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Era una vaca que había parido: algo normal, pero resultó extraño que entre tanto peón de campo, estanciero y entendido en animales nadie se hubiera dado cuenta de que venían arreando una preñada.
El ternero apenas se mantenía parado, y si alguien pensó carnearlo ahí mismo se lo guardó cuando una china dio la idea de que lo dejaran con la vaca y pasto para alimentarse no le iba a faltar.
Un oriental pidió que también dejaran a un novillo que ya habían visto tratando de montarse a otras bestias para que se hagan compañía entre los tres y por ahí a la vuelta encuentren un manada de cimarrones y selo puede arrear de vuelta a las poblaciones.
Sin esperar que los principales cabildearan y diesen aprobación, el oriental espantó al novillo, y el animal, como si lo hubiera oído, se apartó del arreo y, obediente, se arrimó a la vaca que los miraba mientras la cría le cabeceaba la tetas.
La pampa siempre paga, dicen.
Será un decir, pero esa misma tarde encontraron, una carreta abandonada con su carga completa de leña.
Pintura verde, y el eje partido, mostraban que alguna caravana de los nacionales la había dejado ahí por no darse tiempo o maña para arreglarla. No fue difícil hacer lugar para esos palos de quebracho en las chatas de carga, aliviadas de tanto que se comió y chupó en las primeras semanas de marcha.
Y al rato nomás, cuando empezaba a oscurecer, un barullo que oarecia subir desde abajo del pasto, asustó mucho hasta que los que habían campañas a reconocieron el tembleteo de una estampida de jabalíes.
Lo estaban explicando cuando apareció una hilera de ñandús escapando de la nube de polvo que avanzaba hacia ellos. Apenas tiempo tuvieron para contener a los artilleros que querían disparar su culebrina al bulto, como si desviándolos con el ruido se pudiera evitar que la chanchería le pase por encima a todo lo que no sea pasto. Que cebaran el gollete de los cañones con pólvora húmeda y trapos engrasados y embebidos de parafina fue la orden los fogueados en casos casi iguales.
– Había que ser una manga de cagatintas para no haber traído perros dogos… -Se dijo mientras la mayoría seguía montada, y nadie acertaba a elegir entre apearse y escapar al galope y rogar que no fallara el fulminante ni se apagaran las estopas que tanto demoró el yesquero en ponerlas a arder.
Contar dicen que llama a la desgracia, pero doscientos, o trescientos, sus montas, su caballada de reposta y otras tantas bestias de carga y de servicio quedaron envueltas en una humareda acre, con los ojos chorreando, la boca hinchada, y la cara negra del pegoteo de lágrimas y hollín.
Y el tironeo de estómago que produce el trueno del cañón cuando se ha perdido la costumbre.
Por la humareda, pocos llegaron a ver la retaguardia de los chanchos huyendo, muchos de ellos con el lomo pegoteado de grasa ardiendo antes de perderse de vista se convertían en bolas de llamas aullantes que dejaban una estela de humo blanco con olor a pelo quemado.
La monta respondió con mas prudencia que la tropa y las chinas de atrás que lloraban a los gritos y pedían socorro y auxilio no se sabe pensando en quién las iría a escuchar.
Algunos vomitaron y quien pudo, cargó la carabina para hacerse de algún cancho paralizado que se atrasó en dar su media vuelta y emprender la disparada en sentido contrario.
– Así también nosotros… -Dijo alguien, el primero que habló desde el montón que había buscado reparo o detrás de las carretas.
Todos tosiendo o vomitando, nadie trató de averiguar a qué venia esa frase que sonaba a sermón de cura iluminado.
Pero la pampa paga, o al menos te hace sentir que asusta de repente para que cualquier cosa que después consigas sacarle te parezca un premio.
Con semanas y mas semanas de marcha carneando vaca y asando y comiendo carne de vaca las mas de las veces, y cuando no, charqui y carne de cordero o de vaca en conserva de grasa con pimiento, ver asarse a los chanchos y saborear una carne que no fuera de oveja o vaca fue para la gente una fiesta como cuando al cabo de meses de comer nada mas que ázimo y pescado hervido, un tripulante de la flota de mar llega con plata dulce a la primer posada del puerto y ve la mesa grande llena de pollo asado, cuadriles frescos y hojas verdes, manzanas y naranjas jugosas.
Horas costó cuerear y asar una docena de chanchos o jabalís de carne dura y tan fuerte que justificó meter espiches en uno de los toneles de carlón que venían reservados para el encuentro que cada vez parecía mas lejano, menos posible.
Muchos cayeron dormidos antes de que los asadores empezaran a trozar costillares crudones para alcanzarle a la cola de los mas hambrientos.
Y cuando los que tuvieron paciencia de esperar que las carnes estuviesen a punto empezaban a disfrutarla en medio de esa oscuridad, ya el vino se había terminado y los apresurados medio borrachos, se habían dormido sin tiempo de cubrirse bajo sus ponchos.
Algunos quedaron tirados lejos de sus monturas y sus cueros. Mullaban y eructaban dormidos. Hablaban en sueños. Se quejaban. Uno soltaban un grito como de terror, de mucho miedo, otro una risa larga, y entre tanto cuerpo tirado, como una aparición, se veía un fanal de parafina flotando en el aire, hamacándosé a un metro de altura, apareciendo y despareciendo por distintos lados del campamento.
A veces la luz dejaba ver la sombra del que la sostenía. Era uno que rondaba por el campamento, buscando jarros abandonados para recuperar el restito de vino que alguno se habría dormido sin tomar.
Todo se oscurecía en los momentos cuando esa figura se inclinaba y apoyaba el fanal en el pasto para alzar un jarrro. Después, alumbrado desde abajo, se veía con cuánta paciencia trasvasaba, unas gotitas a algo que sería una bota cuero, o un cuenco de barro.
No parecía apurado: terminaba de vaciar el jarrito, lo apoyaba en el pasto sin hacer ruido, como cuidando no despertar, y recién entonces levantaba el farol y volvía a convertirse en una forma amarillenta que flotaba sobre los cuerpos.
Pasó dos y hasta tres o cuatro veces por los mismos lugares, buscando y buscando. Siguió juntando vino hasta que la luz amarilla empezó arder, chisporroteando como señal de que la parafina se acababa. Ya oscuro, se lo dejó de ver. Estaría tumbado en sus cueros tomándose el poco vino que pudo conseguir. Se habrá dormido medio mamado, creyéndose hasta el final que era el único despierto en toda la tropa. El viento soplaba bastante fresco, como siempre a medianoche.
El olor de la grasa de chancho quemada y el de la tierra y el pasto verde que algún prudente paleó para sofocar la lumbre del asado, no bastaron para limpiar el olor a pólvora de aquellos pocos cañonazos de la tarde. Es un olor que impregna el cuero de las monturas, la piel de oveja de los aperos y las lanas de ponchos casacas. Dicen que por el azufre que le ponen al explosivo el olor de la pólvora se parece al hedor que despide el Diablo: difícil que sea verdad. Pero si es cierto que ese te entra en la cabeza y no se va. Por eso debe ser que artillero tiene fama de loco: se jacta de la potencia del ruido de sus explosiones, mas bien truenos que hasta al mas curtido le revuelven las tripas y lo hacen vomitar.
Los ves apenas en medio de la cerrazón de su humareda y está saltando por los ruidos, pero él, bailándolos de contento: salta igual que vos con la música de sus explosiones.
Como el lancero, el domador, el baquiano, y como los que nunca erran un tiro con carabina o con fusil, el artillero no más por ser como es se piensa el mejor de todos.
En guerra es bueno que cada cual se crea mejor que todos los demás. Entre los artilleros abundan los que les faltan un dedos que en algún zafarrancho se quedó atravesado en un un cerrojo o se hizo de carbón en una escapada de gas de la fogonadura de un serpentín de treinta onzas. No pocos son mancos, tuertos o quedaron desfigurados por quemaduras en la cara.
Pero cada vez que vuelve la hora de juntarse a pelear, eligen de nuevo el polvorín y los cañones, aunque por méritos o acomodo les ofrezcan cargos de intendencia, que son los que codician todos porque habilitan a ser primero en todos los repartos y, a veces, quedarse con la paga de muertos y desertores.
Chasquis, domadores, lanceros y jinetes de tiro rápido: todos tienen una ilusión de revistar una temporada en intendencia. En cambio el artillero e se empecina en no quedarse estar nunca lejos de sus fierros y polvorines.
Los artilleros cantan sus zambas:
Como todos, hasta el mismo corneta de la banda, los de artillería saben que les puede tocar morir, pero igual que el fusilero y los de caballería rápida, viven convencidos de que ellos son los que mas mueren, o los primeros en morir. Cantan pidiendo a la mujer:
Y como todos los demás, en la guerra se la pasan pensando en la mujer, pero seguro que cuando están un tiempo con la mujer y arreglan el rancho, empiezan a pensar otra vez en la guerra y en esos truenos de la pólvora que solo ellos se pueden aguantar.
Y además, les gustan.
Los artilleros hacen cantos contra la lluvia, para ellos mas enemiga que el Odiado Enspañol, porque bastan dos días de lluvia para que la pólvora se les vuelva pelmaza y tengan que seguir cargando balas, metrallas y cañones de puro adorno, y deslomarse empujándolos en el piso barroso.
Pero en esos últimos días ni ellos han de haber pensado en la lluvia.
La pampa tiene también eso: te malacostumbra a lo que lleva a creer que es: ni el marinero, que nunca paró de hablar de tormentas y de cantar canciones y contar dichos sobre temporales y huracanes debió haber pensado en serio en la lluvia.
Pero a final llovió.
Todo llovió.
El día siguiente de la corrida de los chanchos amaneció nublado y sin viento, y no bien se apearon a mediodía para matear, empezaron las gotas anchas.
Fue una lluvia cansina, de esas que con el calor y el poco viento, ni ruido hacen.
Pero de a poco oscureció, tronó, empezaron los refucilos, y nadie hablaba porque no se escuchaba ni lo que te decía el del costado.
Ya antes de hacerse noche los animales andaban asustados y rebeldes y, al apearse, la tropa se encontraba con el agua hasta la rodilla y el cuerpo hecho un temblor, de frío.
Cuando oscureció, fue peor: los pingos se entendían entre ellos mismos mejor que los cristianos. Como si hubieran resuelto no parar, se rebelaban al freno y elegían su camino. Y eso fue lo único acertado que hizo la tropa: resignarse a obedecerle a la caballada.
Otra vez mas resultó cierto que lo mejor que hacés resulta que lo haces cuando no podés hacer otra cosa.
Después se habló que había que agradecerle a la caballada que tan pocos se perdieran en esa noche de frío y desinteligencia.