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Mary se despertó de improviso, como si hubiera recibido un codazo. Aún era de noche; Dick dormía junto a ella. La ventana chirriaba sobre sus goznes y cuando miró hacia el cuadrado de oscuridad, vio estrellas moverse y centellear entre las ramas. El cielo era luminoso, pero había un matiz de fondo grisáceo; las estrellas brillaban, pero con un resplandor más bien débil. Dentro de la habitación, los muebles empezaban a iluminarse. Ya podía distinguir un destello en la superficie del espejo. Entonces cantó un gallo entre las chozas de los negros y una docena de voces estridentes contestaron por el amanecer. ¿Luz de día? ¿Resplandor de luna? Ambos. Ambos a la vez, y dentro de media hora saldría el sol. Bostezó, volvió a acomodarse sobre las almohadas llenas de bultos y se despertó. Pensó que en general sus despertares eran grises y reacios, una negativa de su cuerpo a abandonar el refugio de la cama. Hoy, en cambio, se sentía descansada y llena de paz. Tenía la mente clara y experimentaba un bienestar físico. Cruzó las manos bajo la nuca y miró hacia la penumbra que velaba los familiares muebles y paredes. Perezosamente, recreó el dormitorio en su imaginación, colocando en su lugar cada armario y cada silla, y luego salió de la casa y contempló su silueta en la noche como si la sostuviera en la palma de la mano. Por fin, desde un montículo, miró el edificio levantado entre los árboles y la invadió una ternura agradable y nostálgica. Le parecía estar sosteniendo en la palma de la mano aquella lastimosa estructura y toda la granja con sus habitantes, y la curvó para protegerlas de la mirada cruel y crítica del mundo circundante. Y sintió deseos de llorar. Notó las lágrimas resbalar por sus mejillas y un escozor en la piel y se pasó los dedos por la cara. El contacto de los dedos rugosos con la piel irritada la acabó de despertar. Continuó llorando, pero en silencio y como para sus adentros, aunque todavía desde una distancia conciliadora. Entonces Dick se movió e incorporó con una sacudida. Ella sabía que movía la cabeza en todas direcciones, en la oscuridad, escuchando, y permaneció muy quieta. Notó que le acariciaba la mejilla con tímido ademán, pero aquella caricia tímida y torpe la molestó y apartó la cabeza.
– ¿Qué te pasa, Mary?
– Nada -contestó.
– ¿Sientes marcharte?
La pregunta le pareció ridícula; no tenía nada que ver con ella. Y no quería pensar en Dick más que con aquella piedad distante e impersonal. ¿No podía dejarla vivir en paz aquel último y breve momento?
– Sigue durmiendo -dijo-. Aún no es de día.
Su voz pareció normal a Dick; incluso su rechazo era demasiado familiar para desvelarle del todo. Al cabo de un minuto volvió a dormirse, en la misma posición que antes de hablar. Pero en cambio ella ya no podía olvidarle; sabía que estaba acostada a su lado; podía sentir sus miembros estirados junto a ella. Se incorporó, resentida contra él porque no la dejaba nunca en paz. Siempre estaba allí, corno un penoso recordatorio de lo que tenía que olvidar para continuar siendo ella misma. Se sentó y apoyó la cabeza en las manos entrelazadas, consciente de nuevo, como no lo había sido durante mucho tiempo, de aquella tensión insoportable, como si estuviera atada a dos postes inamovibles. Se meció lentamente hacia delante y hacia atrás, con un movimiento maquinal, intentando sumirse de nuevo en aquella región de su mente donde Dick no existía. Porque se había tratado de una elección, si podía llamarse elección a una cosa inevitable, una elección entre Dick y el otro, y Dick había sido destruido hacía mucho tiempo. «Pobre Dick», pensó tranquilamente, recobraba al fin la distancia que les separaba; y la recorrió un estremecimiento de terror, una intuición de aquel terror que la invadiría más adelante. Lo conocía: se sentía transparente, clarividente, depositaria de todas las cosas. Con exclusión de Dick. Le miró: era un bulto bajo las mantas, su rostro, una pálida mancha en el incipiente amanecer. La luz entraba por el bajo cuadrado de la ventana y con ella llegó una brisa cálida y sofocante. «Pobre Dick», dijo por última vez y no volvió a pensar en él.
Se levantó y fue a la ventana. El bajo alféizar le rozaba los muslos. Si se inclinaba y alargaba la mano; podía tocar el suelo, que hacía pendiente hasta llegar a los árboles. Las estrellas habían desaparecido, el cielo era inmenso e incoloro y el veld aparecía difuso; todo estaba al borde del color. Había un atisbo de verdor en la curva de una hoja, un fulgor en el cielo que era casi azulado y el claro contorno estrellado de las poinsetias sugería el estallido del escarlata.
Con lentitud fue desparramándose por el cielo un maravilloso resplandor rosado y los árboles se estiraron para salir a su encuentro, tiñéndose de rosa, y al asomarse al amanecer, Mary vio que el mundo ya había adquirido color y forma. La noche se había esfumado. Pensó que cuando saliera el sol, su momento habría desaparecido, aquel momento inigualable de paz y perdón que le había concedido un Dios misericordioso. Se agachó y apoyó en el alféizar y permaneció inmóvil en su incómoda posición, aferrada a los últimos restos de felicidad, con la mente clara como el propio cielo. Pero, ¿por qué esta última mañana se había despertado tranquila de un sueño profundo y no, como de costumbre, de una de aquellas horribles pesadillas que parecían continuar durante el día, hasta que a veces no se distinguía ninguna división entre los horrores del día y de la noche? ¿Por qué estaba allí, contemplando el amanecer, como si el mundo se estuviera creando de nuevo para ella, y sintiendo aquella alegría honda y maravillosa? Se hallaba en el interior de una burbuja de brillante color y luz, de jubilosos sonidos y gorjeos de pájaros. Los árboles que la rodeaban rebosaban de pájaros cantores que proclamaban su felicidad y la entonaban a coro para invadir el cielo con ella. Ligera como una pluma al viento, abandonó la habitación y salió a la veranda. Era tan hermoso, tan hermoso que apenas podía soportar la contemplación de aquel cielo encendido, ribeteado de rojo y difuminado contra el intenso azul; de los hermosos árboles inmóviles, con su carga de pájaros felices; de las chillonas poinsetias estrelladas que cortaban el aire con su sierra escarlata.
El rojo se derramó desde el centro del cielo y pareció teñir el humo que coronaba las colinas e iluminar los árboles con un amarillo azufre de cálidos tonos. El mundo era un milagro de color, ¡y todo para ella, sólo para ella! Quería llorar de alivio y juvenil alborozo. Y entonces oyó aquel sonido que nunca podía soportar, la primera cigarra gritando entre los árboles. ¡Era el sonido del propio sol, y cómo odiaba ella al sol! Ya salía, asomaba como una hostil curva roja por detrás de una roca negra y un rayo de fuerte luz amarilla hendió el azul de cielo. Las cigarras se incorporaron una tras otra al grito de la primera, ahogando los trinos de los pájaros, y aquel chillido insistente se antojó a Mary el ruido del sol al girar sobre su ardiente núcleo, el sonido de la luz despiadada y deslumbrante, el clamor del fuego. Ya empezaba a latirle la cabeza y a dolerle los hombros. El disco rojo y mate salió con una sacudida de detrás de los riscos y el cielo perdió su color; ante ella se extendía un paisaje árido, aplanado por el sol, pardo, marrón y verde aceituna, y la niebla de humo estaba por doquier, flotando entre los árboles y oscureciendo las colinas. El cielo se cernió sobre Mary, cubierto por espesos cendales de humo amarillento. El mundo era pequeño, reducido a una habitación de calor, neblina y luz.
Se estremeció y pareció despertarse mientras miraba a su alrededor y se humedecía con la lengua los labios resecos. Estaba apoyada contra la delgada pared de ladrillos, con las manos extendidas y las palmas hacia arriba, como si quisiera detener la irrupción del día. Las dejó caer, se apartó de la pared y miró por encima del hombro el lugar donde se había apoyado. «Aquí -dijo Dick en voz alta-, será aquí.» Y el sonido de su propia voz, tranquila, profética, fatídica, sonó a sus oídos como un aviso. Entró en la casa, apretándose la cabeza con las manos, para huir de aquella veranda maligna.
Dick se había despertado y ya se ponía los pantalones para ir a tocar el gong. Mary se detuvo, esperando oír el ruido. Cuando hubo sonado, llegó el terror. Él estaba allí, en alguna parte, esperando que el gong anunciara el último día. Podía verle con claridad. Estaba bajo un árbol cualquiera, apoyado en el tronco y con los ojos fijos en la casa, esperando. Lo sabía. Pero aún no, se dijo para sus adentros, todavía no; todo el día por delante.
– Vístete, Mary -dijo Dick en voz baja y apremiante. La frase, repetida, penetró en su cerebro; entró, obediente, en el dormitorio y empezó a vestirse. Mientras se abrochaba los botones, se interrumpió, fue hacia la puerta, y estuvo a punto de llamar a Moses para que la abrochara, le alargara el cepillo, le atara el cabello y se responsabilizara de ella para evitarle la necesidad de pensar por sí misma. A través de la cortina vio a Dick y a aquel muchacho sentados a la mesa, comiendo algo que ella no había preparado. Recordó que Moses se había marchado y el alivio recorrió todo su cuerpo. Estaría sola, todo el día sola. Podría concentrarse en lo único que le importaba ahora. Vio a Dick levantarse con el rostro crispado y correr la cortina y Mary comprendió que se había detenido en el umbral con el vestido desabrochado, a la vista de aquel muchacho. La invadió una gran vergüenza, pero antes de que el bendito resentimiento pudiera contrarrestar aquella vergüenza, ya había olvidado a Dick y a su joven ayudante. Terminó de vestirse con gran lentitud y parsimonia, haciendo pausas después de cada movimiento -¿acaso no tenía todo el día a su disposición?-, y por fin salió del dormitorio. La mesa estaba llena de platos; los hombres se habían ido a trabajar. En una fuente grande había una gruesa capa de grasa blanca solidificada; pensó que debían haberse marchado hacía bastante rato.
Con desgana, amontonó los platos, los llevó a la cocina, llenó el fregadero de agua y entonces olvidó lo que estaba haciendo. De pie, con las manos colgando a los lados, pensó: «Él espera en alguna parte, fuera, entre los árboles.» Corrió por la casa llena de pánico, cerrando puertas y ventanas, y al final se desplomó en el sofá, como una liebre agazapada tras un montículo de hierba, viendo acercarse los perros. Pero era inútil esperar ahora; su intuición le decía que tenía el día entero por delante, hasta que anocheciera. Y durante un breve espacio de tiempo, su mente volvió a aclararse.
¿Qué me ocurre?, se preguntó vagamente, apretándose los ojos con los dedos hasta que vio surtidores de luz amarilla. No lo comprendo, dijo, no lo comprendo… Volvió a verse a sí misma sobre una elevación del terreno, en la cumbre de una montaña invisible, contemplando la casa, como un juez observando al tribunal; pero esta vez no tuvo ninguna sensación de alivio. Verse a sí misma con aquella claridad despiadada fue un tormento para ella. Así la verían cuando todo hubiera terminado, tal como se veía ella en aquel momento: una mujer lastimosa, flaca y fea, sin rastro de la vida que le había sido dada para disfrutarla, salvo un pensamiento: que entre ella y el sol furioso había una delgada chapa de hierro candente; que entre ella y la fatídica oscuridad había una breve franja de luz. Y al tomar el tiempo los atributos del espacio, la mantenía suspendida en el aire, y así le permitía ver a Mary Turner meciéndose en un extremo del sofá, gimiendo, con los puños contra los ojos, y también a Mary Turner tal como había sido antes, una muchacha inconsciente avanzando sin saberlo hacia este final. No lo comprendo, repitió. No comprendo nada. El mal está aquí, pero ignoro en qué consiste. No lo sé. Ni siquiera las palabras eran suyas. Gimió a causa de la tensión que suponía aquel perplejo juicio de sí misma, ser al mismo tiempo juez y encausada, sabiendo únicamente que sufría un martirio indescriptible. Porque el mal era algo que podía sentir: ¿acaso no había vivido con él durante muchos años? ¿Cuántos? ¡Desde mucho antes de venir a la granja! Incluso aquella muchacha lo había conocido. Pero, ¿qué había hecho? ¿Y en qué consistía? ¿Qué había hecho? Nada, al menos voluntariamente. Paso a paso había llegado a esto, a ser una mujer sin voluntad, sentada en un sofá viejo y desvencijado que olía a polvo, esperando la llegada de la noche que acabaría con ella. Y con justicia, lo sabía. Pero, ¿por qué? ¿Contra qué había pecado? El conflicto entre su juicio de sí misma y su sentimiento de inocencia, de haber sido impelida por algo que no comprendía, deterioró la claridad de su visión. Levantó la cabeza con una sacudida, pensando sólo que los árboles estaban cercando la casa, observando, esperando la noche. Cuando yo no esté, pensó, esta casa será destruida. La selva la destruiría porque siempre la había odiado, rodeándola en silencio y esperando el momento propicio para avanzar y arrasarla para siempre, sin dejar la menor huella de su existencia. Se imaginó la casa vacía y los muebles podridos. Primero vendrían las ratas. Ya corrían de noche por las vigas, arrastrando las largas y fuertes colas. Se apiñarían en los muebles y las paredes, royendo hasta que sólo quedara hierro y ladrillo y los suelos cubiertos de excrementos. Luego los escarabajos, grandes, negros y acorazados, que acudirían desde el veld y se instalarían en los intersticios entre los ladrillos. Algunos ya estaban allí, haciendo girar las antenas y observando con sus pequeños ojos pintados. Y por último, llegarían las lluvias. El cielo se abriría y despejaría, los árboles adquirirían una silueta más clara y un follaje exuberante y el aire brillaría como el agua. Pero por las noches la lluvia batiría sobre el tejado, insistente, inagotable, y en la explanada de delante de la casa crecería la hierba y después los matorrales y al año siguiente las enredaderas se arrastrarían por la veranda y derribarían las macetas de plantas, hasta formar espesas masas de vegetación húmeda donde se mezclarían los geranios con los robles enanos de corteza negra. Una rama se introduciría en la casa por uno de los cristales rotos de las ventanas y, muy lentamente, los troncos se apoyarían en el ladrillo hasta que las paredes se inclinaran y cayeran desmoronadas, junto con trozos de hierro oxidado, sobre la vegetación, y bajo la hojalata pulularían los sapos, gusanos largos y fuertes como colas de ratas y gusanos blancos y gruesos como babosas. Al final la selva lo cubriría todo y no quedaría ni rastro de la casa. La gente la buscaría. Encontrarían un peldaño de piedra apoyado contra el tronco de un árbol y dirían: «Aquí debía estar la vieja casa de los Turner. ¡Es curioso como la vegetación se adueña de todo en cuanto se abandona!» Y, rascando con el pie, apartando una planta, hallarían el pomo de una puerta incrustado en una raíz o un fragmento de porcelana entre un montón de guijarros. Un poco más allá, un montículo de tierra rojiza mezclada con paja podrida semejante al cabello de un cadáver. Aquello sería todo lo que quedaría de la cabana del inglés; a poca distancia, un montón de escombros señalaría las ruinas de la tienda. La casa, la tienda, los gallineros, la choza… ¡todo sería engullido por la selva! La mente de Mary era todo verdor, ramas húmedas, hierba húmeda y arbustos lozanos. De pronto, se cerró, extinguiendo la visión.
Levantó la cabeza y miró a su alrededor. Estaba sentada en aquella salita bajo el tejado de hojalata y el sudor bañaba su cuerpo. Con todas las ventanas cerradas, era insoportable. Corrió afuera; ¿de qué servía estar encerrada allí dentro, sólo esperando, esperando que la puerta se abriera y entrara la muerte? Huyó de la casa, corriendo por la tierra dura y requemada, de arena brillante, en dirección a los árboles. Los árboles la odiaban, pero no podía permanecer en la casa. Se adentró en su sombra, sintiéndola en la carne y oyendo por doquier el chillido insistente de las cigarras. Caminó directamente hacia el chaparral, pensando: «Le saldré al encuentro y todo terminará.» Tropezó con gavillas de hierba pálida, mientras los matorrales le desgarraban él vestido. Por fin se apoyó en un árbol, con los ojos cerrados, los oídos llenos de gritos y la piel ardiente. Se quedó allí, esperando, esperando. ¡Pero el ruido era insoportable! Estaba atrapada en un tambor de alaridos. Abrió los ojos. Enfrente de ella había un árbol joven, de tronco grisáceo, lleno de nudos como si fuera un árbol viejo. Pero no eran nudos. Eran tres de aquellos feos escarabajos que cantaban, ajenos a ella, ajenos de todo, ciegos a todo lo que no fuera el sol, dador de vida. Se acercó y los miró con atención. ¡Tan pequeños y qué intolerable era su chillido! Hasta ahora no había visto ninguno. Se dio cuenta de improviso que durante todos los años que había vivido en aquella casa, rodeada de hectáreas y más hectáreas de selva, no se había adentrado jamás entre los árboles ni recorrido los senderos. Y durante todos aquellos años había escuchado sin cesar a lo largo de los meses secos y tórridos, con los nervios destrozados, aquel terrible chillido, y nunca había visto los escarabajos que lo producían. Al levantar los ojos, vio que se hallaba a pleno sol, un sol tan bajo que tuvo la impresión de poder arrancarlo del cielo si alargaba la mano; un sol grande y rojo, ennegrecido por el humo. Levantó la mano y rozó un puñado de hojas, ahuyentando a algo que se alejó con un chillido. Profirió una exclamación de horror y corrió entre los matorrales, por la hierba, en dirección al claro, donde se detuvo con la mano en la garganta.
Delante de la casa esperaba un nativo. Mary se llevó la mano a la boca para ahogar un grito, pero en seguida vio que era otro nativo, portador de un trozo de papel, que sostenía como todos los nativos analfabetos tocan el papel impreso: como algo que estuviera a punto de explotarles en la cara. Se acercó a él y cogió la nota, que decía: «No subiré a almorzar. Estoy demasiado ocupado con los últimos detalles. Envía té y bocadillos.» Aquel pequeño recordatorio del mundo exterior no tuvo poder para sacarla de su abstracción. Pensó, irritada, que era muy propio de Dick y, con el papel en la mano, entró en la casa y abrió las ventanas con airado ademán. ¿Por qué el boy dejaba las ventanas cerradas cuando le había ordenado tantas veces que…? Miró el papel; ¿qué significaba? Se sentó en el sofá con los ojos cerrados. A través de su somnolencia oyó unos golpes en la puerta principal y se levantó, sobresaltada, pero en seguida volvió a sentarse, temblando, esperando que entrara. Se oyeron más golpes. Cansada, hizo un esfuerzo para levantarse y fue a la puerta; fuera estaba el nativo.
– ¿Qué quieres? -preguntó Mary.
Él señaló el papel que había sobre la mesa. Entonces Mary recordó que Dick le había pedido té. Lo hizo, llenó con él una botella de whisky y dijo al boy que se marchara, olvidando los bocadillos. Lo único que pensó fue que el muchacho debía tener sed; no estaba acostumbrado al país. Las palabras «el país», que eran una llamada a la realidad más fuerte que Dick, la conturbaron como un recuerdo que no quería evocar. Pero continuó pensando en el muchacho. Le vio con los ojos cerrados; su rostro era muy joven, muy liso, de expresión amable. Había sido bueno con ella; no la había condenado. De pronto se encontró aferrada a aquel pensamiento. ¡Él la salvaría! Esperaría su regreso. Se quedó en el umbral, mirando hacia la gran extensión de vlei seco y agostado. En alguna parte, entre los árboles, acechaba él; y en el vlei estaba el muchacho, que llegaría antes de la noche para rescatarla. Permaneció con la mirada fija, casi sin pestañear, bajo la luz deslumbrante del sol. Pero, ¿qué ocurría con aquella gran llanura, que siempre era una extensión rojiza en esta época del año? Ahora estaba cubierta de matorrales y hierba alta. El pánico se apoderó de ella; la selva invadía la granja aun antes de que ella estuviera muerta y enviaba a sus batidores a cubrir la rica tierra roja de matorrales y plantas; ¡la selva sabía que iba a morir! Pero el muchacho… apartó de su mente todo lo demás y pensó en él, en su cálido consuelo, en su brazo protector. Se apoyó en el antepecho de la veranda, rompiendo los tallos de los geranios, para ver mejor las laderas de chaparral y vlei y distinguir la columna de humo rojizo que levantaría el coche al acercarse a la casa. Pero ya no tenían coche; lo habían vendido… Las fuerzas la abandonaron y se sentó, sin aliento, cerrando los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la luz había cambiado y las sombras se alargaban delante de la casa. En el aire flotaba el ambiente del atardecer y había un resplandor sofocante y polvoriento, una vibración sonora de luz amarillenta que resonó como un golpe en su cabeza. Se había quedado dormida. El sueño le había robado el último día. ¿Y si mientras dormía él había entrado en la casa, buscándola? Se puso en pie en un arranque de valor y desafío y entró a grandes zancadas en la sala. Estaba vacía, pero sabía, sin que le cupiera la menor duda, que él había estado allí mientras dormía y se había asomado a la ventana para verla. La puerta de la cocina estaba abierta; aquello lo probaba. Quizá la había despertado la sensación de su proximidad, de su mirada furtiva, tal vez incluso de un ligero roce. Dio un respingo y se estremeció.
Pero el muchacho la salvaría. Animada por la idea de su regreso, que ya debía estar próximo, salió de la casa por la puerta trasera y caminó hasta su cabaña. Salvó el bajo escalón de ladrillo y se agachó para entrar en el interior. ¡Oh, qué deliciosa, qué deliciosa era la frescura sobre su piel! Se sentó en el lecho, con la cabeza apoyada en las manos, y sintió en los pies la frialdad del suelo de cemento. De pronto se levantó con una sacudida; no debía dormirse otra vez. Siguiendo la pared curvada de la cabaña, había una hilera de zapatos. Los miró llena de admiración. Hacía años que no veía zapatos tan elegantes y de tan buena calidad. Cogió uno y acarició la piel brillante mientras echaba una ojeada a la etiqueta: «John Craftsman, Edimburgo.» Se rió, sin saber porqué. Dejó el zapato en su sitio. En él suelo había una gran maleta que apenas podía levantar. La abrió sin moverla de donde estaba. ¡Libros! Su admiración aumentó. Hacía tanto tiempo que no veía ningún libro que hasta le resultaría difícil leer. Miró los títulos: Rhodes y su influencia; Rhodes y el espíritu de África; Rhodes y su misión. «Rhodes», murmuró; no sabía nada de él aparte de lo que le habían enseñado en la escuela, que no era mucho. Sabía que había conquistado un continente. «Conquistó un continente», dijo en voz alta, orgullosa de haber recordado la frase después de tanto tiempo. «Rhodes se sentó sobre un cubo invertido junto a un hoyo del terreno, soñando con su hogar de Inglaterra y con el territorio aún por conquistar.» Empezó a reír; le pareció extraordinariamente gracioso. Entonces pensó, olvidando al inglés y a Rhodes y los libros: «Pero aún no he ido a la tienda.» Y supo que debía ir.
Se encaminó hacia ella por el estrecho sendero, que ya casi no existía. Era más bien un surco entre la espesura, un surco cubierto de hierba. A pocos pasos del bajo edificio de ladrillos, se detuvo; allí estaba la tienda, la horrible tienda. Allí estaba, a la hora de su muerte, tal como había estado durante toda su vida. Pero ahora no había nadie dentro; si entraba, no vería nada en los estantes; las hormigas practicaban granulados túneles rojos sobre el mostrador y una sábana de telarañas cubría las paredes. Pero seguía allí. Invadida por un odio violento y repentino, golpeó la puerta y ésta se abrió, girando sobre sus goznes. El olor de la tienda persistía aún, mohoso, penetrante y dulzón, y la envolvió inmediatamente mientras permanecía inmóvil, con la vista fija. Allí estaba él, delante de ella, quieto detrás del mostrador como si estuviera vendiendo. Moses, el negro, se encontraba allí y la miraba con un desprecio lánguido y amenazador. Mary exhaló un pequeño grito y salió a trompicones. Echó a correr por el sendero, mirando por encima del hombro. La puerta oscilaba, pero él no salió. ¡Conque era allí donde estaba esperándola! Supo de repente que lo había sospechado desde el principio. Era natural; ¿dónde podía esperar, sino en la aborrecida tienda? Volvió a entrar en la cabaña con techumbre de paja y allí estaba el muchacho, mirándola con expresión perpleja, agachado sobre los libros que ella había dejado esparcidos por el suelo y metiéndolos de nuevo en la maleta. No, no podía salvarla. Se sentó en la cama, sintiéndose perdida y enferma. No había salvación; tendría que afrontarlo.
Y mientras contemplaba el rostro confuso y triste del muchacho, tuvo la sensación de que ya había vivido todo aquello con anterioridad. Extrañada, rebuscó en su pasado. Sí, hacía mucho, mucho tiempo, cuando estaba desesperada y no sabía qué hacer, había recurrido a otro muchacho, un muchacho de una granja, pensando que se salvaría de sí misma si se casaba con él. Y cuando, por fin, supo que no habría liberación para ella y que viviría en la granja hasta su muerte, sintió aquel mismo vacío. No había nada nuevo, ni siquiera en su muerte; todo aquello le era familiar, incluso la sensación de inevitabilidad.
Se levantó con una dignidad extrañamente apropiada, una dignidad que dejó a Tony sin habla, porque había estado a punto de dirigirse a ella con piedad y talante protector y ahora veía que era inútil.
Seguiría su camino sola, pensó Mary; aquella era la lección que tenía que aprender. Si la hubiera aprendido en el pasado, no se vería ahora traicionada por segunda vez por su débil confianza en un ser humano que no estaba obligado a responsabilizarse de ella.
– Señora Turner -preguntó el muchacho con torpeza- ¿quería verme por algo en particular?
– Sí -respondió ella-, pero no serviría de nada; no es usted…- Pero no podía discutirlo con él. Miró por encima del hombro hacia el cielo del atardecer; largos celajes de nubes rosadas flotaban en el azul desteñido-. Hace una tarde espléndida -comentó en tono sociable.
– Sí… Señora Turner, he hablado con su marido.
– ¿Ah, sí? -contestó ella por cortesía.
– Hemos pensado… He sugerido que mañana, cuando lleguen a la ciudad, debería usted visitar a un médico. Está enferma, señora Turner.
– Hace años que estoy enferma -replicó ella con acritud-. Por dentro, en alguna parte. Algo interno. No enferma, compréndame, sino un desequilibrio general. -Le saludó con un movimiento de cabeza y subió el escalón del umbral. Entonces se volvió-. Él está allí -murmuró, como en secreto-. Allí dentro -y movió la cabeza en dirección a la tienda.
– ¿De veras? -preguntó el muchacho, siguiéndole la corriente.
Mary regresó a la casa, mirando vagamente a su alrededor, hacia los pequeños edificios de ladrillos que pronto desaparecerían. Por la tierra que pisaba, por la cálida arena de aquel sendero, pequeños animales se pasearían orgullosos entre árboles y hierba.
Entró en la casa y se enfrentó a la larga vigilia de su muerte. Pausadamente, con estoica altivez, se sentó en el viejo sofá adaptado ya a la forma de su cuerpo, enlazó las manos y esperó, mirando hacia las ventanas, a que la luz se amortiguara. Pero al cabo de un rato se dio cuenta de que Dick estaba sentado a la mesa bajo la lámpara encendida, observándola.
– ¿Has terminado de hacer tu maleta? -inquirió él-. Ya sabes que nos vamos mañana por la mañana.
Ella se echó a reír.
– ¡Mañana! -exclamó. Rió de manera entrecortada hasta que le vio levantarse de repente y salir con la mano contra la cara. Bien, ahora estaba sola.
Pero más tarde vio a los dos hombres entrar con platos y comida y empezar a comer, sentados a la mesa, delante de ella. Le ofrecieron una taza de líquido que rechazó con impaciencia, esperando que se fueran. El fin llegaría pronto, dentro de pocas horas todo habría terminado. Pero no querían irse. Daban la impresión de estar allí a causa de ella. Mary se precipitó afuera, tanteando a ciegas el borde de ta puerta. El calor no había disminuido; el cielo oscuro e invisible se cernía sobre la casa con todo su peso. Oyó a Dick decir a sus espaldas algo sobre la lluvia. «Lloverá cuando ya esté muerta», dijo por sus adentros.
– ¿Vienes a la cama? -preguntó por fin Dick desde el umbral.
La pregunta no parecía tener nada que ver con ella; estaba en la veranda, donde sabía que tendría que esperar, atenta a cualquier cosa que se moviera en la penumbra.
– ¡Ven a la cama, Mary!
Vio que primero tendría que acostarse, porque no la dejarían en paz hasta que lo hiciera. Maquinalmente, apagó la lámpara de la sala y fue a cerrar la puerta trasera. Parecía esencial que la puerta de atrás estuviera cerrada con llave; sentía que debía estar protegida por la espalda; el golpe vendría por delante. Fuera, ante la puerta de la cocina, estaba Moses, enfrente de ella; parecía recortado contra las estrellas. Mary retrocedió, con las rodillas temblorosas, cerró la puerta y dio la vuelta a la llave.
– Está ahí fuera -observó sin aliento a Dick, como si fuese lo más natural.
– ¿Quién?
Ella no contestó y Dick salió afuera. Lo oyó moverse y vio oscilar los haces de luz de la linterna que llevaba.
– No hay nadie ahí, Mary -dijo Dick cuando volvió. Ella asintió, afirmando, y fue de nuevo a cerrar la puerta. Esta vez el rectángulo de noche estaba vacío; Moses había desaparecido. «Habrá ido hacia los árboles de delante de la casa -pensó Mary- a fin de esperar a que yo salga.» Cuando llegó al dormitorio, se quedó en medio de la habitación, como si hubiera olvidado la mecánica del movimiento.
– ¿No te desnudas? -preguntó por fin Dick, con aquella voz desesperada y paciente.
Ella obedeció, se despojó de la ropa y se metió en la cama, donde permaneció despierta, escuchando. Notó que él alargaba la mano para tocarla y al instante se inmovilizó. Pero en realidad estaba muy lejos de ella, no le importaba nada; era como si se hallara al otro lado de una gruesa pared de cristal.
– ¿Mary?
Permaneció silenciosa.
– Mary, escúchame. Estás enferma. Tienes que dejar que te lleve al médico.
Le pareció que era el joven inglés quien hablaba; de él había partido esta preocupación por ella, esta fe en su inocencia básica, esta absolución de culpa.
– Claro que estoy enferma -contestó en tono confidencial, dirigiéndose al inglés-. Lo he estado siempre, hasta donde me alcanza la memoria. Estoy enferma de aquí. -Se sentó en la cama, muy erguida, señalándose el pecho. Pero en seguida dejó caer la mano y olvidó al inglés.
La voz de Dick sonó en sus oídos como el eco de una voz que llegara desde el otro confín de un valle. Empezó a escuchar a la noche que la rodeaba. Y lentamente la fue dominando el terror que ya había presentido. Se echó y hundió la cara en la oscuridad de las almohadas, pero tenía los ojos iluminados y a contraluz vio una forma oscura que la esperaba. Volvió a incorporarse, temblando. Él estaba en la habitación. ¡Justo a su lado! Pero no había nadie, nadie. Oyó retumbar un trueno y, como tantas otras veces, vio serpentear el relámpago en la pared oscurecida. Tuvo la impresión de que la noche se cernía sobre ella y la pequeña casa se inclinaba como una vela derretida por el calor. Oyó el crac, crac, los inquietos movimientos del hierro que tenía sobre la cabeza, y le pareció que un vasto cuerpo negro, como una araña humana, se arrastraba por el tejado, tratando de entrar. Estaba sola, indefensa, encerrada en una minúscula caja negra cuyas paredes se cerraban sobre ella y cuyo tejado descendía sobre su cabeza. Estaba en una trampa, acorralada e indefensa. Pero tendría que salir e ir a su encuentro. Impulsada por el miedo, pero también por la irritación, se levantó de la cama sin hacer ruido. De manera gradual, moviéndose apenas, dejó caer las piernas por el borde de la cama y entonces, asustada de pronto por los oscuros remolinos del suelo, corrió hasta el centro de la habitación. Allí se detuvo. El movimiento de un relámpago en las paredes la obligó a avanzar de nuevo. Se quedó quieta entre los pliegues de la cortina, sintiendo sobre la piel el áspero roce de la tela, como un pellejo de animal. Se la sacudió de la cara y se preparó para la huida a través de la sala, que estaba llena de formas amenazadoras. Otra vez el pellejo de animales, pero ahora bajo sus pies. La zarpa larga y suelta de un gato montes le atrapó un pie cuando la pisó, haciéndole proferir un pequeño gemido de miedo y mirar por encima del hombro hacia la puerta de la cocina, que estaba oscura y cerrada con llave. Llegó a la veranda y retrocedió hasta quedar de espaldas contra la pared. Así estaba protegida, colocada como debía estar, como sabía que debía esperarle. La idea la tranquilizó, la niebla de terror que nublaba sus ojos se disipó y, cuando serpenteó otro relámpago, pudo ver que los dos perros yacían en la veranda con las cabezas levantadas, mirándola. No vio nada más allá de los tres esbeltos pilares y de los rígidos contornos de los geranios hasta que volvió a relampaguear y entonces los apiñados troncos de los árboles se destacaron contra el cielo cubierto de nubes. Le pareció que se aproximaban mientras los miraba y se apretó contra la pared con todas sus fuerzas, hasta que sintió en la carne, a través del camisón, la superficie rugosa del ladrillo. Movió la cabeza para despejarla y los árboles se detuvieron y esperaron. Tuvo la sensación de que si no dejaba de mirarlos, no se acercarían más a ella. Sabía que debía estar atenta a tres cosas: los árboles, para que no se lanzaran contra ella cuando estuviera desprevenida; la puerta que tenía a su lado y por la que podía salir Dick; y los relámpagos que corrían y bailaban, iluminando los negros nubarrones. Con los pies firmemente plantados sobre el tibio y tosco ladrillo del pavimento, y la espalda adosada a la pared, se mantenía vigilante, con todos los sentidos en tensión, respirando con rigidez en pequeños jadeos.
De pronto, mientras oía retumbar el trueno y agitarse los árboles, el cielo se iluminó y pudo ver la silueta de un hombre emergiendo de la oscuridad, yendo hacia ella y deslizándose en silencio por los escalones; los perros, al verle, movieron las colas en señal de bienvenida. A dos metros de distancia, Moses se detuvo. Ella vio sus hombros anchos, la forma de su cabeza, el brillo de sus ojos. Y al verle, sus emociones sufrieron un cambio inesperado, creando en ella un extraordinario sentimiento de culpa; pero inspirado por él, con quien había sido desleal, y a instancias de lo inglés. Tuvo la impresión de que sólo necesitaba dar un paso, explicar, apelar, y el terror se disolvería. Abrió la boca para hablar y, en aquel preciso momento, vio que él tenía la mano levantada sobre su cabeza y que empuñaba una forma larga y curvada; y supo que era demasiado tarde. Todo su pasado desfiló ante sus ojos y su boca, abierta en una imploración, emitió el comienzo de un grito, que fue silenciado por una mano negra insertada entre sus mandíbulas. Pero el grito continuó en el estómago, ahogándola; y levantó las manos, como si fueran garras, para detenerle. Y entonces la selva se vengó; éste fue su último pensamiento. Los árboles avanzaron en tropel, como bestias, y el trueno señaló su embestida. Cuando el cerebro se apagó por fin, hundiéndose en escombros de horror, Mary vio descender el otro brazo por encima del que mantenía su cabeza apretada contra la pared. Las piernas se le doblaron y el rayo saltó de la oscuridad y se hundió con el centelleante acero.
Moses, al soltarla, vio que se desplomaba en el suelo. El sonido de un goteo constante sobre el hierro del tejado le devolvió la conciencia de su entorno y se irguió, volviendo la cabeza hacia uno y otro lado y enderezando el cuerpo. Los perros gruñían a sus pies, pero aún movían las colas; aquel hombre les había alimentado y cuidado; Mary les trataba con antipatía. Moses les dio unas palmadas en el hocico con la palma abierta, haciéndoles retroceder un poco, y ellos se quedaron observándole, perplejos, gimiendo suavemente.
Empezaba a llover; grandes gotas resbalaron por la espalda de Moses, que sintió un escalofrío. Y otro sonido de goteo le hizo bajar la vista y mirar el trozo de metal que sostenía, que había encontrado en la selva y pasado el día puliendo y afilando. La sangre caía sobre el suelo de ladrillos. Una curiosa división de intenciones se hizo patente en sus próximos movimientos. Primero dejó caer el arma al suelo, como si le diera miedo, y luego cambió de idea y la recogió. La mantuvo sobre el muro de la veranda, bajo la lluvia, ahora torrencial, y al cabo de unos momentos la retiró. Entonces vaciló, mirando a su alrededor. Se metió el acero en el cinto, puso las manos bajo la lluvia y, una vez limpias, se dispuso a andar bajo el aguacero hasta su choza, preparado para declararse inocente. Pero esta intención también pasó. Empuñó el arma, la miró y la tiró junto a Mary, indiferente de pronto y poseído por una necesidad nueva.
Haciendo caso omiso de Dick, que dormía al otro lado de la pared, pero que no era importante, ya que había sido derrotado hacía mucho tiempo, Moses saltó el muro de la veranda y fue a caer sobre un charco de lluvia que le salpicó hasta los hombros, dejándole empapado en un instante. Fue hacia la cabaña del inglés en la inundada oscuridad, chapoteando en el agua que le llegaba hasta las pantorrillas. Miró hacia dentro. Era imposible ver nada, pero podía oír; conteniendo el aliento, escuchó, atento, a través de la lluvia la respiración del inglés. Pero no pudo oír nada. Se agachó para cruzar el umbral y se acercó sin ruido hasta la cama. Su enemigo, al que había burlado, estaba durmiendo. El nativo se volvió con desdén y volvió a la casa. Pareció querer pasarla de largo, pero cuando llegó a la altura de la veranda, se detuvo, apoyó la mano en el muro y miró hacia dentro. La noche era tan oscura que no vio nada. Esperó a que el acuoso reflejo de un relámpago iluminase por última vez la pequeña casa, la veranda, el bulto informe de Mary sobre los ladrillos y los perros que se movían inquietos a su alrededor, gimiendo todavía con suavidad, indecisos. Llegó el relámpago: un prolongado destello de luz, como un amanecer lluvioso. Y aquél fue su último momento de triunfo, un momento tan perfecto y completo que eliminó la urgencia de cualquier pensamiento de huida, dejándole indiferente. Cuando volvió la oscuridad, retiró la mano del muro y caminó despacio bajo la lluvia hacia el chaparral, aunque es imposible decir qué sentimientos de dolor, piedad e incluso afecto humano no correspondido componían la satisfacción de su venganza porque, cuando había caminado unos doscientos metros por el empapado chaparral, se detuvo, d media vuelta y se apoyó en un árbol, sobre un hormiguero. Y allí permanecería hasta que sus perseguidores, a su vez fueran a buscarle.