37512.fb2 Canta La Hierba - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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Capítulo décimo

Las personas que llevan una vida retirada, ya sea por necesidad o por gusto, y que no se interesan por los asuntos de sus vecinos, sienten siempre cierta inquietud y desazón si se enteran por casualidad de que éstos hablan acerca de ellos. Es como si una persona dormida se encontrara al despertarse rodeada de un círculo de desconocidos mirándole fijamente. Los Turner, que prestaban al «distrito» la misma atención que si hubieran vivido en la luna, se habrían asombrado de haber sabido que durante años habían constituido el principal tema de conversación entre los agricultores más próximos. Incluso aquellos a quienes sólo conocían de nombre o de quienes ni siquiera habían oído hablar, chismorreaban sobre ellos con un conocimiento íntimo debido enteramente a los Slatter. Los Slatter tenían toda la culpa, pero… ¿cómo reprochárselo? Nadie cree de verdad en la malevolencia de los chismes, salvo los que han sufrido por su causa; y si se les hubiera censurado, los Slatter habrían respondido: «No hemos dicho nada más que la verdad», aunque con aquella tímida indignación que ya es de por sí una confesión de culpa. La señora Slatter tendría que haber sido una mujer extraordinaria para permanecer absolutamente imparcial y justa con Mary después de todos los desaires recibidos. Porque había realizado repetidos intentos de «sacar a Mary de su ensimismamiento», según sus propias palabras. Intuyendo su desmesurado orgullo (también ella tenía mucho), la había invitado una y otra vez a fiestas, partidos de tenis o bailes informales. Incluso después de la segunda enfermedad de Dick trató de hacer salir a Mary de su aislamiento; el médico había sido muy claro y cínico sobre el matrimonio Turner. Pero siempre llegaban aquellas escuetas notas de Mary (los Turner no se habían hecho instalar el teléfono, a diferencia de todo el mundo, a causa del gasto) que equivalían a despreciar una mano extendida. Cuando la señora Slatter se encontraba con Mary en la tienda los días de correo, siempre la invitaba, con invariable cortesía, a visitarla cuando quisiera. Y Mary replicaba muy tiesa que lo haría encantada, pero que «Dick estaba muy ocupado aquellos días». Por otra parte, hacía mucho tiempo que nadie había visto a Mary o a Dick en la estación.

«¿Qué hacían?», preguntaba la gente. En casa de los Slatter, todos preguntaban siempre qué hacían los Turner. Y la señora Slatter, cuya cordialidad y paciencia habían acabado por agotarse, estaba dispuesta a contarlo. Por ejemplo, hubo aquella vez que Mary abandonó a su marido… aunque de eso debía hacer ya sus buenos seis años. Charlie Slatter ponía su granito de arena relatando que Mary había llegado sin sombrero y cubierta de polvo, después de andar sola por el veld (pese a ser una mujer), para pedirle que la acompañara a la estación. «¿Cómo iba yo a saber que había dejado a Turner? No me lo dijo; pensé que quería ir de compras y que su marido estaba demasiado ocupado. Y cuando vino Turner, medio loco de ansiedad, tuve que decirle adonde la había llevado. Ella no debió comportarse de aquel modo; no estuvo bien.» A estas alturas, la historia había sido monstruosamente falseada. Mary había huido de Dick en plena noche porque éste le había cerrado la puerta con llave, y había ido a pedir dinero prestado a los Slatter para poder escapar. Dick la había ido a buscar a la mañana siguiente y prometido no volver a maltratarla jamás. Tal era la historia que recorrió el distrito, acompañada de grandes meneos de cabeza y ruidosos chasquidos de lengua. Pero cuando la gente empezó a decir que Slatter había pegado con el látigo a Turner, Charlie se enfadó; aquello era demasiado. Le gustaba Dick, aunque le despreciaba. También le inspiraba lástima. Se dedicó a aclarar el asunto, repitiendo continuamente que Dick tendría que haber dejado marchar a Mary. No habría perdido nada con ello; su huida había sido un golpe de suerte que él no supo aprovechar. Así pues, gracias a Charlie, la historia se volvió del revés: Mary fue condenada y Dick, exonerado. Pero de todo aquel interés y de todas aquellas habladurías, Dick y Mary permanecieron ignorantes, lo cual no es de extrañar, ya que durante años habían vivido encerrados en su granja.

La verdadera razón de que los Slatter, Charlie en particular, continuaran interesados por los Turner era que todavía querían la granja de Dick; más aún que en el pasado. Y, puesto que fue la intervención de Charlie lo que precipitó la tragedia, aunque no se le pueda culpar de ella, es necesario hablar de sus cultivos. Del mismo modo que la Segunda Guerra Mundial produjo los fabulosamente ricos magnates del tabaco, la Primera enriqueció a muchos agricultores gracias a la espectacular subida del precio del maíz. Hasta la Primera Guerra Mundial, Slatter fue pobre; cuando terminó, ya era rico. Y una vez que un hombre se ha hecho rico, si tiene el temperamento de un Slatter, su riqueza aumenta en progresión geométrica. Procuraba no invertir dinero en cultivos, ya que no le ofrecían garantías como inversión; con los beneficios compraba acciones mineras y no introducía en su granja más mejoras que las esenciales para que fuera rentable. Poseía doscientas hectáreas de la tierra oscura mejor y más fértil, que en otros tiempos había producido entre veinticinco y treinta sacos de maíz por cada media hectárea. Año tras año había explotado al máximo aquella tierra, hasta el punto de que ahora sólo obtenía, con suerte, diez sacos por hectárea. Nunca había pensado en abonos. Talaba los árboles (los pocos que quedaban tras el paso de las compañías mineras) para venderlos como leña. Pero ni siquiera una granja tan rica como la suya era inagotable, y aunque ya no necesitaba ganar miles todos los años, su tierra apenas producía y le hacía falta más. Su actitud hacia la tierra era fundamentalmente la misma que la de los nativos a quienes despreciaba; trabajaba una parcela, la explotaba al máximo y pasaba a la siguiente. Y ya había agotado toda la tierra apta para el cultivo. Necesitaba con urgencia la granja de Dick porque las otras colindantes con la suya estaban ocupadas. Sabía con exactitud lo que quería hacer con ella. La granja de Dick tenía un poco de toda: cuarenta hectáreas de aquella magnífica tierra oscura, que no era estéril porque había sido cuidada: una parcela apropiada para tabaco y el resto servía para pasto.

Era el pasto lo que más interesaba a Charlie; no creía en mimar al ganado alimentándolo en invierno. Lo soltaba para que se buscara él mismo el sustento, lo cual estaba muy bien cuando la hierba era buena, pero tenía mucho ganado y los pastos eran exiguos y de mala calidad. Dick representaba, pues, la solución. Hacía años que Charlie elaboraba planes para cuando Dick se arruinara. Sin embargo, Dick se obstinaba en no arruinarse del todo. «¿Cómo lo hace?», preguntaban todos con irritación, porque sabían que nunca obtenía beneficios, que siempre tenía malas cosechas y que no pagaba sus deudas. «Porque viven como cerdos y jamás compran nada», contestaba con aspereza la señora Slatter a quien, a estas alturas, ya no importaba en absoluto lo que pudiera ser de Mary.

Quizá no se habrían indignado ni irritado tanto si Dick hubiera sido consciente de su fracaso. Si hubiera acudido a Charlie en busca de consejo, confesando la propia incapacidad, el asunto habría cambiado. Pero no lo hizo. Continuó con su granja y sus deudas y no prestó la menor atención a Charlie. Un día se le ocurrió a éste que no veía a Dick desde hacía más de un año. «¡Cómo vuela el tiempo!», exclamó la señora Slatter cuando su marido se lo comentó; pero, después de calcularlo, cayeron en la cuenta de que hacía casi dos años; el tiempo, en una granja, tiende a pasar desapercibido. Charlie cogió el coche y visitó a los Turner .aquella misma tarde. Se sentía un poco culpable; siempre se había considerado el mentor de Dick en su calidad de hombre con mucha más experiencia y mayores conocimientos. Se sentía responsable de Dick, a quien había vigilado desde el primer día en que empezó a cultivar su tierra. Mientras conducía, se mantenía atento a cualquier indicio de abandono, pero las cosas no parecían estar mejor ni peor. Había cortafuegos a todo lo largo de los límites, pero sólo podían proteger a la granja de un fuego localizado y de avance lento, no de un gran incendio con el viento a su favor. Los establos de las vacas, aunque no podían llamarse ruinosos, habían sido apuntalados con postes y los techos de paja tenían remiendos; parecían medias zurcidas, con la hierba de diferentes colores y trozos nuevos que llegaban hasta el suelo en desordenadas gavillas. Los caminos necesitaban cunetas; se hallaban en un estado deplorable. La gran plantación de árboles gemíferos que lindaba con la carretera tenía una esquina quemada por un fuego del veld; los árboles aparecían pálidos y espectrales a la fuerte luz amarillenta de la tarde, con las hojas lacias y rígidas y los troncos chamuscados y ennegrecidos.

Todo estaba igual que siempre; destartalado, pero no exactamente en ruinas.

Encontró a Dick sentado sobre una gran piedra junto a los graneros de tabaco, que ahora se usaban como almacén, vigilando a los peones mientras colocaban la cosecha anual de maíz fuera del alcance de las hormigas, en planchas de hierro apoyadas sobre ladrillos. Dick llevaba su gran sombrero de alas flexibles casi sobre la cara y tenía que levantar mucho la cabeza para ver a Charlie, que, a su lado, observaba la marcha de la operación con los ojos entornados, fijándose en que los sacos que contenían el maíz estaban tan viejos y podridos que seguramente no durarían hasta el fin de la estación.

– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó Dick con su habitual cortesía, un poco cauta. Pero su voz sonó insegura, como si apenas la usara, y sus ojos, que miraban, entornados, desde la sombra del sombrero, revelaban inquietud y ansiedad.

– Nada -respondió bruscamente Charlie, lanzándole una lenta ojeada de irritación-. Sólo he vertido a saber cómo le va. Hace meses que no nos vemos.

No hubo ninguna respuesta. Los nativos ya terminaban el trabajo. El sol se había puesto, dejando una estela roja sobre las colinas, y el crepúsculo avanzaba por los campos desde los bordes de los chaparrales. Las chozas de los peones, visibles entre los árboles a unos centenares de metros como un grupo de formas cónicas, humeaban ligeramente y detrás de los oscuros troncos ardía un pequeño rescoldo de fuego. Alguien tocaba un tambor; el monótono tam-tam anunciaba el final de la jornada. Los peones se echaban las deshilachadas chaquetas a los hombros y se alejaban por el borde de los campos.

– Bueno -dijo Dick, levantándose con un movimiento rígido y doloroso-, ya ha pasado otro día.

Le sacudió un estremecimiento. Charlie le examinó con atención: manos grandes y trémulas, delgadas como husos; hombros estrechos y encogidos que se movían con un ligero temblor. Y hacía un calor sofocante; la tierra despedía tórridas vaharadas y el resplandor rojizo del cielo caldeaba el aire.

– ¿Tiene fiebre? -inquirió.

– No, no creo. La sangre se aclara con el paso de los años.

– A usted le aqueja algo más que eso -replicó Charlie, que parecía hallar cierto placer personal en el hecho de que Dick tuviera fiebre. Sin embargo, le miró con expresión cordial y mantuvo vuelto hacia él el rostro grande y mal afeitado, de facciones pequeñas y chatas-. ¿Tiene fiebre a menudo? ¿Desde que le traje al matasanos?

– Sí, últimamente me siento febril con bastante frecuencia -respondió Dick-. Al menos una vez al año y el pasado la tuve dos veces.

– ¿Su esposa le cuida?

En el semblante de Dick apareció una expresión preocupada.

– Sí -contestó.

– ¿Cómo se encuentra?

– Más o menos igual.

– ¿Ha estado enferma?

– No, enferma no, pero no se encuentra demasiado bien. Parece nerviosa y agotada. Ha pasado demasiado tiempo en la granja. -Y en seguida, como si no pudiera callarlo ni un momento más-: Estoy terriblemente preocupado por ella.

– Pero, ¿qué le ocurre?

Charlie hablaba con voz neutral, pero sin apartar la mirada del rostro de Dick. Los dos hombres seguían a la sombra de la alta silueta del granero; un olor húmedo y dulzón salía por la puerta abierta: el olor del maíz recién molido. Dick cerró la puerta, colgada a medias de los goznes, levantándola con el hombro y luego dejó caer la aldaba. En la pestaña triangular de la aldaba había un tornillo clavado; un hombre fuerte habría podido arrancarla con facilidad.

– ¿Sube a la casa? -preguntó a Charlie, que asintió y preguntó a su vez:

– ¿Dónde está su coche?

– Oh, ahora voy andando.

– ¿Lo ha vendido?

– Sí. Costaba demasiado de mantener. Cuando necesito algo, envío la carreta a la estación.

Subieron al enorme automóvil de Charlie, que se tambaleaba y daba tumbos por los estrechos caminos llenos de baches. Ahora que Dick no tenía automóvil, la hierba volvía a crecer en ellos.

Entre el altozano cubierto de árboles donde se encontraba la casa y el lugar donde se levantaban los graneros, rodeados de chaparrales, se veían tierras que no habían sido cultivadas. Daba la impresión de que se habían dejado en barbecho, pero Charlie, mirándolas con atención a la luz del crepúsculo, distinguió entre la hierba y los arbustos algunos delgados tallos de maíz. Al principio pensó que las semillas habían ido a parar allí por casualidad, pero parecían plantadas a intervalos regulares.

– ¿Qué es aquello? -preguntó-. ¿Una idea nueva?

– He experimentado con una idea americana.

– ¿De qué se trata?

– El tipo dijo que no es necesario arar ni cultivar. La idea es plantar el grano entre la vegetación natural y dejar que crezca.

– No salió bien, ¿eh?

– No -respondió Dick con voz átona-. No me molesté en recolectarlo, pensé que lo mejor era dejarlo ahí para que hiciera algún bien a la tierra… -Su voz se perdió en el vacío.

– Un experimento -repitió Charlie. Era significativo que no estuviera exasperado ni furioso. Parecía indiferente y, sin embargo, miraba de vez en cuando a Dick con curiosidad y cierta desazón. Éste tenía el semblante crispado-. ¿Qué me decía acerca de su esposa?

– Que no está bien.

– Ya, pero, ¿qué tiene?

Dick tardó en contestar. Dejaron el vlei, donde el resplandor dorado del atardecer persistía en las hojas, para adentrarse en los chaparrales, donde reinaba una penumbra densa. El gran automóvil trepaba por la colina, que era empinada, con el capó apuntando al cielo.

– No lo sé -contestó Dick al fin-. Ha cambiado últimamente. A veces creo que está mucho mejor. Con las mujeres nunca se sabe. Pero no es la misma.

– ¿En qué aspecto? -insistió Charlie.

– Bueno, por ejemplo, cuando llegó a la granja tenía más vida. Ahora nada parece importarle, nada en absoluto. Se sienta y permanece inactiva; ya no se dedica a criar pollos ni nada por el estilo. Ya sabe que antes ganaba una cantidad mensual con sus gallinas. Y tampoco le importa lo que hace el boy en la casa. Antes me volvía loco con sus constantes reprimendas; no hacía más que reñirlos. Ya sabe cómo se vuelven las mujeres cuando han estado demasiado tiempo en una granja. Pierden el control.

– Ninguna mujer sabe tratar a los negros -convino Charlie.

– Pues ahora esto me preocupa -confesó Dick, riendo con tristeza-. Me gustaría que volviera a reñirle.

– Escuche, Turner -dijo Charlie de repente-. ¿Por qué no deja este asunto y se marcha de aquí? El lugar no le sienta bien a usted ni a su esposa.

– Oh, vamos tirando.

– Está enfermo, muchacho.

– Me encuentro muy bien.

Se detuvieron delante de la casa. Dentro había una luz encendida, pero Mary no apareció. Se encendió otra luz en el dormitorio y Dick fijó los ojos en ella.

– Se ha ido a cambiar de vestido -observó, visiblemente complacido-. Hace mucho tiempo que no nos visitaba nadie.

– ¿Por qué no me la vende? Le pagaré un buen precio.

– ¿Y a dónde iba a ir? -preguntó Dick, asombrado.

– A la ciudad. Deje la tierra; no sirve para ella. Consiga un empleo fijo en cualquier parte.

– Aquí me defiendo -dijo Dick, resentido.

En la veranda, a contraluz, apareció la delgada silueta de una mujer. Los dos hombres se apearon del coche y fueron hacia ella.

– Buenas tardes, señora Turner.

– Buenas tardes -contestó Mary.

Charlie la examinó con atención cuando estuvieron dentro de la habitación iluminada, con más atención de la normal porque le chocó su modo de decir «Buenas tardes». Ella permaneció quieta y vacilante frente a él; una mujer flaca y reseca, de cabellos desteñidos por el sol, que le caían en desorden a ambos lados del rostro demacrado, con el resto recogido en la coronilla por una cinta azul. El cuello delgado y amarillento sobresalía de un vestido que al parecer acababa de ponerse, de algodón color fresa con volantes; y de sus orejas colgaban unos pendientes largos y rojos como confites que oscilaban y le golpeaban el cuello con breves sacudidas. Sus ojos azules, que en otro tiempo proclamaran a quienquiera que se tomara la molestia de mirarlos, que Mary Turner no era realmente «tiesa», sino tímida, orgullo-sa y sensible, brillaban con una luz nueva.

– ¡Vaya, buenas tardes! -exclamó con voz de adolescente-. Señor Slatter, hacía mucho tiempo que no teníamos el placer de verle. -Y se echó a reír, encogiendo un hombro en una horrible parodia de la coquetería.

Dick desvió la mirada, sufriendo, y Charlie la miró fijamente, con grosería, hasta que por fin ella se ruborizó y volvió la cabeza.

– No gustamos al señor Slatter-informó a Dick en tono frivolo-; de lo contrario, nos visitaría más a menudo.

Se sentó en un extremo del viejo sofá, que ya era una masa informe de concavidades y protuberancias, cubierto por una descolorida tela azul.

Charlie, con los ojos fijos en aquella tapicería, preguntó:

– ¿Cómo va la tienda?

– La cerramos porque no era rentable -respondió Dick con brusquedad-. Poco a poco vamos ".consumiendo las existencias.

Charlie miró los pendientes de Mary y la tapicería del sofá, que era de la tela que se vendía siempre a los nativos, azul, con un estampado de mal gusto, que ya es una tradición en Sudáfrica, tan propia de las «tiendas cafres» que Charlie se escandalizó al verla en casa de un blanco. Miró a su alrededor con el ceño fruncido. Las cortinas estaban rotas; el cristal de una ventana tenía una grieta tapada con papel; otro cristal estaba resquebrajado, pero ya no tenía ningún remiendo; el descuido y el deterioro de la habitación eran indescriptibles. En cambio, por doquier se veían trozos de género de la tienda, mal confeccionados, cubriendo el respaldo de una silla o envolviendo el cojín de un asiento. Charlie podría haber pensado que aquella pequeña prueba del deseo de guardar las apariencias era una buena señal, pero había perdido todo su tosco y a veces brutal buen humor y estaba silencioso y ceñudo.

– ¿Quiere quedarse a cenar? -preguntó al fin Dick.

– No, gracias -contestó Charlie, pero en seguida la curiosidad le hizo cambiar de opinión-. Sí, me quedaré.

Sin darse cuenta, los dos hombres hablaban como si estuvieran en presencia de una inválida; pero Mary se puso en pie de un salto y gritó desde el umbral:

– ¡Moses! ¡Moses!

Entonces, como el nativo no aparecía, se volvió y les sonrió como una tímida anfitriona:

– Perdóneme, ya sabe cómo son estos boys.

Salió. Los dos hombres guardaron silencio. Dick tenía el rostro vuelto y Charlie, que nunca se había convencido de la necesidad del tacto, le miraba con fijeza, como tratando de obligarle a ofrecer alguna explicación de los hechos.

La cena, servida por Moses, consistió en una bandeja con té, un poco de pan y mantequilla rancia y un trozo de carne fría. Ni una sola pieza de la vajilla estaba entera y Charlie notó grasa en el cuchillo que sostenía en la mano. Comió con repugnancia, sin esforzarse por ocultarlo, mientras Dick guardaba silencio y Mary hacía observaciones bruscas e incoherentes sobre el tiempo con una terrible afectación, agitando los pendientes, retorciendo los delgados hombros y mirando a Charlie con coquetería.

Charlie no reaccionaba a todo aquello, diciendo sólo: «Sí, señora Turner», «No, señora Turner» y mirándola fríamente, con ojos llenos de antipatía y desprecio.

Cuando el nativo fue a levantar la mesa ocurrió un incidente que le hizo apretar los dientes y palidecer de ira. Hablaban ante los sórdidos restos de la cena mientras el boy se movía en torno a la mesa, recogiendo- con desgana los platos. Charlie no se había fijado siquiera en él y entonces Mary preguntó:

– ¿Le apetece un poco de fruta, señor Slatter? Moses, trae las naranjas, ya sabes donde están.

Charlie alzó la vista, moviendo lentamente las mandíbulas para masticar la comida que tenía en la boca, para mirarla con ojos brillantes y atentos; le había chocado el tono de la voz de Mary al hablar al nativo; era la misma entonación coqueta con que hablaba al dirigirse a él.

El nativo replicó con indiferente grosería:

– Naranjas acabarse.

– Sé que no se han acabado. Quedaban dos. Lo sé seguro. -Mary miraba al boy con ojos suplicantes, en tono casi confidencial.

– Naranjas acabarse -repitió el boy con la misma voz indiferente, pero con cierto matiz de satisfacción, de poder consciente que dejó pasmado a Charlie. Literalmente, se había quedado sin habla. Miró a Dick, que tenía la vista fija en sus manos; era imposible saber qué pensaba o si se había dado cuenta de algo. Miró a Mary: su piel arrugada y amarillenta mostraba un feo rubor bajo los ojos y la expresión del semblante era sin duda alguna de temor. Parecía haber comprendido que Charlie había notado algo, pues no dejaba de lanzarle miraditas culpables mientras sonreía.

– ¿Cuánto tiempo hace que tienen a este boy? -inquirió por fin Charlie, indicando a Moses con la cabeza; éste, de pie en el umbral, sosteniendo la bandeja, escuchaba sin disimulo. Mary miró a Dick, sin saber qué contestar, y Dick respondió con voz átona:

– Unos cuatro años, me imagino.

– ¿Por qué lo conservan?

– Es un buen muchacho -contestó Mary, meneando la cabeza- y trabaja bien.

– Pues no lo parece -replicó Charlie con brusquedad, desafiándola con la mirada. Pero ella la esquivó, inquieta, con un destello de secreta satisfacción en los ojos que enfureció a Charlie.

– ¿Por qué no se deshace de él? ¿Por qué permite que le hable de este modo?

Mary no respondió. Había vuelto la cabeza y miraba por encima del hombro hacia el umbral donde Moses seguía escuchando; y en su rostro se leía una absorción tan extraña que Charlie gritó de repente al nativo:

– Vete de aquí. Sigue con tu trabajo.

El robusto nativo desapareció, obedeciendo la orden al instante. Y entonces reinó el silencio. Charlie esperaba oír de labios de Dick algo que demostrara que no se había inhibido del todo, pero éste mantenía la cabeza baja y su semblante revelaba un sufrimiento mudo. Por fin Charlie apeló directamente a él, haciendo caso omiso de Mary, como si no estuviera presente.

– Despida a ese boy -dijo-. Despídalo, Turner.

– A Mary le gusta -fue la lenta y blanda respuesta.

– Salgamos afuera. Quiero hablarle.

Dick levantó la cabeza y miró a Charlie con resentimiento; detestaba ser obligado a fijarse en algo que prefería ignorar. Pero obedeció, se puso en pie y siguió a Charlie. Los dos hombres bajaron los peldaños de la veranda y caminaron hasta la sombra de los árboles.

– Tienen que marcharse de aquí -dijo escuetamente Charlie.

– ¿Cómo hacerlo? -preguntó Dick con apatía-. ¿Cómo puedo marcharme si aún tengo deudas? -Y en seguida, como si sólo fuera una cuestión de dinero, añadió-: Conozco a otros que no se preocupan por ello. Conozco a muchos granjeros que están en mi misma situación y que compran coches y se van de vacaciones. Pero yo no puedo hacerlo, Charlie. No soy así.

– Le compraré la granja y puede quedarse para dirigirla, Turner -propuso Charlie-. Pero antes tiene que tomarse unas vacaciones, por lo menos de seis meses. Tiene que sacar de aquí a su mujer.

Habló como si no admitiera la posibilidad de una negativa; estaba tan impresionado que había olvidado su propio interés. No le movía siquiera un sentimiento de piedad hacia Dick. Simplemente obedecía el dictado de la primera ley de los blancos en Sudáfrica: «No dejarás que tus iguales los blancos desciendan más allá de cierto nivel; porque, si lo haces, el negro pensará que no sois mejores que él.» La emoción más fuerte de una sociedad fuertemente organizada hablaba en su voz y con ella venció la resistencia de Dick, porque, después de todo, había pasado en el país toda su vida, estaba minado por la vergüenza y sabía lo que se esperaba de él y que había fracasado. Pero no podía aceptar el ultimátum de Charlie. Sentía que éste le estaba pidiendo que renunciara a la propia vida, que para él era la granja y su propiedad.

– Compraré el lugar tal como está y le daré lo suficiente para que pague sus deudas. Contrataré a alguien que lo dirija hasta que usted regrese de la costa. Tiene que estar fuera por lo menos seis meses, Turner. No importa adonde vaya; me ocuparé de que le llegue el dinero. No puede continuar así, es algo que no admite discusión.

Pero Dick no cedió con tanta facilidad, luchó durante cuatro horas. Durante cuatro horas debatieron el tema, andando arriba y abajo a la sombra de los árboles.

Charlie se fue sin volver a entrar en la casa y Dick regresó a ella a paso lento, casi tambaleándose, como si hubiera perdido toda su vitalidad. Ya no sería dueño de la granja, sino que estaría a las órdenes de otro hombre. Mary seguía sentada en un extremo del sofá; ya no quedaba rastro de la actitud que había asumido en presencia de Charlie para guardar las apariencias y causar una buena impresión. No miró a Dick cuando éste entró en la sala; a veces pasaba días enteros sin hablarle. Era como si no existiera para ella; parecia estar muy lejos, inmersa en un sueño profundo y misterioso. Sólo se animaba y sólo se fijaba en lo que hacía cuando el nativo entraba en la habitación para realizar alguna tarea. Entonces no le quitaba los ojos de encima. Pero Dick no sabía qué significaba aquello ni quería saberlo; ya no tenía fuerzas para abordar aquel tema.

Charlie Slatter no perdió tiempo. Recorrió todas las granjas del distrito, buscando a alguien que quisiera hacerse cargo de la granja de los Turner durante unos meses. No daba explicaciones; era muy reticente; sólo decía que estaba ayudando a Turner a llevarse a su esposa una temporada. Por fin le hablaron de un muchacho recién llegado de Inglaterra que buscaba trabajo. A Charlie no le preocupaba la identidad del sujeto; cualquiera serviría; el asunto era demasiado urgente. Viajó él mismo a la ciudad para encontrarle. El muchacho no le impresionó en ningún aspecto, era el tipo comente de inglés educado y lacónico que hablaba con afectación, como si tuviera la boca llena de perlas. Hizo con él el viaje de vuelta y le dijo muy pocas cosas porque no sabía qué decirle. Convinieron en que se haría cargo de la granja inmediatamente, dentro de una semana, con objeto de que los Turner pudieran irse a la costa; Charlie se encargaría del dinero y le diría cuál debía ser su trabajo en la granja; tal era el plan. Pero cuando visitó a Dick para decírselo, se encontró con que, si bien éste ya estaba reconciliado con la idea de marcharse, no podía decidirse a partir de forma tan inmediata.

Charlie, Dick y el muchacho, Tony Marston, estaban en medio de un campo; Charlie, acalorado, colérico e impaciente (porque no soportaba ver frustrados sus planes), Dick, triste y obstinado y Marston, sensible a la situación e intentando pasar desapercibido.

– Maldita sea, Charlie, ¿por qué echarme de una patada? ¡He vivido aquí quince años!

– Por el amor de Dios, hombre, nadie le echa de una patada. Pero quiero que se marche antes de que… debe marcharse cuanto antes. Usted mismo tendría que darse cuenta de ello.

– ¡Quince años! -repitió Dick, con el rostro moreno y delgado encendido por la excitación-. ¡Quince años!

Se agachó, cogió sin saber lo que hacía un puñado de tierra y la sostuvo en la mano como si proclamara que le pertenecía. Fue un g^sto absurdo y en el rostro de Charlie apareció una sonrisa burlona.

– Pero, Turner, no se va para siempre.

– Ya no será mía -dijo Dick con voz entrecortada. Dio media vuelta, sin abrir el puño lleno de tierra. Tony Marston se apartó, fingiendo inspeccionar el estado del campo; no quería ser testigo inoportuno de aquella pesadumbre. Charlie, que carecía de semejantes escrúpulos, miró con impaciencia el semblante crispado de Dick, aunque no sin cierto respeto,, inspirado por la emoción que era incapaz de comprender. Orgullo de posesión, sí, aquello lo entendía, pero no aquel apego apasionado a la tierra como tal. No lo comprendía, pero suavizó la voz.

– Será como si lo fuera. No tocaré su granja. Cuando vuelva, puede seguir haciendo lo que quiera con ella. -Habló con su habitual jovialidad un poco ruda.

– Una limosna -murmuró Dick con voz remota y afligida.

– No es una limosna. "La compro para hacer un negocio, porque necesito los pastos. Uniré mi ganado al suyo y usted puede seguir cultivando lo que quiera.

Sin embargo, pensaba que en efecto era una limosna e incluso estaba asombrado de sí mismo por aquella rotunda traición a sus principios comerciales. En las mentes de los tres hombres, la palabra «caridad» campeaba en letras negras, oscureciendo todo lo demás. Y todos se equivocaban. Era un acto de conservación instintivo. Charlie luchaba para evitar que se añadiera otro recluta al creciente ejército de blancos pobres, que escandalizan más a los blancos respetables (aunque no sean patéticos, porque se les odia y desprecia más que compadece por su traición a las normas de los blancos) que todos los millones de negros hacinados en los suburbios o en las exiguas reservas de su propio país.

Por último, después de muchas discusiones, Dick, accedió a marcharse a final de mes, cuando hubiera enseñado a Tony cómo quería que se hicieran las cosas en «sus» tierras. Charlie hizo una pequeña trampa y reservó los billetes de tren para dentro de tres semanas. Tony volvió a la casa con Dick, agradablemente sorprendido de haber encontrado trabajo a los dos meses de haber llegado al país. Le asignaron una choza de techumbre de paja y paredes de barro que se levantaba en la parte trasera de la casa. Había servido de almacén, pero ahora estaba vacía. El suelo continuaba salpicado de granos de maíz que habían escapado a la escoba; en las paredes se veían túneles hormigueros de finos gránulos rojos a los que no había llegado el cepillo. Charlie suministró una cama de hierro y el restante mobiliario era un armario hecho con cajas cubiertas por una cortina de aquella fea tela azul de los nativos y un espejo sobre una palangana que descansaba encima de una caja de embalaje. Nada de aquello preocupaba a Tony en lo más mínimo. Se hallaba en un exaltado estado de ánimo, en plena efervescencia romántica, y detalles como mala comida o colchones incómodos no le importaban en absoluto. Las incomodidades que le hubieran chocado en su propio país se le antojaban allí emocionantes indicaciones de una diferente escala de valores.

Tenía veinte años. Su educación había sido buena y convencional y su única perspectiva de futuro, un empleo en la fábrica de su tío. Estar sentado en una oficina no era su idea de la vida y había elegido Sudáfrica como su hogar porque un primo lejano había ganado cinco mil libras el año pasado cultivando tabaco. Se proponía hacer lo mismo, o una versión mejorada, si podía, pero entretanto tenía que aprender. Lo único que no le gustaba de aquella granja era que no tenía campos de tabaco, pero seis meses a cargo de una variedad de cultivos serían una buena experiencia para él. Le inspiraba lástima Dick Turner, porque era a todas luces muy desgraciado, pero incluso esta tragedia le parecía romántica; la veía de una forma impersonal, como un síntoma de la creciente capitalización de la agricultura en todo el mundo, una de cuyas consecuencias sería la desaparición de los pequeños agricultores en beneficio de los grandes. (Como él se proponía ser uno de estos últimos, la tendencia no le inquietaba). Como aún no se había ganado nunca la vida, pensaba enteramente en abstracto. Por ejemplo, tenía las ideas «progresivas» convencionales sobre la discriminación racial, el progresismo superficial del idealista que rara vez sobrevive a un conflicto en el que juegue el propio interés. Había traído consigo una caja llena de libros, que amontonó en torno a la pared circular de su choza; libros sobre la cuestión del color, sobre Rhodes y Kruger, sobre agricultura, sobre la historia del oro. Pero una semana después cogió uno de ellos y encontró el lomo devorado por las hormigas blancas, así que volvió a meterlos en la caja y no los miró más. Un hombre no puede trabajar doce horas al día y estar después lo bastante fresco para el estudio.

Comía con los Turner y se esperaba de él que en un mes acumulara los conocimientos suficientes para mantener el lugar en funcionamiento hasta el regreso de Dick. Pasaba todo el día con éste en los campos, levantándose a las cinco y acostándose a las ocho. Se interesaba por todo, estaba bien informado, era ingenuo, alegre, en suma, un compañero encantador. O tal vez Dick le habría calificado como tal de haberle conocido diez años antes. En su situación actual, no era capaz de reaccionar a nada y cuando Tony se embarcaba en una plácida discusión sobre el entrecruzamiento de razas, por ejemplo, o los efectos de la discriminación racial en la industria, se daba cuenta en seguida de que Dick tenía la mirada fija, perdida en el vacío. En presencia de Tony, lo único que importaba a Dick era pasar aquellos últimos días sin perder del todo la propia dignidad desmoronándose y negándose a marcharse. Y sabía que debía marcharse. No obstante, sus sentimientos eran tan violentos, se sentía tan desgraciado, que a veces tenía que reprimir dementes impulsos de prender fuego a la alta hierba y contemplar cómo las llamas destruían el veld que conocía hasta el punto de que cada mata, cada árbol era un amigo personal; o de derribar la casita que había construido con sus propias manos y en la que había vivido tanto tiempo. El hecho de que otra persona diese órdenes allí, cultivase su tierra y quizá destruyera su trabajo le parecía una violación.

En cuanto a Mary, Tony apenas la veía. Sentía inquietud cuando tenía tiempo de pensar en aquella mujer extraña, silenciosa y reseca que parecía haberse olvidado de hablar. De pronto daba muestras de comprender que debía hacer un esfuerzo y su conducta se volvía aún más extraña y torpe. Hablaba unos momentos con una animación grotesca que impresionaba a Tony y le llenaba de turbación. Sus movimientos no guardaban relación con sus palabras. Interrumpía de improviso una de las lentas y pacientes explicaciones de Dick sobre un arado o un buey enfermo con una observación cualquiera sobre la comida (que Tony encontraba repugnante) o sobre el calor en aquella época del año. «Me gusta tanto la llegada de las lluvias», decía con una risita y se sumía de nuevo en uno de sus estériles silencios. Tony empezó a pensar que no estaba del todo cuerda. Sin embargo, comprendía que la pareja había pasado muchas privaciones y, en cualquier caso, vivir allí solos durante tanto tiempo era motivo más que suficiente para volver extraño a cualquiera.

El calor que hacía en la casa era tan grande, que no podía comprender cómo ella lo había resistido. Siendo un recién llegado, el calor le afectaba mucho, pero se alegraba cuando salía de aquel horno de tejado de hojalata donde el aire parecía coagularse en capas de calor pegajoso. Aunque su interés por Mary era limitado, se le ocurrió pensar que se iba de vacaciones por primera vez en muchos años y que sería lógico ver en ella algunos síntomas de entusiasmo. Sin embargo, que él supiera, no hacía el menor preparativo para la marcha y ni siquiera la mencionaba. Aunque pensándolo bien, tampoco Dick hablaba de ella.

Una semana antes del día fijado para la partida, Dick preguntó a Mary durante el almuerzo:

– ¿Y si hicieras el equipaje?

Ella asintió, después de hacerse repetir la pregunta dos veces, pero no contestó nada.

– Tienes que hacer las maletas, Mary -insistió Dick con la voz tranquila y desanimada con que siempre se dirigía a ella. Pero cuando él y Tony volvieron por la noche, no había hecho nada. Una vez quedó despejada la mesa de los platos de la grasicnta cena, Dick bajó las cajas y empezó a llenarlas. Al verle, ella le ayudó, pero antes de que pasara media hora ya le había dejado solo en el dormitorio y había ido a sentarse en el sofá.

«Una crisis nerviosa grave», diagnosticó Tony, que en aquel momento se iba a la cama. Tenía la clase de mente que encuentra alivio en dar un nombre a las cosas; la frase era una apología de Mary, que la absolvía de toda crítica. Una «crisis nerviosa grave» era algo que podía tener cualquier persona; de hecho, la mayoría la padecía en uno u otro momento de su vida. La noche siguiente, Dick continuó haciendo el equipaje hasta que todo estuvo listo.

– Cómprate un poco de tela y hazte algunos vestidos -dijo a Mary con timidez, porque se había dado cuenta al recoger sus cosas que no tenía, literalmente, «nada que ponerse». Ella asintió ysacó de un cajón unos metros de algodón floreado procedente de las existencias de la tienda. Empezó a cortarlo y de pronto se inmovilizó, inclinada sobre el género, silenciosa, hasta que Dick la tocó en el hombro para que se despertara y fuera con él a acostarse. Tony, que presenció la escena, sintió lástima de los dos. Había llegado a sentir mucho afecto por Dick; sus sentimientos hacia él eran sinceros y personales. En cuanto a Mary, le inspiraba piedad; ¿qué podía decirse de una mujer que estaba siempre ausente? «Un caso para un psicólogo», pensó, intentando tranquilizarse. En realidad, tampoco a Dick le sentaría mal un tratamiento. El pobre hombre estaba destrozado, temblaba continuamente y tenía el rostro tan demacrado que la estructura ósea se transparentaba bajo la piel. Ya no podía trabajar, pero insistía en pasar todas las horas de luz en los campos y a duras penas consentía en abandonarlos cuando oscurecía. Tony tenía que llevárselo a la fuerza, su tarea era ya casi la de un enfermero y estaba deseando que llegara el momento de la marcha de los Turner.

Tres días antes de que se fueran, Tony pidió permiso para quedarse en la choza aquella tarde porque no se encontraba muy bien. Un poco de insolación, quizás; le dolía mucho la cabeza y también los ojos y sentía náuseas en la boca del estómago. No fue a comer a la casa, permaneciendo acostado en la choza que, pese a ser caliente, se antojaba fresca en comparación con el horno que era la casa. A las cuatro de la tarde se despertó de un sueño intranquilo, muy sediento. La botella de whisky, que solía estar llena de agua potable, se hallaba vacía; el boy había olvidado llenarla de nuevo. Tony salió al resplandor amarillento del exterior y se dirigió a la casa en busca de agua. La puerta trasera estaba abierta y entró sin hacer ruido, temeroso de despertar a Mary, de quien sabía que hacía la siesta todas las tardes. Cogió un vaso de un estante, lo secó con cuidado y fue a la sala a buscar el agua. Sobre la repisa que servía de aparador había un filtro de barro vidriado. Tony levantó la tapa y miró hacia dentro: el filtro estaba lleno de lodo amarillento, pero el agua salía clara del pequeño grifo, aunque sabía a humedad y estaba tibia. Bebió dos vasos y, después de llenar su botella, se volvió para irse. La cortina que separaba la sala del dormitorio estaba descorrida y podía verse el interior. La sorpresa le inmovilizó. Mary se hallaba sentada sobre una caja de velas invertida ante un espejo clavado en la pared. Vestía unas enaguas de color rosa bastante subido que contrastaba con el tono amarillo de los hombros huesudos. A su lado estaba Moses y, mientras Tony les observaba, ella se levantó y estiró los brazos para que el nativo le pusiera el vestido desde atrás. Entonces volvió a sentarse y se ahuecó el cabello de la nuca con ambas manos, con el ademán de una mujer hermosa enamorada de su belleza. Moses le abrochaba el vestido y ella miraba hacia el espejo. La actitud del nativo era la de una indulgente complacencia. Cuando hubo terminado de abrocharla, se apartó y contempló a Mary, que se cepillaba el cabello.

– Gracias, Moses -dijo en voz alta y mandona. Entonces dio media vuelta y añadió en tono íntimo-: será mejor que te vayas ahora. El amo no tardará en llegar.

El nativo salió del dormitorio y vio al hombre blanco mirándole con fijeza e incredulidad, vaciló un momento y continuó su camino, pasando por delante de él con pies silenciosos pero con una mirada feroz y malévola. La malevolencia era tan fuerte, que Tony sintió un temor momentáneo. Se sentó en una silla en cuanto el nativo hubo salido, se secó la cara, empapada en sudor, y agitó la cabeza para despejarse, porque sus pensamientos eran conflictivos. Había estado en el país el tiempo suficiente para escandalizarse, pero al mismo tiempo sus tendencias «progresistas» experimentaban una deliciosa gratificación ante aquella prueba de la hipocresía de la clase dirigente. Porque en un país donde aparecen entre los nativos numerosos niños de color en torno a un hombre blanco solitario, la hipocresía, tal como la definía Tony, había sido lo primero que le impresionó a su llegada. Sin embargo, había leído lo suficiente sobre psicología para comprender el aspecto sexual de la discriminación racial, una de cuyas bases son los celos del hombre blanco de la superior potencia sexual del nativo; y le sorprendió ver la facilidad con que el objeto de aquellos celos, la mujer blanca, evadía aquella barrera. Sin embargo, durante la travesía había conocido a un médico con años de experiencia en un distrito del país, que le confió que le sorprendía saber el número de mujeres blancas que mantenían relaciones con negros. Tony pensó entonces que realmente le sorprendería; lo consideraba algo parecido a tener relaciones con un animal, a pesar de sus ideas «progresistas».

Pero de repente olvidó todas aquellas consideraciones y pensó en la simple realidad de Mary, aquella pobre mujer atormentada que se debatía claramente en las últimas fases de una crisis nerviosa y que en aquel mismo momento salía del dormitorio con una mano todavía arreglándose el cabello. Y a la vista de aquel rostro radiante e inocente, aunque animado por una expresión vacía y medio idiotizada, tuvo la sensación de que todas sus sospechas eran absurdas.

Al verle, ella se detuvo en seco y ie miró llena de miedo, pero un momento después la mueca atormentada se tornó blanda e indiferente. Tony no pudo comprender aquel cambio repentino, pero dijo con voz entre tímida y jocosa:

– Hubo una vez una emperatriz en Rusia que despreciaba tanto a sus esclavos como seres humanos que solía desnudarse delante de ellos.

Tony prefería ver la cuestión desde aquel punto de vista, ya que el otro era demasiado difícil para él.

– ¿Ah, sí? -contestó ella por fin, incrédula y un poco perpleja.

– ¿La viste y desnuda siempre este nativo? -preguntó él.

Mary levantó la cabeza con brusquedad y en sus ojos apareció una expresión taimada.

– Tiene muy pocas cosas que hacer -dijo, tirando la cabeza hacia atrás -. Ha de ganarse el sueldo.

– No es corriente en este país, ¿verdad? -inquirió él con voz lenta, desde el abismo de su total estupefacción. Y comprendió, mientras hablaba, que las palabras «este país», que son como una llamada a la solidaridad para la mayoría de blancos, no significaban nada para ella. Para ella sólo existía la granja; no, ni siquiera aquello, sólo existía la casa y todo lo que contenía. Y Tony empezó a comprender con horrorizada piedad la indiferencia total que sentía hacia Dick; había eliminado todo aquello que estaba en conflicto con sus acciones, que fuera susceptible de revivir el código en cuyo respeto había sido educada.

Mary exclamó de repente:

– Dijeron que no estaba hecha de este modo, hecha de este modo, hecha de este modo. -Parecía un disco rayado.

– ¿Hecha de qué modo? -preguntó él, perplejo.

– De este modo.

La frase fue furtiva, irónica y, al mismo tiempo, triunfante. «¡Dios mío, esta mujer está loca de remate!», exclamó él para sus adentros. Pero en seguida pensó: «O quizá no. No puede estar loca; no se comporta como tal. Se comporta simplemente como si viviera en un mundo aislado en el que no rigieran más normas que las suyas propias. Ha olvidado cómo son los de su especie. Pero, por otra parte, ¿qué es la locura sino un refugio, un apartamiento del mundo?»

Así razonaba el perplejo y aturdido Tony, sentado junto al filtro del agua, sosteniendo todavía la botella y el vaso y mirando con inquietud a Mary, que empezó a hablar con una voz triste y serena que le obligó a cambiar otra vez de opinión y a pensar que no estaba loca, por lo menos, no en aquel momento.

– Hace mucho tiempo que vine aquí -dijo Mary con acento implorante, mirándole a los ojos-, tanto que ya no puedo recordar… Tenía que haberme marchado hace años; ignoro por qué no lo hice. Ignoro por qué vine. Pero las cosa: han cambiado, han cambiado mucho. -Se interrumpió. Si rostro inspiraba lástima; los ojos eran dos agujeros ator mentados-. No sé nada, no comprendo nada. ¿Por qué est¿ ocurriendo todo esto? Yo no quería que ocurriera. Pero él no quiere irse, no quiere irse. -Y de pronto, con una voz diferente, le interpeló-: ¿Por qué ha venido aquí? Todo iba bien hasta que llegó. -Rompió en llanto, gimiendo entre sollozos-. No quiere irse.

Tony se levantó para consolarla; ahora su única emociór era la piedad; había olvidado toda suspicacia. Algo le hizc volver: en el umbral estaba el boy, Moses, observándoles con expresión maligna.

– Vete -ordenó Tony-, vete inmediatamente. -Rodee con el brazo los hombros de Mary, porque intentaba escabullirse y le clavaba las uñas en la carne.

– Vete -dijo ella de improviso, mirando al nativo por encima del hombro. Tony comprendió que era un intento de reafirmar su autoridad y que usaba su presencia como un escudo en una lucha para recuperar el dominio que había perdido. Pero hablaba como un niño que desafía a una persona mayor.

– ¿Madame querer que me vaya? -preguntó el boy en voz baja.

– Sí, vete.

– ¿Madame querer que me vaya a causa de este amo?

No fueron las palabras en sí lo que obligó a Tony a ir a grandes zancadas hacia la puerta, sino el tono con que se pronunciaron.

– Sal de aquí -ordenó, con el aliento entrecortado por la ira-. Desaparece antes de que te eche a patadas.

Después de una mirada larga, lenta y malévola, el nativo salió. Pero al instante volvió a entrar y, haciendo caso omiso de Tony, preguntó a Mary:

– Madame abandona la granja, ¿verdad?

– Sí -contestó Mary con voz débil.

– ¿Madame no volver nunca más?

– No, no, no -exclamó ella.

– ¿Y este amo también irse?

– No -gritó Mary-. Vete.

– ¿Quieres irte de una vez? -gritó también Tony. Habría podido matar a aquel nativo; sentía deseos de agarrarle por el cuello y estrangularle. Entonces Moses desapareció; le oyeron cruzar la cocina y salir por la puerta trasera. La casa estaba vacía. Mary volvió a sollozar, tapándose la cara con los brazos.

– Se ha ido -exclamó-, ¡se ha ido, se ha ido! -Su voz estaba histérica de alivio. Pero de repente le empujó lejos de ella, se encaró con él como una loca y silbó-: ¡Usted le ha echado! ¡No volverá jamás! ¡Todo iba bien hasta que usted llegó!

Y se entregó a un paroxismo de llanto. Tony se sentó a su lado, la rodeó con un brazo y procuró consolarla. No hacía más que preguntarse: «¿Qué diré a Turner?» Sí, ¿qué podía decirle? Lo mejor era silenciar todo el asunto. El pobre hombre ya estaba medio loco sin aquel nuevo problema. Sería cruel decirle algo y, en cualquier caso, ambos habrían abandonado la granja dentro de dos días.

Decidió que llevaría aparte a Dick y sólo le sugeriría que era preciso despedir inmediatamente al nativo.

Pero Moses no volvió. Aquella noche no se presentó para la cena. Tony oyó a Dick preguntar dónde estaba el nativo y a ella responder que «le había echado». Notó la indiferencia en la voz de Mary y vio que hablaba a Dick sin verle.

Al final Tony, exasperado, se encogió de hombros y decidió no dar ningún paso. A la mañana siguiente se fue a los campos, como de costumbre. Era el último día; había mucho que hacer.