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Mary compró telas floreadas con sus ahorros e hizo fundas de almohadones y cortinas; también compró un poco de ropa blanca, una vajilla de loza y tela para vestidos. La casa fue perdiendo poco a poco el aire de miseria y adquirió cierto atractivo modesto, con cortinas alegres y algunos grabados. Trabajó mucho, buscando la mirada de sorpresa y aprobación de Dick cuando regresaba de los campos y se fijaba en cada novedad. Un mes después de su llegada, recorrió la casa y vio que no podía hacerse nada más. De todos modos, ya no le quedaba más dinero.
Se había adaptado con facilidad al nuevo ritmo. El cambio fue tan total que le parecía ser otra persona. Todas las mañanas se despertaba al oír el disco del arado y tomaba el té en la cama con Dick. Cuando éste se había ido al trabajo, cogía las hortalizas del día. Era tan concienzuda, que a juicio de Samson las cosas habían empeorado en vez de mejorar; ni siquiera podía echar mano de la tercera parte convenida y ella llevaba las llaves de la despensa colgadas del cinturón. A la hora del desayuno ya había terminado las escasas tareas domésticas, excepto la comida, y como Samson era mejor cocinero que ella, no tardó en cederle aquella parte del trabajo casero. Cosía toda la mañana, hasta la hora del almuerzo; cosía también por la tarde, se acostaba inmediatamente después de la cena y dormía toda la noche como un niño.
Durante el primer embate de energía y decisión, llegó a disfrutar de aquella vida, ordenando las cosas y procurando sacar partido de lo poco que tenía. Le gustaban en particular las. primeras horas de la mañana, antes de que el calor la aturdiera y agobiara; le gustaba el nuevo ocio; y le gustaba la aprobación de Dick. Porque su orgullo y afectuosa gratitud por lo que ella hacía (jamás habría creído que su mísera casa pudiera ofrecer aquel aspecto) eclipsaban su paciente desilusión. Cuando Mary veía en su rostro aquella mirada perpleja y dolida, desechaba la idea de cuánto debía estar sufriendo, porque entonces volvía a ser repulsivo para ella.
Una vez hubo hecho todo lo posible por la casa, empezó la confección de sus vestidos, logrando terminar un modesto ajuar. Unos meses después de la boda descubrió que no había nada más que hacer; de repente se encontró desocupada de la mañana a la noche. Desechando por instinto la inacción como algo peligroso, volvió a su ropa interior y bordó todo lo que podía ser bordado. Se pasaba el día sentada, cosiendo y recamando hora tras hora, como si su vida dependiera de ello. Era una buena costurera y los resultados fueron admirables. Dick elogió su obra y se asombró, porque había _temido un período difícil, pensando que no se adaptaría a la vida solitaria. Pero no daba muestras de sentirse sola y parecía muy satisfecha de pasarse el día cosiendo. Él la trataba como a una hermana, porque era un hombre sensible y esperaba que se le acercara por propia iniciativa. Le dolió mucho ver el alivio que ella no era capaz de ocultar ante aquel trato fraternal, pero aún creía que al final cambiaría de actitud.
Los bordados tocaron a su fin y otra vez se encontró de brazos cruzados. Buscó de nuevo alguna ocupación y decidió que las paredes estaban muy sucias. Las enjalbegaría ella misma, para ahorrar dinero. Durante dos semanas, Dick encontró al regresar a su casa todo el mobiliario amontonado en el centro de las habitaciones y cubos de cal en el suelo. Pero era muy metódica; primero terminaba una habitación antes de empezar la siguiente; y mientras él la felicitaba por su destreza y valentía al emprender un trabajo en el que no tenía ninguna experiencia, se sentía al mismo tiempo un poco alarmado. ¿Qué haría con toda aquella capacidad y energía? Verla de aquel modo minaba todavía más su propia seguridad en sí mismo, porque en el fondo sabía que carecía de aquella cualidad. Pronto las paredes adquirieron un deslumbrante blanco azulado, pintadas por la propia Mary hasta el último centímetro, encaramada durante días enteros a una vacilante escalera.
Y entonces descubrió que estaba cansada. Encontró agradable reposar un poco y pasar el rato sentada en el gran sofá, cruzada de brazos. Pero no durante mucho tiempo. Se sentía inquieta, tan inquieta que no sabía qué hacer. Desenvolvió las novelas que había traído consigo y les dio una ojeada. Eran los libros que había seleccionado a lo largo de los años entre los muchos que habían pasado por sus manos. Había leído cada uno de ellos docenas de veces y los sabía de memoria, siguiendo el argumento como un niño sigue los conocidos cuentos de hadas que su madre le recita una y otra vez. En el pasado, su lectura había sido una droga, un narcótico, y ahora, al hojearlos con desgana, se preguntó por qué habrían perdido todo su sabor. Su mente divagaba mientras volvía las páginas con determinación; y se dio cuenta, después de leer durante una hora que no había captado una sola palabra. Desechó el libro y lo intentó con otro, pero el resultado fue el mismo. Durante varios días la casa estuvo sembrada de libros de cubiertas polvorientas y descoloridas. Dick estaba contento; le halagaba pensar que se había casado con una mujer aficionada a la lectura. Una noche cogió uno titulado La hermana dama y lo abrió por la mitad:
«Los emigrantes viajaban hacia el norte, hacia la Tierra Prometida donde jamás podría alcanzarles la mano glacial de los odiados británicos. La columna avanzaba como una serpiente fría por el tórrido paisaje. Prunella van Koetzie caracoleaba sobre su caballo por el perímetro de la columna, con una gorra blanca sobre el delicado rostro perlado de sudor y los apretados tirabuzones. Piet van Koetzie la contemplaba con el corazón palpitando al ritmo del gran corazón manchado de sangre de Sudáfrica. ¿Podría conquistar a la dulce Prunella, que se paseaba como una reina entre aquellos burgueses y mynheers y robustas fraus con sus doecks y veldschoens? ¿Podría? La miraba sin quitarle los ojos de encima. Tant' Anna, mientras servía los koekies y el biltong de la comida con un dock rojo del color de los árboles del kaffir-boom, rió hasta que retemblaron sus rechonchas caderas y dijo para sus adentros: "Esos dos aún formarán pareja."»
Dejó el libro y miró a Mary, que tenía una novela en la falda y la vista fija en el tejado.
– ¿No podemos revestir los techos, Dick? -preguntó, nerviosa.
– Costaría demasiado -respondió él, vacilante-. Tal vez el año próximo, si todo va bien.
Al cabo de unos días Mary recogió los libros y los guardó; no eran lo que necesitaba. Volvió a coger el manual de fanagalo y pasó horas enfrascada en su estudio, practicándolo con Samson en la cocina y desconcertándolo con sus críticas disfrazadas, aunque haciendo gala de una justicia desapasionada y fría.
Samson era cada vez más desgraciado. Estaba acostumbrado a Dick y se comprendían muy bien. Dick solía maldecirle, pero después se reía con él. Aquella mujer no se reía nunca. Pesaba con cuidado el maíz y el azúcar y vigilaba las sobras de su propia comida con una extraordinaria y humillante capacidad para recordar cada patata fría y cada trozo de pan, y preguntaba por ellos si faltaban.
Privado de su existencia relativamente cómoda, se volvió malhumorado. Hubo varias peleas en la cocina y un día Dick encontró a Mary llorando. Sabía que había sacado pasas suficientes para el budín, pero cuando iban a comerlo, apenas había unas cuantas. Y el criado negaba haberlas sustraído…
– Vaya por Dios -exclamó Dick, jocoso-. Pensé que pasaba algo muy grave.
– Pero es que sé que las ha robado -sollozó Mary.
– Es probable que así sea, pero en el fondo es un granuja simpático.
– Voy a deducirlas de su sueldo.
Dick, desconcertado ante aquel estado emocional, observó:
– Si lo consideras necesario… -Pensó que era la primera vez que la había visto llorar.
Así pues, Samson, que ganaba una libra al mes, vio disminuido su sueldo en dos chelines. Acogió la información con una cara hermética y sombría, sin decirle nada a ella, pero apelando a Dick, quien respondió que debía acatar las órdenes de Mary. Aquella tarde Samson se despidió, alegando que le necesitaban en el kraal. Mary le interrogó sobre el motivo de aquel súbito requerimiento, pero Dick le tocó el brazo en señal de advertencia y meneó la cabeza.
– ¿Por qué no puedo preguntárselo? -inquirió-. Está mintiendo, ¿no?
– Claro que está mintiendo -repitió Dick, irritado-, claro que sí. Pero la cuestión no es ésta. No puedes retenerle contra su voluntad.
– ¿Por qué tengo que aceptar una mentira? -preguntó Mary-. Dime, ¿por qué? ¿Por qué no puede decir con claridad que no le gusta trabajar para mí en vez de contar este embuste sobre su kraal?
Dick se encogió de hombros con impaciencia; no comprendía la razón de que ella insistiera tanto; sabía que tratar a los nativos era un juego, a veces divertido y otras fastidioso, en el que ambos bandos se atenían a ciertas reglas no escritas.
– Te enfadarías si te dijera la verdad -observó con voz grave, pero todavía en tono afectuoso; no podía tomarla en serio, le parecía una niña cuando se comportaba de aquel modo. Y le apenaba realmente la marcha de aquel viejo nativo que había trabajado tantos años para él-. Bueno -añadió, filosóficamente-. Tendría que haberlo previsto y contratado a un criado nuevo desde el principio. Siempre hay problemas en un cambio de dirección.
Mary contempló la escena de la despedida, que se desarrolló en los escalones de la parte posterior, desde el umbral de la cocina. Estaba llena de extrañeza e incluso de repulsión. ¡Dick lamentaba de verdad perder de vista a aquel negro! No comprendía que una persona blanca pudiera sentir algo personal hacia un nativo; convertía a Dick en un ser horrible a sus ojos. Le oyó decir:
– Cuando hayas terminado tu trabajo en el kraal, ¿volverás a trabajar con nosotros? El nativo contestó:
– Sí baas-. Pero ya se había vuelto para irse y Dick entró en la casa abatido y silencioso.
– No volverá -dijo.
– Hay otros criados, montones, ¿no? -respondió ella con hostilidad.
– Sí -asintió él-, muchos.
Pasaron varios días sin que se ofreciera ningún otro cocinero y Mary hacía todas las labores domésticas, que encontró muy pesadas, contra lo que había supuesto, aunque en realidad no había mucho que hacer. Sin embargo, le gustaba estar sola todo el día y ser la única responsable de la casa. Fregaba, barría y sacaba brillo; el trabajo doméstico era algo nuevo para ella; durante toda su vida los nativos lo habían desempeñado en su casa, silenciosos y discretos como si fueran hadas. Como era algo nuevo, disfrutaba haciéndolo. Pero cuando todo estaba limpio y brillante y la despensa rebosaba de comida, se sentaba en el viejo y grasiento sofá de la habitación principal, desplomándose como si no le quedara fuerza en las piernas. ¡Hacía tanto calor! Nunca había imaginado un calor como aquél. El sudor la empapaba durante todo el día; lo sentía resbalar bajo el vestido por las costillas y muslos, como hormigas recorriendo su cuerpo. Solía quedarse inmóvil, con los ojos cerrados, sintiendo el calor abatirse sobre ella desde el tejado de hierro. En realidad era tan fuerte, que habría debido usar sombrero incluso dentro de la casa. Si Dick hubiera vivido siempre en la casa, pensaba, en vez de pasarse los días en los campos, habría instalado techos. No podían ser tan caros. A medida que transcurrían las semanas, empezó a pensar que había obrado de manera insensata al gastar todos sus ahorros en cortinas en vez de haber revestido el tejado. ¿Y si volvía a pedírselo a Dick? Si le explicaba lo mucho que significaba para ella, tal vez se apiadaría y encontraría el dinero. Pero sabía que no podía abordar el tema sin provocar en él aquella expresión atormentada. Porque a aquellas alturas ya se había acostumbrado a aquella expresión. Aunque, en realidad, le gustaba; en el fondo, le gustaba mucho. Cuando le cogía la mano con ternura y se la besaba, lleno de sumisión, y preguntaba con voz implorante: «Querida, ¿me odias por haberte traído aquí?», ella contestaba: «No, querido, ya sabes que no.» Era la única vez que podía usar un epíteto cariñoso, cuando se sentía triunfante y le perdonaba. Su ansia de ser perdonado, su humillación, eran la mayor satisfacción que conocía aunque, al mismo tiempo, le despreciaba por ello.
Así que se sentaba en el sofá, con los ojos cerrados, sufriendo a causa del calor y sintiéndose a la vez dulcemente triste y majestuosa… por su resistencia al sufrimiento.
Y entonces, de improviso, el calor se hizo intolerable. Fuera, en la selva, las cigarras chillaban sin interrupción y a Mary le dolía la cabeza y tenía los miembros pesados y tensos. Se levantaba e iba al dormitorio para examinar su ropa, buscando algo que hacer: un nuevo bordado o una reforma. Repasaba las cosas de Dick por si había algo que zurcir o remendar; pero todo lo que llevaba eran camisas y pantalones cortos y tenía suerte si encontraba a faltar un botón. Sin nada que hacer, erraba hasta la veranda y se sentaba a contemplar los cambios de luces sobre las distantes montañas azules; o se dirigía a la parte trasera de la casa, donde se levantaba la colina compuesta de riscos toscos y gigantes, para ver las ondas de calor despedidas por la piedra candente y los lagartos rojos, azules y esmeraldas que se deslizaban por las rocas como relampagueantes llamas. Hasta que la cabeza empezaba a darle vueltas y tenía que entrar de nuevo en la casa a beber un vaso de agua.
Un día se presentó un nativo en la puerta trasera, solicitando trabajo. Pidió diecisiete chelines al mes. Mary le ofreció dos menos, sintiéndose satisfecha de sí misma por su victoria sobre él. Era un muchacho muy joven, probablemente no había cumplido veinte años, venido directamente de su kraal, demacrado por la larguísima marcha a través de la selva desde su Nyasalandia natal, a centenares de kilómetros de distancia. No la entendía y estaba muy nervioso. Se movía como un autómata, con los hombros rígidos, escuchándola un poco encorvado, con atención, sin desviar de ella la mirada por miedo a perderse la menor indicación. Su servilismo la irritó y le habló con voz dura. Le enseñó la casa, rincón tras rincón, armario tras armario, explicándole, en su ya fluido fanagalo, cómo debía hacer las cosas. Él la seguía como un perro asustado. No había visto nunca platos, cuchillos y tenedores, aunque conocía leyendas de aquellos extraordinarios objetos contadas por amigos que habían servido en casas de blancos. No sabía que hacer con ellos y ella esperaba que supiera distinguir entre una fuente de budín y una para el asado. Se quedó observándole mientras ponía la mesa y no le dejó en paz en toda la tarde, explicando, repitiendo y atosigando. Aquella noche, durante la cena, sirvió mal la mesa y Mary descargó su cólera sobre él, mientras Dick la miraba con inquietud. Cuando el nativo se hubo ido a la cocina, dijo:
– Con un boy nuevo es mejor tomárselo con calma.
– ¡Es que le he enseñado! ¡No una vez, sino cincuenta veces!
– Pero es probable que ésta sea la primera vez que está en casa de una familia blanca.
– No me importa. Le he dicho lo que debía hacer. ¿Por qué no lo hace?
Dick la miró con atención, frunciendo el ceño y apretando los labios. Parecía poseída por la indignación, era otra persona.
– Mary, escúchame un momento. Si te dejas enfurecer por los criados, estás lista. Tendrás que ser un poco más tolerante, menos exigente.
– No rebajaré mis exigencias. ¡Me niego a ello! ¿Por qué tendría que hacerlo? Ya es bastante malo… -Se interrumpió. Había estado a punto de decir-: Ya es bastante malo vivir en una pocilga como ésta…
Él intuyó la frase, bajó la cabeza y se quedó mirando el plato. Pero esta vez no suplicó. Estaba enfadado; no se sentía sumiso ni en posición falsa, y cuando ella insistió: «Le he enseñado a poner la mesa», con voz estridente, colérica y cansada, se levantó y salió afuera; y ella vio la llamarada de una cerilla y la punta encendida de un cigarrillo. ¡Vaya! Conque estaba molesto, ¿eh? ¡Tan molesto que incumplía su norma de no fumar nunca hasta después de la cena! Muy bien, ya le pasaría.
Al día siguiente, durante el almuerzo, el criado rompió un plato a causa de su nerviosismo y Mary le despidió en el acto. Una vez más tuvo que hacer todo el trabajo, y en aquella ocasión se sintió impaciente, reacia a trabajar y culpando al torpe nativo al que había echado sin pagarle nada. Limpió y barnizó mesas y sillas como si estuviera desollando una cara negra. El odio la consumía. Sin embargo, adoptó en secreto la resolución de no ser tan quisquillosa con el próximo boy que se presentara.
El próximo fue muy diferente. Tenía años de experiencia en el servicio de mujeres blancas, que le trataban como si fuera una máquina; y había aprendido a presentar un rostro inexpresivo y a contestar con voz suave y neutral. A todo lo que le decían, replicaba con el mismo «Sí, ama; sí, ama», sin mirarlas a la cara. A Mary la irritaba no encontrar nunca su mirada; ignoraba que parte del código de cortesía nativo era no mirar a los ojos a un superior; y pensó que se trataba de otra muestra de su naturaleza deshonesta y evasiva. Daba la impresión de no estar allí en persona, de ser sólo un cuerpo negro dispuesto a cumplir sus órdenes. Y aquello también la encolerizaba. Le habría gustado tirarle un plato a la cara para que al menos el dolor la tornase humana y expresiva. Pero con aquél fue glacialmente correcta; y aunque no le perdía de vista ni un solo momento y le seguía cuando ya había terminado el trabajo, llamándole si veía la menor mota de polvo o gota de grasa, tenía cuidado de no ir demasiado lejos. Conservaría a aquel boy, se decía a sí misma. Pero no cedía nunca en su férrea voluntad de que hiciera las cosas a su modo, hasta en el menor detalle.
Dick veía todo aquello con creciente inquietud. ¿Qué le ocurría? Con él parecía estar a gusto, tranquila, casi maternal, pero con los nativos era una arpía. Con objeto de hacerla salir de la casa, le pidió que le acompañara a los campos para verle trabajar. Pensó que si vivía de cerca sus problemas y preocupaciones, se aproximarían más el uno al otro. Además, se encontraba muy solo durante aquellas largas horas recorriendo los campos, vigilando el trabajo de los peones.
Aceptó, indecisa, porque en realidad no deseaba ir. Cuando le imaginaba en el espejismo del calor despedido por la tierra rojiza, junto a los cuerpos malolientes de los peones nativos, era como si pensara en un hombre encerrado en un submarino, que hubiese descendido voluntariamente a un mundo extraño y hostil. Pero cogió el sombrero y le acompañó al coche, obediente.
Durante toda una mañana le siguió de campo en campo, de un grupo de peones al siguiente; pero en su subconsciente no dejaba de pensar que el nuevo criado estaba solo en la casa, quizá cometiendo toda clase de desmanes. Seguro que robaba, aprovechando que ella había vuelto la espalda, ¡y tal vez incluso manoseaba sus vestidos y rebuscaba entre sus objetos personales! Mientras Dick le hablaba con paciencia de terrenos, irrigación y jornales de los nativos, ella continuaba pensando en aquel determinado nativo removiendo sus cosas. Cuando volvió a la hora del almuerzo, lo primero que hizo fue dar un repaso a la casa, buscando huellas de suciedad, y examinar los cajones, que parecían intactos. Pero nunca sabía una a qué atenerse con ellos, ¡eran tan taimados! Al día siguiente, cuando Dick le preguntó si quería acompañarle de nuevo, contestó, nerviosa:
– No, Dick, no iré, si no te importa. Hace tanto calor ahí abajo… Tú ya te has acostumbrado.
Y de verdad estaba convencida de no poder soportar otra mañana con el tórrido sol en el cogote y el resplandor en los ojos, aunque el calor también la agobiaba cuando se quedaba en la casa. Pero al menos allí tenía algo que hacer: vigilar al nativo.
A medida que pasaba el tiempo, el calor se fue convirtiendo en una obsesión. No podía soportar las terribles y sofocantes oleadas que se desplomaban sobre ella desde el techo de hierro. Incluso los perros, normalmente activos, se pasaban el día tumbados en la veranda, cambiando de sitio cuando habían calentado los ladrillos y con la lengua fuera, chorreando saliva y formando con ella pequeños charcos. Mary les oía jadear quedamente o gemir con exasperación a causa de las moscas. Y cuando iban a apoyar las cabezas sobre su rodilla, buscando alivio del calor, los apartaba con brusquedad; los enormes animales, que olían a rancio, eran una molestia continua para ella, metiéndose entre sus piernas cuando iba de un lado a otro por la pequeña casa, dejando pelos en los almohadones y resoplando con ruido mientras se buscaban pulgas cuando ella intentaba descansar. Solía cerrarles la puerta de la casa y a media mañana decía al boy que le llevara al dormitorio una lata de gasolina llena de agua tibia y, tras cerciorarse de que había salido fuera, se desnudaba y, con los pies dentro de una palangana puesta sobre el suelo de ladrillo, se echaba el agua por encima. Las gotas caían con un silbido sobre el ladrillo poroso y seco.
– ¿Cuándo empezará a llover? -preguntó a Dick.
– Oh, todavía falta un mes -respondió él, sorprendido de la pregunta. ¿Acaso no sabía cuándo era época de lluvias? Había vivido en el país más tiempo que él. Pero Mary tenía la impresión de que en la ciudad no había conocido estaciones, por lo menos no como las conocía aquí. Allí había vivido ajena al ritmo del calor, del frío y de la lluvia. Hacía calor, llovía, llegaba el tiempo frío, desde luego; pero era algo ajeno a su persona, algo que sucedía independientemente de ella. Aquí tanto la mente como el cuerpo estaban supeditados al lento movimiento de las estaciones; nunca en su vida había espiado un cielo implacable en busca de signos de lluvia, como hacía ahora en la veranda, escudriñando con ojos entornados las grandes masas de nubes que parecían brillantes cristales de cuarzo navegando por el inmenso espacio azul.
– El agua se acaba muy deprisa -observó Dick un día, con el ceño fruncido.
La traían dos veces por semana del pozo que había al pie de la colina. Mary oía gritos y gemidos, como si alguien estuviera sufriendo una tortura, y salía a la veranda para ver llegar la carreta del agua entre los árboles, tirada por una yunta de lentos y hermosos bueyes que subían con gran esfuerzo la cuesta. El carro consistía en dos bidones cilíndricos atados a un bastidor y la lanza descansaba sobre horquillas sujetas a los cuellos de los grandes y potentes animales. Veía los gruesos músculos tensos bajo la piel y las ramas que cubrían los bidones para mantener fresca el agua. A veces ésta, en un vaivén, se derramaba en un fino surtidor que centelleaba a la luz del sol y los bueyes movían las cabezas y los hocicos al olfatearla. Y todo el tiempo el conductor nativo gritaba y vociferaba, bailando delante de los animales y blandiendo su largo látigo, que se enroscaba y silbaba en el aire sin tocarlos nunca.
– ¿En qué la gastas? -inquirió Dick. Ella se lo dijo y Dick, con el rostro sombrío, la miró escandalizado e incrédulo, como si hubiera cometido un crimen.
– ¿Por qué la desperdicias de este modo?
– No la desperdicio -respondió fríamente Mary-. Tengo tanto calor, que no puedo soportarlo. Necesito refrescarme un poco.
Dick tragó saliva e intentó conservar la calma.
– Escucha -dijo, lleno de cólera, con una voz que no había empleado nunca para dirigirse a ella-, ¡escúchame bien! Cada vez que hago traer agua para la casa, significa apartar de otro trabajo durante toda una mañana a un conductor, dos ayudantes y dos bueyes. Cuesta dinero traer agua. ¡Y tú vas y la tiras! ¿Por qué no llenas la bañera y te metes en ella en lugar de ducharte y tirarla cada vez?
Ella se enfureció; aquello era el colmo. Vivía encerrada allí, sin quejarse, sufriendo toda clase de penalidades, ¡y encima no podía gastar diez litros de agua! Abrió la boca para gritarle, pero antes de que pudiera hacerlo, él ya se había arrepentido de su arrebato y hubo otra de aquellas pequeñas escenas que la consolaban y aliviaban: le pidió perdón, se humilló y ella consintió en perdonarle.
Pero en cuanto se quedó sola, fue al cuarto de baño y miró fijamente la bañera, odiándole todavía por lo que le había dicho. El cuarto de baño había sido construido después de terminar la casa; estaba adosado a ella y tenía paredes de barro (aplicado contra un entramado de palos) y tejado de hojalata. La lluvia había penetrado por entre las junturas del techo, destiñendo el encalado y resquebrajando el barro. La bañera era de zinc, poco profunda y asentada sobre una base de barro seco. El metal había sido brillante en su día; en la superficie arañada y mate podían verse todavía algunos trozos relucientes,'pero a lo largo de los años se había ido formando una patina de grasa y suciedad que ahora, al fregarla, sólo desaparecía en parte. ¡Estaba mugrienta, mugrienta! Mary permaneció contemplándola con repugnancia. Cuando se bañaba, que era sólo dos veces por semana a causa de la molestia y el coste de acarrear el agua, se sentaba con mucho cuidado en un extremo, tocándola lo menos posible y saliendo tan pronto como podía. Allí bañarse era como una medicina que no había más remedio que tomar, no un lujo para ser disfrutado.
Los preparativos para el baño eran increíbles; lloraba, exasperada por la propia ira. Se calentaban en la cocina dos latas de agua, se llevaban al cuarto de baño y se depositaban en el suelo, tras lo cual se cubrían con gruesos sacos de arpillera para mantener el agua caliente; los sacos, al calentarse y despedir vapor, apestaban a moho. Para poder acarrear las latas, habían sido provistas de un asa de madera que estaba grasienta por el uso continuado. No lo soportaré más, se dijo a sí misma, y salió del cuarto asqueada y furiosa. Llamó al boy y le ordenó que fregara la bañera, que la fregara hasta que estuviera limpia. El pensó que se refería a la limpieza habitual y terminó la tarea en cinco minutos. Mary fue a examinarla; estaba igual que antes. Pasó los dedos por el zinc y notó la costra de mugre. Le llamó de nuevo y le dijo que la limpiara a fondo, que siguiera fregándola hasta que toda su superficie brillara de limpia.
Aquello sucedía a las once de la mañana.
Fue un día infortunado para Mary. Por la tarde tuvo su primer contacto con «el distrito» en las personas de Charlie Slatter y de su esposa. Merece la pena explicar con detalle lo acontecido aquel día porque ayuda a comprender muchas cosas; cometió un error tras otro con la cabeza alta y los labios apretados, rígida por el orgullo y la determinación de no demostrar debilidad. Cuando Dick volvió para el almuerzo, la encontró guisando en la cocina, fea sin paliativos, con la cara encendida y los cabellos desgreñados.
– ¿Dónde está el boy? -preguntó Dick, sorprendido al verla hacer el trabajo del criado.
– Limpiando la bañera -replicó Mary, con la voz ahogada por la ira.
– ¿Por qué ahora?
– Está sucia.
Dick fue al cuarto de baño, donde se oía rascar con el áspero cepillo de fregar el suelo, y encontró al nativo inclinado sobre la bañera, rascando, pero sin resultado aparente. Volvió a la cocina.
– ¿Por qué se lo has ordenado ahora? -inquirió-. Hace años que está igual. Todas las bañeras de zinc son así. No es suciedad, Mary, te lo aseguro. Es que cambian de color.
Sin mirarle, ella puso un plato de comida en una bandeja y la llevó a la habitación delantera.
– Es suciedad -replicó-. No volveré a meterme en esa bañera hasta que esté realmente limpia. No comprendo como puedes permitir que todas las cosas se cubran de porquería.
– Tú misma la has usado durante varias semanas sin quejarte -contestó él con brusquedad, sacando maquinal-mente un cigarrillo y poniéndoselo entre los labios. Pero ella no contestó.
Dick meneó la cabeza cuando Mary dijo que la comida estaba lista y se marchó de nuevo a los campos, llamando a los perros. Cuando se hallaba en aquel estado, no soportaba estar cerca de ella. Mary quitó la mesa, sin comer ni un bocado, y se sentó a escuchar el sonido del cepillo. Permaneció así durante dos horas, con dolor de cabeza, escuchando con cada músculo de su tenso cuerpo; estaba decidida a no dejarle rehuir su trabajo. A las tres y media se hizo un silencio repentino que la obligó a enderezarse; ya estaba a punto de ir al cuarto de baño para ordenarle que continuara trabajando, cuando la puerta se abrió y entró el criado. Sin mirarla, dirigiéndose al doble invisible que estaba a su lado, dijo que iba a su cabaña a comer algo y que seguiría limpiando la bañera cuando volviese. Mary había olvidado su comida; nunca pensaba que los nativos tenían necesidad de comer o dormir; estaban allí o no estaban, y nunca se paraba a pensar en lo que podían ser sus vidas cuando los perdía de vista. Asintió, con un leve sentimiento de culpabilidad, que sofocó diciéndose: «Es culpa suya por no limpiarla como es debido.»
Una vez relajada la tensión de escuchar cómo trabajaba, salió a mirar el cielo. No había una sola nube, era una bóveda baja de un azul sonoro, matizado por el color amarillento del humo que notaba en el aire. De la arenilla pálida que se extendía frente a la casa reverberaban oleadas de luz y aquí y allá crecían relucientes arbustos de poinsetias, que estallaban en franjas irregulares de un rojo vivo. Miró hacia los árboles, de un color marrón sucio, y hacia las hectáreas de hierba brillante y ondulada que se prolongaban hasta las colinas, difusas e indistintas. Los fuegos del veld ardían desde hacía semanas en muchos kilómetros a la redonda y podía notar el sabor del humo en la lengua. A veces caía sobre su piel un minúsculo fragmento de hierba carbonizada, dejando una mancha negra y grasienta. Columnas de humo se elevaban en la distancia, densos remolinos azulados que flotaban inmóviles, formando una complicada arquitectura en el aire estancado.
La semana anterior un incendio había asolado parte de su granja, destruyendo dos establos de vacas y hectáreas de pasto. Por donde el fuego había pasado, sólo quedaban extensiones de tierra ennegrecida, pero aún humeaban algunos troncos caídos, enviando tenues rizos de humo gris sobre el paisaje calcinado. Desvió la vista porque no quería pensar en el dinero perdido y vio frente a ella, en la curva del camino, nubes de polvo rojizo. Era fácil seguir el curso de aquella carretera porque los árboles que la bordeaban eran de color granate, como si estuvieran cubiertos de langostas. Contempló los surtidores de polvo, que parecían causados por un escarabajo que escarbara entre los árboles, y pensó: «¡Si es un coche!» Pocos minutos después comprendió que se dirigía hacia su casa y sintió pánico. ¡Visitas! Pero Dick ya le había advertido que iría gente a verla. Corrió a la parte trasera para decir al boy que preparase el té, pero no estaba allí. Eran las cuatro; recordó que media hora antes le había dicho que podía irse. Corrió, saltando sobre las ramas y trozos de corteza que rodeaban el montón de leña y, liberando el oxidado cerrojo de madera de la horcadura del árbol, golpeó el disco del arado. Diez resonantes golpes significaban que el boy era necesario en la casa. Entonces entró en la cocina. El fuego estaba apagado y era difícil de encender; y no había nada para acompañar el té. Como Dick no iba nunca a aquella hora, no se molestaba en hacer pasteles. Abrió un paquete de galletas y se miró el vestido. ¡No podían verla con aquellos harapos! Pero era demasiado tarde; el coche ya subía colina arriba. Salió corriendo a la parte delantera, retorciéndose las manos. Por su modo de comportarse, habríase dicho que vivía aislada desde hacía años y había perdido el hábito de la vida social, cuando en realidad era una mujer que durante muchísimo tiempo no había estado sola ni un minuto. Vio detenerse el coche y apearse de él a dos personas. El hombre era bajo, corpulento, muy rubio, y ella una mujer morena y maciza de rostro agradable. Les esperó, sonriendo con timidez en respuesta a sus semblantes cordiales. Y entonces, ¡con qué alivio vio el coche de Dick asomando por la cuesta! Le bendijo por aquella consideración de acudir en su ayuda en la primera visita. Había visto el reguero de polvo sobre los árboles y venido con la máxima celeridad posible.
El hombre y la mujer le estrecharon la mano y la saludaron. Pero fue Dick quien les invitó a entrar. Los cuatro se sentaron en la diminuta habitación, que parecía más pequeña que nunca. Dick y Charlie Slatter hablaban en un lado y ella y la señora Slatter en el otro. La señora Slatter era una mujer bondadosa que se compadecía de Mary por haberse casado con un inútil como Dick. Había oído decir que era una chica de la ciudad y sabía por experiencia propia lo difícil y solitaria que era aquella vida, aunque ella ya hacía tiempo que había pasado la fase de aclimatación. Ahora tenía una casa grande, tres hijos en la universidad y una existencia cómoda. Pero recordaba muy bien los sufrimientos y humillaciones de la pobreza. Miraba a Mary con auténtica ternura, evocando su propio pasado, y estaba dispuesta a ser su amiga. Pero Mary se mostraba rígida por el resentimiento, porque había sorprendido a la señora Slatter escudriñando la habitación, fijándose en los almohadones, el nuevo encalado y las cortinas.
– Qué bonito le ha quedado todo -dijo con espontánea admiración, sabiendo lo que significaba aprovechar sacos de harina teñidos para hacer cortinas y latas de gasolina pintadas para que sirvieran de alacenas. Pero Mary no supo interpretarla y fue incapaz de ablandarse. No tenía intención de hablar de su casa con la señora Slatter, que la trataba con condescendencia. Al cabo de unos momentos la señora Slatter miró con atención el rostro ruborizado de la muchacha y, con voz cambiada, formal y distante, empezó a hablar de otras cosas. Entonces el boy llevó el té y Mary volvió a avergonzarse de las tazas y la bandeja de hojalata. Trató de encontrar un tema que no tuviera relación con la granja. ¿Películas? Repasó los centenares que había visto durante los últimos años y no pudo recordar más que dos o tres títulos. Las películas que antes se le antojaban tan importantes, eran ahora un poco irreales; y de todos modos, la señora Slatter sólo iba al cine dos o tres veces al año, cuando estaba en la ciudad en una de sus raras visitas para ir de compras. ¿Las tiendas de la ciudad? No, aquello era también una cuestión de dinero y ella llevaba una bata de algodón de la que se sentía avergonzada. Miró a Dick para recabar su ayuda, pero éste sé hallaba enfrascado en su conversación con Charlie, discutiendo sobre cosechas, precios y -sobre todo- la mano de obra nativa. Siempre que se reúnen dos o tres granjeros, es obligado que sólo conversen sobre los inconvenientes y deficiencias de los nativos. Hablan de sus peones con una persistente irritación en la voz; puede gustarles algún nativo individual, pero como género, los aborrecen. Los aborrecen hasta la neurosis. Nunca dejan de lamentarse de la desgracia de tener que tratar con nativos siempre indiferentes a los intereses del hombre blanco, que sólo trabajan para entretener su ocio. No tienen idea de la dignidad del trabajo ni les interesa mejorar sus condiciones de vida por medio del esfuerzo.
Mary escuchaba, extrañada, aquella conversación masculina. Era la primera vez que oía hablar a dos hombres del cultivo de la tierra y se dio cuenta de que Dick lo hacía con avidez y se sintió un poco mezquina por saber tan poco acerca del tema y no poder aliviarle hablando con él de la granja. Se volvió hacia la señora Slatter, que guardaba silencio, ofendida porque Mary no aceptaba su simpatía y su ayuda. Por fin la visita llegó a su término, para desgracia de Dick y gran alivio de Mary. Los Turner salieron a despedirles y siguieron con la mirada al coche grande y lujoso mientras bajaba la colina y se adentraba entre los árboles levantando nubes de polvo rojo.
– Me alegro de que vinieran -dijo Dick-. Esto debe ser muy solitario para ti.
– No me siento sola -respondió Mary, fiel a la verdad. La soledad era, según ella, una necesidad de estar acompañada. Pero no sabía que también puede ser un imperceptible calambre del espíritu por falta de compañía.
– Sin embargo, te conviene hablar de temas femeninos de vez en cuando -observó Dick con torpe jocosidad.
Ella le miró, sorprendida; aquel tono era nuevo. Le vio con la mirada fija en el coche de Slatter y era una mirada nostálgica. No echaba de menos a Charlie, que no le resultaba simpático, sino la conversación, la charla masculina que le daba seguridad en sí mismo en sus relaciones con Mary. Se sentía como si le hubieran administrado una inyección de energía; tal había sido el efecto causado en él por aquella hora pasada en la pequeña habitación, los dos hombres en un lado, hablando de sus negocios, y las dos mujeres en el otro, hablando probablemente de vestidos y criados. Porque no había oído una sola palabra de lo que habían dicho la señora Slatter y Mary ni se había fijado en la tensión existente entre las dos.
– Tienes que ir a visitarla, Mary -anunció-. Te dejaré el coche una tarde en que no apriete el trabajo y así pasarás una hora distraída, chismorreando. -Hablaba en tono jovial y animado, con el rostro libre de la habitual preocupación y las manos en los bolsillos.
Mary no comprendió por qué le parecía distante y hostil, pero le irritó aquel superficial resumen de sus necesidades. Y no deseaba en absoluto la compañía de la señora Slatter; no deseaba la compañía de nadie.
– No quiero ir -replicó con pueril terquedad.
– ¿Por qué no?
Pero en aquel momento, el criado apareció en la veranda, a sus espaldas, y les alargó sin pronunciar palabra su contrato de servicio. Quería marcharse; su familia le necesitaba en el kraal. Mary perdió los estribos inmediatamente; su nerviosismo encontró una plausible válvula de escape en aquel exasperante nativo. Dick se limitó a empujarla, como si no fuera nadie, y se fue a la cocina con el boy. Mary oyó quejarse a éste de que había trabajado desde las cinco de la mañana sin tomar alimento, porque a los pocos momentos de haber entrado en su cabaña había vuelto a ser requerido por el gong. No podía trabajar en aquellas condiciones; su hijo estaba enfermo en el kraal y quería ir a su lado sin pérdida de tiempo. Dick, haciendo caso omiso, por una vez, de las reglas no escritas, adujo que la nueva ama no sabía aún llevar una casa pero que aprendería y aquello no volvería a suceder. Hablar de aquel modo con un nativo, rogarle, era contrario a las ideas de Dick sobre las relaciones entre blancos y negros, pero estaba furioso con Mary por su falta de tacto y consideración.
Mary reventaba de ira. ¡Cómo se atrevía a dar la razón al nativo en contra de ella! Cuando Dick volvió a la veranda, la encontró con los puños cerrados y el rostro contraído.
– ¡Cómo te atreves! -exclamó con voz ahogada.
– Si te portas así, tienes que atenerte a las consecuencias -dijo Dick, exasperado-. Es un ser humano, ¿no? Tiene que comer. ¿Por qué ha de fregar la bañera de una sola vez? Puede hacerlo en varios días, si es que tanto significa para ti.
– En mi casa -profirió Mary-. Es mi boy, no el tuyo. No intervengas.
– Escúchame -replicó Dick con frialdad-. Trabajo todo lo que puedo, ¿no? Me paso el día en los campos con esos perezosos y salvajes negros, luchando para lograr que no estén mano a mano. Lo sabes muy bien. No estoy dispuesto a venir a casa para tener siempre las mismas malditas peleas. ¿Me has entendido? No lo toleraré. Y tú aprende un poco de sentido común. Si quieres que trabajen, has de saber tratarles. No debes esperar demasiado; a fin de cuentas, son unos salvajes.- Así habló Dick, que nunca se había parado a reflexionar que aquellos mismos salvajes habían cocinado para él mejor que su esposa, llevado su casa y, en la medida en que ello era posible, procurado para él una existencia cómoda durante años.
Mary estaba fuera de sí. Decidida a herirle, realmente decidida a herirle por primera vez a causa de aquella nueva arrogancia suya, le espetó a la cara:
– Esperas mucho de mí, ¿verdad? -Al borde del desastre, se contuvo, pero no pudo detenerse completamente y, tras un ligero titubeo, continuó-: ¡Esperas demasiado! Esperas que viva como una blanca pobre en este asqueroso agujero tuyo. Esperas que me abrase un poco cada día porque no quieres revestir el tejado… -Estaba hablando con una voz nueva para ella, una voz que no había usado en su vida. La había tomado directamente de su madre durante aquellas escenas en que discutía con su padre sobre dinero. No era la voz de Mary como individuo (a quien, después de todo, no importaba tanto la bañera o que el nativo se fuera o se quedara), sino la voz de la mujer doliente que aspiraba a demostrar a su marido que no quería ser tratada de aquel modo. Le faltaba poco para echarse a llorar, como lloraba su madre en tales ocasiones, con una especie de rabia digna y martirizada.
Dick replicó fríamente, blanco por la cólera:
– Ya te dije cuando nos casamos lo que debías esperar. No puedes acusarme de haberte mentido. Te lo expliqué todo. Y hay esposas de granjeros por todo el país que no viven mejor que tú y no hacen tantos aspavientos. En cuanto a los techos, te los pintas al óleo. Yo he vivido seis años en esta casa y no me he muerto, así que aguántate.
El asombro la dejó sin habla. Nunca la había tratado de aquel modo. Todo su ser se endureció y enfrió contra él; no volvería a ablandarse hasta que le dijera que lo sentía y le pidiera perdón.
– El boy se quedará; ya me he ocupado de ello. Ahora trátale bien y no vuelvas a ponerte en ridículo -añadió Dick.
Ella fue directamente a la cocina, dio al boy el dinero que se le debía, contando los chelines como si quisiera escatimárselos, y le despidió. Entonces volvió, fría y victoriosa. Pero Dick no reconoció su victoria.
– No me haces daño a mí, sino a ti misma -observó-. Si continúas así, nunca encontrarás criados. Pronto conocen a las mujeres que no saben tratar a sus boys.
Preparó la cena ella misma, luchando con el fogón, y después, cuando Dick se hubo acostado temprano, como solía hacer, se quedó sola en la pequeña habitación. Al cabo de un rato se sintió enjaulada y salió a la oscuridad que rodeaba la casa para pasear arriba y abajo del sendero bordeado de piedras blancas que brillaban débilmente en la penumbra, esperando que el aire fresco enfriara sus mejillas ardientes. Sobre las colinas relampagueaba a intervalos regulares; un resplandor rojo marcaba el lugar donde ardía el fuego; la atmósfera era oscura y sofocante. El odio la mantenía en tensión. Entonces empezó a verse a sí misma andando arriba y abajo en la oscuridad, rodeada de los odiados chaparrales, frente a aquella pocilga que él llamaba casa donde ella tenía que hacer todo el trabajo, mientras que pocos meses atrás vivía su propia vida en la ciudad, rodeada de amigos que la querían y necesitaban. Rompió en llanto, dejándose ganar por la autocompasión. Lloró durante horas, hasta que no pudo seguir caminando. Fue a trompicones hasta la cama, sintiéndose maltrecha y derrotada. La tensión persistió entre ellos durante una intolerable semana, hasta que por fin empezaron las lluvias y el aire se enfrió y relajó. Él no le pidió perdón; el incidente no volvió a mencionarse. El conflicto quedó atrás, sin resolver ni aclarar, y prosiguieron como si nada hubiera ocurrido. Pero los había cambiado a los dos. Aunque el autodominio de Dick no duró mucho y pronto volvió a depender de ella y a hablarle siempre en un tono contrito, perduró en él un fondo de resentimiento contra ella. Y Mary, obligada por la vida en común, tuvo que disimular el rencor que sentía hacia él por su comportamiento, y como no era fácil de vencer, lo dirigió hacia el nativo que había despedido e, indirectamente, hacia todos los nativos.
A finales de aquella semana llegó una nota de la señora Slatter invitándoles a una velada.
Dick era reacio a ir porque había perdido la costumbre de las fiestas organizadas y se encontraba a disgusto en las reuniones sociales, pero quería asistir para complacer a Mary. Sin embargo, ésta se negó en redondo a aceptar la invitación y escribió una nota de agradecimiento, diciendo que lo lamentaba mucho, pero…
La señora Slatter les había invitado obedeciendo a un impulso de auténtica amabilidad, porque Mary continuaba inspirándole lástima, a pesar de su obstinado orgullo. Pero la nota la ofendió; parecía copiada de un manual de correspondencia. Aquella clase de formalidad no encajaba en el marco de sencillas relaciones del distrito; enseñó la nota a su marido enarcando las cejas, pero sin decir nada.
– Déjala -aconsejó Charlie Slatter-, ya le bajarán los humos. Tiene muchos pájaros en la cabeza, esto es lo malo; pero un día u otro tendrá que recobrar la sensatez. No es que sea una gran pérdida. Los dos necesitan una buena dosis de sentido común. Turner va por mal camino. [Es tan soñador que ni siquiera se preocupa de distribuir cortafuegos en sus tierras! Y está plantando árboles. ¡Árboles! Tira el dinero plantando árboles cuando aún no ha pagado sus deudas.
En la granja del señor Slatter apenas quedaban árboles. Era un monumento a la agricultura incompetente, llena de hondonadas y hectáreas enteras de tierra fértil desperdiciadas por un uso indebido. Pero hacía dinero, y aquello era lo principal. Le enfurecía pensar que era fácil hacer dinero y aquel estúpido de Dick Turner se entretenía con los árboles. En un impulso de bondad, no exento de exasperación, fue una mañana a hablar con Dick, evitando la casa (porque no quería ver a aquella idiota presumida de Mary) y buscándole en los campos. Pasó tres horas intentando persuadirle de que plantara tabaco en lugar de maíz y cultivos pequeños. Fue muy sarcástico a propósito de estos últimos, las judías, el algodón y el cáñamo que gustaban a Dick. Pero éste se negó a escucharle. Le gustaban sus cultivos, su diversificación, y el tabaco se le antojaba un cultivo inhumano; no era en absoluto agricultura, sino una especie de producto de fábrica, con sus graneros, cobertizos y la obligación de levantarse por las noches para vigilar la temperatura ambiente.
– ¿Qué hará cuando tenga familia? -inquirió Charlie con brusquedad, fijando en Dick sus pequeños ojos azules.
– Saldré del apuro a mi modo -respondió, obstinado, Dick.
– Está loco -dijo Charlie-, loco. No diga que no se lo advertí y no venga a pedirme nada prestado cuando el vientre de su mujer empiece a hincharse y necesite dinero contante y sonante.
– Nunca le he pedido nada -replicó Dick, ofendido, con el rostro ensombrecido por el orgullo. Hubo un momento de auténtico odio entre los dos hombres. Pero en el fondo se respetaban mutuamente, a pesar de las diferencias de temperamento, tal vez porque compartían la misma vida. Se separaron con bastante cordialidad, aunque Dick no consiguió emular el afectado buen humor de Charlie.
Cuando Slatter se hubo marchado, volvió a la casa, agobiado por la preocupación. La ansiedad y la tensión repentinas le atacaban siempre el estómago y sentía náuseas, pero ocultó el hecho a Mary para no mencionar la causa de su inquietud. Hijos eran lo que necesitaba ahora que su matrimonio era un fracaso y parecía imposible de enderezar. Los hijos les acercarían el uno al otro y derribarían aquella barrera invisible. Pero no podían permitirse el lujo de tenerlos. Cuando había dicho a Mary (pensando que tal vez ansiaba tener uno) que tendrían que esperar, ella había asentido con un suspiro de alivio. A Dick no le pasó desapercibido aquel suspiro. Pero cuando hubieran salido del atolladero, quizá le complacería tener hijos.
Empezó a trabajar con mayor ahínco, a fin de mejorar su situación y hacer posible la llegada de los hijos. Se pasaba el día planeando, soñando y haciendo proyectos mientras supervisaba el trabajo de los peones. Y entretanto, la situación doméstica no mejoraba. Mary no sabía tratar a los nativos; era un hecho incontestable y tenía que aceptarlo. Estaba hecha de aquel modo y no podía cambiar. Los cocineros no le duraban nunca más de un mes, y siempre había escenas y arrebatos de cólera. Dick apretaba los dientes para resistirlo, sintiendo en el fondo que en cierto modo era culpa suya, debido a la existencia difícil que hacía llevar a Mary; pero a veces salía corriendo de la casa, mudo por la irritación. Si por lo menos tuviera algo en qué ocuparse… aquél era el problema.