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Casi seguro muchos habrán pensado en el viento. Y mas por el rencor que les quedó después del entusiasmo con el método del sol.
Sin exagerar ni un poco mas: aunque pensar, lo que se dice pensar, es algo que se le podía atribuir a pocos de los que tuvieron idea de volver a empezar, y casi a nadie entre los que se les fueron agregando, no es difícil que alguien también haya pensado en el viento.
Porque esta pampa te hace cavilador: será la forma de marchar, que a los pocos trancos acompasa a hombres, montas y animales de carga. O por el silencio de las paradas.
¿O por la tanta luz que palma y no bien se hace el oscuro, comés algo y te caés dormido hundiéndote ahí como cascote en la laguna…?
Cascotes no. Y mucho menos piedra: ni una se alcanzó a ver en tantos días de marcha. El suelo siempre igual: pasto y mas pasto. Y hurgando bajo el pasto, terrones negros y tan secos que no se entiende como se las compone el yuyal para guardar un verde tan fresco que se nota por el engorde de la monta y de la carne de reserva mas que con los ojos, que se acostumbran rápido a ver verde y todo puro verde hasta que el sol se esconde y no se ve mas nada.
Ya en una de las primeras noches, ya punto de dormirse, alguien hablaba de dar gracias al pasto porque si no ya habrían clavado guampa en la tierra, y cuando desde lo oscuro sonó una voz diciendo que a ese pasto lo regaba el rocío, y, aunque nadie había visto rocío y nunca un poncho amaneció mojado ni con ese olor a bicho que le vuelve al pelo de la vicuña con la humedad, se dijo que el hombre debía tener razón.
Varios se habían dormido. Se oía roncar de un lado y de otro, y después la cantilena del de la flota que había cantado por primera vez:
Cantaba para el solo: nadie lo quería oír. Pero en aquellos primeros dias de marcha después de resignarse a tantas cosas con tal de ir a juntarse con los que querían empezar otra vez, era mas fácil tolerarlo que encontrar voluntad de pedir que se calle, hasta cuando se ponía mas pesado, cambiaba de tonada y poniendo voz gruesa de africano repetía:
Alguno ha de andar todavía vivo capaz de recordárselo mejor.
Tanto repitió el canto en esos primeros días de marcha que antes de que le quedara El Marino, los que no le sabían el verdadero nombre -Esteban- le decían "malarmado", y los mas puercos "el malarmeado".
Ahí en la peor la oscuridad cada cual sabía bien donde tenía su poncho porque lo que empezó como una fila tipo milicia, con cuerpos estirados a la par todo a lo largo de un potrero, los pies para el lado de los carros y la cabeza apuntando del lado del fogón, había terminado formando ese redondel, que era cada vez mas respetado y cada vez mas se parecía a un círculo dibujado, copia del horizonte igual que los tenía siempre en el medio, dando vueltas y vueltas, camino de borrachos.
Borrachos sin tomar. Por cansancio, por pampa y por desánimo: tres venenos peores que el peor aguardiente y que a cada quien le producía el peor efecto que su vida y los daños que debió haber hecho en su vida lo hicieron merecer.
En un lado, los mas juiciosos se resistían al sueño y no era fácil hacerseló reconocer pero igual que a éste que cuenta, algo del canto del marinero se les clavaba en la memoria, y anticipaban con la mente las repeticiones de palabras y estribillos de versos pensando que alguna vez, bajo un alero en un rancho, o haciendo noche en una tierra mas amistosa, tratarían de cantarlo.
Eso, a condición de que no hubiese presente alguno de los que ahí estaban cayéndose dormidos, para no llevarles un mal recuerdo.
Se sentía alguna puteada contra el marinero, y la voz zeceosa volviendo a empezar:
– ¡Putas que los parió al marino…! ¡Se me pegó el cantito…!-Protestó un teniente chiquilín, como que hablaba para si, pero a la par de unos criollos que le habían hecho custodia en una avanzada.
Se contó que lo había dicho sin rabia y que con medias palabras les dio a entender que cada vez que montaba y aflojaba las riendas empezaba a sonarle dentro de la cabeza "mi boni, mi boni, mi boni".
Que el pingo, -el suyo o cualquier otro de remonta que ensillara para darle un respiro a su zaino- también parecía conocerlo y moverse marcando el paso del cantito. Y que ni trotando ni galopando -dicen que se quejaba- conseguía parara de sonarle dentro de la cabeza y en las patas del pingo.
Por maldad o por vergüenza, nadie lo quiso consolar y se murió mucho después, lanceado por la caballería del Imperio y sin saber que a muchos les estaba pasando igual, pero que no tenían las bolas colocadas como tendrían que estar para reconocer que a ellos también se les había metido.
Por ahí alguno, rezagado o medio alejado de la formación, se lo habrá dicho a su caballo en secreto. Pero reconocerlo era tan difícail como hablar de que no estaban haciendo mas que dar vueltas y vueltas al eje de la noria invisible del medio de la pampa. Estirando un cascarón de yuyos. Un pedazo apenas de la Ceación que dejó Dios nada mas que para que ellos y uno que otro araucano siguieran vivos, ignorantes de que ya había pasado el fin del mundo.
Guardarse para uno mismo la tonada o los versos que se le habían pegado para siempre, y hablar de formas de estar seguros de ir en línea recta aunque sea por una jornada, era la única manera de dar a entender que uno también estaba sintiendo algo parecido.
El que dos noches seguidas soñó que había un viento que quebraba mástiles altos y anchos como la torre de la catedral, y nunca en su vida había visto un mástil, habló del viento.
Se dijo que amaneciendo el viento era fresco y, tan fuerte, que era capaz de mantener un poncho medio acostado en el aire. Que después iba bajando hasta que apenas daba para que flote el gallardete de la escolta y que, cuando todos querían parar por el hambre y ya la luz que del mediodía que encandilaba no permitia ver mas, el viento ni se sentía, la bandera caía pegada a la tacuara y bajo las sombrillas de ponchos que se armaban para matear y masticar el charqui de mediodía se notaba que el humo del fogón del mate y de los cigarros de chala se iba derecho para arriba.
Hacia arriba: no al cielo, porque esos medio días el lugar del cielo lo ocupaba una plancha de luz con un centro redondo amarillo quemante, que debía ser el sol.
Cuando después del mate se siesteaba, y después, cuando a empezaba la segunda posta de la jornada, el viento volvía a empezar y seguía creciendo hasta que se hacía noche y como dormían tanto, nadie sabría hasta que hora seguía aumentando, ni a que hora empezaba a aflojar.
El último en dormirse nunca debió llegar a mas de tres o cuatro mates de los primeros ronquidos, o a la tercer pitada, en esos días en que quedaban tabaco y chalas para armar.
Los que oyeron esa conversación del viento, no bien se hizo la luz lo hablaron con todos, y hasta el momento de palmar como muertos sobre los cueros no se habló ni se pensó en otra cosa.
– El viento es lo menos de fiar que hay… -Cabildeaban y en eso estuvo de acuerdo hasta el marino.
El viento no es de fiar, es puro aire y puede ir para cualquier parte.
Allí seguro que le pasaría como a ellos: arrancaría yendo para a cualquier parte y de a poco iría cambiando la dirección, según las horas y según vaya a saberse por cuál otra razón si hubiera alguna razón en las cosas.
El marino aprovechó para volver a la cantilena de la flota y dijo que en el mar el viento cambia y arranca del norte y termina viniendo del sur en días normales. Cuando hay tormentas, da vueltas desde el este al oeste y al norte y para ver de donde viene da a lo mismo mirar la brújula que mirar como llueve porque si está dejando de llover y refresca, seguro ya esta viniendo desde el sur, y si sigue caliente el aire seguro viene de un sitio entre el norte y el este.
Allí tampoco se comprendió la explicación, pero oír la palabra brújula y empezar todos a putear contra todos por no habérsele ocurrido a nadie traer una brújula fue casi lo mismo.
El marino apaciguó a los recriminadores cuando dijo que nunca a nadie de la flota se le ocurrió llevar bolas -las boleadoras- ni rebenque a los barcos, y por eso a ellos le sucedió lo mismo.
Eso sí se entendió pero por el calor de la siesta o por la rabia de no tener brújula y llevar en cambio tanto rebenque al pedo, ninguno lo festejó como un chiste, y si pudo haber habido uno que lo escuchó como chiste supo aguantarse las ganas de reír.
Ni hablar de las estrellas. Todos sabían reconocer las Tres Marías, el Lucero y la Cruz del Sur. Pero ahí caía la noche y al mismo tiempo que el Lucero tan verde, aparecía blanquísima y bien alta la Cruz del Sur con los brazos apuntando a los lados, el pie hacia abajo, hacia la propia pampa, y la cabecera apuntando hacia la parte del cielo donde no había ni una estrellas y debía ser sur del firmamento.
¿Pero de que iría a servirles conocer ese sur, que aunque de día se lo pudiera ver y se mantuviera todo el tiempo a la izquierda de la formación, si giraba, y tal como parecía girar, los haría hacer girar también a la par a ellos.
Y si como la cordura invitaba a pensar se quedaba quieto allí en su lugar: ¿No iba a tenerlos para siempre, igual que ahora, girando alrededor de algo que, por mas alto o lejano que fuera no podía impedir que giraran y no parasen de girar y girar…?
No pensar, mejor.
Buena señal fue que cada vez mas seguido aparecieran osamentas. Y en cabezas de vacas y caballos blanqueadas por tanto tiempo al sol casi siempre se encontraba un nido de hornero recién terminado.
Eso algo debía anunciar, aunque el yuyo seguía siendo el mismo, siempre igual, y ni señales de arroyos, lagunas, montes, taperas, ni cosa que se pareciese a restos de fortines
Los pájaros, pobres bichos aquerenciados donde ni árbol, ni poste, ni piedra elevada hallan para anidar, se conforman con lo único que sobresale un poco de los pastos y empollan huevos y pichones al alcance de culebras, cuises y sabandijas de la tierra que ya han de haberse hecho un vicio el gustito del ave pichona y sus huevos.
El pasto seguía igual, pero nunca faltaba uno a quien le daba por decir que estaban pasando por un brocalón de tierra blanda, y pretendiendo que todos vieran pasto mas verde y fresco, detenía a la tropa para cavar y rabdomar y probar que ahí nomás había agua.
Eso pasa por tanto oír historias sobre travesías con sed y de campañas donde la sed hizo mas muertos que la indiada, la peste, y el salvajismo hispánico. Pero sobrando tinas de barro y toneles de pino con agua buena de Córdoba no había mas razón para atrasarse leguas que darle el gusto a uno que se sintió en el deber hacer noticia.
– Acá sí…
Siempre había uno que le daba la razón al que se encaprichaba en demostrar que era tierra mas blanda, pasto mas fresco, yuyo mas verde. Y siempre se formaba un pelotón que los rodeaba y les decía que no vieran visiones y que miraran siempre adelante, para no terminar de volver loca a la tropa.
Otros veían un humito, lejos, siempre en el horizonte. Al principio, se apretaba el paso, algunos arrancaban a galopar, las chinas y los reseros que venían a cargo de los animales de carnear empezaban con alaridos y reclamos porque no querían que los de buena monta los dejasen atrás, y cada humo que se creyó haber visto se producía una reyerta y a la noche, calmados los ánimos, todos, menos el que dio la voz de alarma terminaban reconociendo que no habían visto nada.
Volvieron a encontrar una calavera de caballo con su nido de horneros.
– ¡Pobres bichos! – Habló alguien.
– Al menos vuelan… -Le contestaron.