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Un día Mary cogió del mostrador de la tienda un folleto sobre apicultura y se lo llevó a su casa, ambas cosas por casualidad; pero aunque no lo hubiera cogido, no cabe duda de que habría ocurrido lo mismo. Pero fue aquella casualidad lo que le descubrió el verdadero carácter de Dick; como también las palabras que oyó aquel mismo día.
Casi nunca iban a la estación, que se hallaba a diez kilómetros de distancia; enviaban dos veces por semana a un nativo que recogía los víveres y la correspondencia. Salía hacia las diez de la mañana con un saco de azúcar vacío colgado del hombro y volvía al atardecer con el saco repleto, derramando sangre del paquete de carne. Pero un nativo, aunque dotado por la naturaleza con la capacidad de andar largas distancias sin sentir fatiga, no puede cargar con sacas de harina y mazorcas de maíz, de ahí que una vez al mes hicieran el viaje en coche.
Mary había hecho su pedido y visto cómo cargaban las cosas en la furgoneta y ahora esperaba en la larga veranda de la tienda, entre sacos y cajas de embalaje, a que saliera Dick, una vez terminados sus encargos. Cuando salió, un hombre desconocido para ella le detuvo y le interpeló:
– Qué, Jonás, supongo que este año también se te ha inundado la granja, ¿no?
Mary se volvió en redondo a mirar; unos años antes le habría pasado desapercibido el matiz de desprecio de la voz perezosa e insolente. Dick sonrió y contestó en seguida:
– Este año ha llovido a mi gusto y las cosas no van tan mal.
– Conque ha cambiado tu suerte, ¿eh?
– Eso parece.
Dick fue hacia ella sin sonreír, con el semblante crispado.
– ¿Quién era? -preguntó Mary.
– Me prestó doscientas libras hace tres años, justo después de casarnos.
– No me lo habías dicho.
– No quería preocuparte.
Tras una pausa, siguió inquiriendo ella:
– ¿Se las has devuelto?
– Sólo faltan cincuenta libras.
– ¿El año próximo, supongo? -La voz de Mary era demasiado suave, excesivamente considerada.
– Con un poco de suerte, sí.
Vio en el rostro de Dick aquella sonrisa extraña que más bien era una mueca que una sonrisa: una mezcla de autocrítica, lucidez y frustración. Detestaba verla.
Terminaron lo que tenían que hacer: recoger la correspondencia en correos y comprar la carne de la semana. Mientras caminaban por el barro seco, del que no desaparecían los charcos durante toda la estación lluviosa, Mary, protegiéndose los ojos con la mano, se abstuvo de mirar a Dick e hizo animadas observaciones en un tono tenso. Él intentó responder en el mismo tono, que era tan extraño en ambos que aumentó la tensión existente entre los dos. Cuando volvieron a la veranda de la tienda, rebosante de canastas y sacos, Dick tropezó con el pedal de una bicicleta y empezó a maldecir con desproporcionada violencia. La gente se volvió a mirar y Mary siguió caminando, ruborizada. En un silencio total subieron al coche, cruzaron la vía férrea y, después de pasar por correos, tomaron el camino de su casa. Mary aún tenía en la mano el folleto sobre apicultura. Lo había cogido del mostrador porque casi todos los días oía a la hora del almuerzo un retumbante zumbido sobre la casa y Dick le había dicho que era un enjambre de abejas. Mary pensó que podía hacer algún dinero con las abejas. Pero el folleto estaba escrito para las condiciones climáticas inglesas y no le servía de mucho. Lo usó como abanico, para espantar a las moscas que zumbaban en torno a su cabeza y se concentraban después en el techo de lona; habían entrado cuando subieron a la furgoneta con el paquete de carne. Pensó con inquietud en el desdén latente en la voz de aquel hombre, que contradecía todas sus ideas anteriores sobre Dick. Ni siquiera era desdén, sino más bien ironía. Su propia actitud hacia él era fundamentalmente de desprecio, pero sólo hacia su condición de hombre; como hombre hacía caso omiso de él, no le interesaba en absoluto. Pero le respetaba como agricultor; respetaba su implacable actividad, su entrega al trabajo. Creía que pasaba por un necesario período de lucha antes de alcanzar la moderada prosperidad de que gozaban la mayoría de granjeros. En lo relativo a su trabajo, los sentimientos de Mary hacia él eran de admiración, incluso de afecto.
Ella, que antes no profundizaba nunca, ni advertía la inflexión de una frase o una mirada que estuviese en contradicción con lo que se decía, pasó la hora de viaje hasta su casa reflexionando sobre, las implicaciones de la ironía de aquel hombre al dirigirse a Dick. Se preguntó por primera vez si se habría estado engañando. Miraba de reojo a Dick, reprochándose a sí misma no haber notado antes detalles que ahora veía con claridad. Sus manos delgadas, requemadas por el sol, no dejaban de temblar mientras conducía el coche, aunque el temblor fuera casi imperceptible. Se le antojó un signo de debilidad. Los labios estaban demasiado apretados. Iba inclinado hacia delante, agarrado al volante de la furgoneta, oteando el estrecho camino entre los chaparrales como si quisiera vislumbrar su propio futuro.
De regreso en la casa, tiró el folleto sobre la mesa y fue a desempaquetar los víveres. Cuando volvió, Dick estaba absorto en el folleto y no la oyó dirigirle la palabra. Ya se había acostumbrado a aquel ensimismamiento cuando le hablaba; a veces pasaba toda una comida en silencio, sin saber qué comía, dejando el tenedor y el cuchillo antes de vaciar el plato, pensando en algún problema de la granja con el ceño fruncido. Mary había aprendido a no molestarle en tales ocasiones. Se refugiaba en los propios pensamientos o se sumía en su habitual estado de apática indiferencia. A veces pasaban días enteros sin hablarse apenas.
Después de cenar, en vez de ir a acostarse como siempre a las ocho, Dick continuó sentado bajo la lámpara, que oscilaba suavemente y olía a parafina, y empezó a hacer cálculos sobre una hoja de papel. Ella se sentó a observarle, con las manos cruzadas en la falda, su posición característica en los últimos tiempos; permanecía inmóvil hasta que algo la obligaba a moverse. Al cabo de una hora, más o menos, Dick apartó de sí los trozos de papel y se subió los pantalones con un movimiento alegre y juvenil que no le había visto nunca.
– ¿Qué opinas de las abejas, Mary?
– No sé nada de ellas. No es mala idea.
– Mañana iré a ver a Charlie. Su cuñado se dedicó a la apicultura en el Transvaal, según me contó en una ocasión. -Hablaba con una energía nueva; parecía más animado.
– Pero este libro se refiere a Inglaterra -objetó Mary, vacilante. Le parecía una base muy frágil para semejante cambio en él; frágil incluso para una afición como las abejas.
Pero al día siguiente, después del desayuno, Dick se fue a ver a Charlie Slatter. Regresó de mal talante, con el ceño fruncido pero silbando jovialmente. A Mary le impresionó aquel silbido; quizá porque le resultaba tan familiar. Era un truco suyo; hundía las manos en los bolsillos, como un niño, y silbaba con patético desafío cuando ella perdía la paciencia o le increpaba respecto a la casa o la incomodidad del sistema de conducción del agua. Siempre la irritaba sobremanera que no fuera capaz de hacerle frente y discutir cara a cara.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó.
– Ha puesto toda clase de inconvenientes, pero el hecho de que su hermano fracasara no quiere decir que a mí haya de ocurrirme lo mismo.
Se marchó a los campos, dirigiéndose instintivamente a la plantación de árboles; eran varias hectáreas de su mejor terreno, en el que había plantado árboles gomíferos dos años atrás. Se trataba de la plantación que tanto irritaba a Charlie Slatter, quizá por un inconsciente sentimiento de culpabilidad porque él nunca devolvía a la tierra lo que tomaba de ella.
Dick solía permanecer largo rato al borde de la plantación, observando cómo soplaba el viento sobre las copas de los jóvenes y brillantes árboles, que se mecían, inclinaban y agitaban sin interrupción. Los había plantado, al parecer, obedeciendo a un impulso, pero en realidad era la realización de un antiguo sueño. Varios años antes de que comprase la granja, una compañía minera había talado todos los árboles del terreno, dejando sólo la hierba y los matorrales. Los árboles ya volvían a crecer, pero en las mil y pico de hectáreas no se veía ni uno solo que no fuera el producto enano y feo de un tronco mutilado. No quedaba un solo árbol sano en la granja. No era mucho plantar cuarenta hectáreas de árboles jóvenes que llegarían a ser gigantes de troncos blancos y rectos; la retribución era escasa, pero se trataba de su rincón favorito. Cuando se sentía más deprimido de lo normal o se había peleado con Mary o quería pensar con claridad, iba a contemplar sus árboles; o paseaba por las largas hileras, entre las ramas jóvenes y gráciles cuyas hojas delicadas y brillantes relucían como monedas. Aquel día reflexionó sobre las abejas hasta que, ya muy tarde, cayó en la cuenta de que no había vigilado el trabajo de la granja y, con un suspiro, dejó la plantación y fue a reunirse con los peones.
Durante el almuerzo no dijo una sola palabra. Estaba obsesionado con las abejas. Por fin explicó a Mary que esperaba ganar más de doscientas libras al año. Aquello la sobresaltó, pues había imaginado que sólo pensaba en unas cuantas colmenas, como una afición lucrativa. Pero era inútil discutir con él; no se puede discutir con cifras y sus cálculos probaban de modo irrefutable que aquellas doscientas libras eran una ganancia segura. Además, ¿qué podía decirle? No tenía experiencia en aquel negocio; sólo desconfiaba por instinto.
Durante más de un mes Dick estuvo absorto en su hermoso ensueño de ricos panales y grandes enjambres de abejas productoras. Construyó veinte colmenas con sus propias manos y plantó media hectárea de una clase especial de hierba junto al lugar destinado a ellas.
Apartó a algunos peones de su trabajo habitual para enviarles al veld en busca de enjambres de abejas y pasó horas todas las tardes, a la dorada luz del crepúsculo, ahuyentando a los enjambres con humo para atrapar a la abeja reina. Le habían dicho que aquel método era el mejor. Sin embargo, muchas abejas murieron y no encontró a las reinas. Entonces empezó a distribuir colmenas por todo el veld cerca de los enjambres que había conseguido localizar, esperando tentarlos, pero ni una sola abeja se aproximó a sus colmenas; tal vez porque eran africanas y no les gustaban las colmenas hechas al estilo inglés. ¿Quién sabe? Desde luego, Dick no lo sabía. Por fin un enjambre se instaló en una colmena, pero no se pueden ganar doscientas libras al año con un solo enjambre. Un día picaron a Dick y por lo visto el veneno le curó de su obsesión. Mary presenció el fin de su ensimismamiento con asombro e incluso con ira, porque había malgastado semanas enteras de tiempo y un montón de dinero._Ello no obstante, su interés por las abejas desapareció de la noche a la mañana. En realidad, la alivió verle reanudar el trabajo normal en los campos; había sido una locura pasajera durante la cual se portó como una persona totalmente distinta.
Pero seis meses después ocurrió algo similar. Mary apenas podía creerlo cuando volvió a encontrarle absorto en la lectura de una revista sobre agricultura que contenía un artículo muy tentador sobre la rentabilidad de los cerdos y le oyó decir:
– Mary, voy a comprar algunos cerdos a Charlie.
– Espero que no vuelvas a las andadas -replicó ella en tono desabrido.
– ¿Qué quieres decir, a las andadas?
– Sabes muy bien lo que quiero decir. Castillos de dinero en el aire. ¿Por qué no te dedicas a tu granja?
– Los cerdos son animales de granja, ¿no? Y Charlie gana mucho dinero con ellos.
Entonces empezó a silbar. Al verle cruzar la habitación para salir a la veranda y escapar de su rostro airado y acusador, Mary pensó que no sólo tenía ante ella a un hombre alto, flaco y encorvado, sino también a un niño caprichoso que intentaba aguantar el tipo aun después de que le echaran un jarro de agua fría para frenar su entusiasmo. Veía claramente a aquel niño, moviendo las caderas y silbando, pero con un aire de derrota en las rodillas y los muslos. Escuchó el silbido atiplado y melancólico que procedía de la veranda y de repente sintió deseos de llorar. Pero, ¿por qué, por qué? Era muy posible que hiciera dinero con los cerdos. Otras personas lo nacían. De todos modos, cifraba sus esperanzas en el fin de la temporada, cuando sabrían a cuánto ascendían sus ganancias. No serían pocas, pues el año había sido bueno y las lluvias propicias para Dick.
Construyó las pocilgas detrás de la casa, entre las rocas de la colina, para ahorrar ladrillos, según dijo; las rocas suministraban parte de las paredes; e hizo servir las más grandes como marco para la estructura de hierba y madera. Explicó a Mary que con aquel método había ahorrado varias libras.
– Pero, ¿no hará demasiado calor aquí? -preguntó ella. Estaban en la colina, entre las porquerizas a medio construir. No era muy fácil trepar hasta allí a causa de las zarzas y malas hierbas que se adherían a las piernas, pinchándolas con púas afiladas como las zarpas de un felino'. Un gran euforbio extendía sus ramas hacia el cielo desde la cumbre de la colina y Dick confiaba en que ofrecería sombra y frescor suficientes. Pero ahora se hallaban a la cálida sombra de las gruesas y carnosas ramas, que tenían forma de vela, y Mary notaba que la cabeza le empezaba a doler. Las rocas no se podían tocar porque quemaban: el sol acumulado durante meses enteros parecía que estaba aprisionado en aquel granito. Miró a los dos perros de la granja, que yacían a sus pies, jadeando, y observó-: Espero que los cerdos no sientan el calor.
– Ya te he dicho que no hará demasiado -insistió él- cuando haya levantado las pantallas de madera y hierba.
– El calor parece salir de la tierra.
– Bueno, Mary, es muy fácil criticar, pero de este modo he ahorrado dinero. No podía invertir cincuenta libras en cemento y ladrillos.
– No era una crítica -se apresuró a responder ella al percatarse del tono defensivo de Dick.
Compró a Charlie Slatter seis cerdos muy caros y los instaló en las pocilgas incrustadas entre las rocas. Pero los cerdos tienen que comer y su comida resulta muy costosa si ha de comprarse en la tienda. Dick tuvo que encargar muchos sacos de maíz y decidió dar a los cerdos toda la leche que producían sus vacas con excepción de la cantidad mínima requerida para el uso doméstico. Mary tenía que ir todas las mañanas a la cocina a separar medio litro de leche para la casa y dejar que el resto se agriara en un recipiente porque Dick había leído en alguna parte que la leche agria contribuía a mejorar la calidad del tocino porque tenía sustancias de las que carecía la leche fresca. Las moscas se apiñaban sobre la blanca costra de la cuajada y toda la casa despedía un olor acre.
Y después, cuando nacieran las crías, y crecieran, sólo sería cuestión de transportarlas y venderlas… Sin embargo, estos problemas no se presentaron porque las crías murieron casi en seguida después de nacer. Dick dijo que era culpa de alguna enfermedad y también de su mala suerte, pero Mary observó secamente que en su opinión había ocurrido porque no les gustaba ser asados antes de tiempo. Dick le agradeció aquella observación macabra porque provocó su hilaridad y salvó la situación. Se rió, aliviado, rascándose la cabeza y subiéndose los pantalones; y en seguida entonó su melancólico silbido. Mary abandonó la habitación con el semblante crispado. Las mujeres que se casan con hombres como Dick aprenden tarde o temprano que sólo tienen dos alternativas: enloquecer, destruirse a fuerza de ataques de fútil rebeldía e indignación, o endurecerse y amargarse. Mary, recordando a su madre cada vez con mayor frecuencia como un sarcástico doble de sí misma, siguió el curso marcado inexorablemente por su educación. Enfurecerse contra Dick se le antojaba un insulto a su orgullo; en su rostro antes agradable, aunque sin forma, empezaron a formarse arrugas de obstinación; pero era como si llevase dos máscaras, contradictorias entre sí; sus labios se adelgazaban y apretaban, pero podían temblar de indignación; el ceño se le fruncía, pero entre las cejas había un trozo de piel sensible y vulnerable que enrojecía con violencia cuando se enfadaba con sus criados. A veces presentaba el rostro ajado de una mujer indomable que había aprendido a esperar lo peor de la vida y otras, el semblante de un histerismo indefenso. Pero todavía era capaz de salir de la habitación en silencio, sin proferir una palabra de crítica.
Pocos meses después de que vendieran los cerdos, Mary advirtió un día, con una fría sensación en el estómago, la ya conocida expresión de ensimismamiento en el rostro de Dick. Le vio de pie en la veranda con la vista perdida en los kilómetros de veld marrón que se prolongaban hasta las montañas y se preguntó qué visión se habría apoderado de él esta vez. Sin embargo, esperó en silencio a que se volviera hacia ella, puerilmente excitado por el éxito que ya conocía en su imaginación. Y ni siquiera entonces se desesperó de un modo real y definitivo. Luchando contra sus sombríos presagios, se dijo que la temporada había sido buena y que Dick estaba satisfecho; había pagado cien libras de la hipoteca y le quedaba el dinero suficiente para vivir todo un año sin recurrir a ningún préstamo. Sin darse cuenta, había adoptado la actitud negativa de Dick, juzgando una temporada por las deudas en que no había incurrido. Y cuando él observó un día, con una mirada provocativa, que había leído algo sobre pavos, hizo un esfuerzo para parecer interesada. Se dijo a sí misma que otros granjeros hacían aquellas cosas y ganaban dinero. Tarde o temprano, Dick tendría un golpe de suerte: el mercado sería tal vez favorable para él; o el clima de su granja sentaría bien a los pavos y la empresa les daría unos buenos ingresos. Entonces Dick, defendiéndose ya de las acusaciones que ella no había formulado, le recordó que, al fin y al cabo, había perdido muy poco en los cerdos (olvidándose, al parecer, de las abejas); el experimento les había salido casi gratis. Las pocilgas no habían costado nada y los jornales de los peones sólo ascendían a unos pocos chelines. La comida había sido producto de su propia granja, si no toda, en parte. Mary recordó los sacos de maíz que habían comprado y la gran preocupación que supuso encontrar dinero para pagar los jornales, pero aun así mantuvo la boca cerrada y desvió la vista, resuelta a no provocar en él más arrebatos de hostil autodefensa.
Vio más a Dick durante las pocas semanas de obsesión con los pavos que en todos los años de su matrimonio, anteriores o posteriores. Apenas bajaba a los campos, sino que pasaba el día entero supervisando la construcción de los gallineros de ladrillo y la inmensa extensión de alambrada. La alambrada de malla fina costó más de cincuenta libras. Después compró los pavos, caras incubadoras y básculas y todo lo que consideró esencial para las instalaciones; pero antes de incubar los primeros huevos, observó un día que estaba pensando en usar los corrales y gallineros, no para pavos, sino para conejos, que sólo requerían un puñado de hierba como alimento y se reproducían… bueno, como conejos. Era cierto que a la gente no le entusiasmaba el gusto de su carne (se trata de un prejuicio sudafricano), pero los gustos pueden adquirirse y si vendían los conejos a cinco chelines por cabeza, calculaba que podían ganar con toda comodidad cincuenta o sesenta libras mensuales. Después, cuando los animales ya tuvieran su mercado comprarían una raza especial de conejos de angora porque había oído decir que la libra de lana se vendía a seis chelines.
En aquel punto, incapaz de dominarse y odiándose por ello, Mary perdió la paciencia… y la perdió definitiva y destructivamente. Incluso mientras descargaba su furor contra él, se condenaba fríamente a sí misma por darle la satisfacción de verla en aquel estado. Pero era un sentimiento que él no habría comprendido. Su cólera hizo mucho daño a Dick, aunque no dejaba de repetirse que estaba equivocada y no tenía derecho a criticar sus bienintencionados esfuerzos, por infructuosos que fueran. Mary gritó, lloró y profirió maldiciones hasta que al final se sintió demasiado débil para mantenerse en pie y se sentó en un extremo del sofá, sollozando y tratando de recuperar el aliento. Y Dick no se subió los pantalones ni empezó a silbar ni la miró como un niño acorralado. La dejó sollozar durante largo rato sin pestañear y por fin dijo: «Está bien, jefa.» Aquello no gustó a Mary, no le gustó absolutamente nada; porque aquellas tres palabras sarcásticas decían más sobre su matrimonio de lo que ella se había permitido pensar jamás y era indecoroso que su desprecio hacia él quedara formulado de manera tan explícita: una condición de la existencia de su matrimonio era que ella le compadeciera con generosidad, no que le despreciara.
Pero no se habló más de pavos o conejos. Mary vendió los pavos y llenó los corrales de gallinas, para ganar un poco de dinero y poder comprarse algún vestido, explicó. ¿O acaso esperaba que fuese harapienta como una cafre? Al parecer él no esperaba nada, porque ni siquiera reaccionó a su desafío. Volvía a estar preocupado. No había ni rastro de compunción ni rencor en su actitud cuando la informó de que pensaba abrir una tienda en su granja. Se limitó a enunciar el hecho, sin mirarla, de forma concluyente, como si dijera: «Lo tomas o lo dejas.» Todo el mundo sabía que las tiendas eran un gran negocio, añadió. Incluso Charlie Slatter tenía una en su granja; muchos agricultores la tenían. Eran una mina de oro. Mary dio un respingo al oír «mina de oro» porque un día había encontrado una serie de trincheras apuntaladas con maderos en la parte posterior de la casa y él le había dicho que las había excavado hacía años en un esfuerzo para descubrir el Eldorado que sin duda se ocultaba bajo el terreno de su granja. Dijo con voz ecuánime:
– Si hay una tienda en la granja de Slatter, sólo a siete kilómetros, ¿para qué abrir otra aquí?
– En mis tierras trabajan siempre un centenar de nativos.
– Si ganan quince chelines al mes, no vas a convertirte en un Rockefeller con lo que gasten.
– Es un lugar de paso para los nativos -insistió tercamente Dick.
Solicitó un permiso comercial, que obtuvo sin dificultad, y en seguida edificó la tienda. Mary consideró algo terrible, un aviso y un mal presagio que la tienda, la antiestética y amenazadora tienda de su infancia, la siguiera incluso hasta allí, hasta su hogar.
Pero fue construida a varios centenares de metros de la casa, y consistió en una pequeña habitación dividida por un mostrador y una habitación de mayor tamaño habilitada para almacén. El género inicial cabía en las estanterías de la tienda en sí, pero a medida que el negocio prosperara, necesitarían la habitación de atrás.
Mary ayudó a Dick en la colocación de los artículos, profundamente deprimida y odiando las telas baratas que olían a productos químicos y las mantas ásperas y grasientas al tacto aun antes de su utilización. Colgaron la llamativa bisutería de cristal, latón y cobre, que Mary hizo oscilar y tintinear con una apretada sonrisa, recordando su infancia, cuando su mayor distracción era contemplar el balanceo y el brillo de los collares de cuentas multicolores. Pensaba que aquellas dos habitaciones, de ser añadidas a la casa, habrían hecho su vida cómoda; el dinero gastado en la tienda, los gallineros, las pocilgas y las colmenas habría podido servir para revestir el tejado y ahuyentar él terror que siempre le inspiraba la llegada de la estación calurosa. Pero, ¿de qué servía decirlo? Estuvo a punto de estallar en lágrimas de frustración y desesperanza, pero no pronunció una palabra y siguió ayudando a Dick hasta terminar el trabajo.
Cuando todo estuvo listo y la tienda repleta de género, Dick se entusiasmó tanto que fue a la estación y compró veinte bicicletas baratas. Era un paso ambicioso, porque la goma se pudre, pero dijo que los nativos siempre le pedían anticipos para comprar bicicletas; ahora podrían comprárselas a él. Entonces surgió la cuestión de quién llevaría la tienda. «Cuando esté en marcha – dijo Dick-, pondremos un dependiente.» Mary cerró los ojos y suspiró. Aun antes de empezar, cuando parecía que habría de pasar una eternidad hasta que hubieran amortizado el capital, ya hablaba de un empleado, que costaría por lo menos treinta libras al mes. ¿Por qué no poner a un nativo?, preguntó. En asuntos de dinero, los nativos no son de fiar, contestó él, y añadió que siempre había dado por sentado que ella se encargaría de la tienda; al fin y al cabo, no tenía nada que hacer. El tono de esta última observación fue el mismo con que se dirigía últimamente a ella: brusco v resentido.
Mary replicó que prefería morir antes que poner un pie en la tienda. Nada la induciría a ello, nada en absoluto.
– Pues no te haría ningún daño -respondió Dick-. ¿De modo que te consideras demasiado distinguida para estar detrás de un mostrador?
– Vendiendo malolientes artículos a un puñado de malolientes cafres -puntualizó ella.
Pero no era aquello lo que sentía; por lo menos no entonces, antes de iniciar el trabajo. No podía explicar a Dick que el olor de la tienda le recordaba las ocasiones de su niñez en que había contemplado con temor las hileras de botellas de las estanterías, preguntándose cuál de ellas vaciaría su padre aquella noche; en que había visto a su madre sacar monedas de sus bolsillos mientras él dormía en una silla, roncando con la boca abierta y las piernas separadas; en que al día siguiente la enviaba a la tienda a comprar comida que no aparecía en las cuentas de fin de mes. No podía explicarlo a Dick por la sencilla razón de que ahora ya le aso.-ciaba en su mente con la mediocridad y la angustia de su infancia y habría sido como discutir con el propio destino. Al final accedió a atender la tienda; no tenía otro remedio.
Ahora, mientras se dedicaba a sus quehaceres, miraba por la puerta trasera y veía el nuevo y brillante tejado entre los árboles; y de vez en cuando caminaba por el sendero el trecho suficiente para ver si alguien esperaba ante la tienda. Hacia las diez de la mañana media docena de mujeres nativas estaban sentadas con sus retoños bajo los árboles. Si a Mary le disgustaban los hombres indígenas, aborrecía a las mujeres. Detestaba la exhibición de sus carnes, sus cuerpos suaves y marrones, sus rostros suaves y tímidos, que también eran inquisitivos e insolentes, y sus voces gritonas, de tono ampuloso y descarado. No soportaba verlas allí sentadas sobre la hierba, con las piernas dobladas bajo el trasero en aquella postura eterna y tradicional, serenas e indiferentes como si no les importara que la tienda se abriera o permaneciera cerrada, obligándolas a volver al día siguiente. Y odiaba de manera especial su modo de amamantar a los niños, con los pechos colgantes a la vista de todo el mundo; en su tranquila y satisfecha maternidad había algo que la soliviantaba. «Con los niños aferrados a ellas como sanguijuelas», se decía, estremeciéndose, porque la idea de amamantar a un niño la llenaba de horror. Pensar en los labios de un niño chupando los pechos la ponía enferma; se cubría involuntariamente los suyos con las manos como protegiéndolos de una violación. Y como muchas mujeres blancas son como ella y utilizan, aliviadas, el biberón, no le faltaba compañía y no se consideraba extraña; las extrañas eran las negras, aquellas criaturas salvajes y primitivas de repugnantes deseos que no soportaba siquiera imaginar.
Cuando veía a unas diez o doce, un grupo polícromo entre la hierba y los árboles verdes, con su carne color de chocolate, tocados multicolores y pendientes de metal, cogía las llaves del armario de la ropa (las guardaba allí para que el criado no las viera y no pudiera ir a la tienda a robar cuando ella no se daba cuenta) y, protegiéndose los ojos con la mano, enfilaba el sendero para despachar aquel enojoso asunto. Abría la puerta con estruendo, dejándola chocar contra la pared de ladrillo, y entraba en la penumbra del local, con la nariz arrugada por el ofensivo tufo. Entonces las mujeres la seguían sin prisas, tocaban los artículos y se probaban los brillantes collares sobre la piel oscura con pequeñas exclamaciones de placer, o de horror, cuando oían los precios. Los niños iban colgados a la espalda de sus madres (corno monos, pensaba Mary) o se agarraban a sus faldas, mirando con fijeza la piel blanca de Mary, con racimos de moscas en los lagrimales. Mary permanecía allí de pie durante una media hora, manteniéndose distante, tecleando el mostrador con los dedos y contestando con monosílabos a las preguntas sobre precios y calidad. No permitía a las mujeres el placer de regatear. Al cabo de un rato sentía que ya no podía permanecer más tiempo encerrada en la sofocante tienda con aquel tropel de mujeres malolientes y charlatanes. Entonces exclamaba en fanagalo: «¡Vamos, deprisa!» Y una tras otra se marchaban todas, frenada su alegría y locuacidad por la sensación de que no eran bien recibidas.
– ¿Por qué tengo que estar allí horas y horas para que se gasten seis peniques en un collar? -preguntaba Mary.
– Así tienes algo que hacer -contestaba él con brutal indiferencia, sin mirarla siquiera.
Fue la tienda lo que acabó con Mary; la necesidad de servir detrás del mostrador y saber que estaba allí, siempre allí, una responsabilidad sobre sus hombros, a cinco minutos de distancia por el sendero donde las garrapatas abandonaban las zarzas y la hierba para adherirse a sus piernas. Pero la causa de su desmoronamiento ostensible fueron las bicicletas que, por alguna razón, no se vendieron. Quizá no era el modelo que querían los nativos; resultaba difícil de decir. Al final sólo se vendió una y el resto permaneció en el almacén, del revés, con el asiento apoyado en el suelo, como esqueletos de goma y acero. La goma se pudrió; al estirarla, se deshacía en láminas grises sobre la llanta. ¡Otras cincuenta libras al cubo de la basura! Y aunque la tienda no perdía dinero, tampoco reportaba grandes ingresos. En conjunto, teniendo en cuenta las bicicletas y el coste del edificio, la empresa era un desastre financiero y lo único que podían esperar era acabar de vender las existencias que quedaban en las estanterías. Pero Dick no quería darse por vencido.
– Ahora ya está en marcha -dije-, ya no podemos perder nada. Continúa con ella, Mary: no te hará ningún daño.
Pero ella pensaba en las cincuenta libras perdidas en las bicicletas. Con aquella suma habrían podido revestir el tejado o adquirir unos buenos muebles para reemplazar los cuatro trastos que tenían, o incluso irse una semana de vacaciones.
La idea de aquellas vacaciones que siempre estaba planeando, pero que nunca parecían posibles, encauzó los pensamientos de Mary hacia otra dirección. Durante un tiempo, su vida asumió un nuevo significado.
Aquellos días siempre dormía por la tarde. Dormía horas y horas; era un modo de hacer que el tiempo pasara deprisa. Se acostaba a la una y se despertaba después de las cuatro. Pero aún le faltaban dos horas para que Dick volviera a casa, de manera que seguía tendida a medio vestir en la cama, aturdida de tanto dormir, con la boca seca y dolor de cabeza. Y durante aquellas dos horas de duermevela se permitía soñar con aquel hermoso tiempo pasado cuando trabajaba en una oficina… y vivía como se le antojaba, antes de que la gente «la obligara a casarse». Así era como razonaba. Y durante aquellos ratos perdidos empezó a pensar en la posibilidad de que Dick hiciera algún dinero y pudieran irse a vivir de nuevo a la ciudad; aunque en sus momentos de honradez sabía que Dick no haría nunca dinero. Entonces se le ocurrió que nada le impedía huir y volver a su antigua vida; aquí, el recuerdo de sus amigos la frenó: ¿qué dirían si rompía su matrimonio de aquel modo? Pero el convencionalismo de aquella ética, que no tenía nada que ver con su vida real, acudió en su ayuda al recordarle cómo eran aquellos amigos y cómo juzgaban a sus semejantes. Le dolía volver a verlos con su historial de fracasos porque, en el fondo, todavía la atormentaba un sentimiento de inferioridad, de «no estar hecha de aquel modo». La frase seguía grabada en su mente después de todos aquellos años y aún le causaba cierto resentimiento. Pero su deseo de escapar a tantas penalidades había llegado a ser tan irrefrenable, que desechó toda idea sobre sus amistades y se limitó a pensar únicamente en su fuga, en volver a ser como era antes. Sin embargo, existía un abismó entre su actual identidad y la de aquella muchacha tímida, introvertida, pero adaptable en el círculo de sus numerosos conocidos. Era consciente de aquel abismo, pero no como una alteración irreversible de sí misma. Se sentía más bien como apartada de un papel que le había sido asignado en una comedia que comprendía y obligada de repente a representar a un personaje desconocido para ella. No era consciente de haber cambiado; sólo tenía la desagradable sensación de desempeñar un papel ajeno. La tienda, los jornaleros negros, siempre tan próximos a sus vidas y al mismo tiempo tan lejanos, Dick con sus ropas de granjero y las manos manchadas de grasa… nada de aquello le pertenecía, nada era real y lo consideraba una imposición monstruosa.
Lenta, muy lentamente, a lo largo de varias semanas, se fue afirmando en la creencia de que sólo necesitaba subir al tren y volver a la ciudad para reanudar aquella hermosa y pacífica existencia, la vida para la que estaba hecha.
Y un día, cuando el boy volvió de la estación con su pesado saco de víveres, carne y correo y Mary cogió el periódico semanal y miró como de costumbre los anuncios de nacimientos y bodas (para saber qué hacían sus antiguas amistades; era la única parte que leía de todo el periódico), se enteró de que la empresa para la cual había trabajado todos aquellos años solicitaba una taquígrafa. Se encontraba en la cocina, mal iluminada por una pequeña vela y el resplandor rojizo del fogón, junto a la mesa repleta de jabón y carne, mientras el boy preparaba la cena detrás de ella… y, sin embargo, al momento se sintió transportada a su antigua vida. La ilusión persistió durante toda la noche, que pasó despierta, soñando con aquel futuro, tan fácil de conseguir, que era también su pasado. Y cuando Dick se hubo ido a los campos de cultivo, se vistió, llenó una maleta y, fiel a la tradición, dejó una nota en la que se limitaba a decir que volvía a su antiguo empleo; exactamente como si Dick conociera sus intenciones y aprobara su decisión.
Recorrió en poco más de una hora los siete kilómetros que separaban su granja de la de los Slatter. Corrió la mitad del camino, haciendo oscilar la pesada maleta, que le golpeaba las piernas, con los zapatos llenos de arenilla y tropezando en los surcos. Encontró a Charlie Slatter en la hondonada que marcaba el límite entre las dos propiedades, al parecer inactivo, mirando hacia la carretera y silbando por lo bajo, con los ojos entornados. Al detenerse delante de él, Mary pensó en lo extraño que era ver entregada al ocio a una persona siempre tan ocupada. No podía imaginar que él estaba pensando en cómo compraría la granja de aquel chiflado de Dick Turner cuando éste se arruinara. Recordando que sólo le había visto dos o tres veces y que en dichas ocasiones él no se había molestado en disimular su antipatía, Mary se enderezó y procuró hablar despacio, aunque estaba sin aliento. Le pidió que la llevara a la estación del ferrocarril a tiempo para coger el tren de la mañana; no había otro hasta dentro de tres días y se trataba de un asunto urgente. Charlie la estudió con mirada escudriñadora y pareció calcular algo.
– ¿Dónde está su viejo? -preguntó con brusca ironía.
– Trabajando… -murmuró Mary.
Él gruñó, suspicaz, pero metió la maleta en su coche, estacionado bajo un gran árbol junto a la carretera. Se sentó ante el volante y ella le siguió, tras luchar con la manecilla de la puerta, mientras él miraba hacia lo lejos, silbando entre dientes; Charlie no creía en mimar a las mujeres prestándoles ayuda. Por fin Mary se sentó a su lado, agarrada a la maleta como si fuera un pasaporte.
– ¿El marido está demasiado ocupado para llevarla a la estación? -inquirió por fin Charlie, volviéndose a mirarla. Ella se ruborizó y afirmó con la cabeza, sintiéndose culpable, aunque sin pensar que colocaba a Dick en una situación falsa; tenía la mente fija en aquel tren.
Charlie pisó el acelerador y el potente coche entró en la carretera rozando los árboles y haciendo chirriar los neumáticos en el polvo. El tren esperaba en la estación, jadeando y goteando agua y no hubo tiempo para hablar. Mary dio brevemente las gracias a Charlie y ya le había olvidado cuando el tren se puso en marcha. Tenía el dinero justo para llegar a la ciudad; no le sobraba ni para un taxi.
Caminó desde la estación, con la maleta a cuestas, por la ciudad que no había visitado desde que la abandonara al casarse; en las escasas ocasiones en que Dick había hecho el viaje, ella se había negado a acompañarle, no queriendo arriesgarse a encontrar a personas conocidas. Cobró nuevos ánimos cuando se halló en las proximidades del Club.
Era un día espléndido, con ráfagas de viento perfumado y un ambiente soleado y alegre. Incluso el cielo parecía distinto, visto entre aquellos edificios tan familiares que se veían nuevos y limpios con sus paredes blancas y tejados rojos. No era la implacable bóveda azul que se curvaba sobre la granja, encerrándola en un ciclo de estaciones inalterables; era de un azul suave y delicado y Mary, en su exaltación, se sintió capaz de echar a volar sobre la acera y flotar en aquella sustancia azul, por fin tranquila y serena. La calle estaba bordeada de bauhinias, cuyas flores rosadas y blancas parecían mariposas posadas entre las hojas. Era una avenida blanca y rosa, limitada por un cielo azul y diáfano. ¡Un mundo diferente! Era su mundo.
En el Club la atendió una matrona nueva quien le dijo que no admitían a mujeres casadas. La miró con curiosidad y aquella mirada destruyó la felicidad repentina e irresponsable de Mary. Había olvidado la norma que excluía a las mujeres casadas, seguramente porque no pensaba en sí misma como tal. Recobró la cordura cuando se fijó en el vestíbulo donde había recibido a Dick Turner tantísimos años atrás; el ambiente, aun siendo el mismo, se le antojó extraño. Todo parecía brillante, ordenado y limpio.
Se dirigió a un hotel y se arregló el peinado en cuanto llegó a la habitación. Entonces fue a pie hasta la oficina. Ninguna de las chicas empleadas allí la conocía… Habían cambiado el mobiliario; la mesa donde ella solía sentarse estaba en otro lugar y se le antojó un insulto que hubieran tocado sus cosas. Miró a las chicas, todas ellas bien vestidas y bien peinadas y por primera vez se le ocurrió pensar que su aspecto no era el de una secretaria. Pero ya era demasiado tarde. La acompañaron al despacho de su antiguo jefe y Mary vio inmediatamente en sus ojos la misma mirada de la mujer del Club. Bajó la vista, se vio las manos morenas y arrugadas y las escondió debajo del bolso. El hombre la observó con atención y de pronto le miró los zapatos, todavía cubiertos de polvo rojizo porque había olvidado limpiarlos. Con expresión afligida pero al mismo tiempo casi escandalizada, le dijo que el puesto ya estaba ocupado y que lo lamentaba mucho, Mary lo consideró otro insulto; había trabajado en aquella oficina durante tantos años que casi era parte de sí misma y ahora no querían readmitirla. «Lo siento, Mary», murmuró él, evitando su mirada, y Mary comprendió que el puesto aún seguía libre y que aquel hombre se la quería sacar de encima. Hubo un largo momento de silencio durante el cual Mary vio esfumarse y desaparecer los sueños de las últimas semanas. Entonces él le preguntó si había estado enferma.
– No -respondió ella con voz neutra.
De regreso en la habitación del hotel, se miró al espejo. Llevaba un vestido de algodón descolorido y era evidente que, en comparación con los de las chicas de la oficina, estaba muy anticuado. Sin embargo, podía pasar. Era cierto que tenía la piel morena y reseca, pero cuando sus facciones se relajaban, no se veían tan distintas de las de antes; sólo había unas pequeñas arrugas blancas que partían de los ojos como finas pinceladas, debidas a la mala costumbre de entornar los ojos. Y su peinado no era muy favorecedor. Pero, ¿acaso creían que había peluquerías en las granjas? Sintió de improviso un furor ciego y vengativo contra el jefe, contra la matrona, contra todo el mundo. ¿Qué esperaban? ¿Que hubiese pasado por todos aquellos desengaños y penalidades sin experimentar el menor cambio? Pero era la primera vez que admitía la posibilidad de un cambio, en ella, no en sus circunstancias. Pensó en ir a un salón de belleza y recuperar por lo menos su aspecto normal; entonces no podrían negarle el puesto que era suyo por derecho propio. Pero recordó que no tenía dinero. Volcó el bolso y encontró media corona y una moneda de seis peniques. No podría pagar la factura del hotel. Superó un momento de pánico y permaneció sentada en una silla apoyada contra la pared, muy quieta, preguntándose qué haría. Pero el esfuerzo requerido para pensar era demasiado grande; tuvo la impresión de afrontar innumerables humillaciones y obstáculos. Parecía estar esperando algo. Al cabo de un rato encorvó el cuerpo y hundió los hombros, en una postura terca y paciente. Cuando oyó unos golpecitos en la puerta, levantó la vista como si los estuviera esperando, y la entrada de Dick no cambió su expresión. Durante unos segundos, no dijeron nada. Entonces él suplicó, extendiendo los brazos:
– Mary, no me abandones.
Ella suspiró, se puso en pie, se ajustó maquinalmente la falda y alisó sus cabellos, como si se preparase para un viaje ya convenido. Al ver su actitud y su rostro, que no expresaba oposición ni odio, sólo resignación, Dick dejó caer los brazos. No habría ninguna escena: aquella actitud la excluía.
Recobrando a su vez la cordura, Dick, igual que hiciera ella, se miró al espejo. Había salido con su indumentaria de trabajo, sin detenerse ni para comer, después de leer la nota que había sido como una puñalada de dolor y humillación. Las mangas s'e ahuecaban en torno a sus brazos flacos y requemados; no llevaba calcetines e iba calzado con viejas botas de cuero. A pesar de todo, y como si hubieran viajado juntos, le propuso ir a almorzar y después al cine, si le parecía bien. Ella pensó que intentaba crear la impresión de que no había ocurrido nada; pero, al mirarle, vio que sus palabras eran una reacción a la actitud adoptada por ella. Al verla alisarse el vestido, con movimientos insistentes y torpes, él añadió que tal vez debería ir a comprarse algo de ropa.
Ella replicó, hablando por primera vez, en su habitual tono incisivo y brusco:
– ¿Con qué dinero?
Ya volvían a estar como antes, ni siquiera el tono de sus voces había cambiado.
Después de comer en un restaurante elegido por Mary porque parecía demasiado distante para ser frecuentado por alguno de sus amigos, volvieron a la granja como si todo fuese normal y su huida una insignificancia que pudiera olvidarse con facilidad.
Pero cuando Mary llegó a la casa y se encontró inmersa en la rutina de siempre, ahora ya sin sueños que la sustentaran, afrontando el futuro con un fatigado estoicismo, se sintió exhausta. Hacer cualquier cosa representaba un tremendo esfuerzo. Era como si el viaje a la ciudad hubiese agotado sus reservas de energía, dejándole la justa para hacer cada día lo que debía hacerse, pero nada más. Aquél fue el principio de su desintegración interior; empezó con aquella apatía, como si ya no pudiera sentir ni luchar.
Y quizá si Dick no hubiera caído enfermo, el fin habría llegado con rapidez, de un modo o de otro. Quizás habría muerto pronto, después de una breve enfermedad, como su madre, simplemente porque no tenía un deseo especial de vivir. O quizás habría vuelto a huir, en otro impulso desesperado, pero con más sensatez que en la ocasión anterior, y aprendido a vivir de nuevo como por su naturaleza y educación estaba destinada a vivir, sola e independiente. Pero en su vida se operó un cambio repentino e inesperado que retrasó un poco el proceso de desintegración. Varios meses después de su huida y a los seis años de matrimonio, Dick cayó enfermo por primera vez.