daba motivo de queja. Así pues, con el tiempo se fue acostumbrando a él y el recuerdo de aquel látigo blandido contra su rostro se desvaneció poco a poco. Le trataba como era natural tratar a los nativos y su voz volvió a adquirir el tono brusco e irritado. Pero él no replicaba nunca y aceptaba sus reprimendas a menudo injustas sin levantar siquiera la mirada del suelo. Parecía resuelto a pasar lo más desapercibido posible.
Y así continuaron, en aparente normalidad, restablecida la rutina adecuada, que la dejaba libre para vegetar en la inacción. Pero su indiferencia no era exactamente igual que la de antes.
A las diez de la mañana, después de servirle el té, él se iba detrás de los gallineros y se detenía bajo un gran árbol con una lata de agua caliente; y a veces ella podía verle desde la casa inclinado sobre la lata, desnudo de cintura para arriba, echándose agua por encima. Pero procuraba no verle mientras se lavaba. Después del aseo, volvía a la cocina y se quedaba muy quieto, apoyado, al sol, contra la pared posterior, al parecer sin pensar en nada; incluso daba la sensación de estar dormido. No reanudaba el trabajo hasta que era hora de preparar el almuerzo. A Mary no le gustaba verle entregado a aquella ociosidad, inmóvil y silencioso durante horas, bajo la violenta fuerza del sol, que no parecía afectarle. No podía hacer nada para evitarlo, pero en vez de sumirse en un apático letargo que era casi sueño, se devanaba los sesos buscando un trabajo que darle.
Una mañana fue hasta los gallineros, algo que no solía hacer aquellos días, y cuando hubo terminado una superficial inspección de los ponederos y llenado su cesta de huevos, se detuvo al ver al nativo bajo los árboles a pocos metros de distancia. Estaba restregando su grueso cuello con jabón y la espuma blanca destacaba con fuerza de la piel negra. Se hallaba de espaldas a ella pero en seguida se volvió, bien por casualidad o porque intuyó que ella le miraba. Mary había olvidado que era la hora de su aseo.
Una persona blanca puede mirar a un nativo, que no es mejor que un perro. La enojó, por lo tanto, que él se enderezase, como esperando a que se fuera, expresando con el cuerpo el desagrado que le producía su presencia. La enfurecía que creyera que estaba allí a propósito aunque este pensamiento, como era natural, no fue consciente; Mary no podá imaginar siquiera semejante presunción, semejante descaro por parte de él; pero la actitud del cuerpo inmovilizado detrás de los matorrales, la expresión del rostro negro al mirarla, la llenó de indignación. Sintió el mismo impulso que aquel día lejano la obligara a blandir el látigo contra la cara del nativo. Dio media vuelta con lentitud, entreteniéndose en los gallineros para echar puñados de maíz, y agachándose por fin para salir por la baja puerta de la alambrada. No se volvió más a mirarle, pero sabía que su silueta oscura seguía en el mismo sitio, inmóvil, porque le vio por el rabillo del ojo. Volvió a entrar en la casa, sin apatía por primera vez en muchos meses, viendo también por primera vez desde hacía meses el suelo que pisaba y sintiendo la presión del sol en la nuca y el caliente contacto de la piedra contra las suelas de sus zapatos.
Oyó un extraño murmullo de ira y se dio cuenta de que hablaba consigo misma, en voz alta. Se tapó la boca con la mano y agitó la cabeza para despejarla, pero cuando Moses volvió a la cocina y ella oyó sus pasos, ya estaba sentada en la sala, rígida por una emoción histérica; al recordar la sombría y resentida mirada del nativo mientras esperaba que se fuera, le invadía la sensación de haber tocado una serpiente. Impulsada por una violenta reacción nerviosa, fue a la cocina, donde le encontró vestido con ropa limpia, guardando sus útiles de aseo. El recuerdo de aquel cuello negro cubierto de espuma blanca y de la musculosa espalda inclinada sobre el cubo de agua actuó como un aguijón y no le dio tiempo a reflexionar que su cólera y su histerismo no tenían ningún motivo, por lo menos ninguno que pudiera explicar. Lo ocurrido era que la pauta formal negro-blanca, ama-criado había sido rota por una relación personal; y cuando en África un blanco mira por casualidad a los ojos de un nativo (lo cual es su principal preocupación evitar), su sentimiento de culpa, que reprime, se convierte en un resentimiento que le obliga a usar el látigo. Mary sintió que debía hacer algo, e inmediatamente, para recobrar el equilibrio. Su mirada fue a detenerse en una caja donde se guardaban las velas, el jabón y los cepillos y que estaba debajo de la mesa, y ordenó al boy:
– Friega este suelo.
La sobresaltó oír su propia voz, porque no sabía que iba a hablar; sintió lo mismo que se experimenta durante una conversación social, tranquila por su banalidad, cuando una persona hace una observación que rasca la superficie, dejando escapar tal vez lo que realmente piensa de su interlocutor, y la sorpresa hace perder a éste la ecuanimidad, incitándole a emitir una risita nerviosa o una frase absurda que turba a todos los presentes; Mary había perdido la ecuanimidad y ya no podía controlar sus acciones.
– Lo he fregado esta mañana -objetó lentamente el nativo, mirándola con ojos ardientes.
– He dicho que lo friegues. Hazlo ahora mismo. -Levantó la voz al pronunciar las últimas palabras. Se miraron durante un momento, descubriendo su odio; entonces él bajó los ojos y ella se volvió en redondo y salió dando un portazo.
No tardó en oír el sonido del cepillo al rascar el suelo. Se desplomó de nuevo en el sofá, débil como si estuviera enferma. Conocía muy bien sus explosiones de cólera irracional, pero no recordaba ninguna tan devastadora como aquélla. Estaba temblando, la sangre le latía en los oídos y tenía la boca seca. Al cabo de un rato, ya más calmada, fue al dormitorio a buscar un vaso de agua; no quería encararse con el nativo Moses.
Sin embargo, más tarde hizo un esfuerzo para levantarse e ir a la cocina y, desde el umbral, examinó el suelo mojado como si de verdad hubiera ido a inspeccionarlo. Él permaneció inmóvil al otro lado de la puerta, mirando como de costumbre hacia los riscos donde la euforbia extendía sus carnosos brazos verdegrises contra el claro azul del cielo. Mary fingió dar un repaso a las alacenas y por fin dijo:
– Es hora de poner la mesa.
Él se volvió y empezó a sacar vasos y mantel con movimientos lentos y bastante torpes, manoseando los cubiertos con sus grandes manos negras. Todos sus ademanes la irritaban. Permaneció sentada y tensa, con las manos enlazadas. Cuando él salió, se relajó un poco, como si le hubieran sacado un peso de encima. La mesa estaba puesta. Fue a examinarla, pero todo se encontraba en su sitio. No obstante, cogió un vaso y lo llevó a la cocina.
– Mira este vaso, Moses -ordenó.
Él se acercó y lo miró por cortesía; sólo fingió que lo miraba porque en seguida lo cogió para lavarlo. En el borde tenía trazas de pelusilla blanca del paño con que lo había secado. Llenó de agua el fregadero, echó un chorro de jabón líquido, tal como ella le enseñara, y lavó el vaso bajo la atenta mirada de Mary. Una vez lo hubo secado, ella volvió a cogerlo y se lo llevó a la otra habitación.
Le imaginó otra vez sin hacer nada en el soleado umbral, con la mirada perdida en la lejanía, y sintió deseos de gritar o lanzar un vaso contra la pared. Pero no había nada, absolutamente nada, que mandarle. Inició un lento recorrido de la casa; aunque gastado y descolorido, todo estaba limpio y en su lugar. La cama, el gran lecho conyugal que siempre había odiado, no tenía una sola arruga y el embozo estaba doblado en ambas esquinas, imitando las atractivas camas de los catálogos modernos. Su vista la puso nerviosa porque le recordó el odiado contacto nocturno con el cansado y musculoso cuerpo de Dick, al que nunca había podido acostumbrarse. Se volvió de espaldas, cerrando los puños, y de improviso se vio en el espejo. Desmejorada, con el pelo en desorden, los labios apretados por la ira, los ojos fijos, la cara hinchada y salpicada de manchas rojas; apenas pudo reconocerse a sí misma. Se contempló, asustada y triste; y de pronto se echó a llorar, estallando en hondos sollozos convulsivos que intentó sofocar por miedo a que el nativo la oyera desde la cocina. Lloró un buen rato y cuando levantó los ojos para secárselos, vio el reloj. Dick llegaría pronto a casa. El temor de que la viera en aquel estado inmovilizó sus músculos. Se lavó la cara, peinó sus cabellos y empolvó la oscura y arrugada piel en torno a los ojos.
Aquella comida fue silenciosa como lo eran todas durante aquel período. Dick vio el rostro enrojecido y arrugado y los ojos inyectados en sangre e intuyó la causa. Siempre que lloraba era porque se había disgustado con el boy. Se sintió harto y desengañado; había pasado mucho tiempo desde la última pelea y se había hecho la ilusión de que Mary ya empezaba a superar aquella debilidad. Vio que no comía nada y mantenía la mirada fija en el plato; el nativo, por su parte, sirvió la comida como un autómata, moviendo el cuerpo porque era su deber pero con la mente en otra parte. Al pensar en la eficiencia de aquel hombre y mirando la cara hinchada de Mary, Dick se soliviantó de repente. Cuando el nativo hubo salido de la habitación, dijo a su mujer:
– Mary, tienes que conservar a este boy. Es el mejor que hemos tenido.
Ella no levantó la vista y guardó silencio, como si fuera sorda. Dick vio temblar su mano delgada, arrugada por el sol. Al cabo de un rato de silencio exclamó, con la voz cargada de hostilidad:
– No soporto este constante cambio de criados. Estoy harto. Te lo aviso, Mary.
Tampoco entonces respondió ella; las lágrimas y la cólera de la mañana la habían debilitado y temía que, si abría la boca, volvería a romper en llanto. Él la miró con cierto asombro, porque en general replicaba, acusando al criado de hurto o mala conducta, y había esperado una respuesta semejante. El terco silencio, que era pura oposición, le impulsó a insistir, exigiendo alguna clase de asentimiento.
– Mary -dijo, como un superior a un subordinado-, ¿has oído lo que te he dicho?
– Sí -contestó ella por fin, en tono desabrido y con dificultad.
En cuanto Dick se hubo marchado, se retiró inmediatamente al dormitorio para no ver al criado levantando la mesa y durmió cuatro horas de insoportable duración.
Capítulo noveno
Y así fueron pasando los días y los meses de agosto y septiembre, días cálidos y brumosos cuyos vientos lánguidos traían ráfagas polvorientas y sofocantes de las cercanas colinas de granito. Mary realizaba sus tareas como una sonámbula, tardando horas en hacer lo que antes le ocupaba unos pocos minutos. Sin sombrero bajo el sol implacable, cuyos rayos potentes y crueles se derramaban sobre sus hombros y espalda, embotándola y aturdiéndola, a veces se sentía como si tuviera magulladuras por todo el cuerpo, como si el sol la hubiera desollado, convirtiendo su carne en hinchada y sensible envoltura de sus "dolientes huesos. Solía marearse y entonces enviaba al boy a buscar el sombrero. Poco después, aliviada, como si hubiera hecho un prolongado esfuerzo físico, en vez de atarearse entre las gallinas sin verlas, se desplomaba en una silla y permanecía inmóvil, con la mente en blanco; pero saber que estaba sola en la casa con aquel hombre era como un peso en su subconsciente. Se mantenía tensa y controlada en su presencia y le hacía trabajar todo lo que podía, sin perdonarle una mota de polvo o un vaso o plato mal colocado, siempre que creía verlo. El recuerdo de la exasperación de Dick y su advertencia de que no toleraría más cambios de criados, un reto que por falta de vitalidad se sentía incapaz de desafiar, la obligaba a vivir tensa entre dos pesas inamovibles; por lo menos, así se sentía, como si estuviera en suspenso y fuera el campo de batalla de dos fuerzas beligerantes. Sin embargo, no habría podido explicar qué clase de fuerzas eran ni cómo las mantenía a raya. Moses se mostraba indiferente y tranquilo, como si ella no existiera, aunque obedeciendo sus órdenes; Dick, antes tan poco exigente y fácil de contentar, se quejaba ahora continuamente de su mala organización, porque no paraba de reñir al boy con su voz nerviosa y estridente cuando una silla estaba colocada un centímetro más allá de lo debido, y no se daba cuenta de que el techo estaba cubierto de telarañas.
Permanecía ajena a todo, excepto a lo que llamaba su atención inmediata. Su horizonte se reducía a la casa. Los pollos empezaron a morirse y murmuró algo sobre una epidemia hasta que recordó que no les había dado de comer durante una semana. Y, sin embargo, había recorrido los gallineros como de costumbre, con un cesto de cereales en la mano. Guisaron las escuálidas aves muertas y se las comieron. Asustada de sí misma, realizó un esfuerzo para concentrarse en lo que hacía, pero al cabo de poco tiempo volvió a ocurrir lo mismo; no se había percatado de que los abrevaderos estaban vacíos. Las aves yacían sobre la tierra requemada, agonizando por falta de agua. Entonces dejó de preocuparse. Durante semanas vivieron de pollos y gallinas, hasta que los gallineros quedaron vacíos. Los huevos se agotaron, pero no los encargó a la tienda porque costaban demasiado dinero. Su mente estaba en blanco la mayor parte del día: empezaba una frase y se olvidaba de terminarla. Dick se acostumbró a oírla pronunciar tres palabras y en seguida interrumpirse, con la mirada perdida en el vacío. Había olvidado lo que quería decir. Si la animaba a continuar, alzaba la vista, sin verle, y no contestaba. Aquella actitud le molestó porque le impedía protestar por el abandono de la granja avícola, que había supuesto una pequeña, pero regular, fuente de ingresos.
En cambio, todavía reaccionaba en todo lo tocante al criado. Aquella era la única parte de su mente que aún estaba despierta. Como le daba miedo provocar la marcha del boy y, con ella, la ira de Dick, vivía en su imaginación todas las escenas que no se atrevía a representar. Un día la sobresaltó un ruido y cayó en la cuenta de que era ella misma, que hablaba en la sala en un tono bajo e irritado. Estaba soñando que el nativo había olvidado limpiar el dormitorio aquella mañana y ella le llenaba de improperios, usando frases crueles en su propia lengua, que él no habría entendido si de verdad se las hubiera dicho. El sonido de aquella voz baja e incoherente fue tan aterrador como lo fuera la vista de su imagen en el espejo. Se alarmó y salió de su ensimismamiento, horrorizada por la visión de sí misma sentada en un extremo del sofá, hablando sola como una loca.
Se levantó sin ruido y se acercó a la puerta de la cocina para ver si el boy se encontraba allí y podía haberla oído. Y allí estaba, como siempre, apoyado en la pared posterior de la casa; sólo vio un hombre macizo apretado dentro del fino algodón y una mano colgando ociosa, con los dedos doblados contra la palma morena y algo rosada. No se movió. Mary se dijo que no podía haberla oído y apartó de su mente la idea de las dos puertas abiertas. Le evitó durante todo el día, yendo inquieta de una habitación a otra como si hubiera olvidado permanecer inactiva. Lloró toda la tarde, echada sobre la cama, con sollozos desesperados y convulsivos; así que estaba exhausta cuando Dick llegó del trabajo. Pero esta vez él no advirtió nada; agotado a su vez, sólo pensaba en dormir.
Al día siguiente, cuando sacaba los alimentos de la alacena de la cocina (que intentaba mantener siempre cerrada con llave pero que a menudo se quedaba abierta, de ahí que aquel ritual de sacar los alimentos necesarios para el día fuera realmente fútil), Moses, que estaba detrás de ella con la bandeja, le dijo que quería marcharse a finales de mes. Habló en voz baja y directamente, pero con cierta vacilación, como si esperara alguna protesta. Ella ya conocía aquella nota de nerviosismo, porque siempre que un boy se despedía, aunque sentía un gran alivio porque las tensiones creadas entre ella y el criado desaparecerían con su marcha, también se indignaba, como si fuera un insulto dirigido a ella. Nunca dejaba ir a un boy sin largas disputas y recriminaciones. Ahora también abrió la boca para reconvenirle, pero se contuvo; soltó la puerta de la alacena y se sorprendió pensando en la cólera de Dick. No se atrevía a afrontarla; ya no podía soportar las escenas con Dick. Y esta vez no era culpa suya; ¿acaso no había hecho todo lo posible para conservar a este boy, al que odiaba y temía al mismo tiempo? Horrorizada, descubrió que los sollozos volvían a sacudirla, ¡allí, delante del nativo! Impotente y débil, permaneció junto a la mesa, de espaldas a él, sollozando. Durante un rato, ninguno de los dos se movió; entonces él se colocó de modo que pudiera verle la cara y la miró con curiosidad y extrañeza, arqueando las cejas. Ella exclamó al fin, llena de pánico:
– ¡No puedes irte! -Y continuó llorando mientras repetía una y otra vez-: ¡Debes quedarte! ¡Debes quedarte! -Y todo el tiempo la atormentaba la vergüenza y la mortificación de que él la viera llorar.
Un momento después le vio ir hacia el estante donde estaba el filtro de agua y llenar un vaso. La lentitud de sus movimientos la irritó, porque -la comparó con su propia ecuanimidad perdida; y cuando le alargó el vaso, no extendió la mano para cogerlo porque consideró aquel acto una impertinencia de la que debía hacer caso omiso. Pero a pesar de la actitud digna que intentaba asumir, volvió a sollozar.
– No debes irte. -Su voz fue una súplica.
Él acercó el vaso a sus labios, de modo que Mary tuvo que sujetarlo con la mano y, bañadas sus mejillas en lágrimas, bebió un sorbo y le miró suplicante por encima del vaso, viendo con temor renovado en los ojos del nativo una expresión de indulgencia hacia su debilidad.
– Bebe -ordenó el boy, como si hablara a una de sus mujeres; y ella bebió.
Entonces le cogió con cuidado el vaso, lo dejó sobre la mesa y, viendo que ella continuaba aturdida, sin saber que hacer, dijo:
– Madame debe acostarse en la cama.
Ella no se movió. El boy alargó la mano de mala gana, reacio a tocarla, a rozar a la sacrosanta mujer blanca, y la empujó por el hombro, de modo que Mary se sintió suavemente impelida hacia el dormitorio. Era como una pesadilla en la que uno es impotente contra el horror; el roce de la mano negra sobre su hombro le daba náuseas; jamás, ni una sola vez en toda su vida, había tocado la carne de un nativo. Cuando se acercaron al lecho, con aquel suave contacto todavía en su hombro, sintió que la cabeza le daba vueltas y los huesos no la sostenían.
– Madame debe echarse -repitió él, con voz amable esta vez, casi paternal. Cuando ella se hubo sentado en el borde de la cama, hizo una ligera presión con la mano sobre el hombro para acostarla. Seguidamente descolgó el abrigo de la puerta y lo colocó sobre sus pies. Entonces salió y el horror se fue desvaneciendo; aturdida y silenciosa, Mary permaneció echada, incapaz de considerar las implicaciones del incidente.
Al cabo de un rato se durmió y no se despertó hasta el crepúsculo. Vio tras el cuadrado de la ventana un cielo surcado por azules nubarrones de tormenta e iluminado por el sol poniente, que era de color naranja. Durante unos segundos no pudo recordar lo ocurrido; pero en cuanto lo hizo, el temor volvió a atenazarla, un temor horrible y tenebroso. Se volvió a ver llorando, incapaz de detenerse; bebiendo por orden de aquel negro; siendo empujada por él hasta la cama, acostada y cubierta con el abrigo, que había arremetido en torno a sus piernas. Hundió la cara en la almohada, llena de asco, gimiendo en voz alta como si se hubiera revolcado entre excrementos. Y en su tormento volvió a oír su voz, firme y bondadosa, dándole órdenes como un padre.
Al cabo de un rato, cuando la habitación se quedó a oscuras y sólo las paredes reflejaban la luz que todavía alumbraba las copas de los árboles, mientras las ramas bajas ya estaban sumidas en las sombras del crepúsculo, se levantó y encendió la lámpara. La llama tembló, se inmovilizó y empezó a arder con suavidad. El dormitorio era ahora una concha de luz ambarina y sombras en la dilatada noche llena de árboles. Se empolvó la cara y permaneció largo rato frente al espejo, sintiéndose incapaz de moverse. No pensaba nada, sólo tenía miedo, sin saber de qué. No quería salir hasta que Dick volviera y la protegiera de la presencia del nativo. Cuando llegó, la miró con inquietud y le dijo que no la había despertado a la hora del almuerzo y que esperaba que no estuviera enferma.
– Oh, no -contestó ella-, sólo cansada. Me siento… -La voz se extinguió al tiempo que la expresión distraída velaba su semblante.
Estaban bajo el difuso arco de luz de la oscilante lámpara y el boy servía la mesa sin hacer ruido. Mary mantuvo los ojos bajos durante mucho rato, aunque sus facciones se habían animado un poco desde que entrara Moses. Cuando se obligó a alzar la mirada y escudriñar un instante su rostro, se tranquilizó, porque no había nada nuevo en su actitud. Como siempre, se portaba como si fuera una abstracción, como si no estuviera realmente allí, como si fuese una máquina sin alma.
A la mañana siguiente se forzó a entrar en la cocina y hablar con normalidad; y esperó temerosa que él dijera otra vez que quería marcharse. Pero no dijo nada. Todo siguió igual durante una semana y entonces Mary comprendió que no se despediría; había respondido a sus lágrimas y a su súplica. No podía soportar la idea de haber logrado salirse con la suya por semejantes métodos; y como no quería recordarlo, se recobró poco a poco. Con alivio, liberada del temor que le inspiraba la cólera de Dick, eliminado el recuerdo de su vergonzosa debilidad, empezó a usar de nuevo aquella voz fría y cortante para hacer comentarios sarcásticos sobre el trabajo del nativo. Un día éste se volvió hacia ella en la cocina, la miró a la cara y dijo con voz desconcertante por su tono de ira y reproche:
– Madame pedirme que me quedara. Yo quedarme para ayudar a Madame. Si Madame está de mal humor, yo irme.
Aquella nota de ultimátum la frenó; se sintió impotente, en particular porque el criado la obligó a recordar el motivo de su permanencia en la casa. Y el tono resentido sugería que la consideraba injusta. ¡Injusta! Ella no lo veía de aquel modo.
Moses estaba junto al fogón, vigilando algo que había puesto al fuego. Mary no sabía qué decir. Mientras esperaba su respuesta, el boy cogió de la mesa algo con que agarrar el asa caliente del horno y, sin mirarla, preguntó:
– Yo hacer bien el trabajo, ¿no?
Lo dijo en inglés, lo cual, antes, la habría enfurecido por considerarlo una impertinencia, pero contestó en inglés:
– Sí.
– Entonces, ¿por qué Madame siempre de mal humor?
Esta vez habló con soltura y familiaridad, bromeando, como si intentara congraciarse con un niño. Se inclinó ante el horno, de espaldas a ella, y sacó una bandeja de los crujientes panecillos que sabía hacer mucho mejor que, la propia Mary, trasladándolos después a una rejilla, uno por uno, para que se enfriaran. Mary sentía que debía irse cuanto antes, pero no se movió. Inmovilizada, contemplaba las grandes manos mientras manejaban los panecillos. Y no dijo nada. Sintió la irritación habitual causada por el tono de la voz, pero al mismo tiempo estaba fascinada y llena de desconcierto; no sabía que hacer con aquella relación personal, así que, al cabo de un momento, aprovechando que no la miraba y estaba absorto en su trabajo, salió de la cocina sin responderle.
Cuando las lluvias llegaron a finales de octubre, después de seis semanas de un bochorno devastador, Dick, como siempre en aquella época del año, se abstenía de subir a almorzar para atender mejor el trabajo. Se iba a las seis de la mañana y regresaba a las seis de la tarde, de ahí que sólo se guisara una vez: Mary le enviaba el desayuno y el almuerzo a los campos. Como hacía todos los años, dijo a Moses que ella no almorzaría, que sólo le sirviera el té; no se sentía con ánimos de comer. El primer día de ausencia de Dick, en lugar de la bandeja del té, Moses le llevó huevos, mermelada y pan tostado, que dejó con parsimonia sobre la mesita del lado del sofá.
– Te he dicho que sólo quería té -amonestó ella bruscamente.
Él contestó en voz baja:
– Madame no desayunar, tiene que comer.
Sobre la bandeja había una taza sin asa con un ramillete de flores: vibrantes amarillos, rosas y rojos, flores silvestres reunidas con mano inexperta, pero que constituían una alegre nota de color sobre el viejo tapete manchado.
Sentada en el sofá, con la mirada baja, mientras él se enderezaba después de depositar la bandeja, Mary se turbó ante aquel manifiesto deseo de complacerla, ante el significado conciliador de las flores. Moses esperaba de ella una palabra de placer y aprobación. No podía concedérsela, pero la reprimenda que afloraba a sus labios se le quedó en la garganta y, tras acercarse la bandeja, empezó a comer.
Ahora existía una nueva relación entre ellos, porque ella se sentía indefensa en su poder, a pesar de que no había ninguna razón para semejante sentimiento. Sin dejar ni por un momento de ser consciente de su presencia en la casa, o apoyado contra la soleada pared de la parte posterior, sentía un miedo fuerte e irracional, una inquietud profunda e incluso -aunque esto no lo sabía y habría muerto antes que reconocerlo- una especie de oscura atracción. Era como si el acto de llorar delante de él hubiera sido un acto de renunciación, de entrega de su autoridad; y él se había negado a devolvérsela. Las réplicas bruscas habían aflorado a los labios de Mary varias veces y le había visto mirarla con deliberación, sin aceptarlo, desafiándola. Sólo en una ocasión, en que realmente se le olvidó hacer algo, por lo que la reprimenda era justificada, asumió de nuevo su antigua actitud sumisa. Aquella vez la aceptó, porque la culpa era suya. Y ahora ella empezó a esquivarle. Así como antes se obligaba a seguirle en su trabajo e inspeccionaba todo lo que hacía, ahora apenas entraba en la cocina y dejaba a su cuidado todos los quehaceres domésticos. Incluso ponía las llaves de la despensa sobre un estante para que él pudiera abrir la alacena de las hortalizas cuando las necesitara. Se sentía como en suspenso y no comprendía la naturaleza de aquella nueva tensión que no podía neutralizar.
En dos ocasiones formuló él sendas preguntas con su nueva voz llena de cordialidad.
Una vez fue sobre la guerra.
– ¿Cree Madame que terminarse pronto?
Mary se sobresaltó. Para ella, que vivía sin ningún contacto con el mundo exterior, pues ni siquiera leía el periódico semanal, la guerra era un rumor, algo que se desarrollaba en otro planeta. En cambio, le había visto a él examinar las hojas impresas extendidas sobre la mesa de la cocina como un mantel. Contestó, muy tiesa, que no lo sabía. Y unos días después, como si lo hubiera estado pensando en el intervalo, preguntó:
– ¿Aprobar Jesús que los hombres matarse entre sí?
Esta vez Mary se enfadó por la crítica implícita en la pregunta y respondió con frialdad que Jesús estaba de parte de los hombres buenos. Pero durante todo el día la torturó su antiguo resentimiento y por la noche preguntó a Dick:
– ¿De dónde procede Moses?
– De una misión -contestó él-. El único muchacho decente que he tenido.
Como la mayoría de sudafricanos, a Dick no le gustaban los negros educados en las misiones porque «sabían demasiado». Y, en cualquier caso, no se les debía enseñar a leer y escribir, sino sólo a comprender la dignidad del trabajo y su utilidad general para el hombre blanco.
– ¿Por qué? -preguntó a su vez, lleno de suspicacia-. No has vuelto a pelearte, ¿verdad?
– No.
– ¿Se ha insolentado?
– No.
Pero el telón de fondo de la misión explicaba muchas cosas: el irritante y bien articulado «madame», por ejemplo, en lugar del habitual «señora'», que parecía más de acuerdo con su condición.
Aquel «madame» la molestaba; le habría gustado pedirle que no lo usara, pero no implicaba ninguna falta de respeto, sólo era lo que le había enseñado algún misionero de ideas alocadas. Y no había nada reprobable en su actitud hacia ella. Pero aunque nunca le faltaba al respeto, ahora la obligaba a tratarle como a un ser humano; ya era imposible para ella desecharle como algo impuro, como había hecho con todos los demás en el pasado. La obligaba a cierto tipo de contacto y Mary nunca dejaba de ser consciente de su presencia. Pensaba todos los días que en ello había algo peligroso, pero no sabía definir qué era.
Ahora pasaba las noches atormentada por horribles pesadillas. Su sueño, que antes era la caída instantánea de un telón negro, se había convertido en algo más real que su vida cotidiana. Dos veces soñó directamente con el nativo y en ambas ocasiones la despertó el terror cuando él la tocaba. Aparecía delante de ella, fuerte y dominante, aunque bondadoso, y la obligaba a adoptar una posición en que tenía que rozarle. Y había otras pesadillas en las que él no estaba presente, pero que eran confusas y aterradoras y de las que se despertaba sudando de miedo e intentando borrarlas de su memoria. Acabó temiendo la hora de acostarse. Yacía en la oscuridad, tensa junto al cuerpo relajado de Dick, esforzándose por no conciliar el sueño.
A menudo, durante el día, le vigilaba a hurtadillas, no como vigila un ama a su criado mientras trabaja, sino con una curiosidad atemorizada, recordando aquellos sueños. Y día tras día él la cuidaba, observando lo que comía, llevándole la comida sin que ella la pidiera, regalándole cosas pequeñas como un puñado de huevos del gallinero de los peones o un ramillete de flores silvestres.
Un día, mucho después de ponerse el sol, al ver que Dick no regresaba, Mary dijo a Moses:
– Manten la cena caliente. Voy a ver qué le ha ocurrido al amo.
Cuando estaba en el dormitorio para coger el abrigo, Moses llamó a la pared y anunció que iría él; Madame no debía andar sola en la oscuridad.
– Está bien -asintió Mary, quitándose el abrigo.
Pero no le ocurría nada malo a Dick; sólo se retrasó porque un buey se había roto una pata. Y cuando, una semana después, volvió a pasar la hora de su regreso habitual y Mary estaba preocupada, no hizo ningún esfuerzo para averiguar qué ocurría, temiendo que el nativo, con toda naturalidad y sencillez, se responsabilizara otra vez de su bienestar. Habían llegado a un punto en que ella consideraba sus acciones desde un único punto de vista: si servirían para que Moses reforzara aquella nueva relación humana surgida entre ambos de un modo que ella no pudiera controlar, lo cual tenía que evitar a toda costa.
En febrero, Dick tuvo otro ataque de malaria. Como el anterior, fue corto y repentino y muy agudo mientras duró. Mary tuvo que enviar otra nota por mensajero a la señora Slatter para pedirle que avisara al médico. Acudió el mismo de la otra vez. Miró la humilde vivienda con las cejas arqueadas y preguntó a Mary por qué no había seguido sus indicaciones. EUa no contestó.
– ¿Por qué no ha hecho cortar los matorrales que rodean la casa, donde pueden reproducirse los mosquitos?
– Mi marido no podía entretener en ello a los peones.
– Pero sí que puede perder el tiempo' estando enfermo, ¿eh?
Los modales del médico eran bruscos y solícitos, pero indiferentes en el fondo; después de ejercer tantos años en un distrito agrícola, sabía cuándo había perdido la partida como médico. No en el sentido económico, pues ya no contaba con el dinero, sino por culpa de los propios pacientes. Con aquella gente no había nada que hacer. Lo proclamaban los visillos, descoloridos por el sol, rotos y sin zurcir. Por doquier se veían pruebas de una desidia voluntaria. Era una pérdida de tiempo visitarles siquiera. Pero la costumbre le hizo examinar al febril y tembloroso Dick y recetarle lo acostumbrado. Dijo que Dick estaba exhausto, que se había quedado en los huesos y que corría el peligro de caer víctima de cualquier enfermedad. Habló con severidad, esperando asustar a Mary y obligarla a tomar medidas. Pero la actitud de ésta decía bien a las claras: «Todo es inútil.» Se marchó por fin con Charlie Slatter, éste sarcástico y disconforme, pero incapaz de reprimir la idea de que cuando el lugar le perteneciera quitaría las alambradas para añadirlas a sus propios gallineros y aprovecharía de algún modo la chapa ondulada de la casa y las dependencias.
Mary veló a Dick las dos primeras noches de su enfermedad, sentada en una silla dura para no quedarse dormida, cuidando de que los miembros inquietos no tirasen las mantas al suelo. Pero Dick no estaba tan mal como la vez anterior; ahora no tenía miedo porque sabía que el ataque pasaría en cuanto hubiera hecho su curso.
Mary no se preocupó de supervisar el trabajo de los campos; iba en el coche dos veces al día, para tranquilizar a Dick, pero se limitaba a realizar una inspección superficial e inútil. Los jornaleros holgazaneaban ante sus cabanas. Ella lo sabía, pero no le importaba. Apenas miraba los campos; la granja se había convertido en algo que no la concernía.
Durante el día, después de preparar las bebidas frías de Dick, que eran todo su alimento, se sentaba a la cabecera de la cama y se sumía en su habitual letargo. Su mente divagaba con incoherencia, deteniéndose en la primera escena de su vida pasada que acudiera por casualidad a su memoria. Pero ahora lo hacía sin nostalgia ni deseo. Y había perdido por completo el sentido del tiempo. Colocaba el despertador delante de ella, para recordar los intervalos regulares en que debía ir a buscar las bebidas de Dick. Moses le llevaba las bandejas de comida a las horas habituales y ella comía de forma maquinal, sin saber qué era y sin fijarse en que a veces dejaba el cuchillo y el tenedor sobre la mesa, tras un par de bocados, y se olvidaba de terminar lo que quedaba en el plato. La tercera mañana, mientras batía dentro de la leche un huevo que Moses le había regalado, éste preguntó:
– ¿Se ha acostado Madame esta noche?
Habló con aquella sencilla franqueza que siempre la desarmaba y a la que no sabía cómo responder.
Mirando burbujear la leche y evitando su mirada, contestó:
– Tengo que velar al amo.
– ¿Tampoco acostarse Madame la noche anterior?
– No -respondió simplemente ella y se fue con la leche al dormitorio.
Dick yacía inmóvil, delirando de fiebre, en un agitado duermevela. La temperatura no había bajado; el ataque era fuerte. Sudaba a mares, y después la piel le quedaba reseca, áspera y ardiente. Todas las tardes, el mercurio del termómetro subía en un abrir y cerrar de ojos en cuanto se lo metía en la boca y cada vez que lo miraba estaba más alto, hasta que hacia las seis alcanzaba los treinta y nueve grados, donde permanecía hasta la medianoche, mientras él daba vueltas, murmuraba y gemía. Al amanecer la fiebre descendía rápidamente por debajo de los valores normales y entonces el enfermo se quejaba de frío y pedía más mantas. Sin embargo, tenía todas las mantas de la casa sobre su cuerpo. Mary calentaba ladrillos en la cocina y los ponía junto a sus pies, envueltos en un paño.
Aquella noche Moses fue hasta la puerta del dormitorio y llamó, como hacía siempre. Ella le miró por la abertura de la cortina de arpillera bordada.
– ¿Qué quieres? -preguntó.
– Madame debe acostarse en esta habitación esta noche. Yo quedarme con el amo.
– No -replicó ella, pensando en la larga noche de íntima vigilia con el nativo-. Tú te vas a dormir a tu cabaña y yo me quedaré con el amo.
Él se acercó a la cortina y ella retrocedió un poco, para evitar su proximidad. Vio que llevaba en la mano un saco de maíz doblado, seguramente lo que necesitaba para pasar la noche.
– No, Madame tiene que dormir -dijo-. Estar cansada, ¿verdad?
Mary sentía agotamiento, pero insistió con voz dura y nerviosa:
– No, Moses, debo quedarme.
Él fue hacia la pared y colocó cuidadosamente su saco en un espacio entre los dos armarios; entonces se enderezó e inquirió, ofendido y en tono de reproche:
– Madame piensa que yo cuidar mal al amo, ¿eh? Yo también estar enfermo a veces. No dejar que se destape, ¿eh? -Se acercó a la cama, pero no demasiado, y miró el rostro encendido de Dick-. Yo darle bebida cuando despierte, ¿eh?
Y la voz, entre dolida e irónica, volvió a desarmarla. Le miró un instante a la cara, evitando sus ojos, y desvió en seguida la mirada. Pero no quería dar la impresión de que temía mirarle y dirigió la vista hacia su mano, aquella mano grande de palma rosada que pendía junto a su cuerpo. Moses volvió a insistir:
– ¿Madame pensar que yo no cuidar bien al amo? Ella titubeó y luego repitió con nerviosismo:
– No, pero debo quedarme.
Como si el nerviosismo y la vacilación hubieran sido respuesta suficiente, el hombre se inclinó y alisó las mantas del enfermo.
– Si el amo muy grave, yo avisar a Madame -la tranquilizó.
Le vio ante la ventana, tapando el cuadrilátero de cielo estrellado, cruzado por el follaje, esperando que ella se fuera.
– Si no descansar Madame también caer enferma -añadió.
Mary fue a su armario y sacó el abrigo. Antes de abandonar la habitación, dijo, para reafirmar su autoridad:
– Llámame si se despierta.
Se dirigió instintivamente a su refugio, el sofá de la sala, donde pasaba tantas horas del día, y se sentó en un extremo. No soportaba la idea de que aquel negro pasara toda la noche en la habitación contigua, tan cerca de ella, con una delgada pared de ladrillo por toda separación.
Al cabo de un rato se puso un almohadón detrás de la cabeza y se echó, después de taparse los pies con el abrigo. Era una noche sofocante y el aire de la pequeña estancia apenas se movía. La débil llama de la lámpara del techo estaba-muy baja y emitía un pequeño e íntimo resplandor que enviaba arcos de luz a la oscuridad del techo, iluminando un canalón de metal ondulado y una viga. En la habitación sólo había un delgado círculo amarillo sobre la mesa; todo lo demás estaba sumido en la penumbra, sólo se veían formas vagas y alargadas. Mary volvió un poco la cabeza para ver las cortinas de la ventana; no se movían y cuando escuchó, aguzando el oído, los pequeños ruidos nocturnos de la selva sonaron de repente tan altos como su propio corazón palpitante. Un ave gritó una vez desde los árboles que se alzaban a pocos metros de distancia, y los insectos chirriaban. Oyó el movimiento de las ramas como si algo pesado se abriera camino entre ellas, y pensó atemorizada en los árboles bajos que acechaban en torno a la casa. Nunca se había acostumbrado a la selva, jamás se había sentido a gusto en ella. Después de tantos años, todavía se alarmaba al pensar en el misterioso veld, donde se movían pequeños animales y hablaban pájaros desconocidos. Se despertaba a menudo por las noches y pensaba en la minúscula casa de ladrillos como en una concha frágil que podía desmoronarse bajo la presencia de la selva hostil. A veces imaginaba que, si abandonaban el lugar, una estación húmeda engulliría en su fermentación el exiguo espacio desbrozado y haría crecer árboles jóvenes entre los ladrillos y el cemento, de modo que en pocos meses no quedarían más que montones de escombros en torno a los troncos de los árboles.
Yacía, tensa, en el sofá, con todos los sentidos agudizados y temblando como un animalillo acosado vuelto para hacer frente a sus perseguidores. Todo el cuerpo le dolía por la tensión. Escuchó los sonidos de la noche, a su propio corazón y los ruidos de la habitación contigua. Oyó las pisadas secas de unos pies encallecidos sobre la delgada estera, un tintineo de vasos, un murmullo del hombre enfermo. Entonces oyó acercarse las pisadas y un deslizamiento cuando el nativo se sentó sobre el saco, entre los armarios. Estaba allí, justo detrás de la delgada pared, ¡tan cerca que, de no haber los ladrillos, la espalda de él se hallaría a quince centímetros de su cara! Vio con claridad la ancha y musculosa espalda y se estremeció. Tan nítida fue su visión del nativo que creyó oler el tufo cálido y acre de los cuerpos negros. Podía olerlo, acostada allí en la oscuridad. Volvió la cabeza y la hundió en el almohadón.
Durante mucho rato no oyó nada más, sólo una respiración suave y regular. Se preguntó si sería Dick. Pero entonces éste volvió a murmurar algo y cuando el nativo se levantó para arreglarle las mantas', la respiración cesó. Moses volvió a su saco y Mary le oyó de nuevo deslizarse por la pared y en seguida reanudarse la respiración regular. ¡Era él! Oyó varias veces a Dick moverse y llamar con aquella voz pastosa que no era la suya, sino efecto de su delirio, y cada vez el nativo se levantaba para acudir a la cabecera del enfermo. Entre aquellas llamadas, Mary estaba atenta a la suave respiración que, mientras daba vueltas en el sofá, le parecía que procedía de toda la habitación, primero del lado mismo del sofá y después de la tenebrosa esquina opuesta. Sólo podía localizar el sonido cuando se volvía de cara a la pared. Se quedó dormida en aquella posición, como si escuchara a través del ojo de una cerradura.
Fue un sueño inquieto y poco reparador, lleno de pesadillas. Una vez la despertó un movimiento y vio la oscura sombra del hombre apartando las cortinas. Contuvo el aliento, pero al oírla moverse, él la miró y al instante desvió la vista y pasó sin hacer ruido por delante de ella en dirección a la cocina. Sólo salía unos minutos para hacer sus necesidades. Le siguió con la imaginación mientras cruzaba la cocina, abría la puerta y se desvanecía solo en la oscuridad. Entonces volvió a hundir la cara en la almohada, estremeciéndose como cuando había imaginado que olía al nativo. Pensó: «No tardará en volver.» Permaneció muy quieta, fingiendo que dormía. Pero no volvió inmediatamente y al cabo de unos minutos de espera, Mary fue al dormitorio sumido en la penumbra donde Dick yacía inmóvil, con los miembros encogidos. Le tocó la frente; estaba húmeda y fría, de modo que debía ser más de medianoche. El nativo había cogido todas las mantas de una silla para amontonarlas sobre el enfermo. Ahora las cortinas se movieron detrás de ella y una fresca brisa le sopló en la nuca. Cerró la mitad de la ventana más próxima al lecho y se quedó quieta, escuchando el tictac del reloj, muy ruidoso de repente. Se inclinó para mirar la esfera ligeramente luminosa y vio que aún no eran las dos; sin embargo, tenía la impresión de que habían pasado muchísimas horas. Oyó un ruido a sus espaldas y, como si fuera culpable de algo, se apresuró a acostarse de nuevo. Entonces oyó las pisadas de Moses en dirección al dormitorio contiguo y le vio mirarla para saber si estaba dormida. Ahora se sentía muy desvelada e incapaz de dormir. Tenía frío, pero no quería levantarse a buscar más mantas. Imaginó de nuevo que olía aquel tufo cálido, y a fin de olvidar aquella sensación volvió la cabeza hacia las cortinas, hinchadas por el fresco aire nocturno. Dick se había tranquilizado y en la habitación contigua ya no se oía más que aquella suave respiración rítmica.
Por fin concilio el sueño, y esta vez tuvo inmediatamente unas horribles pesadillas.
Era una niña y jugaba en un pequeño y polvoriento jardín frente a la casa de madera y hierro con amigos que en su sueño carecían de rostro. Ella ganaba el juego, lo dirigía y ellos la llamaban y le preguntaban cómo se debía jugar. Estaba al sol, junto a los geranios de seca fragancia, con todos los niños a su alrededor. Oyó la voz cortante de su madre, ordenándole que entrara, y abandonó a paso lento el jardín para subir a la veranda. Tenía miedo. Su madre no estaba allí, por lo que entró en la casa. Se detuvo ante la puerta del dormitorio, llena de asco. Vio a su padre, aquel nombre de baja estatura y estómago blando y protuberante, que bromeaba y olía a cerveza y a quien ella detestaba, abrazar a su madre frente a la ventana. Su madre luchaba, fingía protestar y le esquivaba, juguetona. Entonces él se inclinó sobre ella y entonces Mary huyó corriendo.
Después soñó que jugaba, esta vez con sus padres y hermanos, antes de acostarse. Jugaban al escondite y le tocaba a ella taparse los ojos mientras su madre se ocultaba. Sabía que sus hermanos mayores les observaban desde un rincón de la sala; el juego era demasiado infantil para ellos y estaban perdiendo el interés. Se reían de ella porque lo tomaba tan en serio. Su padre le cogió la cabeza y la apretó contra sus piernas con las manos pequeñas y peludas a fin de taparle los ojos, riendo y bromeando a gritos porque su madre tenía que esconderse. Mary aspiró el fuerte olor de la cerveza y -como tenía la cabeza apretada contra la gruesa tela de sus pantalones- el fétido olor masculino que siempre asociaba con él. Luchó para levantar la cabeza, porque casi se ahogaba, pero su padre aumentó la presión, burlándose de su pánico. Y los otros niños también se burlaron. Gritó en el sueño y casi se despertó, ansiosa de abrir los ojos y escapar del terror de la pesadilla.
Pensaba que aún estaba despierta y yacía rígida en el sofá, escuchando atenta la respiración del cuarto contiguo. Pasó mucho rato esperando cada suave expulsión de aire. De pronto se hizo el silencio. Miró con terror creciente a su alrededor, sin atreverse a mover la cabeza por miedo de despertar al nativo que estaba al otro lado de la pared, y con la vista fija en el círculo de luz mortecina que caía sobre la tosca superficie de la mesa. En el sueño adquirió la convicción de que Dick había muerto, de que Dick estaba muerto y el negro esperaba a que ella entrara en la habitación. Se sentó con movimientos lentos, sacando los pies de entre los pesados pliegues del abrigo, intentando controlar su terror y repitiéndose a sí misma que no había nada que temer. Por fin pudo juntar las piernas y bajarlas por el borde del sofá, con cuidado de no hacer ningún ruido. Se sentó, temblorosa, intentando calmarse, hasta que obligó a su cuerpo a ponerse en pie y quedarse en medio de la habitación, donde midió la distancia que la separaba del dormitorio; entonces vio con terror las pieles de animales que cubrían el suelo porque parecían moverse bajo la luz oscilante de la lámpara. La piel de leopardo que había frente al umbral daba la impresión de tomar forma e hincharse y sus pequeños ojos de cristal parecían mirarla con fijeza. Corrió hacia el umbral para huir de ellos. Alargó cautamente la mano para apartar la cortina y echó una mirada al dormitorio. Sólo pudo distinguir la forma de Dick acostado bajo las mantas, pero aunque no vio al africano, sabía que la estaba esperando entre las sombras. Apartó la cortina un poco más y vio una pierna estirada, una pierna de tamaño mayor que el natural, gigantesca. Avanzó unos pasos para verle mejor. En el sueño, sintió irritación y enfado porque el nativo se habla dormido, acurrucado junto a la pared, exhausto tras la larga vigilia. Estaba sentado en la misma posición que le había visto adoptar a veces al sol, con una rodilla doblada y el brazo apoyado en ella, con la palma de la mano hacia arriba y los dedos un poco curvados. La otra pierna, la que había visto primero, estaba extendida y llegaba casi hasta donde ella se encontraba; vio a sus pies la piel gruesa de la planta, llena de duricias y callosidades. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, haciendo resaltar aún más su cuello macizo. Sintió lo mismo que cuando, despierta, esperaba encontrar sin hacer algo del trabajo que le pagaban por llevar a cabo y, después de la inspección, resultaba que todo estaba hecho. Su enojo contra sí misma se convirtió en ira contra el nativo, y volvió a mirar hacia el lecho, donde Dick yacía inmóvil. Pasó por encima de la pierna gigantesca estirada en el suelo y se acercó en silencio al lecho, quedando de espaldas a la ventana. Al inclinarse sobre Dick, sintió en los hombros el aire frío de la noche y se dijo, encolerizada, que el nativo había vuelto a abrir la ventana y causado con ello la muerte de Dick. Éste tenía muy mal aspecto. Estaba muerto, amarillento, con la boca abierta y los ojos fijos. En sueños, extendió la mano para tocarle la piel. La notó fría y sólo experimentó alivio y exaltación. Entonces se arrepintió de su júbilo e intentó sentir la pena que el caso requería. Mientras continuaba observando la inmovilidad de Dick, intuyó que el nativo se había despertado en silencio y la miraba. Sin mover la cabeza, vio por el rabillo del ojo que doblaba la pierna extendida y adivinó que estaba de pie en la sombra y que se acercaba a ella. Tuvo la impresión de que el cuarto era muy grande y de que él se aproximaba lentamente desde una inmensa distancia. Esperó, rígida por el miedo, cubierta por un sudor frío. Se acercaba muy despacio, obsceno y fuerte, y no sólo él, sino también su padre la estaba amenazando. Avanzaban juntos, fundidos en una sola persona, y pudo oler, no el tufo de los nativos, sino el olor de piel sucia de su padre que llenó la habitación con su fetidez, parecido al de un animal; y sintió vértigo y debilidad en las rodillas y las ventanas de la nariz se le dilataron. Consciente sólo a medias, se apoyó en la pared y casi cayó por la ventana abierta. Él se acercó más y la sujetó por un brazo. Oyó la voz del africano consolándola de la muerte de Dick con acento protector; pero al mismo tiempo vio a su padre, horrible y amenazador, tocándola con deseo.
Gritó, sabiendo de repente que estaba dormida y era víctima de una pesadilla. Gritó una y otra vez, desesperadamente, intentando despertarse de aquel horror. Pensó: «Mis gritos asustarán a Dick» y luchó en las arenas movedizas del sueño. Entonces se despertó e incorporó, jadeando. El africano se hallaba en pie a su lado, con los ojos ribeteados de rojo y medio dormido, alargándole una bandeja con el té. La habitación estaba invadida por una espesa luz grisácea y la lámpara, todavía encendida, enviaba hacia la mesa un rayo delgado. Al ver al nativo, palpitante aún en ella el terror de la pesadilla, se refugió en un extremo del sofá, respirando deprisa e irregularmente y observándole en un paroxismo de pavor. Con ademanes torpes, a causa de su somnolencia, él dejó la bandeja sobre la mesita, mientras Mary luchaba por separar el sueño de la realidad.
El hombre dijo, observándola con expresión curiosa:
– El amo estar, dormido.
Y el convencimiento de que Dick yacía muerto en "la habitación contigua se desvaneció. Pero continuó vigilando al negro, suspicaz, sin poder articular una palabra. Vio en el semblante de él sorpresa ante su actitud temerosa y aparecer poco a poco aquella mirada que había visto con tanta frecuencia últimamente, medio sarcástica, especulativa y brutal, como si estuviera juzgándola. De pronto inquirió en voz baja:
– Madame tener miedo de mí, ¿eh?
Era la misma voz del sueño y, al oírla, Mary tembló y sintió debilidad en todos los miembros. Luchó por controlar la propia voz y dijo en un susurro al cabo de unos minutos:
– No, no, no, no te tengo miedo. -Y entonces se enfureció consigo misma por negar algo que ni siquiera tendría que haber admitido.
Le vio sonreír y bajar la mirada hasta sus manos, que temblaban. Dejó vagar los ojos con lentitud hasta su rostro, fijándose en los hombros encogidos y en el cuerpo apoyado pesadamente contra los almohadones. Repitió con acento casual y familiar:
– ¿Por qué Madame tener miedo de mí? Medio histérica, con voz estridente y una risa nerviosa, ella replicó:
– No seas ridículo. No te tengo ningún miedo.
Habló como hubiera hablado a un blanco con el que coqueteara ligeramente. Cuando se oyó pronunciar las-palabras y vio la expresión en el rostro del hombre, estuvo a punto de desmayarse. Le vio dirigirle una mirada larga, lenta e imponderable y después, dar media vuelta y salir del aposento.
Cuando se hubo ido, Mary se sintió liberada de una inquisición. Permaneció débil y temblorosa, pensando en el sueño y tratando de disipar la niebla de terror.
Al cabo de un rato se sirvió un poco de té, derramándolo en el plato. Una vez más, como había hecho en sueños, se obligó a levantarse y entrar en la habitación contigua. Dick dormía tranquilo y parecía estar mejor. Sin tocarle, salió a la veranda, donde se apoyó sobre los helados ladrillos de la balaustrada, inspirando a fondo el fresco aire matutino. Aún no había amanecido. Todo el cielo era claro e incoloro, veteado por rosadas franjas de luz, pero aún reinaba la oscuridad entre los árboles silenciosos. Vio hilillos de humo levantarse de las pequeñas chozas de los peones y recordó que debía ir a tocar el gong para que diera comienzo el trabajo del día.
Durante todo el día permaneció como de costumbre en el dormitorio, viendo cómo Dick mejoraba hora tras hora, aunque aún estaba muy débil y no se encontraba lo bastante bien para dar muestras de irritación.
No fue a los campos y evitó al nativo; se sentía muy poco segura de sí misma y no tenía fuerzas para enfrentarse a él. Cuando se hubo ido después del almuerzo, que era su tiempo libre, entró apresurada en la cocina, preparó casi furtivamente la leche fría para Dick y volvió al dormitorio, mirando hacia atrás como si la persiguieran.
Aquella noche cerró con llave todas las puertas de la casa y se acostó junto a Dick, agradecida, quizá por primera vez en su matrimonio, por su proximidad.
Dick reanudó el trabajo a la semana siguiente.
De nuevo fueron transcurriendo los días, casi empujándose el uno al otro, los largos días que pasaba sola en la casa con el africano mientras Dick trabajaba en sus campos. Mary estaba luchando contra algo que no comprendía. A medida que pasaba el tiempo, Dick era cada vez más irreal para ella, mientras que la idea del africano llegó a hacerse obsesiva. Era una pesadilla: el corpulento negro siempre en la casa con ella, de modo que era imposible escapar de su presencia; aquella idea la obsesionaba y Dick apenas existía para ella.
Desde el momento en que se despertaba por la mañana y veía al nativo inclinado sobre ellos con el té, desviando la mirada de sus hombros desnudos, hasta el momento en que salía de la casa por la noche, Mary no podía relajarse. Hacía sus quehaceres domésticos con una especie de temor, intentando esquivarle; cuando él estaba en una habitación, ella iba a la otra. No quería mirarle, sabía que sería fatal cruzar su mirada con la suya, porque ahora existiría siempre el recuerdo de su miedo y del modo como le había hablado aquella noche. Solía darle las órdenes a toda prisa, con la voz tensa, y abandonar en seguida después la cocina, porque temía oírle hablar con aquel nuevo tono en la voz: familiar, medio insolente y dominante. Estuvo doce veces a punto de decir a Dick: «Tiene que irse», pero nunca se atrevía. Se interrumpía siempre, incapaz de afrontar la cólera que desencadenaría su decisión. Pero se sentía como en el interior de un túnel oscuro, acercándose a algo definitivo, algo que no podía imaginar, pero que la esperaba de forma inexorable e irreversible. Y en la actitud de Moses, en su modo de moverse y hablar, en aquella insolencia íntima, confiada y arrogante, veía que él también estaba esperando. Eran como dos antagonistas a punto de atacarse, mudos ante el encuentro final. Sólo que él era fuerte y estaba seguro de sí mismo, mientras que ella se encontraba debilitada por el miedo, por el tormento de las pesadillas nocturnas y por su obsesión.