37512.fb2 Canta La Hierba - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Capítulo séptimo

Era un junio espléndido, brillante, fresco y sin nubes, la estación del año que más gustaba a Mary: cálida durante el día, pero con cierto frescor en el aire y faltando aún varios meses para que el humo de los fuegos del veld se convirtiera en una bruma sulfurosa que atenuaba los colores de los chaparrales. El aire fresco le devolvía algo de su vitalidad; estaba cansada, sí, pero no era insoportable; se agarraba a los meses fríos como a un escudo que mantuviera a raya al temido letargo del calor que vendría después.

A primera hora de la mañana, cuando Dick se había ido a los campos, paseaba con lentitud por el espacio arenoso de delante de la casa, mirando hacia la alta bóveda azul, fresca como cristales de hielo, de un maravilloso azul claro jamás interrumpido por una sola nube durante meses y meses. El frío de la noche persistía aún en la tierra. Se agachaba para tocarla y tocaba también el tosco ladrillo de la casa, fresco y húmedo al tacto. Más tarde, cuando empezaba a hacer calor y el sol parecía ardiente como en verano, salía a la parte delantera y permanecía bajo un árbol al borde del claro (sin adentrarse nunca en la espesura, que le daba miedo) para refrescarse en su densa sombra. Las gruesas hojas color de aceituna dejaban entre sí rendijas de azul claro y el viento era frío y penetrante. Y luego, de pronto, todo el cielo bajaba como una tupida manta gris y durante unos días reinaba un mundo diferente, salpicado por una lluvia fina, y hacía verdadero frío; tanto, que debía ponerse un suéter y disfrutaba de la sensación de tiritar dentro de él. Pero aquello nunca duraba mucho. Daba la impresión de que en media hora la pesada cortina gris se adelgazaba, dejando transparentar el azul, y el cielo parecía subir, abandonando en el aire capas de nubes medio disueltas y, súbitamente, el cielo volvía a ser alto y azul y los celajes grises habían desaparecido. El sol lucía y deslumbraba, pero no ocultaba ninguna amenaza;.no era el sol de octubre, que minaba con insidia las fuerzas. Había un estímulo en el aire, una incitación y Mary se sentía curada… o casi. Volvía a ser casi la de antes, enérgica y emprendedora, pero cierta cautela en el rostro y en los movimientos indicaba que no había olvidado el regreso del calor. Se entregaba con ternura a aquellos milagrosos tres meses de invierno, cuando el país estaba purificado por el frío. Incluso el veld parecía diferente, encendido durante unas semanas en llamas rojas, doradas y bermejas, antes de que los árboles se convirtieran en sólidas masas de follaje verde. Fue como si aquel invierno hubiera sido enviado especialmente para ella, para inyectarle un chorro de vitalidad, para salvarla de su indefensa apatía. Era su invierno; así lo sentía Mary. Dick lo advirtió; era atento y solícito con ella desde su fuga; porque su regreso le había unido a ella con un vínculo de eterna gratitud. Si hubiera sido un hombre rencoroso, la habría odiado por utilizar un método tan fácil para dominarle, la clase de truco que usan las mujeres para derrotar a los hombres. Pero ni siquiera se le ocurrió. Y, después de todo, la escapada había sido bien espontánea, aunque obtuvo los resultados que habría previsto cualquier mujer calculadora. Era comprensivo y tolerante, reprimía sus arrebatos de cólera y le satisfacía verle cobrar nueva vida, moverse por la casa con más ímpetu y expresar en el rostro una suavidad casi patética, como si se aferrara a un amigo de quien supiera que iba a abandonarla. Incluso le pidió de nuevo que bajara con él a los campos; sentía la necesidad de estar cerca de ella porque abrigaba el temor secreto de que un día volviera a desaparecer mientras él estaba ausente. Porque aunque su matrimonio no funcionaba y no existía una comprensión real entre ambos, se había acostumbrado a la doble soledad en que se transforma cualquier matrimonio, incluso los malos. No podía imaginar volver a una casa donde no estuviera Mary. Incluso sus cóleras contra los criados se le antojaron, durante aquel breve período, una buena señal; estaba agradecido por la vitalidad renovada que se manifestaba en una mayor energía contra los defectos y la holgazanería del boy

Pero se negaba a ayudarle en la granja, y le parecía una crueldad que se lo sugiriera. Allí arriba, en la altiplanicie, incluso con el montón de riscos detrás de la casa, que bloqueaba el paso de los vientos, hacía fresco en comparación con los campos encerrados entre muros de roca y árboles. ¡Allí abajo ni siquiera se sabía cuando era invierno! Incluso ahora, al mirar hacia la depresión, podía verse el calor en oleadas reflectantes sobre terreno y construcciones. No, prefería quedarse donde estaba; no bajaría con él. Dick lo aceptaba, zaherido y humillado como siempre; pero, aun así, más feliz de lo que había sido durante mucho tiempo. Le gustaba contemplarla por la noche, sentada en el sofá con los brazos cruzados, abrigada con el suéter y temblando alegremente de frío, porque aquellas noches el tejado crujía y crepitaba como mil cohetes a causa del brusco cambio entre el ardiente sol del día y las heladas nocturnas. Solía observarla cuando extendía la mano para tocar el hierro gélido del tejado y se sentía impotente y afligido ante aquella muda confesión de lo mucho que odiaba los meses de estío. Incluso empezó a pensar en instalar techos. Sacó en secreto los libros-de contabilidad y calculó cuánto le costarían. Pero la última temporada había sido mala para él; y su impulso de protegerla contra lo que más temía terminó en su suspiro y la decisión de esperar al año próximo, cuando las cosas tal vez fueran mejor.

En una ocasión bajó con él a los campos. Fue cuando le dijo que había helado. Una mañana, antes del amanecer, se detuvo en medio del terreno pantanoso, riendo de alegría al verlo todo cubierto por una película blanca.

– ¡Escarcha! -exclamó-. ¡Quién lo hubiera creído, en este lugar tórrido y desolado!

Recogió un puñado de escarcha y la frotó entre las manos azuladas, invitándole a él a hacer lo propio, compartiendo aquel momento de deleite. Avanzaban con lentitud hacia una relación nueva; estaban más cerca que nunca. Pero fue entonces cuando él cayó enfermo y la nueva ternura que nacía entre ellos y que podría haber crecido hasta adquirir la fuerza suficiente para salvarlos, no era aún lo bastante fuerte para sobrevivir a aquel contratiempo.

Para empezar, Dick no había estado nunca enfermo, a pesar de haber vivido tanto tiempo en un distrito donde la malaria era común. Quizá la había llevado en la sangre durante años sin saberlo. Todas las noches tomaba quinina durante la estación lluviosa, pero no cuando hacía frío. Según él, en alguna parte de la granja debía haber un tronco de árbol lleno de agua estancada, en un lugar lo bastante cálido para que los mosquitos se reprodujeran; o tal vez una vieja lata oxidada en un rincón sombreado donde el sol no pudiera llegar para evaporar el agua. En cualquier caso, semanas después de que fuera lógico esperar un acceso de fiebre, Mary vio a Dick llegar de los campos una tarde, pálido y tembloroso. Le ofreció quinina y aspirina, que él tomó antes de desplomarse sobre la cama, sin probar bocado. Al día siguiente, enfadado consigo mismo y negándose a creer •que estaba enfermo, salió a trabajar como de costumbre, con una gruesa chaqueta de cuero como fútil profilaxis contra los violentos temblores. A, las diez de la mañana, con el sudor dé la fiebre bañándole la cara y el cuello y empapando su camisa, trepó a rastras la colina y se acostó entre mantas, ya medio inconsciente.

Fue un ataque agudo y como no estaba acostumbrado a guardar cama, era un enfermo quejumbroso y difícil. Mary envió una carta a la señora Slatter -aunque detestaba pedirle favores- y horas después Charlie acompañó al médico en su coche; había viajado cuarenta y cinco kilómetros para recogerle. El médico hizo las recomendaciones habituales y, cuando hubo terminado con Dick, dijo a Mary que la casa era peligrosa tal como estaba y debían instalarse mosquiteras. Además, añadió, había que cortar al menos cien metros de matorrales en torno a la casa. El tejado debía ser revestido sin pérdida de tiempo, de lo contrario existía el peligro de que ambos sufrieran una grave insolación. Observó a Mary con mirada penetrante y la informó de que estaba anémica, exhausta y con los nervios de punta y debía pasar cuanto antes tres meses en la costa. Entonces se fue, mientras Mary se.quedaba en la veranda y miraba alejarse el coche con una torva sonrisa. Pensaba, llena de odio, que a los profesionales ricos les resultaba muy fácil hablar. Detestaba a aquel médico, con su tranquila forma de quitar importancia a sus dificultades; cuando ella le había replicado que no podían permitirse el lujo de unas vacaciones, él había exclamado bruscamente: «¡Tonterías! ¿Puede permitirse el lujo de estar realmente enferma?» Y preguntado después cuánto tiempo hacía que no visitaba la costa. ¡No había visto nunca el mar! Sin embargo, el médico comprendió su situación mejor de lo que imaginaba, porque la factura que esperaba con temor no llegó. Al cabo de un tiempo escribió para preguntar cuánto le debía y la respuesta fue: «Pagúeme cuando puedan permitírselo.» El orgullo frustrado la atormentó, pero tuvo que tragárselo; era cierto que no tenían dinero para pagarle.

La señora Slatter envió a Dick un saco de fruta cítrica de su huerto y ofreció su ayuda repetidas veces. Mary agradecía su presencia a sólo siete kilómetros de distancia, pero prefería no llamarla salvo en un caso urgente. Escribió una de sus secas notas para agradecerle la fruta y comunicarle que Dick estaba mejor. Pero no era cierto. Dick seguía en cama, con todo el terror impotente de una persona enferma por primera vez, vuelto de cara a la pared y con una manta cubriéndole la cabeza. «¡Igual que un negro!», exclamó Mary, llena de desprecio por su cobardía; había visto a nativos enfermos yacer de aquel mismo modo, en una especie de apatía estoica. Pero de vez en cuando, Dick se despertaba y preguntaba por los campos. Aprovechaba todos sus momentos de lucidez para preocuparse de las cosas que dejarían de funcionar sin su supervisión. Mary le cuidó como a un niño durante una semana, concienzudamente, pero con impaciencia al verle tan amedrentado. Cuando la fiebre remitió, quedó deprimido y débil, apenas capaz de incorporarse, y después empezó a dar vueltas y a demostrar una gran inquietud por el trabajo de la granja.

Mary vio que deseaba enviarla a la llanura para que vigilara la marcha de los campos, pero que se resistía a sugerirlo. Durante unos días no respondió a la súplica patente en su rostro debilitado y lastimero; sin embargo, al comprender que se levantaría de la cama antes de estar restablecido, dijo que bajaría.

Tuvo que vencer una violenta repugnancia ante la idea de dirigirse a los nativos de la granja; incluso después de llamar a los perros desde la veranda, con las llaves del coche en la mano, volvió a la cocina para beber un vaso de agua y ya estaba sentada al volante y con el pie en el acelerador cuando se apeó de pronto, con la excusa de que necesitaba un pañuelo. Al salir del dormitorio se fijó en el largo látigo que descansaba sobre dos clavos en el umbral de la cocina, como un adorno; hacía mucho tiempo que no recordaba su existencia. Lo descolgó, se lo enrolló en la muñeca y fue más tranquila hacia el coche, hasta el punto de abrir la puerta trasera y hacer salir a los perros; le molestaba que le respirasen sobre la nuca mientras conducía. Los dejó frente a la casa, gimiendo por el desengaño, y se dirigió a los campos donde se suponía que trabajaban los peones. Sabían que Dick estaba enfermo y no se encontraban allí, sino andando dispersos por el poblado desde hacía días. Mary siguió por el camino lleno de baches y agujeros hasta donde pudo y entonces continuó a pie por el sendero de los nativos, que era duro y liso pero estaba cubierto por una hierba brillante y resbaladiza que la obligó a caminar con precaución. La larga y pálida hierba dejaba puntiagudas agujas en su falda y los matorrales despedían un polvo rojizo que se le adhería a la cara.

El poblado estaba construido en un promontorio del terreno, a casi un kilómetro de la casa. El sistema establecido requería que cada peón nuevo que se presentaba al trabajo dedicara un día no remunerado a la construcción de una cabaña para él y su familia antes de incorporarse a su puesto. Por este motivo había siempre cabañas nuevas y otras vacías y viejas que se desmoronaban lentamente si a alguien no se le ocurría quemarlas. Formaban un núcleo apiñado y ocupaban entre media y una hectárea de extensión; más que edificios levantados por el hombre, parecían accidentes naturales del terreno. Era como si una gigantesca mano negra, extendida desde el cielo, hubiera cogido un puñado de palos y hierba para distribuirlos mágicamente sobre la tierra en forma de cabañas. Los techos eran de hierba y las paredes de troncos unidos con barro; tenían puertas bajas, pero no ventanas. El humo de los fuegos encendidos en el interior se filtraba por entre la hierba o flotaba frente a las puertas, por lo que todas daban la impresión de estar ardiendo por dentro. Entre ellas había trozos de tierra mal cultivada en la que crecía el maíz, y los tallos de la calabaza se arrastraban por doquier, entre plantas y matorrales, trepando por paredes y tejados, salpicados de grandes calabazas de color ambarino que destacaban entre las hojas. Algunas empezaban a pudrirse y rezumaban un líquido apestoso de color rosa, cubierto de moscas. Las moscas estaban por todas partes; zumbaban en nubes alrededor de la cabeza de Mary mientras caminaba y se concentraban en torno a los ojos de la docena de niños negros, la mayoría desnudos y con vientres protuberantes, que la observaban pasar sorteando los tallos de calabaza y las plantas del maíz. Los perros de los nativos, con las costillas asomando bajo la piel, enseñaban los dientes y retrocedían. Las mujeres, envueltas en sucias telas de la tienda o desnudas hasta la cintura, enseñando los pechos negros, colgantes y fláccidos, contemplaban desde los umbrales con expresión de asombro su extraña aparición, comentando entre ellas, riendo y haciendo groseras observaciones. Había algunos hombres; al mirar hacia las puertas vio unos cuerpos agazapados que dormían; otros se agrupaban en cuclillas, hablando. Pero Mary no tenía idea de cuáles eran los peones de Dick y cuáles los que se encontraban allí simplemente de visita o de paso hacia otro lugar. Se detuvo ante uno de ellos y le dijo que llamara al capataz, el cual no tardó en salir de una de las mejores cabañas, cuyas paredes estaban adornadas con pinturas de arcilla amarilla y roja. Tenía los ojos inyectados en sangre; se veía que había bebido.

Le ordenó en fanagalo:

– Reúne a los peones en los campos dentro de diez minutos.

– ¿El amo está mejor? -preguntó él con hostil indiferencia.

Haciendo caso omiso de la pregunta, Mary observó:

– Puedes decirles que deduciré dos chelines y seis peniques del sueldo de todos los que no estén trabajando dentro de diez minutos.

Levantó la mano y señaló el reloj de pulsera, indicándole el intervalo de tiempo.

El hombre escuchó en postura indolente y encorvada, incómodo por su presencia; las mujeres miraban y reían; los niños sucios y desnutridos se agolparon en torno a ella, cuchicheando; los perros hambrientos acechaban entre los tallos rastreros y el maíz. Mary odiaba el lugar, en el que no había estado nunca antes. «¡Asquerosos salvajes!», pensó con ansia vengativa. Miró directamente a los ojos enrojecidos, nublados por la cerveza, del hostil capataz y repitió:

– Diez minutos. -Entonces dio media vuelta y se fue por el tortuoso sendero entre los árboles, oyendo a los nativos salir de sus chozas.

Esperó sentada en el coche, junto al campo donde sabía que debían cosechar el maíz. Al cabo de media hora llegaron algunos hombres, entre ellos el capataz. Una hora después sólo se había presentado la mitad de los jornaleros; algunos se habían ido de visita a poblados vecinos, sin autorización, y otros yacían borrachos en sus cabañas. Mary llamó al capataz y apuntó los nombres de los ausentes, escribiéndolos con su caligrafía grande y torpe en un pedazo de papel, luchando con los extraños grupos de letras. Permaneció allí toda la mañana, vigilando la hilera de peones entregados al trabajo, con el sol martilleándole la cabeza a través del viejo toldo de lona. Apenas hablaban. Trabajaban de mala gana, en un hosco silencio; Mary sabía que era porque detestaban ser vigilados por una mujer. Cuando el gong anunció la pausa para el almuerzo, subió a la casa y contó lo ocurrido a Dick, minimizándolo para que no se preocupara. Después del almuerzo bajó de nuevo y, cosa extraña; sin repugnancia hacia aquel trabajo que había rehuido durante tanto tiempo. La nueva responsabilidad y la sensación de medir sus fuerzas con la granja le servían de estímulo. Esta vez paró el coche en medio de la carretera, porque los nativos ya avanzaban hacia el centro del campo, donde el alto maíz de color dorado pálido cubría sus cabezas y ella no podía verles desde fuera del coche. Arrancaban las pesadas mazorcas y las metían en sacos que llevaban atados a la cintura, seguidos por otros que cortaban los tallos y los ordenaban en pequeñas pirámides que salpicaban irregularmente el campo. Mary les siguió, deteniéndose entre los rastrojos, sin dejar de vigilarles. Todavía llevaba enroscado a la muñeca el largo látigo de cuero, que le infundía una sensación de autoridad y valor para afrontar las oleadas de odio que llegaban hasta ella desde las hileras de nativos. Mientras caminaba incansable junto a ellos, con el tórrido sol quemándole la cabeza y el cuello y entumeciendo sus hombros, empezó a comprender por qué Dick podía resistir aquello día tras día. Era difícil permanecer dentro del coche con el calor filtrándose a través del techo; y algo muy diferente moverse entre los peones, siguiendo el ritmo de sus movimientos, concentrados en el trabajo. A medida que transcurrían las largas tardes, Mary contemplaba con una especie de atento estupor las espaldas negras encorvarse y enderezarse "y los músculos resbalar como cuerdas bajo la polvorienta piel. La mayoría llevaba taparrabos de tela descolorida; algunos, pantalones cortos de color caqui; pero casi todos iban con el torso desnudo. Eran hombres delgados y bajos, interrumpido su desarrollo por una nutrición deficiente, pero musculosos y robustos. Mary era ajena a todo lo que no fuera aquel campo, el trabajo a realizar, el grupo de nativos. Olvidó el calor, el sol implacable, la luz deslumbradora. Miraba las manos negras arrancando mazorcas y juntando los tallos dorados y no pensaba en nada más. Cuando uno de los hombres se detenía un momento para descansar o secar el sudor que le entraba en los ojos, esperaba un minuto de su reloj y le gritaba que volviese al trabajo. Él se volvía lentamente a mirarla y volvía a inclinarse sobre el maíz con movimientos cansinos, como en muda protesta. Ella ignoraba que Dick les había acostumbrado a un descanso general de cinco minutos cada hora; sabía por experiencia que de aquel modo rendían más; pero a ella se le antojaba una insolencia y un desacato a su autoridad que se detuvieran, sin permiso, para enderezar la espalda o secarse el sudor. Les obligaba a trabajar hasta que se ponía el sol, hora en que volvía a la casa satisfecha consigo misma y ni siquiera cansada. Se sentía animada y ágil, balanceando al andar el látigo que pendía de su muñeca.

Dick yacía acostado en la habitación de techo bajo, tan fría en los meses de invierno cuando caía la tarde como caliente en verano; estaba ansioso e inquieto, furioso contra su impotencia. No le gustaba que Mary bregara todo el día con los nativos; no era trabajo para una mujer. Y además, no sabía tratarlos y había escasez de mano de obra. Pero sintió alivio y se tranquilizó cuando ella le dijo que el trabajo iba progresando. No le habló de lo mucho que detestaba a los nativos ni de cómo la afectaba la hostilidad casi palpable que intuía en ellos; sabía que Dick tendría que permanecer en cama bastantes días más y que ella debía cumplir con su deber tanto si le gustaba como si no. Y en realidad, le gustaba. La sensación de tener a sus órdenes a unos ochenta jornaleros negros le infundía una confianza nueva; la estimulaba doblegarles bajo su férula y obligarles a hacer su voluntad.

Al finalizar la semana fue ella quien se sentó a la mesa pequeña de la veranda, entre las macetas de plantas, mientras los peones esperaban fuera, bajo tos árboles, para cobrar el jornal, que se pagaba mensualmente.

Atardecía, las primeras estrellas ya habían hecho su aparición en el cielo; sobre la mesa había un quinqué cuya llama baja y exigua parecía un pájaro triste prisionero en una jaula de cristal. El boy, en pie a su lado, iba llamando uno por uno los nombres de la lista. Cuando les tocó el turno a los que habían desoído su llamada el primer día, les dedujo media corona, entregándoles el resto en plata; el sueldo medio era de unos quince chelines al mes. Se oyeron murmullos de queja entre los nativos; y como la protesta amenazaba con generalizarse, el capataz se acercó al muro bajo y empezó a discutir con ellos en su lengua. Mary sólo comprendía algunas palabras, pero no le gustó la actitud y el tono de aquel hombre, que parecía exhortarles a aceptar su mala suerte y no les reñía, como habría querido hacer ella, por su negligencia y pereza. Al fin y al cabo, no habían hecho nada durante varios días. Y si quería cumplir su amenaza, tenía que deducirles a todos dos chelines y seis peniques, porque ninguno la había obedecido, apareciendo en el campo mucho después de los especificados diez minutos. Ellos habían faltado a su deber; ella tenía razón; y el capataz debía decirles aquello, en lugar de discutir y encogerse de hombros e incluso reír en un momento dado. Por fin se volvió hacia ella y le dijo que estaban descontentos y reclamaban lo que les pertenecía. Mary replicó con brevedad y contundencia que les había dicho que deduciría aquella cantidad y que pensaba cumplir su palabra. No cambiaría de opinión. Enfadada de repente, añadió, sin reflexionar, que quienes no estaban de acuerdo podían marcharse. Continuó ordenando los pequeños montones de billetes y monedas de plata, sin hacer caso de la tormenta de voces desencadenada bajo los árboles. Algunos se fueron al poblado, aceptando la situación. Otros esperaron en grupo hasta que les hubo pagado a todos y entonces se acercaron al muro. Uno por uno hablaron al boy, diciéndole que querían marcharse. Mary se asustó un poco, porque sabía lo difícil que era conseguir mano de obra y que se trataba de la máxima preocupación de Dick. No obstante, incluso mientras volvía la cabeza para escuchar los movimientos de Dick en la cama, separado de ella por el grosor de una pared, siguió rebosando decisión y resentimiento, porque esperaban ser pagados por un trabajo que no habían hecho, abandonándolo para ir de visita cuando Dick estaba enfermo; y sobre todo, porque no habían ido a los campos en aquel intervalo de diez minutos. Se volvió hacia el grupo y dijo que los nativos contratados no podían marcharse.

Estos últimos habían sido reclutados por el equivalente sudafricano de la antigua patrulla de reclutamiento: hombres blancos que acechan a las bandas migratorias de nativos que salen a las carreteras en busca de trabajo, los hacinan en grandes camiones, a menudo contra su voluntad (persiguiéndoles a veces por la espesura durante kilómetros si intentan escaparse), les engañan con promesas de buenos empleos y por fin los venden a los agricultores blancos a cinco libras o más por cabeza y por un contrato de un año.

Mary sabía que algunos de ellos huirían de la granja durante los próximos días y unos cuantos no serían recuperados por la policía porque cruzarían la frontera por las colinas y ya no volverían. Pero no se dejaría acobardar por el temor de que se fueran o por los problemas de mano de obra de Dick; moriría antes que mostrarse débil. Les dijo que se fueran a sus casas, usando a la policía como amenaza. A. los demás, que trabajaban por meses y que Dick retenía con una mezcla de adulación y jocosas amenazas, les dijo que podrían marcharse a fin de mes. Les habló directamente -no por medio del capataz- en tonos claros y glaciales, explicando con admirable lógica que estaban equivocados y que ella tenía razón al actuar de aquel modo. Terminó con una breve homilía sobre la dignidad del trabajo, que es una doctrina inculcada hasta la médula de los huesos en cada sudafricano blanco. Nunca servirían para nada, añadió (hablando en fanagalo, que muchos de ellos no comprendían, ya que acababan de salir de sus kraals), si no aprendían a trabajar sin supervisión, por amor a la tarea encomendada, y a obedecer las órdenes sin pensar en el dinero que cobrarían por su trabajo. Era aquella actitud la que había dignificado al hombre blanco, que trabajaba pqrque era su deber, porque trabajar sin recompensa probaba la valía de un hombre.

Las frases de aquella pequeña conferencia le afluían a los labios con naturalidad; no tenía que rebuscarlas en su mente. Las había oído con tanta frecuencia en boca de su padre, cuando sermoneaba a los criados nativos, que le salían con facilidad de la parte del cerebro que almacenaba sus más viejos recuerdos.

Los nativos la escuchaban con la expresión que ella calificaba de «descarada». Estaban enfadados y de mal humor y oían las palabras inteligibles de su discurso sin prestar atención, simplemente esperando a que terminara.

Entonces, haciendo caso omiso de sus protestas, que brotaron en cuanto dejó de hablar, se levantó con un gesto de despedida, levantó la pequeña mesa a cuya superficie estaban clavadas las bolsas de dinero y entró con ella en la casa. Al cabo de un rato les oyó marcharse, hablando y gruñendo en voz baja, y al mirar a través de las cortinas vio sus cuerpos oscuros mezclarse con las sombras de los árboles antes de desaparecer. Oyó el eco de sus voces: gritos airados e improperios contra ella. Le invadió una sensación de victoria y venganza satisfecha. Los odiaba a todos y cada uno de ellos, desde el capataz, cuyo servilismo la irritaba, hasta el niño más pequeño; entre los peones había algunos niños que no podían tener más de siete u ocho años.

Mientras permanecía al sol, vigilándoles durante todo el día, había aprendido a ocultar su odio cuando les hablaba, pero no intentaba siquiera ocultárselo a sí misma. Detestaba que hablaran en dialectos que ella no comprendía porque sabía que se referían a ella y probablemente hacían observaciones obscenas a su costa; lo sabía, aunque no tenía más remedio que simular ignorancia. Detestaba sus cuerpos negros medio desnudos y musculosos encorvándose al ritmo mecánico de su trabajo. Odiaba sus semblantes toscos, su mirada huidiza cuando le hablaban, su velada insolencia; y odiaba sobre todo, con una violenta repugnancia física, el fuerte olor que despedían, un olor de animal, cálido y acre.

– Cómo apestan -dijo a Dick en una explosión de ira que era la reacción de oponer su voluntad a la de ellos. Dick se rió.

– Según ellos, los que apestamos somos nosotros.

– ¡Tonterías! -exclamó Mary, escandalizada de la pretensión de aquellos animales.

– Oh, sí -prosiguió Dick, sin advertir su cólera-. Recuerdo que una vez el viejo Samson me dijo: «Ustedes dicen que olemos mal, pero para nosotros no hay nada peor que el olor de un hombre blanco.»

– ¡Vaya desvergüenza! -empezó ella, indignada, pero se fijó en el rostro todavía pálido y demacrado y se contuvo. Tenía que ir con mucha cautela porque en su actual estado de debilidad cualquier cosa la irritaba.

– ¿De qué les hablabas? -preguntó Dick.

– Oh, de nada en particular-fue la evasiva respuesta de Mary mientras volvía la cara. Había decidido no decirle que los peones se marchaban hasta que estuviera restablecido del todo.

– Espero que los trates bien -dijo él, ansioso-. Hay que ir con pies de plomo con ellos, ya lo sabes. Están muy mal acostumbrados.

– No soy partidaria de tratarles con suavidad -replicó Mary en tono desdeñoso-. Si yo mandara, les enseñaría a obedecer con el látigo.

– Todo eso está muy bien -observó Dick, irritado-, pero, ¿de dónde sacarías a los peones?

– Oh, me ponen enferma -dijo ella, estremeciéndose.

Durante aquel período, pese al trabajo duro y a su odio hacia los nativos, todo su descontento y apatía quedaron relegados a último término. Se hallaba demasiado absorta en el esfuerzo de controlar a los nativos sin demostrar debilidad, de llevar la casa y ordenar las cosas de forma que Dick estuviera cómodo durante su ausencia. Además, estaba descubriendo todos los detalles de la granja: cómo se dirigía o qué se cultivaba en ella. Pasó varias veladas estudiando los libros de Dick mientras éste dormía. En el pasado no había sentido el menor interés por todo aquello: era asunto de Dick. Pero ahora empezó a analizar-las cifras -lo cual no era difícil con sólo dos libros de contabilidad- y a ver la granja en su conjunto. Sus descubrimientos la escandalizaron. Al principio pensó que debía equivocarse;' no podía ser que rindiera tan poco. Pero era cierto. Después de inspeccionar los cultivos y los animales, pudo analizar sin dificultad las causas de su pobreza. La enfermedad, la obligada reclusión de Dick y su propia obligada actividad la acercaron a la granja y le prestaron realidad ante sus ojos. Antes había sido un negocio ajeno y bastante desagradable del que se excluyó voluntariamente y en el que no intentó profundizar, pensando que era demasiado complicado. Ahora estaba molesta consigo misma por no haber tratado de estudiar a tiempo aquellos problemas.

Mientras seguía a los nativos por los campos, pensaba sin cesar en la granja y en lo que debía hacerse con ella. Su actitud hacia Dick, siempre desdeñosa, se volvió amarga y colérica. No era una cuestión de mala suerte, sino un caso claro de incompetencia. Se había equivocado al pensar que aquellos accesos de actividad con pavos, cerdos, etcétera, eran una especie de escapatoria de la disciplina del trabajo agrícola. Dick era consecuente; todo lo que hacía revelaba las mismas características. Por doquier encontraba cosas empezadas e interrumpidas a medio hacer. Aquí era un trozo de tierra talado a medias y abandonado, por lo que los árboles volvían a crecer en él; allí era un establo para vacas hecho mitad de ladrillo, mitad de hierro y una pared de madera y barro. La granja era un mosaico de cultivos diferentes. El mismo terreno de veinte hectáreas había sido plantado sucesivamente de girasoles, cáñamo, maíz, cacahuetes y judías. Siempre cosechaba veinte sacos de esto y veinte de aquello con sólo unas pocas libras de beneficio por cada cultivo. ¡No había una sola cosa bien hecha en todo el lugar, ni una sola! ¿Por qué no era capaz de verlo? ¿Cómo podía pasarle por alto que nunca llegaría a ninguna parte con aquel desorden?

Deslumbrada por el resplandor del sol, pero atenta a cada movimiento de los peones, calculó, ideó e hizo planes, decidida a hablar de ello a Dick cuando estuviera restablecido para persuadirle de que afrontara con lucidez cuál sería su futuro si no introducía un cambio en sus métodos. Sólo faltaban unos días para que se reintegrara al trabajo; le daría una semana para que todo volviera a su cauce normal y entonces no le dejaría en paz hasta que siguiera sus consejos.

Pero aquel último día ocurrió algo imprevisto.

Dick almacenaba todos los años su cosecha de mazorcas de maíz en un lugar cercano al establo de las vacas. Primero se extendían láminas de hojalata para proteger el maíz de las hormigas blancas; sobre esta base se vaciaban los sacos y las mazorcas iban formando lentamente un montón de espigas de envoltura blanca y lisa. Aquellos días Mary permanecía allí, vigilando el vaciado de los sacos. Los nativos descargaban los sacos del carro colocándoselos sobre los hombros y sujetándolos por los extremos; el peso encorvaba sus espaldas. Eran como una correa transportadora humana. Dos nativos permanecían en el carro y cargaban los sacos sobre los hombros de los peones. Éstos iban en fila del carro al montón de espigas, tambaleándose sobre los sacos llenos para vaciar desde arriba el que transportaban a la espalda. El aire rebosaba de polvo y de pequeños fragmentos de vaina. Cuando Mary se pasaba la mano por la cara, la sentía áspera como una arpillera fina.

Se encontraba al pie del montón, que se levantaba ante ella como una montaña grande y brillante contra el cielo diáfano, de espaldas a los pacientes bueyes que esperaban inmóviles, con las cabezas bajas, a que se vaciara el carro para volver a hacer otro viaje. Vigilaba a los nativos, pensando en la granja y haciendo oscilar el látigo enroscado a su muñeca de modo que dibujaba serpentinas en el polvo rojizo. De improviso advirtió que uno de los peones no trabajaba; apartado de la hilera, respiraba con fuerza y el rostro le brillaba de sudor. Mary echó una ojeada a su reloj de pulsera. Pasó un minuto, y luego otro, pero el peón continuaba en el mismo sitio, con los brazos cruzados. Esperó a que la manecilla del reloj marcara los tres minutos, llena de creciente indignación ante la temeridad de aquel negro que permanecía inmóvil conociendo la regla de que no podía exceder la pausa establecida de un minuto. Entonces le interpeló:

– Vuelve al trabajo.

Él la miró con la expresión común a todos los jornaleros africanos: con los ojos ausentes como si no la viera, y el rostro convertido en una superficie obsequiosa especial para ella y los de su clase, que encubría un interior invulnerable y secreto. Bajó los brazos con ademanes lentos y dio media vuelta para ir a beber un poco de agua de una lata de gasolina que guardaban al fresco, bajo un matorral. Ella repitió, levantando la voz:

– He dicho que vuelvas al trabajo. Al oírla, se detuvo, la miró a la cara y contestó en su dialecto, incomprensible para ella:

– Necesito beber.

– No me hables en esa jerga -replicó Mary, buscando con la vista al capataz, que no se veía por ninguna parte. El hombre tartamudeó, en tono sincopado y ridículo:

– Quie…ro…agua.

Una vez dicho esto en inglés, sonrió de repente, abrió la boca y se metió un dedo en ella para señalar la garganta. Mary oyó reír quedamente a los otros nativos que estaban junto al montón de mazorcas. Su risa, bien intencionada, la enfureció; pensó que se reían de ella, cuando lo cierto era que sólo aprovechaban la ocasión para reírse de algo, lo que fuera, en medio de su trabajo, y uno de ellos chapurreando el inglés y metiéndose un dedo hasta la garganta era un motivo de risa tan bueno como cualquier otro.

Sin embargo, la mayoría de blancos creen que es una «impertinencia» por parte de un nativo hablar en inglés. Mary replicó, sofocada por la ira:

– No me hables en inglés -y se interrumpió en seguida.

El hombre se encogió de hombros y sonrió, mirando hacia el cielo, como protestando de que primero le prohibiera hablar en su propia lengua y después en la de ella. ¿Cómo quería que le hablase? Aquella desenfadada insolencia la indignó hasta el punto de dejarla sin habla. Abrió la boca para increparle, pero no pudo proferir una sola palabra. Y vio en los ojos del hombre aquel hosco resentimiento y -lo que era aún peor- un desprecio divertido. Con un ademán involuntario, Mary levantó el látigo y lo blandió contra aquel rostro con fuerza inusitada. No sabía lo que hacía. Se quedó muy quieta, temblando, y cuando le vio aturdido, llevándose la mano a la cara, miró con estupefacción el látigo que sostenía, como si se hubiera desenroscado en el aire por propia iniciativa, sin su consentimiento. Mientras miraba, en la mejilla negra apareció una marca gruesa en la que se concentró una gota de sangre brillante que resbaló por el mentón y fue a caer sobre el pecho del nativo. Era un hombre corpulento, más alto que todos los demás, dotado de un cuerpo magnífico sólo cubierto por un saco viejo atado a la cintura. Mientras le contemplaba, asustada, se le antojó un gigante. Cayó otra gota roja sobre el fornido pecho, que se deslizó hasta el talle. Entonces le vio hacer un movimiento repentino y retrocedió, aterrada, pensando que iba a atacarla. Pero sólo se secó la sangre de la cara con una mano grande y un poco trémula. Mary sabía que todos los nativos estaban como petrificados detrás de ella, observando la escena. Con una voz que sonó áspera por la falta de aliento, repitió:

– Ahora vuelve al trabajo.

Durante un momento, el hombre la miró con una expresión que la aterrorizó; después se alejó con lentitud, cargó con un saco y se unió a la cinta transportadora de nativos. Todos reanudaron el trabajo en silencio. Mary temblaba de terror por la propia acción y por la mirada que había visto en los ojos del hombre.

Pensó: ¿Irá a la policía a denunciar que le he pegado? La idea no la asustaba, sólo la llenaba de ira. La mayor humillación del agricultor blanco es que no está autorizado a pegar a los nativos y, si lo hace, ellos pueden -aunque rara vez lo han hecho- ir a quejarse a la policía. La enfurecía pensar que aquel animal negro tenía derecho a denunciarla, a denunciar la conducta de una mujer blanca. Pero es significativo que no tuviera miedo por ella misma. Si aquel nativo hubiese acudido a la policía, quizá la habrían amonestado, porque era la primera vez, pero lo habría hecho un policía europeo que hacía frecuentes rondas por el distrito y era amigo de los granjeros por haber comido con ellos, pernoctado en sus casas e incluso participado de su vida social. En cambio él, como era un nativo contratado, habría sido devuelto a la granja y Dick no habría hecho la vida fácil a un nativo que hubiera denunciado a su esposa. Tenía a su favor a la policía, los tribunales, las cárceles; y él, sólo a la paciencia. No obstante, la soliviantaba pensar que tuviera derecho a denunciarla; su ira iba dirigida principalmente a los sentimentales y teóricos, a quienes se refería con el pronombre «ellos»; los legisladores y la administración pública, que ponían trabas al derecho natural del agricultor blanco a tratar a sus jornaleros como se le antojara.

Pero mezclada con su ira había una sensación victoriosa, la satisfacción de haber ganado en aquel duelo entre voluntades. Le observó mientras cargaba los sacos, tambaleándose bajo el peso, con los anchos hombros encorvados, y le procuró un gran placer verle sometido de aquel modo. Sin embargo, las rodillas aún le temblaban; podría haber jurado que había estado a punto de atacarla en aquel horrible momento que siguió al latigazo. Pero permaneció allí inflexible, sin traicionar los sentimientos encontrados que embargaban su pecho y manteniendo el rostro tranquilo y severo; y por la tarde volvió, decidida a no ceder terreno en el último momento, aunque temía afrontar durante largas horas aquella antipatía y hostilidad.

Cuando por fin cayó la tarde y el aire adquirió con rapidez el frío penetrante de las noches de julio y los nativos se dispersaron, recogiendo las latas viejas que se habían llevado para beber, o un abrigo deshilachado o el cadáver de una rata u otro animal del veld, atrapado durante el trabajo y que constituiría su cena, y ella supo que su tarea estaba cumplida, porque Dick ya iría a los campos al día siguiente, sintió que había ganado una batalla. Era una victoria sobre aquellos nativos, sobre sí misma y la repugnancia que le inspiraban, y sobre Dick y su lento e insensato derroche. Había hecho trabajar más a aquellos salvajes que él en toda su vida. ¡Pero si ni siquiera sabía manejar a los nativos!

Sin embargo, aquella noche, al afrontar de nuevo los días vacíos del futuro, se sintió cansada y abatida. Y la discusión con Dick, que había planeado durante días enteros y que le había parecido tan sencilla cuando estaba en los campos, lejos de él, y reflexionaba sobre lo que debía hacerse con la granja sin tenerle a él en consideración, se le antojó de pronto una tarea agotadora. Porque Dick ya se preparaba para tomar las riendas como si el mandato de ella no hubiera significado nada, nada en absoluto. Aquella noche volvía a estar preocupado y absorto y no tenía intención de discutir sus problemas con ella. Mary se sintió ofendida e insultada, porque no quería recordar que durante años había rechazado todas las demandas de ayuda de Dick, por lo que su actitud de aquella noche no era más que el resultado lógico de las sistemáticas negativas de ella a asistirle en su trabajo. Aquella noche Mary comprendió, a medida que el viejo cansancio la invadía y aletargaba sus miembros, que los errores de Dick serían la herramienta con que tendría que trabajar. Tendría que sentarse en su casa como una abeja reina y obligarle a hacer lo que ella quería.

Le concedió una tregua de varios días mientras esperaba que recobrara el color y la piel morena que había palidecido bajo los embates de la fiebre. Cuando le pareció que volvía a ser él mismo, fuerte y sin irritabilidad ni nerviosismo, abordó el tema de la granja.

Un atardecer se sentaron bajo la exigua luz de la lámpara y, a su modo rápido y escueto, le describió con exactitud la marcha de la granja y el dinero que podía sacar de ella, aunque no hubieran fallos ni años adversos. Le demostró de manera irrefutable que jamás saldrían del marasmo en que se encontraban si continuaban como hasta entonces: una diferencia de cien o cincuenta libras más o menos, según las variaciones del clima y de los precios, era todo lo que podían esperar.

Mientras hablaba, su voz se iba haciendo áspera, insistente, colérica. Como él no decía nada y se limitaba a escuchar con semblante preocupado, Mary sacó los libros y respaldó sus aseveraciones con cifras. De vez en cuando él asentía, observando el dedo de ella moviéndose arriba y abajo de las largas columnas de números o deteniéndose para insistir sobre un punto o hacer rápidos cálculos. Mientras la oía proseguir Dick pensaba que no tenía motivos para sorprenderse, ya que conocía su capacidad; ¿acaso no le había pedido ayuda por aquella razón?

Por ejemplo, ahora explotaba las.gallinas a gran escala y ganaba unas libras todos los meses con la venta de huevos y pollos para la mesa; pero todo el trabajo relacionado con aquello parecía terminarse en un par de horas. Aquella renta mensual regular suponía mucho para ellos. Sabía que Mary no tenía casi nada que hacer en todo el día; y, sin embargo, otras mujeres que negociaban con volatería a tan gran escala lo consideraban un trabajo arduo. Ahora analizaba la granja y la organización de los cultivos de un modo que le hacía sentir humilde pero que también le incitaba a defenderse. Por el momento, sin embargo, permaneció silencioso, sintiendo admiración, resentimiento y compasión de sí mismo, aunque la admiración predominaba. Se equivocaba en algunos detalles, pero en conjunto tenía toda la razón; ¡cada una de sus palabras crueles era cierta! Mientras la escuchaba, viéndole apartar los cabellos de los ojos con su habitual ademán de impaciencia, también se sentía ofendido; reconocía la justicia de sus observaciones y no podía ponerse a la defensiva a causa de la imparcialidad de su voz; pero al mismo tiempo aquella imparcialidad le molestaba y hería. Miraba la granja desde el exterior, como una máquina de hacer dinero; así la consideraba; y la criticaba exclusivamente desde aquel ángulo. Por eso le pasaban desapercibidas tantas cosas. No le concedía ningún mérito por su consideración hacia la tierra, por aquellas cuarenta hectáreas de árboles. Y él no podía ver la granja como ella la veía. La amaba, era parte de él. Le gustaba el lento progreso de las estaciones y el complicado ritmo de los «cultivos pequeños» que ella siempre tildaba con desprecio de inútiles. Cuando terminó, sus emociones encontradas le impidieron hablar, y permaneció silencioso, buscando las palabras. Por fin preguntó, con su pequeña sonrisa de derrota:

– Está bien. ¿Qué podemos hacer?

Ella vio la sonrisa y endureció su corazón; era por el bien de ambos; ¡y había vencido! Él había aceptado sus críticas. Empezó a explicar con todo detalle qué era exactamente lo que debían hacer. Le propuso cultivar tabaco; todos sus vecinos lo cultivaban y ganaban dinero. ¿Por qué no ellos? Y en todo lo que decía, en cada inflexión de su voz, había una implicación: que debían cultivar tabaco, hacer el dinero suficiente para pagar sus deudas y dejar la granja en cuanto pudieran.

Cuando él comprendió por fin el objetivo de sus planes, olvidó sus respuestas. Preguntó con voz débil:

– Y cuando hayamos ganado todo ese dinero, ¿qué haremos?

Por primera vez ella pareció vacilar y bajó la mirada para no cruzarla con la de Dick. En realidad, no lo había pensado. Sólo sabía que quería el éxito de su marido, que ganase dinero para poder hacer lo que quisieran, abandonar la granja y llevar de nuevo una existencia civilizada. La miseria en que vivían era insoportable y los estaba destruyendo. No era que les faltase comida, sino el hecho de que tuvieran que vigilar hasta el último penique, renunciar a vestidos nuevos y a diversiones y posponer las vacaciones a un futuro indefinido. Una pobreza que permite un pequeño margen para gastos, pero está siempre amenazada por la deuda, que corroe como una conciencia, es peor que pasar hambre. Así era como ella lo veía. Y la atormentaba, porque se trataba de una pobreza impuesta por ellos mismos. Otras personas no habrían comprendido la orgullosa autosuficiencia de Dick. Había muchos agricultores en el distrito, y de hecho en todo el país, que eran pobres como ellos, pero que vivían como querían, acumulando deudas y esperando que la suerte acabara sonriéndoles. (Y, entre paréntesis, hay que admitir que su despreocupación se vio recompensada; con la llegada de la guerra y el boom del tabaco, hicieron fortunas en un solo año, lo cual hizo aparecer a los Turner aún más ridículos.) Y si los Turner hubieran decidido olvidar su orgullo, tomarse unas vacaciones caras y comprar un coche nuevo, sus acreedores, acostumbrados a aquella clase de granjeros, les habrían dado su visto bueno. Pero Dick no podía obrar así. Aunque Mary le odiase por ello, considerándole un estúpido, era lo único de él que aún respetaba: podía ser un débil y un fracasado, pero en aquello, la última ciudadela de su orgullo, permanecía inamovible.

Y por eso no le pedía que olvidase su conciencia y obrara como los demás. Ya entonces se hacían fortunas con el tabaco. Parecía tan fácil. Sí, parecía fácil incluso en aquellos momentos, mientras contemplaba el rostro cansado y triste de Dick, sentado a la mesa frente a ella. Lo único que tenía que hacer era decidirse. ¿Y después? Aquélla era la pregunta de él: ¿cuál sería su futuro?

Cuando pensaba en aquel tiempo difuso y maravilloso del futuro, en que podrían vivir como se les antojara, Mary siempre se imaginaba en la ciudad viviendo como antes, rodeada de sus amigas en el Club para mujeres solteras. Dick no encajaba en aquel escenario, de ahí que cuando repitió la pregunta, después del largo y evasivo silencio de ella, durante el cual evitó su mirada, Mary no supo qué decir, silenciada por la inexorable diferencia de sus necesidades. Volvió a apartarse el cabello de los ojos, como rechazando algo en lo que no quería pensar, y dijo, esquivando la pregunta:

– No podemos seguir como hasta ahora, ¿verdad?

Y entonces se produjo otro silencio. Ella golpeó la mesa con el lápiz, haciéndolo girar entre el pulgar y el índice, produciendo un ruido monótono e irritante que puso en tensión los músculos de él.

Ahora todo dependía de Dick. Mary lo había puesto todo de nuevo en sus manos y sometido la cuestión a su criterio, pero sin ofrecerle una meta por la que trabajar. Y él empezó a sentir amargura y a enfadarse con ella. Claro que no podían seguir como hasta entonces: ¿acaso él había dicho lo contrario? ¿Acaso no trabajaba como un negro para liberarse? Lo malo era que había perdido la costumbre de vivir en el futuro; este aspecto de ella le preocupaba. Se había acostumbrado a pensar sólo hasta la próxima estación; la estación siguiente marcaba siempre la frontera de sus planes. En cambio, ella la había traspasado y ya pensaba en otras personas, en una vida diferente… sin él; lo sabía, aunque ella no lo hubiera dicho. Y sentía pánico, porque hacía tanto tiempo que no trataba a otras personas que ya no las necesitaba. Le divertía un breve diálogo ocasional con Charlie Slatter, pero si no se presentaba la ocasión, se quedaba tan tranquilo. Y sólo se sentía inútil y fracasado cuando se relacionaba con otra gente. Había vivido tantos años con los jornaleros nativos, haciendo planes para el año próximo, que sus horizontes se habían reducido al tamaño de su existencia y no podía imaginar nada más. Desde luego, era incapaz de imaginarse a sí mismo en un lugar que no fuera la granja; conocía cada uno de sus árboles. Esto no es retórica: conocía el veld, gracias al cual subsistía, como lo conocen los nativos. No era el suyo el amor sentimental del habitante de la urbe. Sus sentidos se habían agudizado para percibir el ruido del viento, el canto de los pájaros, el tacto de la tierra, los cambios de tiempo, pero se habían embotado para todo lo demás. Fuera de la granja, languidecería hasta morir. Quería hacer dinero para poder continuar viviendo en ella, pero con comodidad, a fin de que Mary pudiese tener las cosas que ansiaba. Ante todo, para poder tener hijos. Los hijos eran para ¿1 una necesidad insistente. Ni siquiera ahora había perdido la esperanza de que algún día… Y no había comprendido nunca que ella pudiera imaginarse el futuro lejos de la granja, ¡y con su aquiescencia! Sólo pensarlo le hacía sentir perdido y vacío, sin ningún apoyo en la vida. La miró casi con horror, como a una extraña que no tuviera derecho a estar con él ni a dictarle lo que debía hacer.

Pero no podía permitirse pensar en ella de aquel modo: había comprendido, cuando huyó a la ciudad, lo que su presencia en la casa significaba para él. No, tenía que hacerle entender su necesidad de la granja, y cuando hubiesen ganado algún dinero, tendrían niños. Ella debía saber que su frustración no era causada en realidad por su fracaso como agricultor; su fracaso era que ella sintiera hostilidad hacia él como hombre, que su vida en común fuese lo que era. Y cuando pudiesen tener hijos, incluso aquello quedaría borrado y serían felices. Así soñaba Dick, con la cabeza apoyada en las manos, mientras escuchaba el tap-tap-tap del lápiz contra la mesa.

Pero a pesar de aquella cómoda conclusión de. sus meditaciones, la sensación de derrota era abrumadora. Odiaba la sola idea del tabaco; siempre la había aborrecido, se le antojaba un cultivo inhumano. Su granja tendría que llevarse de forma diferente; significaría pasar horas en el interior de edificios a temperaturas húmedas y elevadas y también levantarse en plena noche para vigilar los termómetros.

Manoseó los papeles dispersados sobre la mesa y se apretó la cabeza con las manos, rebelándose tristemente contra su destino. Pero era inútil con Mary delante de él, obligándole a hacer su voluntad. Por fin levantó la vista, esbozó una sonrisa torcida y atormentada y dijo:

– Está bien, jefa, ¿puedo pensarlo durante unos días? Pero en su voz se advertía la humillación. Y cuando ella exclamó, irritada:

– ¡Me gustaría que no me llamaras jefa! -él no contestó, aunque el silencio que se estableció entre ambos proclamó con elocuencia lo que ellos no se atrevían a decir. Mary lo interrumpió levantándose de la mesa en un arrebato, recogiendo con rapidez los libros y diciendo:

– Me voy a la cama. -Y le dejó allí, solo con sus pensamientos.

Tres días después, Dick dijo en voz baja, con la mirada en otro sitio, que había hablado con unos constructores nativos sobre la edificación de dos graneros.

Cuando por fin la miró, obligándose a encararse con su irrefrenable triunfo, vio brillar los ojos de ella con renovada esperanza y pensó lleno de inquietud en lo que significaría para Mary un nuevo fracaso suyo.